lunes, 17 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA MONEDA DE HIERERO (19769). Poemario completo.


 LA MONEDA DE HIERRO
  (1976)


  PRÓLOGO

  Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y –lo cual sin duda es más importante– lo que le está vedado. Esta comprobación, tal vez melancólica, se aplica a las generaciones y al hombre. Creo que nuestro tiempo es incapaz de la oda pindárica o de la penosa novela histórica o de los alegatos en verso; creo, acaso con análoga ingenuidad, que no hemos acabado de explorar las posibilidades indefinidas del proteico soneto o de las estrofas libres de Whitman. Creo, asimismo, que la estética abstracta es una vanidosa ilusión o un agradable tema para las largas noches del cenáculo o una fuente de estímulos y de trabas. Si fuera una, el arte sería uno. Ciertamente no lo es; gozamos con pareja fruición de Hugo y de Virgilio, de Robert Browning y de Swinburne, de los escandinavos y de los persas. La música de hierro del sajón no nos place menos que las delicadezas morosas del simbolismo. Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética peculiar. Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir.
  En cuanto a mí… Sé que este libro misceláneo que el azar fue dejándome a lo largo de 1976, en el yermo universitario de East Lansing y en mi recobrado país, no valdrá mucho más ni mucho menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta admitir, me depara una suerte de impunidad. Puedo consentirme algunos caprichos ya que no me juzgarán por el texto sino por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí. Puedo transcribir las vagas palabras que oí en un sueño y denominarlas «Ein Traum». Puedo reescribir y acaso malear un soneto sobre Spinoza. Puedo tratar de aligerar, mudando el acento prosódico, el endecasílabo castellano. Puedo, en fin, entregarme al culto de los mayores y a ese otro culto que ilumina mi ocaso: la germanística de Inglaterra y de lslandia.
  No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos regresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis remotas y ya desdibujadas humanidades. El prólogo tolera la confidencia: he sido un vacilante conversador y un buen auditor. No olvidaré los diálogos de mi padre, de Macedonio Fernández, de Alfonso Reyes y de Rafael Cansinos-Assens. Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 27 de julio de 1976


  ELEGÍA DEL RECUERDO IMPOSIBLE

  Qué no daría yo por la memoria
  de una calle de tierra con tapias bajas
  y de un alto jinete llenando el alba
  (largo y raído el poncho)
  en uno de los días de la llanura,
  en un día sin fecha.
  Qué no daría yo por la memoria
  de mi madre mirando la mañana
  en la estancia de Santa Irene,
  sin saber que su nombre iba a ser Borges.
  Qué no daría yo por la memoria
  de haber combatido en Cepeda
  y de haber visto a Estanislao del Campo
  saludando la primer bala
  con la alegría del coraje.
  Qué no daría yo por la memoria
  de un portón de quinta secreta
  que mi padre empujaba cada noche
  antes de perderse en el sueño
  y que empujó por última vez
  el 14 de febrero del 38.
  Qué no daría yo por la memoria
  de las barcas de Hengist,
  zarpando de la arena de Dinamarca
  para debelar una isla
  que aún no era Inglaterra.
  Qué no daría yo por la memoria
  (la tuve y la he perdido)
  de una tela de oro de Turner,
  vasta como la música.
  Qué no daría yo por la memoria
  de haber oído a Sócrates
  que, en la tarde de la cicuta,
  examinó serenamente el problema
  de la inmortalidad,
  alternando los mitos y las razones
  mientras la muerte azul iba subiendo
  desde los pies ya fríos.
  Qué no daría yo por la memoria
  de que me hubieras dicho que me querías
  y de no haber dormido hasta la aurora,
  desgarrado y feliz.

  CORONEL SUÁREZ

  Alta en el alba se alza la severa
  faz de metal y de melancolía.
  Un perro se desliza por la acera.
  Ya no es de noche y no es aún de día.
  Suárez mira su pueblo y la llanura
  ulterior, las estancias, los potreros,
  los rumbos que fatigan los reseros,
  el paciente planeta que perdura.
  Detrás del simulacro te adivino,
  oh joven capitán que fuiste el dueño
  de esa batalla que torció el destino:
  Junín, resplandeciente como un sueño.
  En un confín del vasto Sur persiste
  esa alta cosa, vagamente triste.

