sábado, 25 de febrero de 2017

DASIELL HAMMETT `Una mujer en la oscuridad.


DASIELL HAMMETT
`Una mujer en la oscuridad` fue escrita a los dos años de que Dashiell Hammett conociera a Lillian Hellman. Es, con toda seguridad, la más sentimental de las novelas de Hammett. Esta obra fue publicada en la revista Liberty, y ha permanecido perdida durante años hasta que los estudiosos de Hammett redescubrieron el texto. En él se describen de forma magistral los personajes de Brazil y de Luise Fischer y, a pesar de su corta extensión, desprende el aroma del mejor Hammett.

En esta historia, una mujer que huye pide refugio en una casa donde un hombre, marcado por su pasado, deberá tomar decisiones que sabe que, de forma inevitable, condicionarán su futuro. Así, lo que se describe como un error juvenil, parece marcar el trascurso de la vida de un hombre recién salido de prisión, abocado siempre a los problemas y a relaciones complicadas con las mujeres, que aparecen retratadas como simples comparsas portadoras siempre de dificultades: por una parte, débiles y, por otra, poseedoras de habilidades con las que son capaces de sobrevivir en un mundo exclusivamente masculino, en el que su lugar no va más allá de ser objetos sexuales, de generar problemas a los hombres y de resignarse a la supervivencia en un mundo violento.
Fuente:
N.N.

MEMPO GIARDINELLI. Elementos comunes a la literatura del far west y el género negro: Ambientes, temas, personajes, estilo y autores


 MEMPO GIARDINELLI
ENSAYO: EL GÉNERO NEGRO.

Elementos comunes a la literatura
 del far west y el género negro:
 Ambientes, temas, personajes, estilo y autores


   
    El valiente solitario muchacho que anda a caballo por las extensas llanuras, ese héroe aventurero, duro y desconfiado de las novelas del “salvaje Oeste", más allá de cierto estereotipo y de algunas ridiculizaciones en los filmes italianos llamados “spaghetti westerns”, dejó huella profunda en la literatura. De hecho, su parentesco con los personajes de la novela negra es obvio: todos los modernos detectives son solitarios, duros, aventureros y solo confían en sí mismos.
    Y no solo en los casos clásicos de los detectives Spade, Marlowe o Archer. También están —del lado de la justicia o del opuesto— en casi todos los personajes de James Hadley Chase, en el joven memorable de Amargo regreso de Gil Brewer [15], en los desesperados amantes de Asesinato en la laguna de Charles Williams [16], y aun en personajes bastante mediocres como el Shell Scott de Richard Prather [17]. Sobran ejemplos.
    Otro elemento importante que vincula a ambos géneros es el ambiente salvaje, inhóspito del Oeste, que se repite en la lucha callejera, en la ferocidad de la selva citadina moderna que tan certeramente describiera Hammett en Cosecha roja y sobre todo en La llave de cristal. [18] Está presente en la violencia de toda la obra de Charles Williams o de Charles Runyon [19] y de manera excepcional en Un gato del pantano, la impresionante obra de David Goodis. [20]
    Naturalmente, también se repiten en el género negro los interludios amorosos, apenas sugeridos por casi todos los autores, aunque presentes de distintas maneras como condimento narrativo indispensable. Chandler con su casi asexuado Marlowe (quien solo se acuesta con una dama en su última novela); James Cain más incitantemente en El cartero llama dos veces y en Pacto de sangre—, Mickey Spillane con el machismo exasperante de su detective Mike Hammer. Esos interludios reconocen antecedentes en las tiernas muchachas enamoradizas del Oeste, como la Terril Lambeth de Al Oeste del Pecos de Grey, o la Julie Cantyre del precioso relato La tarjeta comercial de Dick Boyle de Harte.
    Casi no hay elemento de la novela negra que no sea espejo (adaptado al siglo XX y a otra realidad) de situaciones ya tratadas por la literatura de la conquista del Oeste. Incluso el hecho de que los personajes del género negro —de cualquier lado de la justicia que estén— también luchan siempre en desventaja. Parten de la nada: solo tienen un crimen enigmático y pocos datos; confusiones y violencias inesperadas. Deben sobreponerse al desaliento, la incomprensión y cuanta adversidad les plantean sus miserables vidas. ¿El espejo?: el vaquero solitario, el bandido, el sheriff, el indio, todos en un mundo feroz, imponiéndose a él gracias a su ingenio, su valor y/o su propia violencia para sobrevivir.
    En un artículo de 1944 en la revista inglesa Horizon acerca de El secuestro de la señorita Blandish de James Hadley Chase [21], el gran escritor inglés George Orwell (1903-1950) escribió: “Hasta hace muy poco, en los relatos de aventuras característicos de los pueblos de habla inglesa el héroe lucha con desventaja. Ello es verdad desde Robin Hood hasta Popeye el Marinero. Tal vez el mito básico del mundo occidental sea Jack el Mata Gigantes”. [22] Aunque luego Orwell sostiene que esto ha cambiado hacia un sentimiento en cierta medida justificatorio del “grandulón contra el hombrecito”, la cita es pertinente porque esa lucha en desventaja es otro elemento común a la literatura del Oeste y al género negro.
    Fueron muchos los autores de fines del XIX, en los Estados Unidos, que dejaron sentadas las bases de un estilo literario seco, duro, ácido, el mismo que posteriormente se constituyó en estilo de toda la literatura norteamericana. Tébar cita a varios escritores, entre ellos Ernest Haycox, Albert Pike, Manlove Rhodes y MacLeod Rayne. Y dice luego que “casi todos los westerns cinematográficos de John Ford, Anthony Mann, Howard Hawks y Henry Hathaway, o sea los que podríamos llamar ‘clásicos’, están inspirados en relatos suyos. La diligencia, de John Ford, por ejemplo, se basa en una novela de Haycox”. [23] De ahí Tébar pasa a señalar que muchos “escritores intelectualmente consagrados” en realidad “no pudieron o no quisieron eludir su evocación del mito western". Y cita nada menos que a Hemingway, Faulkner, Steinbeck y Howard Fast, de quienes dice que “han escrito relatos que pueden llamarse con toda propiedad ‘del Oeste’ ”. Y esto es tan cierto como que también pueden considerarse relatos del Oeste muchos cuentos y novelas de Chandler, Williams, Cain, Runyon, Brewer y Jim Thompson, y no solamente porque muchos están ambientados en California.
    Pero los nombres paradigmáticos son, sin dudas, Harte, O.Henry y Grey. El primero de ellos fue un magnífico cuentista; quizás, con Poe y O.Henry, el mejor cuentista norteamericano del siglo XIX. Entre sus obras figuran relatos memorables como “Los proscriptos de Poker-Flat”, “El campamento que ruge” y “Los maridos de la señora Skagg”. California, la fiebre minera, las mujeres y hombres rudos son sus temas predilectos, así como la sátira y la crítica social.
    Particularmente el primero de los cuentos mencionados es uno de los mejores ejemplos de una influencia que han reconocido Hemingway y Borges. Se trata de la maravillosa historia de John Oakhurst, jugador profesional que hacia 1850 es expulsado del pueblo y se pasa varios días bajo una tormenta de nieve en la montaña con un par de prostitutas, una niña virgen y su novio, hasta que elige la muerte más digna para un tahúr: devolver los naipes ante una racha de mala suerte. Una historia que, como todo en Harte, tiene momentos, diálogos y un temperamento en sus personajes que es imposible no reconocer que se han filtrado hasta la novela negra.
    De O.Henry (1862-1910) puede decirse que fue el gran promotor de un género intermedio entre el cuento y la novela: la nouvelle o novela corta. Allí lució por cierta demagogia melodramática y por sus sorprendentes finales, a punto tal que fue favorito del público y sin dudas uno de los primeros best-sellers del siglo XX, con obras como Los cuatro millones y Los caminos del destino, aparecidas en 1906 y 1908, respectivamente. Su cuento “El impostor” es una muestra extraordinaria de elementos que luego aparecerán en la novela negra norteamericana: un crimen, una huida, un chantaje y un lenguaje escueto y áspero no desprovisto de humor.
    En las novelas de Zane Grey también están claros muchos de los componentes del posterior thriller negro: acción, violencia, heroísmo individual y ambición desmesurada de poder y dinero, narrados con un estilo basado en diálogos que cabrían perfectamente en cualquier novela negra, como el que sostienen Terril Lambeth y Bill Haines, corrupto sheriff de Nuevo México:
   
—Me alegro de conocerte, muchacho —dijo, cordialmente.—¿Es usted guardia montado? —inquirió Terril.—Lo era, hijo —fue la respuesta—. Ahora represento intereses particulares.—¿Ha venido aquí para arrestar a Pecos Smith?—Pues sí, si este Pecos Smith es Hod Smith.—Entonces será mejor que se largue antes de que sea tarde, porque Pecos Smith es Pecos Smith.—Breen, este mequetrefe tiene muchas agallas —gruñó Haines.   
    Un estilo seco, frío, cambiante de la cordialidad al gruñido, como años más tarde se admirará en el sarcasmo del Marlowe de Chandler.
    Evidentemente, una antología que vincule estas literaturas sería de gran utilidad. De hacerse, en ella habría que incluir a otros importantes autores: Mark Twain (1835-1910), quien además de su memorable Huckleberry Finn escribió la estupenda Historia de un californiano en la que describe la dulce locura de un minero enamorado; Jack London (1876-1916) y sus historias sociales y de aventuras; y sobre todo Stephen Crane (1871-1900), quien a pesar de su corta vida dejó relatos impactantes en los que aparece la violencia irracional, esa especie de "él se lo buscó” que luego será tan frecuente en la novela negra. Como sucede en El hotel azul, una historia en la que un sueco temeroso se envalentona luego de una pelea, se torna camorrero y termina con un cuchillo clavado. Aparecen allí el crimen y un estilo narrativo que evidentemente adoptó la novela negra:
   
Se organizó un gran desorden y luego apareció la hoja de un cuchillo en la mano del jugador. La mano salió proyectada hacia adelante, y un cuerpo humano, aquella ciudadela de virtud, de sabiduría, de poder, quedó atravesada con la misma facilidad que si se hubiera tratado de un melón. El sueco cayó con un grito de supremo asombro. Los importantes hombres de negocios y el fiscal del distrito habían desaparecido como por arte de magia. El camarero se encontró fuertemente asido al respaldo de una silla y contemplando los ojos de un asesino.—Henry —dijo el asesino en cuestión, mientras limpiaba su cuchillo en una de las servilletas que colgaban de un extremo del mostrador—, diles dónde pueden encontrarme. Estaré en casa esperándoles.Y desapareció. Un momento después, el camarero estaba en la calle gritando a través de la tormenta para encontrar ayuda y, seguramente, también compañía.El cadáver del sueco, solo en el salón, tenía los ojos clavados en un horrible letrero colocado encima de la caja registradora: “Este es su precio".   
    Como si el paso del tiempo no hubiese significado, para la literatura, más que un cambio de escenarios, nombres y contextos, la prosa es la misma que encontraremos décadas después en Hammett y los otros escritores del género policial negro.
    Evidentemente, además, hay un “carácter nacional” en la influencia de la literatura del Oeste sobre el género negro. Es lo que podríamos llamar su “norteamericanidad”. Desde luego, eso está presente en la totalidad de la literatura estadounidense. Pero la delimitación del campo (literario) del llamado Far West implica hablar de sus pioneros y de sus temáticas sociales comunes: realismo a ultranza, cierto naturalismo, descripciones costumbristas, acción rampante, heroísmo individual, machismo, dinero, poder, corrupción, etc. Y un estilo también identificable: prosa llana, seca, dura. Dada su inclusión dentro de las corrientes del realismo literario, es evidente que también influenció a la literatura latinoamericana moderna, como más adelante desarrollaremos.
    Temática y estilo son comunes a ambos géneros (del Oeste y policial negro) porque ambos se inscriben dentro del realismo crítico y ambos corresponden a una misma sociedad que, aunque cambió mucho en algo menos de un siglo (entre 1850 y 1920, aproximadamente), de todas formas mantuvo su esencia y en su literatura se reconoce esa continuidad.
    Como bien señala el crítico y escritor argentino Juan Martini en su prólogo a Di adiós al mañana, de Horace McCoy: “El mundo de la novela policiaca no es ya un espacio cerrado, identificable, aislado dentro del amplio espacio de la realidad. El mundo de la novela policiaca no es otro mundo, sino el mismo, el único, el mundo que conocemos y en el cual vivimos”. En ese ámbito social se repitieron, en ese casi siglo, muchas de las características que definen a la sociedad norteamericana: “La violencia es un hecho inseparable del sistema —sigue Martini— que no se expresa solo en formas obvias, estruendosas o sangrientas. Las reacciones humanas son, en sí, una forma de violencia, una expresión del poder y del sometimiento. Todo poder es una forma de violencia. Todo destino no elegido es una forma de violencia”. [24]
    También se emparenta el género negro con el destino incierto del lejano Oeste norteamericano, destino que todos los autores westerns intentaron describir. En el caso de Harte, a quien también debe considerarse como uno de los padres del moderno relato de personajes en los Estados Unidos, sus tipos humanos son sentimentales, altaneros, violentos, leales, ambiciosos, pero sobre todo son gente de destino incierto. Dejaron una huella muy profunda en toda la literatura norteamericana de fines del Siglo XIX y de todo el XX.
    Ned E. Hoopes dice de ellos que “a pesar de estar trazados con rasgos exagerados, son tan humanos e imperecederos que se convirtieron en los modelos de donde se han extraído posteriormente para la novela, el cine y la televisión, los prototipos del hombre del Oeste, que forman una parte importante de la tradición literaria americana”. Y es que Harte, “creador del cuento vernáculo, humano, de la literatura americana”, fue quien “por lo menos lo popularizó, dándole nuevas dimensiones en el cuento corto. Sus narraciones son interesantísimas, amenas y perdurables. Fue el primer escritor que dio a conocer a California en el mundo y, a pesar del tiempo, su mundo literario es todavía tan interesante como cuando lo escribió”. [25]
    Resulta evidente la vinculación de Harte y sus contemporáneos con los autores de la revista Black Mask en adelante. Todos ellos abrevaron en él como en Grey o Haycox y otros, y no casualmente California se convirtió en escenario obligado, casi excluyente, también de la novela negra. Y es que muchos de los que hoy son reconocidos como fundadores del género negro fueron también, antes o a la vez, escritores de novelas westerns. Entre ellos:
    • Frank Gruber (1904-1969), quien comenzó escribiendo obras sobre el Oeste (El Justiciero y Amarga prudencia son dos de sus mejores novelas de vaqueros, editadas por las editoriales Novaro y Diana en los años 60) [26] y solo después creó a Fletcher & Cragg, su pareja de detectives-vendedores de libros.
    • William Riley Burnett (1899-1982), quien debe ser considerado otro autor fundamental desde el nacimiento mismo del género negro. Autor de El pequeño César (1929), escribió una profusa novelística del Oeste antes de dedicarse a la novela negra por más de treinta años. El famoso bandido John Herbert Dillinger (1903-1933) fue su modelo para la memorable novela Alta Sierra {1940), cuyo guión cinematográfico también escribió. Ambas novelas fueron llevadas al cine, siendo esta última un clásico de la filmografía de Humphrey Bogart. Tan importante fue este autor como vínculo entre ambos géneros, que el autorizado crítico español Javier Coma, en su Diccionario dice que “no cabe, de todos modos, aislar las novelas negras burnettianas, ancladas en sus respectivas coetaneidades, de las retrospectivas, ya que éstas (a menudo bajo la apariencia de westerns) enlazan con aquéllas en la crónica de la historia de los Estados Unidos desde la primera mitad del siglo XIX”. [27]
    • Horace McCoy (1897-1955) es otro autor que compartió ambos géneros. Fue uno de los más importantes escritores del género negro y sobre él volveremos más adelante. Baste decir, por ahora, que también se inició escribiendo westerns. Entre otras obras, fue el guionista de Texas, la inolvidable película de George Marshall, con William Holden y Glenn Ford. [28]
    Y todavía puede agregarse un elemento más que vincula a ambos géneros: la manera en que se dieron a conocer y se popularizaron. El vehículo original, y principal, de ambos fueron las pulp magazines, que así se llamaba a las revistas de relatos de acción, las que debían su nombre al hecho de estar impresas en un ordinario papel de pulpa. Las pulps se difundieron en todos los Estados Unidos de manera asombrosa, y en ellos encontró el relato negro un espacio ideal para popularizarse. Coma, en “La novela negra", dice que “normalmente, cada pulp incluía diversas narraciones y albergaba algún personaje fijo, así como dedicábase a una temática concreta, desde la fantasía paracientífica hasta la 'espada y brujería’, merodeando por el western, la aviación, las aventuras en parajes exóticos”. Allí aparecieron también todos los primeros textos del género negro.
    Quizá exageradamente, Coma señala al pulp como una de las novedades que hicieron furor en los años 20 en los Estados Unidos, junto a los automóviles, la radio, el cine, la Ley Seca, la música rítmica y todo aquello que les hizo creer a los norteamericanos que eran infalibles y que la felicidad era su único destino.

