CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 20 de febrero de 2016
DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO (14 de diciembre de 1974, primera parte).
DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO
(14 de diciembre de 1974, primera parte).
(Primera entrega. Fragmento).
Borges: ¿Cuándo nos conocimos? A ver... Yo he perdido la cuenta de los años. Pero creo que fue en casa de Bioy Casares, en la época de Uno y el Universo.
Sábato: No, Borges. Ese libro salió en 1945. Nos conocimos en lo de Bioy, pero unos años antes, creo que hacia 1940.
Borges: (Pensativo) Sí, aquellas reuniones... Podíamos estar toda la noche hablando sobre literatura o filosofía... Era un mundo diferente... Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política. En mi opinión les interesan los políticos. La política abstracta, no. A nosotros nos preocupaban otras cosas.
Sábato: Yo diría, más bien, que en aquellas reuniones hablábamos de lo que nos apasionaba en común a usted, a Bioy, a Silvina, a mí. Es decir, de la literatura, de la música. No porque no nos preocupara la política. A mí, al menos.
Borges: Quiero decir, Sábato, que no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.
Sábato: Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Sábato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: "El señor Cristóbal Colon acaba de descubrir América". Título a ocho columnas.
Borges: (Sonriendo) Sí... creo que sí.
Sábato: ¿Cómo puede haber hechos transcendentes cada día?
Borges: Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.
Sábato: ¿Quién?
Borges: Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.
Barone: Si me permiten... aquel tiempo en que se encontraban en lo de Bioy...
Borges: Caramba, usted se refiere a aquel tiempo como si fueran épocas muy lejanas. (Pareciera evocarlas). Sí, claro, cronológicamente son lejanas. Sin embargo siento, pienso en aquello como si fuera contemporáneo. Además, nos reuníamos pocas veces.
Sábato: El tiempo no existe, ¿no?
Borges: Quiero decir... Como yo sigo mentalmente en esa época... y además la ceguera me ayuda.
Se produce una larga pausa.
Borges: Recuerdo la polémica Boedo-Florida, por ejemplo, tan célebre hoy. Y sin embargo fue una broma tramada por Roberto Mariani y Ernesto Palacio.
Sábato: Bueno, Borges, pero aquel tiempo no fue el mío.
Lo dice con sarcasmo.
Borges: Sí, lo sé, pero recordaba esa broma de Florida y Boedo. A mí me situaron en Florida, aunque yo habría preferido estar en Boedo. Pero me dijeron que ya estaba hecha la distribución (Sábato se divierte) y yo, desde luego, no pude hacer nada, me resigné. Hubo otros, como Roberto Arlt o Nicolás Olivari, que pertenecieron a ambos grupos. Todos sabíamos que era una broma. Ahora hay profesores universitarios que estudian eso en serio. Si todo fue un invento para justificar la polémica. Ernesto Palacio argumentaba que en Francia había grupos literarios y entonces, para no ser menos, acá había que hacer lo mismo. Una broma que se convirtió en programa de la literatura argentina.
Sábato: ¿Recuerda, Borges, que, aparte de la literatura y la filosofía, usted y Bioy sentían una gran curiosidad por las matemáticas? La cuarta dimensión, el tiempo... aquellas discusiones sobre Dunne y el Universo Serial...
Borges: (Aprieta el bastón con las dos manos, se yergue un tanto, casi con entusiasmo) ¡Caramba! Claro... los números transfinitos, Kantor...
Sábato: El Eterno Retorno, Nietzsche, Blanqui...
Borges: Y, siglos antes, ¡los pitagóricos, o los estoicos!
Sábato: Las aporías, Aquiles y la tortuga... Nos divertíamos mucho, sí. Recuerdo cuando Bioy leía los cuentos de Bustos Domecq recién salidos del horno. Pero a Silvina no le gustaban, permanecía muy seria.
Borges: Bueno, Silvina solía leer esos textos con indulgencia y gesto maternal. A mí, sin embargo, los cuentos de Bustos Domecq me causaban gracia.
Sábato: Recuerdo que también hablábamos mucho de Stevenson, de sus silencios. Lo que calla, a veces más significativo que lo que expresa.
Borges: Claro, los silencios de Stevenson... y también Chesterton, Henry James... no, creo que de James se hablaba menos.
Sábato: Al que le interesaba mucho era a Pepe Bianco.
Borges: Sí, él había traducido The Turn of the Screw. Mejoró el título, es cierto. Otra vuelta de tuerca es superior a La vuelta de tuerca ¿no?
Sábato: Representa con más claridad la idea de la obra. Al revés que con ese libro de Saint-Exupéry llamado Terre des Homme que aparece traducido como Tierra de hombres. Como quien dice "Tierra de machos". Si hasta parece un título para Quiroga o Jack London. Cuando lo que en realidad quiere significar (además lo dice literalmente) es Tierra de los Hombres, la tierra de estos pobres diablos que viven en este planeta. No sólo ese traductor no sabe francés sino que no entendió nada de Saint-Exupéry ni de su obra entera. Pero a propósito, Borges, recuerdo algo que me llamó la atención hace un tiempo en su traducción del Orlando, de Virginia Woolf...
Borges: (Melancólico) Bueno, la hizo mi madre... yo la ayudé.
Sábato: Pero está su nombre. Además, lo que quiero decirle es que encontré dos frases que me hicieron gracia porque eran borgeanas, o así me parecieron. Una cuando dice, más o menos, que el padre de Orlando había cercenado la cabeza de los hombres de "un vasto infiel". Y la otra, cuando aquel escritor que volvió hacia Orlando y "le infirió un borrador". Me sonaba tanto a Borges que busqué el original y vi que decía, si no recuerdo mal, algo así como presented her a rough draft.
Borges: (Riéndose) Bueno, sí, caramba...
Sábato: No tiene nada de malo. Sólo muestra que casi es preferible que un autor sea traducido por un escritor medio borroso e impersonal ¿no? Recuerdo que hace mucho tiempo vi una representación de Macbeth. La traducción era tan mala como los actores y la pintarrajeada escenografía. Pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare había logrado vencer a su traductor.
Borges: Es que hay ciertas traducciones espantosas... Hay un film inglés cuyo título original The Imperfect Lady lo tradujeron aquí como La cortesana o La ramera. Perdió toda la gracia. Precisamente alterar de esa forma el título, que es donde más ha trabajado el autor. Cuando eligió uno es porque lo ha pensado mucho. Nadie, ni el traductor, debe creerse con derecho a cambiarlo.
Sábato: ¿Y acaso el título no es la metáfora esencial del libro? Del título podría decirse lo que se ha afirmado de los sistemas filosóficos, que casi siempre son desarrollo de una metáfora central: El Río de Heráclito, La Esfera de Parménides...
Borges: Claro, suponiendo que los títulos no sean casuales. Bueno, y que los libros tampoco ¿no?
Borges parece buscar algo en el pasado. Sábato debe intuir esa búsqueda de la evocación y también el inminente monólogo. Quedan muchas horas, mucho tiempo delante.
Borges: Hablando de libros, los primeros que se ocuparon aquí de "promover" sus libros fueron José Hernández y Enrique Larreta. Después, Girondo. De él todos recuerdan cuando se publicó El espantapájaros y desfiló en un coche con uno de esos muñecos por la calle Florida... En cambio, en un tiempo anterior, el de Lugones y de Groussac, cuando editaban sus libros sólo trascendían en el ámbito de las librerías. Mi propia experiencia no fue distinta. Con trescientos pesos que me dio mi padre hice imprimir trescientos ejemplares de mi primer libro. ¿Qué otra cosa pude hacer que repartirlos y regalarlos a los amigos? ¿A quién le importaba alguien que escribía poemas y se llamaba Borges?
Sábato: El editor le publica al escritor que todos se disputan. Eso hace difícil cualquier comienzo. Sin embargo, es extraño, uno ve ahora los estantes de las librerías y es como una invasión de títulos. Debe haber más autores que lectores. Y otro fenómeno: el de los kioscos. Antes, por el año 35, solamente Arlt se vendía en la calle.
Borges: (Lleno de asombro) ¿Libros en los kioscos?
Sábato: (Sonriendo) Sí, también los suyos: El Aleph, Ficciones y los clásicos.
Borges alza aún más la cabeza como para asombrarse de cerca, inquiere más con un gesto.
Sábato: Sí, y me parece bien que sus libros estén allí en la calle, al paso de cada lector.
Borges: Pero... es que antes no era así, claro...
Sábato: Sin embargo, hubo un tiempo en que en los almacenes de campo, cuando hacían sus pedidos a Buenos Aires, junto a las bolsas de yerba y aperos, pedían ejemplares del Martín Fierro.
Borges: Esa noticia ha sido divulgada o imaginada por el propio Hernández. La población rural era analfabeta.
Hay un silencio apenas fastidiado por el ruido de los vasos. Hace calor, pero creo que todos lo hemos olvidado. Queda flotando la última palabra.
Borges: Martín Fierro... Un personaje que no es un ejemplo. Es admirable el poema como arte, pero no el personaje.
Los ojos de Sábato, ahora escudriñan el rostro de Borges. Se le nota la ansiedad por hablar, pero espera.
Borges: Fierro es un desertor que paradójicamente deleita a los militares. Pero si usted le dice eso a un hombre de armas, se indigna. Hasta Ricardo Rojas en la Historia de la Literatura Argentina lo defiende con argumentos inexistentes. Alega que en el libro se ve la conquista del desierto, la fundación de ciudades. Francamente nadie ha leído una sola palabra de eso.
Sábato: Creo que Fierro es un iracundo, un rebelde ante el tratamiento de frontera, y ante muchas de las injusticias de su tiempo.
Borges cierra y abre los ojos, se mueve un poco sin perder esa posición arrogante, pero no agresiva.
Borges: No, no pienso así, Martín Fierro no fue un rebelde. Desertó porque no le pagaban sus haberes y se pasó al enemigo, no sin esperanza de participar fructuosamente en algún malón. Pero tampoco el autor fue rebelde. José Hernández Pueyrredón pertenecía a la alta clase de los estancieros, era pariente de los Lynch y los Udaondo. Si le hubieran dicho "gaucho" se habría indignado. Un gaucho era algo común, pero Martín Fierro es una excepción en la llanura. Porque un matrero lo es y por eso recordamos a unos pocos: Hormiga Negra, que murió por 1905 tal vez. Es que el gaucho matrero es una excepción como lo es el guapo entre los compadritos. Mi abuela en el 72 ó 73 vio a los soldados en el cepo. Hernández no conoció nada de eso. Se documentó, se basó mucho en el libro de su amigo Mansilla. Y por eso no acepto que Martín Fierro sea un mensaje de protesta social; es más bien un alegato contra el Ministerio de la Guerra como le llamaban entonces. No creo que Hernández ansiara un nuevo orden social, Sábato.
Sábato: Que Hernández perteneciera a la clase alta, no es un argumento. También fueron aristócratas o burgueses Saint-Simon, Marx, Owen, Kropotkin. No sabía que Hernández era pariente de los Lynch. Lo mismo que Guevara. En cuanto al Martín Fierro, pienso que describe el exilio de los gauchos en su propia patria. Es un canto para los pobres. No sé cual habrá sido el propósito deliberado de Hernández al escribirlo y eso no importa. Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la obra, cuando se trata del arte. Quién recuerda en qué acceso de patriotismo Dostoievsky se propuso escribir un librito titulado Los borrachos, contra el abuso del alcohol en Rusia: le salió Crimen y castigo.
