El maestro Carlos Fuentes. Orgullo para México y para toda Latinoamérica.
Del Libro: "EN ESTO CREO".
Lo que no tenemos lo encontramos en el
amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello
diferente de la mayor parte de los seres humanos. La amistad es la gran liga
inicial entre el hogar y el mundo. El hogar, feliz o infeliz, es el aula de
nuestra sabiduría original pero la amistad es su prueba. Recibimos de la
familia, confirmamos en la amistad. Las variaciones, discrepancias o
similitudes entre la familia y los amigos determinan las rutas contradictorias
de nuestras vidas. Aunque amemos nuestro hogar, todos pasamos por el momento
inquieto o inestable del abandono (aunque lo amemos, aunque en él
permanezcamos). El abandono del hogar sólo tiene la recompensa de la amistad.
Es más: sin la amistad externa, la morada interna se derrumbaría. La amistad no
le disputa a la familia los inicios de la vida. Los confirma, los asegura, los
prolonga. La amistad le abre el camino a los sentimientos que sólo pueden
crecer fuera del hogar. Encerrados en la casa familiar, se secarían como
plantas sin agua. Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor
que hermanan al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades.
Porque creo en este valor iniciático de la
amistad me llama la atención el cinismo filosófico que la acompaña con una nube
negra. Oscar Wilde emplea su temible don de la paradoja para decir de Bernard
Shaw que no tiene un solo enemigo en el mundo, pero ninguno de sus amigos le
quiere. Para Byron, la amistad es, tristemente, el amor sin alas. Y si la
amistad puede convertirse en amor, lo cierto es que el amor rara vez se
convierte en amistad. Al amigo, dice la sabiduría popular, hay que recibirlo
con alegría y despedirlo con prisa. Si es huésped, a los tres días, como los
cadáveres, apesta.
Yo creo que hay más dolor que cinismo en
las amistades perdidas. Los sentimientos descubiertos y compartidos. La ilusión
de sabiduría confirmada que nos proporciona un amigo. La constitución de la
esperanza que sólo nos otorga la juventud compartida en la amistad. La alegría
de la banda, la cuatiza, the gang, l’equipe, la chorcha, la patocha. Los lazos
de unión. La complicidad de las amistades juveniles, el orgullo de ser joven y,
si se es ya joven sabio, la voz admonitoria de la propia juventud cuando es vieja
amistad. Aprendamos a gobernar el orgullo de ser jóvenes. Un día no lo seremos
y necesitaremos, más que nunca, a los amigos.
Dos edades abren y cierran la experiencia
de la amistad. Una es la edad juvenil, y mi «disco duro» recuerda nombres,
rostros, palabras, actos de compañeros de escuela. Pero lo que recuerdo no
rebasa todo lo que he olvidado. ¿Cómo no celebrar que sesenta años más tarde,
mantenga un vínculo con mis primeros amigos de la infancia —una infancia
errante, de familia diplomática, una peregrinación atentatoria contra la
continuidad de los afectos? Aún me escribo con Hans Berliner, un niño judío
alemán que llegó a mi escuela primaria en Washington huyendo del terror nazi y
fue objeto de esa crueldad infantil ante lo diferente. Era moreno, alto para su
edad, pero usaba, como los niños europeos de esa época, calzón corto. Para el
niño norteamericano, no era «regular», es decir, indistinguible de ellos
mismos. Yo perdí mi popularidad inicial cuando el presidente Cárdenas
nacionalizó el petróleo en 1938 y me convertí —por primera pero no única vez en
mi vida— en sospechoso comunista. La exclusión nos unió, a Hans y a mí, hasta
el día de hoy. La geografía nos separó pero en Santiago de Chile, adolescente
ya, encontré pronto equipo, banda, chorcha, patocha, en los muchachos que
preferiríamos la lectura y el diálogo a los rudos deportes enlodados de nuestra
escuela inglesa, The Grange, al pie de los Andes, regida por capitanes ingleses
convencidos de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos deportivos de
Eton. Recuerdo los nombres de todos, las caras de todos —Page, Saavedra,
Quesnay, Marín— pero sobre todo Torretti, Roberto, mi compañero intelectual,
literario, con el cual escribí, al alimón, nuestra primera novela. Ésta se
perdió en los baúles testamentarios de la madre de Roberto, pero Torretti y yo
nos seguimos escribiendo y mantenemos, hasta el día de hoy, diálogos vivos en
Oaxaca o Puerto Rico, y diálogo escrito entre México y Santiago. Él es un
extraordinario filósofo y su amistad me retrotrae siempre a esos años juveniles
en una escuela inglesa, a fingidas aventuras de mosqueteros en el palacete de
la Embajada de México y a otras memorias más lejanas o más dolorosas. Conocí
allí a José Donoso, mayor que yo, futura gloria de las letras chilenas. No sé
si él me conoció a mí. Y conocí, en una escuela anterior, el dolor de un amigo
íntimo desaparecido a los doce años de edad, dejándome desolado ante la primera
muerte de un hombrecito de mi edad. Aunque tan desolado como me dejó el destino
de otro niño, físicamente deforme, objeto de burlas y golpes, a quien me atreví
a defender, descubriendo así otra dimensión de la amistad: la solidaridad. Que
después del cuartelazo atroz del atroz Pinochet ese muchacho, ya hombre, haya
sido torturado en los campos de la muerte del sur de Chile, sólo aumenta mi
horror ante la crueldad humana pero también mi ternura y compasión hacia la
realidad misma de eso que llamamos y debatimos «amistad».
