Viernes 18 de julio.
🍷 De Sobremesa en Los Yoses Con el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Obra comentada: La muerte de Virgilio — Hermann Broch
🕯️ Entrada narrativa (inicio de la velada): “La noche y la madrugada se escurría entre las cortinas de lino cuando entré en la mansión de Pugliatti. El Chianti respiraba en su copa y el rigatoni humeaba como un poema sin pronunciar. 'Hoy el postre será Virgilio', dijo Enrico, mientras colocaba un libro desgastado con márgenes repletos de anotaciones en latín.” E inició leyendo con su voz melodiosa y bello acento italiano el siguiente fragmento de La Muerte de Virgilio.
📖 Fragmento del diálogo reflexivo (composición colaborativa):
Agua - El arribo
Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito.
De
las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila, sólo la
primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro, pertenecían a
la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e imponentes, con diez o
doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa construcción que distinguía a la
corte augustal; y en el centro la más suntuosa, con su proa recubierta de
bronce reluciente como el oro, relucientes como el oro las cabezas leoninas con
sus anillas bajo la borda, los obenques llenos de gallardetes multicolores,
llevaba, solemne y grande, la tienda del César entre velas de púrpura. En
cambio, sobre la nave que le seguía inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida, y en su frente estaba escrito el
signo de la muerte.
Expuesto al mareo, en tensión por la constante
amenaza de un acceso, no se había atrevido a moverse durante todo el día,
mientras que aun encadenado a su lecho, levantado para él en el centro de la
nave, se sentía, es decir sentía su cuerpo y su vida física (que ya desde
muchos años a duras penas podía reconocer como algo suyo) semejantes a un solo
recuerdo nostálgico y regustado de la liberación por la que se había sentido colmado,
cuando alcanzaron la zona costera más calma; y este cansancio oscilante,
tranquilizador y sosegado, se hubiera convertido tal vez en una felicidad casi
perfecta, si no hubieran reaparecido —a pesar del aire fuerte y saludable del
mar— la tos torturante, la relajación provocada por la fiebre de todas las
tardes, la angustia de todas esas tardes. Así yacía él en ese lecho, él, el
poeta de la Eneida, él, Publio
Virgilio Marón; en ese lecho yacía con amenguada conciencia, casi avergonzado
por su desamparo, casi exasperado por ese destino, y miraba fijamente la
nacarada redondez de la bóveda celeste: pero, ¿por qué había cedido a la
insistencia del Augusto?, ¿por qué se había alejado de Atenas? Ahora se había
desvanecido la esperanza de que el sagrado y gozoso cielo de Homero
favoreciera, propicio, la terminación de la Eneida;
se había desvanecido cualquier esperanza de la inconmensurable novedad que
hubiera debido surgir, la esperanza de una existencia filosófica y científica,
alejada del arte y de la poesía, en la ciudad de Platón; se había desvanecido
la esperanza de poder pisar jamás la tierra jónica: ¡oh, había desaparecido la
esperanza en el milagro, del conocimiento y en la salvación por el
conocimiento! ¿Por qué había renunciado a ella? ¿Voluntariamente? ¡No! Había
sido casi una orden de las fuerzas ineludibles de la vida, de aquellas
indeclinables fuerzas del destino que nunca desaparecen completamente, aunque
por momentos se ocultan en lo infraterreno, en lo invisible, en lo inaudible,
pero inquebrantablemente presentes como amenaza inexplorable de las potencias a
las que nunca es posible sustraerse, a las que siempre hay que someterse: era
el destino. Él se había dejado llevar por el destino y el destino lo llevaba al
final. ¿No había sido siempre ésta la forma de su vida? ¿Había vivido él alguna
vez de otro modo? ¿Habían significado para él otra cosa, tal vez, la nacarada
concha del cielo, el mar primaveral, el cantar de las montañas y ese cantar
doloroso en su pecho, la voz de la flauta del dios, otra cosa distinta de un
lance que, como un vaso de las esferas, le acogería pronto para llevarle al
infinito? Campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser
terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afincada en
la comunidad del terruño; un campesino a quien, de acuerdo con su origen,
hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse y que, de acuerdo con un
destino más alto, no había abandonado la patria, pero tampoco había sido dejado
en ella; había sido expulsado, fuera de la comunidad, e impelido en la más
desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido
echado de la sencillez de su origen, expulsado al ancho mundo hacia una
multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más
grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que
única y realmente había aumentado: sólo al borde de sus campos había caminado,
sólo al borde de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin
paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la
obra, uno que ama y sin embargo perseguido, un vagabundo a través de las
pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida. Y hoy, casi al fin
de sus fuerzas, al fin de su fuga, al fin de su búsqueda, ahora que ya se había
afanado y preparado para la despedida, afanado para la aceptación y preparado
para admitir la última soledad, para entrar en el camino interior de vuelta
hacia ella, el destino se había adueñado otra vez de él con sus fuerzas, le
había prohibido una vez más la sencillez y el origen y la intimidad, le había
desviado una vez más de la ruta del retorno, cambiándola por la senda de la
multiplicidad de lo externo, le había obligado a volver al mal que había ensombrecido
toda su vida; era como si el destino no le reservara ya más que la única
sencillez: la de morir. Sobre él chirriaban las vergas en las jarcias y el
chirrido se mezclaba al suave clamor de las velas hinchadas; oía el resbalar de
espuma en la estela y la lluvia de plata que comenzaba a saltar cada vez que se
