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jueves, 25 de septiembre de 2025

DANTE (Historia de la Literatura Italiana) ★ PAPINI GIOVANNI


 

Giovanni Papini aborda a Dante en su ensayo Dante y otros estudios de historia de la literatura italiana con una mezcla de veneración, crítica espiritual y audacia interpretativa. Publicado en 1949 en español, este volumen reúne reflexiones sobre Dante, Jacopone da Todi, Cecco Angiolieri y Guido Cavalcanti, entre otros. Pero el núcleo más potente es Dante vivo (1933), donde Papini no se limita a analizar la obra del poeta florentino, sino que lo resucita como figura humana, espiritual y profética

Rasgos clave del enfoque de Papini sobre Dante

  • Retrato espiritual y humano: Papini, convertido al cristianismo, presenta a Dante como un hombre completo: poeta, filósofo, teólogo y profeta, pero también sujeto a debilidades humanas. No lo idealiza como estatua, sino que lo muestra como alguien que sufrió, amó, fracasó y creó desde la soledad y el dolor.

  • Crítica a la imagen estatuaria: Rechaza la visión sobrehumana del autor de la Divina Comedia, proponiendo una lectura que reconcilia sus contradicciones: la sensualidad con la espiritualidad, el orgullo con la humildad, la audacia con la sensibilidad.

  • Dante como símbolo de la Edad Media y de la modernidad: Papini lo ve como síntesis de su época, pero también como visionario que anticipa la misión espiritual de la Iglesia y la unidad política del mundo.

  • Estilo apasionado y provocador: Fiel a su estilo, Papini mezcla erudición con fervor, sarcasmo y dramatismo. Su Dante no es solo objeto de estudio, sino interlocutor, espejo y mártir.

  • En colaboración: Dr. Enrico Giovanni Pugliatti y Méndez-Limbrick

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DANTE (Historia de la Literatura Italiana) ★ 

 LA PRIMERA TRIADA. - JACOPONE DA TODI. — GUIDO CAVALCANTI. - CECCO ANGI0L1ERI. — MUERTES Y RENACIMIENTOS. — DANTE. Traducción de PABLO GIROSI Ediciones FARO Victoria 1373 BUENOS AIRES NOTA DEL TRADUCTOR 

 Es el estilo de Papini, uno de los más serios obstácu los que debe salvar el traductor, si quiere que su labor refleje todo lo novelesco de la obra original. He tratado de superar esta dificultad de la mejor \manera, buscando la interpretación exacta, el giro de la frase más ajustado dentro de las leyes preceptivas del castellano y hasta los términos — sustantivos, adjetivos, verbos — a menudo deliberadamente consonantes, a fin de mantener en lo posible esa relación intima entre la idea del autor y su peculiar forma de expresarla. De las citas de los escritores que iban manejando un idioma en gestación y que aun al conocedor del italicno moderno pueden resultar ininteligibles, he traducido en prosa los versos y he tratado en todos los casos de ceñir me menos al texto y más a su interpretación, volviendo llano y comprensible lo que al profano pudiera parecer oscuro e i/idescifrable. Solamente para los tercetos de la "Divina Comedia” de Dante, me he valido casi siempre de la traducción de Bartolomé Mitre, tan clara y fiel como para constituir un elemento valioso de interpreta ción y embellecimiento, incluido en mi modesta labor. 

 P. G. BENITO MUSSOLINI AMIGO DE LA POESIA Y DE LOS POETAS ESTA DEDICADA ESTA OBRA QUE DESCRIBE E ILUSTRA UNA DE LAS MAS RICAS PROVINCIAS DEL IMPERIO ESPIRITUAL ITALIANO ORIGINALIDAD DE LA OBRA í 