  LA PESADILLA*

  Sueño con un antiguo rey. De hierro
  es la corona y muerta la mirada.
  Ya no hay caras así. La firme espada
  lo acatará, leal como su perro.
  No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
  Sé que es del Norte. La cerrada y roja
  barba le cubre el pecho. No me arroja
  una mirada su mirada ciega.
  ¿De qué apagado espejo, de qué nave
  de los mares que fueron su aventura,
  habrá surgido el hombre gris y grave
  que me impone su antaño y su amargura?
  Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
  El día entra en la noche. No se ha ido.

  LA VÍSPERA

  Millares de partículas de arena,
  ríos que ignoran el reposo, nieve
  más delicada que una sombra, leve
  sombra de una hoja, la serena
  margen del mar, la momentánea espuma,
  los antiguos caminos del bisonte
  y de la flecha fiel, un horizonte
  y otro, los tabacales y la bruma,
  la cumbre, los tranquilos minerales,
  el Orinoco, el intrincado juego
  que urden la tierra, el agua, el aire, el fuego,
  las leguas de sumisos animales,
  apartarán tu mano de la mía,
  pero también la noche, el alba, el día…

  UNA LLAVE EN EAST LANSING

  A Judith Machado

  Soy una pieza de limado acero.
  Mi borde irregular no es arbitrario.
  Duermo mi vago sueño en un armario
  que no veo, sujeta a mi llavero.
  Hay una cerradura que me espera,
  una sola. La puerta es de forjado
  hierro y firme cristal. Del otro lado
  está la casa, oculta y verdadera.
  Altos en la penumbra los desiertos
  espejos ven las noches y los días
  y las fotografías de los muertos
  y el tenue ayer de las fotografías.
  Alguna vez empujaré la dura
  puerta y haré girar la cerradura.

  ELEGÍA DE LA PATRIA

  De hierro, no de oro, fue la aurora.
  La forjaron un puerto y un desierto,
  unos cuantos señores y el abierto
  ámbito elemental de ayer y ahora.
  Vino después la guerra con el godo.
  Siempre el valor y siempre la victoria.
  El Brasil y el tirano. Aquella historia
  desenfrenada. El todo por el todo.
  Cifras rojas de los aniversarios,
  pompas del mármol, arduos monumentos,
  pompas de la palabra, parlamentos,
  centenarios y sesquicentenarios,
  son la ceniza apenas, la soflama
  de los vestigios de esa antigua llama.

  HILARIO ASCASUBI
  (1807-1875)

  Alguna vez hubo una dicha. El hombre
  aceptaba el amor y la batalla
  con igual regocijo. La canalla
  sentimental no había usurpado el nombre
  del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,
  vivió Ascasubi y se batió, cantando
  entre los gauchos de la patria cuando
  los llamó una divisa a la patriada.
  Fue muchos hombres. Fue el cantor y el coro;
  por el río del tiempo fue Proteo.
  Fue soldado en la azul Montevideo
  y en California, buscador de oro.
  Fue suya la alegría de una espada
  en la mañana. Hoy somos noche y nada.
  1975


  MÉXICO

  ¡Cuántas cosas iguales! El jinete y el llano,
  la tradición de espadas, la plata y la caoba,
  el piadoso benjuí que sahúma la alcoba
  y ese latín venido a menos, el castellano.
  ¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
  de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
  los nopales que dan horror a los desiertos
  y el amor de una sombra que es anterior al día.
  ¡Cuántas cosas eternas! El patio que se llena
  de lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
  violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
  el golpe de la ola que regresa a la arena.
  El hombre que en su lecho último se acomoda
  para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.

  EL PERÚ

  De la suma de cosas del orbe ilimitado
  vislumbramos apenas una que otra. El olvido
  y el azar nos despojan. Para el niño que he sido,
  el Perú fue la historia que Prescott ha salvado.
  Fue también esa clara palangana de plata
  que pendió del arzón de una silla y el mate
  de plata con serpientes arqueadas y el embate
  de las lanzas que tejen la batalla escarlata.
  Fue después una playa que el crepúsculo empaña
  y un sigilo de patio, de enrejado y de fuente,
  y unas líneas de Eguren que pasan levemente
  y una vasta reliquia de piedra en la montaña.
  Vivo, soy una sombra que la Sombra amenaza;
  moriré y no habré visto mi interminable casa.

