Mostrando entradas con la etiqueta literatura alemana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura alemana. Mostrar todas las entradas

miércoles, 23 de julio de 2025

Enfermedad en la montaña Liturgia crítica sobre el tiempo detenido




 Comentario de Enrico Pugliatti.  

Selección de textos Méndez- Limbrick

sobre La Montaña Mágica:

*“La novela de Thomas Mann, si se permite el término sin juramento, es una geografía teológica del tiempo. El sanatorio de Davos no es un mero hospital; es una transfiguración espacio-temporal donde el lenguaje se convierte en atmósfera, y el pensamiento en niebla sagrada. En cada página se advierte una liturgia interna: Settembrini y Naphta no debaten, celebran una misa filosófica. Clavijo aquí no es un personaje, sino una parábola. Lo que hace Mann no es narrar: consagra.

La enfermedad se vuelve oráculo, el reposo una forma de revelación, y el protagonista—Hans Castorp—es un catecúmeno del espíritu europeo, que atraviesa un rito de iniciación hecho de nieve, febrícula y palabras. Lo leí tres veces: primero como semiótico, segundo como lector de Dante, tercero como exégeta del dolor. Y cada lectura fue una caída más honda en la caverna del símbolo.

Selección de textos.

Capítulo Primero

LA LLEGADA

Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas.

Pero desde Hamburgo hasta aquellas alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de abismos que en otro tiempo se consideraban insondables.

Pero el viaje, que tanto tiempo transcurre en línea recta, comienza de pronto a obstaculizarse. Hay paradas y complicaciones. En Rorschach, en territorio suizo, es preciso tomar de nuevo el ferrocarril; pero no se consigue llegar más que hasta Landquart, pequeña estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un ferrocarril de vía estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca bastante desprovista de encantos, y desde el instante en que la máquina, pequeña pero de tracción aparentemente excepcional, se pone en movimiento, comienza la parte que pudiéramos llamar aventurera del viaje, iniciando una subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin, ya que Landquart se halla situado a una altura todavía moderada. Se pasa por un camino rocoso, salvaje y áspero, de alta montaña.

Hans Castorp —tal es el nombre del joven— se encontraba solo, con el maletín de piel de cocodrilo, regalo de su tío y tutor, el cónsul Tienappel —para designarle desde ahora con su nombre—, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y su manta de viaje enrollada en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había levantado el cuello de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda. Cerca de él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean steamships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; pero ahora yacía abandonado y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su cubierta de motitas de grasa.

Dos jornadas de viaje alejan al hombre —y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera.

Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.

Hans Castorp iba también a experimentarlo. No tenía la intención de tomar este viaje particularmente en serio, de mezclar en él su vida interior, sino más bien de realizarlo rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa tal como había partido y reanudar su vida exactamente en el punto en que la abandonó por un instante. Ayer aún estaba absorbido totalmente por el curso ordinario de sus pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, en su examen y el porvenir inmediato: el comienzo de sus prácticas en casa de Tunder y Wilms (astilleros y talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado, por encima de las tres próximas semanas, una mirada todo lo impaciente que su carácter le permitía. Sin embargo, le parecía que las circunstancias exigían su plena atención y que no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida absolutamente inusuales, desmenuzadas y escasas, comenzó a agitarle, produciendo en él cierta inquietud. El país natal y el orden habían quedado no sólo muy lejos, sino también muchas toesas debajo de él, y la ascensión continuaba. Remontándose sobre esas cosas y lo desconocido, se preguntaba lo que sería de él allá arriba. Tal vez era imprudente y malsano dejarse llevar a esas regiones extremas para él, que había nacido y estaba habituado a respirar a unos metros apenas sobre el nivel del mar, sin pasar algunos días en un lugar intermedio. Deseaba llegar, pues pensaba que allí arriba se viviría como en todas partes y nada le recordaría, como ahora, en qué esferas impropias se encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina vomitaba penosamente masas oscuras de humo, verdes y negras, que se deshacían. A la derecha, el agua murmuraba en las profundidades; a la izquierda, abetos oscuros, entre bloques de rocas, se elevaban en un cielo gris pétreo. Túneles negros como hornos se sucedían y, cuando volvía la luz, se abrían profundos abismos con pequeñas aldeas en el fondo. Luego los abismos se cerraban y aparecían nuevos desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y cortaduras. Se detuvieron ante pequeñas y miserables estaciones, en terminales que el tren abandonaba en sentido inverso produciendo un efecto deplorable, pues ya no era posible saber en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas perspectivas del universo alpino, como torres sagradas y fantasmagóricas, que no tardaban en desaparecer de la mirada respetuosa del viajero. Hans Castorp se dijo que debía de haber dejado tras él la zona de los árboles frondosos y la de los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo que, poseído por el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos durante dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión había terminado, y que habían culminado el desfiladero. En medio de un valle el tren rodaba ahora más fácilmente.

Eran aproximadamente las ocho. Aún había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los bosques de abetos se elevaban por encima de las riberas y a lo largo de las vertientes, esparciéndose, perdiéndose, dejando tras ellos una masa rocosa y desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era Davos-Dorf, según Hans oyó que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al término de su viaje. De pronto, oyó cerca de él la voz tranquila y hamburguesada de su primo Joachim Ziemssen, que decía:

—¡Buenos días! ¿Vas a bajar?

Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un aspecto tan saludable como nunca le había visto. Joachim se echó a reír y dijo:

—¡Baja de una vez! ¡Parece que no quieras molestarte!

—¡Pero si aún no he llegado! —exclamó Hans Castorp, absorto y sin moverse de su asiento.

—Claro que has llegado. Éste es el pueblo. El sanatorio está muy cerca de aquí. He tomado un coche. Dame las maletas.

Riendo, confuso por la agitación de la llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le dio sus maletas, su manta de invierno enrollada en el bastón, el paraguas y finalmente el Ocean steamships. Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén para saludar a su primo de una manera más directa y en cierto modo personal; le saludó sin excesos, como conviene entre personas de costumbres sobrias y rígidas. Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus nombres, por temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida entre primos.

Un hombre de librea y gorra galoneada observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente —el joven Ziemssen con una rigidez militar— un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del equipaje de Hans Castorp. Era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y manifestó su intención de ir a buscar la maleta grande del visitante a la estación de Davos-Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a cenar. Como el hombre cojeaba visiblemente, Hans preguntó a Joachim:

—¿Es un veterano de guerra? ¿Por qué cojea de ese modo?

—¡Ésa sí que es buena! —contestó Joachim con cierta amargura—. ¡Vaya un veterano de guerra! A ése le pica la rodilla, o al menos le picaba, porque se hizo extraer la rótula.

Hans Castorp reflexionó lo más rápidamente posible.

—¡Ah, es eso! —exclamó.

Mientras andaba alzó la cabeza y se volvió ligeramente.

—¡Pero no me querrás hacer creer que todavía tienes algo! ¡Cualquiera diría que aún llevas el correaje y que acabas de regresar del campo de maniobras!

Y miró de soslayo a su primo.

Joachim era más ancho y alto que él; un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme. Era uno de esos tipos morenos que su rubia patria no deja de producir a veces, y su piel había adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo. Con sus grandes ojos negros y el pequeño bigote sobre unos labios carnosos y perfilados, hubiera sido verdaderamente bello de no tener las orejas demasiado separadas. Esas orejas habían sido su única preocupación, el gran dolor de su vida, hasta cierto momento. Ahora tenía otros problemas.

Hans Castorp siguió hablando:

—Supongo que regresarás enseguida conmigo. No creo que haya ningún impedimento.

—¿Regresar contigo? —preguntó el primo, y volvió hacia Castorp sus grandes ojos que siempre habían sido dulces, pero que durante los últimos cinco meses habían adquirido una expresión cansina, casi triste—. ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo?

—Pues dentro de tres semanas.

—¡Ya estás pensando en volver a casa! —contestó Joachim—. Espera un poco, acabas de llegar. Tres semanas no son nada para nosotros; pero para ti, que estás de visita, tres semanas son mucho tiempo. Comienza, pues, por aclimatarte; no es tan fácil, ya te darás cuenta. Además, el clima no es aquí la única cosa extraña. Verás cosas nuevas de todas clases, ¿sabes? Respecto a lo que dices sobre mí, eso no va tan deprisa. Lo de «regreso dentro de tres semanas» es una idea de allá abajo. Es verdad que estoy moreno, pero se debe a la reverberación del sol en la nieve, y esto no demuestra gran cosa, como Behrens siempre dice. En la última consulta general me anunció que aún tenía para unos seis meses.

—¿Seis meses? ¡Estás loco! —exclamó Hans Castorp. Ante la estación, que no se diferenciaba mucho de una especie de cuadra, tomaron asiento en el coche amarillo que les esperaba en una plaza empedrada, y mientras los dos caballos bayos comenzaban a tirar, Hans Castorp, indignado, se agitaba sobre el duro tapizado del asiento.

—¿Seis meses? ¡Si hace ya casi seis meses que estás aquí! Nadie dispone de tanto tiempo...

—¡Oh, el tiempo! —exclamó Joachim, y movió la cabeza varias veces hacia adelante, sin preocuparse de la honrada indignación de su primo— . No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás cuenta. —Y añadió— : Aquí las opiniones cambian.

Hans Castorp no cesaba de mirarle de reojo.

—¡Pero si te has recuperado de un modo magnífico! —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Sí? ¿Eso crees? —inquirió Joachim— . Bueno, es verdad, yo también lo creo —añadió, y se sentó más arriba en el almohadón, adquiriendo al mismo tiempo una posición más oblicua—. Me siento mejor —explicó—, pero a pesar de todo, no estoy completamente bien. A la izquierda, aquí arriba, donde antes se oía una especie de estertor, el sonido es aún un poco ronco; no es muy intenso, pero en la parte inferior aún se nota, y en el segundo espacio intercostal todavía se oyen ruidos.

—¡Qué sabio te has vuelto! —dijo Hans Castorp.

—Sí, y bien sabe Dios que es una ciencia ridicula; me gustaría haberla olvidado en el servicio militar —contestó Joachim—. Pero todavía expectoro —añadió, y encongiéndose de hombros en un gesto descuidado e irritado, mostró a su primo un objeto que sacó a medias del bolsillo interior de su abrigo y que se apresuró de nuevo a guardar: era un frasco plano y vacío, de cristal azul con un tapón de metal.