Porque todos, en grado menor o mayor, hemos
traicionado o sido traicionados por la amistad. Las bandas se desbandan y los
íntimos amigos de la juventud pueden convertirse en los más alejados e
indiferentes fantasmas de la edad adulta. Y es que no hay nada más traicionable
que la amistad. Si hiciésemos la lista de los amigos perdidos, las apostillas
dirían indiferencia, odio, rivalidad, pero también épocas distintas y
distancias épicas. Dirían muertes. ¿Por qué los abandonamos? ¿Por qué nos
abandonan ellos? Viéndolo bien, hay poca amistad en el mundo. Sobre todo entre
iguales. William Blake lo decía de manera incomparable: Tu amistad me hiere
demasiado. Por favor, sé mi enemigo. Porque si la amistad, en su origen, es
disposición, generosidad, apertura a reunimos con otros, no deja de ser, al
mismo tiempo, un rechazo secreto e insinuante de esa misma intimidad cuando es
sentida como dependencia. Wordsworth habla de las «horas primitivas» de la
vida, durante las cuales, vivimos una paradoja que nos arroja al camino de la
suerte a la vez que nos protege de sus accidentes. Accidentes, a veces, del
humor. Sargent pudo decir que cada vez que pintaba un retrato perdía un amigo.
Y el famoso canciller británico, Canning, le daba a la amistad un giro
diplomático vigente. Sálvame del amigo sincero, rogaba. Es cierto: en la
diplomacia y en la política, confiar en la amistad es exponerse al error. En el
poder se concentran las leyes que destruyen con más seguridad a la amistad. La
traición. El arrepentimiento. La deserción. El campo de cadáveres que va
dejando el uso del abuso. Las trincheras abandonadas que va dejando la
indiferencia de la fuerza. Y siempre, la tentación del humor cruel. Mairaux a
Genet: Que pensezvous vraiment de moi? Genet: Je ne vous aime assez pour vous
le diré.
No son éstas lecciones inútiles. Los
terrenos más yermos florecen para indicarnos que, en cuestiones de amistad, hay
que darle cabida, en ocasiones, a la sabiduría del Eclesiastés y admitir que
aun las heridas de un amigo pueden ser heridas fieles. Y que con el amigo
podemos exponernos a decirle por qué no lo queremos. Al enemigo, en cambio,
nunca se le debe dar esa satisfacción. Pero lo terrible de la pérdida de la
amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido. Perder
a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Esperanzas
excesivas, celos de los triunfos ajenos. Es tiempo de regresar a la amistad
sabiendo que exige un cultivo cotidiano a fin de rendir sus frutos
maravillosos. Establecer simpatías y gozar afinidades. Obsequiarnos serenidad
unos a otros. Obligarnos a una disciplina jocunda para mantener la amistad.
Descubrimiento con los amigos de las potencias del mundo y del deleite de
compartir las horas. Reír con los amigos. Vivir la amistad como invitación
permanente a aceptar y ser aceptados. Y reclamar internamente una posible
perfección de la amistad al abrigo de todo atentado. Vivir la compañía de los
amigos sin permitir ninguna ocasión de vergüenza al día siguiente, ni que se
hable mal de los ausentes. Defender a la amistad contra celos, envidias,
temores. Y estar de acuerdo en no estar de acuerdo —agree to disagree. Las
diferencias deben aumentar la amistad y el respeto mutuos. El trato inteligente
entre amigos no admite ambición, intolerancia o mezquindad. Amistad es modestia
digna, es imaginación y es generosidad. Y a veces, por qué no, es todo lo
contrario. Orgullo. Naturalidad pasiva. Avaricia del afecto.
Digo «naturalidad pasiva» y se me ocurre
que siendo el diálogo una de las fiestas de la amistad, el silencio lo puede
ser también. Es una enseñanza de mi amistad con Luis Buñuel. Al principio,
pensé que sus lagunas en el curso de una conversación generalmente muy animada
era una falla mía, un reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin
decir nada era una forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia.