 Cada vez que se torna a escribir una historia cien ve ces narrada, el autor comete una doble falta: condena las inteligencias al fastidio de escuchar de nuevo cosas harto sabidas, y trata de robar parte de su tiempo a lectores ya por demás abrumados. El torturador y ladrón debe justificarse desde el co mienzo. El atenuante más valedero, en estos casos, es la promesa de ofrecer algo original. Confío en que val ga para mi también. Tres son las novedades más importantes de la presente obra: la primera se refiere al autor; la segunda, al con tenido: la última, al objeto. Todas las historias de la literatura italiana han sido compuestas, hasta la fecha, por honrados o apresurados compiladores, por pacientes o irascibles eruditos, por sa gaces o caprichosos filólogos, por humildes o presuntuo sos fabricantes de manuales y, a veces, por ridículos ex perimentadores in corpore nobili de estéticas echadas a perder: pero nunca por verdaderos escritores, por poe tas y artistas. El mismo De Sanctis — que, sin embargo, se yergue de la cintura para arriba del sepulcro destapado por sus exhumadores — era, sí, un crítico más atrevido y apa sionado que los de siempre, pero crítico al fin, y, por lo tanto, discurseador filosófico mucho más que artista (1). Y que careciera del primero y esencial don de los artis tas de la palabra, es decir, el estilo, lo demostró Gabriel D’Annunzio en una dura pero no modificable senten cia (2). En Fóscolo, Leopardi, Manzoni y otros autores mo dernos se encuentran ensayos y juicios sueltos sobre nuestros antiguos escritores, que nos hacen vislumbrar qué pulposa y vivacísima historia literaria habríamos po dido tener, si alguno de ellos hubiese querido ser el Vasari de los más descollantes poetas y prosistas ita lianos. Pero ni Carducci —que poseía, sin embargo, el raro y sumo don de aunar en sí una inmejorable preparación filológica y la directa experiencia del arte— quiso o pu do escribir una historia acabada de nuestra literatura. Algunos reprobarán, por temeraria, mi resolución de emprender lo que no osaron hombres tan superiores a mí en sabiduría e ingenio. De este pecado de manifiesta soberbia —monas grave e innoble que aquellos pecados de falsa y fingida humil dad en que todos los días incurren los fariseos de la cid- tura— no quiero aducir disculpas de palabras: la obra misma llevará consigo la absolución o la condena. 

 Cualquiera que sea la suerte que la espera, es ésta mía de todas maneras, la primera historia de la literatura italiana escrita por uno de los dueños de casa —aun que sea el último de los condominos— y no, como lafl otras, por porteros intrigantes, por inspectores de des (1) “ í>e Sanctia, una excelente pentona, rero lleno de preorupndonM y de prejuicios (prejuicio*, entendámonos, filosóficos, estéticos, critico*, etcétera. Que son lo» peores, porque son más arraigados y seguidos". G. CARDUCCI, Opere, XVI, 104. v2) “ No lograba adueñarse del element* de que el arte literario ee oemoone. es decir el verbo... £3 escritor es dominado y arrastrado por nía frases que él no sabe someter a au voluntad” , etc., etc.. G. D'ANÍJUN- ZÍO* en el “Razonamiento” que precede “ La Beata fíiva, de A. í'ONTl. Milán, Troves, XXXVI-XLIV víos, por subarrendatarios abusivos o por amanuenses de paso. Y no es que todas las demás sean como para tirarse: no pretendo en absoluto que ésta pueda tomar el lugar de aquéllas para toda clase de lectores. 

El que busca las modestas vidas de cada mediano e ínfimo autor, los pe queños resúmenes de las obras famosas, las bibliografías completas de las monografías ilegibles y de los artícu los inhallables, las descripciones de los códigos anónimos y acéfalos, y, sobre todo, las soluciones, a menudo ilu sorias, de “problemas” casi siempre imaginarios, recu rrirá para sus necesidades a alguna de esas historias escritas por los diligentes anticuarios o por los cizañe ros de la estética. Sostengo, empero, que una historia compuesta por uno que de ella, bien o mal, es parte, puede con justicia exis tir, y espero que podrá gustar y ser útil a alguien. Si es verdad lo que Sarpi y Vico pensaban, que per fectamente se conocen sólo aquellas cosas que sabemos hacer, no podrá tildarse de presunción la esperanza de un escritor de poder comprender mejor que otros a los que ya profesai'on su mismo arte. Una fraternal conge nialidad entre el historiador y los héroes de su historia torna la obra más segura, más apasionada y más hermo sa. 

El ideal —jamás alcanzado— sería que la historia de un arte lograra ser también una obra de arte. 2 Segunda novedad: esta obra acogerá y dibujará sólo a escritores de primera y segunda magnitud; poco más de sesenta en total. La horda restante, que constituye la intermedia y baja clase de la sociedad que escribe, de berá, desde luego, refugiarse en esos asilos que son las historias de la ciencia, de la filología, de la erudición, de la historiografía y de la cultura varia. Muchas historias de la literatura italiana, también en tre las breves, preparadas para iaa escuelas, se asemejan, en cierto modo, al asilo de Rómulo. Basta que un escu- dillador de libros haya ganado, en un siglo cualquiera, un ambo en la lotería de la celebridad para que se vea hospedado en uno de los modernos hipogeos de las letras patrias, aunque radie más, a excepción de los maestros por obligación y de los alumnos por obediencia, se acuer de de ¿I. Pero la historia de un arte aun vivo de una nación viviente no debe parecerse a un museo arqueológico en el cual estén expuestos los despojos inútilmente embal samados de tantos que fueron famosos solamente en su tiempo. Aquella muchedumbre de afortunadas mediocri dades que estiba de sí los capítulos de casi todas las his torias literarias está formada, en su mayor parte, por secuaces o discípulos de los grandes, por imitadores ser viles o chafallones —cuando no sean copiantes o plagia rios. En el mejor de los casos, eran personillas que hin charon «1 pee fin y el estómago para pavonearse en los cuadrivios de nuestra república y a menudo— tan gran de es el poder de los vendedores de charlas entre el vulgo de los contentadizos— consiguieron su pequeño nicho en las galerías de la celebridad. Se trata de bustos polvo rientos, pero de aspecto venerable, de medallones descas carados, pero que muestran aún las trazas de un altivo perfil. 