viernes, 24 de febrero de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO. Fragmento. SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


MEMPO GIARDINELLI.  EL GÉNERO NEGRO.  Fragmento.
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


   
    Si Cosecha roja es considerada de modo casi unánime la primera obra de la novelística "negra” o “dura”, también es verdad que entre los antecedentes de esta pieza de Dashiell Hammett y de todas las que le siguieron para conformar este género, suele pensarse siempre en los mismos autores del siglo XIX: Poe, Hawthorne y Conan Doyle.
    Pero lo que no es frecuente es que se mencione como antecedente de la novela negra a la literatura norteamericana finisecular sobre temas del Oeste. La novela de aventuras en general, y en particular esta narrativa, contiene todos los elementos que, luego, determinarán las características peculiares del thriller, estilo narrativo que desde hace décadas fascina a millones de lectores en todo el mundo, y que compite —en una especie de apasionante y sorda lucha— con los reiterativos y bastante previsibles misterios de cuarto cerrado cuyo paradigma fue y sigue siendo la novelística de Agatha Christie (1890-1976).
    En la literatura norteamericana del siglo XX es posible advertir dos propuestas determinantes: una desestima el romanticismo liviano; la otra adopta la brutalidad y la violencia como formas realistas de expresión.
    Esta idea, brillantemente expuesta por Jorge Luis Borges en su prólogo a los cuentos de Bret Harte [9], ayuda a explicar lo que hemos aventurado: la influencia de la novelística del Oeste estadounidense sobre el moderno género negro. Más aun, diríamos que esa influencia es, en realidad, una línea de continuidad: no pudo haber novela negra (de Hammett en adelante) sin la literatura romántica y de acción de los autores decimonónicos del llamado Far West.
    Entre ellos sin duda el más llamativo y vigente, y el que más profunda huella parece haber dejado, fue Francis Bret Harte, quien nació en Albany, New York, en 1839 y falleció en Londres en 1902. Curiosamente, aunque llegó a California a los 17 años y allí vivió muy poco tiempo trabajando como minero, cartero, periodista e impresor, puede considerarse a Harte como el más eficaz cronista del Oeste, autor de las páginas más extraordinarias de ese mundo aventurero. No en vano fue el primer escritor que instaló a California en la literatura universal, como ha señalado Ned E. Hoopes en su introducción a Maravilloso Oeste. [10]
    Padrino literario de Mark Twain, admirado por Dickens, Kipling y Borges, Bret Harte (quien como autor eliminó su primer nombre y la segunda “t" del segundo) es, sin dudas, el gran modelo de escritor del Far West que ha marcado con fuerza al género negro. Creador de personajes inolvidables que luego se transfirieron —a veces caricaturescamente— al cine y la televisión, ha logrado pasar a formar parte de la mejor tradición literaria norteamericana. Como señala Borges, Harte fue motivador de la ruptura literaria de los norteamericanos del siglo XX: “Dos consecuencias ha tenido el propósito de no ser sensiblero y de ser, Dios mediante, brutal: el auge de los hard-boiled writers (Hemingway, Caldwell, Farrel, Steinbeck, James Cain); y la depreciación de muchos escritores mediocres y de algunos buenos, como Longfellow, Dean Howell y Bret Harte".
    Esa depreciación (que lo fue de todo el género de vaqueros) se heredó luego al género negro, quizás por el pecado de ser tan popular. No obstante, sus modelos (Harte, Ambrose Bierce, Stephen Crane, Zane Grey y William S. Porter, más conocido por el seudónimo de O.Henry) se impusieron por el manejo de la acción más bien brutal que define a los autores del género negro.
    Así, algunos personajes inolvidables de Harte (el fascinante John Oakhurst, tahúr; el cochero de diligencias Yuba Bill; el abogado y coronel Starbottle; mujeres delicadas y valerosas como Miss Mary, Betsy Barker o la encantadora Miggles) sobrevivieron, más que como influencia, como línea de continuidad. Es posible y sencillo ver perfiles de Oakhurst en los Madvig o Beaumont de Hammett, en el Vic Malloy de Chandler, y en muchos personajes de Cain y de Goodis. Y aun en el protagonista de “Los asesinos” de Hemingway, que estelarizó en el cine, como Jack Browning, un mediocre actor llamado Ronald Reagan.
    Otro escritor que sin dudas fue determinante del estilo narrativo policial norteamericano de acción constante, diálogos crudos, suspenso e individualismo, y de quien se conoce mucho menos, es el prolífico Zane Grey (1872-1939). Junto con Margaret Mitchell (autora de la novela Lo que el viento se llevó) fue el escritor norteamericano más leído del primer tercio del siglo XX.
    Nacido en Ohio y dentista de profesión, al igual que Harte casi no vivió en el Oeste: durante unos pocos años acompañó una caravana militar, pero en ese lapso recopiló el material suficiente para escribir la más importante serie de novelas sobre el Far West: alrededor de treinta, de las que se vendieron casi 20 millones de ejemplares entre 1912 y 1930, fueron traducidas a quince idiomas y tornaron al género en un clásico de nuestro tiempo. La conquista de territorios, la lucha contra los indios, el cuatrerismo, la abnegación de los pioneros colonizadores y la fundación de ciudades, fueron los temas que le permitieron crear toda una galería de personajes, luego llevados al incipiente cine de vaqueros y en cuyas tramas siempre fueron protagónicos la acción, la violencia, la intriga y el heroísmo individual en la lucha por el poder, la gloria y el dinero.
    En Al oeste del Pecos, una de las novelas más emotivas sobre la conquista del Oeste estadounidense después de la Guerra de Secesión, Grey narra la historia de una familia sureña que se adentra en territorio comanche para establecerse en inhóspitos parajes y dedicarse a la cría de ganado. Publicada originalmente en 1915, es una obra vigorosamente relatada y con una singular riqueza descriptiva, en la que llaman la atención los diálogos breves y latigueantes, el sentido del humor y la ironía, y algunos memorables pasajes de acción y violencia. [11] Características todas ellas que de algún modo se repiten en otros títulos emblemáticos de la obra de Grey, como Los jinetes de la pradera roja (1912), Bajo el cielo del Oeste (1914), Hasta el último hombre (1921), Nevada (1928) y El explorador de la Estrella Solitaria (1937),
    En sus muchas novelas y relatos Grey estuvo muy lejos de describir y narrar la caricatura de vaquero que hizo Hollywood posteriormente. Su mayor mérito literario acaso sea el realismo costumbrista, con hombres y mujeres de carne y hueso que se mueven y hablan como se mueve y habla la gente, característica de la literatura norteamericana que es advertible en escritores posteriores como Hammett, Chandler, Faulkner, Hemingway y tantos más.
    Es notable cómo este hombre, necesariamente influido por la ideología sureña —racista y pletórica de misticismo— supo mantener una visión crítica y poco maniquea: en las obras de Grey los “malos” no son siempre los indios, los pobres o los mexicanos. Incluso, si bien hay momentos en los que ofrece equivocadas versiones históricas (como su explicación de la guerra méxico-norteamericana, y en particular de la batalla de El Alamo), las miserias humanas de los bandidos abarcan también a los texanos rubios, y así destaca las características de fidelidad y valentía de los vaqueros mexicanos como revela su admiración por los pueblos llamados entonces "pieles rojas”.
    Si se acepta la separación entre novela-enigma o clásica y novela de acción criminal o negra, parece evidente que la literatura del Oeste norteamericano, con sus cowboys emblemáticos, fue una de las que mayor influencia ha tenido en esta segunda especie. Más aún, me atrevo a afirmar que la novela negra norteamericana no hubiera existido sin el antecedente de aquellas obras entre épicas y pueriles, entre rimbombantes e ingenuas.
    La transfusión de sangre parece haber sido directa: el ritmo, la acción, el heroísmo individual como componentes principales; también el humor rodeando valores como la ambición por el dinero, la gloria personal y —desde ya— también la vocación de conquista de poder político. Finalmente, en la literatura western ya se encuentra el elemento que será primordial de la literatura negra: el crimen. Incluso podría decirse que la riqueza no debidamente valorada de la novela de aventuras de vaqueros, indios, gambusinos y solitarios outsiders, aún hoy parece inagotable a pesar de los estereotipos fabricados por Hollywood con el cine, primero, y luego con la televisión. Y a pesar, también, de las infinitas historietas dibujadas, tiras en su mayoría vulgares e inverosímiles que, si bien obtuvieron popularidad y éxito comercial, deformaron esta épica y la devaluaron como género literario.
    Elementos hoy subyacentes en la mejor novela negra —como el poder, la corrupción, la crítica social— ya estaban presentes en aquel género, en el que se describía la brutalidad del atropello de los blancos contra los indios, el exterminio en aras de una dudosa civilización. En sus páginas, el ferrocarril, la fundación de ciudades, las largas caravanas de carretas, la lucha contra el desierto, el juego, el alcoholismo, eran un contorno pintoresco pero necesario para darle marco al avance ideológico de la civilización capitalista. Ahí están también las bases filosóficas y morales que aportó la literatura del Oeste a la novela negra y a la literatura norteamericana en general del siglo XX: individualismo, nacionalismo, puritanismo religioso, romanticismo, confianza en La Ley y cierto maniqueísmo que se expresa en la peculiar visión que los estadounidenses tienen de la lucha del “bien” contra el “mal”.
    La sola mención de todos estos caracteres, hoy intrínsecos del género negro —y no solo en los Estados Unidos—, es demostrativa de la profunda huella que dejó en los autores de la emergente literatura policial negra la lectura de los clásicos del Far West. Una huella que, sobre todo en los padres del género negro —como Hammett— es indesmentible.
    Y aun antes, los vínculos del policial negro con la novela de aventuras, e indirectamente con la novela del Oeste pueden encontrarse en el mismísimo Conan Doyle, quien conocía y apreciaba la obra de Harte y cuya influencia junto con la de Stevenson ya ha sido señalada por Bermúdez: Estudio en escarlata, con su primera parte ubicada en el Oeste norteamericano, delata aquella influencia; y esa ambientación estadounidense “sirvió para que los norteamericanos se interesaran en la obra de Sir Arthur”. [12]
    Por supuesto, ese influjo también se nota en la mayoría de los autores norteamericanos de la primera mitad del siglo XX, quienes casi sin excepciones abordaron la temática del crimen en torno al dinero, la corrupción, el machismo, la rudeza y el poder, como William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Erskine Caldwell, Horace McCoy, James Cain, Truman Capote e incluso una mujer (caso curioso para una narrativa tan machista): la notable Carson McCullers.
    La conquista del Oeste norteamericano fue una epopeya fabulosa y contradictoria, como toda gesta. Y fue violenta y despiadada, injusta y bárbara aunque se hizo en nombre de la civilización y el progreso.
    Y como toda conquista, no dejó de ser también un genocidio.
    Y aquí cabe detenerse para hacer una precisión: ¿qué es el Oeste? ¿qué es eso de Far West? El concepto entraña una lejanía, una dirección cardinal con respecto a un punto metropolitano: la costa Este de los Estados Unidos, es decir, la prolongación del puritanismo europeo en América del Norte. Por cierto, la cinematografía contribuyó a confundir estos términos, ya que desde las viejas películas de Tom Mix, Roy Rogers y otros héroes que utilizó el capitalismo para penetrar culturalmente en el mundo, la circunstancia geográfica fue desvirtuada y así se convirtieron en Oeste territorios centrales como Nebraska, Oklahoma y Kansas, además de los hasta 1847 mexicanos Texas y Nuevo México, que de oeste geográfico no tienen nada, a no ser que están al sur poniente de Washington y New York.
    Como precisa Juan Tébar en su eficaz Historias del Viejo Oeste, esa vasta zona quedaría comprendida “más o menos entre el Océano Pacífico y las Montañas Rocosas, que fueron consideradas durante mucho tiempo frontera entre el mundo salvaje y la supuesta civilización, no mucho más por entonces que una zona ‘menos salvaje’ que la otra”. [13] Pero como esa delimitación excluiría a algunos estados como los anteriormente mencionados, el mismo Tébar precisa que “una frontera más generosa, que incluiría a todos estos territorios, podría ser el río Mississippi”. Con lo cual, según el concepto protoimperial de la época, era "lejano Oeste” prácticamente todo el país: tres cuartas partes de los Estados Unidos.
    Esa literatura parece resultar lógica consecuencia a su vez de las novelas de caballería “y en bastante medida de la tragedia griega”, según Tébar. Y a la vez, si la literatura del Far West puede ser considerada como eminentemente rural, dado que sus ámbitos de acción generalmente son las grandes praderas, las montañas o los desiertos, y ocasionalmente pequeños asentamientos humanos, la policial negra bien puede ser vista como su correlato urbano. De hecho, las grandes ciudades y los suburbios en los que transcurren los relatos policiales negros no son otra cosa que aquellos mismos asentamientos, devenidos décadas después ciudades en las que el cemento, el hierro y la corrupción dibujan escenarios diferentes para las mismas miserias humanas.
    Esos límites no son caprichosos. Desde el punto de vista de la literatura, ese gigantesco territorio dio lugar a una escritura eminentemente épica, de esperanza y de conquista, y por eso mismo cargada de intenciones morales, ejemplarizadoras, que respondían a la expansión de una nación de la que se podrán decir muchas cosas, pero no que le faltaron vocación de grandeza ni decisión. Hacia finales del siglo XIX no existían caricaturas del género y el gusto popular que lo encumbró —se vendieron decenas de millones de ejemplares de una docena de autores— ayudó a crear una mitología de notable fuerza y persistencia.
    Sin ser el primero de los autores del género del Oeste, James Fenymore Cooper (1789-1851) dejó por lo menos una obra que puede considerarse uno de los más lejanos antecedentes del género negro norteamericano: El último de los mohicanos, aquella novela del indio que defiende a sangre y fuego sus tierras ante el avance de la “civilización”.
    En él seguramente abrevaron otros clásicos del Oeste como Mark Twain, Harte, Bierce, Grey y algunos más. Ellos influyeron directamente a los escritores que inventaron décadas después la literatura policial negra. Todos, sin excepción, elevaron al primer plano de la literatura a un nuevo tipo de héroe: el solitario antes que el superhombre, el sujeto muchas veces desdichado y siempre crítico de las conquistas antes que el galán frívolo y desentendido del entorno social. Es decir, formas primitivas de los Sam Spade o Phillip Marlowe posteriores.
    Bogomil Rainov dice que es indispensable una lectura ideológica de la literatura policiaca norteamericana, y que en ella se encuentran todas las explicaciones al individualismo y la delincuencia. Esta aseveración tiene algo de cierto —es inevitable la lectura ideológica de todo género literario— pero también es excesivamente dogmática, seguramente porque el trabajo de Rainov fue escrito en tiempos en que el mundo todavía estaba sometido a la Guerra Fría. No obstante, el investigador búlgaro apuntaba algunas ideas que aún hoy son compartibles: “La literatura del acto delictivo se separó como género independiente y sobrepasó, con mucho, tanto por el número de las obras como por el nivel de las tiradas, a todos los géneros literarios restantes”. Y el concepto que para este capítulo más interesa es el de que “la historia del régimen capitalista es la historia del incremento gradual, pero invariable, de la delincuencia”. [14]
    Esto sí parece cierto, y permite una vez más la vinculación entre la literatura negra y la literatura del Far West. ¿Acaso no es verdad que la conquista del Oeste norteamericano es la historia misma de la implantación del capitalismo en América? ¿No es hoy el triunfo del capitalismo salvaje una muestra cabal del grado de alienación a que puede llegar una sociedad metalizada, individualista, insolidaria y en la que el heroísmo personal es el único valor que hace al hombre capaz de resistir la gigantesca tasa de crímenes? Cabe recordar que hace unos años, a principios de los 70, la revista Newsweek informaba que en esas primeras siete décadas del siglo XX habían muerto por asesinato en los Estados Unidos unos 750.000 ciudadanos, cifra mayor a la de todos los soldados norteamericanos caídos en todas las guerras de las que hasta entonces había participado ese país, que por otra parte estuvo involucrado prácticamente en todas las guerras de ese siglo... Si se actualizara esa estadística considerando los cuarenta años posteriores incluyendo Vietnam, Kosovo, Irak y Afganistán, el resultado sería escalofriante.
    Las razones de esto vienen del siglo XIX y están en la constitución misma del capitalismo forjador de los Estados Unidos, ese gigantesco país sin nombre que se formó en base al puritanismo anglosajón pero también en base al exterminio de indios y a la conquista avasallante de sus tierras, no solo en el territorio de las originales trece colonias británicas, sino también en el conquistado durante la guerra con México entre 1845 y 1847. Un proceso del cual no pudo sino surgir un tipo de personalidad y de acción que necesariamente recogió la literatura y que se trasladó, décadas después, al género que nos ocupa.
    Vale decir, entonces, que el género negro devino del Far West de modo bastante natural. Se podrá, por supuesto, argüir que en realidad hay antecedentes aún más atrás, y es cierto: se podría llegar hasta la misma Biblia, en la que no faltan crímenes. De ahí para acá toda la literatura europea, con sus novelas de caballería y con las incontables novelas morales y las filosóficas, las góticas y las políticas, no carece de relación con el crimen. No se salvan de esta regla ni La Divina Comedia ni todo Shakespeare. Y es que, como apuntó alguna vez Georges Simenon, el asesinato es ‘‘un acto extremo de la conducta humana”. El humano, pareciera, está condenado a vivir en el límite, al borde mismo de la contención de sus actos extremos. En la literatura negra ese límite lo ponen los policías, los detectives y el vago, omnipotente y abstracto concepto de “La Ley” que en el Oeste encarnaba la figura del sheriff.
    Establecido el parentesco entre ambos géneros literarios (coincidentemente los dos considerados “menores”) queda por ver de qué manera, página tras página —en giros y expresiones, en personajes y situaciones— la literatura de la conquista del Oeste se hizo presente en el género negro.