Borges: Claro, si el Quijote fuera simplemente una sátira contra los libros de caballería no sería el Quijote. Si al final, cuando termina la obra, el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada.
Sábato: Tal vez los propósitos sirvan como trampolín para lanzarse después a aguas más profundas. Allí empiezan a trabajar otras fuerzas inconscientes, poderosas y más sabias que las conscientes. Las que en definitiva revelan las grandes verdades. Pero volviendo al Martín Fierro, lo que usted dijo antes lo comparto en algo: no se lo debe valorar como testimonio de protesta. O diría, mejor, por el solo hecho de ser un libro de protesta. Porque en este caso, cualesquiera fueran sus valores morales, no alcanzaría a ser una obra de arte. Pienso que si Martín Fierro vale es porque a partir de esa rebeldía accede a esos altos niveles y expresa los grandes problemas espirituales del hombre, de cualquier hombre y en cualquier época: la soledad y la muerte, la injusticia, la esperanza y el tiempo.
Borges: (Que ha escuchado con atención. La cara orientada hacia el exacto lugar donde está Sábato.) Reconozco que Fierro es un personaje viviente, que como pasa con las personas reales puede ser juzgado muy diversamente, según se lo mire.
Sábato: De allí las muchas interpretaciones que permite: sociológicas, políticas, metafísicas.
Borges: (Como disculpándose) Pero yo no he dicho una sola palabra en contra de la obra...
Sábato: Es que ha habido reportajes donde usted aparece diciendo ciertas cosas... Me parece útil que se aclare.
Borges: He dicho, sí, que proponer a Martín Fierro como personaje ejemplar es un error. Es como si se propusiera a Macbeth como buen modelo de ciudadano británico ¿no? Como tragedia me parece admirable, como personaje de valores morales, no lo es.
Sábato: Lo que prueba que un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como buenas personas. Casi nadie en la gran literatura.
Borges: Qué extraño. Ahora recuerdo que Macedonio Fernández tenía una teoría que yo creo errónea. él decía que todo personaje de novela tenía que ser moralmente perfecto. Desde esa perspectiva, sin conflictos, resultaría difícil escribir algo... él se basaba en el concepto: "El arquetipo ideal de la épica".
Sábato: Parecería un chiste.
Borges: No. Era en serio. Bueno, sería como anular la novela ¿no?
Sábato: Basta considerar los grandes protagonistas de novelas. Siempre marginados, tipos casi siempre fuera de la ley outsiders.
Borges: Hay una frase de Kipling que escribió al final de su vida: "A un escritor puede estarle permitido inventar una fábula pero no la moraleja". El ejemplo que eligió para sostener su teoría fue el de Swift, que intentó un alegato contra el género humano y ahora ha quedado Gulliver, un libro para chicos. Es decir: el libro vivió, pero no con el propósito del autor.
Sábato: Es lo bastante complejo para ser un espantoso alegato y a la vez un libro de aventuras para chicos. Esa ambig edad es frecuente en la novela.
Borges: Se me ocurre algo. Supongamos que Esopo existió y que escribió sus fábulas. Pero posiblemente le divertía más la idea de animales que hablan como hombrecitos que las moralejas. Esas moralejas se agregaron después.
Sábato: Es que ninguna obra de arte es moralizadora en el sentido edificante de la palabra. Si sirven al hombre es en un sentido más profundo, como sirven los sueños, que casi siempre son terribles. O las tragedias. Usted habló de Macbeth: es espantoso, pero sirve. Y no sé si lo justo no sería suprimir ese "pero", o en su lugar poner "y por eso mismo.
Borges: Sin duda. Uno de los libros que leí es Le Feu, de Barbusse. Lo escribió contra la guerra y el resultado es casi una exaltación de la guerra.
Sábato: Sarmiento se propuso escribir un libro contra la barbarie y la conclusión fue un libro bárbaro. Porque Facundo expresa lo que hay en el fondo del corazón de Sarmiento: un bárbaro. El álter ego del Sarmiento de jacket.
Borges: Sí, es... el libro más montonero de nuestra literatura, según Groussac.
Sábato: Lo admirable del Facundo es la fuerza de sus pasiones. Está lleno de defectos sociológicos e históricos, es un libro mentiroso, pero es una gran novela. Borges: Solamente cuando una obra no vale es cuando cumple los propósitos del autor...
jueves, 18 de febrero de 2016
NOTA SOBRE WALT WHITMAN. Jorge Luis Borges. Obras Completas.
NOTA SOBRE WALT WHITMAN. Jorge Luis Borges. (Obras Completas. Páginas 249-253).
El ejercicio de las letras puede promover la ambición de construir
un libro absoluto, un libro de los libros que incluya a
todos como un arquetipo platónico, un objeto cuya virtud no
aminoren los años. Quienes alimentaron esa ambición eligieron
elevados asuntos: Apolonio de Rodas, la primer nave que atravesó
los riesgos del mar; Lucano, la contienda de César y de
Pompeyo, cuando las águilas guerrearon contra las águilas; Camoens,
las armas lusitanas en el Oriente; Donne, el círculo de
las transmigraciones de un alma, según el dogma pitagórico;
Mil ton, la más antigua de las culpas y el Paraíso; Firdusí, los
tronos de los sasánidas. Góngora, creo, fue el primero en juzgar
que un libro importante puede prescindir de Un tema importante;
la vaga historia que refieren las Soledades es deliberadamente
baladí, según lo señalaron y reprobaron Cáscales y Gracián (Cartas
filológicas, VIII; El Criticón, II, 4). A Mallarmé no le bastaron
temas triviales; los buscó negativos: la ausencia de una
flor o de una mujer, la blancura de la hoja de papel antes del
poema. Como Pater, sintió que todas las artes propenden a la
música, el arte en que la forma es el fondo; su decorosa profesión
de fe Tout aboutit a un livre parece compendiar la sentencia
homérica de que los dioses tejen desdichas para que a las
futuras generaciones no les falte algo que cantar (Odisea, VIII,
in fine). Yeats, hacia el año mil novecientos, buscó lo absoluto
en el manejo dé símbolos que despertaran la memoria genérica,
o gran Memoria, que late bajo las mentes individuales; cabría
comparar esos símbolos con los ulteriores arquetipos de Jüng.
Barbusse, en L'enfer, libro olvidado con injusticia, evitó (trató
de evitar) las limitaciones del tiempo mediante el relato poético
de los actos fundamentales del hombre; Joyce, en Finnegans Wflke,
mediante la simultánea presentación de rasgos de épocas distintas.
El deliberado manejo de anacronismos, para forjar una apariencia
de eternidad, también ha sido practicado por Pound y por
T;'S. Eliot.
He recordado algunos procedimientos; ninguno más curioso
que el ejercido, en 1855, por Whitman. Antes de considerarlo,
quiero transcribir unas opiniones que más o menos prefiguran
lo que diré- La primera es la del poeta inglés Lascelles Abercrombie..
"Whitman —leemos— extrajo de su noble experiencia esa
figura vivida y personal que es una de las pocas cosas grandes
250 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLEJAS
de la literatura moderna: la figura de él misrño." La segunda
es de Sir Edmund» Gosse: "No hay un Walt Whitman verdader
o . . . Whitman es la literatura en estado de protoplasma: un
organismo intelectual tan sencillo que se limita a reflejar a cuantos
se aproximan a él." La tercera es mía.1 "Casi todo lo escrito
sobre Whitman está falseado por dos interminables errores. Uno
es la sumaria identificación de Whitman, hombre de letras, con
Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass como don Quijote
lo es del Quijote; otro, la insensata adopción del estilo y vocabulario
de sus poemas, vale decir, del mismo sorprendente fenómeno
que se quiere explicar."
Imaginemos que una biografía de Ulises (basada en testimonios
de Agamenón, de Laertes, de Polifemo, de Calipso, de Penélope;
de Telémaco, del porquero, de Escila y Caribdis) indicara que
éste nunca salió de Itaca. La decepción que nos causaría ese libro,
felizmente hipotético, es la que causan todas las biografías
dé Whitman. Pasar del orbe paradisíaco de sus versos a la insípida
crónica de sus días es una transición melancólica. Paradójicamente,
esa melancolía inevitable se agrava cuando el biógrafo quiere
disimular que hay dos Whitman: el "amistoso y elocuente salvaje"
de Leaves of Grass y el pobre literato que lo inventó. 2 Éste jamás
estuvo en California o en Platte Cañón; aquél improvisa un apostrofe
en el segundo de esos lugares (Spirit that formed this sceyie)
y ha sido minero en el otro (Starting from Paumanok, 1). Éste,
en 1859, estaba en Nueva York; aquél, el dos de diciembre de ese
año, asistió en Virginia a la ejecución del viejo abolicionista
John Brown (Year of meteors). Éste nació en Long Island; aquél
también (Starting from Paumanok), pero asimismo en uno de los
estados del Sur (Longings for honre). Éste fue casto, reservado, y
más bien taciturno; aquél efusivo y orgiástico. Multiplicar esas
discordias es fácil; más importante es comprender que el mero
vagabundo feliz que proponen los versos de 'Leaves of Grass hubiera
sido incapaz de escribirlos.
Byron y Baudelaire dramatizaron, en ilustres'' volúmenes, sus
desdichas; Whitman, su felicidad. (Treinta años después, en Sils-
Maria, Nietzsche descubriría a Zarathustra; ese pedagogo es feliz,
o, en todo caso, recomienda la felicidad, pero tiene el defecto
de no existir.) Otros héroes románticos —Vathek es el primero de
la serie, Edmond Teste no es el último— prolijamente acentúan
sus diferencias; Whitman, con impetuosa humildad, quiere parecerse
a todos los hombres. Leaves of Grass advierte, "es el canto
1 En esta edición, pág. 206.
2 Reconocen muy bien esa diferencia Henry Seidel Canby (Walt Whitman,
1943) y Mark Van Doren en la antología de la Viking Press (1945) . Nadie
más. que yo sepa.
DISCUSIÓN 251
de un gran individuo colectivo, popular, varón o mujer" (Complete
Writings, V, 192). O, inmortalmente (Song of Myself, 17) :
Éstos son en verdad los pensamientos de todos los
Hombres en todos los lugares y épocas; no son originales míos.
Si son menos tuyos que míos, spn nada o casi nada.
Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada.
Si no están cerca y lejos, son nada.
Éste es el pasto que crece donde hay tierra y hay agua,
Éste es el aire común que baña el planeta.
El panteísmo ha divulgado un tipo de-frases en las que se
declara que Dios es diversas cosas contradictorias o (mejor aún)
misceláneas. Su prototipo es éste: "El rito soy, la ofrenda soy,
la libación de manteca soy, el fuego soy" (Bhagayadgita, IX, 16).
Anterior, pero ambiguo, es el fragmento 67 de Heráclito: "Dios
es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre."
Plotino describe a sus alumnos un cielo inconcebible, en el
que "todo está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas,
el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y
el sol" (Enneadas, V, 8,4) . Attar, persa del siglos xn, canta la dura
peregrinación de los pájaros en busca de su rey, el Simurg; muchos
perecen en los mares, pero los sobrevivientes descubren que
ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos.