Ante estos simulacros de estuco y de yeso los his toriadores devotos no tienen el coraje de pasar de largo y los tratan como a personas vivas y catalogan por milé sima vez los títulos de obras que nadie lee y repiten con pocas variaciones el juicio que va arrastrándose de ma nual en manual, sin advertir que se ha vuelto más em bustero que un epitafio. Entre los que no figuran en la presente historia hay también hombres de alto valer y que yo admiro en la medida de todo su genio. Pero este genio lo manifesta ron mucho más en otras artes o disciplinas que como es critores. Compusieron libros y volúmenes, pero jamás fueron artistas o sólo lo fueron por casualidad. Son, ver bigracia, eminentes filósofos como Juan Bautista Vico; insignes recopiladores e ilustradores de antigüedades como Muratori; historiadores copiosos y afortuna dos como Ammirato y Botta; escultores o pintores ex celentes como Ghiberti y Salvador Rosa; sabios de buena clase como Mascheroni y Ascoli. 

Todos ellos y muchos otros «ue podríanse agregar, no se sabe con qué derecho o razón, aparecen en las historias de la literatura, dado que, juzgados como escritores, fueron apenas aguanta bles y quedaron de todo modo lejísimo de la perfección en ese arte que es el solo que aquí cuenta, es decir, el de la palabra. liaros son los que por natural privilegio del genio pueden figurar con el mismo derecho en más de una historia, y nadie se extrañará de encontrar también en esta mía a un redentor de gigantes como Miguel An gel, a un anatomista de los hombres como Muquiavelo, a un descubridor de los cielos como Galileo. Para elegir a los protagonistas legítimos, he tomado en cuenta, ante todo, la suerte de las obras. Cuando, por su valor intrínseco, un libro ha logrado sobrevivir durante siglos y no sólo como titulo o curiosidad sirio como nutrimento y gozo del lector no obligado; cuando un libro ha sido acogido con favor aun más allá de los confines de la patria y ha sido traducido, comentado y discutido en todas las naciones civilizadas, podemos abri gar la seguridad de que se trata de una obra que sigue fiendo viva, digna de ser amada y comprendida por in telecto?. vivos. 

Hav escritores «ue en coninnto tomien- aan e integran toda una escuela, una manera, una re- foiT.’í! a moda literaria y merecen, pues, ser retratados atentamente, aunque 110 sean siempre !os mayores. Pero de nada sirve dar ingreso libre, por inercia ovejuna, ul abigarrado séquito que cada uno de aquellos arrastra consigo en las historias literarias. Son, casi todos, dis cípulos que no supieron superar al maestro, sombras sub alternas y súcubos: no se saca ningún provecho, a los fines del conocimiento del arte, malgastando frases y pá ginas en ellos. Una vez que he hablado de Guido Caval canti, ¿de qué sirve recoger las débiles rimas de Gianni Alfani o de Guido Orlandi? Una vez que he estudiado a Cecco Angolieri, ¿para qué detenerse sobre Cennc della Chitarra o Rústico di Filippo? Y luego de haber contemplado la figura titánica de Dante, ¿con qué ob jeto rebajarse a atrapar una vez más, en los pantanos del olvido, a esos dantezuelos de bolsillo que se llama ron Fació degli Uberti y Federico Frezzi? Y después de haber ahondado el alma y la potencia lírica de Petrarca, ¿es menester acaso pasar lista de aquel inmenso rebaño de petrarquistas que suspiró, baló y vagó por tres bue nos siglos a expensas del Cancionero? Diráse, tal vez, que de este modo mi libro no resulta rá una historia “orgánica”, sino una sarta de ensayos; que falta la "textura conexiva” que debe enlazar los ór ganos vitales y que está constituido, en el vasto conjun to de la literatura, también por los menores, los medio cres, los pequeños, los mínimos e ínfimos que aquí que dan excluidos. Ilusión también ésta. El que padece la manía de hacer historia integral veríase reducido al absurdo de redac tar elencos interminables de semidesconocidos y olvida dos, y ni aun así lograría reproducir la fisonomía autén tica de nn siglo. 