alzaban los remos; oía el grave rechinar de esos remos en los toletes y el
cortante chasquear del agua cada vez que volvían a sumergirse; sentía el leve y
equilibrado impulso del barco hacia adelante, al compás de la masa
multicentenar de los remos; veía deslizarse la línea de la costa con su cenefa
blanca, y pensaba en los cuerpos de los mudos esclavos encadenados en el
vientre de la nave, ese vientre sofocante y abierto, pestilente, tronante. El
mismo compás de impulso, como trueno sordo, salpicado de plata, llegaba de las
dos naves cercanas, de la más vecina y de la siguiente, parecido a un eco que
se prolongara sobre todos los mares y por todos ellos fuera contestado, porque
así van por doquiera, cargados con hombres, cargados con armas, cargados de
granos, de mármol, de aceite, de vino, de especias, de sedas, cargados de
esclavos; esta navegación universal, que canjea y comercia, una de las peores
entre las muchas corrupciones del mundo. Ahí, sobre esas naves, no se
transportaban ciertamente mercancías, sino vientres golosos, el personal de la
corte: toda la popa, hasta la cubierta, había sido dedicada a su alimentación;
desde la mañana temprano resonaban allí los ruidos del comer y, constantemente,
rodeaban el espacio del comedor grupos de personas ávidas, espiando dónde
quedara libre un lugar en el triclinio, prontas a precipitarse sobre él en
lucha con los competidores, ansiosas también de poderse tender finalmente para
a su vez comenzar o recomenzar con los manjares; los sirvientes de pie ligero,
jovencitos finamente presentados, no pocos entre ellos lindos y mórbidos, pero
ahora cansados y sudorosos, no tenían ya aliento, y su jefe, eternamente
sonriente, con la fría mirada en los ángulos de los ojos y las manos
cortésmente abiertas a la propina, corría él mismo en las dos direcciones por
la cubierta porque, además de la dirección del banquete, debía cuidar de
aquellos que —sorprendentemente numerosos— parecían satisfechos y se concedían
otros placeres, unos paseándose con las manos sobre el vientre o unidas en el
trasero, otros en cambio discutiendo con amplios gestos, estos dormitando o
roncando sobre sus lechos, cubierta la cara con la toga, aquellos sentados ante
las mesas de juego —que debían ser alimentados y atendidos con bocaditos que se
les llevaban y ofrecían por las cubiertas sobre grandes fuentes de plata—, en
previsión de un hambre que podía anunciarse renovada a cada instante, para
prevención de una gula cuya expresión estaba clara e indeleblemente marcada en
la cara de todos ellos, los bien alimentados y los magros, los tardos y los
ágiles, los paseantes como los sentados, los despiertos como los dormidos, a
veces esculpida, a veces incrustada, aguda o levemente, más perversa o más
bondadosa, como de lobo, de zorro, de gato, de loro, de caballo, de tiburón,
pero siempre dirigida a un goce horrendo de algún modo encerrado en sí mismo,
ávido por una posesión insaciable, ávido por un tráfico de mercancías, dineros,
cargos y honores, ávido por la laboriosa inacción del poseedor. Por doquier
había alguien metiendo algo en la boca, por doquier ardía la ansiedad, ardía la
codicia, desarraigada, pronta a tragar, tragándolo todo; su hálito vibraba
sobre la cubierta, lo llevaba el impulsivo compás de los remos, implacable,
imponiendo su presencia: toda la nave vibraba de avidez. ¡Oh, bien se merecían
ser representados alguna vez con exactitud! ¡Un canto de la codicia debía
estarles dedicado! Mas ¿de qué serviría ahora? Nada puede el poeta, ningún mal
puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no
cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el
conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor?
¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado,
porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni
el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias; ay, le
era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien
conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que
aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del
remo, llena de amargura, amargamente dura; para quien la una vale exactamente
lo mismo que la otra: ¡un tributo adecuado al usuario, recibido y asumido como
disfrute de un tributo! Allí no había solamente vividores que holgaban y comían
alrededor de él, aunque el Augusto debía tolerar a muchos de esa calaña en su
proximidad; no, muchos de ellos habían prestado ya meritorios y loables
servicios de toda clase; pero de lo que eran de ordinario, habían borrado la
parte mayor durante la inacción del viaje, con una manera casi sibarítica de desnudarse
a sí mismos, y les había quedado intacto solamente su ciego orgullo en confusa
codicia, en un crepúsculo lleno de avidez. Abajo, en la persistente tiniebla de
abajo, impulso tras impulso, trabajaba espléndida, salvaje, animal,
infrahumana, la sometida masa de los remeros. Los que se hallaban allá abajo no
le comprendían ni se cuidaban de él; éstos, aquí arriba, afirmaban que le
veneraban y hasta lo creían; entretanto, como siempre le había sido indiferente
que pensaran amar sus obras por mentido gusto o que le manifestaran veneración,
mintiendo también, porque era amigo del César, él, Publio Virgilio Marón, no
tenía nada en común con ellos, aunque el destino le hubiese empujado dentro de
su círculo; le asqueaban, y si como un saludo anticipado del ocaso no hubiera
comenzado a soplar la brisa de la costa, si su soplo no hubiese barrido de la
nave el hedor del banquete y de la cocina, el mareo le hubiera asaltado otra
vez. Se cercioró de que el cofre con el manuscrito de la Eneida estaba intacto a su lado y, echando una mirada a la
constelación occidental que se hundía en lo profundo, se subió la manta hasta
debajo del mentón: sentía frío.
De vez en cuando, ciertamente, le entraban
ganas de dirigirse hacia esa horda humana que alborotaba detrás de él, casi
curioso por todo lo que podían hacer aún; pero lo dejaba, y era mejor no
hacerlo; hasta le pareció, cada vez más, que le estaba prohibido volverse hacia
ellos.