Era reflexión opuesta al mero parloteo. No somos, instantáneamente, pericos.
Seremos, momentáneamente, filósofos... ¿No eran estoicos, ambos de Córdoba,
Séneca y Manolete?
Esta experiencia de la amistad como
silencio reflexivo y respetuoso me conduce a un filo inevitable en el que la
frontera entre estar con mis amigos y estar solo separa nuestras vidas. Si la
amistad es el nexo entre la vida en común y la vida del yo, éste tiene que
reclamarle soledad a la amistad. Es natural: exigimos para nuestro ser la
pasión, la inteligencia o el amor que reconocemos en la mirada del amigo. Las
simpatías, los movimientos de acercamiento, tienen un límite: yo mismo. Regreso
a mí, a mi desconsuelo pero también a mi propio poder. Recuerdo con nostalgia
el amanecer de la infancia compartido con los amigos. ¡Qué difícil es
mantenerlo de adultos! Repaso los momentos de las rupturas con dolor
inevitable. Las horas no son las mismas. Los caminos se han desviado. Pero no
puedo evitar la limosna que el propio yo le exige, al cabo, a la fortuna de la
amistad. Pues, ¿no sabíamos ya, secretamente, desde el principio, que un día
sentiríamos ante el amigo la necesidad de renovar la vida? ¿No sabíamos desde
siempre que con íntimo desasosiego, casi con vergüenza, portamos una
imperfección que no podemos revelar ni compartir con el amigo más entrañable?
Le entregamos entonces, paradójicamente,
nuestra imperfección al mundo y nuestra vergüenza a la sociedad con la
esperanza de que otra forma de amistad, la de pertenecer a la vida en común,
nos redima. El artista, por definición, aprende muy pronto a soportar la
soledad en nombre de la creación de la obra. Pero más ampliamente es la propia
amistad lo que nos obliga no sólo a reconocer nuestros límites, sino a entender
que los compartimos. Somos amigos en comunidad: nos necesitamos. Con razón
decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa. Una, para la soledad. Otra,
para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. Saber estar solo es la
contrapartida indispensable y enriquecedora de saber estar con amigos.
La soledad no es la única contrapartida de
la amistad. Lo es también la muerte. Así como recuerdo fielmente a mis más
remotos amigos de la niñez, otorgo una memoria constante a esos viejos amigos
ya partidos que fueron, además, mis maestros. Mi generación recuerda con
verecundia latina a dos grandes maestros de nuestra juventud. El mexicano
Alfonso Reyes y el español Manuel Pedroso. Dos sabios que además eran amigos.
Su enseñanza intelectual era inseparable de su enseñanza cordial. No esperaban,
como los falsos maestros, idolatría sin contradicción. Esperaban y solicitaban
la reconquista de la propia juventud a cambio de nuestra propia conquista del
saber y experiencia cordiales, de su vejez. Volvíamos a descubrir, con Reyes,
pequeño y redondo, con Pedroso, alto y angular, que la amistad significa
perdurar en la vejez —o en el tiempo. Que siempre falta descubrir más de lo que
existe. Que la amistad se cosecha porque se cultiva. Que nadie hace amigos sin
hacer enemigos, pero que ningún enemigo alcanzará jamás la altura de un amigo.
Que la amistad es una forma de la discreción: no admite la maledicencia que
maldice al que la dice, ni el chisme que todo lo convierte en basura. Amistad
es confianza. (Es más vergonzoso desconfiar de los amigos que engañarlos,
escribió La Rochefoucauld.) Que la amistad, para ser cercana, nos enseña el
camino del respeto y de la distancia. Aunque la amistad autoriza a amar y
detestar las mismas cosas.
Así, las épocas de la vida se van midiendo por
los grados de afinidad íntima que mantenemos a lo largo de nuestras edades. Se
olvidan amigos remotos en el tiempo. Se abandonan amigos de la juventud que no
crecieron al mismo ritmo que nosotros. Se buscan amigos más jóvenes para
adquirir el paso de una vitalidad que biológicamente se aleja. Buscamos a
amigos de toda la vida y ya no tenemos nada que decirnos. Vemos la decadencia
de viejos y queridos amigos a los que ya no reconocemos o que ya no nos
reconocen. Pero cuando la edad aleja es sólo porque nos está esperando. Vuelven
a brillar en el ocaso las luces de la primera juventud. En medio, quizás, de
una bruma distante, recordamos las afinidades, descubrimos juntos cuanto
existe, reconquistamos la juventud, volvemos a ser banda, cuatiza, chorcha, patocha,
barra, gang. Volvemos a cosechar las pasiones y a subyugar las rebeliones. Y
miramos con nostalgia las antiguas horas de la amistad, como si nunca hubieran
sido...