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jueves, 7 de mayo de 2020

LA CAJA DE HERRAMIENTAS. ACÁPITE 3. MIENTRAS ESCRIBO. STEPHEN KING


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A pesar de la brevedad de su manual de estilo, William Strunk encontró
espacio para exponer sus fobias personales en cuestión de gramática y usos
lingüísticos. Odiaba, por ejemplo, la expresión «cuerpo de alumnos»; insistía
en que «alumnado» era más claro y no tenía las connotaciones truculentas que
le veía a aquélla. Tacha de pretencioso al verbo «personalizar». (Strunk
sugiere «hacerse un membrete» como sustituto de «personalizar el papel de
cartas».) También odiaba las expresiones como «el hecho de que» o «por el
estilo de».
Yo también tengo mis antipatías. Opino, por ejemplo, que habría que
poner de cara a la pared a cualquier persona que empleara la expresión «qué
legal», y que los usuarios de otras mucho más aborrecibles, como «en aquel
preciso instante» o «al final del día», se merecen acostarse sin cenar (o sin
papel para escribir). Tengo dos manías predilectas relacionadas con la
escritura al nivel más básico, y no quiero cambiar de tema sin desahogarme.
Los verbos pueden conjugarse en dos voces, activa y pasiva. El sujeto
de una frase con el verbo en voz activa hace algo, mientras que al de una frase
con el verbo en voz pasiva le están haciendo algo. El sujeto no interviene. Te
recomiendo evitar la voz pasiva. Y no soy el único en decirlo. The Elements of
StyIe contiene el mismo consejo.
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Los señores Strunk y White no formulan ninguna hipótesis sobre la
afición de muchos escritores a la voz pasiva, pero yo me atrevo. Me parece
que es una afición propia de escritores tímidos, igual que los enamorados
tímidos tienen predilección por las parejas pasivas. La voz pasiva no entraña
peligro. No obliga a enfrentarse con ninguna acción problemática. Basta con
que el sujeto cierre los ojos y piense en Inglaterra, parafraseando a la reina
Victoria. Creo, además, que los escritores inseguros también tienen la
sensación de que la voz pasiva confiere autoridad a lo que escriben, y puede
que hasta cierta majestuosidad. Supongo que es verdad, al menos en la medida
en que puedan parecer majestuosos los manuales de instrucciones y los
escritos jurídicos.
Escribe el tímido: «La reunión ha sido programada para las siete.» Es
como si le dijera una vocecita: «Dilo así y la gente se creerá que sabes algo.»
¡Abajo con la vocecita traidora! ¡Levanta los hombros, yergue la cabeza y
toma las riendas de la reunión! «La reunión es a las siete.» Y punto. ¡Ya está!
¿A que sienta mejor?
Tampoco propongo suprimir del todo la voz pasiva. Supongamos, por
ejemplo, que se muere alguien en la cocina, pero que acaba en otra habitación.
Una manera digna de explicarlo es «El cadáver fue trasladado de la cocina y
depositado en el sofá del salón.», aunque confieso que el «fue trasladado» y el
«fue depositado» siguen poniéndome los pelos de punta. Los acepto, pero no
los aplaudo. Preferiría «Freddie y Myra sacaron el cadáver de la cocina y lo
depositaron en el sofá del salón». Además, ¿por qué tiene que ser el cadáver el
sujeto de la frase? ¡Coño, si está muerto! Bueno, da igual.
Dos páginas seguidas de voz pasiva (las que hay en casi cualquier texto
comercial, y en kilos y kilos de narrativa barata) me dan ganas de gritar.
Queda fofo, demasiado indirecto, y a. menudo enrevesado. «El primer beso
siempre será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con
Shayna.» ¿Qué tal? Un bodrio, ¿no? Hay maneras más sencillas de expresar la
misma idea, y con más ternura y más fuerza. Por ejemplo así: «Mi idilio con
Shayna empezó con el primer beso. No lo olvidaré.» No es que me encante,
por el doble «con», pero al menos nos hemos desmarcado de la voz pasiva
maldita.