Las posibilidades retóricas de esa extensión del principio de
identidad parecen infinitas. Emerson, lector de los hindúes y de
Attar, deja el poema Bráhma; de los dieciséis versos que lo componen,
quizá el más memorable es éste: When me they fly, I arn
the wings (Si huyen de mí yo soy las alas). Análogo, pero de voz
más elemental, es Ich bin der Eine und bin Beide, de Stefan George
(Der Stern des Blindes). Walt Whitman renovó ese procedimiento.
No lo ejerció, como otros, para definir la divinidad o
para jugar con las "simpatías y diferencias" de las palabras; quiso
identificarse, en una suerte de ternura feroz, con todos los
hombres. Dijo (Crossing Brookling Ferry, 7) :
He sido terco, vanidoso, ávido, superficial, astuto, cobarde, maligno;
El lobo, la serpiente y el cerdo no faltaban en m í . . .
También (Song of Myself, 33) :
Yo soy el hombre. Yo sufrí. Ahí estaba.
El desdén y la tranquilidad de los mártires;
La madre, sentenciada por bruja, quemada ante los hijos, con leña seca;
El esclavo acosado que vacila, se apoya contra el cerco, jadeante, cubierto
de sudor;
252 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Las puntadas que le atraviesan las piernas y el pescuezo, las crueles municiones
y balas; •
Todo eso lo siento, lo soy.
Todo eso lo sintió y lo fue Whitman, pero fundamentalmente
fue —no en la mera historia, en el mito— lo que denotan estos
dos versos (Song of Myself, 24) :
Walt Whitman, un cosmos, hijo de Manhattan,
Turbulento,' carnal, sensual, comiendo, bebiendo, engendrando.
También fue el que sería en el porvenir, en nuestra venidera
nostalgia, creada por estas profecías que la anunciaron (Full of
Ufe, now):
Lleno de vida, hoy, compacto, visible,
Yo, de cuarenta años de edad el año ochenta y tres de los Estados,
A ti, dentro de un siglo o de muchos siglos,
A ti, que no has nacido, te busco.
Estás leyéndome. Ahora el invisible soy yo,
Ahora eres tú, compacto, visible, el que intuye los versos y el que me busca,
Pensando lo feliz que sería si yo pudiera ser tu compañero.
Sé feliz como si yo estuviera contigo. (No tengas demasiada seguridad de
que no estoy contigo.)
O {Songs of Parting, 4,5):
¡Camarada! Éste no es un libro;
El que me toca, toca a un hombre.
(¿Es de noche? ¿Estamos solos a q u í ? . . . ).
Te quiero, me despojo de esta envoltura.
Soy como algo incorpóreo, triunfante, muerto.1
Walt Whitman, hombre, fue director del Brooklyn Eagle, y leyó
sus ideas fundamentales en las páginas de Emerson, de Hegel y
de Volney; Walt Whitman, personaje poético, las edujo del contacto
de América, ilustrado por experiencias imaginarias en las
alcobas de New Orleans y en los campos de batalla de Georgia!
Un hecho falso puede ser esencialmente cierto. Es fama que Enrique
I de Inglaterra no volvió a sonreír después de la muerte
1 Es intrincado el mecanismo de estos apostrofes. Nos emociona que al
poeta le emocionara prever nuestra emoción. Cf. estas líneas de Fiecker, dirigidas
al poeta que lo leerá, después de mil años:
0 friend unseen, unborn, unknown,
Student of^ our sweet English tongue
Read out my words at night, alone:
1 was a poet, 1 was young.
DISCUSIÓN 2.r)3
de su hijo; el hecho, quizá falso, puede ser verdadero como símbolo
del abatimiento del rey. Se dijo, en 1914, que los alemanes
habían torturado y mutilado a unos rehenes belgas; la especie,
a no dudarlo, era falsa, pero compendiaba útilmente los infinitos
y confusos horrores de la invasión. Aun más perdonable es el
caso de quienes atribuyen una doctrina a experiencias vitales y
no a tal biblioteca o a tal epítome. Nietzsche, en 1874, se burló
de la tesis pitagórica de que la historia se repite cíclicamente
(Vom Nutzen und Nachtheil der Historie, 2); en 1881, en un sen*
dero de los bosques de Silvaplana, concibió de pronto esa tesis
(Ecce homo, 9). Lo tosco, lo bajamente policial, es hablar de plagio;
Nietzsche, interrogado, replicaría que lo importante es la
transformación que una idea puede obrar en nosotros, no el
mero hecho de razonarla.x Una cosa es la abstracta proposición
de la unidad divina; otra, la ráfaga que arrancó del desierto a
unos pastores árabes y los impulsó a una batalla que no ha cesado
y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges. Whitman se
propuso exhibir un demócrata ideal, no formular una teoría.
Desde que Horacio, con imagen platónica o pitagórica, predijo
su celeste metamorfosis, es clásico en las letras el tema de la
inmortalidad del poeta. Quienes lo frecuentaron, lo hicieron en
función de la vanagloria (Not rnarble, not the gilded monuments),
cuando no del soborno y de la venganza; Whitman deriva de su
manejo una relación personal con cada futuro lector. Se confunde
con él y dialoga con el otro, con Whitman (Salut au monde, 3):
¿Qué oyes, Walt Whitman?
Así se desdobló en el Whitman eterno, en ese amigo que es un
viejo poeta americano de mil ochocientos y tantos y también
su leyenda y también cada uno de nosotros y también la felicidad.
Vasta y casi inhumana fue la tarea, pero no fue menor la victoria.
1 Tanto difieren la razón y la convicción que las más graves objeciones a
cualquier doctrina filosófica suelen preexistir en la obra que la proclama.
Platón, en el Parménidés, anticipa el argumento del tercer hombre que le
opondrá Aristóteles, Berkeley (Dialogues, 3), las refutaciones de Hume.
Fuente:
Fuente:
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
EMECÉ EDITORES. AÑO: 1974.
BUENOS AIRES ARGENTINA.
miércoles, 17 de febrero de 2016
Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg.
(Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg).
Lugones
Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra república decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la verdad y es decir muy poco. Muerto Groussac, la primera de esas dos primacías le corresponde; muerto Unamuno, la segunda. Am-bas proceden de una eliminación; nos dicen de Lugones y de otros hombres, no de Lugones íntimo; ambas lo dejan solo. Las dos en fin (aunque no incapaces de prueba) son vagas como todo super-lativo.
Nadie habla de Lugones sin hablar de sus múltiples incons-tancias. Hacia 1897 –época de Las montañas del oro– era socia-lista; hacia 1916 –época de Mi beligerancia–, demócrata; desde 1923 –época de las conferencias del Coliseo–, profeta pertinaz y dominical de la Hora de la Espada. También parece que en Las fuerzas extrañas (1906) incurrió en la culpa de no prever las dos teorías de Einstein, que sin embargo contribuyó a divulgar el año veinticuatro. Tampoco le perdonan el paso del ateísmo irreverente a la fe cristiana, como si ambas no fueran evidencias de una misma pasión. El hombre que es sincero y meditativo no puede no cam-biar: sólo no cambian los políticos. Para ellos el fraude electoral y la prédica democrática no son incompatibles.
He aquí lo indudable. Esos “cambios múltiples”, que son es-cándalo o admiración de los argentinos, son de carácter ideológico y nadie ignora que las ideas de Lugones –mejor, las opiniones de Lugones–, son menos importantes que la convicción y que la retó-rica espléndida que les dedicó. Retórica espléndida he dicho, no re-tórica útil, ya que Lugones prefería la intimidación a la persuasión. Chesterton o Shaw enriquecieron de problemas y de razones las doctrinas que profesaban; Lugones no aportaba a sus empresas otra cosa que su adhesión, acompañada por algunas metáforas. Habitualmente, simplificaba hasta lo monstruoso las discusiones. Por ejem-plo: recuerdo que postulaba una diferencia moral entre el recurso métrico de repetir determinadas sílabas (rimar) y el de no repe-tirlas.
Sus razones casi nunca tenían razón; sus epítetos, casi siempre. Conviene, pues, buscarlo en aquellos lugares de su obra no maculados de polémica: verbigracia, en las páginas descriptivas de El payador.
“Era el monstruoso banquete de carne, para hombres, pe-rros y aves de presa... Junto a los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre, comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o limpiando los engrasados dedos con lentitud en el empeine de la bota...”
O en algún admirable cuento fantástico –La lluvia de juego, Los caballos de Abdera, Yzur– o en aquel Lunario sentimental que es el inconfesado arque-tipo de toda la poesía profesionalmente “nueva” del continente, desde El cencerro de cristal de Güiraldes hasta El retorno maléfico o La suave patria, de López Velarde, acaso superiores al modelo. (¿A qué aludir a remedos incompetentes, como La pipa de Kif?)
Se deplora –no sin justicia– el mal gusto de Lugones, Yo también lo deploro, pero me incomoda menos que el de otros: diga-mos el de Ortega y Gasset. El uno –“Y cumbres siempre, cumbres, en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas” –está mitigado por la pasión; el otro –“Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña”– es mera y fríamente feo.
En vida, Lugones era juzgado por el último artículo ocasional que su indiferencia había consentido. Muerto, tiene el derecho pós-tumo de que lo juzguen por su obra más alta.
En cuanto a lo demás, a lo que sabemos... En el tercero de los cuatro Estudios helénicos están estas palabras:
“Dueño de su vida el hombre, lo es también de su muerte.”
(El contexto merece recordación. Ulises rehúsa la inmortalidad que Calipso le ofrece; Lugones arguye que rehusar la inmortalidad equivale a un suicidio, a plazo remeto.)
Lugones, Herrera, Cartago
Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de am-bos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al “poeta de Buenos Aires” de haber saqueado el “poeta de Montevideo”. Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uru-guay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga, y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refu-taron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó al-gunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consis-torio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incrimina-ría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano, y a Lamartine... Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición:
“En cuanto a la vieja disputa, provo-cada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.”
Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938.
Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los ce-náculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas (“...y el viejo banco/ sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia”) y a Herrera para construir el caos:
Un estremecimiento de Sibilas
epilepsiaba a ratos la ventana,
cuando de pronto un mito tarambana
rodó en la obscuridad de mis pupilas.
Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocu-pando a la gente.
“La polémica no ha terminado –comprueba Guillermo de To-rre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)– y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta.”
Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una in-clinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.
La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran es-critor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lu-gones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.
Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no de-claró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivi-narlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición aca-démica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del ar-gumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.
Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio, y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el in-cendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejér-citos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la llíada que dice.
“El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida.”
Porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los roma-nos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella –tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave– y una versión griega del Periplo del navegante Hannon * . Cartago, ahora, significa, ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.
* _ También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.
Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.
La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pas-toril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Ale-jandría.
La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, para-dójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.
Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, tam-bién, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.
Página final
Ya escrito el libro, ya entregadas las páginas a la imprenta, los editores tal vez abrumados por tantos nombres propios y fechas, por tal acopio bibliográfico o estadístico, me indican la conveniencia de un juicio personal sobre Lugones, de un poco de esa intimidad cuya falta deploramos en el maestro.
Como Kipling (con el que tiene tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más complejo y más desdi-chado) Lugones es de los primeros autores que me fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la literatura argentina.
Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y cuyo destino, más que su obra, son ejemplares en la lite-ratura de nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y que es deber del escritor descubrir ese modo único. Postuló, además, una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de que la palabra justa fuera, invariable-mente la musical.