—La mayoría de nosotros aquí arriba llevamos esto —dijo— . Incluso tenemos un nombre para él, algo parecido a un apodo, bastante acertado, por cierto. ¿Contemplas el paisaje?

Era lo que hacía Hans Castorp y afirmó:

—¡Grandioso!

—¿Te parece? —preguntó Joachim.

Habían seguido un trecho del camino trazado irregularmente y paralelo a la vía del tren, en dirección al valle. Luego giraron a la izquierda y cruzaron la estrecha vía, atravesando un curso de agua y subiendo por un camino en ligera pendiente hacia la vertiente cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta que avanzaba ligeramente, con la fachada orientada hacia el sudeste, un edificio esbelto, coronado con una torre de cúpula y que a fuerza de miradores y balcones parecía de lejos agujereada y porosa como una esponja, acababa de encender sus primeras luces. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Un suave manto rojizo, que en un instante había animado el cielo cubierto, había palidecido, y en la naturaleza reinaba ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede a la entrada definitiva de la noche. El valle habitado se extendía ante ellos, alargado y ligeramente sinuoso, iluminado por todas partes, tanto en el fondo como en las vertientes, sobre todo en la de la derecha, que formaba un saliente en el que se escalonaban, como en marjales, las construcciones. A la izquierda algunos senderos subían a través de los prados y se perdían en la oscuridad musgosa de las selvas de coníferas. El telón de las montañas lejanas, más allá de la entrada del valle a partir de donde éste se estrechaba, era de un azul sobrio, de pizarra. Como el viento acababa de levantarse, la frescura de la noche comenzó a hacerse sentir.

—No, francamente no me parece que esto sea tan formidable —dijo Hans Castorp—. ¿Dónde están los glaciares, las cimas blancas y los gigantes de la montaña? Me parece que esas cosas no están tan arriba.

—Sí lo están —contestó Joachim—. Puedes ver, en casi todas partes, el límite de los árboles. Se perfila con una nitidez sorprendente; cuando los abetos se acaban, todo se acaba también; tras ellos, no hay nada más que rocas, como puedes ver. Al otro lado, a la derecha del Diente Negro, se distingue incluso un glaciar. ¿Ves el color azul? No es muy grande, pero es un glaciar auténtico, el glaciar de la Scaletta. El Pic Michel y el Tinzenhorn, en aquella grieta (no puedes verlos desde aquí), permanecen todo el año cubiertos de nieve.

—Nieves perpetuas —dijo Hans Castorp.

—Sí, perpetuas, si quieres. Todo esto está a gran altura, y nosotros mismos nos hallamos espantosamente elevados. Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. De manera que las grandes alturas ya no nos lo parecen tanto.

—Sí. ¡Qué ascensión! Sentía el corazón oprimido, te lo aseguro. ¡Mil seiscientos metros! Son casi cinco mil pies. En toda mi vida había estado tan arriba.

Invadido por la curiosidad, Hans Castorp aspiró una larga bocanada de ese aire extranjero para probarlo. Era fresco y nada más. Carecía de perfume, sabor y humedad; penetraba fácilmente y no decía nada al alma.

—¡Magnífico! —exclamó cortésmente.

—Sí, este aire tiene buena reputación. Por otra parte, el paisaje no se presenta esta noche en su aspecto más favorable. A veces tiene mejor apariencia, sobre todo bajo la nieve. Pero uno acaba por cansarse de él. Todos nosotros, los de aquí arriba, puedes creer que estamos indeciblemente cansados —dijo Joachim, y su boca se contrajo un momento en una mueca de disgusto que parecía exagerado, mal contenida y que le afeaba.

—Tienes un modo especial de hablar —dijo Hans Castorp.

—¿Especial? —preguntó Joachim con cierta inquietud volviéndose hacia su primo.

—No, no, es necesario que me perdones; he tenido esa impresión un momento —se apresuró a decir Hans Castorp.

Sus palabras respondían a la expresión «nosotros, los de aquí arriba», que Joachim había empleado cuatro o cinco veces y que, por la manera de decirla, parecía deprimente y extraña.

—Nuestro sanatorio está a más altura que la aldea. Mira —continuó diciendo Joachim—. Cincuenta metros. El prospecto asegura que hay cien, pero no son más que cincuenta. El sanatorio más elevado es el Schatzalp, al otro lado. Desde aquí no se puede ver. En invierno bajan sus cadáveres en trineo porque los caminos no son practicables.

—¿Sus cadáveres? ¡Pero...! ¡Vamos! —exclamó Hans Castorp.

Y de pronto, estalló en una risa violenta e incontenible que sacudió su pecho y torció su rostro, reseco por el viento frío, en una mueca dolorosa.

—¡En trineo! ¿Y lo dices tan tranquilo? ¡Amigo mío, en estos cinco meses te has vuelto un cínico!

—No hay nada de cinismo —replicó Joachim encogiéndose de hombros—. ¿Y qué? A los cadáveres no les importa... Además, es muy posible que uno se vuelva cínico aquí arriba. El mismo Behrens es un viejo cínico, y un tipo famoso, dicho sea de paso; antiguo estudiante, miembro de una corporación y cirujano notable a lo que parece. Sin duda te resultará simpático. Y también tenemos a Krokovski, el ayudante, un hombre muy modesto. En el prospecto se menciona explícitamente su actividad. Practica la disección psíquica con los enfermos.

—¿Qué? ¿Disección psíquica? ¡Eso es repugnante! —exclamó Hans Castorp.

La alegría le embargaba. No podía contenerla. Después de lo anterior, lo de la disección psíquica había colmado su hilaridad y reía tan fuerte que las lágrimas le resbalaban por la mano con que se cubría los ojos, inclinado hacia adelante.

Joachim también empezó a reír. Aquello parecía sentarle bien, y así el humor de los dos jóvenes era excelente cuando bajaron del coche que, al paso, les había conducido por el camino de una cuesta zigzagueante y empinada hasta la puerta del Sanatorio Internacional Berghof.

EL NÚMERO TREINTA Y CUATRO

A la derecha, entre la puerta y la mampara, había la garita del portero. De ella salió a su encuentro, vestido con la misma librea gris que el hombre cojo de la estación, un criado de aspecto afrancesado que, sentado ante el teléfono, leía unos periódicos. Los acompañó a través del vestíbulo bien alumbrado, a la derecha del cual se encontraban los salones. Al pasar, Hans Castorp lanzó una mirada y vio que estaban vacíos.

—¿Dónde están los huéspedes? —preguntó a su primo.

—Hacen la cura de reposo —respondió éste— . Hoy me han dado permiso para salir, pues quería ir a recibirte. Normalmente también me tumbo en la galería después de cenar.

Faltó poco para que la risa se apoderara de nuevo de Hans Castorp.

—¡Cómo! ¿En noche oscura y con niebla os tumbáis en el balcón? —preguntó con voz vacilante.

—Sí, así nos lo ordenan. Desde las ocho hasta las diez. Pero ven a ver tu cuarto y a lavarte las manos.

Entraron en el ascensor, cuyo mecanismo eléctrico accionó el criado francés. Mientras subían, Hans Castorp se enjugaba los ojos.

—Estoy agotado de tanto reír —dijo resoplando—. ¡Me has contado tantas locuras! Tu historia de la disección psíquica ha sido demasiado. Además, estoy un poco fatigado por el viaje. ¿No tienes los pies fríos? Al mismo tiempo noto que el rostro me arde. Es desagradable. Comeremos enseguida, ¿verdad? Creo que tengo hambre. ¿Se come bien aquí arriba?

Caminaban en silencio por la alfombrilla del estrecho pasillo. Pantallas de vidrio lechoso difundían una luz pálida desde el techo. Las paredes brillaban, blancas y duras, recubiertas de una pintura al aceite parecida a la laca. Apareció una enfermera, con su bonete blanco, llevando ajustadas en la nariz unas antiparras cuyo cordón pasaba por detrás de su oreja. Al parecer, era una hermana protestante, sin vocación verdadera para su oficio, curiosa, agitada y afligida por el aburrimiento. En el suelo, en dos lugares del pasillo, había unos grandes recipientes en forma de globo, panzudos, de cuello corto, sobre cuyo significado Hans Castorp olvidó informarse.

—¡Aquí está tu habitación! —dijo Joachim—. Número 34. A la derecha está mi cuarto y a la izquierda hay un matrimonio ruso, un poco descuidado y ruidoso, a quien ya conocerás. Lo siento, no ha sido posible arreglarlo de otro modo. ¡Bien! ¿Qué te parece?

La puerta era doble, con un perchero en el hueco interior. Joachim había encendido la lámpara del techo y a su luz indecisa la cámara apareció alegre y limpia, con sus muebles blancos; sus cortinajes del mismo color, gruesos y lavables; su linóleo limpio y brillante y las cortinas de hilo adornadas con bordados sencillos y agradables, de gusto moderno. La puerta del balcón estaba abierta, se veían las luces del valle y se escuchaba una lejana música de baile. El buen Joachim había colocado unas flores en un pequeño búcaro, sobre la cómoda; las había encontrado en la segunda floración de la hierba: un poco de aquilea y algunas campánulas, cogidas por él mismo en la pendiente.

—Eres muy amable —dijo Hans Castorp—. ¡Qué habitación más alegre! Con mucho gusto me quedaré aquí algunas semanas...

—Anteayer murió una americana —dijo Joachim—. Behrens aseguró que la habitación estaría lista antes de que tú llegaras y que, por tanto, podrías disponer de ella. Su novio estaba a su lado; era un oficial de la marina inglesa, pero no demostró mucho valor. A cada momento salía al pasillo a llorar, como si fuera un chiquillo. Luego se frotaba las mejillas con cold-cream, porque iba afeitado y las lágrimas le quemaban la piel. Anteayer por la noche la americana tuvo dos hemorragias de primer orden y luego ¡se acabó la comedia! Pero se la llevaron ayer por la mañana, y después hicieron, naturalmente, una fumigación a fondo con formol, ¿sabes? Es excelente en estos casos.

Hans Castorp acogió la noticia con una distracción animada. Con las mangas de la camisa recogidas, de pie ante el amplio lavabo, cuyos grifos niquelados brillaban heridos por la luz eléctrica, apenas lanzó una mirada fugaz a la cama de metal blanco, puesta de limpio.