También te habrás fijado en que, partida en dos ideas, la idea original es
mucho más fácil de entender. Es una manera de facilitarle las cosas al lector, y
siempre hay que pensar primero en el lector; sin él sólo eres una voz que pega
rollos sin que la oiga nadie. Tampoco creas que es tan fácil estar al otro lado,
el de la recepción, «Will Strunk ha visto que el lector casi siempre tiene
graves dificultades —dice E. B. White en su introducción a The Elements of
Style— que está como en arenas movedizas, y que cualquier persona que
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escriba en inglés tiene el deber de secar la ciénaga con la mayor celeridad y
poner al lector en tierra firme, como mínimo echarle un cabo.» Dicho queda.
El otro consejo pendiente antes de progresar hacia el segundo nivel de
la caja de herramientas es el siguiente: desconfía del adverbio.
Recordarás, por las clases de lengua, que el adverbio es una palabra que
modifica un verbo, adjetivo u otro adverbio. Son las que acaban en -mente.
Ocurre con los adverbios como con la voz pasiva, que parecen hechos a la
medida del escritor tímido. Cuando un escritor emplea la voz pasiva, ésta
suele expresar miedo a no ser tomado en serio. Es la voz de los niños que se
pintan bigote con betún, y de las niñas que intentan caminar con los tacones de
mamá. Mediante los adverbios, lo habitual es que el escritor nos diga que tiene
miedo de no expresarse con claridad y de no transmitir el argumento o imagen
que tenía en la cabeza.
Examinemos la frase «cerró firmemente la puerta». Reconozco que no
es del todo mala (al menos tiene la ventaja de un verbo en voz activa), pero
pregúntate si es imprescindible el «firmemente». Me dirás que expresa un
grado de diferencia entre «cerró la puerta» y «dio un portazo», y no es que
vaya a discutírtelo...pero ¿y el contexto? ¿Qué decir de toda la prosa
esclarecedora (y hasta emocionante) que precedía a «cerró firmemente la
puerta»? ¿No debería informarnos de cómo la cerró? Y, si es verdad que nos
informan de ello las frases anteriores, ¿no es superflua la palabra
«firmemente»? ¿No es redundante?
Ya oigo a alguien acusándome de pesado. Lo niego. Creo que de
adverbios está empedrado el infierno, y estoy dispuesto a vocearlo desde los
tejados. Dicho de otro modo: son como el diente de león. Uno en el césped
tiene gracia, queda bonito, pero, como no lo arranques, al día siguiente
encontrarás cinco, al otro cincuenta... y a partir de ahí, amigos míos, tendréis
el césped «completamente», «avasalladoramente» cubierto de diente de león.
Entonces los veréis como lo que son, malas hierbas, pero entonces, ¡ay!,
entonces será demasiado tarde.
Ojo, que yo también puedo ser comprensivo con los adverbios. En
serio. Con una excepción: las atribuciones en el diálogo. Te ruego que sólo
uses adverbios en el diálogo en ocasiones muy especiales, y sólo si no puedes
evitarlo. Examinemos tres frases, más que nada para estar seguros de que
hablamos de lo mismo.
—¡Suéltalo! —exclamó.
—Devuélvemelo —suplicó—. Es mío.
—No sea tonto, Jekyll —dijo Utterson.
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En estas tres frases, «exclamó», «suplicó» y «dijo» son verbos de
atribución de diálogo. Veamos ahora las siguientes, y dudosas revisiones:
—¡Suéltalo! —exclamó amenazadoramente.
—Devuélvemelo —suplicó lastimosamente—. Es mío.
—No sea tonto, Jekyll —dijo despectivamente Utterson.