Al exponer esta doctrina, escribió: Je parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred North Whitehead:
“Existe la común certidumbre de que la Humanidad ya posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expre-sión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro Falacia del Diccionario Perfecto.”
Ya Chesterton, en 1904, había escrito:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las ago-nías del anhelo.”
La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en determinados idiomas y en otros, no. Así, en inglés, o en alemán o en francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir: to laugh it off o to explain away... pero volvamos a Flaubert:
El mot juste de Flaubert, la palabra justa, no es necesaria-mente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet es normal y no excluye (la com-probación es fácil) los lugares comunes y las metáforas imprecisas aunque nunca enigmáticas o violentas, Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'education sentimentale, compara el recuerdo de unas palabras con el tañer de una campana que trae el viento...
En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la pala-bra, hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dia-lecto; tendríamos, en el peor de los casos, a Rene Ghil; en el mejor, a Stefan George, Swinburne, o Mallarmé. Un persa o un polaco, di-gamos que estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur de descubrir, al cabo de arduos años de aprendi-zaje, que Boileau y Voltaire manejaron un dialecto nocturno.
Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste, degeneró en el mot surprenant, y la página proba en la mera página de anto-logía hecha de triunfos técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplica-ción o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos inauditos y de las metáforas alarmantes, el lector percibe, o cree percibir, ese grave defecto moral.
Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azu-lado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.
Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este des-aforado propósito. El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español, quiso aplicar a los idiomas un cri-terio estadístico y multiplicó las palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.
Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les fal-taba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.
Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor ar-gentino. Recabar ese título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida; recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que se produjo en español accidental-mente, si bien con maestría singular. El Facundo y el Martín Fie-rro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lu-gones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador comprende de algún modo y supera aque-llos libros fundamentales. Además, una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de Quevedo que pueda equi-pararse al Quijote, pero Cervantes, juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de su gloria... Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones, pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.
Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla. Así, Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Inven-cible y denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defen-sores de Cádiz... Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse a temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la agricultura, y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del sur, del norte, del este, y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor (qui non sa far stupire, vada alla striglia, decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.
Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer tra-bajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías.
Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue callado y solo a buscar, en el cre-púsculo de una isla, la muerte.
martes, 16 de febrero de 2016
(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones.
(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Lugones.
Las “nuevas generaciones” literarias.
Leo en las respetuosas páginas de una revista joven (los jóve-nes ahora, son respetuosos y optan por la urbanidad, no por el martirio):
“...la nueva generación o heroica, como también se la lla-ma, cumplió plenamente su cometido: arrasó con la Bastilla de los prejuicios literarios, imponiendo a la consideración de achacosos simbolistas nuevas ideas estéticas...”
Esa generación impositiva, arrasadora y cumplidora es la mía: he sido, pues, calificado, siquie-ra colectivamente, de héroe. No sé qué opinarán de ese ascenso mis compañeros de apoteosis; de mí puedo jurar que la gratitud no excluye el estupor, la zozobra, el leve remordimiento, y la suma incomodidad.
Generación heroica... El texto de Cambours Ocampo, del que acabo de distraer, ese párrafo laudatorio, se refiere a la de Prisma, Proa, Inicial, Martín Fierro y Valoraciones. Es decir, a los años comprendidos entre 1921 y 1928. En el recuerdo, el sabor de esos años es muy variado; yo juraría, sin embargo, que predo-mina el agridulce sabor de la falsedad. De la insinceridad, si una palabra más cortés se requiere. De una insinceridad peculiar, donde colaboran la pereza, la lealtad, la diablura, la resignación, el amor propio, el compañerismo, y tal vez el rencor. No culpo a nadie, ni siquiera a mi yo de entonces; ensayo meramente –a través del “grande espacio de tiempo” a que alude Tácito– un ejercicio cris-talino de introspección. No me arredra el temor (nada inverosímil, por lo demás) de revelar a un Mundo distraído le secret de Polichinelle. Estoy seguro de decir la verdad: una verdad superflua y anacrónica, bien lo sé, pero que debe ser manifestada por alguien. Por alguien de la “generación heroica”, precisamente.
Nadie ignora (mejor dicho: todos han olvidado) que el rasgo diferencial de esa generación literaria fue el empleo abusivo de cierto tipo de metáfora cósmica y ciudadana. Ya irreverentes (bajo la plu-ma de Sergio Pinero, de Soler Darás, de Oliverio Girondo, de Leo-poldo Marechal, o de Antonio Vallejo); ya piadosas (bajo las de Norah Lange, Brandan Caraffa, Eduardo González Lanuza, Carlos Mastronardi, Francisco Pinero, Francisco Luis Bernárdez, Guillermo Juan o J.L.B.), esas alarmantes imágenes combinaban hechos actuales, cosas del cielo intemporal o siquiera cíclico, y de la inestable ciudad. Recuerdo que asimismo recomendamos, como todas las nue-vas generaciones, el retorno a la Naturaleza y a la Verdad y la muerte de la vana retórica. También tuvimos el arrojo de ser hom-bres de nuestro tiempo –como si la contemporaneidad fuera un acto difícil y voluntario y no un rasgo fatal–. En el primer impulso abolimos –¡oh definitiva palabra!– los signos de puntuación: abo-lición del todo inservible, porque uno de los nuestros los substituyó con la “pausas”, que a despecho de constituir (en la venturosa teoría) “un valor nuevo ya incorporado para siempre a las letras”, no pasaron (en la práctica lamentable) de grandes espacios en blan-co, que remedaban toscamente a los signos. He pensado, después, que hubiera sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psico-lógico o musical... Opinamos también –entiendo que con toda razón y con el beneplácito secular de los rapsodas homéricos, de los salmistas de la Sagrada Escritura, de Shakespeare, de William Bla-ke, de Heine y de Whitman– que la rima es menos imprescindible de lo que cree Leopoldo Lugones. La importancia de esa opinión fue considerable. Nos permitió no parecer lo que éramos: involuntarios y fatales alumnos –sin duda la palabra “continuadores” queda me-jor– del abjurado Lunario sentimental.
Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martin Fierro y Proa –toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal– está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario. En Los fuegos artificiales, en Luna ciudadana, en Un trozo de selenologia, en las vertiginosas definiciones del Himno a la Luna... Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y de ri-mas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fer-vor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones. Nadie lo señaló, parece mentira. La falta de asonantes y consonantes perturbó para siempre a nuestros lectores, que prefirieron –escasos, distraídos y coléricos– juzgar que nuestra poesía era un mero caos, obra casual y deplorable de la locura o de la incompetencia. Otros, muy jóvenes, contrapusieron a ese injusto desdén una veneración no menos in-justa. La reacción de Lugones fue razonable. Que nuestros ejercicios metafóricos no acabaran de interesarle, me parece muy natural: él mismo ya los había agotado hace tiempo. Que nuestra omisión de los consonantes mereciera y consiguiera su desaprobación, tampoco es ilógico. Lo inverosímil, lo increíble, es que ahora, en 1937 * , siga persistiendo en ese debate, que ya se parece tanto al monólogo.
* _ Las “Nuevas Generaciones” Literarias. El Hogar, Febrero de 1937.
¿Y nosotros? No demorábamos los ojos en la Luna del patio o de la ventana sin el insoportable y dulce recuerdo de alguna de las imágenes de Lugones; no contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso “Y muera como un tigre el Sol eterno”. Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor. Con la injusticia, con la denigración, con la burla. Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros.
Examine el incrédulo lector el Lunario sentimental, examine después los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o mi Fervor de Buenos Aires o Alcándara, y no percibirá la transición de un clima a otro clima. No me refiero a repeticiones lineales, aunque las hay. Tampoco a los intrínsecos valores de cada libro, por cierto incomparables. Tampoco a sus propósitos desiguales, tampoco a su feliz o adversa fortuna. Me refiero a la plena identidad de sus há-bitos literarios, de los procedimientos utilizados, de la sintaxis. Más de quince años dista el primero de los libros del último; este orden cronológico no impide que sean contemporáneos los cuatro. Esencial y realmente contemporáneos, aunque una mera diferencia de tiempo lo quiere desmentir.
Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija dos o tres precursores: varones venerados y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutiblemente genial Macedonio Fer-nández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inma-duro Güiraldes del Cencerro de cristal, libro donde la influencia de Lugones –del Lugones humorístico del Lunario–, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable a mi tesis.
Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.
lunes, 15 de febrero de 2016
Sexta entrega: Lugones y la política. Lugones el narrador. Estudio Crítico. Jorge Luis Borges y Betina Edelberg.
Lugones y la política
Lugones, hombre de múltiples intereses, no podía sustraerse a los problemas que suscitó la primera guerra mundial; en 1912, previó que el conflicto de los Balcanes era el anuncio de otro más vasto y así lo declaró en una correspondencia enviada a La Nación desde Europa.
Para la imaginación popular, el auge posterior de la literatura pacifista –Sin novedad en el frente es acaso el ejemplo más divul-gado, aunque estéticamente haya otros mejores– ha reducido la guerra de 1914 a una torpe matanza de hombres aprisionados en trincheras. El horror de esta imagen no debe hacernos olvidar que la causa de los aliados era fundamentalmente justa. La invasión de Bélgica y el hundimiento del Lusitania fueron sentidos como algo terrible por los contemporáneos. Lo cierto es que, por sus crecientes atrocidades, Alemania ha logrado, en cada guerra, renovar el estupor y la indignación. Lugones, que compartía estos sentimien-tos, los expresó con fervor en los artículos de Mi beligerancia (1917) y de La torre de Casandra (1919), continuación del anterior. Nada, en el Lugones de aquella época, anuncia el venidero apóstol de “la hora de la espada”, salvo la entonación dogmática que es común a los dos. Más fácil es simpatizar con aquél que con éste. Lugones publicó ambos libros con un propósito esclarecedor, según lo manifiesta en el prólogo de Mi beligerancia:
“He creído que la eficacia con que algunos de mis escritos contribuyeron a esclarecer en este país el concepto de nuestra posi-ción y de nuestros deberes ante la guerra, duraría más si coleccionaba yo aquellas páginas; pues, aunque su relativo mérito dependiera en gran parte de la oportunidad circunstancial, uno mayor y permanente asignaríamos, de suyo, a los principios de verdad y de honor en ellas expuestos.”
Más tarde, para propagar las convicciones que la postguerra suscitó en él, Lugones no sólo se valió de artículos sino de confe-rencias. Aún se recuerdan las que pronunció en el Coliseo, en 1923, y que recogió ese mismo año en Acción. Este libro inauguró la serie de trabajos que clausuraría, en 1932, con El estado equitativo * . A través de ellos puede seguirse la evolución que lo llevó a un credo totalitario. Sin detenernos a juzgar, y por cierto a condenar ese credo, labor que no incumbe a estas páginas, queremos sin embargo dejar a salvo la indiscutible sinceridad de Lugones. Exaltó la espada porque la creyó necesaria para la redención de la patria. Es sabido que participó en la revolución de septiembre; a poco de triunfar este movimiento, Uriburu le ofreció la dirección de la Biblioteca Nacional; Lugones rehusó, porque su militancia había sido des-interesada.
* _ La organización de la paz (1925), La patria fuerte (1930), La grande Argentina (1930), Política revolucionaria (1931).