Por eso estuvo quieto. El primer anticipo del
crepúsculo se tendía claro por el cielo, se tendía delicado sobre el mundo,
cuando llegaron a la estrecha entrada de Brindis, semejante a un río; hacía más
fresco, pero el tiempo era también más suave; el aliento salino se mezclaba con
el aire más pesado de la tierra, en cuyo canal penetraban ahora las naves, una
tras otra, disminuyendo la marcha. El elemento de Poseidón se tornó gris como
el hierro, plomizo, sin que ningún oleaje lo encrespara ya. Sobre los almenares
de las fortalezas, a la derecha y a la izquierda del canal, se habían dispuesto
las tropas de la plaza en honor del César, tal vez también como primer saludo
de cumpleaños, porque Octaviano Augusto volvía a casa para festejar su
natalicio; dentro de dos días, sí, pasado mañana, debía ser festejado en Roma:
cuarenta y tres años cumplía el Octaviano que navegaba allí delante. Roncos
subían de las orillas los vítores de las tropas; a cada grito, los
portaestandartes alzaban el rojo vexillum,
corta y diestramente, por las alas de los manípulos, para abatirlo luego ante
el dominador, el asta oblicua contra el suelo; en fin, lo que allí ocurría era
la poderosa y sobria salutación, como la prescribía el reglamento militar,
minuciosamente correcta en su rudeza soldadesca y, a pesar de todo,
notablemente suave, notablemente crepuscular; se hubiera podido considerarla
casi como un ensueño, por lo borrosos y pequeños que aleteaban los gritos en la
amplitud de la luz, por lo muy otoñal que se marchitaba el rojo de los
estandartes, sombreado por el firmamento que desde arriba declinaba hacia el
gris. La luz es más grande que la tierra, la tierra es más grande que el hombre
y nunca jamás puede hacer pie el hombre, hasta que no respira hacia la patria,
regresando a la tierra, terrenalmente retornando a la luz, recibiendo
terrenalmente la luz sobre la tierra, recibido por la luz sólo a través de
ella, tierra que se torna luz. Y nunca está la tierra en más íntima vecindad
con la luz, nunca la luz en más confiada vecindad con la tierra, que en el
crepúsculo adherido a los dos límites de la noche. Todavía dormitaba la noche
en la profundidad de las aguas, pero iba deslizándose hacia arriba en diminutas
ondas silenciosas; por doquiera en el espejo del mar, sin distinción posible
entre el arriba y el abajo, surgían las ondas mudas y aterciopeladas del fondo
de la noche, las ondas del segundo infinito, de lo suprainfinito brotando en su
eterno parto, y comenzaron a verter dulce y quedamente su aliento sobre el
centelleo. La luz no venía ya de arriba, estaba suspendida en sí misma y, en sí
misma suspendida, brillaba todavía, es cierto, pero ya no alumbraba, de modo
que aun el paisaje sobre el cual pendía, parecía limitado a su propia extraña
luz. Tañer de grillos, con miles de voces, pero en un solo tono sostenido,
penetrante, pero plácido en su regularidad, sin altos ni bajos, llenaba con su
sibilar la tierra entenebrada; sin fin... Debajo de las fortificaciones, hasta
la orilla de piedra, las pendientes mostraban una rala hierba y, por mezquina
que fuera, lo que brotaba era paz, era calma nocturna, era oscuridad de raíces,
era oscuridad de la tierra, difundida entre la pálida luz. Luego toda ella se
volvió más concentrada, más rica en plantas, más plena en el color, y, muy
pronto, quedaron absorbidos en ella también los arbustos, mientras en las lomas
de las colinas, arriba, entre parcelas campesinas con sus cercados de piedra,
aparecían los primeros olivos, grises como el tenue rayo de niebla del
crepúsculo cada vez más denso. Entonces se tomó irrefrenable el deseo de
extender la mano hacia esa ¡ay! tan lejana orilla, de hurgar en la oscuridad de
los arbustos, de sentir entre los dedos las hojas brotadas de la tierra, de
retenerlas para siempre... El deseo temblaba en sus manos, temblaba en los
dedos por el ansia irrefrenable de la verde hojarasca, de los flexibles rabillos
de las hojas, de sus bordes ásperos y suaves, de su dura carne viva; lo sentía
anhelante, cuando cerraba los ojos y era una asombrosa nostalgia sensorial
sensitivamente ingenua y sobrecogedora, como la masculina rudeza huesosa de su
puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y percibir, como su fina
nervadura de delgados tendones, casi femenina; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura
y rugosidad de la corteza, vitalidad del múltiple brotar, oscuridad en la
tierra ramificada en sí misma y hecha como un cuerpo! ¡Oh mano, mano sensitiva
palpante, acogedora, englobante, oh dedo y yema ruda y suave y blanda, piel
viva, superficie suprema de la oscuridad del alma, abierta en las manos
elevadas! Siempre había sentido en sus manos ese extraño y casi volcánico pulsar,
siempre le había acompañado una instintiva idea de una extraña vida propia de
sus manos, una idea vaga de que estaba vedado por siempre jamás trasponer el
umbral del saber, como si sospechara un turbio peligro en ese saber; y cuando,
según costumbre, como lo hacía también ahora, daba vuelta a su sello, engarzado
en el dedo de su diestra, finamente labrado, hasta el punto casi de parecer
poco viril, era como si con ello pudiera conjurar aquel turbio peligro, como si
pudiera calmar así la nostalgia de las manos, como si con eso pudiera llevarla
a una especie de autocontrol, aliviando su angustia, la nostálgica angustia de
manos de campesino que ya jamás podían tomar el arado ni la semilla, y por eso
habían aprendido a asir lo inasible; la profética angustia de manos a cuya
voluntad de forma, privada de la tierra, nada le había quedado fuera de su
propia vida en el todo inasible, en peligro y peligrosas, tan hondamente
hundidas en la nada y convencidas de su peligrosidad, que el presentimiento de
la angustia, en cierto modo elevado sobre sí mismo, se tomó un esfuerzo
irrefrenable, el esfuerzo de establecer la unidad de la vida humana, de
conservar la unidad de la nostalgia humana, y de impedir así su descomposición
en un enjambre de pequeñas vidas parciales, pequeñas en su nostalgia y
nostálgicas de lo pequeño; y es que no basta la nostalgia de las manos, no
basta la nostalgia de los ojos, no basta la nostalgia del oído, es que sólo
basta la nostalgia del corazón y de la mente en su comunidad, la totalidad
nostálgica del infinito interior y exterior, que mire, espíe, comprenda y
respire en una unidad doblemente respirada, es que sólo a ella le está
concedido superar la turbia ceguera sin esperanza del aislamiento y su
angustia, sólo en ella se da el doble desarrollo desde las raíces cognitivas
del ser, y esto él lo presentía, lo había presentido siempre —¡oh nostalgia de
aquel que es siempre sólo huésped y sólo huésped puede ser siempre, oh
nostalgia del hombre!—; esto había sido siempre su atisbar lleno de presentimientos,
su alentar lleno de presagios, su pensar lleno de prenuncios, atisbado,
alentado y pensado dentro del torrente luminoso del todo, en la ciencia
inaccesible del todo, en el nunca cumplido acercamiento a la infinitud del
todo, inalcanzable hasta en el borde más externo, tanto que la mano anhelante
de nostalgia ni siquiera se atreve a tocarlo. Pero acercamiento era sin
embargo, en acercamiento se quedaba, y un atisbar que respira y espera era sólo
su pensamiento; al acecho en el doble abismo de las esferas de Poseidón y
Vulcano, las une a ambas, porque las dos tienen sobre sí en común la bóveda del
cielo de Júpiter. Abierta y cambiante era la luz crepuscular, era lo respirable
tan escurridizo como el líquido elemento cortado por las quillas, baño líquido
de lo interior y lo exterior, baño líquido del alma, fluyendo lo respirable del
más acá al más allá, del más allá al más acá, desvelada puerta del saber, nunca
él mismo y sin embargo ya presentimiento de él, presentimiento de la entrada,
presentimiento del camino, presentimiento oscuro del oscuro viaje. Delante, en
la proa, cantaba un esclavo músico; probablemente la compañía allí reunida, su
ruido absorbido por la quietud del atardecer, había tomado para sí al joven,
presintiendo el retorno también ella, y después de una breve pausa para templar
la lira y otra breve espera de norma artística, había resonado y flotaba la
canción sin nombre del muchacho sin nombre, irradiando dulcemente el canto,
aleteando como un soplo, semejante a los colores de un arco iris en el cielo
nocturno, irradiando dulcemente el sonido de las cuerdas, delicado como el
marfil, obra humana el canto, obra humana el sonido de las cuerdas, pero
alejado de los hombres hasta más allá del origen de los hombres, liberada de
los hombres, liberada del sufrimiento, éter de las esferas que se canta a sí
mismo. Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas
difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como
si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la
voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la
vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso
mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo
único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo
infinito, sólo lo retenido —ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan
verdaderamente orientador?—, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea
un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna,
se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo,
ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre
la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo,
cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y
mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a
pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su
cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.
La canción guio, pero ya no por mucho tiempo;
la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la
canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se
abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo
plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la
vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la
niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para
dejar en primer lugar la nave del César, y entonces —bajo la suave
inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como
algo único e infinito— comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin
peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y
naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto
más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de
las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de
las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud,
masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba
sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la
inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo,
reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba
por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la
bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la
magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas
portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos;
estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente
a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban
antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente
misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero;
alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre
los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una
enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de
un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban,
golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno
de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo
enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo
por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin
ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del
cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el
sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en
ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor,
desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la
persona del Uno.
Esta era pues la masa para la que vivía el
César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias
y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa
para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida
de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de
nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin
la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también
el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no
tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y
cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes
cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar!
¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y éstos eran los
ítalos de la Eneida! Desventura, un
lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable,
inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien
mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin
oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en
infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo
él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí
estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo
Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el
Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un
sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que
incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador
como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de
una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que
apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con
la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una
responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida
de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también
tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida
y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso
aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la
desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción
verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el
conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la
que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad...
¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento
hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?!
¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que
muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de
espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho,
sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de
impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni
siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse
del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de
lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque
dondequiera había estado —no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas—
hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente
arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su
alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la
transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del
ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su
origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la
vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada
de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente
infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a
la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad
descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había
sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a
oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la
ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba
insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas,
voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la
cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento
gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia,
imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera.
Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba
firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo
pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos,
cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del
arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun
cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí,
casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente
caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi
apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo,
su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo
infrahumano.
Sí, hubiera sido agradable dejarse llevar por
una sensación desfalleciente, para sustraerse así a la algazara, para cerrarse
a los vítores de la muchedumbre, al volcánico y subterráneo clamoreo que sin
pausas, como si nunca quisiera acabar, fluía en poderosas ondas desde la plaza;
pero esa fuga estaba prohibida, sin contar que podía llevar hasta la muerte,
porque superior a toda energía era el imperativo de asir la menor partícula de
tiempo, la menor partícula del acontecer, para incorporarla al recuerdo, como
si con ella pudiera estar preservado de todas las muertes para todos los
tiempos; él se aferraba a la conciencia, se aferraba a ella con la fuerza de
quien siente acercarse lo más importante de su vida terrena y está lleno de la
angustia de poder perderlo, y la conciencia, mantenida alerta por la despierta
angustia, obedecía a su voluntad: nada se le escapaba, ni los gestos
preocupados y el vacío apoyo del médico auxiliar de juvenil rostro afeitado y
excesivamente pulcro, que por orden del Augusto estaba ahora a su lado, ni los
rostros torpemente extrañados de los cargadores que habían subido a bordo una
litera para llevárselo, enfermo y débil, como una cosa frágil y distinguida; él
lo observó todo, debía retenerlo todo; notó la mirada encarcelada de sus ojos,
notó el huraño tono de refunfuño con que se entendían los cuatro hombres,
cuando levantaron su carga sobre los hombros, notó el olor agresivamente
salvaje y maligno del sudor de sus cuerpos; pero no se le escapó tampoco que su
toga había quedado allí y que ahora la llevaba un muchacho de negros rizos y
aspecto realmente infantil, que había recogido la prenda con un rápido salto.