—¿Fumigaciones? Eso de fumigar es muy habitual —dijo fuera de lugar, pero dispuesto a seguir hablando mientras se lavaba y secaba las manos— . Sí, metilaldehído; los microbios más resistentes no soportan el H2CO2. ¡Pero hace escocer la nariz! Evidentemente, la limpieza rigurosa es una condición primordial.

Articuló estas palabras con cierta afectación y continuó diciendo con gran locuacidad:

—Bueno, quería añadir que... Quizá el oficial de marina se afeitaba con navaja de seguridad; lo supongo porque uno se despelleja más fácilmente con esos trastos que con una navaja bien afilada; ésa es al menos mi experiencia. Uso las dos a menudo... Sí, sobre la piel irritada, el agua salina escuece. Debía de tener la costumbre de usar cold-cream en el servicio militar, lo que no tiene en verdad nada de sorprendente...

Siguió hablando, y dijo que tenía doscientos María Mancini (su cigarro preferido) en la maleta, y que había pasado la inspección de la aduana cómodamente. Luego le transmitió los saludos de diversas personas de su ciudad natal.

—¿No encienden la calefacción? —preguntó de pronto, y corrió hacia los radiadores para apoyar las manos.

—No, nos mantienen bien frescos —contestó Joachim—. Sería preciso que hiciese mucho más frío para que encendieran la calefacción en el mes de agosto.

—¡Agosto, agosto! —exclamó Hans Castorp —. ¡Pero si estoy helado, completamente helado! Tengo frío en todo el cuerpo, aunque el rostro me arde. Mira, toca, ya verás qué caliente...

La idea de que le tocasen la cara no se ajustaba al temperamento de Hans Castorp y a él mismo le sorprendió desagradablemente. Por otro parte, Joachim no hizo nada, limitándose a decir:

—Eso es por el aire y no significa nada. El mismo Behrens tiene todo el día las mejillas azules. Algunos no se habitúan nunca. Pero apresúrate, de lo contrario, no tendremos nada que comer.

Cuando salieron, la enfermera hizo de nuevo su aparición, mirándoles con un aire miope y curioso. En el primer piso, Hans Castorp se detuvo de pronto, inmovilizado por un ruido impresionante, atroz; era un ruido no muy fuerte, pero de una naturaleza tan particularmente repugnante que Hans Castorp hizo una mueca y miró a su primo con los ojos dilatados. Se trataba, con toda seguridad, de la tos de un hombre; pero de una tos que no se parecía a ninguna de las que Hans Castorp había oído; sí, una tos en comparación con la cual todas las demás habían sido testimonio de una magnífica vitalidad; una tos sin convicción, que no se producía por medio de sacudidas regulares, sino que sonaba como un chapoteo espantosamente débil en una deshecha podredumbre orgánica.

—Sí —dijo Joachim—, ése va mal. Es un noble austríaco, un hombre elegante, de la alta sociedad. Y mira cómo está. Sin embargo, todavía puede pasear.

Mientras continuaba su camino, Hans Castorp habló largamente sobre la tos de aquel caballero.

—Es preciso que consideres —dijo— que jamás había oído nada semejante, que es absolutamente nuevo para mí. Estos casos impresionan siempre. Hay varias clases de tos, toses secas y toses blandas; se dice en general, que las toses blandas son las mejores y más favorables que aquellas que producen ahogo. Cuando en mi juventud («en mi juventud», repito) tenía anginas, ladraba como un lobo, y todos estaban satisfechos cuando la cosa se reblandecía. Aún me acuerdo. Pero una tos como ésa jamás había existido, al menos para mí. Casi no es una tos viva. No es seca, pero tampoco se puede decir que se reblandezca; sin duda no es ésta la palabra apropiada. Es como si se mirase al mismo tiempo en el interior del hombre. ¡Qué sensación produce! Parece un auténtico lodazal.

—Bueno, basta ya —dijo Joachim—; lo oigo cada día, no hay necesidad de que la describas.

Pero Hans Castorp no pudo dominar la impresión que le había causado aquella tos. Afirmó repetidas veces que era como si viese el interior de aquel caballero, y cuando entraron en el restaurante, sus ojos, fatigados por el viaje, tenían un brillo un tanto febril.

EN EL RESTAURANTE

El restaurante era claro, elegante y agradable. Estaba situado a la derecha del vestíbulo, delante de los salones y, según explicó Joachim, era frecuentado principalmente por los huéspedes nuevos que comían fuera de las horas de costumbre o por los pensionistas que tenían visitas. También se celebraban allí las fiestas de los aniversarios, las partidas inminentes y los resultados favorables de las consultas generales. A veces se organizaban grandes fiestas —decía Joachim— y se servía hasta champán; pero en este momento sólo había en el restaurante una señora de unos treinta años que leía un libro y canturreaba al mismo tiempo, tabaleando en el mantel con la mano derecha.

Cuando los jóvenes tomaron asiento, cambió de lugar para darles la espalda. Era muy tímida —explicó Joachim, en voz baja— y siempre comía en el restaurante acompañada de un libro. Al parecer, había ingresado en el sanatorio para tuberculosis de muy joven y, desde entonces, jamás había vivido en sociedad.

—¡Entonces tú, comparado con ella, no eres más que un principiante, a pesar de tus cinco meses, y lo seguirás siendo cuando hayas cumplido el año! —dijo Hans Castorp a su primo.

Joachim tomó la carta e hizo con los hombros un gesto que era nuevo en él.

Habían elegido una mesa cerca de la ventana, que era el lugar más agradable. Se hallaban sentados junto a la cortina de color crema, uno frente a otro, con sus rostros iluminados por la luz de la lámpara velada de rojo. Hans Castorp juntó sus manos recién lavadas y las frotó con una sensación de agradable espera, como tenía por costumbre al sentarse a la mesa, tal vez porque sus antecesores tenían el habito de rezar antes de comer la sopa. Una agradable muchacha de acento gutural, vestida de negro y delantal blanco (con un amplio rostro de rosadas y saludables mejillas) les sirvió. Con gran alegría, Hans Castorp se enteró de que allí llamaban a las camareras Saaltöchter.[1] Le encargaron una botella de Gruaud Larose que Hans Castorp hizo que pusiesen en fresco. La comida era excelente. Se sirvieron potaje de espárragos, tomates rellenos, un asado con diversas sazones, entremeses particularmente bien preparados, quesos variados y fruta. Hans Castorp comía mucho, aunque su apetito fue menos intenso de lo que esperaba. Pero tenía la costumbre de comer en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí mismo.

Joachim no hizo honor a la comida. Aseguró que estaba cansado de aquella cocina; dijo que eso les pasaba a todos allí arriba, y que era costumbre protestar contra la comida, pues cuando se estaba instalado allí para siempre... No obstante, bebió el vino con placer, e incluso con cierta pasión y, procurando evitar expresiones demasiado sentimentales, manifestó repetidas veces su satisfacción por tener alguien con quien poder hablar con sensatez.

—Sí, es magnífico que hayas venido —dijo, y su voz tranquila revelaba emoción—, te aseguro que para mí se trata casi de un acontecimiento. Supone un auténtico cambio, una especie de alto, de hito en esta monotonía eterna e infinita...

—Pero el tiempo debe de pasar para vosotros relativamente deprisa —dijo Hans Castorp.

—Deprisa y despacio, como quieras —contestó Joachim—. Quiero decir que no pasa de ningún modo. Aquí no hay tiempo, no hay vida —añadió moviendo la cabeza, y cogió el vaso.

Hans Castorp continuaba bebiendo, a pesar de que sentía su rostro caliente como el fuego. Pero su cuerpo seguía estando frío y en todos sus miembros había una especie de inquietud particularmente alegre que, al mismo tiempo, le atormentaba un poco. Sus palabras se precipitaban, balbuceaba, con frecuencia, y con un gesto indiferente de la mano cambiaba de tema. Joachim también estaba muy animado y la conversación continuó con mayor libertad y alegría cuando la señora que canturreaba y tabaleaba se puso en pie y se marchó.

Mientras comían gesticulaban con sus tenedores, se daban aires de importancia con la boca llena, reían, movían la cabeza, se encogían de hombros y sin cesar de masticar volvían a hablar. Joachim quería oír hablar de Hamburgo y había orientado la conversación hacia el proyecto de canalización del Elba.

—¡Sensacional! —dijo Hans Castorp—. ¡Sensacional! Eso contribuirá al desarrollo de nuestra navegación; es de una importancia incalculable. Dedicamos cincuenta millones como capital inmediato de nuestro presupuesto, y puedes estar seguro de que sabemos exactamente lo que hacemos.

A pesar de la importancia que atribuía a la canalización del Elba, abandonó de inmediato este tema de conversación y pidió a Joachim que le hablase de la vida que llevaba «aquí arriba» y de los huéspedes, a lo que su amigo atendió con rapidez, pues se sentía feliz al poder desahogarse y confiar en alguien. Comenzó repitiendo la historia de los cadáveres que eran bajados por la pista de trineo y aseguró que era absolutamente cierto. Como Hans Castorp se sintió de nuevo presa de la risa, él rió también y pareció disfrutar con ella de buena gana, contando luego toda clase de cosas divertidas para mantener el buen humor. A su misma mesa se sentaba la señora Stoehr, una mujer muy enferma, esposa de un músico de Cannstadt; era la persona más inculta que jamás había conocido. Decía «desinfeccionar» muy convencida. Al ayudante Krokovski le llamaba «fomolus».[2] Había que aceptarlo todo sin reírse. Además, era cizañera, como lo son casi todos allí arriba y hablaba de otra mujer, la señora Iltis, de la que decía que llevaba un «esterilizador».

—¡Un «esterilizador»! ¿No te parece extraordinario?

Medio tumbados, apoyados en los respaldos de las sillas, reían tanto que sus cuerpos se hallaban presa de una especie de temblor, y los dos, casi al unísono, comenzaron a tener hipo.

Entretanto, Joachim se entristeció pensando en su infortunio.

—Sí, estamos sentados aquí riendo —dijo con una expresión dolorosa, interrumpido por las últimas convulsiones de su pecho— y sin embargo, no se puede prever, ni siquiera aproximadamente, cuándo podré marcharme, pues cuando Behrens dice: «Todavía seis meses», sin duda hay que esperar mucho más. Todo esto es muy duro. Tú mismo comprenderás lo triste que es para mí. Ya estaba matriculado y al mes siguiente debía presentarme a exámenes de oficial. Y aquí estoy, languideciendo con el termómetro en la boca, contando las tonterías de esa ignara señora Stoehr y perdiendo el tiempo. ¡Un año es muy importante a nuestra edad, comporta tantos cambios y progresos allá abajo! Pero he de permanecer aquí dentro, como en una ciénaga; sí, como en el interior de un agujero podrido, y te aseguro que la comparación no es exagerada...