  A MANUEL MUJICA LAINEZ

  Isaac Luria declara que la eterna Escritura
  tiene tantos sentidos como lectores. Cada
  versión es verdadera y ha sido prefijada
  por Quien es el lector, el libro y la lectura.
  Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,
  entra en mi vaga sombra como si entrara el día
  y la oda se burla de la Oda. (La mía
  no es más que una nostalgia de ignorantes cuchillos
  y de viejo coraje.) Ya se estremece el Canto,
  ya, apenas contenidas por la prisión del verso,
  surgen las muchedumbres del futuro y diverso
  reino que será tuyo, su júbilo y su llanto.
  Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos
  una patria –¿recuerdas?– y los dos la perdimos.
  1974


  EL INQUISIDOR

  Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
  Purifiqué las almas con el fuego.
  Para salvar la mía, busqué el ruego,
  el cilicio, las lágrimas y el yugo.
  En los autos de fe vi lo que había
  sentenciado mi lengua. Las piadosas
  hogueras y las carnes dolorosas,
  el hedor, el clamor y la agonía.
  He muerto. He olvidado a los que gimen,
  pero sé que este vil remordimiento
  es un crimen que sumo al otro crimen
  y que a los dos ha de arrastrar el viento
  del tiempo, que es más largo que el pecado
  y que la contrición. Los he gastado.

  EL CONQUISTADOR

  Cabrera y Carbajal fueron mis nombres.
  He apurado la copa hasta las heces.
  He muerto y he vivido muchas veces.
  Yo soy el Arquetipo. Ellos, los hombres.
  De la Cruz y de España fui el errante
  soldado. Por las nunca holladas tierras
  de un continente infiel encendí guerras.
  En el duro Brasil fui el bandeirante.
  Ni Cristo ni mi Rey ni el oro rojo
  fueron el acicate del arrojo
  que puso miedo en la pagana gente.
  De mis trabajos fue razón la hermosa
  espada y la contienda procelosa.
  No importa lo demás. Yo fui valiente.

  HERMAN MELVILLE*

  Siempre lo cercó el mar de sus mayores,
  los sajones, que al mar dieron el nombre
  ruta de la ballena, en que se aúnan
  las dos enormes cosas, la ballena
  y los mares que largamente surca.
  Siempre fue suyo el mar. Cuando sus ojos
  vieron en alta mar las grandes aguas
  ya lo había anhelado y poseído
  en aquel otro mar, que es la Escritura,
  o en el dintorno de los arquetipos.
  Hombre, se dio a los mares del planeta
  y a las agotadoras singladuras
  y conoció el arpón enrojecido
  por Leviathán y la rayada arena
  y el olor de las noches y del alba
  y el horizonte en que el azar acecha
  y la felicidad de ser valiente
  y el gusto, al fin, de divisar a Ítaca.
  Debelador del mar, pisó la tierra
  firme que es la raíz de las montañas
  y en la que marca un vago derrotero,
  quieta en el tiempo, una dormida brújula.
  A la heredada sombra de los huertos,
  Melville cruza las tardes de New England
  pero lo habita el mar. Es el oprobio
  del mutilado capitán del Pequod,
  el mar indescifrable y las borrascas
  y la abominación de la blancura.
  Es el gran libro. Es el azul Proteo.

  EL INGENUO

  Cada aurora (nos dicen) maquina maravillas
  capaces de torcer la más terca fortuna;
  hay pisadas humanas que han medido la luna
  y el insomnio devasta los años y las millas.
  En el azul acechan públicas pesadillas
  que entenebran el día. No hay en el orbe una
  cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna.
  A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
  Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
  me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
  me asombra que del griego la eleática saeta
  instantánea no alcance la inalcanzable meta,
  me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
  y que la rosa tenga el olor de la rosa.

  LA LUNA

  A María Kodama

  Hay tanta soledad en ese oro.
  La luna de las noches no es la luna
  que vio el primer Adán. Los largos siglos
  de la vigilia humana la han colmado
  de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

  A JOHANNES BRAHMS

  Yo que soy un intruso en los jardines
  que has prodigado a la plural memoria
  del porvenir, quise cantar la gloria
  que hacia el azul erigen tus violines.
  He desistido ahora. Para honrarte
  no basta esa miseria que la gente
  suele apodar con vacuidad el arte.
  Quien te honrare ha de ser claro y valiente.
  Soy un cobarde. Soy un triste. Nada
  podrá justificar esta osadía
  de cantar la magnífica alegría
  –fuego y cristal– de tu alma enamorada.
  Mi servidumbre es la palabra impura,
  vástago de un concepto y de un sonido;
  ni símbolo, ni espejo, ni gemido,
  tuyo es el río que huye y que perdura.