Ciertamente, la toga era menos importante que el cofre del manuscrito, del que
había encargado a dos cargadores pegados a la litera; de todos modos una
pequeña porción de la vigilancia a la que se sentía obligado y se obligaba a sí
mismo, pese a todas las veleidades del cansancio que trataban de atontarlo,
podía recaer también sobre la toga, y ahora se preguntaba de dónde había
surgido el chiquillo, que le parecía extrañamente conocido y familiar y que no
había advertido en todo el viaje; era un jovencito algo tosco, un poco torpe a
la manera campesina, por cierto ningún esclavo, por cierto ningún sirviente, y
mientras infantilmente, con claros ojos en el rostro moreno, se apoyaba en la
borda, esperando, porque en todas partes había demoras, echaba disimuladamente,
de tarde en tarde, una mirada hacia la litera, torciendo luego los ojos suave,
divertido, tímidamente, apenas se sentía observado en su acción. ¿Juego de
miradas? ¿Juego de amor? ¿Una vez más sería arrastrado él, un enfermo, al
doloroso juego de una existencia locamente deliciosa, una vez más arrastrado
él, un yacente, al juego de una persona erguida? ¡Oh, ellos, los erguidos, no
saben cómo está entretejida la muerte en sus ojos y en sus rostros, se niegan a
saberlo, quieren solamente seguir jugando el juego de sus atractivos y de su
complicación recíproca, el juego de su preparación al beso, con los ojos loca y
amablemente fijos en los ojos, y no saben que todo yacer para el amor es
siempre también un yacer para la muerte! Pero el que yace irremediablemente,
sabe de eso y casi se avergüenza de haber caminado él mismo erguido un tiempo,
de haber él mismo un tiempo —¿cuándo fue? ¿fue en tiempos anteriores al
recuerdo o sólo meses antes?— participado en el juego vital amablemente
inconsciente, amablemente ciego; y casi siente el desprecio con que piensan en
él los enredados en el juego, porque ya está excluido y yace allí desamparado,
sí, casi lo siente como una alabanza. Pues no es dulce atracción la verdad de
la mirada, no; sólo con sus lágrimas se torna vidente, sólo en el dolor es un
ojo que ve, sólo sus propias lágrimas le llenan con las del mundo, colmado de
verdad con el húmedo olvido de todo ser. ¡Oh, sólo al despertar entre lágrimas,
la muerte en vida, en que se hallan y del que dependen los enredados en el
juego, se torna vida que descubre la muerte, que descubre el todo! Y por eso
justamente también el jovencito —¿qué rasgos tenía? ¿eran de un pasado anterior
al recuerdo o los de un pasado muy reciente?—, por eso justamente debía mejor
desviar la mirada y no desear seguir un juego que como pasatiempo era ya
extemporáneo; demasiado discordante resultaba que esta mirada pudiera sonreír
por sobre el propio entrelazamiento con la muerte; demasiado chocante era que
fuese dirigida a un yacente cuyos ojos no podían ya dar una respuesta, ay, no
querían ya darla; demasiado chocante era lo extravagante, lo amable, lo
doloroso entre un infierno de ruido y de fuego, petrificado de ciego trajín, en
medio del acoso humano, sin apenas una huella de humanidad. Tres puentes habían
sido tendidos de la nave al muelle, el de popa reservado para los huéspedes del
viaje, por cierto insuficiente para la impaciencia que se había tornado
impetuosa, los otros dos en cambio destinados para la descarga de las
mercancías y los equipajes; y mientras los esclavos dedicados a esta tarea en
larga fila serpeante, a menudo ligados uno a otro como perros en parejas con
collares y cadenas, pueblo multicolor de mirada sin dignidad, todavía humanos y
ya no humanos, sólo criaturas movidas y azuzadas, figuras en harapos o
semidesnudas, brillantes de sudor a la cruda luz de las antorchas, ¡horror!,
¡espanto!, mientras corrían por la pasarela del medio, para abandonar luego la
nave a proa, encorvado casi en ángulo recto el cuerpo bajo el peso de cajas,
sacos y cofres, mientras todo esto ocurría, los contramaestres encargados de
vigilarlos, uno en cada extremo de cada planchada, agitaban automáticamente los
cortos látigos sobre los cuerpos que pasaban delante de ellos, sin elegir, a
ciegas simplemente, golpeando con la crueldad sin sentido y apenas cruel ya de
un poder ilimitado, sin razón verdadera alguna, porque esa gente se apresuraba
de suyo en la medida de sus pulmones, sin saber casi cómo lo hacían, más aún ni
siquiera se agachaban cuando caía el látigo, sino que más bien hacían una mueca
como una sonrisa; un pequeño sirio negro, alcanzado justamente al llegar a
cubierta, con tranquilidad, sin hacer caso del rastro lívido en su espalda,
acomodó los harapos que había colocado bajo el collar, para evitar lo más
posible el roce con la clavícula, y sólo murmuró con una mueca hacia la litera
levantada: «¡Baja, gran rey, baja; tú también puedes probar una vez cómo nos
sabe a nosotros!» La contestación fue un nuevo arranque del látigo; mientras
tanto el pequeño, ya advertido, había dado un rápido salto; la cadena se estiró
reciamente y el golpe silbó en el hombro del compañero de esclavitud arrastrado
por el impulso hacia adelante, un parto enorme, de rojo cabello y espesa barba,
que, así como sorprendido, volvió la cabeza, y en esa mitad de la cara, que
presentaba, entre una confusión de cicatrices desagradables —era sin duda un
prisionero de guerra—, rojo y sangriento y fijo, un ojo vaciado, reventado,
abierto, fijo y, a pesar de toda su ceguera, realmente sorprendido, porque aun
antes de ser empujado hacia adelante por la fila que empujaba hacia delante con
ruido de cadenas, un nuevo golpe había silbado otra vez alrededor de su cabeza,
ciertamente porque ya había partido al mismo tiempo, y le había dividido la
oreja con un sangriento tajo. Todo esto había durado apenas el tiempo de un
breve latido de corazón, pero, a pesar de eso, lo suficiente como para
interrumpir ese latido; ¡era infame contemplar eso y no emprender el menor
intento de intervención —incapaz y tal vez hasta reluctante a intervenir—,
hasta era infame tratar de retener ese hecho, infame un recuerdo en el cual
también eso debía quedar anotado para la eternidad! Desmemoriado había sido el
sarcasmo del pequeño sirio, desmemoriado, como si no hubiera más que un
desolado y violentado presente, sin futuro y por eso también sin pasado, sin
después y por eso también sin antes, como si ambos encadenados nunca hubiesen
sido niños, nunca hubiesen jugado en los campos de la juventud, como si en su
patria no hubiera montañas, praderas, flores, ni siquiera un arroyo al fondo
del atardecer, sonando en el valle lejano. ¡Oh, qué infame depender de la
propia memoria, preocuparse por ella y cuidarla! ¡Oh recuerdo indestructible,
recuerdo del ondular del trigo, lleno de campos, lleno del chasquear del bosque
rumoroso con sus frescas paredes, lleno de los bosques de la juventud, ebrios a
la mañana los ojos, ebrio a la tarde el corazón, verdor tembloroso que se abre
y gris trémulo que declina, oh ciencia del arribo y del retorno, esplendor del
recuerdo! Mas golpeado el vencido, aclamado salvajemente el vencedor, frío como
la piedra el lugar del suceso, la mirada abrasadora y abrasadora la ceguera,
¿para qué ser inhallable valía ya la pena mantenerse despierto? ¿por qué futuro
valía ya la pena el indecible esfuerzo del recuerdo? ¿en qué futuro iba a poder
aún penetrar? ¿es que había futuro?