La multilátera complejidad de la vida no puede reconstruirse en las páginas de un libro, por extenso que sea. El historiador, igual que el artista, no puede hacer a menos de elegir. Admitida la necesidad de la elección, es razonable que se elija tan sólo a los escritores que imprimieron a las épocas su propio sello, es decir, que determinaron el curso de la verdadera historia literaria. Esta obra, pues, tiene todo el derecho de llamarse his toria, más que aquéllas, abiertas de par en par a todos, semejantes a dormitorios públicos. Y es historia no sólo por la razón antedicha, sino también por su unidad in terior debida al método y por aquellos capítulos de enla ce que trazan las líneas maestras del desarrollo de nues tra literatura e iluminan ios fondos sobre los cuales so bresalen los protagonistas. La historia política está hecha, dicen, por las masas, pero en los momentos épicos y decisivos es obra de mag nos solitarios que ensoñerean y encarnan sueños, volun tades y necesidades de todo un pueblo. También la his toria literaria tiene sus héroes, sus soberanos; los pre cursores, sucesores, cortesanos y papagayos deben con formarse con unas pocas líneas en las bibliografías y en las enciclopedias. 

Hacer la historia de un arte quiera decir modelar las estatuas de los genios creadores, in novadores, dominadores: lo restante es burguesía omiti- ble y sopa incomible . 3 La tercera novedad se refiere, como dije, al objeto, y por ende también a los caminos y vehículos elegidos para alcanzarlo. Desde que se escriben historias de la literatura italiana hemos asistido al uso y abuso do los dos métodos cono cidos bajo el nombre de método histórico y método esté tico. Durante todo el Setecientos predominaron los ar chivistas; en los albores del Ochocientos salieron a la escena los filosofistas; en torno al 1870 adquirieron nue vamente preponderancia y arrogancia los historiadores puros; en los albores del Novecientos han vuelto a adue ñarse del campo los estetistas puros. Ha habido, pues, temporadas de predominio de las ra tas de biblioteca y temporadas de advenimiento de los murciélagos de la filosofía. Y estos murciélagos, cuya prosopopeya es, en verdad, mayor que la de loa ratones, sostienen que sólo a ellos corresponden todo privilegio y toda primacía, porque por au cuerpo no dejan de ser ratones, es decir roedores de eruditos papeles, y poseen, además, las alas, con que se levantan —por desdicha tan sólo cuando el aire es oscuro— hasta los torreones rui nosos de la filosofía estética. Las polvorientas ratas, tremolándoles los bigotes en colerizados entre un incunable mutilado y un código membranáceo, replican que los traicioneros murciélagos, con pretextos engañosos, esquivan las fajinas biográfi cas y bibliográficas, mientras que ellos, a pesar ue ser ratas, ratones o topos, podrían, si así lo quisiesen, apron tar unos novelones estéticos que darían envidia a los más revoloteantes quirópteros. Ambos tienen un poco de razón: los ratones son dema siado materialistas, pero, a veces, dan prueba de buen gusto y de buen juicio, los murciélagos son demasiado abstractivos, pero alguno ele ellos no desdeña ni desco noce la minuciosa Dusqueda histurica. Loa ejemplares ex tremos son rarísimos: en las historias de los eruditos hay, a menudo, algún relampaguear de las girándulas es téticas; en las de ios estéticos aparece alguna noticia o síntesis histórica. 

 Ai fin y al cabo son primos camales, descendientes to dos del común profesor Aristóteles: los unos quieren apli car a la historia literaria loa métodos de la ciencia; ios otros sueñan con entender y juzgar el arte por medio de la filosofía, que equivaldría a querer comprender la pintura, guiados por la geometría o la música con las teorías de la acústica. Por mi parte tan poco me satisfacen loa unos como los otros, y éstos muchos menos que aquéllos. Los escarba dores son pedantea, peto inútiles; los fantaseadores son brillantes, pero infructuosos y, a veces, peligrosos. Por culpa de esas jibias profetizantes, la crítica lite raria se ha vuelto un sellado de voriceptos sobre las car nes vivas de la poesía o un desmenuzamiento de micros- copistas sensuales que pierden de vista el libro para sa borear la página, pierden la página para gozar el verso, pierden el verso para gustar la palabra, pierden la pala- ba para languidecer sobre la sílaba. Entre el despiojar de los que se alimentan de polvo y el desvariar de los “problemaniáticos” no quiero ele gir. Me he propuesto, en cambio, seguir un camino to talmente distinto — un camino que algunos juzgarárK tri llado. pero que a muchos parecerá enteramente nuevo y que de cualquier modo, es, a mi juicio, el mejor. 

