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jueves, 21 de abril de 2022

FRAGMENTO. NOVELA. CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL. VARGAS LLOSA. FRAG1.


 

—Conozco el sitio donde como —dice Ambrosio—. "La Catedral", uno de pobres, no sé si le gustará. 

—Si tienen cerveza helada me gustará —dice Santiago—. Vamos, Ambrosio. 

Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza, y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillo verdosos al aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de "La Catedral". Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz. Mucho cariño, muchos besos, mucho amor, truena una radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido, el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres de moscas, hay una pared agujereada —piedras, chozas, un hilo de río, el cielo plomizo, y una mujer ancha, bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer: Saturnina. 

***

Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta. 

viernes, 4 de febrero de 2022

Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina. (Fragmento).

 

 

 


 

Mario Vargas Llosa

El Paraíso en la otra esquina


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

@Mario Vargas Llosa, 2003

@Santillana Ediciones Generales, S. L. (Primera edición, 2003) @ De esta edición:

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. (Primera edición, 2003) Beazley 3860, (1437) Buenos Aires

www.alfaguara.com.ar

ISBN: 950-511-821-X

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

@ Disefío: Proyecto de Enric Satué @ Cubierta: Archivo Santillana

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Primera edición: abril de 2003

Todos los derechos reservados. Es.. publicación no puede ser

reproducida, ni en rodo ni en parte, ni regisr..da en o rransmirida por un sisrema de recuperación

de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea meclnico, foroqutmico, electrónico, magnérico, elecrroóptico, por fotocopia,

o cualquier otro, sin el permiso previo por esctito de la editorial.


 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

I. Flora en Auxerre. 6

II. Un demonio vigila a la niña. 13

III. Bastarda y prófuga. 24

IV. Aguas misteriosas. 34

V. La sombra de Charles Fourier 45

VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893. 56

VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844. 66

VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897. 78

IX. La travesía Avignon, julio de 1844. 89

X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897. 100

XI. Arequipa Marsella, julio de 1844. 111

XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898. 122

XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844. 127

XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901. 138

XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844. 149

XVI. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902. 161

XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844. 173

XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902. 183

XIX. La ciudad-monstruo. 196

XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903. 208

XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844. 220

XXII. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903. 231

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Carmen Balcells, la amiga de toda la vida.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

«¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?»

PAUL VALÉRY, Breve epístola sobre el mito

 


I. Flora en Auxerre

Abril de 1844

Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al paso. Como aquella tarde en Saint—Germain, diez años atrás, en la primera reunión de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja—mesías que redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza: «La mujer—mesías serás tú». ¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.

Se levantó, se aseó y se vistió, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que le hizo el pintor Jules Laure para desearle suerte en su gira, había terminado de alistar su equipaje, y con Marie—Madeleine, la criada, y el aguatero Noel Taphanello bajaron al pie de la escalera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los ejemplares recién impresos de La Unión Obrera; debía pararse cada cierto número de escalones a tomar aliento, pues pesaba muchísimo. Cuando el coche llegó a la casa de la rue du Bac para llevada al embarcadero, Flora llevaba despierta varias horas.

Era aún noche cerrada. Habían apagado los faroles de gas de las esquinas y el cochero, sumergido en un capote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los caballos con una fusta sibilante. Escuchó repicar las campanas de Saint—Sulpice. Las calles, solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el embarcadero hervía de pasajeros, marineros y cargadores preparando la partida. Oyó órdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarpó, trazando una estela de espuma en las aguas pardas del río, brillaba el sol en un cielo primaveral y Flora tomaba un té caliente en la cabina. Sin pérdida de tiempo, anotó en su diario: 12 de abril de 1844. Y de inmediato se puso a estudiar a sus compañeros de viaje. Llegarían a Auxerre al anochecer. Doce horas para enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este muestrario fluvial, Florita.

Viajaban pocos burgueses. Buen número de marineros de los barcos que traían a París productos agrícolas desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen. Rodeaban a su patrón, un pelirrojo peludo, hosco y cincuentón con el que Flora tuvo una amigable charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la mañana les dio pan a discreción, siete u ocho rábanos, una pizca de sal y dos huevos duros por cabeza. Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano, un traguito de vino del país. Estos marineros de mercancías ganaban un franco y medio por día de faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Su trabajo a la intemperie era duro en época de lluvias. Pero, en la relación de estos hombres con el patrón Flora no advirtió el servilismo de esos marineros ingleses que apenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de la tarde, el patrón les sirvió la última comida del día: rebanadas de jamón, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en círculo.