Curiosamente, Hans Castorp se limitó a preguntar si era posible encontrar allí porter, cerveza negra, y, al mirarle su primo con una expresión de sorpresa, se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse, si no lo había hecho ya.

—¡Te estás durmiendo! —dijo Joachim— . Ven, es hora de ir a la cama.

—No es hora, de ninguna manera —dijo Hans.

Sin embargo, siguió a Joachim un poco inclinado, con las piernas rígidas como un hombre que se muere de cansancio. Luego hizo un gran esfuerzo cuando en el vestíbulo, débilmente alumbrado, oyó decir a su primo:

—Ahí está Krokovski. Creo que tendré que presentártelo.

El doctor Krokovski se hallaba sentado a plena luz, ante la chimenea de uno de los salones, al lado de la puerta corredera completamente abierta, leyendo un periódico. Se puso en pie cuando los jóvenes se aproximaron a él, y Joachim, adoptando una actitud militar, dijo:

—Permítame, señor doctor, que le presente a mi primo Castorp, de Hamburgo. Acaba de llegar.

El doctor Krokovski saludó al nuevo huésped con cierta cordialidad, vigorosa y decidida, como si quisiese dar a entender que con él toda timidez era superflua y que sólo una confianza alegre era lo indicado.

Tenía unos treinta y cinco años; era ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes que se hallaban de pie ante él, por lo que se vio obligado a ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos. Además era pálido, de una palidez descolorida, transparente, casi fosforescente, aumentada por el ardor sombrío de sus ojos y por el espesor de sus cejas y de una barba bastante larga en cuyas puntas aparecían algunos hilos blancos. Llevaba un traje negro de americana cruzada, un poco usado, zapatos negros parecidos a sandalias, calcetines gruesos de lana gris y un cuello blanco vuelto, de esos que Hans Castorp sólo había visto en Dantzig, en casa de un fotógrafo, y que confería al doctor Krokovski un aire de bohemio. Sonrió cordialmente, mostrando sus dientes amarillos entre la barba, estrechó con fuerza la mano del joven y dijo, con voz de barítono y un acento extranjero un tanto lánguido:

—¡Sea bienvenido, señor Castorp! Espero que se adapte pronto y que se encuentre bien entre nosotros. ¿Me permite preguntarle si ha venido como enfermo?

Era impresionante observar los esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir. Se sentía violento por hallarse en tal situación y, con el orgullo desconfiado de los jóvenes, creyó percibir en la sonrisa y la actitud tranquilizadora del ayudante las séñales de una mofa indulgente. Contestó diciendo que pasaría allí tres semanas, aludió a sus exámenes y añadió que, a Dios gracias, se hallaba completamente sano.

—¿De verdad? —preguntó el doctor Krokovski, inclinando la cabeza a un lado como para burlarse y acentuando su sonrisa—. ¡En tal caso es usted un fenómeno completamente digno de ser estudiado! Porque yo nunca he encontrado a un hombre enteramente sano. ¿Me permite que le pregunte a qué exámenes ha de presentarse?

—Soy ingeniero, señor doctor —contestó Hans Castorp con modesta dignidad.

—¡Ah, ingeniero! —Y la sonrisa del doctor Krokovski se retiró, perdiendo por un instante algo de su fuerza y cordialidad—. Perfecto. Por lo tanto, no tendrá necesidad de ningún tratamiento médico; ni de orden físico ni psíquico.

—No, muchísimas gracias —dijo Hans Castorp, que estuvo a punto de retroceder un paso.

En ese momento la sonrisa del doctor Krokovski apareció de nuevo victoriosa y, mientras estrechaba la mano del joven, exclamó en voz alta:

—¡Pues que duerma usted bien, señor Castorp, con la plena conciencia de su salud perfecta! ¡Duerma bien y hasta la vista!

Diciendo estas palabras se despidió de los dos jóvenes y volvió a sentarse con su periódico.

No había nadie de servicio en el ascensor, de modo que subieron a pie por la escalera, silenciosos y un poco turbados por el encuentro con el doctor Krokovski. Joachim acompañó a Hans Castorp hasta la número 34, donde el portero cojo no se había olvidado de depositar el equipaje del recién llegado, y durante un cuarto de hora continuaron hablando, mientras Hans Castorp sacaba sus pijamas y sus objetos de tocador, fumando un cigarrillo. Aquella noche no volvería a fumar otro cigarro, lo que le pareció extraño y bastante insólito.

—Sin duda tiene mucha personalidad —dijo, y mientras hablaba lanzaba el humo que había aspirado— . Pero es tan pálido como la cera. ¡Y cómo va calzado! ¡Su aspecto es terrible! ¡Calcetines grises y sandalias! ¿Te fijaste que al final se ofendió?

—Es bastante susceptible —dijo Joachim—. No deberías haber rechazado tan bruscamente sus cuidados médicos, al menos el tratamiento psíquico. No le gusta que se prescinda de eso. Yo tampoco gozo de su estima porque no suelo hacerle muchas confidencias. Pero de vez en cuando le cuento algún sueño para que tenga algo que disecar.

—Bueno, supongo que he estado un poco brusco dijo Castorp algo molesto, pues estaba descontento consigo mismo por haber podido herir a alguien, al tiempo que el cansancio de la noche le dominaba con una fuerza redoblada.

—Buenas noches —dijo— , me muero de sueño.

—A las ocho vendré a buscarte para ir a desayunar anunció Joachim al salir.

Hans Castorp se lavó un poco. Quedó dormido apenas apagó la lamparilla de la mesa de noche, pero se sobresaltó un momento al recordar que alguien había muerto dos días antes en su misma cama.

«Sin duda no es la primera vez —se dijo, como si esto pudiese tranquilizarle— . Es un lecho de muerte, un lecho de muerte completamente vulgar.»

Y se quedó dormido.

Pero apenas lo hubo hecho comenzó a soñar y soñó casi sin interrupción hasta la mañana siguiente. Vio a Joachim Ziemssen, en una posición extrañamente retorcida, descender por una pista oblicua en un trineo. Era de una blancura tan fosforescente como la del doctor Krokovski, y delante del trineo iba sentado el caballero austríaco de la alta sociedad, que tenía un aspecto extraordinariamente borroso, como el de alguien a quien sólo se le ha oído vagamente toser. «Nos tiene completamente sin cuidado, a nosotros los de aquí arriba», decía Joachim en su incómoda posición, y luego era él y no el caballero quien tosía de una manera tan atrozmente pastosa. Al instante, Hans Castorp se echó a llorar y comprendió que debía correr a la farmacia para comprar crema facial. Pero la señora Iltis estaba sentada en medio del camino, con su hocico puntiagudo, sosteniendo en la mano algo que debía de ser sin duda su «esterilizador», pero que no era otra cosa que una navaja de afeitar. Hans Castorp estalló entonces en un acceso de risa y pasó de este modo de una emoción a otra, hasta que la luz de la mañana entró por los postigos de su balcón y le despertó.



[1] Camarera en el alemán hablado en Suiza. (N. del T.)

[2] En lugar de famulus, en latín, asistente. (N. del T.)


sábado, 8 de marzo de 2025

Historia de la literatura alemana moderna INTRODUCCIÓN El carácter de la literatura alemana. A L B E R T O H A A SS

 


Historia de la literatura alemana moderna 

 INTRODUCCIÓN El carácter de la literatura alemana.

 — El origen del idioma y del estado alemanes. —

 El origen del histerismo actual. — El folklore alemán precristiano. — Las epopeya» cristianas de la literatura antigua alemana. — La edad media, la epopeya y la poesía lírica caballerescas y la epopeya folklórica. — El renacimiento y la novela «picaresca». — Las grandes corrientes del siglo 111. El carácter de la literatura y poesía alemanas ha sido definido en forma insuperable por uno de los primeros observadores extranjeros que se ha ocupado de ellas. El célebre escritor romano Tácito dijo por el año 100 : « Las poesías son los únicos anales y documentos públicos que poseen los alemanes. » Y agregó : « En sus poesías relatan sus ¡deas sobre religión y la gesta del pueblo, personificada en los mitos biográficos de sus prohom bres. » 

 Desde el tiempo en el cual estas líneas fueron escritas, han pasado más de mil ochocientos años. La poesía alemana, entretanto, ha perdido su ca rácter puramente folklórico. La religión pagana ha sido substituida por el cristianismo, y el mito biográfico por la hisloria científica y metódica. Junto con el cristianismo, los alemanes han adoptado el dogma de la civi lización europea, de origen grecorromano. Pero, a pesar de estas hondas transformaciones, la literatura y poesía alemanas han conservado su ca rácter esencialmente popular. Hoy, como entonces, siguen siendo la exte- riorización directa e integral de la vida y la gesta espirituales de la nación. Por cierto, esta vida espirilual ha sido purificada por los allos ideales de la vida cristiana y por la distinción inlelectual de una tradición erudita, ba sada en los documentos de la anligua civilización griega, la que fué creada por esla admirable nación que, según dijo Goethe, «entre todas las razas del mundo ha soñado en la forma más acabadamente hermosa con el sueño déla vida». Pero aun hoy, la literatura alemana tiene un carácter esencial mente colectivo y popular. Da forma artística a los postulados del pueblo, se dirige al pueblo y no a un gremio de eruditos y, hasla en su técnica, ha adoptado las formas esenciales del folklore. El mismo nombre de la raza y de su idioma da fe de este hecho. En rea lidad, la voz «alemán», usada en español, designa únicamente a los habi tantes del sudoeste de Alemania, los Allcmannen, como se llaman aún hoy, mientras el nombre que la raza misma se ha dado, deufsch, significa «del pueblo» o «popular». Esta voz deutsch, la encontramos ya en el primer período conscientemente literario de la literatura alemana, así como, por ejemplo, en el libro de actas del convento de Lorsch, en el año 786; y en un célebre decreto de Carlomagno, lechado en el año 8o3, se insiste en la necesidad de predicar el evangelio en la diútisca lingua. El idioma popular alemán no ha sido creado o impuesto a la nación por los representantes eruditos de las instituciones reinantes, así como ha sido el caso en la mayoría de los países que forman parte de la gran comunidad europea o, como se tiene que decir hoy. europeo-americano-australiana. Al contrario, en Alemania, las instituciones públicas han sido el producto de una entidad nacional anterior, basada en el idioma y, por ende, en la lite ratura. 