 También la historia literaria, como cualquier obra de verdadero y honesto escritor, ha de ser “vital nutrimen to” para los que la lean. Las fechas, los sucesos y las variaciones pueden llamarse alimento, pero no vital por que sacia la curiosidad mas no el espíritu. Y el exhibir se en escamoteos teóricos a las puertas o bajo las ven tanas de las mansiones del arte, puede dar solaz a las inteligencias, pero no substancioso consuelo a las almas. Por “vital nutrimento” no entiendo el ejercicio de la memoria verbal o de la imaginativa filosófica, sino la preparación a la experiencia de la vida, el nuevo des pertar de los afectos, el adiestramiento en el arte. Una historia de la literatura ha de ser, si ustedes no se es candalizan de la palabra, educativa, es decir moral, ci vil, pragmática. Moral: porque el aproximarse a escritores que fueron grandes, y por ende varones de verdad y fuera de lo común, no debe tan sólo ayudar a un mejor conocimiento de la naturaleza humana, sino a enseñar, sobre todo, el amor a ¡a grandeza, la rectitud de la vida, la tenacidad en las dificultades, la tolerancia heroica en la desventu ra y en la miseria y más aún el deseo de superarnos con tinuamente, de subir a más celestiales firmamentos. No todos los poetas son modelos de perfecta moralidad, pero sirven lo mismo, por contraposición y contraste, a mos trarnos el peligro y la vergüenza de esos pecados que lle gan hasta disminuir o manchar la grandeza de los gran des. Civil: porque los poetas, como los artistas, interpretan mejor que el común de los mortales el alma profunda de la patria, y, representando y revelando mejor sus belle zas, configurando y transmitiendo mejor sus glorias, re avivan el amor a nuestro pueblo y a nuestra tierra. Pragmática: porque el desentrañamiento de las obras más acabadas y famosas no debe servir sólo de pretexto para nuevas comprobaciones de abstrusos e intrusos “fi- losofemas”, sino también a guiar a los principiantes y a los escritores mismos a un más certero dominio del idioma, a una conquista más genial del arte do escribir. La historia de la literatura italiana, como yo la sue ño, no debería tanto amueblar las inteligencias cuanto cambiar, enriquecer y enaltecer a las almas. Tres resul tados principales espero de ello: educar en las más altas virtudes, hacer amar mejor a Italia, adiestrar en la prác tica efectiva del arte. Estos son los anhelos y ensueños del autor de la pre sente obra —sinceramente anhelados y soñados—, aun que él no hubiese logrado realizarlos en todas sus partes. GIOVANNI PAP1NI.

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sábado, 16 de agosto de 2025

“Las palabras gastadas de la noche”



Texto, búsqueda de novelas, idea de diagramación: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick.

🍷 Comentario de sobremesa – Los Yoses, viernes por la noche: Novela: Las palabras de la noche.


La cena ha terminado, los vasos aún conservan el calor del vino, y el Consejo Editorial se inclina hacia la novela Las palabras de la noche de Natalia Ginzburg como quien se acerca a un susurro que no quiere desaparecer.


Casasola Brown, con su copa de Barolo en mano, inicia el comentario:


“Ginzburg no escribe: murmura. Y en ese murmullo, Elsa se convierte en una sombra que observa sin intervenir, como si la vida fuera una obra que ella contempla desde el telón. La burguesía piamontesa, con sus ansiedades matrimoniales y sus chismes de posguerra, es retratada con una ironía tan fina que parece cortesía. Pero no lo es. Es juicio.”


Pugliatti, desde su rincón, asiente con gravedad:


“La estructura es engañosamente simple. Pero cada diálogo es una excavación. Ginzburg maneja el italiano como si fuera latín doméstico: íntimo, pero eterno. Elsa no es protagonista, es testigo. Y eso la convierte en la voz más poderosa del libro.”


Belfegor, entre risas demoníacas, añade:


“La madre de Elsa es un personaje desquiciante, sí. Pero necesaria. Representa el teatro de la vida que Ginzburg denuncia: el papel asignado, el guion social, la máscara de la noche. La novela es un tratado sobre el silencio como resistencia.”


Cappelli, desde su aristocrático desprecio, sentencia:


“No hay épica. No hay héroes. Solo almas que se deslizan entre la ceniza del fascismo y el tedio burgués. Y sin embargo, es literatura. Que se lea en voz baja, como quien reza sin creer.”