En el puerto de Auxerre, le tomó un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreau le había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo, al que llegó al amanecer. Mientras des empacaba, brotaron las primeras luces. Se metió a la cama, sabiendo que no pegaría los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, en las pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el día a través de las cortinillas de cretona, no fantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente ni los obreros que reclutaría para la Unión Obrera. Pensó en la casa donde nació, en Vaugirard, la periferia de París, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ¿Recordabas esa casa, amplia, cómoda, de cuidados jardines y atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te hada tu madre, cuando ya no eran ricas sino pobres y la desvalida señora se consolaba con esos recuerdos lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la fealdad de los dos cuartitos de la me du Fouarre? Tuvieron que refugiarse allí luego de que las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio de tus padres, hecho en Bilbao por un curita francés expatriado, no tenía validez, y que don Mariano Tristán, español del Perú, era ciudadano de un país con el que Francia estaba en guerra.

Lo probable, Florita, era que tu memoria retuviera de esos primeros años sólo lo que tu madre te contó. Eras muy pequeña para recordar los jardineros, las mucamas, los muebles forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata, oro, cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame Tristán huía al esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gentes de mal vivir, ni esa rue du Fouarre llena de tabernas, donde tú habías pasado unos años de infancia que, ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados que crujían, a ese viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de escasez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una reina, con su marido —su legítimo marido ante Dios, pese a quien pesara—, don Mariano Tristán y Moscoso, coronel de los ejércitos del rey de España, muerto prematuramente de una apoplejía fulminante el 4 de junio de 1807, cuando tú tenías apenas cuatro años y dos meses de edad.

Era también improbable que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote encrespado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las largas patillas grises del don Mariano que te venían a la memoria no eran los del padre de carne y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre las flores del jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía a darte el biberón, ese señor que pasaba horas en su estudio leyendo crónicas de viajeros franceses por el Perú, el don Mariano al que venía a visitar el joven Simón Bolívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Eran los del retrato que tu madre lucía en su velador en el pisito de la rue du Fouarre. Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la familia Tristán en la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta convencerte de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tu progenitor.

Escuchó los primeros ruidos de la mañana en las calles de Auxerre. Flora sabía que no dormiría más. Sus citas comenzaban a las nueve. Había concertado varias, gracias al cerrajero Moreau y a las cartas de recomendación del buen Agricol Perdiguier a sus amigos de las sociedades obreras de ayuda mutua de la región. Tenías tiempo. Un rato más en cama te daría fuerzas para estar a la altura de las circunstancias, Andaluza.

¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años más? No hubieras conocido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estarías casada con un burgués y acaso vivirías en una bella mansión rodeada de parques, en Vaugirard. Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación. Injusticia sería para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habrían dado una instrucción: colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era seguro: una niña de buena familia era educada solamente para pescar marido y ser una buena madre y ama de casa. Desconocerías todas las cosas que debiste aprender por necesidad. Bueno, sí, no tendrías esas faltas de ortografía que te han avergonzado toda tu vida y, sin duda, hubieras leído más libros de los que has leído. Te habrías pasado los años ocupada en tu guardarropa, cuidando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida mundana de saraos, bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello parásito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber cómo era el mundo más allá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la sombra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. Máquina de parir, esclava feliz, irías a misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cuarenta y un años, una matrona rolliza con una pasión irresistible por el chocolate y las novenas. No hubieras viajado al Perú, ni conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos de Olympia, ni escrito, pese a tus faltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por supuesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te habría ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a los otros explotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica, tan importante para el futuro de la humanidad como la aparición del cristianismo hacía 1844 años. «Mejor que te murieras, mon cher papa», se rió, saltando de la cama. No estaba cansada. En veinticuatro horas no había tenido dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al huésped frío en su pecho. Te sentías de excelente humor, Florita.

La primera reunión, a las nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeños grupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba cómo, uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho al trabajo, educación, salud, condiciones decentes de existencia—, en tanto que dispersos siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre—Joseph Proudhon ¿Qué es la propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que hablar en París por su afirmación contundente: «La propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas, venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le había oído a Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo llevarían un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia. Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.

—Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.

—Lo es, lo es —repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz—. No es cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.

Como advirtió que abrían mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les propuso abandonar ese tema e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos asintieron.

Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecían de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle la razón a Saint—Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, sólo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba difícil aceptar que fuera una mujer —¡una mujer!— quien los exhortara a la acción. Los más despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable —se daban aires de aristócratas— y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Se había jurado que durante el año que duraría esta gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame la—Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribirían en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un grupo de niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían. Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre, habías jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?» «No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, el año 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontró con un grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Es aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías francés resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos, Aline y Ernest—Camille.

Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se decía de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución sin sangre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres ya las mujeres, impediría los estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a continuar engordando un puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría para las mujeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los convencían.

Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.

En la catedral, tuvo una conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes con tu genio, Florita.»)

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida. Cuando se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Esforzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de su venida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de Unión Obrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión Obrera, los delegados irían a presentar a las autoridades —incluido el propio rey Louis—Philippe— sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres.

—Pero, eso sería una revolución —musitó el párroco, echando una lluviecita de saliva.

—Al contrario —le aclaró Flora—. La Unión Obrera nace para evitada,  para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a través del confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles, millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia, cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión de odio. La Unión Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía ayudarla en su cruzada. ¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso, había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.

—Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis acciones, padre —le aseguró.

Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del padre Fortin palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la Iglesia, porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como símbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que habían hecho de la mujer poco menos que una esclava.

El párroco había pasado de la lividez a una congestión preapoplética. Pestañeaba, confuso y alarmado. Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando. Parecía a punto de sufrir un vahído.

—¿Sabe usted lo que dice, señora? —balbuceó—. ¿Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?

Sí, para ellas. ¿No pretendía la Iglesia católica ser la iglesia de los pobres? ¿No estaba contra las injusticias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano, la codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obligación de amparar un proyecto cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y la fraternidad.

Fue como hablar a una pared o a un mulo. Flora trató todavía un buen rato de hacerse entender. Inútil. El párroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La miraba con repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, masculló que no podía prometerle ayuda, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fuera a explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, era improbable que algún obispo patrocinara una acción social de signo abiertamente anticatólico. Y, si el obispo lo prohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey católica obedecía a sus pastores. «Y, según los sansimonianos, hay que reforzar el principio de autoridad para que la sociedad funcione», pensaba Flora, escuchándolo. «Ese respeto a la autoridad que hace de los católicos unos autómatas, como este infeliz.»

Intentó despedirse de buena manera del padre Fortin, ofreciéndole un ejemplar de La Unión Obrera.

—Por lo menos, léalo, padre. Verá que mi proyecto está impregnado de sentimientos cristianos.

—No lo leeré —dijo el padre Fortin, moviendo la cabeza con energía, sin coger el libro—. Me basta con lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belcebú.

Flora se echó a reír, mientras devolvía el pequeño libro a su bolsa.

—Usted es uno de esos curas que volverían a llenar las plazas de hogueras para quemar a todos los seres libres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a modo de adiós.

En el cuarto del albergue, después de tomar una sopa caliente, hizo el balance de su jornada en Auxerre. No se sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio de la humanidad, Andaluza.

miércoles, 2 de febrero de 2022

MARIO VARGAS LLOSA LA TÍA JULIA Y EL ESCRIBIDOR

 

 


MARIO VARGAS LLOSA

LA TÍA JULIA Y EL ESCRIBIDOR

BIBLIOTECA   BREVE

EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A.

BARCELONA - CARACAS - MÉXICO

 


Primera edición: septiembre de 1977 1.a reimpresión: febrero de 1978 2.a reimpresión: junio de 1978

© 1977: Mario Vargas Llosa, Lima

Derechos exclusivos de edición reservados para todos los países de hab'.a española:

© 1977; Editorial Seix Barral, S. A. Tambor del Bruch, s/n - Sane Joan Despi (Barcelona)

ISBN: 84 822 0323 8 Depósito legal: B. 23.360 - 1978

Prínted in Spain


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                              A Julia Urquidi Illane,

           a quien tanto debemos yo y esta novela.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y tambien puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y tambien viendome que escribia. Y me veo recordando que me veo escribir y me re­cuerdo viendome recordar que escribia y escribo viendome escribir que recuer­do haberme visto escribir que me veia escribir que recordaba haberrne visto escribir que escribia y que escribia que escribo que escribia. Tambien puedo imaginarme escribiendo que ya habia escrito que me imaginaria escri­biendo que habia escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

 

salvador elizondo, El Grajograjo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más animadas que las de mi trabajo.

    Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle Belén, muy cerca de la Plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un edificio flamante, y tenía, en su personal, ambiciones y programación, cierto aire extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha música, abundante jazz y rock y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual, Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de Informaciones que Pascual yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea, desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de abrirse antes de tiempo.

    Radio Central, en cambio, se apretaba en una vieja casa llena de patios y de vericuetos, y bastaba oír a sus locutores desenfadados y abusadores de la jerga, para reconocer su vocación multitudinaria, plebeya, criollísima. Allí se propalaban pocas noticias y allí era reina y señora la música peruana, incluyendo a la andina, y no era infrecuente que los cantantes indios de los coliseos participaran en esas emisiones abiertas al público que congregaban muchedumbres, desde horas antes, a las puertas del local. También estremecían sus ondas, con prodigalidad, la música tropical, la mexicana, la porteña, y sus programas eran simples, inimaginativos, eficaces: Pedidos Telefónicos, Serenatas de Cumpleaños, Chismografía del Mundo de la Farándula, el Acetato y el Cine. Pero su plato fuerte, repetido y caudaloso, lo que, según todas las encuestas, le aseguraba su enorme sintonía, eran los radioteatros.

    Pasaban media docena al día, por lo menos, y a mí me divertía mucho espiar a los intérpretes cuando estaban radiándolos: actrices y actores declinantes, hambrientos, desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos, se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la fauna radioteatral parecía por el momento asegurado.

