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jueves, 20 de marzo de 2025

VARGAS LLOSA LE DEDICO MI SILENCIO CAPÍTLO I

 



 ¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau le dijo que el aviso lo había recibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia. ¿Para qué lo había llamado? No lo conocía personalmente, pero Toño Azpilcueta sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era mencionado con los adjetivos de «ilustre letrado» y «célebre crítico», los acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba «la élite». ¿Qué había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director del Colegio de México, le había prologado su célebre antología Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá. Se decía que era un experto en el Inca Garcilaso de la Vega, cuya biblioteca había alcanzado a reproducir en su casa o en algún archivo universitario. Era bastante, por supuesto, pero tampoco mucho, y, a fin de cuentas, casi nada. Volvió a llamar y tampoco le contestaron. Ahora, ellos, los roedores, estaban ahí y seguían moviéndose por todo su cuerpo, como cada vez que se sentía excitado, nervioso o impaciente. Toño Azpilcueta había pedido en la Biblioteca Nacional del centro de Lima que compraran los libros de José Durand Flores, y aunque la señorita que lo atendió le dijo que sí, que lo harían, nunca llegaron a adquirirlos, de modo que Toño sabía que se trataba de un académico importante, pero ignoraba por qué. Estaba familiarizado con su nombre por una rareza que traicionaba o desmentía sus gustos foráneos. Todos los sábados, en el diario La Prensa, sacaba un artículo en el que hablaba bien de la música criolla y hasta de cantantes, guitarristas y cajoneadores como el Caitro Soto, acompañante de Chabuca Granda, lo que a Toño, por supuesto, le hacía sentir algo de simpatía por él. En cambio, por los intelectuales exquisitos que despreciaban a los músicos criollos, a quienes nunca se referían ni para elogiarlos ni para crucificarlos, sentía una enorme antipatía —que se fueran al infierno—. Toño Azpilcueta era un erudito en la música criolla —toda ella, la costeña, la serrana y hasta la amazónica—, a la que había dedicado su vida. El único reconocimiento que había obtenido, dinero no, por descontado, era haberse convertido, sobre todo desde la muerte del profesor Morones, el gran puneño, en el mejor conocedor de música peruana que existía en el país. A su maestro lo había conocido cuando estaba aún en el colegio de La Salle, poco después de que su padre, un inmigrante italiano de apellido vasco, hubiera alquilado una casita en La Perla, donde Toño había vivido y crecido. Después de la muerte del profesor Morones, él se convirtió en el «intelectual» que más sabía (y más escribía) sobre la música y los bailes que componían el folclore nacional. Estudió en San Marcos y había obtenido su título de bachiller con una tesis sobre el vals peruano que dirigió el mismo Hermógenes A. Morones —Toño había descubierto que esa «A» con un puntito escondía el nombre de Artajerjes—, de quien fue ayudante y discípulo dilecto. En cierta forma, Toño también había sido el continuador de sus estudios y averiguaciones sobre las músicas y los bailes regionales. En el tercer año, el profesor Morones lo dejó dictar algunas clases y todo el mundo esperaba en San Marcos que, cuando su maestro se jubilara, Toño Azpilcueta heredara su cátedra. Él también lo creía así. Por eso, cuando terminó los cinco años de estudios en la Facultad de Letras, siguió investigando para escribir una tesis doctoral que se titularía Los pregones de Lima, y que, naturalmente, estaría dedicada a su maestro, el doctor Hermógenes A. Morones. Leyendo a los cronistas de la colonia, Toño descubrió que los llamados «pregoneros» solían cantar en vez de decir las noticias y órdenes municipales, de modo que éstas llegaban a los ciudadanos acompañadas con música verbal. Y, con la ayuda de la señora Rosa Mercedes Ayarza, la gran especialista en música peruana, supo que los «pregones» eran los ruidos más antiguos de la ciudad, pues así anunciaban los vendedores callejeros los «rosquetes», el «bizcocho de Guatemala», los «reyes frescos», el «bonito», la «cojinova» y los «pejerreyes». Ésos eran los sonidos más antiguos de las calles de Lima. Y no se diga los de la «causera», el «frutero», la «picaronera», la «tamalera» y hasta la «tisanera». Pensaba en eso y se inflamaba hasta las lágrimas. Las vetas más profundas de la nacionalidad peruana, ese sentimiento de pertenecer a una comunidad a la que unían unos mismos decretos y noticias, estaban impregnadas de música y cantos populares. Ésa iba a ser la nota reveladora de una tesis que había avanzado en multitud de fichas y cuadernos, todos guardados con celo en una maletita, hasta el día en que el profesor Morones se jubiló y con cara de duelo le informó que San Marcos había decidido, en vez de nombrarlo a él para sucederlo, clausurar la cátedra dedicada al folclore nacional peruano. Se trataba de un curso voluntario y cada año, de forma inexplicable, inaudita, tenía menos inscritos de la Facultad de Letras. La falta de alumnos sentenciaba su triste final. El colerón que se llevó Toño Azpilcueta cuando supo que nunca sería profesor en San Marcos fue de tal grado que estuvo a punto de romper en mil pedazos cada ficha y cada cuaderno que almacenaba en su maleta. Felizmente no lo hizo, pero sí abandonó por completo su proyecto de tesis y la fantasía de una carrera académica. Sólo le quedó el consuelo de haberse convertido en un gran especialista en la música y los bailes populares, o, como él decía, en el «intelectual proletario» del folclore. ¿Por qué sabía tanto de música peruana Toño Azpilcueta? No había nadie en sus ancestros que hubiera sido cantante, guitarrista ni mucho menos bailarín. Su padre, un emigrante de algún pueblecito italiano, estuvo empleado en los ferrocarriles de la sierra del centro, se había pasado la vida viajando, y su madre había sido una señora que entraba y salía de los hospitales tratándose de muchos males. Murió en algún punto incierto de su infancia, y el recuerdo que de ella guardaba venía más de las fotografías que su padre le había mostrado que de experiencias vividas. No, no había antecedentes en su familia. Él comenzó solito, a los quince años, a escribir artículos sobre el folclore nacional cuando entendió que debía traducir en palabras las emociones que le producían los acordes de Felipe Pinglo y los otros cantantes de música criolla. Tuvo bastante éxito, por lo demás. El primer artículo lo mandó a alguna de las revistas de vida efímera que salían en los años cincuenta. Lo tituló «Mi Perú» porque trataba, precisamente, de la casita de Felipe Pinglo Alva, en Cinco Esquinas, que había visitado con un cuaderno en mano que llenó de notas. Por ese texto le pagaron diez soles, que le hicieron creer que se había convertido en el mejor conocedor y escritor sobre música y bailes populares peruanos. El dinero se lo gastó de inmediato, sumado con otros ahorros, en discos. Era lo que hacía con cada solcito que llegaba a sus manos, invertirlo en música, y así su discoteca no tardó en hacerse famosa en toda Lima. Las radios y los diarios empezaron a pedirle discos prestados, pero, como rara vez se los devolvían, tuvo que volverse un amarrete. Después dejaron de molestarlo cuando cambió su valiosa colección por materiales para hacerse una casita en Villa El Salvador. No importaba, se dijo, la música la seguía llevando en la sangre y en la memoria, y eso era suficiente para escribir sus artículos y perpetuar el linaje intelectual del célebre puneño Hermógenes A. Morones, que en paz descanse. Su pasión era intelectual, única y exclusivamente. Toño no era guitarrista ni cantante, y ni siquiera bailarín. Pasaba muchos apuros de joven con eso de no saber bailar. A veces, sobre todo en las peñas o tertulias a las que iba siempre con un cuadernito de notas en el bolsillo del terno, algunas señoras lo sacaban y él, mal que mal, daba unos pasitos con el vals, que era más