  EL FIN

  El hijo viejo, el hombre sin historia,
  el huérfano que pudo ser el muerto,
  agota en vano el caserón desierto.
  (Fue de los dos y es hoy de la memoria.
  Es de los dos.) Bajo la dura suerte
  busca perdido el hombre doloroso
  la voz que fue su voz. Lo milagroso
  no sería más raro que la muerte.
  Lo acosarán interminablemente
  los recuerdos sagrados y triviales
  que son nuestro destino, esas mortales
  memorias vastas como un continente.
  Dios o Tal Vez o Nadie, yo te pido
  su inagotable imagen, no el olvido.

  A MI PADRE

  Tú quisiste morir enteramente,
  la carne y la gran alma. Tú quisiste
  entrar en la otra sombra sin la triste
  plegaria del medroso y del doliente.
  Te hemos visto morir con el tranquilo
  ánimo de tu padre ante las balas.
  La guerra no te dio su ímpetu de alas,
  la torpe parca fue cortando el hilo.
  Te hemos visto morir sonriente y ciego.
  Nada esperabas ver del otro lado,
  pero tu sombra acaso ha divisado
  los arquetipos últimos que el griego
  soñó y que me explicabas. Nadie sabe
  de qué mañana el mármol es la llave.

  LA SUERTE DE LA ESPADA*

  La espada de aquel Borges no recuerda
  sus batallas. La azul Montevideo
  largamente sitiada por Oribe,
  el Ejército Grande, la anhelada
  y tan fácil victoria de Caseros,
  el intrincado Paraguay, el tiempo,
  las dos balas que entraron en el hombre,
  el agua maculada por la sangre,
  los montoneros en el Entre Ríos,
  la jefatura de las tres fronteras,
  el caballo y las lanzas del desierto,
  San Carlos y Junín, la carga última…
  Dios le dio resplandor y estaba ciega.
  Dios le dio la epopeya. Estaba muerta.
  Quieta como una planta nada supo
  de la mano viril ni del estrépito
  ni de la trabajada empuñadura
  ni del metal marcado por la patria.
  Es una cosa más entre las cosas
  que olvida la vitrina de un museo,
  un símbolo y un humo y una forma
  curva y cruel y que ya nadie mira.
  Acaso no soy menos ignorante.

  EL REMORDIMIENTO

  He cometido el peor de los pecados
  que un hombre puede cometer. No he sido
  feliz. Que los glaciares del olvido
  me arrastren y me pierdan, despiadados.
  Mis padres me engendraron para el juego
  arriesgado y hermoso de la vida,
  para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
  Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
  no fue su joven voluntad. Mi mente
  se aplicó a las simétricas porfías
  del arte, que entreteje naderías.
  Me legaron valor. No fui valiente.
  No me abandona. Siempre está a mi lado
  la sombra de haber sido un desdichado.

  EINAR TAMBARSKELVER

  Heimskringla, I, 117

  Odín o el rojo Thor o el Cristo Blanco…
  Poco importan los nombres y sus dioses;
  no hay otra obligación que ser valiente
  y Einar lo fue, duro caudillo de hombres.
  Era el primer arquero de Noruega
  y diestro en el gobierno de la espada
  azul y de las naves. De su paso
  por el tiempo, nos queda una sentencia
  que resplandece en las crestomatías.
  La dijo en el clamor de una batalla
  en el mar. Ya perdida la jornada,
  ya abierto el estribor al abordaje,
  un flechazo final quebró su arco.
  El rey le preguntó qué se había roto
  a sus espaldas y Einar Tambarskelver
  dijo: Noruega, rey, entre tus manos.
  Siglos después, alguien salvó la historia
  en Islandia. Yo ahora la traslado,
  tan lejos de esos mares y de ese ánimo.

  EN ISLANDIA EL ALBA

  Ésta es el alba.
  Es anterior a sus mitologías y al Cristo Blanco.
  Engendrará los lobos y la serpiente
  que también es el mar.
  El tiempo no la roza.
  Engendró los lobos y la serpiente
  que también es el mar.
  Ya vio partir la nave que labrarán
  con uñas de los muertos.
  Es el cristal de sombra en que se mira
  Dios, que no tiene cara.
  Es más pesada que sus mares
  y más alta que el cielo.
  Es un gran muro suspendido.
  Es el alba en Islandia.