    Siempre había tenido curiosidad por saber qué plumas manufacturaban esas seriales que entretenían las tardes de mi abuela, esas historias con las que solía darme de oídos donde mi tía Laura, mi tía Olga, mi tía Gaby o en las casas de mis numerosas primas, cuando iba a visitarlas (nuestra familia era bíblica, miraflorina, muy unida), Sospechaba que los radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre, un caballero de pelos plateados al que alguna vez, de paso por Lima, había visto cruzar los pasillos de Radio Panamericana solícitamente escoltado por los dueños y ante la mirada reverencial de todo el mundo. Había oído hablar tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio –para los que representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas– que Javier y yo, mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aireacondicionadas de la ciudadela de Goar Mestre, debían de producir, ocho horas al día, en silentes máquinas de escribir, ese torrente de adulterios, suicidios, pasiones, encuentros, herencias, devociones, casualidades y crímenes que, desde la isla antillana, se esparcía por América Latina, para, cristalizado en las voces de los Lucianos Pandos y las Josefinas Sánchez, ilusionar las tardes de las abuelas, las tías, las primas y los jubilados de cada país.

    Genaro-hijo compraba (o, más bien, la CMQ vendía) los radioteatros al peso y por telegrama. Me lo había contado él mismo, una tarde, después de pasmarse cuando le pregunté si él, sus hermanos o su padre daban el visto bueno a los libretos antes de propalarse. "¿Tú serías capaz de leer setenta kilos de papel?", me repuso, mirándome con esa condescendencia benigna que le merecía la condición de intelectual que me había conferido desde que vio un cuento mío en el Dominical de "El Comercio": "Calcula cuánto tomaría. ¿Un mes, dos? ¿Quién puede dedicar un par de meses a leerse un radioteatro? Lo dejamos a la suerte y hasta ahora, felizmente, el Señor de los Milagros nos protege". En los mejores casos, a través de agencias de publicidad, o de colegas y amigos, Genaro-hijo averiguaba cuántos países y con qué resultados de sintonía habían comprado el radioteatro que le ofrecían; en los peores, decidía por los títulos o, simplemente, a cara o sello. Los radioteatros se vendían al peso porque era una fórmula menos tramposa que la del número de páginas o de palabras, en el sentido de que era la única posible de verificar. "Claro, decía Javier, si no hay tiempo para leerlas, menos todavía para contar todas esas palabras." Lo excitaba la idea de una novela de sesenta y ocho kilos y treinta gramos, cuyo precio, como el de las vacas, la mantequilla y los huevos, determinaba una balanza.

    Pero este sistema creaba problemas a los Genaros. Los textos venían plagados de cubanismos, que, minutos antes de cada emisión, el propio Luciano y la propia Josefina y sus colegas traducían al peruano como podían (siempre mal). De otro lado, a veces, en el trayecto de La Habana a Lima, en las panzas de los barcos o de los aviones, o en las aduanas, las resmas mecanografiadas sufrían deterioros y se perdían capítulos enteros, la humedad los volvía ilegibles, se traspapelaban, los devoraban los ratones del almacén de Radio Central. Como esto se advertía sólo a última hora, cuando Genaro–papá repartía los libretos, surgían situaciones angustiosas. Se resolvían saltándose el capítulo perdido y echándose el alma a la espalda, o, en casos graves, enfermando por un día a Luciano Pando o a Josefina Sánchez, de modo que en las veinticuatro horas siguientes se pudieran parchar, resucitar, eliminar sin excesivos traumas, los gramos o kilos desaparecidos. Como, además, los precios de la CMQ eran altos, resultó natural que Genaro-hijo se sintiera feliz cuando descubrió la existencia y las dotes prodigiosas de Pedro Camacho.

    Recuerdo muy bien el día que me habló del fenómeno radiofónico porque ese mismo día, a la hora de almuerzo, vi a la tía Julia por primera vez. Era hermana de la mujer de mi tío Lucho y había llegado la noche anterior de Bolivia. Recién divorciada, venía a descansar y a recuperarse de su fracaso matrimonial. "En realidad, a buscarse otro marido", había dictaminado, en una reunión de familia, la más lenguaraz de mis parientes, la tía Hortensia. Yo almorzaba todos los jueves donde el tío Lucho y la tía Olga  y ese mediodía encontré a la familia todavía en pijama, cortando la mala noche con choritos picantes y cerveza fría. Se habían quedado hasta el amanecer, chismeando con la recién llegada, y despachado entre los tres una botella de whisky. Les dolía la cabeza, mi tío Lucho se quejaba de que su oficina andaría patas arriba, mi tía Olga decía que era una vergüenza trasnochar fuera de sábados, y la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta. No le incomodó que yo la viera en esa facha en la que nadie la hubiera tomado por una reina de belleza.

    –Así que tú eres el hijo de Dorita –me dijo, estampándome un beso en la mejilla–. ¿Ya terminaste el colegio, no?

    La odié a muerte. Mis leves choques con la familia, en ese entonces, se debían a que todos se empeñaban en tratarme todavía como un niño y no como lo que era, un hombre completo de dieciocho años. Nada me irritaba tanto como el Marito; tenía la sensación de que el diminutivo me regresaba al pantalón corto.