bien sencillo, pero nunca con las marineras, los huainitos o esos bailes norteños, los tonderos piuranos o las polcas. No coordinaba, los pies se le enredaban; incluso se cayó alguna vez —un papelón—, y por eso prefirió cultivar la mala fama de no saber bailar. Permanecía sentado, hundido en la música, observando cómo hombres y mujeres muy distintos, venidos de toda Lima, se fundían en un abrazo fraterno que, estaba seguro, confirmaba sus más profundas intuiciones. Aunque los intelectuales peruanos que ostentaban cátedras universitarias o publicaban en editoriales prestigiosas lo despreciaran o ni siquiera supieran de su existencia, Toño no se sentía menos que ellos. Puede que no supiera mucho de historia universal ni estuviera al tanto de las modas filosóficas francesas, pero se sabía la música y la letra de todas las marineras, pasillos y huainitos. Había escrito multitud de artículos en Mi Perú, La Música Peruana, Folklore Nacional, ese repertorio de publicaciones que llegaban sólo al segundo o tercer número y que luego desaparecían, a menudo sin haberle pagado lo poco que le debían. Un «intelectual proletario», qué remedio. Puede que no despertara el respeto y ni siquiera el interés de intelectuales como José Durand Flores (¿para qué lo estaría buscando?), pero sí el de los propios cantantes o guitarristas interesados en ser conocidos y promovidos, algo que Toño Azpilcueta se había pasado años haciendo, como testimoniaban los cientos de recortes que almacenaba en la misma maleta donde se enmohecían las notas de su tesis. En algunos de esos artículos quedaba la memoria de las peñas criollas que, como La Palizada y La Tremenda Peña, dos locales que estaban en el puente del Ejército, allá en Miraflores, habían desaparecido. Menos mal que Toño había sido testigo de esas tertulias. Frecuentaba todas las de Lima desde muy joven. Empezó con quince, cuando todavía era casi un niño, y las evocaba para que no se olvidara la importante función que habían cumplido. En ocasiones algún periodista que quería escribir una crónica de Lima lo buscaba, y entonces él lo citaba en el Bransa de la plaza de Armas para tomar desayuno. Ése era su único vicio, los desayunos del Bransa, que a veces tenía que costear pidiéndole plata prestada a su esposa Matilde. Sus ingresos reales los obtenía dando clases de Dibujo y Música en el colegio del Pilar, de monjitas, en Jesús María. Le pagaban poco pero educaban gratis a sus dos hijas, Azucena y María, de diez y doce años. Llevaba allí ya varios años y, aunque no le gustaba enseñar Dibujo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a la música, y por supuesto a la música criolla, con la que cumplía esa labor pedagógica fundamental que era inculcar el amor por las tradiciones peruanas. El único problema eran las enormes distancias de Lima. El colegio del Pilar estaba muy lejos de su barrio, lo que significaba que él y sus dos hijas tenían que tomar dos colectivos para llegar allí cada día; más de una hora de viaje, si no había huelgas de por medio. A su mujer la había conocido poco antes de que ambos construyeran su casita en ese descampado enorme que por aquellos días era Villa El Salvador. Quién hubiera dicho entonces que esa barriada vería llegar a grupos de senderistas queriendo desplazar a los líderes del sector para controlar a los habitantes. Incluso a los líderes izquierdistas, como María Elena Moyano, una mujer valiente que sólo hacía un par de meses, después de denunciar la arbitrariedad y el fanatismo de los senderistas, había sido asesinada de la forma más brutal en uno de los locales del barrio. Desde que llegaron a la zona, Matilde se había ganado la vida como lavandera y zurcidora de camisas, pantalones, vestidos y toda clase de ropas, un oficio que le reportaba los centavitos que les permitían comer. La unión con Toño, mal que bien, funcionaba, si no para tener una vida intensa, al menos sí para subsistir. Habían tenido sus momentos buenos, sobre todo al inicio, cuando Toño creyó que podría compartir con