    Cuando los alemanes hicieron su primera aparición en la historia, es decir, hace unos dos mil años, ya formaban una unidad espiritual, basa da exclusivamente en la posesión de un idioma común. Ocupaban entonces el mismo territorio como hoy y hablaban una lengua de la cual el alemán contemporáneo desciende en línea directa. Mucho más tarde, sólo en 843, el estado alemán fué establecido, reuniendo como entidad institucional a una estirpe formada por una comunidad del idioma, entonces ya secular o, probablemente, milenar. De este modo, el estado alemán, desde un princi pio, tuvo que reconocer la preexistencia déla unidad espiritual déla estirpe y su carácter esencialmente lingüístico. La tradición literaria, o como folk lore o como literatura propiamente dicha, recibió de este modo su sanción institucional por el estado. Pero era el hecho primario del cual proceden todas las instituciones públicas como hechos de rango secundario. El idio ma y la literatura habían sido la causa de la vida institucional alemana, la cual, antes de establecerse, había sido objeto de discusiones generales, de carácter forzosamente popular e ideológico. Además, este estado alemán, desde un principio, se halló en la obligación de respetar las tradiciones po pulares y su expresión en los diferentes dialectos regionales, de modo que tuvo que adoptar la forma correspondiente del federalismo. Por todas estas razones, las letras, en la vida alemana, siempre han sido arma de combate y de discusión popular pública. Siempre sellan puesto al servicio de los grandes movimientos populares y han sido la materializa ción artística de los anhelos y las aspiraciones que conmovieron el alma popular. La conversión de los antiguos alemanes al cristianismo sólo era posible por la prédica del evangelio en la diútisca lingua y por las gran des epopeyas populares en las cuales los cantores del pueblo celebraron la gesta del Salvador. La civilización grecorromana sólo ha podido llegara for mar el fundamento de la vida intelectual alemana poique, desde muy tem prano, los poetas expusieron en sus versos, escritos en la lengua del pueblo, la historia anticua al mismo paso con la historia sagrada, así como lo hi cieron los aiilores de la Canción de Alejandro Magno o de la Eneil en la edad media. De este modo, los elementos básicos del cristianismo y de la civilización grecorromana fueron amalgamados con los recuerdos de los an tiguos mitos y los de los primeros tiempos déla historia nacional. Así, por ejemplo, la saga de los Nibelungos, los incidentes de la lucha secular que los alemanes tuvieron que sostener contra los Hunos y, por fin, la ideología cristiana formaron, en el medioevo, un conjunto orgáriico, conservado por la literatura tanto folklórica como literaria. Y en la actualidad, en nuestra época caótica de luchas económicas, espirituales y nacionales, todos los pro blemas, provenientes de los antagonismos partidarios, siguen hallando su expresión inmediata en la literatura. Resulta de esta situación especial que !a literatura alemana y su historia no se pueden comprender sin un conocimiento de la vida espiritual e insti tucional alemana. La tarea de relatar la historia de una literatura para un público extranjero, que ya en sí misma es bastante difícil, se complica, con esle motivo en alto grado, cuando se trata de la alemana. Para cumplir con ella es necesario demostrar hechos históricos que son familiares al pú blico alemán, pero que, evidentemente, son desconocidos en el extranjero. Surge el peligro de que el historiador se pierda en interminables enumera ciones de acontecimientos o en confusas descripciones de situaciones ya li quidadas. Y sólo se puede evitar este peligro limitando la exposición his tórica a las grandes líneas de la evolución colectiva y a la actuación de las personalidades literarias verdaderamente dinámicas. Al mismo tiempo, el historiador se ve en la obligación de mencionar e interpretar con igual serenidad y prolijidad todas las grandes corrienles es pirituales que se han manifestado en la evolución europea a la cual perte nece, como elemento integral, la literatura alemana. En los tiempos anti guos tiene que indicar los elementos paganos, entonces en pugna contra la fe cristiana. 

    En la edad media tiene que explicar el origen a la vez cristia no, caballeresco y mitológico de los conceptos literarios. En la edad mo derna, tiene que referirse a las ideologías de nacionalismo, cosmopolilismo, socialismo, liberalismo, cristianismo y panteísmo que constituyen la esen cia de las grandes discusiones contemporáneas. Todas estas ideas, expues tas por los autores literarios alemanes, con la entereza de una literatura de vanguardia, han de ser demostradas con la misma exactitud y con esta ve racidad que es el más alto deber del historiador. Evidentemente, la inter pretación de estas doctrinas contradictorias, no tiene el significado de que el historiador se identifique con ellas. Tampoco los lectores tendrán la mis ma simpatía a todo cuanto ha sido enunciado por los portavoces de la gran contienda espiritual. Cada una de estas doctrinas tendrá sus adversarios y sus partidarios, ambos igualmente convencidos. Sin embargo, la historia no puede ser ni partidaria, ni inexacta, ni incompleta. lia de ser verídica, serenamente imparcial, y ha de mantenerse a la altura del espíritu cientí fico y desinteresado que siempre ha caracterizado las discusiones e investi gaciones intelectuales. La literatura alemana moderna, incluso la contemporánea, debe su ori gen y carácter al movimiento espiritual que fué iniciado entre los años 1760 y 1770 por la juventud alemana y que ha sido calificado por su protagonis ta, Goethe, de « revolución literaria ». Caracterizando el movimiento de 1770 de este modo, Goethe quiso decir que sus manifestaciones han sido pura mente literarias, pero no quiso decir que hubiese tenido fines exclusivamen te literarios. Al contrario, el movimiento de 1770, a pesar de su forma pu ramente literaria, era, en cuanto a sus conceptos fundamentales y sus fina lidades ulteriores, de trascendencia francamente universal. Estos jóvenes, en medio de su delirio creador y sus ilusiones utópicas, pretendían a lo que hoy llamaríamos una revisión total de todos los valores tradicionales y con vencionales. Su ambición era, por cierto, la reforma de las letras, la estéti ca y las artes. Pero, además, aspiraban a una reforma incondicional del traje habitual, de las costumbres de la vida diaria y, con intensidad igual, de todos los conceptos sobre la historia, la religión, la vida económica y política e institucional bajo todos sus aspectos. Proclamaron un programa universal, enciclopédico de reformas. Preconizaban el ideal de una renova ción completa de la vida. En fin, eran implacables enemigos de todas las tradiciones, instituciones y rutinas, entonces existentes. Echaron así las bases de una nueva ideología y sensibilidad complejas, dejando a las gene raciones posteriores la tarea de desarrollar y definir sus conceptos funda mentales, expresados muchas veces en forma sumaria, alusiva, fragmenta ria o embrionaria. 

    La generación de 1770, después de una brillantísima actuación, se desbandó pronto. Le siguió inmediatamente una nueva gene ración, generalmente llamada la primera escuela romántica por los histo riadores de la literatura alemana, para continuar la obra en el punto exacto en el cual sus antecesores la habían abandonado. Lo mismo hizo, pocos años después, la llamada segunda escuela romántica y lo mismo hicieron las generaciones siguientes que actuaron en el transcurso del siglo xix. Y aun los movimientos contemporáneos, como el naturalismo de 1890 o el expresionismo actual, no han sido sino la continuación de esta gran evolu ción, inaugurada por la generación de 1770. El movimiento de 1770 ponía la forma literaria a la disposición de la evolución nacional en todas sus dependencias. Se basaba, no en un concepto puramente estético, sino en una aspiración sociológico moralista. Los pro tagonistas de esle movimiento no eran literatos en el sentido de la fórmula del arte por el arle. Eran propagandistas militantes que, por razones espe ciales del momento, se sentían obligados a adoptar la forma literaria, para los fines de una prédica de inlelectualismo social, confiriendo a esla forma una trascendencia singular y transformándola de modo que correspondie se tanto a las necesidades estéticas como a sus inspiraciones científicas, cco nómicas, religiosas y políticas. No quisieron crear una literatura como, por ejemplo, las de « la ciudad y corte » de Madrid o París, eruditas o des tinadas a la glorificación de una situación institucional hecha y triunfante. Siguiendo la antigua tradición de la literatura alemana, reivindicaron para las letras el privilegio de la iniciativa en la evolución del institucionalismo. Y lo conquistaron o reconquistaron con tanto éxito que, hasta el día de hoy, la literatura ha sido y sigue siendo una de las fuerzas determinantes en el desarrollo de los hechos históricos y la evolución nacional. Los miembros del movimiento de 1770 igual como los de las llamadas escuelas románticas, se daban cuenta de que su «revolución » no era, en realidad, sino el restablecimiento de la antigua tradición, rnterrumpida por el seudo clasicismo. Investigaban, a la vez, las causas a las cuales se de bían la decadencia y degeneración modernas, es decir, de su época, y el verdadero significado de la civilización antigua. Substituían el absolutismo doctrinario del seudoclasicismo por el dogma de la evolución histórica. Comprendían y admiraban la civilización griega como una de las más per fectas manifestaciones dentro de esta evolución europea. Pero la interpreta ban en forma nueva, con el espíritu relativista del evolucionismo y, basán dose en este concepto, volvían a descubrir la historia europea y la alemana. Descubrieron, especialmente, la literatura alemana de las grandes épocas anteriores. Hallaron, en sus investigaciones, primero, la época del renaci miento, en la cual descubrieron la poesía candorosa de los maestros canto res y, algo más tarde, las grandes novelas «picarescas ». Después, se ente raron sucesivamente de los grandes monumentos, producidos por la litera tura y las artes alemanas de la edad media: las catedrales y Jos ayuntamien tos de estilo gótico, las epopeyas folklóricas como la délos Nibelungos, las epopeyas caballerescas como Parsifal y Tristán. Pocos lustros más tarde, la edad antigua alemana fué descubierta, con sus catedrales de estilo bizan tino y sus palacios de estilo románico con su importantísima prosa cientí fica alemana y sus grandes epopeyas cristianas. Finalmente, las investiga ciones llegaron hasta la edad folklórica precristiana y descubrieron sus can tos líricos, dirigidos como fórmulas de hechizo a los dioses, y los escasos restos del «romancero» heroico de estos tiempos. Reanudaron, de este modo, la tradición más que milenaria déla estirpe y renovaron su espíritu, materializado en la producción literaria o folklórica de unos doce siglos. Del folklore alemán precristiano sólo existen escasos restos gemimos. Probablemente, esta poesía pagana, prehistórica en el mismo sentido como la de Homero, ha sido recopilada en una forma completa a principios de la era cristiana alemana. La tradición atribuye esta iniciativa al gran em perador Carlomagno. Pero el romancero y cancionero folklóricos, entonces recopilados, han sido intencionalmente destruidos, por razones fáciles de comprender cuando se toman en cuenta las necesidades espirituales que se producían en el seno de la nación recién convertida al cristianismo. Lo poco que poseemos lo debemos a algunos frailes desconocidos que, clan destinamente, han apuntado coplas y romances que, a pesar de ser prohi bidos, eran objeto de su cariño. Sin embargo, bastan para conocer el ca rácter de esta poesía primitiva; y hasta se hallan entre estos fragmentos algunas poesías de alto valor estético. En cuanto a las coplas líricas, contienen en su mayoría fórmulas paga nas de hechizo en las cuales se menciona a los dioses como VVodan o a las VValkirias. Generalmente son breves y empiezan por unas pocas líneas de carácter épico. Relatan un episodio anecdótico de la vida de los dioses y agregan la fórmula de hechizo empleada en esta oportunidad por ellos. De mucho mayor extensión y de muy alto valor estético es un romance anti guo folklórico, conservado en esta forma, la llamada Canción de Hildebran- do (Hildebrandslicd). Es un fragmento épico, del cual faltan sólo los versos finales. Relata con vivacidad dramática y con mucho vigor el combate entre Ilildebrando y su hijo lladubrando. Ilildebrando es un guerrero alemán quien, hace varios lustros, se ha refugiado junto con otros en el país de los enemigos se culares de su raza, los Hunos. 