    –Ya está en tercero de Derecho y trabaja como periodista –le explicó mi tío Lucho, alcanzándome un vaso de cerveza.

    –La verdad –me dio el puntillazo la tía Julia– es que pareces todavía una guagua, Marito.

    Durante el almuerzo, con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigen a los idiotas y a los niños, me preguntó si tenía enamorada, si iba a fiestas, qué deporte practicaba y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que apenas pudiera me dejara crecer el bigote. A los morenos les sentaba y eso me facilitaría las cosas con las chicas.

    –Él no piensa en faldas ni en jaranas –le explicó mi tío Lucho–. Es un intelectual. Ha publicado un cuento en el Dominical de "El Comercio".

    –Cuidado que el hijo de Dorita nos vaya a salir del otro lado –se rió la tía Julia y yo sentí un arrebato de solidaridad con su ex–marido. Pero sonreí y le llevé la cuerda. Durante el almuerzo se dedicó a contar unos horribles chistes bolivianos y a tomarme el pelo. Al despedirme, pareció que quería hacerse perdonar sus maldades, porque me dijo con un gesto amable que alguna noche la acompañara al cine, que le encantaba el cine.

    Llegué a Radio Panamericana justo a tiempo para evitar que Pascual dedicara todo el boletín de las tres a la noticia de una batalla campal, en las calles exóticas de Rawalpindi, entre sepultureros y leprosos, publicada por "Ultima Hora". Luego de preparar también los boletines de las cuatro y las cinco, salí a tomar un café. En la puerta de Radio Central encontré a Genaro-hijo, eufórico. Me arrastró del brazo hasta el Bransa: "Tengo que contarte algo fantástico". Había estado unos días en La Paz, por cuestiones de negocios, y allí había visto en acción a ese hombre plural: Pedro Camacho.

    –No es un hombre sino una industria –corrigió, con admiración–––. Escribe todas las obras de teatro que se presentan en Bolivia y las interpreta todas. Y escribe todas las radionovelas y las dirige y es el galán de todas.

    Pero más que su fecundidad y versatilidad, le había impresionado su popularidad. Para poder verlo, en el Teatro Saavedra de La Paz, había tenido que comprar entradas de reventa al doble de su precio.

    –Como en los toros, imagínate –se asombraba–. ¿Quién ha llenado jamás un teatro en Lima?

    Me contó que había visto, dos días seguidos, a muchas jovencitas, adultas y viejas arremolinadas a las puertas de Radio Illimani esperando la salida del ídolo para pedirle autógrafos. La McCann Erickson de La Paz, por otra parte, le había asegurado que los radioteatros de Pedro Camacho tenían la mayor audiencia de las ondas bolivianas. Genaro-hijo era eso que entonces comenzaba a llamarse un empresario progresista: le interesaban más los negocios que los honores, no era socio del Club Nacional ni un ávido de serlo, se hacía amigo de todo el mundo y su dinamismo fatigaba. Hombre de decisiones rápidas, después de su visita a Radio Illimani convenció a Pedro Camacho que se viniera al Perú, como exclusividad de Radio Central.

    –No fue difícil, allá lo tenían al hambre –me explicó–. Se ocupará de las radionovelas y yo podré mandar al diablo a los tiburones de la CMQ.

    Traté de envenenar sus ilusiones. Le dije que acababa de comprobar que los bolivianos eran antipatiquísimos y que Pedro Camacho se llevaría pésimo con toda la gente de Radio Central. Su acento caería como pedrada a los oyentes y por su ignorancia del Perú metería la pata a cada instante. Pero él sonreía, intocado por mis profecías derrotistas. Aunque nunca había estado aquí, Pedro Camacho le había hablado del alma limeña como un bajopontino y su acento era soberbio, sin eses ni erres pronunciadas, de la categoría terciopelo.

    –Entre Luciano Pando y los otros actores lo harán papilla al pobre forastero –soñó Javier–. O la bella Josefina Sánchez lo violará.