ella su pasión por la música. La había enamorado enviándole acrósticos en los que plagiaba los versos más ardientes de sus valsecitos preferidos, y llegó a pensar que esas palabras que brotaban de lo más profundo de la sensibilidad popular habían doblegado su corazón. Muy pronto, sin embargo, se dio cuenta de que ella no vibraba como él con los acordes de las guitarras, ni se le entrecortaba el aliento cuando Felipe Pinglo Alva cantaba con su voz de terciopelo esas estrofas que hablaban de amargos sufrimientos debidos a amores mal recompensados. Convencido de que ella, en lugar de estremecerse con la música y fantasear con vidas mejores y más fraternas, se aburría, dejó de llevarla a las peñas y tertulias, y con los años empezó a hacer su vida solo, sin contarle siquiera qué hacía ni a dónde iba los fines de semana. Eran unas salidas generalmente castas, en las que se dedicaba sólo a conversar, a oír música criolla, a descubrir nuevas voces y nuevos guitarristas —todo lo anotaba con detalle en sus libretas—, y a seguir admirando a los bailarines y sus figuras alocadas. Ya no tomaba como antaño, sobre todo ahora que había cumplido cincuenta años y el alcohol le destrozaba el estómago. Apenas una mulita de pisco o —gran salvajada— de cañazo. En esos ambientes, Toño sentía ejercer su autoridad porque normalmente sabía más que los otros y, cuando le formulaban preguntas, se hacía un silencio como si las respuestas que daba fueran la voz de un catedrático en una universidad. Puede que no hubiera publicado ningún libro y que sus esmerados artículos apenas despertaran la curiosidad de unos pocos, nunca de los insignes letrados, pero en esas casonas oscuras decoradas con láminas de tapadas limeñas y réplicas de balcones, donde se palpaba el verdadero Perú, su aroma más puro y auténtico, nadie gozaba de mayor prestigio que él. Cuando necesitaba levantarse el ánimo se decía a sí mismo que terminaría el libro sobre los pregones de Lima y se graduaría de doctor, y seguramente encontraría una editorial que quisiera pagarle la edición. Ese pensamiento —que repetía a veces como una especie de mantra— le subía la moral. Había salido a caminar por las terrosas calles de Villa El Salvador y ya veía de lejos su casa y, frente a ella, la fonda y el quiosco de periódicos de su compadre Collau. Cuando avanzó unos cincuenta metros más divisó a Mariquita, la hija mayor de los Collau, que venía a su encuentro. —¿Qué pasa, mi amor? —dijo Toño, dándole un beso en la mejilla. —Lo llaman por teléfono otra vez —respondió Mariquita—. El mismo señor que llamó ayer. —¿El doctor José Durand Flores? —dijo él, echándose a correr para que no fuera a cortarse la llamada antes de que llegara a la pulpería de Collau. —Es más difícil encontrarlo a usted que al presidente de la República —dijo una voz confianzuda en el teléfono—. Hablo con el señor Toño Azpilcueta, ¿no es cierto? —El mismo —confirmó Toño en el aparato—. El doctor Durand Flores, ¿no? Siento mucho que no me encontrara ayer. Lo llamé, pero creo que Mariquita, la hijita de un amigo, tomó mal el número. ¿En qué puedo servirlo? —Apuesto que no ha oído hablar nunca de Lalo Molfino —contestó la voz en el auricular—. ¿Me equivoco? —No, no… ¿Lalo Molfino, me dijo? —Es el mejor guitarrista del Perú y acaso del mundo —exclamó con seguridad el doctor José Durand Flores. Tenía una voz firme, compulsiva—. Llamo para invitarlo esta noche a una tertulia donde Lalo Molfino tocará. No deje de venir. ¿Tiene en qué apuntar la dirección? Será en Bajo el Puente, cerca de la Plaza de Acho. ¿Está libre? —Sí, sí, por supuesto —respondió Toño, intrigado y sorprendido de que algún músico, supuestamente tan talentoso, escapara a su radar —. Lalo Molfino… No, nunca lo he oído. Iré con todo gusto. Dígame la dirección, por favor. ¿A eso de las nueve, entonces, esta noche? Toño Azpilcueta decidió ir, más interesado en conocer al doctor Durand Flores que al tal Lalo Molfino, sin imaginar que esa invitación le revelaría una verdad que hasta entonces sólo intuía.