jueves, 23 de febrero de 2017

Mempo Giardinelli. Los precursores: La prehistoria del género negro


SEMANA DE LA LITERATURA NEGRA Y P’OLICIAL.
Mempo Giardinelli.
Los precursores:
 La prehistoria del género negro

El crítico francés Fereydoun Hoveyda, que es uno de los más reconocidos estudiosos del género, considera que hubo relatos policiales desde hace más de dos siglos y cita como ejemplo un manuscrito chino del siglo XVIII titulado Tres casos criminales resueltos por el juez Ti, [4] Por su parte, en Los mitos de la novela criminal, el español Salvador Vázquez de Parga sostiene que desde la “prehistoria” del género hay una sucesión de textos hasta llegar a Las cosas como son, o Las aventuras de Caleb Williams, larguísima novela del inglés William Godwin, publicada en 1794. Se trata de una obra que parece inscribirse más bien en el género político y cuya trama gira en torno de la corrupción y el abuso, con un asesinato y una develación moral. De éste, dice Vázquez de Parga, habría que pasar a Eugene Vidocq, policía francés que publicó sus memorias en 1828, y solo después se llegaría hasta el verdadero padre del género: Edgar Alian Poe (1809-1849), creador en 1841 del racionalista Monsieur Auguste Dupin. [5]
    Como fuere, hay acuerdo generalizado en que el género nace realmente en el siglo XIX y en que su creador es Poe. Autor de cuentos de aventuras, de horror y detectivescos, él escribió las tres primeras historias en las que el crimen es asunto central: “Los asesinatos de la calle Morgue” (1841), “El misterio de Marie Roget” (1842) y “La carta robada” (1849). En la primera inauguró el enigma del “cuarto cerrado” con todos los elementos al alcance del lector, incitándolo a la revelación mediante el método deductivo.
    Pero entre los precursores cabe citar otros nombres. Entre ellos: Eugéne Sue (1804-1857), popular escritor francés de novelas de aventuras entre las que destaca Los misterios de París (1843); Emile Gaboriau (1832-1873) quien introdujo por primera vez un héroe permanente, el irregular investigador Monsieur Lecoq, de La Sureté, que protagonizó novelas como El caso Lerouge (1866) y Crimen en Orcival (1867) y es una especie de antecesor parisino de Sherlock Holmes [6]; y el británico William Wilkie Collins (1824-1889), cuyo personaje, un peculiar Sargento Cuff que gusta de cultivar rosas, protagonizó La piedra lunar (1868), considerada por T.S.Eliot como inicio y cumbre del género y también seguro antecedente de Holmes.
    Aunque acaso sea una presencia discutible, también hay que citar entre los precursores a un autor clásico del siglo XIX, anterior incluso a Poe: el polígrafo inglés Thomas De Quincey (1785-1859), aficionado al opio y autor de unos memorables artículos publicados en Londres entre 1827 y 1829 y titulados Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. La novela policial que surge en los Estados Unidos en los años 20, y que llamamos negra, le debe muchísimo.
    El sarcástico título del ensayo de De Quincey alude a la irónica intención apologética del crimen, llamativa, asombrosa, que no obstante estuvo lejos de ser la verdadera intención del autor. De Quincey escribió estas páginas más como un ejercicio de erudición, un desborde de su brutal sentido del humor, que como una propuesta seria.
    Y sin embargo, sus argumentos son subversivamente incitadores a revisar la moral puritana de su época. Y aun de la actual. De Quincey ataca el moralismo y la hipocresía de la sociedad moderna con un extraordinario sentido anticipatorio (escribió este libro en el primer tercio del siglo XIX), porque cree que en realidad la moral se constituye y define a partir de las transgresiones. El asesinato es, para él, inevitable e inherente a la modernidad, y le parece sublime y superior la pasión por cortar la garganta de las víctimas, a la vez que se opone a los repugnantes envenenamientos a que fueron afectos los romanos, por ejemplo. Y por más que son actos condenables —y él los condena puntualmente— ello no impide que puedan verse desde una óptica artística: “La tendencia a la evaluación crítica de incendios y asesinatos es universal”, opina, y así como puede apreciarse un incendio como un espectáculo teatral mientras se profieren exclamaciones como “magnífico” o “formidable”, así hay que tratar a los asesinatos. “Una vez pagado el tributo de dolor a quienes han perecido y, en todo caso, cuando el tiempo ha sosegado las pasiones personales, es inevitable examinar y apreciar los aspectos escénicos (que podrían llamarse, en estética, los valores comparativos) de los distintos crímenes”. [7]
    Por supuesto, sobre esta obra encantadora y aleccionadora acerca del cinismo occidental, planea un sentido del humor que deviene de Jonathan Swift, de quien De Quincey recuerda cómo fue criticado cuando propuso una solución radical al exceso de niños irlandeses: cocinarlos y comérselos. Así se excusó este autor de quienes lo acusaron de extravagancia y mal gusto. Ese humor, combinado con la gracia en la prosa y una inteligencia desbordante, llevó a De Quincey a hacer aquella observación de que primero se empieza por un asesinato, luego se sigue por el robo y se acaba bebiendo excesivamente, faltando al Día del Señor y hasta a la buena educación.
    En conferencias apócrifas dadas ante una supuesta “Sociedad de Conocedores del Asesinato", en su "Advertencia de un hombre morbosamente virtuoso" De Quincey dice que “cada vez que en los anales de la policía de Europa aparece un nuevo horror de esta clase (un asesinato) se reúnen para criticarlo como harían con un cuadro, una estatua u otra obra de arte". Y sostiene su tesis con brillantez: “Empezamos a darnos cuenta de que la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento, se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza”. Y analiza más adelante el caso de John Williams, famoso criminal londinense en 1812, porque “ha exaltado para todos nosotros el ideal del asesinato... Como Esquilo o Milton en poesía, como Miguel Angel en pintura”.
    Cada página de De Quincey es una joya humorística y es también de una agudeza brutal: "No hay artista que se sienta seguro de haber convertido en realidad la propia concepción. A veces se presentan interrupciones molestas: la gente se niega a dejarse cortar la garganta con serenidad; hay quienes corren, quienes patean, quienes muerden, y mientras el retratista suele quejarse del excesivo aletargamiento de su modelo, en nuestra especialidad el problema del artista es, casi siempre, la demasiada animación”. Con erudición admirable y con ácidas críticas a Kant y a Hobbes, entre otros, De Quincey sacude los valores más sagrados de la sociedad contemporánea analizando la transgresión más grave: la que atenta contra la vida humana.
    Desde luego, también merece un capítulo entre los precursores el médico escocés Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre del inefable y vanidoso detective Sherlock Holmes, y quien para millones de personas de varias generaciones ha sido el verdadero padre y/o el gran propagandizador del género policial clásico. Con sus novelas Estudio en escarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), El sabueso de los Baskerville (1902) y varias decenas de cuentos y novelas cortas [8], Conan Doyle alcanzó una fama extraordinaria y, aunque su obra está plagada de trampas al lector y de situaciones inverosímiles, su mayor mérito fue el de haber creado al primer héroe detectivesco verdaderamente popular.
    Ser un clásico no es poca cosa, y varias décadas después de su muerte la verdad es que su obra todavía conserva frescura y vigencia. Bien informado acerca de las obras de Poe, Gaboriau y Verne, Conan Doyle fue, puede decirse, un autor de obras de aventuras que siempre menoscabó el género que lo catapultó a la fama, acaso porque debió dedicarse a él por dinero. En su presentación a los cuentos de Conan Doyle para la mencionada colección, dice la escritora y crítica mexicana María Elvira Bermúdez: “Al parecer, no tuvo gran aprecio por su personaje más conocido. Dotó a Sherlock Holmes de cualidades excepcionales, pero también con defectos serios y siempre consideró sus obras policiales inferiores a las de índole histórica”.
    Esto es interesante, pues lleva a pensar que el todavía vigente menosprecio que se tiene por este género quizá se originó en la desvalorización que a finales del siglo XIX y comienzos del XX manifestaba el más popular e importante autor de narraciones policiales. A despecho del éxito obtenido, el propio Conan Doyle parece haber observado esa actitud elitista y desdeñosa que se proyectó luego a todo el género. A tal punto esto parece así que, cuando mata a Holmes en aquella pelea contra el bandido Moriarty, es la reacción enfervorizada del público lector (y presumiblemente el dinero que le ofrecían sus editores) lo que lo lleva a resucitar al extravagante detective de la gorra y la pipa.
    También es interesante imaginar el contexto Victoriano en que se desenvolvieron autor y personaje. Positivismo, cientificismo, la influencia de Darwin y de Spencer, todo eso contribuyó a hacer del escocés un agnóstico que viniendo de originales concepciones religiosas católicas pasó a un espiritualismo y un racionalismo que convinieron luego a Holmes. Asimismo, acérrimo nacionalista, Conan Doyle frecuentó diversos géneros literarios, encaprichado en no sobresalir en el género policial, paradójicamente el único en el cual se destacaba. Caso curioso, fue una especie de Dumas, de Salgari o de Stevenson tardío (fueron sus antecesores-contemporáneos), y aunque intentó la novela histórica, la gótica, el drama y la aventura, a su pesar terminó convertido en padre de un género al que él mismo menospreciaba,
    Desde aquellas obras iniciales hasta la moderna novela negra, hubo un largo camino en el que esta literatura recibió préstamos de otros géneros que podrían ser considerados “primos hermanos”, y que contribuyeron a definir sus características. Entre ellas, la literatura gótica o de horror (Mary Wollstonecraft Shelley, Nathanael Hawthorne, Bram Stoker, Howard Phillip Lovecraft fueron sus figuras más representativas); la de aventuras (con Hermán Melville, Joseph Conrad y Jack London) y la casi siempre olvidada literatura del Oeste norteamericano (creación de Francis Bret Harte, Ambrose Bierce y Zane Grey, entre otros).
    De allí tomó la moderna literatura negra casi todos los elementos que hoy la caracterizan: el suspenso, el miedo que provoca ansiedad en el lector, el ritmo narrativo y la intensidad de la acción, la violencia y el heroísmo individual. Con esas materias primas, Hammett primero, Raymond Chandler después, y una legión de autores no del todo reconocidos más tarde, sentaron las bases de la novela negra: la lucha del “bien” contra el “mal”, la intriga argumental y, siempre, la ambición, el poder, la gloria y el dinero como los factores capaces de torcer el destino de los seres humanos.
Fuente:
Mempo Giardinelli.
EL GÉNERO  NEGRO.