    Estábamos en el altillo y conversábamos mientras yo pasaba a máquina, cambiando adjetivos y adverbios, noticias de "El Comercio" y "La Prensa" para El Panamericano de las doce. Javier era mi mejor amigo y nos veíamos a diario, aunque fuera sólo un momento, para constatar que existíamos. Era un ser de entusiasmos cambiantes y contradictorios, pero siempre sinceros. Había sido la estrella del Departamento de Literatura de la Católica, donde no se vio antes a un alumno más aprovechado, ni más lúcido lector de poesía, ni más agudo comentarista de textos difíciles. Todos daban por descontado que se graduaría con una tesis brillante, sería un catedrático brillante y un poeta o un crítico igualmente brillante. Pero él, un buen día, sin explicaciones, había decepcionado a todo el mundo, abandonando la tesis en la que trabajaba, renunciando a la Literatura y a la Universidad Católica e inscribiéndose en San Marcos como alumno de Economía. Cuando alguien le preguntaba a qué se debía esa deserción, él confesaba (o bromeaba) que la tesis en que había estado trabajando le había abierto los ojos. Se iba a titular "Las paremias en Ricardo Palma". Había tenido que leer las "Tradiciones Peruanas" con lupa, a la caza de refranes, y como era concienzudo y riguroso, había conseguido llenar un cajón de fichas eruditas. Luego, una mañana, quemó el cajón con las fichas en un descampado –él y yo bailamos una danza apache alrededor de las llamas filológicas– y decidió que odiaba la literatura y que hasta la economía resultaba preferible a eso. Javier hacía su práctica en el Banco Central de Reserva y siempre encontraba pretextos para darse un salto cada mañana hasta Radio Panamericana. De su pesadilla paremiológica le había quedado la costumbre de infligirme refranes sin ton ni son.

    Me sorprendió mucho que la tía Julia, pese a ser boliviana y vivir en La Paz, no hubiera oído hablar nunca de Pedro Camacho. Pero ella me aclaró que jamás había escuchado una radionovela, ni puesto los pies en un teatro desde que interpretó la Danza de las Horas, en el papel de Crepúsculo, el año que terminó el colegio donde las monjas irlandesas ("No te atrevas a preguntarme cuántos años hace de eso, Marito"). Íbamos caminando desde la casa del tío Lucho, al final de la avenida Armendáriz, hacia el cine Barranco. Me había impuesto la invitación ella misma, ese mediodía, de la manera más artera. Era el jueves siguiente a su llegada, y aunque la perspectiva de ser otra vez víctima de los chistes bolivianos no me hacía gracia, no quise faltar al almuerzo semanal. Tenía la esperanza de no encontrarla, porque la víspera –los miércoles en la noche eran de visita a la tía Gaby– había oído a la tía Hortensia comunicar con el tono de quien está en el secreto de los dioses:

    –En su primera semana limeña ha salido cuatro veces y con cuatro galanes diferentes, uno de ellos casado. ¡La divorciada se las trae!

    Cuando llegué donde el tío Lucho, luego de El Panamericano de las doce, la encontré precisamente con uno de sus galanes. Sentí el dulce placer de la venganza al entrar a la sala y descubrir sentado junto a ella, mirándola con ojos de conquistador, flamante de ridículo en su traje de otras épocas, su corbata mariposa y su clavel en el ojal, al tío Pancracio, un primo hermano de mi abuela. Había enviudado hacía siglos, caminaba con los pies abiertos marcando las diez y diez y en la familia se comentaban maliciosamente sus visitas porque no tenía reparo en pellizcar a las sirvientas a la vista de todos. Se pintaba el pelo, usaba reloj de bolsillo con leontina plateada y se lo podía ver a diario, en las esquinas del jirón de la Unión, a las seis de la tarde, piropeando a las oficinistas. Al inclinarme a besarla, susurré al oído de la boliviana, con toda la ironía del mundo: "Qué buena conquista, Julita". Ella me guiñó un ojo y asintió. Durante el almuerzo, el tío Pancracio, luego de disertar sobre la música criolla, en la que era un experto –en las celebraciones familiares ofrecía siempre un solo de cajón–, se volvió hacia ella y, relamido como un gato, le contó: "A propósito, los jueves en la noche se reúne la Peña Felipe Pinglo, en La Victoria, el corazón del criollismo. ¿Te gustaría oír un poco de verdadera música peruana?". La tía Julia, sin vacilar un segundo y con una cara de desolación que añadía el insulto a la calumnia, contestó señalándome: 'Fíjate qué lástima. Marito me ha invitado al cine". "Paso a la juventud", se inclinó el tío Pancracio, con espíritu deportivo. Luego, cuando hubo partido, creí que me salvaba pues la tía Olga preguntó: “¿Eso del cine era sólo para librarte del viejo verde?". Pero la tía Julia la rectificó con ímpetu: "Nada de eso, hermana, me muero por ver la del Barranco, es impropia para señoritas". Se volvió hacia mí, que escuchaba cómo se decidía mi destino nocturno, y para tranquilizarme añadió esta exquisita flor: "No te preocupes por la plata, Marito. Yo te invito".

    Y ahí estábamos, caminando por la oscura Quebrada de Armendáriz, por la ancha avenida Grau, al encuentro de una película que para colmo era mexicana y se llamaba "Madre y amante".

    –Lo terrible de ser divorciada no es que todos los hombres se crean en la obligación de proponerte cosas –me informaba la tía Julia–. Sino que por ser una divorciada piensan que ya no hay necesidad de romanticismo. No te enamoran, no te dicen galanterías finas, te proponen la cosa de buenas a primeras con la mayor vulgaridad. A mí me lleva la trampa. Para eso, en vez de que me saquen a bailar, prefiero venir al cine contigo.

    Le dije que muchas gracias por lo que me tocaba.