Las planchas del puente cedieron un momento,
cuando la litera pasó sobre ellas al paso uniforme de los cargadores; abajo
fluctuaba lenta el agua negra, estrechada entre la negra y pesada mole de la
nave y el negro y pesado murallón del muelle, el elemento liso y denso
respirando de sí, respirando suciedad, sobras y hojas de legumbres y melones en
descomposición, todo lo que fermentaba abajo, flojas oleadas de un grave
aliento dulzón de muerte, oleadas de una vida en podredumbre, la única que
puede existir entre las piedras, viviente ahora sólo en la esperanza del
renacimiento de su putrefacción. Así era allí abajo; aquí arriba en cambio
estaban las varas impecablemente labradas, doradas y adornadas de la litera
sobre los hombros de animales de carga de figura humana, animales de carga
alimentados como hombres y de habla humana, de sueño humano, de pensamiento
humano, y en el asiento de la litera impecablemente trabajado y tallado,
adornados su respaldo y sus brazos laterales con estrellas de áurea lámina,
descansaba un desecho, un enfermo, en él la putrefacción ya habitaba al acecho.
Todo esto era extremadamente discorde; en todo esto se escondía la oculta
desgracia, la rigidez de un suceder más perfecto que el hombre, aunque sea éste
mismo quien construye los muros, quien corta y manilla, curte la lonja del
látigo y forja cadenas. Imposible cerrarse a ello, imposible olvidar. Y lo que
siempre se quería olvidar, estaba allí de nuevo con figura real siempre
renovada, volvía de nuevo, como nuevos ojos, nueva algazara, nuevos latigazos,
nueva rigidez y nueva desventura, exigiendo todas estas cosas cada una para sí
su propio lugar, cohibiendo y constriñendo una a la otra en terrible contacto,
y sin embargo sumamente extrañas y discordes, entremezcladas todas entre sí.
Discorde como el contacto de las cosas entre sí se había vuelto también el
curso del tiempo; cada parte del tiempo no quería concordar con la otra: nunca
el ahora había estado tan claramente separado del antes; un abismo
profundamente cortado, sin puente alguno que lo cruzara, había convertido este
ahora en algo independiente, lo había separado irrecusablemente del antes, del
periplo y de todo lo que lo había precedido; le había separado de toda la vida
anterior, y él sin embargo, en el suave balanceo de la litera, apenas hubiera
sabido decir si la navegación seguía aún o si realmente estaban ya en tierra
firme. Miró por sobre un mar de cabezas; sobre un mar de cabezas estaba
suspendido, en medio de una rompiente de hombres, ciertamente hasta entonces
sólo al borde de ella, pues los primeros intentos de superar ese ondulante
obstáculo habían fracasado por completo. Aquí, en el amarradero de las naves de
la escolta, las disposiciones policiales eran mucho menos severas que al otro
lado donde se recibía al Augusto; y aunque algunos de los pasajeros lograron
penetrar allí, lanzándose de prisa, de modo que pudieron todavía unirse al
cortejo solemne que se formó dentro de la zona cerrada y que debía llevar al
César a la ciudad y al palacio, eso hubiera sido de todo punto imposible para
los portadores de la litera; el sirviente imperial que había sido asignado a la
pequeña escolta para acompañarla, guiarla y por así decirlo, vigilarla, era
demasiado cargado de años, demasiado pesado de cuerpo, demasiado débil y
también demasiado bondadoso como para lanzarse a abrirse paso con violencia;
era impotente y, como era impotente, debió limitarse a las quejas contra la
policía, que había permitido estas aglomeraciones de plebe y que, por lo menos,
hubiera debido colocar a su lado una guardia conveniente; y así, finalmente,
fueron empujados y llevados adelante sin meta a través de la plaza, a veces
atascados, otras impulsados y zarandeados en titubeante zigzag, una vez hacia
acá, otra vez hacia allá. Y representó un alivio inesperado el hecho de que el
muchacho les hubiera acompañado; como si hubiera tenido conocimiento en alguna
forma de la importancia del cofre del manuscrito, y esto era sumamente extraño,
cuidaba de que sus portadores se mantuvieran siempre muy juntos a la litera, y
mientras él mismo se mantenía al lado con la toga echada sobre el hombro y no
permitía la menor separación, miraba a hurtadillas hacia la litera,
transparentes los ojos, lleno de alegría y veneración. De las fachadas de las
casas y desde las calles fluía un pesado bochorno; llegaba en amplias oleadas
transversales, constantemente deshecho por la algazara y la aclamación sin fin,
por el hervor y el estrépito de la bestia multitudinaria, y, a pesar de ello,
inmóvil; aliento de agua, aliento de plantas, aliento de ciudad: un solo vaho
pesado de vida constreñida en bloques, de piedra y de su aparente
vitalidad en descomposición, humus del ser, cerca de la putrefacción y
elevándose desmedido de las cavidades recalentadas de piedra, elevándose a las
frías y pétreas estrellas con que comenzaba a cubrirse la interior cuenca del
cielo, que oscurecía en profunda y suave negrura. La vida brota de
profundidades inescrutables, penetrando a través de la piedra, muriendo ya en
este camino, muriendo y pudriéndose y helándose ya en el subir, en el subir
también ya evanescente; pero desde inescrutables alturas desciende lo
inexorable, frío como la piedra, aliento que desciende e ilumina oscuramente,
dominando con su contacto, petrificándose en roca del abismo, arriba y abajo lo
pétreo, como si fuera la última realidad de este mundo del más acá... y entre
esta corriente y la corriente antagónica, entre la noche y la antinoche, cual
roja brasa abajo, con claro destello arriba, flotaba en esta doble nocturnidad