miércoles, 22 de febrero de 2017

SEMANA DE LA LITERATURA NEGRA Y POLICIAL. MEMPO GIARDINELLI.


PRIMERA PARTE
 EL GÉNERO.
 DEFINICIÓN Y CARACTERES.
 ORÍGENES Y EVOLUCIÓN


  Introducción


   
    Todavía hoy, para mucha gente resulta inexplicable la fascinación que la literatura policial, de misterio o de crimen ejerce sobre millones de personas. Solo en el mundo de habla hispana, los lectores del género se cuentan por millones y cada tanto se vuelve moda en países como España, Argentina, Chile, Cuba o México.
    Sin embargo, a pesar de tan masiva aceptación, esta literatura todavía es considerada “menor”. Como si lo policiaco estuviera condenado, más allá de la masividad de sus cultores, a ser un “subgénero”, una especie de hijo ilegítimo de la literatura "seria”. Ese menosprecio no ha impedido que de todos modos se haya impuesto universalmente. La novela negra impregna hoy en día la vida cotidiana; tiene las mejores posibilidades de reseñar los conflictos político-sociales de nuestro tiempo; penetra en millones de hogares del mundo entero a través del cine o la televisión (muchas veces con historias de dudosa calidad); y es notable cómo ha influenciado a casi todos los grandes escritores modernos, de todas las lenguas y de cualquier género.
    Cuantitativamente la producción es extraordinaria: a comienzos de los años 80 del siglo pasado se editaban —según el especialista búlgaro Bogomil Rainov— unos 2.000 nuevos títulos anuales en todo el mundo, la gran mayoría en ediciones baratas, generalmente mal impresas y/o pésimamente traducidas[1]. Treinta años después, con el auge extraordinario de este género y el surgimiento de nuevas generaciones de autores en decenas de países y lenguas, un cálculo conservador permitiría estimar que se editan por lo menos 4.000 títulos por año, con entre 10 y 15 millones de ejemplares cada año en la lengua original de cada uno. Es una verdad corrientemente aceptada entre los aficionados a este género que hoy en día no hay literatura más leída, traducida y reimpresa que el género negro. Hay un dato apabullante: el escritor belga Georges Simenon (1903-1989) publicó más de 500 novelas, traducidas a unos noventa idiomas y con ventas superiores a los 500 millones de ejemplares en todo el mundo[2]. Alguna vez leí que solo la Biblia supera a Simenon en cantidad de lectores.
    Como sea, es muy probable que la narrativa policial se haya constituido en uno de los géneros que más libros vende en los cinco continentes, en tanto es la literatura de mayor aceptación popular en todo el planeta. Y aunque la masividad nunca es vara para medir calidad literaria, también es cierto que en la literatura policial contemporánea, en sus mejores expresiones, ya es posible encontrar tanta calidad como en cualquier otro género literario.
    Pero aunque no le faltan público ni autores se trata de un género que sorprendentemente todavía carece de precisiones. Hay una abundante y dispersa bibliografía que intenta explicar el fenómeno, pero sus orígenes todavía son imprecisos y muchos lectores en todo el mundo rechazan la afición a este género al que le cuestionan características y valores. ¿Por qué tiene que importar la novela negra? ¿Existe acaso una novela “blanca"? Y más aún: ¿de qué hablamos cuando decimos “género negro”?
    Ciertamente es difícil responder a esto, como bien señaló Ricardo Piglia hace veinte años, cuando dirigió la excelente y desaparecida Serie Negra de la editorial venezolana Tiempo Contemporáneo. En su introducción a Cinco relatos de la Serie Negra, Piglia explica esa dificultad porque “a primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos”. Por eso prefiere “empezar a analizar estos relatos por lo que no son: no son narraciones clásicas, con enigma”.[3]
    Esto es cierto, pero también lo es que la presencia o ausencia de enigma no es exactamente lo que define al género. En todo caso, lo identificamos por su peculiar mecanismo de intriga así como por el realismo, un cierto determinismo social y el tener un lenguaje propio, brutal y descarnado.
    Su “negritud" no refiere a una cuestión de raza, desde luego, sino a una literatura que se ocupa de la parte más sucia, generalmente la más sórdida, oculta y negada de toda sociedad. Esa coloración viene, quizás, del periodismo, donde se suelen usar colores para metaforizar: prensa amarilla cuando es sensacionalista; notas rojas cuando tratan de hechos de sangre; prensa rosa a la que se ocupa de asuntos del corazón. Bueno, en literatura hablamos de novela negra cuando la narración contiene crimen, suspenso y misterio de modo protagónico.
    Es una literatura en cierto modo de emergencia, que surge en un momento muy peculiar (los años 20, en los Estados Unidos) y que responde a una tradición literaria inapelable: la de contar lo que le pasa a la gente. No es una literatura "de escritorio”, sino que es arrancada de la vida misma y se autodefine a partir de la exigencia de una lectoría que la instala en una preferencia y una popularidad asombrosas, y que la consume, literalmente la devora, lo que dificulta aún más todo análisis de su evolución. La novela negra moderna tiene, hay que recordarlo, menos de un siglo de existencia, y entiendo por “moderna" la que surge a partir de Cosecha roja (1929), novela fundacional de Dashiell Hammett (1894-1961). La anticipan, sí, varios siglos de acumulación cultural. Pero eso no mengua su carácter todavía emergente.
    Esta literatura se originó en años de corrupción y libertinaje, Ley Seca, mafias, guerras entre bandas de criminales y también años de desempleo y una profunda crisis económica a la que se recuerda con el nombre de “La Gran Depresión”. En esos años una generación de grandes escritores norteamericanos desarrolló una narrativa de enfoque realista crítico en el que la temática criminológica llegó a ser extraordinariamente popular.
    También llamada literatura de delito, criminal, de suspenso, detectivesca, dura, de misterio, o simple y genéricamente policial, la designación “género negro” o “novela negra” se suele utilizar con el sentido que le dio Marcel Duhamel, editor de la Editorial Gallimard, de París, cuando inició —en los años 40— la colección literaria que él llamó Série Noire. En ella se publicaron casi todos los autores norteamericanos de este género, muchos de los cuales fueron también traducidos al castellano y popularizados en Argentina y otros países como “literatura negra”.
    En una primera clasificación, digamos que la novela policial admite dos grandes ramas:
    a) Por un lado la novela enigma, novela-problema o de cuarto cerrado: son los textos clásicos, en los que casi invariablemente la trama consiste en descubrir a un criminal que se esfuma en el espacio: la típica situación de asesinato en una habitación cuyas puertas y ventanas están cerradas por dentro, el cadáver en el piso y ninguna pista visible. Claro está: alguien ha cometido el crimen y ése es el misterio.
    b) Por el otro, la novela de acción y suspenso, versión más moderna que arrancaron la mencionada novela de Hammett, quien a los 34 años escribió esta obra considerada punto de partida del género negro moderno, la que a su vez era culminación de la Maníada escuela hard-boiled que iniciara la revista norteamericana Black Mask en 1922 y de la que Hammett fue uno de sus autores emblemáticos. Esta novelística se caracteriza por la dureza del texto y de los personajes, así como por la brutalidad y el descarnado realismo. Se diría que “pone los pies sobre la tierra” porque incorpora elementos de la vida real: la lucha por el poder político y/o económico por parte de sujetos sobrados de ambición, sexismo, violencia e individualismo, productos todos de una sociedad (la norteamericana de los años 20 y 30 del siglo XX) vista por casi todos los autores como corrompida y en descomposición.
    Mientras la novela enigma parecería dar vueltas alrededor de trajinados recursos ingeniosos, lo que agotaría sus variables repitiéndose, la novela negra buscaría encontrar inacabables posibilidades al ocuparse de la vida real y ser reflejo de ella y no de un pequeño universo hermético y mental. Desde luego, esta es una idea discutible y a ella volveremos después de hacer un necesario repaso histórico sobre los orígenes del género policial.

martes, 21 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO.


Cuando El género negro fue editado por primera vez, promediando los años 80, ganó una legión de adeptos en el mundo de habla hispana. El libro se agotó casi inmediatamente, convirtiéndose en un objeto de culto, inhallable y fotocopiado hasta el hartazgo por aficionados y otros no tanto, responsables de plagios varios, conceptuales y textuales.Un cuarto de siglo después, su autor se enfrentó al desafío de actualizar aquella obra clave para la presente edición: “Debí reescribir prácticamente todo el material, y bien que lo hice, porque me permitió revisar conceptos, replantearme ideas y completar informaciones... El resultado es este libro con una nueva perspectiva que me parece mucho más apropiada tanto para el estudioso del género como para el aficionado curioso y el público en general”.Con su estilo inimitable Mempo Giardinelli nos desgrana las claves del género negro, un registro literario que, lejos de morir (o ser asesinado), revela una potente actualidad, con una gran producción, buenos autores y millones de ávidos lectores.
 