El narrador
En 1905, el barroquismo de Lugones llega a sus últimas con-secuencias tanto en el verso de Los crepúsculos del jardín como en la prosa de La guerra gaucha. El farragoso léxico, la sintaxis a veces inextricable y el abuso de los pronombres demostrativos, que con frecuencia obligan al lector a retroceder, entorpecen la lectura seguida. El tema –las incursiones de los milicianos de Güemes ha-cia 1814– desaparece bajo la frondosidad del estilo:
“Rejuvene-ciendo en la ablución del rocío, el paisaje se embelesaba sonreído de aurora. Las montañas del oeste empolvábanse de violácea ceniza. La evanescencia verdosa del naciente desleíase en un matiz escarla-tino, especie de agüita etérea cuyo rosicler aún se sutilizaba como si una idea adviniese a color. La luz varió sobre el follaje de los cebiles. El horizonte pulíase en un topacio clarísimo sobre las montañas, azules las distantes, verdes de cardenillo las próximas, retro-cediendo sus depresiones en perspectivas de planiferio. Manchas de sulfatado azul debilitábanse en los declives. Un farallón de cerro oblicuaba sus estratos, semejante a un inmenso costillar; y orlaban los repliegues de las colinas desbordamientos de arcilla como una desolladura de carnazas. El cenit de cinc resucitaba en celeste.”
No en vano una de las últimas reimpresiones incluye un eru-dito y minucioso vocabulario de 1257 palabras, indispensable para la buena inteligencia del libro. Por obra del contexto, hasta las voces más familiares parecen rebuscadas:
“...Pasado el primer ímpetu de pavor, lo arrastraban a la brusca, irguiendo el testuz, mosqueando la oreja, como clavo de punta el ojo, prontos a venirse sobre el lazo en un bote ventajero, el moro a ras de tierra, la papada cimbrándose entre las manos. Aquel novillo se portó maula; huyó, y lo malogran a la fija, si un concurrente no se comide. Le faltaba lazo, iba en pelo, y para colmo, estorbado por los árboles, erró su tiro de boleadoras; pero en alcan-zando al animal, desnudó su cuchillo, tendióse a la paleta del caba-llo, y cogiéndose con la izquierda a las crines, con la otra desjarretó. Desplomóse el vacuno con un baladro...”
Los rasgos brutales que figuran en este libro –el moreno que guarda para su perro el brazo de un soldado español– son quizá verdaderos, pero no logran ser verosímiles.
Por su adaptación al cinematógrafo y por su argumento pa-triótico, no por su lectura, cuya dificultad ya hemos indicado, La guerra gaucha ha logrado gran difusión. La escritura de estas pá-ginas ampulosas sirvió de desahogo a Lugones; en obras ulteriores su estilo gradualmente se simplifica.
Las fuerzas extrañas (1906) comprende doce cuentos fantás-ticos y un ensayo de cosmogonía. Ambos géneros inevitablemente evocan al autor de Eureka y de Cuentos de lo grotesco y arabesco. El estímulo de Edgar Alian Poe es, en efecto, muy probable; pero ni la literatura fantástica de Lugones ni la cosmogónica se parecen a las del antecesor.
Ya en 1896, Lugones cultivaba el cuento fantástico. Quedan, en revistas de la época, muchos testimonios de esa predilección, no recogidos posteriormente, pero que llevan su firma. De los inclui-dos en Las fuerzas extrañas, acaso los mejores sean La lluvia de fuego (que revive, con minuciosa probidad, la destrucción de las ciudades de la llanura), Los caballos de Abdera, Yzur, La estatua de sal. Estas páginas se cuentan entre las más logradas de las lite-raturas de lengua hispana. Lugones resuelve uno de los cuentos mediante la intervención de un dios; el burdo recurso del deus ex machina, tan reprochado a Eurípides, logra, gracias al arte de Lu-gones, una tremenda y sobrecogedora eficacia.
Por el tema popular y por el estilo sencillo, nada frecuente en el autor, despierta interés El escuerzo. En este cuento, más que en otros, Lugones entra plenamente en lo sobrenatural.
El Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones tiene un proemio y un epílogo novelesco; es fácil adivinar que se trata de una pre-caución literaria o, para decirlo como Lugones, de una modestia. El propósito del autor es expresar seriamente una hipótesis. El marco narrativo sirve, pues, para disculpar esta intromisión de un profano en materia científica. La cosmogonía de Lugones reúne elementos de la física de su tiempo –energía, electricidad, materia– y otros del Vedanta y de la filosofía budista: aniquilaciones y recreaciones cíclicas del Universo y transmigración de las almas.
En 1921, Lugones volverá a la astronomía y a sus problemas en la conferencia titulada El tamaño del espacio, que es una expo-sición y una apología de las doctrinas de Einstein.
Filosofícula (1924) reúne prosas breves y poemas de índole sentenciosa. Entre las prosas, unas son de ambiente oriental y otras de ambiente helénico. Las primeras recogen temas de Las Mil y Una Noches y de la Biblia y son, quizá, las de ejecución más feliz Recomendamos a la curiosidad del lector: El talismán de la dicha y El tesoro de Scheherezada. En cambio, es difícil aprobar las pará-bolas en que aparece Cristo; imaginar una sola frase que sin des-doro pueda soportar la proximidad de las que han conservado los Evangelios, excede, acaso, la capacidad de la literatura. Lugones, verosímilmente, no pensaba en los textos evangélicos sino en ciertas páginas similares de Oscar Wilde o de Anatole France, pero no alcanza su ingenio y su levedad.
Al propósito de continuar Las fuerzas extrañas responde el libro Cuentos fatales (1924). La pompa de ciertas descripciones, algo mecánica, traduce la fatiga del escritor y su alejamiento de los temas tratados. Da cierta realidad a estas imaginaciones fantás-ticas, un procedimiento que ha encontrado muchos imitadores: el mismo Lugones es protagonista de lo que narra y en la acción in-tervienen amigos suyos, con su nombre verdadero. Aparece el tema del suicidio, que volveremos a encontrar en El ángel de la sombra (1926). En esta novela, redactada con languidez, es difícil recono-cer a Lugones, que, si bien ha eludido la extravagancia y el exceso retórico, no se ha librado de la trivialidad.
Por la activa pasión de su inteligencia, por la pluralidad de sus inquietudes, por la constante busca de una verdad que tantas veces lo llevó a contradecirse, Lugones constituye en este país un fenómeno insólito. Su personalidad excede sus libros; la imagen de sí mismo que un escritor deja en los otros es también parte de su obra.
En el caso de Leopoldo Lugones, la imagen del hombre ha obscurecido la literatura escrita por él. Admirables trabajos como El payador, como la Historia de Sarmiento, como Las fuerzas extrañas, y como El imperio jesuítico permanecerán virtualmente inéditos has-ta que nuestro tiempo los redescubra.
domingo, 14 de febrero de 2016
(Quinta Entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones y lo helénico.
(Quinta Entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Lugones y lo helénico
(Lugones (tercero desde la izquierda, de pie) junto a otros intelectuales, al fundarse (1928) la Sociedad Argentina de Escritores. Horacio Quiroga es el primero de la izquierda y sentados, Baldomero Fernández Moreno a la izq, y en el centro, se encuentra Alberto Gerchunoff.)
El amor de lo helénico acompañó siempre a Lugones, En una conferencia, pronunciada en 1915, refirió que en “la gracia mode-rada” de las colinas de Córdoba, en “la vivacidad de su aire seco y transparente” y en los ríos “de sonora delgadez” había presentido el paisaje griego.
Ya hemos dicho que los poetas del modernismo admiraban a Grecia; esta admiración, que en la mayoría se redujo al manejo retórico de algunos temas o palabras, fue genuina en Lugones. Lo llevó a estudiar la mitología, las costumbres, las artes, y aun los dialectos.
Prometeo (1910) forma parte del homenaje que Lugones quiso tributar a la patria, en su centenario. Es significativo que el tema central de este libro sean las ideas griegas; Lugones, en el prólogo, afirma que éstas “constituyen el fundamento de la civili-zación a la cual pertenecemos”. El cristianismo, considerado por Lugones una religión oriental, ha obscurecido nuestra vinculación con la cultura helénica. Lugones quiere recordar a los argentinos este lejano origen y contribuir a la formación de “lo que ahora nos falta: una civilización, una moral, y un culto”. En 1910 pensó que esa Argentina que se afanaba con su progreso material valía mucho menos que la otra que atravesó los Andes, creó repúblicas, y fundó la libertad “con su miseria generosa”. Querría que nuestro segundo siglo de historia organizara un nuevo tipo de vida basada en lo espiritual.
Prometeo es una exposición y una interpretación de la mitolo-gía griega. Lugones rechaza la tendencia, entonces en auge, a ver en los fenómenos naturales el fundamento de los mitos; desentraña o quiere desentrañar la parte de verdad que en ellos se oculta. En el capítulo titulado Un proscripto del Sol, niega que el descubrimiento del fuego sea el tema esencial del mito de Prometeo. Otros capítu-los analizan el arte, las costumbres, y las instituciones. En algunos pasajes de la obra asoma el influjo de las doctrinas teosóficas. Lu-gones, en este libro, reverencia una vez más a Platón.
En 1915 publicó El ejército de la Ilíada, que reproduce una conferencia pronunciada siete años antes en el Círculo Militar.
Con los apuntes de unas conferencias dictadas en la Universidad de Tucumán en 1915, compone el libro Las industrias de Atenas que apareció en 1919. El trabajo ateniense, la cerámica, la construc-ción de las flautas, y la industria de la miel son los temas princi-pales. Como de costumbre, Lugones emplea con un propósito aleccionador las analogías de lo griego con lo argentino. Señala, entre otras cosas, que el pueblo ateniense, como el nuestro, se formó por inmigración:
“Atenas fue un resultado de la tolerancia y hospita-lidad con que supo acoger en el suelo ático a los emigrantes corridos por la invasión dórica.”
En otra disertación observa un parecido local: se refiere a:
“...la industria de la miel que, como se sabe, era el azúcar de los antiguos. Reviste, pues, una especial importancia para Tucumán donde también existe una civilización de la dulzura...”
Estudios helénicos (1923) y Nuevos estudios helénicos (1928) reúnen varios trabajos dedicados a los poemas homéricos e incluyen traducciones del texto original en alejandrinos rimados. Se recorda-rá que en el prólogo del Lunario sentimental, Lugones había afir-mado que la rima es el elemento esencial del verso moderno; en Estudios helénicos aclara que ésta reemplazó al ritmo o cantidad prosódica del verso antiguo. La elección del alejandrino se debe a que Lugones lo consideraba “el hexámetro romanceado”. Este metro le permitió mantener en su traducción el mismo número de versos del original.
“Tengo la convicción –escribe Lugones– de que mi comen-tario es interesante y de que mis traducciones son buenas.”
Acaso le parecieron buenas porque en cada palabra seguía oyendo el texto original; tal ilusión es frecuente en los traductores, y casi inevita-ble. Esa iluminación indirecta no alcanza al lector, que no ve sino el resultado último del trabajo.
Más atento al significado de las palabras que a su valor esté-tico, Lugones las combinaba y las prodigaba con extraña insensibi-lidad. Construía así dificultosos pasajes como éste:
–Oh hermano, el raudo Aquiles te acosa grandemente
con pie veloz, en torno de la ciudad de Príamo.
Mas, ea, detengámonos ya y hagámosle frente.