jueves, 21 de abril de 2022

FRAGMENTO. NOVELA. CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL. VARGAS LLOSA. FRAG1.


 

—Conozco el sitio donde como —dice Ambrosio—. "La Catedral", uno de pobres, no sé si le gustará. 

—Si tienen cerveza helada me gustará —dice Santiago—. Vamos, Ambrosio. 

Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza, y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillo verdosos al aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de "La Catedral". Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz. Mucho cariño, muchos besos, mucho amor, truena una radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido, el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres de moscas, hay una pared agujereada —piedras, chozas, un hilo de río, el cielo plomizo, y una mujer ancha, bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer: Saturnina. 

***

Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta. 

viernes, 4 de febrero de 2022

Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina. (Fragmento).

 

 

 


 

Mario Vargas Llosa

El Paraíso en la otra esquina


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

@Mario Vargas Llosa, 2003

@Santillana Ediciones Generales, S. L. (Primera edición, 2003) @ De esta edición:

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. (Primera edición, 2003) Beazley 3860, (1437) Buenos Aires

www.alfaguara.com.ar

ISBN: 950-511-821-X

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

@ Disefío: Proyecto de Enric Satué @ Cubierta: Archivo Santillana

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Primera edición: abril de 2003

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de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea meclnico, foroqutmico, electrónico, magnérico, elecrroóptico, por fotocopia,

o cualquier otro, sin el permiso previo por esctito de la editorial.


 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

I. Flora en Auxerre. 6

II. Un demonio vigila a la niña. 13

III. Bastarda y prófuga. 24

IV. Aguas misteriosas. 34

V. La sombra de Charles Fourier 45

VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893. 56

VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844. 66

VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897. 78

IX. La travesía Avignon, julio de 1844. 89

X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897. 100

XI. Arequipa Marsella, julio de 1844. 111

XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898. 122

XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844. 127

XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901. 138

XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844. 149

XVI. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902. 161

XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844. 173

XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902. 183

XIX. La ciudad-monstruo. 196

XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903. 208

XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844. 220

XXII. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903. 231

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Carmen Balcells, la amiga de toda la vida.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

«¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?»

PAUL VALÉRY, Breve epístola sobre el mito

 


I. Flora en Auxerre

Abril de 1844

Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al paso. Como aquella tarde en Saint—Germain, diez años atrás, en la primera reunión de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja—mesías que redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza: «La mujer—mesías serás tú». ¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.

Se levantó, se aseó y se vistió, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que le hizo el pintor Jules Laure para desearle suerte en su gira, había terminado de alistar su equipaje, y con Marie—Madeleine, la criada, y el aguatero Noel Taphanello bajaron al pie de la escalera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los ejemplares recién impresos de La Unión Obrera; debía pararse cada cierto número de escalones a tomar aliento, pues pesaba muchísimo. Cuando el coche llegó a la casa de la rue du Bac para llevada al embarcadero, Flora llevaba despierta varias horas.

Era aún noche cerrada. Habían apagado los faroles de gas de las esquinas y el cochero, sumergido en un capote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los caballos con una fusta sibilante. Escuchó repicar las campanas de Saint—Sulpice. Las calles, solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el embarcadero hervía de pasajeros, marineros y cargadores preparando la partida. Oyó órdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarpó, trazando una estela de espuma en las aguas pardas del río, brillaba el sol en un cielo primaveral y Flora tomaba un té caliente en la cabina. Sin pérdida de tiempo, anotó en su diario: 12 de abril de 1844. Y de inmediato se puso a estudiar a sus compañeros de viaje. Llegarían a Auxerre al anochecer. Doce horas para enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este muestrario fluvial, Florita.

Viajaban pocos burgueses. Buen número de marineros de los barcos que traían a París productos agrícolas desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen. Rodeaban a su patrón, un pelirrojo peludo, hosco y cincuentón con el que Flora tuvo una amigable charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la mañana les dio pan a discreción, siete u ocho rábanos, una pizca de sal y dos huevos duros por cabeza. Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano, un traguito de vino del país. Estos marineros de mercancías ganaban un franco y medio por día de faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Su trabajo a la intemperie era duro en época de lluvias. Pero, en la relación de estos hombres con el patrón Flora no advirtió el servilismo de esos marineros ingleses que apenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de la tarde, el patrón les sirvió la última comida del día: rebanadas de jamón, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en círculo.