    MEMPO GIARDINELLI

   
    EL GÉNERO NEGRO

   
    ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL

    Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA

   
    CLAVES DEL ARTE

    Capital intelectual


 PREFACIO A ESTA EDICIÓN


   
"Me gustaban las películas de cowboys y las de gangsters. Pensaba entonces qué curioso que los escritores hayan descuidado el género épico que sirve tan bien a los directores de cine. Todas las literaturas comenzaron con obras épicas que hablaban del coraje; este es un apetito elemental, como el amor”.    Jorge Luis Borges

   
    En 1984, cuando terminaba mi exilio en México y me disponía a regresar a la Argentina, ordené este libro velozmente, editando artículos publicados en el diario Excélsior y anotaciones de mis lecturas. Redacté entonces una “Nota preliminar” a modo de prólogo y justificación por el apresuramiento y también, claro, por posibles errores de información.
    Así, este libro se publicó por primera vez ese año y bajo el sello editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana. Esa misma casa de altos estudios reeditó el libro a comienzos de 1996. Ese mismo año se publicó también en la efímera Editorial Op Oloop, de Córdoba. Aunque con muy poca circulación, ha sido hasta ahora la única edición argentina.
    Por eso, para la presente edición, debí prácticamente reescribir todo el libro, y bien que lo hice, porque pude revisar conceptos, replantear ideas y completar informaciones. Ahora existe esa maravilla tecnológica llamada Internet y, dentro de ella, servicios como Google y Wikipedia que ayudan a precisar datos. No obstante lo cual, por supuesto, decidí mantener en esta edición la bibliografía original de mis lecturas de hace treinta años, a la vez que ratifiqué y sostuve en lo medular el sentido de mis reflexiones.
    Lo cierto es que ahora este libro tiene una nueva perspectiva que me parece mucho más apropiada, tanto para el estudioso o el investigador de este género, como para el aficionado curioso y el público en general.
    En los últimos años fui entrevistado por algunos especialistas norteamericanos, como Darrel Lockhardt, de la Universidad de Arizona, o William Nichols, de Georgia State University, y también fui invitado a congresos internacionales de novela negra, entre ellos el que convocó la Universidad de Passau, Alemania, en marzo de 2011; el Festival Azabache en Mar del Plata y el encuentro BAN (Buenos Aires Negra), ambos en la primera mitad de 2012. Todas esas participaciones me permitieron repensar ideas, y así, lentamente, fui reescribiendo este libro.
    En la nota preliminar de aquella edición, declaraba que este libro era el producto de una docena de años de afición a esta literatura frecuentemente desdeñada en el ámbito académico. Y decía que, acaso por eso mismo, no había sido estudiada debidamente a pesar de ser una narrativa capaz de apasionar a millones de lectores en todo el mundo y de movilizar una enorme industria editorial. Hoy creo que aquellos prejuicios y desconocimientos ya no son los mismos, y eso justifica aún más la decisión de revisarlo y reescribirlo casi completamente. En estos años se han sucedido muchos cambios en el mundo y, lógicamente, en mí. Como ya dije, regresé a mi país después de un largo exilio y produje varias obras; en fin, no soy la misma persona ni mantengo petrificadas las mismas viejas ideas, más bien no he cesado de discutir y reconsiderar muchas de ellas. Sospeché de casi todas, modifiqué algunas y me di cuenta de que nunca dejé de reflexionar este género por la sencilla razón de que nunca dejo de reflexionar sobre la literatura. Y además creo que los libros son organismos vivos y de hecho nunca se los termina, al menos mientras su autor está en este mundo.
    En aquella primera edición reconocía también que habían sido circunstancias casuales las que me llevaron a sistematizar las ideas que podía haber en este libro. En primer lugar, una columna semanal que escribí en el diario mexicano Excélsior entre 1980 y 1984, cuando la Sección Cultural de ese diario estaba dirigida por el hoy desaparecido Maestro Edmundo Valadés. En segundo lugar, la invitación que me hizo Enrique Loubet Jr. para colaborar, durante 1982, en la revista Comunidad Conacyt (órgano del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, de México) con el expreso encargo de desarrollar algunas ideas que yo había expuesto en el diario, entre ellas que la novela policial contemporánea norteamericana era descendencia directa de la literatura de la conquista del llamado Far West. También el poeta Máximo Simpson me había invitado, a principios de 1980, a ensayar acerca de las influencias del género sobre la literatura latinoamericana en la Revista de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
    Asimismo, expresaba mi agradecimiento a los periodistas mexicanos Arturo Villanueva y Charles Oppenheim, así como a los escritores Sergio Sinay y Osvaldo Soriano, todos ellos conocedores de este género y con los cuales más de una vez habíamos discutido textos y autores.
    En la primavera de 1983 la convocatoria de un concurso de periodismo cultural, al que luego no me presenté, me dio la oportunidad de ordenar páginas sueltas e ideas publicadas. El resultado fue la primera edición de este libro, el cual, desde que apareció en 1984 y se agotó al año siguiente, lentamente se convirtió en un objeto difícil de encontrar, fotocopiado por muchos aficionados y no pocos académicos, escritores y periodistas, algunos de los cuales —para mi sorpresa— practicaron plagio de muchos conceptos e ideas que, en estos años, he encontrado sin los debidos créditos en innumerables papers, ensayos y artículos.
    Acaso también fue para decir esto último que sentí deseos de revisar este libro. Pero el trabajo era necesario y sirvió para eliminar conceptos que hoy ya no sostengo, segar capítulos enteros, añadir nuevas reflexiones y, en fin, reescribirlo casi todo, aunque sin modificar la relación de autores y obras analizados originalmente. Incluso mantuve la bibliografía original.
    Ojalá los lectores —los viejos y los nuevos— consideren que el trabajo valió la pena.
   
    M.G.

   
    Resistencia, Chaco, Argentina.

    Agosto de 2012.

Fuente:
    Giardinelli, Mempo

    El género negro: orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica

    1ª ed., Buenos Aires, Capital Intelectual, 2013

    ISBN 978-987-614-399-8

    Fundador de la colección: José Nun


    Diseño de interior: Verónica Feinmann

    Corrección: Aurora Chiaramonte

    Coordinación: Inés Barba

    Producción: Norberto Natale

    © Mempo Giardinelli, 1984 y 2013

    Agencia Literaria Carmen Balcells, Barcelona, España

    ©Capital Intelectual, 2013

    Queda hecho el depósito que prevé la Ley 11723. Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin el permiso escrito del editor.

lunes, 20 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. OSVALDO SORIANO. NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO. ESCRITOR ARGENTINO.


SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
OSVALDO SORIANO.  NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO.  ESCRITOR ARGENTINO.
“Leer El ojo de la patria es como escucharlo al Gordo Soriano contándonos una película de espías, entusiasmándose con el relato, una noche cualquiera en una pizzería porteña.

Con esa fantástica capacidad que tenía Osvaldo para contar, desde su voz chiquita y socarrona, detrás del cigarrillo que apresuró su partida, entre miradas de reojo y silencios que acrecentaban el interés por la historia. Porque el Gordo era un narrador formidable. Podía describir cualquier cosa, un gol, una jugada, una entrevista accidentada de su vida periodística, un diálogo ocasional con un taxista y todo, todo, se convertía en un relato digno de ser escuchado hasta el final.

Imaginemos, entonces, cuánto puede llegar a seducir o atrapar un escritor como Soriano, lanzado a narrar las desventuras de un espía argentino dentro de una actividad que le queda grande y que no resulta ser todo lo épica y romántica que él fabulaba cuando era niño y combatía contra las almohadas en la cama grande. Y será como tenerlo a Soriano, de nuevo, para nosotros solos, contándonos una de espionaje, en una noche fría de Buenos Aires, compartiendo una mesa con amigos, tomando vino tinto y esperando una grande especial de muzzarella, jamón y morrones”.


Osvaldo Soriano
 El ojo de la patria



 Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2




 Hay en este extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los cuales tomamos el universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos víctimas de la burla.
 HERMAN MELVILLE,
Moby Dick


Así avanzamos, como barcos contra la corriente que sin cesar nos arrastra al pasado.

FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
El gran Gatsby


 Soy el espía en la casa del amor
conozco el sueño que sueñas
conozco la palabra que quieres escuchar
conozco el temor escondido en lo más
profundo de ti.