  OLAUS MAGNUS
  (1490-1558)

  El libro es de Olaus Magnus el teólogo
  que no abjuró de Roma cuando el Norte
  profesó las doctrinas de John Wyclif,
  de Hus y de Lutero. Desterrado
  del Septentrión, buscaba por las tardes
  de Italia algún alivio de sus males
  y compuso la historia de su gente
  pasando de las fechas a la fábula.
  Una vez, una sola, la he tenido
  en las manos. El tiempo no ha borrado
  el dorso de cansado pergamino,
  la escritura cursiva, los curiosos
  grabados en acero, las columnas
  de su docto latín. Hubo aquel roce.
  Oh no leído y presentido libro,
  tu hermosa condición de cosa eterna
  entró una tarde en las perpetuas aguas
  de Heráclito, que siguen arrastrándome.

  LOS ECOS

  Ultrajada la carne por la espada
  de Hamlet muere un rey de Dinamarca
  en su alcázar de piedra, que domina
  el mar de sus piratas. La memoria
  y el olvido entretejen una fábula
  de otro rey muerto y de su sombra. Saxo
  Gramático recoge esa ceniza
  en su Gesta Danorum. Unos siglos
  y el rey vuelve a morir en Dinamarca
  y al mismo tiempo, por curiosa magia,
  en un tinglado de los arrabales
  de Londres. Lo ha soñado William Shakespeare.
  Eterna como el acto de la carne
  o como los cristales de la aurora
  o como las figuras de la luna
  es la muerte del rey. La soñó Shakespeare
  y seguirán soñándola los hombres
  y es uno de los hábitos del tiempo
  y un rito que ejecutan en la hora
  predestinada unas eternas formas.

  UNAS MONEDAS

  GÉNESIS, IX, 13

  El arco del Señor surca la esfera
  y nos bendice. En el gran arco puro
  están las bendiciones del futuro,
  pero también está mi amor, que espera.
  MATEO, XXVII, 9

  La moneda cayó en mi hueca mano.
  No pude soportarla, aunque era leve,
  y la dejé caer. Todo fue en vano.
  El otro dijo: Aún faltan veintinueve.
  UN SOLDADO DE ORIBE

  Bajo la vieja mano, el arco roza
  de un modo transversal la firme cuerda.
  Muere un sonido. El hombre no recuerda
  que ya otra vez hizo la misma cosa.

  BARUCH SPINOZA

  Bruma de oro, el Occidente alumbra
  la ventana. El asiduo manuscrito
  aguarda, ya cargado de infinito.
  Alguien construye a Dios en la penumbra.
  Un hombre engendra a Dios. Es un judío
  de tristes ojos y de piel cetrina;
  lo lleva el tiempo como lleva el río
  una hoja en el agua que declina.
  No importa. El hechicero insiste y labra
  a Dios con geometría delicada;
  desde su enfermedad, desde su nada,
  sigue erigiendo a Dios con la palabra.
  El más pródigo amor le fue otorgado,
  el amor que no espera ser amado.

  PARA UNA VERSIÓN DEL I KING

  El porvenir es tan irrevocable
  como el rígido ayer. No hay una cosa
  que no sea una letra silenciosa
  de la eterna escritura indescifrable
  cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
  de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
  es la senda futura y recorrida.
  Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
  No te rindas. La ergástula es oscura,
  la firme trama es de incesante hierro,
  pero en algún recodo de tu encierro
  puede haber un descuido, una hendidura.
  El camino es fatal como la flecha
  pero en las grietas está Dios, que acecha.

  EIN TRAUM*

  Lo sabían los tres.
  Ella era la compañera de Kafka.
  Kafka la había soñado.
  Lo sabían los tres.
  Él era el amigo de Kafka.
  Kafka lo había soñado.
  Lo sabían los tres.
  La mujer le dijo al amigo:
  Quiero que esta noche me quieras.
  Lo sabían los tres.
  El hombre le contestó: Si pecamos,
  Kafka dejará de soñarnos.
  Uno lo supo.
  No había nadie más en la tierra.
  Kafka se dijo:
  Ahora que se fueron los dos, he quedado solo.
  Dejaré de soñarme.

  JUAN CRISÓSTOMO LAFINUR
  (1797-1824)

  El volumen de Locke, los anaqueles,
  la luz del patio ajedrezado y terso,
  y la mano trazando, lenta, el verso:
  La pálida azucena a los laureles.
  Cuando en la tarde evoco la azarosa
  procesión de mis sombras, veo espadas
  públicas y batallas desgarradas;
  con usted, Lafinur, es otra cosa.
  Lo veo discutiendo largamente
  con mi padre sobre filosofía,
  y conjurando esa falaz teoría
  de unas eternas formas en la mente.
  Lo veo corrigiendo este bosquejo,
  del otro lado del incierto espejo.