Byron Deford, con mirada encendida, concluye:


“Es una novela que no grita, pero deja eco. Como si las palabras de la noche fueran también las nuestras, las que no decimos, las que nos definen.”


🕯️ El Consejo Editorial guarda silencio. Afuera, en Los Yoses, la noche continúa. Pero dentro, la novela ha sido leída como se debe: con vino, con juicio, y con la solemnidad que merece todo texto que habla desde el abismo cotidiano.

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Esta novela, publicada originalmente en 1961, es una obra de atmósfera íntima y silenciosa, donde lo cotidiano se convierte en teatro existencial. Aquí están los ejes temáticos más destacados:


🧵 1. La presión social y familiar

Elsa, la protagonista, vive bajo la constante ansiedad de su madre por casarla “decentemente”.


La novela retrata cómo las expectativas sociales y familiares moldean, asfixian o silencian los deseos individuales2.


🕯️ 2. El silencio como resistencia

Elsa observa más de lo que actúa. Su aparente pasividad es una forma de resistencia frente al ruido social.


Ginzburg convierte el silencio en un lenguaje narrativo: lo que no se dice pesa más que lo dicho.


🏚️ 3. La posguerra y el fascismo como telón de fondo

Ambientada en un pueblo cercano a Turín, la novela muestra cómo la burguesía piamontesa intenta salir del dominio fascista.


La guerra no es protagonista, pero su sombra afecta las relaciones, los sueños y las estructuras familiares2.


💔 4. Frustración amorosa y deseo reprimido

Los personajes viven pasiones frustradas, sueños incomprendidos y deseos que no pueden expresarse.


El amor aparece como una necesidad incomprendida, marcada por la incomunicación y el juicio ajeno.


🧬 5. Conflictos intergeneracionales

Padres e hijos se enfrentan a secretos, incomprensiones y expectativas heredadas.


La novela muestra cómo las generaciones se repiten, se contradicen y se juzgan mutuamente.


Ginzburg logra que lo aparentemente banal se vuelva universal. Como dijo Colm Tóibín, la novela es como una “fotografía en sepia”, donde cada fragmento revela una verdad emocional que no necesita gritar para ser profunda.

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 En Las palabras de la noche, el silencio no es ausencia: es atmósfera, resistencia, y a veces, un grito contenido. 


🪞 1. Elsa frente al espejo, antes de salir con Tommasino

Elsa se mira sin decir palabra. No hay descripción de belleza ni juicio explícito. Solo el gesto de arreglarse, de prepararse para una cita que no desea. El silencio aquí es juicio interno, una forma de decir “no quiero” sin pronunciarlo.


“Se puso el vestido azul. No dijo nada. Se sentó en el borde de la cama.”


🛋️ 2. La cena con su madre

La madre habla, pregunta, insiste. Elsa responde con monosílabos o no responde. El diálogo es mínimo, pero la tensión se palpa. El silencio de Elsa es resistencia, una forma de no ceder ante la presión matrimonial.


“¿Y Tommasino? ¿Te ha llamado?” — Elsa no respondió. Cortó el pan en pedazos pequeños.


🕯️ 3. El regreso de la guerra

Los personajes vuelven, pero no narran horrores. Se sientan, fuman, miran por la ventana. El silencio aquí es trauma, lo que no puede decirse. Ginzburg no necesita mostrar cadáveres: basta con el mutismo de los sobrevivientes.


🧣 4. Elsa y el abrigo del padre

Hay una escena donde Elsa encuentra el abrigo viejo de su padre. No hay lágrimas ni recuerdos explícitos. Solo lo toma, lo huele, lo guarda. El silencio es duelo, memoria, vínculo.


🪑 5. Conversaciones que no avanzan

Muchos diálogos en la novela son circulares, casi absurdos. Personajes que preguntan “¿Tienes frío?” o “¿Quieres té?” sin que eso importe. Ginzburg usa estas frases como antifaces del silencio real: lo que no se puede decir.


“¿Estás cansada?” — “No lo sé.”

***

Algunos críticos consideran que ninguna escritora ha poseído, como Natalia Ginzburg, una mirada tan sutil y precisa. Y su inocencia, una gracia tan fina así como deliciosamente incorpórea. Las palabras de la noche, llevada al cine por el director español Salvador García Ruíz en 2004 con el título Las voces de la noche, es un ejemplo emblemático de esa manera tan delicada de narrar que posee esta singular autora, por lo demás poco traducida a nuestra lengua.