    –Son tan estúpidos que creen que toda divorciada es una mujer de la calle –siguió, sin darse por enterada–. Y, además, sólo piensan en hacer cosas. Cuando lo bonito no es eso, sino enamorarse, ¿no es cierto?

    Yo le expliqué que el amor no existía, que era una invención de un italiano llamado Petrarca y de los trovadores provenzales. Que eso que las gentes creían un cristalino manar de la emoción, una pura efusión del sentimiento era el deseo instintivo de los gatos en celo disimulado detrás de las palabras bellas y los mitos de la literatura. No creía en nada de eso, pero quería hacerme el interesante. Mi teoría erótico– biológica, por lo demás, dejó a la tía Julia bastante incrédula: ¿creía yo de veras esa idiotez?

    –Estoy contra el matrimonio –le dije, con el aire más pedante que pude–. Soy partidario de lo que llaman el amor libre, pero que, si fuéramos honestos, deberíamos llamar, simplemente, la cópula libre.

    –¿Cópula quiere decir hacer cosas? –se rió. Pero al instante puso una cara decepcionada:– En mi tiempo, los muchachos escribían acrósticos, mandaban flores a las chicas, necesitaban semanas para atreverse a darles un beso. Qué porquería se ha vuelto el amor entre los mocosos de ahora, Marito.

    Tuvimos un amago de disputa en la boletería por ver quién pagaba la entrada, y, luego de soportar hora y media de Dolores del Río, gimiendo, abrazando, gozando, llorando, corriendo por la selva con los cabellos al viento, regresamos a casa del tío Lucho, también a pie, mientras la garúa nos mojaba los pelos y la ropa. Entonces hablamos de nuevo de Pedro Camacho. ¿Estaba realmente segura que no lo había oído mencionar jamás? Porque, según Genaro-hijo, era una celebridad boliviana. No, no lo conocía ni siquiera de nombre. Pensé que a Genaro le habían metido el dedo a la boca, o que, tal vez, la supuesta industria radioteatral boliviana era una invención suya para lanzar publicitariamente a un plumífero aborigen. Tres días después conocí en carne y hueso a Pedro Camacho.

    Acababa de tener un incidente con Genaro–papá, porque Pascual, con su irreprimible predilección por lo atroz, había dedicado todo el boletín de las once a un terremoto en Ispahán. Lo que irritaba a Genaro–papá no era tanto que Pascual hubiera desechado otras noticias para referir, con lujo de detalles, cómo los persas que sobrevivieron a los desmoronamientos eran atacados por serpientes que, al desplomarse sus refugios, afloraban a la superficie, coléricas y sibilantes, sino que el terremoto había ocurrido hacía una semana. Debí convenir que a Genaro–papá no le faltaba razón y me desfogué llamando a Pascual irresponsable. ¿De dónde había sacado ese refrito? De una revista argentina. ¿Y por qué había hecho una cosa tan absurda? Porque no había ninguna noticia de actualidad importante y ésa, al menos, era entretenida. Cuando yo le explicaba que no nos pagaban para entretener a los oyentes sino para resumirles las noticias del día, Pascual, moviendo una cabeza conciliatoria, me oponía su irrebatible argumento: "Lo que pasa es que tenemos concepciones diferentes del periodismo, don Mario". Iba a responderle que si se empeñaba, cada vez que yo volviera las espaldas, en seguir aplicando su concepción tremendista del periodismo muy pronto estaríamos los dos en la calle, cuando apareció en la puerta del altillo una silueta inesperada. Era un ser pequeñito y menudo, en el límite mismo del hombre de baja estatura y el enano, con una nariz grande y unos ojos extraordinariamente vivos, en los que bullía algo excesivo. Vestía de negro, un terno que se advertía muy usado, y su camisa y su corbatita de lazo tenían máculas, pero, al mismo tiempo, en su manera de llevar esas prendas había algo en él de atildado y de compuesto,  de rígido como en esos caballeros de las viejas fotografías que parecen presos en sus levitas almidonadas, en sus chisteras tan justas. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta años, y lucía una aceitosa cabellera negra que le llegaba a los hombros. Su postura, sus movimientos, su expresión parecían el desmentido mismo de lo espontáneo y natural, hacían pensar inmediatamente en el muñeco articulado, en los hilos del títere. Nos hizo una reverencia cortesana y con una solemnidad tan inusitada como su persona se presentó así:

    –Vengo a hurtarles una máquina de escribir, señores. Les agradecería que me ayuden. ¿Cuál de las dos es la mejor?