Contestóte el grande Héctor del casco tremolente:
–Siempre fuiste, Detiobo, mi hermano más querido
entre los que hijos de Hécuba y Priamo hemos sido;
pero aun sabrá mi estima crecer en adelante,
pues a dejar los muros por mi te has atrevido
al ver mi riesgo, mientras los demás se quedaron.
Y la ojizarca Atena díjole:
–Hermano, es cierto
que padre, augusta madre, y amigos, abrazaron
mis rodillas rodeándome, y harto me suplicaron
quedase allá (pues todos de terror están yertos).
(Ilíada, canto XXII)
Estudios helénicos y Nuevos estudies helénicos proceden de conferencias dictadas en Buenos Aires.
Fuente: Editorial: Pleamar.
sábado, 13 de febrero de 2016
El prosista Lugones y lo argentino (Cuarta entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
El prosista Lugones y lo argentino
(Cuarta entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
De los trabajos en prosa de Lugones * , ninguno se deja leer con mayor agrado que El imperio jesuítico (1904). En 1903, el go-bierno argentino le encargó la redacción de esta memoria, que llegó a ser un erudito ensayo histórico. Lugones recorrió el territorio de las Misiones y el Paraguay para documentarse. Como lo indica el título, este libro historia y analiza el régimen teocrático que la Com-pañía de Jesús instauró en el Paraguay y en las zonas limítrofes. El primer capítulo es una descripción del estado de España durante la época de la Conquista; Lugones considera que para comprender la conquista es indispensable comprender la nación que la llevó a cabo. Más adelante, pasa a detallar el paisaje de las Misiones; en otros libros, su estilo barroco no condice con los temas que trata; en éste, hay una afinidad natural entre la exuberancia del paisaje y la de la prosa.
* _ La prosa de Lugones es tan múltiple, que no podemos mantener en este capítulo el orden cronológico que hemos observado para su poesía. Nos ha pa-recido preferible una clasificación por temas.
“No tengo para los jesuitas y por de contado para los que ya no existen en el Paraguay –declara Lugones–, cariño ni animad-versión. Los odios históricos, como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra el Infinito o contra la nada.”
Es interesante comparar este “ensayo histórico” de Lugones con el trabajo análogo de Groussac sobre el Padre José Guevara y su historia del Paraguay. Lugones, por ejemplo, se limita a señalar las leyendas milagrosas que pululan en las historias de los jesuitas; Groussac insinúa, al pasar, que una fuente probable de esa mila-grería fue cierta bula que se refiere a la canonización con estas pa-labras precisas:
“...las virtudes no bastan, sin los milagros... * ”
* _ Groussac, Estudios de historia argentina, 1918, páginas 56-57.
En El imperio jesuítico, el sujeto preocupa menos al autor que las posibilidades literarias que aquél le ofrece.
Piedras liminares (1910) integra con Didáctica, Odas secula-res, y Prometeo, el homenaje de Lugones al primer centenario argen-tino. Se trata de una obra desconcertante; menos resignado que otros ciudadanos de nuestro país a la agobiadora fealdad de los monumentos públicos, Lugones pretende que éstos sean bellos y sugiere varios minuciosos proyectos. Entre otros encara la construcción de un templo dedicado al himno argentino, en el que cada capitel re-presentaría:
“...una escena alusiva en mármol o en bronce, según la situación de las columnas...”
El primero y el último capítulo de la Historia de Sarmiento (1911), escritos con grandilocuencia, no corresponden al estilo ge-neral del libro, uno de los más fuertes y agradables de la obra de Lugones. Estos dos capítulos, en efecto, adolecen de gigantismo y de prolijidad. En uno de ellos no le basta al autor la comparación de Sarmiento con una montaña; la describe con pormenores geo-lógicos:
“Persiste la quemadura plutónica en el costillar de traquito, en la hacheadura de gneis que forman la grieta oblicua. En vano la náyade montañesa vertióle, por siglos compasiva, su escurridura de alcuza.”
En otro, proyecta esta detallada pirámide:
“La tumba de Sarmiento, es otro tema monumental. Paréceme que dado el personaje, debiera ser una pirámide de granito ocupada por un féretro de bronce... Deberíamos orientarla como aquellas otras de los fa-raones, por medio de la astronomía estelar, cuyo primer observatorio argentino fue una creación de Sarmiento. Quizá. conviniera formarla con cincuenta bloques, grabando en cada uno de ellos el título de un libro suyo.”
Felizmente, pasajes como los anteriores son excepcionales. La obra deja una imagen vivida de Sarmiento. La prolijidad que, apli-cada a lo meramente verbal, es intolerable, resulta una virtud cuando Lugones la emplea para comunicar hechos reales. Las predilecciones, los hábitos de trabajo, el régimen de vida, las anécdotas, la sucesiva indumentaria, las comidas preferidas, todas las circunstancias de Sarmiento, están en este libro. Sin indiscreciones, el historiador nos da la intimidad del protagonista. Lugones admira a Sarmiento, pero no se propone justificar todos sus actos. Condena, por ejemplo, la muerte de Peñaloza.
Años más tarde, el autor se desdijo de “la ideología liberal de este libro”.
Ciertos pasajes merecen un recuerdo especial: el capítulo titu-lado El innovador, la descripción de las orillas de Buenos Aires, las bien elegidas y bien comentadas citas del propio Sarmiento.
En 1913 publica su Elogio de Ameghino. No corresponde ana-lizar aquí el aspecto científico de este libro; en sus páginas, Lu-gones ha rescatado para la posteridad la modesta presencia de un gran hombre. Al iniciar su biografía, destaca una singular coincidencia, que bien puede ser una predestinación: en Lujan fueron descubiertos los grandes restos de los animales prehistóricos; en Lujan nació el estudioso que les dedicaría su vida. Lugones refiere las vicisitudes de esa labor, tardíamente reconocida, en nuestro país. Esta biografía, como la de Sarmiento, abunda en pormenores pre-cisos. La obra entera ha sido escrita con emocionada amistad.
Nos enfrentamos ahora con uno de los mejores libros de Lu-gones, El payador (1916). El propósito del autor era que esta obra, consagrada al Martín Fierro de Hernández, constase de tres partes: una introducción estética y descriptiva, un vocabulario, y el texto original, comentado. Sólo apareció la primera, Hijo de la pampa, más conocida por el título de El payador. Lugones consideraba que el Martín Fierro era un poema épico: razonar esta idea era uno de los fines que se propuso. Movido por su pasión helenística, vio en la obra de Hernández una epopeya, que bien podía significar para nosotros lo que para los griegos la Ilíada. No todos estarán de acuerdo; nadie, sin embargo, podrá permanecer insensible a los es-plendores y a la emoción de esta obra fervorosa. En una antología de la prosa española serían indispensables estas páginas que descri-ben los orígenes pastoriles de nuestra sociedad: el desierto, los in-cendios, el regreso del padre, la yerra, los indios, los desafíos de la guitarra y del cuchillo.
Roca (1938), la última producción de Lugones, ha quedado inconclusa. Esta biografía llega hasta la conquista del desierto. No hay en sus páginas un juicio directo sobre la ideología de su hé-roe, pero sí un ataque a la Constitución del 53, una censura del liberalismo, y una apología de la política exterior de Rosas. No es fácil formular una opinión sobre esta biografía que el autor no alcanzó a corregir; cautiva menos que la Historia de Sarmiento o que El imperio jesuítico.
Entristece que este libro póstumo cargue con un prólogo in-tempestivo de Octavio R. Amadeo, hecho de bromas débiles (“Cór-doba se sintió aliviada con la partida del hijo pródigo, y pudo decir: Vate!, vete!”) y de metáforas indigentes (“Ha llegado de Córdoba con cajones llenos de palabras eléctricas, de todos colores... El tanque cordobés hace fuego caiga quien caiga”).
Imposible omitir en este capítulo dos preocupaciones de Lu-gones: los problemas del lenguaje y los pedagógicos.
Vigoroso testimonio de lo primero es el fragmentario comien-zo de un Diccionario etimológico del castellano usual, que abarca más de seiscientas páginas y que no alcanza a agotar la letra A. La Academia Argentina de Letras lo publicó en 1944.
Lo pedagógico proviene de sus experiencias personales. Lugo-nes, desde el año mil novecientos, ejercía el cargo de inspector de enseñanza; tres años después renuncia por solidaridad con el inspec-tor general, Pablo Pízzurno, y publica La reforma educacional. Esta obra combate las arbitrarias innovaciones introducidas en el plan de estudios por el nuevo ministro. Se aprecia en ella la profunda versa-ción pedagógica del autor. Censura, entre otras cosas, que el francés o el inglés no sean materias obligatorias, y satiriza el predominio concedido a la gramática, en detrimento de otras asignaturas.
Otro libro, Didáctica (1911), recoge la experiencia de esos años de labor escolar. Es una obra extensa, que condesciende a las más minuciosas observaciones; analiza planes de estudio y el ma-terial de enseñanza; ni las dimensiones de los bancos ni la forma de los tinteros eluden su examen.
Fuente:
Editorial Pleamar, Buenos Aires. Argentina.
viernes, 12 de febrero de 2016
(Tercera entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones, poeta.
(Tercera entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Lugones, poeta
El primer libro de Lugones, Las montañas del oro, se publicó en 1897 y desconcertó o entusiasmó a los lectores. Todo en él era deliberadamente nuevo, hasta el artificio tipográfico de dar a los versos, sólo separados por guiones, apariencia de prosa. En esta dis-posición acaso influyeron Rimbaud y Maeterlinck * ; como tantas otras innovaciones, ésta era también un arcaísmo, ya que los más antiguos monumentos de la poesía medieval –el Beowulf, el Can-tar de los Nibelungos, y el Poema del Cid– presentaban esta forma.
* _ De 1897 son las Ballades Françaises, de Paul Fort, en las que se observa el mismo recurso.
Los guiones, en el Primer Ciclo, separan versos endecasílabos asonantados:
“...Entonces comprendí (Santa Miseria!) – el misterioso amor de los pequeños; – i odié la dicha de las nobles sedas, – i las prosapias con raíz de hierro; – i hallé en tu lodo gérmenes de lirios, – i puse la amargura de mis besos – sobre bocas purpúreas que eran llagas –...”
En el Segundo Ciclo, marcan las pausas entre versos irregu-lares:
“...Son las vacas que han venido a media noche, – olfatean-do en las distancias de la sombra, – el sutil olor de muerte que levantan de la tierra – mojada por el degüello, las frescuras de la fronda. – Con pesados trotes llegan – las salvajes plañideras, – en la niebla que envolviendo los zarzales – flota, – absorbiendo los cuajados alientos de sus narices, – que sobre la muda tierra con ronco estertor sollozan, – i destilan grandes lágrimas – llenas de candor salvaje, sus pupilas soñadoras, – i la sangre derramada se humedece – empapada de jemidos y congojas. –...”
Cierra el volumen un largo poema en prosa rítmica, el Himno de las torres. Hay, asimismo, composiciones en verso alejandrino (Reposorio) o endecasílabo (Salmos del combate), en lo que cada verso ocupa, a la manera tradicional, una línea.