Las tres tienen menos fuerza que el original, por una razón que a pocos
lectores se les escapará. La mejor del grupo es «no sea tonto, Jekyll —dijo
despectivamente Utterson»; sólo es un tópico, al contrarío que las otras,
francamente risibles- Las atribuciones de esta clase también se llaman
«Swifties», en referencia a Tom Swift, el valiente héroe-inventor que
protagonizó una serie de novelas de aventuras escritas por Victor Appleton II.
El autor tenía afición por frases como: «¡Haced conmigo lo que queráis! —
exclamó valientemente Tom», o «Me ha ayudado mi padre con las ecuaciones
—dijo modestamente Tom». En mi adolescencia había un juego que consistía
en crear swifties ingeniosos (o simplemente idiotas), como: «Salgamos del
camarote —dijo encubiertamente», o «Hoy salgo de la cárcel —dijo
expresamente». Cuando tengas que decidir si plantas algún pernicioso diente
de león adverbial en la atribución, sugiero que te preguntes si te apetece
escribir algo que acabe como excusa para un juego.
Algunos escritores intentan esquivar la regla antiadverbios inyectando
esferoides al verbo de atribución. A cualquier lector de novelas baratas le
sonará el resultado:
—¡Suelte la pistola, Utterson! —graznó Jekyll.
—¡No pares de besarme! —jadeó Shayna.
—¡Qué puñetero! —le espetó Bill.
No caigas en ello. Te lo pido por favor. La mejor manera de atribuir
diálogos es «dijo». El que quiera verlo aplicado de manera estricta, que lea o
relea alguna novela de Larry McMurtry, el Shane de la atribución dialogística.
Parecerá una ironía pero lo digo con absoluta sinceridad. McMurtry ha dejado
que le crezca muy poco diente de león en el césped. Es un adepto del «dijo»,
hasta en los momentos de crisis emocional (y en sus novelas hay muchos).
Sigue su ejemplo. (Dijo el cura.)
¿Es un caso de «haz lo que te digo, no lo que me veas hacer»? El lector
tiene pleno derecho a preguntarlo, y yo el deber de darle una respuesta sincera.
Sí. Rotundamente sí. El que repase algunos títulos de mi producción se dará
cuenta enseguida de que soy un simple pecador. He sabido esquivar bastante
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bien la voz pasiva, pero en mi época también me he deshecho en adverbios,
algunos (vergüenza me da decirlo) en diálogos. Suele ser por la misma razón
que los demás escritores: por miedo de que si no los pongo no me entienda el
lector.
Soy de la opinión de que los defectos de estilo suelen tener sus raíces en
el miedo, un miedo que puede ser escaso si sólo se escribe por gusto
(recuérdese que he hablado de timidez), pero que amenaza con intensificarse
en cuanto aparece un plazo de entrega (la revista del colé, un artículo de
periódico...). Dumbo consiguió volar gracias a una pluma mágica, y, por el
mismo motivo, es posible que un escritor sienta el impulso de recurrir a un
verbo en pasiva o un adverbio maléfico. Antes de sucumbir, acuérdate de que
a Dumbo no le hacia falta la pluma porque él también tenía magia.
Es probable que sepas de qué hablas, y que no haya ningún peligro en
fortalecer tu prosa con verbos activos. También es probable que tu relato esté
bastante bien narrado para confiar en que, si usas «dijo», el lector sepa cómo
lo dijo: rápidamente, lentamente, alegremente, tristemente... Puede ser que
esté el pobre en arenas movedizas; si es así, no dejes de echarle un cabo... pero
no hace falta dejarlo grogui con treinta metros de cable de acero.
A menudo, escribir bien significa prescindir del miedo y la afectación.
De hecho, la propia afectación (empezando por la necesidad de calificar de
«buenas» determinadas maneras de escribir, y otras de «malas») tiene mucho
que ver con el miedo. Escribir bien también es acertar en la selección previa
de herramientas.
En estas cuestiones no hay ningún escritor libre de pecado. Aunque E.