    Llegado a la edad madura, Ilildebrando ob tiene el permiso de regresar a la patria lejana en la cual ha tenido que aban donar a la esposa y su hijito. En la gran carretera encuentra a un joven guerrero alemán que lleva, en su escudo, el blasón de la familia. Adivina que ha de ser su propio hijo, lladubrando. Quiere darle el abrazo paternal y le ofrece regalos amistosos, pero lladubrando sólo comprende que se halla frente a un hombre vestido y armado a la usanza de los Hunos. Convenci do de que su padre ha fallecido en el destierro, contesta con palabras de odio y provocación. Dice : «con la lanza voy a recibir los regalos que me prometes, punta contra punta. Eres un viejo Huno, inmensamente astuto ; quieres engañarme con tus palabras; quieres echar tu lanza contra mí; eres un viejo lleno de las peores picardías. » Por fin, Ilildebrando ha do. aceptar el reto de quien sabe es su propio hijo; y empieza la pelea. El romance que principia con el relato del encuentro, se interrumpe en este punto, después de haber mencionado, en forma indirecta, la historia an terior de ambos personajes. Por otros fragmentos de poesías, conservados algo más tarde, sabemos que el padre, para defender su vida y su honra, ha de matar al hijo. Este romance es de carácter puramente folklórico, es decir, que no tiene la forma literaria que los recopiladores eruditos solían dar a los poemas que recogían de la tradición oral, y que, ordinariamente, combinaban con otros, para formar epopeyas de mayor aliento. Pertenece, de este modo, a un período en el cual la idea moderna de la literatura aun no exis tía. Es el relato de un incidente aislado y, en cuanto a su técnica, desco noce la prolijidad con la cual los poelas épicos o los recopiladores poste riores suelen narrar los acontecimientos. El romance relata únicamente el encuentro de los dos guerreros, su diálogo violento y la lucha, mencio nando los acontecimientos anteriores sólo en forma indirecta y casual. La forma folklórica del poema épico ha sido conservada, hasta cierto punto, por el mayor poeta de la primera época de florecimiento literario propiamente dicho, que coincide con la conversión de los alemanes al cris tianismo y la fundación del estado alemán en 843. Es el periodo de la lite ratura antigua alemana y sus poemas están escritos en lo que los fdólogos llaman el antiguo alemán. Las dos obras sobresalientes de esta época son dos grandes epopeyas que ambas relatan la vida de Jesucristo. De ellas, la una, Der Christ (El Cristo), es la obra de un fraile erudito que se llama ba Otfried y que era en el año de 861 rector de la escuela del convento de Weissemburg en Alsacia. Su poema, importantísimo por las ¡novaciones métricas y técnicas, tiene un interés literario inferior a la epopeya El Sal vador (llcliand). escrita en estilo popular hacia el año 83o por un autor de nombre desconocido. Sólo sabemos que el mismo poeta también escribió un poema sobre el antiguo testamento del cual poseemos unos pocos frag mentos aun discutidos. El autor de esta epopeya se sirve de la vieja técnica tal como se halla en la Canción de llildebrando. No emplea la rima sino la aliteración. Se sirve de la antigua terminología épica y de sus fórmulas rígidas. No presenta un relato continuo y prolijo, sino una larga serie de breves romances. Pero, sobre todo, es un verdadero poeta y tiene el sentimiento instintivo de la belleza, tanto en su lenguaje como en su profunda ideología. Para él, el problema era, comprender e interpretar el significado de una nueva religión en la cual el instinto guerrero y heroico ha sido substituido por el amor al prójimo. Lo resuelve atribuyendo al «Salvador» una perso nalidad esencialmente heroica. Es el hijo predilecto de Dios, del más po deroso entre los reyes, poseedor de fuerzas ilimitadas que le han sido con feridas por el Padre. Vive en un mundo que es cristiano, pero no tanto en una civitas dei según el derecho canónico romano, sino en una comu nidad según el antiguo derecho consuetudinario. Igual a la costumbre de los capitanes precristianos alemanes, reúne a su derredor un grupo de pa ladines o discípulos a quienes enseña el verdadero significado del heroís mo que es de índole moral. Les explica que, para él, sería empresa más fácil resistirse a sus adversarios romanos y judíos. 

    Pero esto no es su mi sión. No aspira al gobierno político-militar de las gentes y lo considera como propio a un concepto vulgar. Busca, a la vez, el dominio sobre las almas y sobre sí mismo. Encuentra que la renuncia a los bienes exteriores y el sacrificio de su vida son una forma infinitamente más alta de heroís mo, conforme con la misión que le encargó el dueño omnímodo del uni verso. El poeta, hijo de una raza impulsiva, vigorosa y arrogante, esta blece un ideal de fuerza heroica moral, interpretando el cristianismo como la fe en la superiodad del alma y del poderío espiritual. Se dirige al or gullo y la energía desbordante de su público, para enseñarle la exaltación por la humildad y el heroísmo de la abnegación. Y lo hace en un len guaje formado en la escuela de la poesía popular heroica, con los mismos términos y versos con los cuales los cantores paganos habían relatado las proezas de los navegantes y jinetes que conquistaban reinos y saqueaban ciudades florecientes. Al lado de una producción poética bastante extensa, esta primera época de florecimiento literario ha dado origen también a una importantísima literatura científica en prosa alemana. Los centros de estas actividades eran la academia formada por Carlomagno en Aachen (Aquisgrán) y, en grado aún mayor, los claustros conventuales, especialmente los deFulda y Sankt Gallen. Entre los frailes benedictinos, autores de prosa científica alemana, se destaca en forma singular Notkcr Teutonicus. nacido en 960 y muerto e) 29 de junio de 1022, a quien debemos, además de varias traducciones de importantes obras latinas, un tratado original sobre lógica, en alemán, y un diccionario o glosario latinoalemán. Desde el siglo xi, la vida económicopolítica europea, y con ella la ale mana, se transforma paulatinamente, trasladándose el centro de gravedad institucional y espiritual de los claustros a los castillos de la naciente no bleza feudal. El movimiento llega a su apogeo en los siglos xn y xm, y si multáneamente se produce una nueva época de florecimiento, la segunda, en la historia de la literatura alemana. Esta literatura ya no está más escrita en el alemán antiguo sino en un idioma, transformado de tal modo que, por cierto, habría sido incompresi ble para los contemporáneos de Carlomagno, así como el idioma medieval alemán no es comprensible para los contemporáneos de hoy. Durante la edad media hay que distinguir, en la literatura alemana, dos movimientos esencialmente diferentes. El uno es de carácter mundano y erudito. Su público lo forman las capas sociales superiores, los caballeros y el clero. El otro, de temperamento folklórico, ha sido apreciado tanto por el pueblo como por la gente ilustrada. En la literatura caballeresca, las epopeyas ocupan un sitio singular. Su tema preferido son los episodios de la historia antigua y las leyendas de procedencia española o bretona del (¡ral y de Artus, transmitidas a la co lectividad europea por los trouveres de la isla de Francia. Entre estas obras se destacan, en la literatura alemana Parsifat de Wolfram von Eschenbach, himno místico dedicado a las glorias de la fe cristiana y la eucaristía, y Tristan und Isolde de Gottfried von Strassburg, apología ardiente de la sen sualidad desenfrenada. Estas epopeyas pueden ser definidas como novelas de caballería en versos rimados, escritas por gente de la sociedad para un público distinguido. De origen extranjero es también la poesía lírica de los ambientes caballerescos en la cual predomina la influencia de los « trova dores » de la Provenza. Sin embargo, la poesía lírica caballeresca alemana conserva en alto grado la tradición del país. l)e esle modo ha producido, desde un principio, obras de mayor originalidad ; y en su evolución poste rior, varias individualidades de poetas líricos han surgido de la clase caba lleresca. Entre ellas sobresale Walter von der Vogelweide, formidable per sonalidad literaria, también en el sentido que atribuimos hoy a esta pala bra, con sus poemas de amor, a veces poco convencionales, con sus canciones religiosas como las de la cruzada en la cual ha tomado parle, y, especial mente, con sus coplas políticas violentísimas. Es un poeta individual por que no canta sino lo que ha vislo y sentido personalmente y porque pres cinde de las fórmulas convencionales de sus contemporáneos. Walter von der Vogelweide había nacido entre n 65 y 1168 y murió probablemente en 123o. En esta época, la vida política alemana estaba ocupada por dos problemas: el de la unión nacional y disciplina dentro del estado federal, y el de la lucha entre el papa y el emperador. Ya en si glos anteriores, el problema del estado laico o de la supremacía eclesiástica había tenido una importancia especial en Alemania porque el rey alemán, elegido por los votos alemanes, tenía el derecho de hacerse coronar corno emperador romano por el papa. Ya en 919, el rey Enrique I, después de su elección, rechazó la unción que le fué propuesta por el arzobispo Heri- ger de Maguncia, renunciando a la vez la corona imperial, por la razón de que consideraba la elección de un rey por los votos libres de la nación como asunto puramente civil. En los tiempos de Walter von der Vogelweide, el antagonismo entre el rey o emperador y el papa había llegado a la intensi dad de una guerra civil y, además, se había complicado por problemas de política federal alemana. Walter von der Vogelweide militó en las filas del rey, es decir, era, en términos modernos, un poeta unitario y anticlerical. 