 


 

Natalia Ginzburg

 Las palabras de la noche

 

 

 


Título original: Le voci della sera

Natalia Ginzburg, 1961

Traducción: Andrés Trapiello

 


Una nota muy breve

 

 

 


El reconocimiento y la gratitud hacia Natalia Ginzburg están en el origen de la traducción de esta maravillosa y extraordinaria novela, traducción que jamás habría llevado a cabo si no me hubiera asistido el consejo de José Muñoz Millanes, a quien los lectores españoles deben, en parte, las páginas de Léxico familiar y, desde ahora, Las palabras de la noche, que él ha velado para que fuesen, como en su origen, puras, felices y memorables. Es decir: fieles.

A. T., Madrid, 2-24 de julio de 1993

 

 

 


 A Gabriele

 

 


En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en los mapas y los otros no viven ni han vivido nunca en parte ninguna del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales. (Nota de N. G.).

 

 


HABÍA acompañado a mi madre al médico; volvíamos a casa por el camino que bordea el bosque del general Sartorio y sigue por el alto y musgoso muro de Villa Bottiglia.

Era octubre, comenzaba a hacer frío; en el pueblo, detrás de nosotras, habían encendido los primeros faroles y el globo azul del Hotel Concordia iluminaba la plaza desierta con una luz irreal.

Dijo mi madre: —Noto como un pipo en la garganta. Al tragar, me duele.

Dijo: —General, buenas tardes.

El general Sartorio había pasado junto a nosotros, levantando el sombrero sobre la cabeza plateada y llena de rizos, el monóculo en el ojo y el perro de la correa.

Mi madre dijo: —¡Qué pelo tan bonito, todavía, a esa edad!

Dijo: —¿Has visto cómo se ha puesto de feo el perro?

—Ahora noto en la garganta como un sabor a vinagre. Y el nudo, no deja de dolerme.

—¿Cómo me habrá encontrado la tensión alta? Yo la he tenido siempre baja.

Dijo: —Gigi, buenas tardes.

Acababa de pasar el hijo del general Sartorio, con el montgomery blanco sobre los hombros; bajo un brazo llevaba una ensaladera cubierta con una servilleta y el otro lo tenía escayolado y doblado por fuera.

—Desde luego ha sido una mala caída. A saber si volverá algún día a usar ese brazo —dijo mi madre.

Dijo: —¿Qué llevará en esa ensaladera?

—Se ve que tienen una fiesta —dijo después—. En casa de los Terenzi, seguramente. Todos los que van, tienen que llevar algo. Ahora es lo que se estila.

Dijo: —Pero ¿a ti ya no te invitan nunca?

—No te invitan —dijo—, porque encuentran que te das muchos humos. Tampoco has vuelto al Club de Tenis. Si uno no se deja ver un poco, empiezan a decir que se da pisto y dejan de buscarle. En cambio, a las chicas de Bottiglia las invita todo el mundo. La otra tarde estuvieron bailando en casa de los Terenzi hasta las tres. Había gente de fuera, incluso un chino.

A las chicas de Bottiglia las llamábamos «niñas» en nuestra casa, aunque la más joven tenía ya veintinueve años.

Dijo: —¿No tendré arterioesclerosis?

Dijo: —¿Será de fiar este nuevo médico? El anterior era viejo, claro, y no le interesaba nada. Si uno le decía que tenía una molestia, él contestaba diciendo que él también la tenía. Éste lo anota todo, ¿te has fijado cómo lo anota todo? ¿Has visto qué fea es su mujer?

Dijo: —¿Pero es posible que no se pueda cambiar contigo una palabra, el milagro de una palabra, siquiera por una vez?

—¿Qué mujer? —dije.

—La mujer del médico.

—La que salió a abrir —dije—, no era la mujer. Era la enfermera. La hija del sastre de Castello. ¿No la reconociste?

—¿La hija del sastre de Castello? ¡Qué fea es!

—¿Y cómo no llevaba la bata puesta? —dijo—. Le hará de criada, no de enfermera, eso es.

—No llevaba la bata —dije—, porque se la había quitado, porque estaba a punto de irse. El médico no tiene criada ni mujer. Está soltero y almuerza y cena en el Concordia.

—¿Soltero?

Inmediatamente mi madre me casó con el médico en su imaginación.

—¿Dónde se encontrará mejor, aquí o en Cignano, donde estaba antes? Mejor en Cignano, seguramente. Más gente, más vida. Tendremos que invitarle a dar un paseo. Con Gigi Sartorio.

—En Cignano —dije—, tiene novia. Va a casarse en primavera.

—¿Quién?

—El médico.

—¿Tan joven y ya comprometido?

Íbamos por el camino de nuestro jardín, tapizado de hojas; se veía la ventana iluminada de la cocina y a nuestra criada Antonia que batía un huevo.