B. White cayera en las garras de William Strunk siendo un simple e ingenuo
estudiante de la universidad de Cornell (que me los den jovencitos y ya no
escaparán, ja, ja, ja), y aunque entendiera y compartiera el prejuicio de Strunk
contra la imprecisión de estilo, y la de pensamiento que la precede, él mismo
reconoce: «Debo de haber escrito mil veces "el hecho de que" en el ardor de la
redacción, y luego, al revisar el texto fríamente, debo de haberlo tachado unas
quinientas. A estas alturas de la liga me entristece tener un promedio tan bajo,
y no ser capaz de batear una pelota que viene tan derecha.» A pesar de ello, E.
B. White siguió escribiendo muchos años después de la revisión inicial del
«librito» de Strunk, hecha en 1957. Yo tampoco pienso abandonar la literatura
sólo por haber tenido lapsus tan tontos como «Seguro que no lo dices en serio
—dijo incrédulamente Bill», y espero lo mismo de tí. Por fácil que parezca un
idioma, siempre está sembrado de trampas. Sólo te pido que te esfuerces al
máximo, y ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir «dijo»
es divino.
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Levanta la bandeja superior de la caja de herramientas (los trastos del
vocabulario y la gramática). La capa de debajo corresponde a los elementos
estilísticos que ya he abordado. Strunk y White ofrecen las mejores
herramientas (y reglas) que quepa desear, y las describen de manera sencilla y
clara. Las ofrecen con un rigor refréscame, empezando por reglas básicas,
como la de formación de posesivos, y acabando con ideas sobre la colocación
más oportuna de las partes esenciales de la frase.
Antes de abandonar los elementos básicos de la forma y el estilo, habría
que dedicar unos minutos al párrafo, la forma de organización que sigue a la
frase. Para ello coge una novela de la estantería, una que no hayas leído, si
puede ser. (Lo que explico vale para casi toda la prosa, pero, como soy
novelista, cuando pienso en escribir suelo pensar en narrativa.) Ábrela por la
mitad y elige dos páginas cualesquiera. Observa la forma visual: los
renglones, los márgenes, y sobre todo los espacios en blanco que
corresponden al principio o final de cada párrafo.
¿Verdad que no hace falta leer el libro para saber si has escogido uno
fácil o difícil? Los fáciles contienen gran cantidad de párrafos cortos
(incluidos los de diálogo, que pueden tener sólo una o dos palabras) y mucho
espacio en blanco. Son como algunos helados que llevan mucho aire. Los
libros difíciles, con densidad de ideas, narración o descripción, presentan un
aspecto más macizo, más apretado. El aspecto de los párrafos es casi igual de
importante que lo que dicen. Son mapas de intenciones.
En la prosa expositiva los párrafos pueden ser ordenados y utilitarios, v
hasta conviene que lo sean. El patrón ideal de párrafo expositivo contiene una
frase-tema seguida por otras que la explican o amplían. Para ejemplificar esta
manera de escribir, sencilla pero con fuerza, reproduzco dos párrafos de la
clásica redacción de instituto, cuya popularidad no decae.
A los diez años me daba miedo mi hermana Megan. Era
incapaz de entrar en mi habitación sin romperme como
mínimo uno de mis juguetes preferidos, casi siempre el que
me gustaba más de todos. Su mirada tenía poderes
destructores casi mágicos sobre el celo: sólo tenía que mirar
un póster y a los pocos segundos se caía solo de la pared.
También desaparecían prendas queridas del cajón. No es que
se las llevara (yo al menos no lo creo), pero las hacía
desaparecer. Normalmente, la camiseta o las Nike tan
lloradas reaparecían debajo de la cama varios meses después,
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tristes v abandonadas en el polvo del fondo. Con Megan en
mi habitación fallaban los altavoces, se enrollaban de golpe
las persianas y casi siempre se me apagaba la lámpara de la
mesa.