     Y manifestó sus convicciones en versos a la vez hermosísimos y violentí simos. De la poesía lírica y épica caballeresca se hallaba separada como por un abismo la poesía popular folklórica. De ella poseemos algo como una do cena de grandes epopeyas y un gran número de coplas líricas. La obra más célebre del género épico es la llamada Canción de los Nibelungos (Nibelun- genlicd). Por cierto, la forma en la cual estas epopeyas populares han sido con servadas, no es la folklórica, si usamos esle término según el significado que le ha dado la crítica moderna. El folklore es una poesía exclusivamente oral. Poseemos del verdadero folklore sólo los trozos recopilados por los filólogos según el método severo de la crítica moderna. Quizá la antigua Canción de Hildebrando puede ser considerada como una de estas recopi laciones exactas. En cuanto a las epopeyas folklóricas antiguas y medieva les, han llegado a nuestra edad en la forma que les fué dada por gente letrada en épocas que aun desconocían el concepto moderno de la propie dad y originalidad literarias. Estos recopiladores han recogido un cierto número de poemas épicos, relativamente breves, los han reunido en grupos que trataban varios aspectos del mismo tema y los han fundido en largas epopeyas escritas. Han conservado el ritmo, la técnica y hasta el alma del folklore en cuanto a los « romances » individuales que transcribieron. Pero, al fin y al cabo, han transformado las canciones originales, tales como las habían oído recitadas por los cantores o aedos profesionales — por el Spilmann de la edad media alemana — «completando» estos romances primitivos por introducciones, transiciones y « correcciones» prolijas. De este modo se han formado las grandes epopeyas de Ilomero como recopi lación unificada del folklore griego « prehistórico ». Y en la misma forma, las epopeyas alemanas folklóricas medievales no son productos del folklore genuino, sino adaptaciones de poemas épicos folklóricos, hechas por afi cionados eruditos que tenían carácter de poeta. La epopeya popular de los Nibelungos, aun en la forma que poseemos, ofrece un ejemplo interesantísimo de la manera cómo, por crecimiento ve getativo. en la vida espiritual de una raza la tradición sigue creando estra tificaciones sucesivas. Kl poema es el producto de una amalgamación de las ideologías y los relatos históricos de varios siglos que han sido acumu lados del mismo modo como ocurre en el crecimiento de las formaciones geológicas, superponiendo capa sobre capa. Kl argumento de la epopeya parece un producto genuino de la imaginación poética, colocada en plena civilización medieval. Pero, examinado de este modo, el poema contiene contradicciones singulares, y, por decir así. grietas, inexplicables para quien desconoce sus orígenes. Se vuelven comprensibles, en parte, cuando se toma en cuenta que el poema, además, contiene recuerdos de la exter minación de los Burgundos que, en el año de 437, habían sido aniquilados por los Hunos. El viejo cronista dijo sobre esta catástrofe las pocas y lúgu bres palabras : « Los Hunos destruyeron al rey Gundahari (Gunther) junto con su pueblo y toda su estirpe. Fueron masacrados por ellos veinte mil Burgundos. » Además, la*persona de Ghriemhilda corresponde a la Híldico de la historia, joven alemana que se casó con el rey de los Hunos, A lila, para asesinarlo en la noche de su boda. Pero, analizando aún rnás deteni damente, se llega al conocimiento deque, además, intervienen en el poema recuerdos de la vieja mitología alemana pagana, así como la lucha entre Sigfried y el dragón. Se comprende, entonces, que el caballero feudal Sig- IVied. hijo del rey de Neerlandia, esposo de la hermana del rey de los Bur gundos, y en esla forma cuñado de la reina de los Burgundos, Brunhilda, es, en el fondo, el hijo del dios Wodan que habría tenido que casarse con una Walkiria, Brunhilda. Pero, bajo la influencia de un filtro, ha preferido casarse con Ghriemhilda, traicionando a Brunhilda, provocando de esle modo su muerte propia, la de la Walkiria Brunhilda y la de todos los dio ses y héroes, para que estalle el incendio del universo y para que, después, venga el reino ideal del dios salvador Baldur. Y, aun detrás de esla narra ción mitológica, se hallan las viejísimas ideas religiosas con las cuales los primitivos habían simbolizado las fuerzas de la naturaleza : los rayos del sol primaveral que, personificadas como un joven héroe, corlan con espa das de luz y calor la coraza — en antiguo alemán brünne — de hielo en la cual quedó encerrada la tierra invernal. Pero toda esta amalgama de nuevos y viejos conceptos se mueve gallar damente en un ambiente abigarrado de altanería y gloria medievales, donde pasan las figuras venerables de los obispos, donde salen los caballeros mag níficos, lanza en ristre, donde sonríen las pálidas damas de estirpe real y donde todo, el amor y la alegría, han de terminar en forma trágica, con lágrimas y llantos, en medio de las llamas y la sangre vertida. 

     Terminada la época de los caballeros, vino la de los comuneros como próxima etapa en la evolución europea. Sin embargo, si el movimiento de los municipios autónomos era común a todas las naciones europeas, tuvo en cada una de ellas un fin diferente. En Inglaterra sirvió para afianzar el parlamentarismo, extendiendo a las comunas los derechos concedidos a los barones después de la batalla de Runymede. En Ilalia produjo el floreci miento magnífico de las repúblicas soberanas de Florencia, Venecia y otras. En España terminó con la derrota de los comuneros y la implantación de la monarquía absoluta moderna. En Alemania produjo, primero, el floreci miento de las letras y arles en varias ciudades, como por ejemplo Nurem- berg, para pronto asumir el carácter de una contienda religiosa, y para terminar en la horrible tragedia de una guerra civil de treinta años. Entre los poetas alemanes de esta época, los llamados maestros canto res tienen una fama mundial que deben en gran parle al admirable poema dramálicomusical de Richard Wagner. Sin embargo, por honrados, sin ceros y estudiosos que hayan sido estos miembros de las corporaciones de zapateros, sastres, tejedores, etc., por importante que haya sido su in fluencia cultural y política, los grandes autores de la época no pertenecie ron a sus gremios. Hay que buscarlos enlre los portavoces de la inmensa contienda que, basada en el conflicto religioso, sacudió primero las almas y después la vida política alemanas. Examinando estas obras desde un punto de vista exclusivamente litera rio, es decir, prescindiendo de idiosincrasias religiosas y políticas, hay que confesar que tanto en el bando católico como en el protestante, abun daban los grandes talentos, todos esencialmente polémicos, pero que entre ellos sobresale como poeta y prosista iMartín Lulero. Ha escrito un núme ro relativamente corto de poesías, las unas místicas, otras propagandísti cas que, en su mayoría, siguen viviendo hoy, aun fuera de los círculos religiosos o protestantes. Ha sido uno de los grandes oradores populares cuya palabra fascinante solía reunir en las plazas públicas y los campos abiertos millares y millares de personas apasionadas por su verbo. 

    Y, por fin, ha creado una nueva prosa alemana que, a pesar de haber sido ins trumento de propaganda polílicorreligiosa y a pesar de haber servido en sus principios sólo a uno de los bandos de la gran contienda, finalmente ha sido adoptada igualmente por calólicos y protestantes y hasta por los que no eran ni lo uno ni lo otro. La violencia y el apasionamiento de la disputa polílicorreligiosa eran tales que una solución pacífica del gran problema resultó imposible. Estalló una guerra civil, conocida como la guerra de treinta años, en la cual han par ticipado no sólo la mayoría de los estados federales alemanes sino también las naciones vecinas. Durante treinta años consecutivos, las aldeas y los /nunicipios alemanes fueron cercados, conquistados e incendiados por tro pas alemanas, suecas, danesas, francesas y de otras nacionalidades. Algu nas ciudades importantes como Magdeburg fueron varias veces presa de las llamas. En pos de los ejércitos beligerantes se habían formado cuadri llas de ladrones y saqueadores profesionales que robaban, incendiaban y mataban sin distinción de fe o de credo político. En muchas partes del país, la población dejó de labrar los campos y se fugó al monte, donde vivía en forma precaria como hombres primitivos. Ciudades florecientes desaparecieron casi sin dejar huella y sin que hayan sido reconstruidas más tarde. Todo lo que había existido como riqueza material, como cultura y como vida espiritual, pereció ahogado en el humo de los incendios y la sangre vertida, de modo que la guerra terminó sencillamente porque no hubo más ni guerreros ni objetos que hubiesen valido la pena de ser ro bados. Concluida la paz, se cerró una noche profunda sobre el país. 