Mi madre dijo: —Ahora que el nudo en la garganta se me ha secado del todo, no va ni para arriba ni para abajo.

Suspirando, se sentó en la entrada y frotó uno contra otro los chanclos para quitarles el barro; mi padre salió a la puerta de su despacho, con la pipa y la vieja chaqueta de lana del Pirineo que usaba en casa.

—Tengo la tensión alta —dijo mi madre con un poco de orgullo.

—¿Alta? —dijo la tía Ottavia, en lo alto de la escalera, mientras se recogía las dos pequeñas y negras trenzas, que parecían de lana como las de una muñeca.

—Alta. No baja. Alta.

La tía Ottavia tenía una mejilla roja y otra pálida, como cada vez que se quedaba dormida en el sillón junto a la estufa, con un libro de la biblioteca «Selecta».

—Han venido de Villa Bottiglia —dijo Antonia en la puerta de la cocina—, a buscar harina. Apenas les quedaba y tenían que hacer unos bigné.[1] Les di un buen plato.

—¿Más todavía? Siempre les hace falta harina. Podían dejar de hacer bigné. Por la noche son pesados.

—No son tan pesados —dijo la tía Ottavia.

—Son pesados.

Mi madre se quitó el sombrero, el abrigo y un forro de pelo de gato que llevaba siempre debajo del abrigo, y luego el chal que prende en el pecho con un imperdible.

—Claro —dijo—, han hecho los bigné para la fiesta que debe haber donde los Terenzi. Hemos visto incluso a Gigi Sartorio con una ensaladera. ¿Quién ha venido a pedir la harina? ¿Carola? ¿No te dijo nada de una fiesta?

—A mí no me dijo nada —contestó Antonia.

miércoles, 4 de junio de 2025

ALESSANDRO BARICCO LA VÍA DE LA NARRACIÓN TEXTO COMPLETO



Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo  teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo Barnum. La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo? El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más atención a las historias marinas. Turín, abril de 2022 

 1 Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias. 

 2 Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio. 

 3 La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un espacio. 

 4 Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de ejemplo. El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula) La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes) El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea, Viaje al fin de la noche, la Recherche) La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento, aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora. (Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios) 

 5 El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre historias y libertad. 

 6 Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de una historia, perdiéndose su corazón. 

 7 En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable, por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la narrativa propiamente dicha. 

 8 Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad, la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse. Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir. Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.

 9 Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla. Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato, la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto, una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del relato se llama trama. 

 10 No hay peor error que confundir trama e historia. 

 11 La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se puede hacer. 

 12 En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana, consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo. En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de historias. 

 13 Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de intensidad. Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las significan, mapas que las representan. Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que ver con la magia. Intermedio Brevísimo ensayo sobre El viaje del escritor, de Christopher Vogler El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). 

Cualquiera que haya asistido a una escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases «científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire. 

 Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y, lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo, logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler, funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar a su compañera de pupitre. 

Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios del siglo XX, cambia poco las cosas. Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes, explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización.

 Pero, al final, dice Vogler, nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también, y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén. Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe. 

 La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo, subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas donde no rige ninguna ley. 

Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que detenerse en ese punto es triste e imperdonable. Más aún: es peligroso. 

Este es quizás el aspecto más importante. En el método Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera página del libro, tan orgulloso de sí mismo: Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las inquietudes universales.¹ Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes. Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood. 

 Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe, lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro, históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante, que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las consignas del vencedor. Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación, que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. 

Cuando, por el contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra tiene algo que ocultar. Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después. Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir, la libertad. Fin del intermedio. 

 14 Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El estilo. 

 15 El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración. 16 El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se convierte en sonido. 17 Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente, pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas. Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.

 18 En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.

 19 El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las historias, la tierra de la realidad. 

 20 Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra. 

 21 Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales. Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente, reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento. Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración, pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias. Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración. 

 22 Hay casos aún más minimalistas. La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía. 

 23 Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha atribuido.

 24 Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y dónde no. Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para acogerlas y manejarlas sin hacernos daño. Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un jeroglífico legible. No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la tienen. 

 25 Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas vibraciones misteriosas del mundo. Apostilla La Narración como Vía De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de dónde vienen? Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración, tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que vienen de lejos? 

En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz? Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas, que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir. La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y, al final, pronunciada. Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. 

El inconsciente, afirmaba, no es el contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior. También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía, rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado. ¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización? Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. 

En una zona de la que tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo, convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa soldadura. Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. 

El cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales, soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta boca abajo. Escribir un relato como participar en una ceremonia del té. Fin. [←1] Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción de Jorge Conde, p. 43.

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