En todo el libro es evidente la presencia de Hugo. Este influjo, más de una vez, ha sido reprochado a Lugones. Mucho podría de-cirse contra esa acusación. Imitar a Hugo no es fácil; imitarlo sin incurrir en la mera grandilocuencia y sin que el tono desfallezca es una tarea difícil, aún para el propio Hugo; Lugones, sin embar-go, la ejecuta con felicidad. No sólo hereda las sonoridades del maestro –que tanto daño suscitaron en imitadores mediocres–, sino la facultad narrativa y una expresión directa y concreta. No ignora que lo épico acepta, entre muchas cosas, el efecto aparente-mente prosaico. En el Himno de las torres, escribe:
“...i va Cristóbal Colón con una cruz i una espada bien leal; i Marco Polo, con un tratado cosmográfico de Cosmas en la ma-no... i la May-Flower con la carta del rei Juan; i Dumond Durville con un planisferio i una áncora; i Tasman con una brújula; i Stanley con el lápiz del New York Herald y su casco de corcho; i Livingstone con su biblia y su esposa – David Livingstone el padre del Nilo.”
Al recuerdo de Hugo y de Whitman se agrega, acaso el de Baudelaire, que asoma en la blasfemia y en la sensualidad de ciertas imágenes. Dante y Homero, dos admiraciones que lo acompañarán hasta el fin de sus días, ya son celebrados en este libro.
Sin afectación de criollismo, el lenguaje de Las montañas del oro, resulta espontáneamente argentino.
A la fama literaria del segundo libro de Lugones, Los cre-púsculos del jardín (1905), se agrega otra de carácter polémico y casi judicial. Se trata de una acusación de plagio. En 1904, el poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña; Blanco Fombona, en el prólogo de la edición Garnier (París, 1912), destacó las afinidades de este libro con Los cre-púsculos del jardín y acusó a Lugones de haber calcado a Herrera. El argumento, así formulado, parece irrefutable; pero como seña-lan, entre otros, conocidos escritores del Uruguay –Horacio Quiroga, Víctor Pérez Petit, Emilio Frugoni–, las poesías de Lugones ya habían aparecido en revistas de Buenos Aires y de Montevideo, antes de ser reunidas en un volumen. Así Los doce gozos se publi-caron en revistas argentinas hacia 1898 y 1899 * .
* _ Véase la revista Nosotros (2ª época), número dedicado a Lugones (N° 26-28), páginas. 225-266.
Lo cierto es que Lugones y Herrera habían leído a Samain. Telas, crepúsculos, jardines, suspiros, estanques y fragancias inva-den la poesía de Lugones y destierran las vastas divinidades de Hugo. Pero los motivos que en Samain aparecen desdibujados, en función de la melancolía, de la nostalgia, y de la contenida pasión, son prodigados ostentosamente por su émulo y sirven para el escán-dalo y la jactancia. Hugo y Baudelaire están lejos de Los crepúsculos del jardín, pero su recuerdo a veces asoma y perturba la unidad del estilo. Veamos estos versos de Samain:
Voici que les jardins de la Nuit vont fleurir,
les lignes, les couleurs, les sons deviennent vagues.
Vois, le dernier rayon agonise à tes bagues.
Ma soeur, entends-tu pas quelque chose mourir!...
(Elégie)
Compárense con éstos de Lugones:
Tal como una bandera derrotada
se ajó la tarde, hundiéndose en la nada.
A la sombra del tálamo enemigo,
se apagó en tu collar la última gema,
y sobre el broche de tu liga crema
crucifiqué mi corazón mendigo.
(En color exótico)
Y con los siguientes de Herrera y Reissig:
Con viperinas gulas, la onda impía
mordió las aromáticos billetes,
y el Sol se desangró en la fantasía
de tus sortijas y tus brazaletes.
La tarde ahogóse entre opalinas franjas...
(Holocausto)
En conjunto, el libro de Lugones es harto desigual. Al verso admirable: Se extenuaba de amor la tarde quieta, sigue: Con la ducal decrepitud del raso. Abundan estrofas como ésta:
Fúnebre es tu candor adolescente
que la luna sonámbula histeriza,
y el perfume de nardo decadente
en que tu alma pueril se exterioriza.
(Romántica)
En este libro, Lugones logra una mayor destreza formal, no así un mayor rigor. Su empeño es ser original y no se resigna a sacrificar el menor hallazgo, o lo que él considera hallazgo. Cada adjetivo y cada verbo tiene que ser inesperado. Esto lo lleva a ser barroco, y es bien sabido que lo barroco engendra su propia pa-rodia.
De este volumen, acaso inaccesible al gusto de nuestro tiem-po, perduran algunas composiciones: Emoción aldeana, cuyos versos irregulares prefiguran al Lunario sentimental; el soneto parnasiano León cautivo, y el sensible poema El solterón, cuyo atribulado pro-tagonista, a diferencia de otros del libro, parece real. En El solterón las muchas descripciones no entorpecen la fluidez y simplicidad del conjunto. La primera estrofa ya nos da el tono melancólico de la historia:
Largas brumas violetas
flotan sobre el río gris,
y allá en las dársenas quietas
sueñan obscuras goletas
con un lejano país.
En el Lunario sentimental (1909), se trasluce el ejemplo del simbolista francés Jules Laforgue y de su Imitación de Notre-Dame la Lune. Sin embargo, como Lugones fue algo más que un espejo de los libros que iba leyendo, es posible conjeturar que aun sin Laforgue hubiera llegado a despojarse de la juvenil y excesiva so-lemnidad de Los crepúsculos del jardín. La abundancia léxica y metafórica de este libro habrá despertado sonrisas; Lugones no renuncia a ella, pero gracias al tono festivo, logra una mayor le-vedad.
El prólogo del Lunario sentimental es polémico. En él se lee que “el verso vive de la metáfora” y que “hallar imágenes nuevas y hermosas expresándolas con claridad y concisión, es enriquecer el idioma”. Lugones, en efecto, presenta una de las mayores colec-ciones de metáforas de la literatura española. Es innegable que estas metáforas son originales y, a veces, muy hermosas; su desventaja es ser tan visibles que obstruyen lo que deberían expresar; la estruc-tura verbal es más evidente que la escena o la emoción que describen:
Mas ya dejan de estregar los grillos
sus agrios esmeriles,
y suena en los pensiles
la cristalería de los pajarillos.
(Himno a la Luna)
La variedad de evocaciones y la vehemencia llegan a ano-nadar:
Farol glacial del invierno:
cuando se paralice toda savia,
y muera como un tigre el Sol eterno,
y temple el cierzo formidable la gravia,
y petrifique el boreal Infierno
en suplicio de mármol toda la Escandinavia,
tu ojo de pez antediluviano
coagulará en su influjo maligno
la desolada extensión, en signo
de esplendor soberano.
(El Sol de medianoche)
“La rima –dice Lugones en el prólogo–, es el elemento esen-cial del verso moderno.”
En el texto se prodigan las rimas insólitas: apio - Esculapio, astro - alabastro, sarao - cacao, ampo - crisolampo, copos - Átropos, anda - Irlanda, garbo - ruibarbo, apogeo - Orfeo, oréganos - lléganos, insufla - pantufla, pícara - jícara, hongos - oblongos, orla - por la, petróleo – mole, o: náyade - haya de, preté-ritas - in vino ventas... Esta exigencia de que la poesía no pres-cinda de rimas invalidaría, por cierto, a poetas como Whitman, Carl Sandburg, Apollinaire, y al propio Lugones del Himno de las torres.
Lugones iguala y tal vez supera a Laforgue en el número y en la variedad de artificios verbales, pero estos artificios, que en Laforgue como en Byron, sirven para traducir una individualidad y corresponden, o parecen corresponder, a una idiosincrasia, en Lu-gones son meras habilidades, son deliberados juegos retóricos y no trascienden el plano literario.
Como en los más antiguos monumentos de la épica del Indostán o como en Las Mil y Una Noches, prosa y verso conviven en el Lunario sentimental. Quizá Une saison en enfer de Rimbaud sugirió a Lugones esta combinación, que en 1909 era rara; ahora es más frecuente.
La unidad del libro está dada por el tema de la Luna, expresado en odas, cuentos, sonetos, y en lo que el autor llama Teatro quimé-rico: el diálogo en prosa, Dos ilustres lunáticos; una égloga, La copa inhallable; una pantomima, El pierrot negro, y el “cuento de hadas” Los tres besos. Cierra el volumen la narración titulada Francesca, que ofrece una nueva interpretación del famoso episodio del canto quinto del Infierno.
“Ojo izquierdo del mundo” llamaron a la Luna los cabalistas, “puerta del cielo”, una de las Upanishadas, donde también se lee que la Luna interroga a los muertos y crece o mengua según entren o salgan de ella sus almas. De este sentido mítico de la Luna (tan evidente, para citar un solo ejemplo, en la obra de Yeats) casi no hay conciencia en Lugones, que recurre a ella como un pretexto para anécdotas irónicas o amorosas. Es significativo que la apostrofe así en el poema inicial:
Yo te hablaré con maneras corteses
aunque sé que sólo eres un esqueleto...
En realidad, esta actitud corresponde a las preferencias escépticas y materialistas de cierta literatura de aquella época.
En 1910, año de nuestro Centenario, publicó las Odas secu-lares. Al propósito, sin duda sincero, de conmemorar poéticamente aquella fecha y de participar en la emoción colectiva, acaso se agre-gó una necesidad de acercarse a la gente y de atenuar la impresión de extravagancia provocada por el libro anterior. Por primera vez aparecen en su poesía los temas argentinos en los que tanto insistiría después. Sin embargo, la entonación es más española que criolla y el vocabulario sigue exhibiendo una vanidosa riqueza. No faltan prosaísmos deliberados, que responden al deseo de probar que todo cabe en la obra del poeta y que éste debe medirse con cualquier tema. Tal es la verosímil explicación de versos como éstos:
Reclamemos la enmienda pertinente
del código rural cuya reforma,
en la nobleza del derecho agrícola
y en la equidad pecuaria tiene normas.
(A los ganados y las mieses)
El defecto del libro reside en lo que algunos han considerado su mayor mérito: la tenacidad prolija y enciclopédica que induce a Lugones a versificar todas las disciplinas de la agricultura y de la ganadería. Felizmente, hay confidencias personales que mitigan el fatigoso catálogo:
Como era fiesta él día de la patria,
y en mi sierra se nublan casi todas
las mañanas de mayo, el veinticinco
nuestra madre salía a buena hora
de paseo campestre con nosotros,
a buscar por las breñas más recónditas
el panal montaraz que ya el otoño
azucaraba en madurez preciosa,
embellecía un rubio aseado y grave
sus pacíficas trenzas de señora.
Seguíanla el peón y la muchacha.
y adelante, en pandilla juguetona,
corríamos nosotros con el perro
que describía en arco pistas locas.
Con certeza cabal decía el hombre:
–Aquí está el camoatí, misia Custodia.
Que así su nombre maternal y pío
como atributo natural la adorna.
Aunque aquí vaya junto con la patria
toda luz, es seguro que no estorba.
Adelgazada por penosos años,
como el cristal casi no tiene sombra.
Después se nos ha puesto muy anciana,
y si muere seria triste cosa
que no la hubiese honrado como debe
su hijo mayor por vanidad retórica.
También en determinadas estrofas de composiciones como A los Andes y A los gauchos, se abre camino la emoción a través de la constante grandilocuencia:
Yo, que soy montañés, sé lo que vale
la amistad de la piedra para el alma.