JIM MORRISON,
El espía










1


Arrodillado en la penumbra de la capilla, cerca del confesionario, el agente confidencial Julio Carré vigilaba los movimientos del cura que encendía las velas de la nave mayor. Advirtió un parpadeo en el gran candelabro y luego otro, hasta que los cinco cirios estuvieron prendidos y la imagen de Juan el Bautista se destacó entre las demás. Como si rezara, repitió de memoria el poema de Verlaine. Le dolía la cintura y pensaba que quizá se había confundido de capilla. Atrás escuchó los pasos de Pavarotti que se detenía junto a una columna. Hacía más de un mes que lo tenía pegado a los talones, espiando cada paso que daba.
El cura tosió fuerte, se inclinó ante el Cristo y después se perdió en la oscuridad. Carré sintió un estremecimiento pero enseguida lo vio aparecer de nuevo colocándose el escapulario. Se puso de pie y avanzó a tientas, rozando los respaldos de los asientos. Oyó el carraspeo del sacerdote que se acercaba, ahogado por el tabaco. Mientras se inclinaba, repitió de memoria: Les sanglots longs / des violons de l’automne / blessent morí coeur / d’une langueur tnonotone…
¿Langueur o longueur? Tenía que transmitir el poema de Verlaine pero no se animaba a mirar el papel que llevaba en el bolsillo por temor a que Pavarotti le sacara una foto y le hiciera pasar un papelón en el Refugio.
—¿Destino? —preguntó el cura con una voz lijada por el tabaco.
—El Pampero —contestó Carré y recitó lentamente, cuidando la pronunciación. Al final se decidió por longueur y desvió la mirada en busca de Pavarotti. Le pareció verlo cerca de la alcancía, tapándose la nariz con el pañuelo. Hacía dos días que lo notaba resfriado y de mal humor. A veces mientras se observaban en los bares, a través de las mesas, Carré sospechaba que el otro se aburría de seguirlo a todas partes, de compartir su vida gris y sin sobresaltos. Al principio, cuando cerraba la puerta de su cuarto, pensaba que al menos entre esas paredes podía lavarse y dormir tranquilo. Hasta que empezaron los llamados y encontró el primer micrófono disimulado en el cielo raso.
—¿Nada más? —preguntó el cura y sopló el humo a través de los agujeros del locutorio.
—Ni siquiera sé si reciben los mensajes —dijo Carré y recordó la manera en que Nardozza se deshacía de los informes en el subsuelo del Correo Central. Los ponía en la máquina de cortar papel y después les prendía fuego en la bañadera. «¡Inútiles!», gritaba, «¡Manga de inútiles! ¡Me entero primero por los diarios!», y abría la ducha para que arrastrara las cenizas. El caño de la ventilación estaba tapado y el tizne que volaba por toda la oficina cubría los retratos de los padres de la patria. Carré estuvo allí un par de veces antes de partir para Europa y debió rendir examen ante gente que no conocía y que ni siquiera era la misma en cada reunión. Se dijo que también Pavarotti habría pasado por esos largos interrogatorios, intoxicado por el tabaco y el café recalentado.
—Se viene un milagro —dijo el cura y a Carré le pareció que escupía en un pañuelo—. Prepare la valija y espere instrucciones.
Iba a preguntarle de qué se trataba pero el cura se alejó tosiendo. Carré se levantó y salió despacio. Sentía un escalofrío al intuir que Pavarotti se deslizaba en las sombras, confundido con las imágenes de los santos. Como siempre que entraba en una iglesia estuvo tentado de demorarse a rezar un rato pero ese era un error que había aprendido a no cometer. Se detuvo frente al portal, consultó el papel en el que llevaba anotado el poema de Verlaine y comprobó que se había equivocado. Recitó longueur en lugar de langueur, pero en el fondo no tenía importancia. Masticó el papel y se lo tragó sabiendo que era una precaución inútil que ya nadie tomaba. Los tiempos habían cambiado tanto que a veces Carré tenía miedo de no reconocerse en su propio pasado.
En el subte dejó pasar dos trenes y se metió en otro justo cuando cerraban las puertas. Sabía que, cualquier cosa que hiciera, Pavarotti no iba a perderlo de vista, que lo tendría siempre encima. Ya era la hora en que cerraban los negocios. Tuvo que viajar de pie, apretado entre un hombre que llevaba puesta una máscara de Bob Marley y una chica de anteojos que leía Madame Bovary. En la estación Sebastopol hizo un cambio inútil, que alargaba el viaje y le martirizaba las piernas. Al bajar en Clignancourt vio que Pavarotti salía de la multitud y se acercaba a un quiosco a comprar el diario.
Remontó la cuesta de la rue Custine y en los reflejos de las vidrieras encendidas notó que el saco le apretaba la cintura como a un oficinista rechoncho. Había jurado ponerse a régimen, evitar las frituras en los cafetines y dejar la bebida, pero sabía que eso era imposible. Las amistades y las mujeres le estaban vedadas por el servicio y solo le quedaban el placer de una copa y la compañía del cigarrillo.
Se levantó las solapas y cruzó la calle entre los coches atascados. Quería pasar por el Refugio a buscar los mensajes, como lo hacía todas las tardes, para no alterar la rutina. La mayoría de las veces solo encontraba saludos de otros agentes o una carta anónima con una cadena de la suerte. Por superstición no las rompía nunca y a la noche, después de comer, se quedaba escribiendo tantas copias como le pedían. No le gustaba contrariar al destino ni dejar asuntos pendientes. Toda su vida había pasado desapercibido y al fin, sin proponérselo, de esa filosofía hizo su profesión.
En el Refugio fue directamente al baño. El bar era el único sitio neutral de la ciudad y allí se reunían los agentes de todas las potencias para cambiar chismes y jugar al ajedrez. Nunca nadie había utilizado un arma en ese lugar. Era un pacto tácito que sobrevivió a todas las guerras y a los cambios de fronteras durante siglos. Por eso Vladimir el Triste se quedó a vivir para siempre en la mesa del fondo. Mientras orinaba, Carré podía verlo a través de la puerta entornada; estaba ahí desde el día en que se derrumbó el comunismo y nunca más volvió a la calle. Languidecía de a poco, como un malvón olvidado a la sombra. Soportaba las bromas de los más jóvenes, educados en Harvard o Saint-Cyr, que lo utilizaban de casillero para dejar sus mensajes cifrados, los desafíos de ajedrez y los saludos para las fiestas. Cuando se sentaba frente a él, por la madrugada, Carré le adivinaba el miedo en los ojos que atisbaban la puerta como si no estuviera seguro de que todos los que entraban conocieran el pacto de neutralidad. Aunque ningún agente se acordaba de cuál era el motivo por el que debía desembarazarse de él, de tanto en tanto uno de ellos encontraba en el impermeable una nueva orden de liquidarlo en el acto. Carré se mojó la cara, abrió el ventanuco que daba al patio y respiró hondo. Aunque sus mensajes no llegaban a destino descartó que los interceptaran porque estaba seguro de que nadie conocía su clave. Entonces, ¿por qué le habían mandado a Pavarotti? ¿Acaso era una maniobra de El Pampero para confundirlo hasta que se delatara? ¿Delatarse de qué si no tenía nada que reprocharse?
El patrón del bar se acercó a gritarle que lo llamaban por teléfono. Carré pidió un tinto y mientras levantaba el auricular oyó que del otro lado cortaban la comunicación. Eso le ocurría por segunda vez en la tarde; toda la semana había sido igual, día y noche. Esperó a que el patrón le alcanzara el vaso y se acercó a la mesa de Vladimir.
—Se olvidó del yinbeh —dijo el ruso con un gesto de decepción.
—Está perdiendo la memoria. El del yinbeh era Lapage, que iba a Nairobi. ¿Tiene algo para mí?
Vladimir hizo un ademán vago. Bajo los ojos tenía dos líneas azules que resaltaban el gris de las pupilas. Buscó en los bolsillos del impermeable y sacó un puñado de papeles sucios, sobres doblados y servilletas arrugadas. Los fue separando de a uno, tomándolos por los bordes como si fueran mariposas disecadas y le alcanzó una carta. Carré dejó el vaso y abrió el sobre. Adentro solo encontró una hoja de papel en blanco.
—¿Quién lo trajo?
—El chico que reparte el diario —señaló el sobre—: Esa es letra de mujer.
—¿Está seguro?
—Una mujer joven. ¿Se queda a jugar una partida? Mire que le doy un alfil de ventaja —dijo como si se aferrara a la compañía del primer llegado.
—Hoy no, discúlpeme. ¿Alguien consiguió ganarle?
—No, a esta altura no hay problema que no pueda resolver. Salvo el mío, claro —dijo, y sonrió con una mueca que le fruncía la nariz.
—Suponga que una noche de tormenta lo saco de acá y lo meto en un barco argentino.
—No podría dar un paso por la vereda sin que me peguen un tiro. Usted es el único que no tiene que matarme. ¿Nunca se preguntó por qué?
—No, yo le tengo mucho aprecio.
—Hasta el tipo del Vaticano recibió la orden. Siéntese, le doy un alfil de ventaja.
—Tengo que irme. Piense en el barco argentino —dijo Carré y echó un vistazo a sus espaldas.
—Déjeme algo para la cena, ¿quiere? Usted es el primero que viene esta tarde.
Carré pagó el vino y le dejó unas monedas en el sombrero. Todos los agentes hacían lo mismo cuando recibían un mensaje. El patrón guardaba el dinero y el día que los confidenciales se reunían a tomar copas y jugar a los dados los invitaba con quesos y champán. Entrada la noche, ganado por el fervor patriótico, recordaba sus hazañas en el frente del Chad donde había perdido el ojo derecho y un amante argelino. Pero casi siempre Vladimir y el patrón permanecían silenciosos como un viejo matrimonio que ya no espera nada nuevo.
Antes de salir Carré espió a través del vidrio y subió a un ómnibus que lo llevó por el bulevar Barbes hasta la Goutte d’Or. Al bajar constató que Pavarotti lo seguía por la otra vereda, a media cuadra de distancia. Mientras caminaba leía el diario y mordía una hamburguesa. Carré revisó el casillero de las cartas y subió los cinco pisos hasta su altillo desde donde podía ver la cúpula del Sacré Coeur.
Al regresar de una misión en Bruselas se encontró con que le habían desvalijado la casa y desde entonces se arreglaba con unos pocos trastos viejos que compró en un cambalache de turcos. Lo que más extrañaba eran las condecoraciones que fueron su mayor orgullo. La única prueba de que su soledad era útil a alguien. Cuando terminaba un trabajo delicado, El Pampero le transmitía el reconocimiento de sus compatriotas. Lo citaban de noche en una cloaca de París o en una mina cerrada en las afueras de Manchester donde lo esperaban cinco o seis hombres de uniforme indescifrable alumbrados con linternas. Formaban hombro contra hombro y le hacían la venia mientras un oficial viejo le colgaba una condecoración en el ojal y pronunciaba un discurso encendido, unas veces en inglés, otras en alemán. Después le estrechaban la mano, le besaban las mejillas y se llevaban las linternas mientras Carré se quedaba solo y a oscuras entre las pilas de carbón o a orillas del torrente inmundo de la cloaca, apretando en la mano la medalla que nunca podría lucir ante nadie.
Volvía a la ciudad y se paseaba un rato por las calles del centro. Llevaba la condecoración en el bolsillo y caminaba con la apostura de un mariscal que pasa revista a sus tropas luego de tomar la fortaleza enemiga. Después entraba a un cine, sacaba la medalla en la oscuridad y se la prendía en la solapa del saco. Se quedaba así hasta que terminaba la función. Imaginaba que volvía a Buenos Aires y bajaba de un buque con el pecho cubierto de medallas. Al terminar la película, mientras en la pantalla empezaba a desfilar el reparto, volvía a guardar la condecoración en la caja de terciopelo y salía con paso discreto vigilando que nadie se levantara detrás de él.
Los ladrones también se llevaron el estéreo que Carré le había confiscado a un diplomático búlgaro que se pasó a los ingleses. Por las noches, mientras copiaba las cartas de la cadena de la suerte, se cebaba unos mates y ponía una ópera de Verdi o de Offenbach y así estaba hasta el amanecer cuando los otros inquilinos salían a trabajar y él se dormía abatido por el cansancio. Ahora tenía que conformarse con los conciertos de la radio y una copa de jerez, aunque nunca olvidó copiar las cartas ni dejó de despertar a los alemanes. No podía perdonarles que lo hubieran encarcelado por una tontería y cada noche, cuando el reloj de la catedral daba las dos, elegía algunos números al azar en la guía de Leipzig y dejaba sonar el teléfono ocho o diez veces; recién entonces, convencido de que los alemanes se despertaban sobresaltados y sudando, colgaba justo a tiempo para no tener que pagar la llamada.
En la biblioteca tenía pocos libros y entre ellos conservaba, deshojado, un ejemplar de las Memorias de una Princesa Rusa que había encontrado años atrás en una librería de viejo de la Avenida de Mayo. De tanto repasarlo se sabía de memoria algunas páginas con los mejores fragmentos y de allí había sacado algunas claves para sus mensajes secretos. Las ilustraciones del libro eran escasas y poco elocuentes, pero él se quedaba largo rato mirándolas hasta que su cabeza volaba a otra parte y permanecía inmóvil, con los ojos perdidos.
Guardaba el libro entre el Atlas Universel de la Librairie Hachette y el Compendio de la República de 1910, aunque lo asaltaba el temor de que un día otro confidencial pudiera encontrarlo mientras se llevaban su cadáver envuelto en una frazada. Porque intuía que una noche, antes de terminar el vaso de jerez, se quedaría duro, mirando la pared, agarrotado por un dolor en el pecho, como le había pasado al trompetista ciego del cuarto piso.
Encendió la lámpara y fue a ducharse a la cocina. El lugar era tan estrecho que se lavaba de pie, con un hilo de agua. Esa noche hizo lo de siempre: secó el piso con un trapo y se calentó unas salchichas que comió con un pedazo de pan. Abrió una botella de vino blanco que dejaba abajo de la cama para que no se arruinara con la luz y se la tomó de a poco hasta que empezó a hablar solo. Eso era señal de que iba a pasar una mala noche. Le habría gustado ir a buscar a Pavarotti para invitarlo a tomar una copa y bromear un poco, pero no se animaba. Seguramente el otro estaba sentado en la vereda, tiritando de frío o durmiendo en la plaza donde jugaban los chicos. Pero Carré ya estaba desnudo, masajeándose las várices, y todavía tenía esperanza de dormir sin pesadillas. Trabó la puerta con una silla, tomó una cucharada de bicarbonato y se tiró en la cama con un cigarrillo entre los labios.
No entendía lo que pasaba en los últimos tiempos ni estaba seguro de poder anticiparlo a Pavarotti que era más joven y parecía bien entrenado. Por un momento pensó que ya no volvería a la Argentina y tampoco estaba seguro de prestarle buen servicio. Hacía lo que le pedían pero él era solo un eslabón de una larga cadena invisible. Subía a los trenes y bajaba en la primera estación; entraba en bares inmundos, se cruzaba con desconocidos que le ponían un boleto de ómnibus o una tapa de Coca Cola en el bolsillo, corría de una ciudad a otra, se arrodillaba en las iglesias para recitar mensajes que no comprendía, y una vez, de puro comedido, tuvo que matar a un hombre.
Se durmió con el cigarrillo apagado entre los dedos y soñó que alguien lo llamaba desde el hueco de un ascensor. A las cuatro de la mañana lo despertó el teléfono mientras la lluvia golpeaba contra la ventana. Se puso de pie abombado y caminó tambaleándose en la oscuridad. Levantó el tubo y gritó unos cuantos insultos, exaltado por el miedo y la borrachera. Ya iba a colgar cuando oyó la voz del cura, quebrada por lo ruidos de la tormenta.
—Terminado, Carré. Muerto. ¿Me oyó? Queme todo y desaparezca que ya pasan a buscar el cadáver.


Fuente:
Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

N.N.
ENRICO  PUGLIATTI.

domingo, 19 de febrero de 2017

Rafael Bernal. NOVELA. El complot mongol. (Fragmento). Semana de la novela negra y policial.


Rafael Bernal.  NOVELA. El complot  mongol. (Fragmento).  Semana de la novela negra y policial.
Nació en la ciudad de México el 28 de junio de 1915, murió en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972. Dramaturgo, novelista, publicista, narrador, periodista, historiador, guionista de radio cine y televisión y poeta. Entre 1930 y 1933 estudió filosofía y letras en el Instituto de Ciencias y Letras de la Ciudad de México. Estudió en la Universidad de Friburgo donde recibió el doctorado en letras, otorgándole un Summa Cum Laude, con la tesis Mestizaje en el idioma español en el siglo XVI en México (julio de 1972). De 1938 a 1939 colaboró como guionista en las películas `Mujeres y toros` y `Juan sin miedo?, dirigidas por Juan José Segura y protagonizadas por el torero Juan Silveti. En 1940 estudió cinematografía en París. En 1941 fue corresponsal de los periódicos Excélsior y Novedades en la Segunda Guerra Mundial. Regresó a México en 1943 y convivió en El Café París con los integrantes del grupo Contemporáneos. Fue colaborador de Excélsior, Hojas de Poesía, La Prensa Gráfica, Lectura, Novedades, Revista de América, Tiras de Colores y Unitas (Filipinas). Obtuvo el primer lugar en los Juegos Florales de San Luis Potosí de 1950 con el poema Hernán Cortés. En 1945 empieza a trabajar en la radio y la televisión. En 1946 se volvió sinarquista y se adhirió al Partido Fuerza Popular. Fundó `Gran Teatro?, el primer teatro en la televisión (1950), su obra La Carta fue la primera obra de teatro que se montó en la televisión mexicana, el 8 de agosto de 1950. Realizó su labor teatral en México de 1947 a 1956, destacan sus obras Antonia, El ídolo, El maíz en la casa y La paz contigo. Su radionovela más importante fue Caribal. El infierno verde que se transmitió en 1954. Vivió en Caracas, Venezuela de 1956 a 1960, trabajó como productor y director de teleteatro para la cadena de Televisión Venezolana, S. A. De 1960 a 1972 trabajó en el Servicio Exterior de México, su labor principal fue fomentar la cultura mexicana en Honduras, Filipinas, Perú y Suiza, países en los que
realizó una labor magisterial en las principales universidades. Después de recibir el doctorado murió el 17 de septiembre de 1972 en Berna, Suiza.