  HERÁCLITO*

  Heráclito camina por la tarde
  de Éfeso. La tarde lo ha dejado,
  sin que su voluntad lo decidiera,
  en la margen de un río silencioso
  cuyo destino y cuyo nombre ignora.
  Hay un Jano de piedra y unos álamos.
  Se mira en el espejo fugitivo
  y descubre y trabaja la sentencia
  que las generaciones de los hombres
  no dejarán caer. Su voz declara:
  Nadie baja dos veces a las aguas
  del mismo río. Se detiene. Siente
  con el asombro de un horror sagrado
  que él también es un río y una fuga.
  Quiere recuperar esa mañana
  y su noche y la víspera. No puede.
  Repite la sentencia. La ve impresa
  en futuros y claros caracteres
  en una de las páginas de Burnet.
  Heráclito no sabe griego. Jano,
  dios de las puertas, es un dios latino.
  Heráclito no tiene ayer ni ahora.
  Es un mero artificio que ha soñado
  un hombre gris a orillas del Red Cedar,
  un hombre que entreteje endecasílabos
  para no pensar tanto en Buenos Aires
  y en los rostros queridos. Uno falta.
  East Lansing, 1976


  LA CLEPSIDRA

  No de agua, de miel, será la última
  gota de la clepsidra. La veremos
  resplandecer y hundirse en la tiniebla,
  pero en ella estarán las beatitudes
  que al rojo Adán otorgó Alguien o Algo:
  el recíproco amor y tu fragancia,
  el acto de entender el universo,
  siquiera falazmente, aquel instante
  en que Virgilio da con el hexámetro,
  el agua de la sed y el pan del hambre,
  en el aire la delicada nieve,
  el tacto del volumen que buscamos
  en la desidia de los anaqueles,
  el goce de la espada en la batalla,
  el mar que libre roturó Inglaterra,
  el alivio de oír tras el silencio
  el esperado acorde, una memoria
  preciosa y olvidada, la fatiga,
  el instante en que el sueño nos disgrega.

  NO ERES LOS OTROS

  No te habrá de salvar lo que dejaron
  escrito aquellos que tu miedo implora;
  no eres los otros y te ves ahora
  centro del laberinto que tramaron
  tus pasos. No te salva la agonía
  de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
  Siddharta de oro que aceptó la muerte
  en un jardín, al declinar el día.
  Polvo también es la palabra escrita
  por tu mano o el verbo pronunciado
  por tu boca. No hay lástima en el Hado
  y la noche de Dios es infinita.
  Tu materia es el tiempo, el incesante
  tiempo. Eres cada solitario instante.

  SIGNOS

  A Susana Bombal

  Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas:
  Indescifrada y sola, sé que puedo
  ser en la vaga noche una plegaria
  de bronce o la sentencia en que se cifra
  el sabor de una vida o de una tarde
  o el sueño de Chuang Tzu, que ya conoces
  o una fecha trivial o una parábola
  o un vasto emperador, hoy unas sílabas,
  o el universo o tu secreto nombre
  o aquel enigma que indagaste en vano
  a lo largo del tiempo y de sus días.
  Puedo ser todo. Déjame en la sombra.

  LA MONEDA DE HIERRO

  Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
  las dos contrarias caras que serán la respuesta
  de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
  ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?
  Miremos. En el orbe superior se entretejen
  el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
  y las inalterables estrellas planetarias.
  Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.
  La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
  En ese laberinto puro está tu reflejo.
  Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
  que es también un espejo mágico. Su reverso
  es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
  De hierro las dos caras labran un solo eco.
  Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
  Dios es el inasible centro de la sortija.
  No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
  Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
  En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
  en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.

  *NOTAS

  *Unos sueños. Ciertas páginas de este libro fueron dones de sueños. Una, «Ein Traum», me fue dictada una mañana en East Lansing, sin que yo la entendiera y sin que me inquietara sensiblemente; pude transcribirla después, palabra por palabra. Se trata, claro está, de una mera curiosidad psicológica o, si el lector es muy generoso, de una inofensiva parábola del solipsismo. La visión del rey muerto corresponde a una auténtica «Pesadilla». «Heráclito» es una involuntaria variación de «La busca de Averroes», que data de 1949.
  *Herman Melville. «Es el azul Proteo.» La hipálage es de Ovidio y la repite Ben Jonson.
  *La suerte de la espada. Esta composición es el deliberado reverso de «Juan Muraña» y de «El encuentro», que datan de 1970.

Fuente:
EMECÉ Editores.

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