Con este libro, Lugones vuelve a los temas civiles de su pri-mera época. Es evidente la sinceridad patriótica del poeta; hay en sus palabras un estremecimiento que, por cierto, no se encontrará en el Canto a la Argentina, de Rubén Darío, obra de compromiso elaborada para la misma ocasión.
El libro fiel (1912) no es la obra más característica de Lu-gones (probablemente lo sea el Lunario sentimental), pero es la obra que mejor parece corresponder a una exigencia íntima. En otros libros se adivina el deliberado propósito de versificar deter-minados temas; en ellos, el autor, en lugar de abandonarse a la emoción, cumple una tarea que se ha impuesto. En éste, en cambio, el tono es confidencial. Ya títulos como El dolor de amar, La joven esposa, La estrella del dolor, Historia de mi muerte, anuncian una melancólica madurez que contrasta con los juegos o con las doc-trinas de páginas anteriores.
En este libro, hasta las alusiones mitológicas han superado su carácter decorativo y las sentimos recreadas por el poeta:
Porque es así que sin pavor ni estruendo,
viene y nos clava el peligroso infante,
tras la gota de miel dardo tremendo.
(Oda al amor)
Lugones regresa a su predilección por la Luna en el mismo poema:
Pero también, por singular fortuna,
te comunicará en noche bendita
el dulce bien de descubrir la Luna.
También en La blanca soledad:
La Luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte de la blancura aquella,
de lo bello que es el Mundo
poseído por la antigüedad de la Luna llena
y el ansia tristísima de ser amado
en el corazón doloroso tiembla.
En estos versos sentimos la presencia de la Luna con más con-vicción que en las laboriosas metáforas del Lunario.
Hacia 1897, Rubén Darío había comparado a Lugones con Poe; Historia de mi muerte y El canto de la angustia confirman por su ambiente de terror esta sorprendente opinión:
Y contemplaba mis manos
sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto.
Y noté que no sentía
mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña.
que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel grito,
sentí que mi corazón muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en un llanto benéfico.
Y que era el dolor de tu ausencia
lo que había soñado despierto.
También recordamos el ambiente sombrío de Silva y de Gu-tiérrez Nájera.
La gravedad y la ternura del Libro fiel se prolongan en algu-nas composiciones del Libro de los paisajes (1917):
Oh amiga que tan dulcemente amparas
en tu suave amistad mi hosca fatiga,
purificando con tus manos claras
mi obscuro corazón, oh dulce amiga.
(Sonata primaveral)
El primer vuelo, La tarde clara, Salmo pluvial figuran entre los más famosos poemas de Lugones. Salmo pluvial termina admi-rablemente con los versos que siguen:
CALMA
Delicia de los árboles que abrevó el aguacero.
Delicia de los gárrulos raudales en desliz.
Cristalina delicia del trino del jilguero.
Delicia serenísima de la tarde feliz.
PLENITUD
El cerro azul estaba fragante de romero,
y en los profundos campos silbaba la perdiz.
Una de las partes, Alas, reúne composiciones dedicadas a pá-jaros argentinos. Por momentos la entonación, también vernácula, anticipa los futuros romances criollos. En las descripciones de los pájaros se prodigan toques realistas; ese realismo fragmentario es característico de todo el volumen. Decimos fragmentario, porque esos toques están como perdidos entre ornamentos retóricos y vagas efusiones líricas. No vemos los paisajes de Lugones como vemos, por ejemplo, los de Fernández Moreno; las estrofas de Mapamundi o de Horas campestres evocan a lo sumo acuarelas y óleos, no una inmediata realidad.
El libro fiel, El libro de los paisajes, y Las horas doradas (1922) componen, en cierto modo, una sola obra, pero en el último la versificación es más fluida. El terror sobrenatural, tema del Canto de la angustia y de Historia de mi muerte, reaparece con pareja eficacia en Los perros lunáticos:
Rozando interminables muros,
trotan sin fin. Su endeble traza
bajo la Luna se adelgaza,
y ella los vuelve más obscuros.
Y siguen con absurdo empeño
en nuestra misma dirección,
los fatales perros sin dueño,
sordos al mimo y al baldón.
Una esquivez de presidiario
manifiesta su intimidad
con los vampiros del osario
y el horror de la soledad.
Afelpando su oblicua marcha,
toda la noche van así,
exasperado por la escarcha
su silencioso frenesí.
O una demencia paralela,
su gañido histérico arranca,
y se pasan la noche en vela
ululando a la muerte blanca.
(Romanzas del buen invierno, IX)
El amor conyugal es otro de los temas que vuelven. De la admirable Balada del fino amor son los siguientes versos:
Y ¿habrá quien no haya visto en un inerte
crepúsculo de gélidos candores,
caer las violetas ulteriores,
de las lánguidas manos de la muerte?
Los diptongos quebrados del tercer verso recuerdan los de Góngora: Entre las violetas fui herido. Ventura García Calderón ha señalado la ocasional afinidad de Lugones con Góngora; la si-guiente estrofa reproduce no sólo el brillo sino la áspera dureza de las Soledades:
Mordido de color en cada poro,
friega de oro el metal su pulimento,
y exorbita hasta el cénit un violento
pavo real verde delirado en oro.
(La tarde)
Lugones, que iba buscándose y descubriéndose en los libros que leía, ahondó en su propia intimidad, gracias a los poemas de Heine. No sólo el título del Romancero (1924), atestigua esta in-fluencia, sino los trece Lieder, Intermezzo, y el romance inicial Gaya ciencia, que es una deliberada variación del poema Der Asra. Algunas composiciones –Las fatales, El ausente, Romance de las dos hermanas– permiten entrever al novelista que Lugones, tal vez, no logró ser cuando se propuso escribir novelas. Su predilección por el Libro de Las Mil y Una Noches y por la poesía islámica se refleja en Las tres kasidas y en ciertos poemas narrativos: Romance del rey de Persia, Tonada, El beso. El ropaje exótico no debe en-gañarnos; Lugones está mucho más cerca de estos poemas que, por ejemplo, de los ejercicios descriptivos que cultivó en las Odas seculares. El presentimiento y la curiosidad del amor, patéticos en un hombre maduro, asoman en muchas páginas de este libro (Chicas de octubre, Tennis, Perfil, Negro y blanco, Figurín) y les otorgan un interés humano que, acaso, estéticamente no alcanzan. En otras, la adivinación de la muerte se une al amor y es entonces cuando el lirismo de Lugones logra su plenitud:
LA PALMERA
Al llegar la hora esperada
en que de amarla me muera,
que dejen una palmera
sobre mi tumba plantada.
Así, cuando todo calle,
en el olvido disuelto,
recordará el tronco esbelto
la elegancia de su talle.
...........................................
Entregará con ternura
la flor, al viento sonoro,
el mismo reguero de oro
que dejaba su hermosura.
...........................................
Como un suspiro al pasar,
palpitando entre las hojas,
murmurará mis congojas
la brisa crepuscular.
Y mi recuerdo ha de ser,
en su angustia sin reposo,
el pájaro misterioso
que vuelve al anochecer.
En Poemas solariegos (1927), uno de los libros capitales de la obra que estudiamos, Lugones quiere fundar su poesía en la realidad o, mejor dicho, quiere celebrar una realidad que justifique y documente los poemas. Comparado con libros como el Lunario este volumen señala una reacción; el propósito de realizar una poe-sía argentina, ya ensayado en las Odas seculares, alcanza aquí su perfección. El lenguaje es más directo y más simple, sobre todo en El canto y en la perdurable Dedicatoria a los antepasados. Nuestra admiración por esta sencillez casi oral no debe hacernos olvidar que su eficacia, en buena parte, proviene del contraste con precio-sismos anteriores. A pesar de las influencias que hemos indicado, la obra de Lugones es una; el estilo barroco de Los crepúsculos del jardín hace resaltar la simplicidad de la Dedicatoria.
Recorre el libro un sentimiento elegiaco; Lugones ha querido rescatar viejas cosas criollas, olvidadas costumbres y personas. Las composiciones de inspiración cordobesa (El almuerzo, La sobre-mesa, El traspatio) son más auténticas que las Estampas porteñas, o que la demasiado famosa Salutación a Enbeita. En El payador (1916), Lugones menciona a:
“...un mozo llamado Serapio Suárez que se ganaba la vida recitando el Martín Fierro en los ranchos y en las aldeas. Vivía feliz y no tenía otro oficio; lo cual demuestra que la poesía era uno, si bien reducido a los cuatro granos diarios que constituyen el jornal del pájaro cantor.”
En los Poemas sola-riegos, dedica un largo romance a la memoria de aquel lejano amigo. Cierran el volumen unos cincuenta epigramas, Los ínfimos, que recuerdan las ocurrencias de Jules Renard o ciertos juegos de la poesía japonesa.
Con la obra póstuma Romances de Río Seco (1938) culmina la poesía de Lugones. Durante toda su vida había sido devoto del Martín Fierro, que juzgaba el libro esencial de nuestra cultura; esta veneración lo llevó a crear poemas de ambiente y tono criollos. Fueron surgiendo, así, los Romances de Río Seco. En los primeros (La cabeza de Ramírez, La presa) el criollismo es todavía un poco deliberado y enfático. Gradualmente, Lugones se libera y escribe, acaso, sus mejores poemas. En general, los escritores gauchescos habían preferido la bravata y el desafío; Lugones, en El regalo, La visita, El Señor de Renca, pone de relieve un rasgo menos divulgado y que fue típico de los payadores: la cortesía criolla. Más impor-tante que la anécdota es, en cada una de estas composiciones, el tono:
Aunque a rigor esta vez
la ley del canto me toque,
les narraré el sucedido
del gaucho Jacinto Roque.
Tal condición de mi letra
puntualmente determino,
porque es, con perdón de ustedes,
la historia de un asesino.
(El malevo)
En La visita admiramos, una vez más, la capacidad narrativa de Lugones. Conviven en este pausado relato el pudor, los buenos modales, y la picardía del hombre de campo. El poema concluye con las significativas estrofas:
Y como dándose tiempo
de asentar los cojinillos:
–Me habían dicho, amigo Robles,
que tenía unos novillos...
A estas palabras don Pepe,
como es de la misma laya,
regatea con desgano:
–Puede ser que algunos haya.
–¿Y costará mucho verlos?
El otro sin contestar,
afirma, entregando el mate:
–Yo lo voy a acompañar.
Montan juntos, y sin prisa
toman el camino al trote.
–Es allá cerca, nomás,
trasmontando aquel mogote.
Así podrá revisarlos
antes que asiente el calor.
La hacienda estaba rodeada
desde la tarde anterior.
Dos colecciones: Poesías diversas y La copa de jade, incluidas en sus Obras poéticas completas, nada esencial agregan a su labor.
Nadie discute que Lugones sea un gran poeta; esta definición, aplicada en general a escritores de producción abundante, acepta la presencia de irregularidades y de cierta grandilocuencia. Paradójicamente, resulta más difícil decidir si fue o no poeta. La dificultad es sólo verbal. Si, para tipificar la poesía, pensamos en Anacreonte en Keats, en Verlaine, en Garcilaso o, entre nosotros, en Enrique Banchs, hombres de tono íntimo, quizá no podamos incluir en esta categoría a Lugones. En cambio, si pensamos en Píndaro, en Milton, en Hugo, en Quevedo, es evidente que también Lugones tiene de-recho a la fama de poeta.
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