Obra publicada
Biografía: Gente de mar, 1941.
Cuento: Federico Reyes, el cristero, 1941. || 3 novelas policiacas, 1946. || Trópico, 1946. || En diferentes mundos, 1967. || Cuentos de la selva, s. f. || Rafael Bernal (selección y nota de Vicente Francisco Torres), 1987. || Doce narraciones inéditas (edición y epílogo de Mauricio Bravo), 2006.
Ensayo: México y Filipinas. Estudio de una transculturación, 1965. || Prologue to philipine history, 1967. || El gran océano, 1992. || Mestizaje y criollismo en la literatura de la Nueva España del siglo XVI, 1994
Novela: Memorias de Santiago Oxtotilpan, 1945. || Un muerto en la tumba. Novela Policiaca, 1946. || Su nombre era muerte, 1947. || El fin de la esperanza, 1948. || Caribal. El infierno verde, 1954. || Tierra de gracia, 1963. || El complot mongol, 1969.
Poesía: Improperio a Nueva York y otros poemas, 1943.
Teatro: Antonia, El maíz en la casa y La paz contigo, 1960.
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EL COMPLOT  MONGOL. NOVELA.
Narrada con un estilo agilísimo, lleno de humor negro y amargo y de la violencia sórdida que se esconde tras la fachada del México moderno, El complot mongol sigue los avatares de un típico matón metido a la endemoniada tarea de desenmarañar una conjura internacional. Filiberto García, antiguo verdugo de un general villista, tiene que terciar con el FBI y la KGB para desmantelar una intriga contra la paz mundial que anida en las calles de Dolores de la ciudad de México, el acriollado y mediocre barrio chino del a capital del país. Entre las tiendas de curiosidades orientales y los restaurantes de comida cantonesa, detrás de los fumadores de opio y los cafés de chinos, Filiberto García va descubriendo que la conspiración supuestamente iniciada en Mongolia tiene mucho que ver con los vaivenes y amarguras de la política nacional. Sin embargo, en su tortuoso camino deja atrás una docena de cadáveres y un amor trágico que, finalmente, acabarán revelando al vulgar asesino el verdadero significado de la vida.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti.
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Rafael Bernal
EL COMPLOT
MONGOL
 


I

A las seis de la tarde se levantó de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara. La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina beige y el sombrero de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente, mientras se veía en el espejo, acarició el sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la cantina de la Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un complejo de inferioridad, pero el Li-cenciado, como siempre, estaba borracho y, de todos modos, ¡al diablo con el Licenciado! La pistola cuarenta y cinco era parte de él, de Filiberto García; tan parte de él como su nombre o como su pasado. ¡Pinche pasado!
De la recámara pasó a la sala—comedor. El pequeño apartamento estaba inmaculado, con sus muebles de Sears casi nuevos. No nuevos en el tiempo, sino en el uso, porque muy pocas gentes lo visitaban y casi nadie los había usado. Podía ser el cuarto de cualquiera o de un hotel de mediana categoría. No había nada allí que fuera personal; ni un cuadro; ni una fotografía; ni un libro; ni un sillón que se viera más usado que otro; ni una quemadura de cigarro o una mancha de copa en la mesa baja del centro. Muchas veces había pensado en esos muebles, lo único que poseía aparte de su automóvil y el dinero bien guardado. Cuando se mudó de la pensión, una de tantas donde había vivido siempre, los compró en Sears; los primeros que le ofrecieron, y los puso como los dejó el empleado que los llevó y colocó también las cortinas. ¡Pinches muebles! Pero en un apartamento hay que tener muebles y cuando se compra un edificio de apartamentos, hay que vivir en uno de ellos. Se detuvo frente al espejo de la consola del comedor y se ajustó la corbata de seda roja y brillante, así como el pañuelo de seda negra que llevaba en la bolsa del pecho, el pañuelo que olía siempre a Yardley. Se revisó las uñas barnizadas y perfectas. Lo que no podía remediar era la cicatriz en la mejilla, pero el gringo que se la había hecho tampoco podía remediar ya su muerte. ¡Vaya lo uno por lo otro! ¡Pinche gringo! ¿Conque era muy bueno para el cuchillo? Pero no tanto para los plomazos. Y le llegó su día allí en Juárez. Más bien fue su noche. Eso le ha de enseñar a no querer madrugar cristianos en la noche, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y a ese gringo ya no le va a amanecer nunca.
La cara oscura era inexpresiva, la boca casi siempre inmóvil, hasta cuando hablaba. Sólo había vida en sus grandes ojos verdes, almendrados. Cuando niño, en Yu-récuaro, le decían El Gato, y una mujer en Tampico le decía Mi Tigre Manso. ¡Pinche tigre manso! Pero aunque los ojos se prestaban a un apodo así, el resto de la cara, sobre todo el rictus de la boca, no animaba a la gente a usar apodos con él.
En la entrada del edificio el portero lo saludó mar-cialmente:
—Buenas tardes, mi Capitán.
Este maje se empeña en decirme capitán, porque uso traje de gabardina, sombrero texano y zapatos de resorte. Si llevara portafolio me diría licenciado. ¡Pinche licen-ciado! y ¡pinche capitán!
La noche empezaba a invadir de grises sucios las calles de Luis Moya y el tráfico, como siempre a esas horas, era insoportable. Resolvió ir a pie. El Coronel lo había citado a las siete. Tenía tiempo. Anduvo hasta la Ave-nida Juárez y torció a la izquierda, hacia el Caballito. Podía ir despacio. Tenía tiempo. Toda la pinche vida he tenido tiempo. Matar no es un trabajo que ocupa mucho tiempo, sobre todo desde que le estamos haciendo a la mucha ley y al mucho orden y al mucho gobierno. En la Revolución era otra cosa, pero entonces yo era mu-chacho. Asistente de mi General Marchena, uno de tantos generales, segundón. Un abogadito de Saltillo dijo que era un general pesetero, pero el abogadito ya está muerto. No me gustan esos chistes. Bien está un cuento colorado, pero en lo que va a los chistes, hay que saber respetar, hay que saber respetar a Filiberto García y a sus generales. ¡Pinches chistes!
Sus conocidos sabían que no le gustaban los chistes. Sus mujeres lo aprendían muy pronto. Sólo el Licenciado, cuando estaba borracho, se atrevía a decirle cosas en broma. Es que a ese pinche Licenciado como que ya no le importa morirse. Cuando tiraron la bomba atómica e Japón me preguntó muy serio, allí frente a todos: "De profesional a profesional, ¿qué opina usted del Presidente Truman?'" Casi nadie se rió en la cantina. Cuando. Yo estoy allí casi nadie se ríe y cuando juego al dominó tan sólo se oye el ruido de las fichas que golpean el mármol de la mesa. Así hay que jugar al dominó, así hay que hacer las cosas entre hombres. Por eso me gustan los chinos de la calle de Dolores. Juegan su pocarito y no hablan ni andan con chistes. Y eso que tal vez Pedro Li y Juan Po no saben quién soy. Para ellos soy el ho-nolable señol Galcía. ¡Pinches chales! A veces parece que no saben nada de lo que pasa, pero luego resulta como que lo saben todo. Y uno allí haciéndole al im-portante con ellos y ellos viéndole la cara de maje, pero eso sí, muy discretitos. Y yo como que les sé sus ne-gocios y sus movidas. Como lo de la jugadita y como lo del opio. Pero no digo nada. Si los chinos quieren fumar opio, que lo fumen. Y si los muchachos quie-ren mariguana, no es cosa mía. Eso le dije al Coronel cuando me mandó a Tijuana a buscar a unos cuates que Pasaban mariguana a los Estados Unidos. Eran mexicanos unos y gringos los otros y dos de ellos se alcanzaron a morir. Pero hay otros que siguen pasando la mariguana y los gringos la siguen fumando, digan lo que digan sus leyes. Y los policías del otro lado presumen mucho del respeto a la ley y yo digo que la ley es una de esas cosas que está allí para los pendejos. Tal vez los gringos son pendejos. Porque con la ley no se va a ninguna parte. Allí está el Licenciado, gorreando las copas en la cantina y es aguzado para la ley. "Si caes, él te saca de cualquier lío". Pero yo no caigo. Una vez caí, pero allí aprendí. Para andar matando gente hay que tener órdenes de ma-tar, Y una vez me salí del huacal y maté sin órdenes. Tenía razón para matarla, pero no tenía órdenes. Y tuve que pedir las de arriba y comprometerme a muchas cosas para que me perdonaran. Pero aprendí. Eso fue en tiempos de mi General Obregón y tenía yo veinte años. Y ora tengo sesenta y tengo mis centavos, no muchos, pero los bastantes para los vicios. ¡Pinche experiencia! Y ¡pinches leyes! Y ahora todo se hace con la ley. De mucho licen-ciado para acá y licenciado para allá. Y yo ya no cuento. Quítese viejo pendejo. ¿En qué universidad estudió? ¿A qué promoción pertenece? No, para hacer esto se necesita tener título. Antes se necesitaban huevos y ora se ne-cesita título. Y se necesita estar bien parado con el grupo y andar de cobero. Sin todo eso la experiencia vale una pura y dos con sal. Nosotros estamos edificando México y los viejos para el hoyo. Usted para esto no sirve. Usted sólo sirve para hacer muertos, muertos pinches, de se-gunda. Y mientras, México progresa. Ya va muy adelante. Usted es de la pelea pasada. A balazos no se arregla nada. La Revolución se hizo a balazos. ¡Pinche Revo-lución! Nosotros somos el futuro de México y ustedes no son más que una rémora. Que lo guarden por allí, donde no se vea, hasta que lo volvamos a necesitar. Hasta que haya que hacer otro muerto, porque no sabe más que de eso. Porque nosotros somos los que estamos constru-yendo a México desde los bares y coctel lounges, no en las cantinas, como ustedes los viejos. Aquí no se puede entrar con una cuarenta y cinco, ni con traje de gabardina y sombrero texano. Y mucho menos con zapatos de resorte. Eso está bien para la cantina, para los de la pelea pasada, Para los que ganaron la Revolución y perdieron la pelea Pasada. ¡Pinche Revolución! Y luego salen con sus son-risas y sus bigotitos: "¿Usted es existencialista?" "¿Le gusta el arte figurativo?" "Le deben gustar los calendarios de la Casa Galas." ¿Y qué de malo tienen los calen-darios de la Casa Galas? Pero es que así no se puede edificar a México. Ya lo mandaremos llamar cuando se necesite otro muertito. Jíjole, como que nos madrugaron estos muchachos. Y el Coronel puede que no tenga ni sus cuarenta años y ya está allá arriba. Coronel y licen-ciado. ¡Pinche Coronel! Con los chinos, la cosa está mejor. Allí respetan a los viejos y los viejos mandan. ¡Pinches chales y pinches viejos!
El Coronel vestía de casimir inglés. Usaba zapatos in-gleses y camisas hechas a mano. Había asistido a mu-chos congresos internacionales de policía y leído muchos libros sobre la materia. Le gustaba implantar sistemas nuevos. Decían que por no dar algo, no daba ni la hora. Sus manos eran largas y finas, como de artista.
—Pase, García.
—A sus órdenes, mi Coronel.
—Puede sentarse.
El Coronel encendió un Chesterfield. Nunca ofrecía y chupaba el humo con todas las fuerzas de sus pulmones, como para no desperdiciar nada.
—Tengo un asunto para usted. Puede que no sea nada
serio, pero hay que tomar precauciones.
García no dijo nada. Había tiempo para todo.
—No sé si el asunto esté dentro de su línea, García, pero no tengo a nadie más a quien encomendarlo. Volvió a chupar el cigarro con codicia y dejó escapar el humo lentamente, como si le doliera perderlo. —Usted conoce a los chinos de la calle de Dolores. No era una pregunta. Era una afirmación. Este pinche Coronel y licenciado sabe muchas cosas, más de las que uno cree. Por no desprenderse de algo, no olvida nada. ¡Pinche Coronel!
—En algunas ocasiones ha trabajado con el FBI. Por cierto no lo quieren y no les va a gustar que lo des-taque para este trabajo. Pero se aguantan. Y no quiero que tenga disgustos con ellos. Tienen que trabajar juntos. Es una orden. ¿Entendido?
—Sí, mi Coronel.
Y no quiero escándalos ni muertes que no sean es-trictamente necesarias. Por eso aún no estoy seguro de que usted sea el indicado para esta investigación.
—Como usted diga, mi Coronel.
El Coronel se puso de pie y fue hacia la ventana. No había nada que ver allí, tan sólo el patio de luz del edificio.
¡Pinche Coronel! No quiero muertes, pero bien que me manda llamar a mí. Para eso me mandan llamar siempre, porque quieren muertos, pero también quieren tener las manos muy limpiecitas. Porque eso de los muertos se acabó con la bola y ahora todo se hace con la ley. Pero a veces la ley como que no alcanza y entonces me mandan llamar. Antes era más fácil. Quiébrense a ese desgraciado. Con eso bastaba y estaba clarito, muy clarito. Pero ahora somos muy evolucio-nados, de a mucha instrucción. Ahora no queremos muertos o, por lo menos, no queremos dar la orden de que los maten. Nomás como que sueltan la cosa, para no cargar con la culpa. Porque ahora andamos de mucha conciencia. ¡Pinche conciencia! Ahora como que todos son hombres limpios, hasta que tienen que mandar llamar a los hombres nada más para que les hagan el trabajito.
El Coronel habló desde la ventana:
—En México tan sólo tres hombres saben de este asun-to. Dos de ellos han leído su expediente, García, y creen que no se le debe confiar la investigación. Dicen que más que un investigador, un policía, es usted un pistolero profesional. El tercero lo apoya para este asunto. El ter-cero soy yo.
El Coronel se volvió como para recibir las gracias. Filiberto García no dijo una palabra. Había tiempo para todo. El Coronel siguió:
—Lo he propuesto para esta investigación porque co-noce bien a los chinos, toma parte en sus jugadas de póker y les encubre sus fumaderos de opio. Con eso me imagino que le tendrán confianza y podrá trabajar entre ellos. Y, además, como ya dije, ha cooperado anterior-mente con los del FBI.
—Sí.
—Uno de los dos hombres que se opone a su nom-bramiento va a venir esta noche a conocerlo. No tiene usted por qué saber cómo se llama. Le advierto que no sólo duda de su capacidad como investigador, sino de su lealtad al gobierno y a México.