en su litera, como si fuera una barca, cubierta por el mar encrespado de lo
vegetal-animal, levantada en el aliento frío de lo inexorable, impulsada hacia
mares tan enormemente enigmáticos y desconocidos, que era como un regreso;
pues, ola tras ola, las grandes áreas que su quilla había atravesado, áreas de
olas del recuerdo, áreas de olas de los mares, no se habían vuelto
transparentes, nada en ellas se había desvelado al conocimiento, sólo el enigma
había quedado; lleno de enigmas, el pasado llegaba desbordando sus orillas
hasta el interior entre el humo resinoso de las antorchas, entre el grávido
vaho de la ciudad, entre el denso y oscuro miasma de bestias salvajes de los
cuerpos, en medio de la plaza desconocida sentía el olor inconfundible,
imborrable del mar, su ser grandioso e innoble; tras él quedaban las naves, los
extraños pájaros de lo desconocido; todavía llegaban desde ellas las voces de
mando, luego el chirrido intermitente de un árgana de madera, luego un golpe de
címbalo, resonando con su canto profundo como un último eco del astro del día
hundido en el mar; más allá está el viento marino de las grandes superficies,
está su inquietud coronada de blanco miles de millones de veces, la sonrisa de
Poseidón, siempre pronta a convertirse en rugiente carcajada, cuando el dios
lanza sus caballos, y tras el mar, pero encerrándolo al mismo tiempo, están las
tierras que baña; todas las había atravesado, había pasado sobre su piedra,
sobre su humus, participando en lo vegetal y humano y animal, entretejido en
todo ello, impotente ante tanta incógnita, incapaz de dominarla, entreverado y
perdido en los acontecimientos y en las cosas, entreverado-perdido en las
tierras y en sus ciudades; ¡qué borroso estaba ya todo esto y sin embargo
cerca, cosas, países, ciudades; cómo estaban todos detrás de él, alrededor de
él, dentro de él; qué suyas eran, soleadas y talladas de sombras, ruidosas y
nocturnas, conocidas y enigmáticas, Atenas y Mantua y Nápoles y Cremona y Milán
y Brindis, ay, y Andes!... Todo llegaba hasta aquí, estaba aquí, en medio de la
balumba de luces de la plaza portuaria, rodeado por el aliento de lo
irrespirable, envuelto en el clamor de lo incomprensible, unido a una única
unidad, en la que la lejanía se tornaba en seguida vecindad y la vecindad
lejanía, y le obligaba, mientras se deslizaba por encima, rodeado de barbarie,
a una vigilia ingrávidamente suspensa; ante los ojos y en su conocimiento los
candentes infiernos, sabía a la vez su vida, la sabía llevada por el flujo y
reflujo de la noche, en la que se cruzan pasado y futuro; aquí lo sabía, en
esta encrucijada del presente inmersa en el fuego, rodeada de fuego en la plaza
costera, entre pasado y futuro, entre mar y tierra, él mismo en medio de la plaza,
como si le hubieran querido traer, por decisión del destino, al centro de su
propio ser, a la encrucijada de sus mundos, a su centro del mundo. Sin embargo
era solamente la plaza portuaria de Brindis.
Y aun cuando ése hubiera sido el centro del mundo,
justamente allí era imposible permanecer; el pueblo seguía entrando en la plaza
desde las calles, abovedadas con pancartas alegres y luminosas, y cada vez más
los portadores eran empujados de nuevo hacia afuera de la plaza, de modo que se
hizo de todo punto imposible alcanzar desde allí el cordón de soldados y el
cortejo del Augusto, que ya se había puesto en marcha entre músicas de
fanfarrias. La algazara había aumentado allí aún más, porque también la música
debía ser cubierta por los gritos, las aclamaciones y los silbidos, y, con el
ruido en aumento, aumentaban también la violencia y la falta de reparos en
empujar y forcejear, que casi se había vuelto meta y diversión de cada uno;
sólo que, en toda esa violencia, la facilidad y levedad de la suspensa vigilia,
que le rodeaba sólo a él, parecía haberse comunicado a toda la plaza, como una
segunda iluminación que se hubiera agregado visiblemente a la primera, sin
alterar nada de su dura y tenebrosa estridencia, haciéndola en cambio aún más
honda y, a pesar de ello, revelando una segunda causalidad en el presente
visible de las cosas, la despierta causalidad de la lejanía, inherente siempre
a toda proximidad, aun a la más asible e inmediata. Y como para demostrar
también esa sutil y lejana evidencia de una segunda causalidad, el jovencito se
encontraba ahora, de pronto, sin que nadie supiera desde qué momento, a la
cabeza de la escolta, y, como en un juego, blandiendo ligeramente una antorcha,
que evidentemente había arrebatado al hombre más cercano, la empleaba como arma
para abrir con ella un camino entre la multitud: «¡Abrid paso a Virgilio!», gritaba
alegremente y con descaro, «¡Abrid paso a vuestro poeta!», y aunque la gente se
hacía a un lado sólo porque allí traían a uno que pertenecía al César o porque
le resultaban extraños los ojos brillantes por la fiebre en la cara amarilla y
oscura del enfermo, había que agradecer sin embargo al pequeño guía que al
menos hubiera llamado su atención permitiendo así de algún modo el avance de la
comitiva. Ciertamente hubo atascos contra los cuales nada podía ni el pícaro
descaro del muchacho que llevaba la toga ni su encendida antorcha, y en estas
demoras tampoco servía para cosa alguna el espectral aspecto del enfermo; por
el contrario, el indiferente apartar de la mirada, al comienzo sólo defensivo,
se transformaba en esas ocasiones en una abierta aversión hacia el desagradable
espectáculo que llegó a convertirse en un murmullo entre tímido y belicoso,
para el cual halló justa expresión un bromista, de tan buen humor como mala
intención, con el grito:
... ¡Un hechicero! ¡El hechicero del César!