    Su dedo índice apuntaba alternativamente a mi máquina de escribir y a la de Pascual. Pese a estar habituado a los contrastes entre voz y físico por mis escapadas a Radio Central, me asombró que de figurilla tan mínima, de hechura tan desvalida, pudiera brotar una voz tan firme y melodiosa, una dicción tan perfecta. Parecía que en esa voz no sólo desfilara cada letra, sin quedar mutilada ni una sola, sino también las partículas y los átomos de cada una, los sonidos del sonido. Impaciente, sin advertir la sorpresa que su facha, su audacia y su voz provocaban en nosotros, se había puesto a escudriñar y como a olfatear las dos máquinas de escribir. Se decidió por mi veterana y enorme Remington, una carroza funeraria sobre la que no pasaban los años. Pascual fue el primero en reaccionar:

    –¿Es usted un ladrón o qué es usted? –lo increpó y yo me di cuenta que me estaba indemnizando por el terremoto de Ispahán–. ¿Se le ocurre que se va a llevar así nomás las máquinas del Servicio de Informaciones?

    –El arte es más importante que tu Servicio de Informaciones, trasgo –lo fulminó el personaje, echándole una ojeada parecida a la que merece la alimaña pisoteada, y prosiguió su operación. Ante la mirada estupefacta de Pascual, que, sin duda, trataba de adivinar (como yo mismo) qué quería decir trasgo, el visitante intentó levantar la Remington. Consiguió elevar el armatoste al precio de un esfuerzo descomunal, que hinchó las venitas de su cuello y por poco le dispara los ojos de las órbitas. Su cara se fue cubriendo de color granate, su frentecita de sudor, pero él no desistía. Apretando los dientes, tambaleándose, alcanzó a dar unos pasos hacia la puerta, hasta que tuvo que rendirse: un segundo más y su carga lo iba a arrastrar con ella al suelo. Depositó la Remington sobre la mesita de Pascual y quedó jadeando. Pero apenas recobró el aliento, totalmente ignorante de las sonrisas que el espectáculo nos provocaba a mí y a Pascual (éste se había llevado ya varias veces un dedo a la sien para indicarme que se trataba de un loco), nos reprendió con severidad:

    –No sean indolentes, señores, un poco de solidaridad humana. Échenme una mano.

    Le dije que lo sentía mucho pero que para llevarse esa Remington tendría que pasar primero sobre el cadáver de Pascual, y, en último caso, sobre el mío. El hombrecillo se acomodaba la corbatita, ligeramente descolocada por el esfuerzo. Ante mi sorpresa, con una mueca de contrariedad y dando muestras de una ineptitud total para el humor, repuso, asintiendo gravemente:

    –Un tipo bien nacido nunca desaira un desafío a pelear. El sitio y la hora, caballeros.

    La providencial aparición de Genaro-hijo en el altillo frustró lo que parecía ser la formalización de un duelo. Entró en el momento en que el hombrecito pertinaz intentaba de nuevo, amoratándose, tomar entre sus brazos a la Remington.

    –Deje, Pedro, yo lo ayudo –dijo, y le arrebató la máquina como si fuera una caja de fósforos. Comprendiendo entonces, por mi cara y la de Pascual, que nos debía alguna explicación, nos consoló con aire risueño:– Nadie se ha muerto, no hay de qué ponerse tristes. Mi padre les repondrá la máquina prontito.

    –Somos la quinta rueda del coche –protesté yo, para guardar las formas–. Nos tienen en este altillo mugriento, ya me quitaron un escritorio para dárselo al contador, y ahora mi Remington. Y ni siquiera me previenen.

    –Creíamos que el señor era un ladrón –me respaldó Pascual–. Entró aquí insultándonos y con prepotencias.

    –Entre colegas no debe haber pleitos –dijo, salomónicamente, Genaro-hijo. Se había puesto la Remington en el hombro y noté que el hombrecito le llegaba exactamente a las solapas. –¿No vino mi padre a hacer las presentaciones? Las hago yo, entonces, y todos felices.

    Al instante, con un movimiento veloz y automático, el hombrecillo estiró uno de sus bracitos, dio unos pasos hacia mí, me ofreció una manita de niño, y con su preciosa voz de tenor, haciendo una nueva genuflexión cortesana, se presentó:

    –Un amigo: Pedro Camacho, boliviano y artista.

    Repitió el gesto, la venia y la frase con Pascual, quien, visiblemente, vivía un instante de supina confusión y era incapaz de decidir si el hombrecillo se burlaba de nosotros o era siempre así. Pedro Camacho, después de estrecharnos ceremoniosamente las manos, se volvió hacia el Servicio de Informaciones en bloque, y desde el centro del altillo, a la sombra de Genaro-hijo que parecía tras él un gigante y que lo observaba muy serio, levantó el labio superior y arrugó la cara en un movimiento que dejó al descubierto unos dientes amarillentos, en una caricatura o espectro de sonrisa. Se tomó unos segundos, antes de gratificarnos con estas palabras musicales, acompañadas de un ademán de prestidigitador que se despide:

    –No les guardo rencor, estoy acostumbrado a la incomprensión de la gente. ¡Hasta siempre, señores!

    Desapareció en la puerta del altillo, dando unos saltitos de duende para alcanzar al empresario progresista que, con la Remington a cuestas, se alejaba a trancos hacia el ascensor.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

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