También era capaz de una crueldad consciente. Una vez
me tiró zumo de naranja en los cereales. Otra, mientras me
duchaba, me puso pasta de dientes en el fondo de los
calcetines. Y aunque ella nunca lo admitiera, estoy
convencido de que siempre que me quedaba dormido en el
sofá durante la media parte de los partidos de béisbol que
daban por la tele los domingos por la tarde, Megan me
enredaba cosas en el pelo.
En general, las redacciones son una cosa tonta y sin sustancia; escribir
chorraditas así no enseña nada de provecho en el mundo real. Las ponen los
profesores cuando no se les ocurre ninguna otra manera de hacer perder el
tiempo a sus alumnos. Ya se sabe cuál es el tema más famoso: «Mis
vacaciones de verano.» Yo, durante un año, impartí escritura en la
Universidad de Maine, y reñía una clase llena de deportistas y animadoras.
Les gustaban. las redacciones, porque era como volver al instituto. Me pasé
todo un semestre reprimiendo el impulso de pedirles que entregaran dos
páginas sobre el tema «Qué pasaría si Jesús estuviera en mi equipo». Me
contenía la certeza, absoluta y terrible de que la mayoría le habría puesto
mucho entusiasmo. Hasta habría alguno que llorara en plena labor creativa.
A pesar de lo dicho, la fuerza de la forma básica del párrafo puede
apreciarse hasta en las redacciones. La secuencia «frase-tema más descripción
y profundización» le exige al escritor organizar sus ideas, además de
protegerlo de las divagaciones. En las redacciones no pasa nada si se divaga;
de hecho es casi de rigor, pero en registros más formales causa muy mal
efecto. La escritura es pensamiento depurado. El que haga una tesis y le salga
igual de organizada que una redacción de instituto sobre el tema «Por qué me
excita Shania Twain», que sepa que lo tiene crudo.
Dentro de la narrativa, el párrafo está menos estructurado; en vez de
melodía es ritmo. Cuanta más narrativa se lee, más se da uno cuenta de que los
párrafos se forman solos. Como tiene que ser. Al escribir conviene no pensar
demasiado en dónde empieza y termina el párrafo. El truco es dejar que sigan
su curso. Después, sí no te gusta el resultado, lo arreglas y listos. Es lo que se
llama revisar. Veamos ahora lo siguiente:
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La habitación de Big Tony no era como esperaba Dale. La luz
tenía un tono amarillento un poco raro, que le recordó los
moteles baratos donde había estado, los que casi siempre
acababan deparándole una vista del párking. No había
ningún cuadro, sólo la foto torcida de miss Mayo, puesta con
una chincheta. Debajo de la cama asomaba la punta de un
zapato negro y lustroso.
—No sé por qué preguntas tanto sobre O’Leary —dijo Big
Tony—.¿Qué te crees, que voy a modificar mi versión?
—Tú sabrás —dijo Dale.
—Cuando algo es verdad no cambia. Pasan los días y
siempre es el mismo bodrio.
Big Tony se sentó, encendió un cigarrillo, se pasó la mano por
el pelo.
—Al cabrón ese no lo he visto desde el verano pasado. Le
dejaba estar conmigo porque me hacía reír. Una vez me
enseñó algo que había escrito sobre qué pasaría si tuviera a
Jesús en su equipo; tenía un dibujo de Cristo con casco,
rodilleras y todo, pero ¡qué plasta acabó siendo! Ojalá no lo
hubiera visto en mi vida.
Este fragmento, tan breve, ya daría ocasión para cincuenta minutos de
clase de escritura. Abordaríamos la atribución en el diálogo (que, si se sabe
quién habla, sobra; otro ejemplo de la reía diecisiete, omitir palabras
innecesarias), la coloquialidad, el empleo de la coma (en «cuando algo es
verdad no cambia» no he puesto ninguna porque quería que saliera todo a
chorro, sin pausa)... Y no nos moveríamos de la bandeja superior de la caja de
herramientas.