    Casi parecía que la nación hubiese muerto y que en sus dominios reinase la paz del cementerio. Pero era el silencio de un profundo sueño, lleno de fuerzas recuperadoras. Y antes de que viniese esta época de interminable letargo, una vez más. un gran autor contó en una inmortal novela lo que había Era Johann Christoilel von Grimmelshausen quien, en la novela El aven turero Sirnplicisimo (Der abenteuerlirhc Simplizissirmis, 1669), relató, con voz trémula, pero con una visión inexorablemente exacta, todas las crueldades, las cobardías y los anhelos de su época. En forma de una biografía «pica resca », describe la vida de una especie de Kaspar Hauser cuyo primer re cuerdo de niñe/: es una escena horrible en la cual la soldadesca desenfre nada saquea su casa paterna, la incendia, tortura a sus padres y roba el ganado. El chico huye al monte donde eS recogido y educado por un ermitaño. Después de la muerte del anacoreta, el mozo vuelve a la vida de los hom bres, es decir, se incorpora en varios ejércitos, primero como bufón que ha de divertir por sus ingenuidades a los comensales ebrios de un capitán, después corno soldado y aventurero, para terminar sus días como ermitaño en una isla solitaria cerca de Madagascar. Se ha retirado del mundo, as queado y horrorizado por sus brutalidades, y, cuando un barco holandés atraca en su isla, no quiere abandonar su existencia de llobinson Crusoé. Les dice : « Aquí no tengo amigos que me quieran y me sirvan ; pero tam poco tengo enemigos que me odien. Y ni los unos ni los otros me hacen falta porque ambos suelen inducir al pecado, de modo que yo aquí puedo servir mucho mejor a Dios, lie tenido en los principios de mi vida solita ria muchas tentaciones que me vinieron tanto de mí mismo como del in fernal enemigo de la humanidad. Pero la gracia de Dios y las heridas del , Salvador han sido mi refugio y de ellas he recibido ayuda, consuelo y salvación. * La próxima época del florecimiento ha sido la de la literatura moderna o contemporánea. Nació en la segunda parte del siglo xvm y debe su ca rácter al ya mencionado movimiento de 1770, inaugurado por el joven Goethe que, junto con sus compañeros, proclamó hacia este año un nuevo concepto de la vida y el arte, una ideología y sensibilidad nuevas. El movimiento de 1770 había sido precedido y preparado por los gran des precursores Klopstock, Lessing y Herder. Klopstock había renovado la sensibilidad religiosa y el sentimiento nacional unitario alemán. Lessing había transformado las doctrinas estéticas de su época y había establecido un nuevo criterio en la historia de la literatura mundial. Había asignado al antiguo teatro griego, al siglo de oro español y al teatro de Shake speare la importancia que, aun hoy, se les atribuye generalmente, y había formulado el dogma del teatro nacional de ideas, de combate y de actua lidad pública. Sus conceptos habían sido ampliados y complelados por Herder que introdujo la nueva ¡dea de la evolución histórica continua de la humanidad y una nueva comprensión del folklore en sus formas más im portantes, el mito de carácter épico y el poema lírico sentimental. Todos estos elementos habían sido amalgamados por la generación de I 77° cl,,e» basándose en ellos, procedió a una revisión radical de todos los valores entonces aceptados. Debido a la formidable personalidad de Goe the, el movimiento de 1770 adquirió una amplitud y fuerzas dinámicas tan extraordinarias que su influencia ha seguido dominando la evolución literaria alemana, desde este año hasta la más moderna actualidad. En el fondo, este movimiento es idéntico con las corrientes que generalmente han sido llamadas «el romanticismo». Pero en la historia déla literatura alemana, esla designación ha sido reservada a dos « escuelas » que actua ron entre 1790 y i83o y que, ellas mismas, se nombraron «románticas». Para no crear confusiones, la terminología usual ha sido respetada en la presente hisloria de la literatura alemana en la cual, sin embargo, las cla sificaciones históricas se han emancipado de las equivocaciones que, algu nas veces, han sido la consecuencia de estas circunstancias relativamente fortuitas. En realidad, la generación de 1770 no había creado un dogma, sino había planteado una infinidad de nuevos problemas. Había provocado una fermentación universal y había impuesto a las generaciones que le sucedie ron, la tarea de desarrollar estos problemas, enunciados en forma embrio naria, de buscar sus soluciones y de darles el carácter de un conjunto or gánico. De este hecho nació un movimiento literario de matiz ideológico que produjo un gran número de obras poéticas sublimes, pero que siempre, en grado ora mayor, ora menor, han conservado un carácler de experi mento. Los primeros poetas ideológicos que se dedicaron a esla labor fueron Hoelderlin y Novalis que, en forma programática, crearon las ¡deas del evolucionismo y del misticismo y las correspondientes.formas de una poesía evolucionista, humanitaria « laica » y de una inspiración simbolista, religiosa, «clerical ». Kleist, el representante más insigne de la generación siguiente, desarrolló en su admirable obra de dramaturgo las sutilezas de una psicología agudísima con la cual interpretó los estados de ánimo y los caracteres anormales, dándoles una forma poética que ha anticipado los elementosesencialesdel «expresionismo» contemporáneo. Entretanto, Jean Paul había creado el humorismo intransigente, a base de una ideología social doctrinaria y jacobina, y E. T. A. HoíTmann el humorismo igual mente intransigente, estético o musical. Mientras el desarrollo de las ideas de 1770 proseguía su curso, el prota gonista del movimiento, Goethe, se había separado de sus compañeros y, secundado por Schiller, había creado una ideología original, de carácter sociológico y didáctico. Pero los contemporáneos de ambos poetas y pen sadores, sólo fueron influenciados por los aspectos puramente literarios de esta ideología. Nació una tradición puramente literaria, generalmente de signada por los historiadores de la literatura alemana como «clásica» y que se extinguió hacia fines del siglo xix. Sólo en la actualidad de nues tros días, la verdadera personalidad del autor de Fausto empieza a ser apreciada en cuanto a su alto significado sociológico. La evolución ideológica, iniciada por la generación de 1770 y continuada por Hoelderlin, Novalis, Kleist, Jean Paul y HoíTmann, siguió su curso, como literatura de vanguardia, durante toda la primera parte del siglo xix. Bucchner desarrolló los conceptos del positivismo experimental y del ve rismo literario. 

Hebbel recogió la psicología de Kleist, la ensanchó por los conceptos sociológicos sobre la función folklórica del mito y llegó a una filosofía de la historia que expuso en su gigantesca obra de drama turgo. Finalmente, Grillparzer, valiéndose de la técnica de la edad madura de Goethe, se hizo el representante dramático de una delicadísima psico logía sociológica, dedicada con preferencia a la interpretación de los anta gonismos. existentes entre clases sociales, razas y civilizaciones distintas. Como todos estos poetas habían buscado, en primer lugar, la solución de problemas ideológicos, y como sus actuaciones, forzosamente, poseían el carácter de experimentos, sus obras, por admirables que fuesen, no ha bían podido imponerse a la apreciación popular. Pero esta literatura, eso térica y de vanguardia, formó los elementos ideológicos y poéticos de los cuales se valieron los autores de temperamento puramente artístico que surgieron hacia el tercer decenio del siglo xix. Crearon obras de matiz ex clusivamente poético que, por su perfección soberana y definitiva, con quistaron los aplausos universales de la nación y, en muchos casos, alta reputación mundial. Eran espíritus eclécticos, de escasa preocupación ideo lógica, pero de agudísima conciencia artística. Tal fué la actuación de « los líllimos románticos », como, por ejemplo. Ludwig Uhland o el poeta lírico Lenau. Pertenecen especialmente a esle grupo de los grandes creadores de sublimes obras artísticas perfectas, Heinrich Heine que dio su última forma al Lied, y Richard Wagner con su admirable Drama musical. Los novelis tas y líricos que pueden clasificarse como autores de carácter regional y repercusión nacional, concluyen esle período sintético y ecléctico de la li teratura alemana. Son: Goltfried Keller, Conrad Ferdinand Meyer. Lud wig Anzengruber, Adalbert Stifter, Theodor Woldsen Storm y Theodor Fontane. A su actuación literaria corresponden, en el dominio de la filo sofía, los sistemas de Hegel, Carlos Max y Schopenhauer y, en el de la po lítica, la labor del gran restaurador de la unidad alemana, Bismarck. La pujanza y la grandiosidad de sus creaciones fueron tales que, durante más de dos decenios, casi ahogaron la evolución ideológica. Era tan indis cutible su superioridad real, comparada con el valor siempre precario de las ideologías experimentales, que, hacia el año de 1880, predominó la sensación deque la evolución espiritual y literaria alemana hubiera sido terminada definitivamente. Pero, pronto, los espíritus inquietos y críticos, frente a esta actilud arrogante y complacida, volvieron sus miradas hacia la gran tradición ideológica de los decenios anteriores. Friedrich Nietzsche, después de haber sido discípulo y amigo íntimo de Richard Wagner, se separó violentamente del maestro y recogió las ideas, expuestas más de me dio siglo antes, por Hoelderlin, sobre el elemento dionisíaco en la civiliza ción helénica, sobre la evolución de la humanidad y sobre el dinamismo trascendental de los «héroes» y márlires. Poco después, el movimiento naturalista de 1890 popularizó la resistencia al siluacionismo intelectual y reintrodujo. en la vida espiritual alemana, los elementos de fermentación y exaltación ideológica tradicionales. Considerado como movimiento litera rio, el naturalismo tuvo una actuación efímera, pero, por su crítica nega tiva, restableció, de un modo permanente, las antiguas tradiciones espiri tuales. Abrió el camino a la nueva poesía lírica, de matiz místico y católico en la obra de Rainer María Rilke, e imperiosamente helénica en la de Ste- fán George. Thomas Mann reanudó las tradiciones del humorismo, dándole las formas de una sensibilidad artística modernísima. Su hermano, Ilein- rich Mann, reivindicó, con ruidosos martillazos, los fueros de la literatura política militante de vanguardia. El llamado expresionismo se inspiró en los problemas caóticos, planteados por algunos compañeros del joven Goethe, y en la psicología penetrante de Kleist. Y, en medio de esla ebu llición apasionadamente intelectual, estalló la gran guerra. En labora actual, la literatura alemana dispone de un conocimiento, más íntimo que nunca antes, de los inmensos caudales acumulados duran te más de siglo y medio, por una evolución ininterrumpida de ardor entu siasta. Las obras de los grandes pensadores y poetas que actuaron hace un siglo y que, entonces, apenas pudieron difundirse, han sido desenterradas y publicadas. La ideología y el arte literario, creados por Goethe en la úl tima jornada de su larga y fecunda vida, por fin, empiezan a penetrar en la conciencia déla vanguardia intelectual alemana. Pero este inaudito en riquecimiento espiritual de la nación coincide con una época de estrechez económica, de odios políticos disolventes y de una falta general de estabi lidad. El mundo civilizado, en nuestros días, atraviesa por un período de transición del cual nadie puede prever la terminación. La inquietud des orientada de la cual la humanidad entera padece en estos momentos, reviste, en el caso de Alemania, el carácter de una penuria angustiosa. Deprimida por la indigencia, atormentada por las desilusiones, convulsionada por rencores frenéticos, la generación alemana que, en la actualidad, coopera en la evolución literaria, se agita febrilmente y busca soluciones para pro blemas que, probablemente han de ser eliminados por el restablecimiento de una situación estable y serena mundial. Ofrece el aspecto caótico de un* multiplicidad de tendencias heterogéneas y furiosamente contradictorias. Pero sigue produciendo obras que se mantienen a la altura de las tradicio nes intelectuales y contribuyendo con sus ofrendas a la futura estabiliza ción de la civilización mundial.

Archivo del blog

DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

Páginas