Hizo una pausa, como si esperara una protesta de García. Éste quiere que le suelte un discurso, pero los discursos de lealtad y patriotismo están bien en la cantina, pero no cuando se trata de un trabajo serio. ¡Pinche lealtad!
—Además, va usted a cooperar con un agente ruso, García.
Los ojos verdes se abrieron imperceptiblemente.
—Ya sé que la combinación le ha de parecer rara, pero el hombre que va a venir, si lo cree oportuno, se la explicará.
García sacó un Delicado y lo encendió. Como no había cenicero cerca, volvió a guardar el fósforo quemado en la cajetilla. El Coronel empujó un cenicero sobre el es-critorio, para que le quedara cerca.
—Gracias, mi Coronel.
—Yo creo, García, que usted es un hombre leal a su gobierno y a México. Estuvo en la Revolución con el General Marchena y luego, después de aquel incidente con la mujer, ingresó en la policía del Estado de San Luis Potosí. Cuando el General Cedillo se levantó en armas, usted estuvo en su contra. Ayudó al Gobierno Federal en el asunto de Tabasco y en algunas otras cosas. Ha trabajado bien en la limpieza de la frontera y su labor fue buena cuando los cubanos pusieron ese cuar-tel secreto.
Sí. La labor fue buena. Maté a seis pobres diablos, los únicos seis que formaban el gran cuartel comunista para la liberación de las Américas. Iban a liberar las Américas desde su cuartel en las selvas de Campeche. Seis chamacos pendejos jugando a los héroes con dos ametralladoras y unas pistolitas. Y se murieron y no hubo conflicto internacional y los gringos se pusieron contentos, porque se pudieron fotografiar las ametralladoras y una era rusa. Y el Coronel me dijo que esos cuates estaban violando la soberanía nacional. ¡Pinche soberanía! Y tal vez así fuera, pero ya muertos no violaban nada. Dizque también estaban violando las leyes del asilo. ¡Pinches leyes! Y pinche paludismo que agarré andando por aque-llas selvas. Y luego para que salieran, en público, con que no debí quebrarlos. Pero yo los mato o ellos me matan, porque le andaban haciendo refuerte al héroe. Y a mí, en esos casos, no me gusta ser el muerto.
Se abrió la puerta y entró un hombre bien vestido, delgado, de cabellos entrecanos y gafas con arillos de oro. El Coronel se adelantó a recibirlo.
—¿Llego a tiempo? —preguntó el hombre.
—Exactamente a tiempo, señor.
—Bien. Nunca me ha gustado hacer esperar a la gente ni que me hagan esperar. En nuestro México no puede haber impuntualidad. Buenas noches...
Sonriente le dio la mano a García. Éste se puso de pie. La cortesía del Coronel era contagiosa. La mano del recién llegado era seca y caliente, como un bolillo salido del horno
—Siéntese aquí señor —dijo el Coronel—. Aquí estará cómodo.
El hombre se sentó.
Gracias, Coronel. Me imagino que ya el señor García estará en antecedentes.
—Le he explicado que le queremos confiar un trabajo especial, pero que usted y otra persona no creen que sea el adecuado para ello.
—No, mi Coronel, no es así. Tan sólo quería conocer al señor García antes de resolver. Hemos leído su hoja de servicios, señor García y hay en ella algunas cosas que me han impresionado vivamente.
García calló. El hombre sonrió bonachonamente.
—Es usted un hombre que no conoce el miedo, García.
— ¿Porque no me da miedo matar?
—Por lo general, señor García, se tiene miedo a morir, pero puede que sea la misma cosa. Francamente, no he experimentado ninguno de los aspectos de la cuestión.
El Coronel intervino:
—García ya ha trabajado anteriormente con el FBI y conoce bien a los chinos de la calle de Dolores. Además nunca me ha fallado en los trabajos que le he dado y es hombre discreto.
El hombre, la sonrisa bonachona en los labios, veía fijamente a García, como si no oyera las palabras del Coronel, como si entre él y García se hubiera esta-blecido ya una conversación distinta. De pronto levantó ligeramente la mano y el Coronel, que iba a decir algo más, calló:
—Señor García —dijo dejando de sonreír—, por sus antecedentes creo que podemos confiar en su absoluta discreción y eso es de capital importancia. Sin embargo hay una cosa que no queda clara en su expediente. No se habla de sus simpatías o sus intereses políticos. ¿Sim-patiza con el comunismo internacional?
No.
— ¿Tiene fuertes sentimientos antinorteamericanos?
—Yo cumplo órdenes.
—Pero debe tener algunas filias y algunas fobias. Digo, algunas simpatías o antipatías en el orden político.
—Cumplo las órdenes que se me dan.
—El hombre quedó pensativo. Sacó una cigarrera de plata y ofreció.
—Tengo los míos —dijo García.
Sacó un Delicado. El Coronel aceptó los cigarrillos del hombre y encendió con su encendedor de oro. García usó un fósforo. El hombre sonreía nuevamente, pero sus ojos eran fríos, duros:
—Tal vez sea el indicado para esta misión, señor Gar-cía. No le niego que es importante. Si manejamos mal las cosas, el asunto puede tener muy graves repercu-siones internacionales y consecuencias desagradables, por decir lo menos, para México. Claro que no creo que suceda nada. Como siempre en estos casos hay que ba-sarse en rumores, en sospechas. Pero tenemos que actuar, tenemos que saber la verdad. Y la verdad que llegue usted a averiguar, señor García, sólo podemos conocerla el Coronel y yo. Nadie más, ¿entiende?
—Es una orden —dijo el Coronel.
García asintió con la cabeza. El hombre siguió di-ciendo:
—Le voy a anotar un número de teléfono. Si tiene algo urgente que comunicarme, llame allí. Sólo yo con-testo ese teléfono. De no contestar y si el asunto lo ame-n, llame al Coronel y dígale que quiere hablar conmigo. Él nos pondrá en contacto. Aquí tiene el número.
García tomó la tarjeta. Estaba en blanco, con un número de teléfono escrito a máquina. La vio unos momentos, la puso sobre el cenicero y la quemó. El hombre sonrió satisfecho.
—El asunto es el siguiente: dentro de tres días, corno seguramente sabe, el Presidente de los Estados Unidos vendrá de visita a México. Estará tres días en la capital. Si necesita el programa de actividades de la visita, se lo puede pedir al Coronel. Ya es del dominio público. De todos modos, no creo que lo necesite. La protección de los dos presidentes, el visitante y el nues-tro, está encomendada a la policía mexicana y al Ser-vicio Secreto norteamericano. Usted no tendrá nada que ver con eso que es ya un asunto rutinario, de especialistas, digamos. Se han tomado todas las pre-cauciones lógicas y ya están identificadas y vigiladas todas aquellas personas que, creemos, pudieran repre-sentar un peligro.
El hombre hizo una pausa para apagar su cigarrillo. Daba la impresión de estar buscando las palabras exactas para explicar el caso y de que le daba trabajo el en-contrarlas. El Coronel lo veía impasible.
—Una visita de este tipo siempre implica una grave responsabilidad para el gobierno que ha invitado a un mandatario extranjero. Además debemos tener presente que, de haber un atentado, nuestro Presidente estará tam-bién en peligro. Y algo más: la paz del mundo está en juego. No sería esta la primera guerra que empezara con el asesinato de un Jefe de Estado. Y tenemos también el antecedente de lo sucedido en Dallas. Por eso verá, señor García, que, aunque se trata tan sólo de un rumor, no podemos dejar de atenderlo... No podemos arries-garnos en nada. Y nos ha llegado un rumor muy grave.
Hi
zo una pausa, como para que sus palabras permearan profundamente. García estaba inmóvil, los ojos semicerrados.
—Insisto, señor García, en que se trata tan sólo de un rumor. Por ello hay que tratarlo con toda discreción. Sino hay nada de cierto en ello, lo olvidamos y eso es todo. La prensa no se habrá enterado y no ofenderemos al país con el cual, aun cuando no tenemos relaciones diplomáticas, tenemos un incipiente comercio. Por lo tan- la discreción es fundamental. ¿Me entiende?
—Sí.
El hombre seguía dudando con las palabras. Daba la impresión de no querer decir su secreto. Encendió un nuevo cigarrillo:
—Ante todo tenemos que averiguar lo que haya de cierto en ese rumor y, de haber algo, obrar con rapidez para evitar el desastre. Y también el escándalo, que no nos beneficiaria. Esa es una de las razones por las que —he resuelto encomendarle esta misión. Usted no busca la publicidad en sus asuntos.
—No son cosas para los periódicos.
—Eso es. Esto tampoco es para los periódicos. Veo que nos entendemos.
Ya le decía, señor, que García era el indicado —dijo al. Coronel.
El hombre pareció no haber oído:
—El caso es éste. Un alto funcionario de la Embajada .Rusa se ha acercado a nosotros y nos ha contado una historia extraña. Tome usted en cuenta que los rusos no acostumbran contar cosas, sean extrañas o no. Por eso lo hemos oído con cuidado. Según la Embajada Rusa, el Servicio Secreto de la Unión Soviética se enteró, hará unas tres semanas, cuando se empezó a planear la visita del Presidente de los Estados Unidos a México de que en China Comunista, esto es, en la República Popular China, se planeaba un atentado en contra de él, aprovechando esta visita. Nos informan que el rumor se captó por primera vez en la Mongolia Exterior. Posteriormente, hará diez días, se volvió a captar en Hong Kong y se supo, parece que en fuentes fidedignas, que habían pa-sado por esa colonia británica, rumbo a América, tres terroristas al servicio de China. Observe usted que digo al servicio de China y no chinos. Según la policía rusa, uno de ellos puede que sea norteamericano renegado y los otros dos son de la Europa Central. No sabemos qué pasaportes tengan. En Hong Kong se consiguen pasa-portes de cualquier país del mundo. Claro está que ya ordenado una vigilancia estricta en las fronteras, pero no sabemos si ya han entrado a México o si se presentarán con una inocente tarjeta de turista y su pa-saporte falso. Como ya le he dicho, tenemos bajo nuestra vigilancia a todos los extranjeros y nacionales que, por sus antecedentes o su ideología, puedan representar un peligro. Muchos de ellos, mientras se lleva a cabo la harán un viaje de algunos días, por nuestra cuenta. Pero diariamente entran en México, en promedio, unos tres mil turistas. Sería completamente imposible tratar vigilarlos a todos. Así las cosas, la única solución parecía ser la de cuidar más celosamente aún las personas de los dos presidentes durante la visita, usar automóviles a prueba de bala y demás.
El hombre tenía ahora la cara triste, como si el tomar esas medidas le repugnara. Apagó el cigarrillo que casi no había fumado y siguió:
—Esta mañana los rusos nos informaron de algo más. Parece ser que los terroristas tienen órdenes de entrar en contacto aquí en México con algún chino que es agente del gobierno del Presiente Mao Tse Tung. Aquí se les dará el material que piensan utilizar en su fechoría, ya quesería peligroso tratar de pasarlo por la frontera. ¿Ha entendido?
—Sí.
—Pues bien, señor García, tenemos que saber si existe ese chino en México y s i ese rumor del complot es cierto, y tenemos tres días para averiguarlo
—Entiendo.
Y ése va a ser su trabajo. Va a mezclarse con los chinos, va a captar cualquier rumor sobre gente nueva que haya llegado o movimientos entre ellos.
—¿Y si el rumor es cierto y encuentro a los terroristas?
—Obrará , en ese caso, como le parezca adecuado.
—Comprendo.
—Y sobre todo, discreción. Si... si hay que obrar en forma violenta, haga lo imposible porque no se sepa la causa de esa violencia.
—Entiendo.
El hombre pareció haber terminado. Se iba a poner de pie cuando recordó otro asunto:
—Hay otra cosa. Con anuencia de los rusos, hemos notificado a la Embajada Americana e insisten en que trabaje usted en contacto con un agente del FBI.
——Correcto.
—Y los rusos quieren también que uno de sus agentes, que sabe bastante del asunto, coopere con usted.
—¿Y usted quiere que coopere con ellos?
—Hasta donde sea discreto, señor García. Hasta donde sea conveniente. El agente americano se llama Richard P. Graves. Estará mañana a las diez en punto en el mos-trador de la tabaquería que queda a la entrada del Sanborns de Lafragua. esas horas pedirá unos cigarrillos Lucky Strike. Lo saludará con. un arazo, como si fuera un muy viejo amigo suyo.
—Entendido.
—El ruso se llama Iván M. Laski y estará a las doce en el Café París, en la calle del Cinco de Mayo, sentado en la barra, al fondo, tomando un vaso de leche. ¿Entendido?
—Sí.
—Ustedes mismos fijarán la forma como han de tra-bajar juntos. Y no olvide tenerme informado del progreso de sus investigaciones. Le vuelvo a repetir que nos quedan tan sólo tres días y que, en ellos, debe quedar aclarado el asunto.
El hombre se puso de pie. García hizo otro tanto. —Comprendido, señor del Valle. —¿Me conoce?
—Sí.
—Ya le decía, Coronel, que era tonto eso de tratar de ocultarle mi nombre al señor García. Ahora, lo único que tengo que rogarle, es que lo olvide.
García preguntó:
—¿El gringo y el ruso saben quién soy?
—Naturalmente.
Del Valle fue hacia la puerta. El Coronel se adelantó a abrirla.
—Buenas noches, señor del Valle.
—Preferiría, Coronel, que se siguiera omitiendo el uso
de mi nombre. Buenas noches.
El hombre salió, la sonrisa bonachona en los labios, los ojos fríos. El Coronel cerró la puerta y se volvió a García.
—No debió decirle que lo conocía. García se encogió de hombros.
—Quería tener su identidad oculta. Ocupa un cargo de gran responsabilidad...
—Entonces hubiera dado sus órdenes por teléfono o a través de usted, mi Coronel.
—Quería conocerlo personalmente.
—Pues ya tuvimos el gusto. ¿Algo más?
—¿Entendió bien sus instrucciones?
—Sí. Buenas noches, mi Coronel. Nomás una cosa... —Diga.
—¿Por qué tanto misterio para encontrar al gringo y al ruso?
—Podría ir a su hotel o a donde estén.
—Así son las órdenes.
—Buenas noches, mi Coronel.

Fuente:

Primera edición: Joaquín Mortiz,
Serie Novelistas Contemporáneos, 1969
(Séptima reimpresión, septiembre de 1992)
Primera edición en Narrativa Policíaca Mexicana,
febrero de 1994
Primera reimpresión agosto de 1994
©Rafael Bernal, 1969
©Idalia Villarreal de Bernal
D.R. Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V.
Grupo Editorial Planeta
Insurgentes Sur 1162, Col. Del Valle
Deleg. Benito Juárez, 03100, D.F.
ISBN: 968—27—0601—7
Portada: Saúl Villa
Coordinador de la colección: Eugenio Aguirre

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