Pero bueno, sigamos un poco con el párrafo. Fijémonos en su fluidez, y
en que es el propio relato el que dicta dónde empiezan y dónde acaban. El
primero tiene una estructura clásica, con frase-tema inicial y otras de apoyo.
No obstante, hay otros párrafos que sólo sirven para diferenciar las
intervenciones de Dale y Big Tony.
El párrafo más interesante es el quinto: «Big Tony se sentó, encendió un
cigarrillo, se pasó la mano por el pelo.» Sólo tiene una frase, mientras que los
párrafos expositivos casi siempre tienen más. Técnicamente hablando, ni
siquiera es una frase demasiado buena. Para ser perfecta en términos
normativos, pediría una conjunción. Otra cosa: ¿qué objetivo tiene?
En primer lugar, puede que la frase tenga fallos técnicos, pero dentro
del contexto del fragmento, funciona. Su brevedad y estilo telegráfico
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diversifican el ritmo y hacen que no pierda frescura el estilo. Es una técnica
que usa muy bien el novelista de suspense Jonathan Kellerman. Escribe en
Survival of the Fittest: «El barco consistía en diez lustrosos metros de fibra de
vidrio con ribeteado gris. Largos mástiles con las velas atadas. En el casco,
pintado en negro con borde dorado, Satori.»
Se trata de un recurso del que se puede abusar (como hace a veces el
propio Kellerman), pero la fragmentación es muy útil para estilizar la
narración, generar imágenes nítidas y crear tensión, además de infundir
variedad a la prosa. La sucesión de frases gramaticales puede volverla más
rígida y menos maleable. No es una idea que sea del agrado de los puristas,
que la negarán hasta el final de sus días, pero es cierta. El lenguaje no está
obligado a llevar permanentemente corbata y zapatos de cordones. El objetivo
de la narrativa no es la corrección gramatical, sino poner cómodo al lector,
contar una historia... y, dentro de lo posible, hacerle olvidar que está leyendo
una historia. El párrafo anterior de frase única se parece más al habla que a la
prosa escrita, y bien está. Escribir es seducir. La seducción tiene mucho que
ver con hablar con gracia. Si no, ¿por qué hay tantas parejas que empiezan
cenando juntas y acaban en la cama?
Las demás funciones del párrafo son la dirección de escena subrayar
(poco, pero provechosamente) los personajes y el marco, y generar un
momento crucial de transición. Big Tony empieza defendiendo la veracidad de
su historia y pasa a exponerlo que recuerda de O’Leary. Dado que la fuente
del diálogo no cambia, el hecho de que Tony se siente y encienda un pitillo
podría incluirse en el mismo párrafo y retomar el diálogo justo después, pero
el autor prefiere otra opción. Como Big Tony cambia el enfoque de sus
palabras, el escritor parte el diálogo en dos párrafos. Es una decisión tomada
al vuelo de la escritura, una decisión que se basa exclusivamente en el ritmo
que tiene en la cabeza el autor. El ritmo en cuestión se lleva en los circuitos
genéticos (si Kellerman fragmenta mucho es porque «oye» así), pero también
es el resultado de las miles de horas que ha tenido que pasar escribiendo el
narrador, y de las decenas de miles que puede haber dedicado a la lectura de
textos ajenos.
Yo soy del parecer de que la unidad básica de la escritura es el párrafo,
no la frase. Es de donde arranca la coherencia, y donde las palabras tienen la
oportunidad de ser algo más que meras palabras. La aceleración, suponiendo
que en algún momento se produzca, ocurrirá a nivel de párrafo. Es un
instrumento fantástico, flexible. Puede tener una palabra o durar varias
páginas (en la novela histórica Paradise Falls, de Don Robertson, hay un
párrafo de dieciséis páginas, y en El árbol de la vida, de Ross Lockridge, se
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acercan varios a ese número). Para escribir bien hay que aprender a usarlo
bien. El secreto es practicar mucho. Hay que aprender a oír el ritmo.

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