—¡Se echa de ver, majadero —contestó gritando
el jovencito—, que no has visto a un hechicero así en toda tu vida! ¡Es nuestro
hechicero mayor, el máximo!
Un par de manos se alzaron con los dedos
extendidos para contrarrestar el mal de ojo, y una meretriz cubierta de afeites
blancos, con una peluca rubia torcida sobre su calva cabeza, chilló hacia la
litera:
—¡Dame un filtro de amor!
—Sí, entre las piernas y bien fuerte —añadió
imitando su voz de falsete un joven semejante a un ganso y quemado por el sol,
probablemente un marinero, y aferró por detrás con sus dos brazos llenos de
tatuajes azules a la frágil y complaciente vocinglera—; un filtro así te lo
puedo dar yo y con mucho gusto. ¡Eso te lo doy yo!
—¡Abrid paso al hechicero, abrid paso!
—ordenaba el jovencito que apartó con el codo al ganso y, rápidamente, decidido
y en cierto modo por sorpresa, dobló hacia la derecha en dirección a un lado de
la plaza; gustosos siguieron los portadores con el cofre del manuscrito; algo
menos gustoso el sirviente-guardián; y siguieron a la litera los demás
esclavos, todos igualmente arrastrados detrás del joven por una invisible
cadena. ¿Adónde los llevaba, pues, el muchacho?, ¿de qué lejanía, de qué
profundidad del recuerdo había emergido?, ¿qué pasado, qué futuro le
determinaba?, ¿qué misteriosa necesidad?, ¿y de qué secreto pasado, a qué
secreto futuro era transportado?, ¿no era más bien una permanente suspensión en
el presente inconmensurable? Alrededor de él estaban las bocas que comían, las
bocas que rugían, las bocas que cantaban, las bocas que admiraban, las bocas
abiertas en los rostros cerrados; todas estaban abiertas, abiertas de par en
par, munidas de dientes detrás de los labios rojos y morados y pálidos, armadas
de lenguas; él miró hacia abajo sobre las redondas cabezas lanosas, musgosas,
de los esclavos portadores, miró de costado sus mandíbulas y la piel llena de
verrugas de sus mejillas, supo de la sangre que latía en ellos, de la saliva
que tenían que tragar, y supo algo de los pensamientos que caen en estas
máquinas de comer y trabajar, rígidas, torpes, desenfrenadas, y pasan, perdidos
sí, pero imperecederos, delicados y sordos, transparentes y oscuros, cayendo gota
a gota, gotas del alma; sabía de la nostalgia que no tiene paz ni siquiera en
la sensualidad más dolorosamente libertina, innata en todos ellos, en el ganso
como en su meretriz, insaciable nostalgia del hombre, que nunca se deja
aniquilar, a lo sumo torcerse hacia lo perverso y adverso, sin dejar sin
embargo de ser nostalgia. Alejado, y sin embargo indeciblemente cerca, suspenso
por la vigilia, pero inmerso en todo lo oscuro, vio el embotamiento de los
cuerpos sin rostro, vio cómo manaban semen y bebían semen, vio hincharse y
endurecerse sus miembros; vio y oyó lo oculto en el subir y bajar de su celo
ocasional, el júbilo salvaje, sordamente belicoso, de sus coitos y el
marchitarse sabihondo de su envejecer, y casi fue como si todo esto, toda esta
sabiduría le fuera comunicada a través de la nariz, respirada con el vaho
aturdidor en que yacía lo visible y lo audible, inspirada juntamente con el
múltiple vaho de las bestias humanas y de su forraje buscado diariamente en
común, por ellas diariamente englutido, mientras ahora que se había conquistado
finalmente un camino entre los cuerpos y la muchedumbre finalmente se tornaba
menos densa, como las luces que raleaban hacia el borde de la plaza, para
perderse al final totalmente, embebiéndose en las tinieblas, su olor, aunque
seguía flotando detrás, fue sustituido por el claro hedor a podredumbre de los
depósitos de pescado que delimitaban aquí la plaza portuaria y estaban ya
quietos y abandonados a esta hora de la noche. Dulzón y no menos descompuesto
se agregaba también el olor del mercado de frutas, lleno de un hálito de
fermentación, sin que pudiera distinguirse el perfume de las uvas rojizas, de
las ciruelas amarillentas, de las manzanas doradas, de los higos
subterráneamente negros, mezclado e imposible de distinguir por la putrefacción
común, y las losas pétreas del empedrado brillaban resbaladizas de pulpas
pisadas húmedas y sucias. Muy lejos estaba ahora el centro de la plaza detrás
de ellos, muy lejos las naves en el muelle, muy lejos el mar, muy lejos, aunque
no perdido para siempre; la gritería humana no era allí más que un lejano
zumbido, y de la música de las fanfarrias ya nada podía oírse.
Pugliatti:
“Esta novela no se lee: se invoca. Broch encierra al poeta en su última noche, no para hacerlo morir, sino para dejarlo transmigrar. Virgilio se convierte en símbolo: no del Imperio, sino de la renuncia a toda forma. ¿No es acaso el gesto más político, negarse a publicar La Eneida?”
Méndez Limbrick:
“Sí, y es también un gesto demoníaco en su ambigüedad. La palabra poética en Broch se alza como un rito salvaje contra la estructura. Como en el vuelo de Pepe la Urraca, el mundo se queda suspendido en el instante en que el símbolo duda de sí mismo.”
🔮 Cierre ritual: “La sobremesa concluyó entre sombras y vino derramado. Broch no fue digerido, fue invocado. Pugliatti encendió su pipa, y yo salí al jardín, donde el olivo parecía susurrar en hexámetros. El próximo sábado, quizá venga Simone Weil… o el demonio de la sintaxis que habita en una página de Joyce.”