En el puerto de Auxerre, le tomó un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreau le había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo, al que llegó al amanecer. Mientras des empacaba, brotaron las primeras luces. Se metió a la cama, sabiendo que no pegaría los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, en las pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el día a través de las cortinillas de cretona, no fantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente ni los obreros que reclutaría para la Unión Obrera. Pensó en la casa donde nació, en Vaugirard, la periferia de París, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ¿Recordabas esa casa, amplia, cómoda, de cuidados jardines y atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te hada tu madre, cuando ya no eran ricas sino pobres y la desvalida señora se consolaba con esos recuerdos lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la fealdad de los dos cuartitos de la me du Fouarre? Tuvieron que refugiarse allí luego de que las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio de tus padres, hecho en Bilbao por un curita francés expatriado, no tenía validez, y que don Mariano Tristán, español del Perú, era ciudadano de un país con el que Francia estaba en guerra.

Lo probable, Florita, era que tu memoria retuviera de esos primeros años sólo lo que tu madre te contó. Eras muy pequeña para recordar los jardineros, las mucamas, los muebles forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata, oro, cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame Tristán huía al esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gentes de mal vivir, ni esa rue du Fouarre llena de tabernas, donde tú habías pasado unos años de infancia que, ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados que crujían, a ese viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de escasez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una reina, con su marido —su legítimo marido ante Dios, pese a quien pesara—, don Mariano Tristán y Moscoso, coronel de los ejércitos del rey de España, muerto prematuramente de una apoplejía fulminante el 4 de junio de 1807, cuando tú tenías apenas cuatro años y dos meses de edad.

Era también improbable que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote encrespado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las largas patillas grises del don Mariano que te venían a la memoria no eran los del padre de carne y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre las flores del jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía a darte el biberón, ese señor que pasaba horas en su estudio leyendo crónicas de viajeros franceses por el Perú, el don Mariano al que venía a visitar el joven Simón Bolívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Eran los del retrato que tu madre lucía en su velador en el pisito de la rue du Fouarre. Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la familia Tristán en la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta convencerte de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tu progenitor.

Escuchó los primeros ruidos de la mañana en las calles de Auxerre. Flora sabía que no dormiría más. Sus citas comenzaban a las nueve. Había concertado varias, gracias al cerrajero Moreau y a las cartas de recomendación del buen Agricol Perdiguier a sus amigos de las sociedades obreras de ayuda mutua de la región. Tenías tiempo. Un rato más en cama te daría fuerzas para estar a la altura de las circunstancias, Andaluza.

¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años más? No hubieras conocido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estarías casada con un burgués y acaso vivirías en una bella mansión rodeada de parques, en Vaugirard. Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación. Injusticia sería para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habrían dado una instrucción: colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era seguro: una niña de buena familia era educada solamente para pescar marido y ser una buena madre y ama de casa. Desconocerías todas las cosas que debiste aprender por necesidad. Bueno, sí, no tendrías esas faltas de ortografía que te han avergonzado toda tu vida y, sin duda, hubieras leído más libros de los que has leído. Te habrías pasado los años ocupada en tu guardarropa, cuidando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida mundana de saraos, bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello parásito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber cómo era el mundo más allá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la sombra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. Máquina de parir, esclava feliz, irías a misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cuarenta y un años, una matrona rolliza con una pasión irresistible por el chocolate y las novenas. No hubieras viajado al Perú, ni conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos de Olympia, ni escrito, pese a tus faltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por supuesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te habría ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a los otros explotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica, tan importante para el futuro de la humanidad como la aparición del cristianismo hacía 1844 años. «Mejor que te murieras, mon cher papa», se rió, saltando de la cama. No estaba cansada. En veinticuatro horas no había tenido dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al huésped frío en su pecho. Te sentías de excelente humor, Florita.

La primera reunión, a las nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeños grupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba cómo, uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho al trabajo, educación, salud, condiciones decentes de existencia—, en tanto que dispersos siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre—Joseph Proudhon ¿Qué es la propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que hablar en París por su afirmación contundente: «La propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas, venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le había oído a Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo llevarían un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia. Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.

—Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.

—Lo es, lo es —repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz—. No es cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.

Como advirtió que abrían mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les propuso abandonar ese tema e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos asintieron.

Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecían de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle la razón a Saint—Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, sólo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba difícil aceptar que fuera una mujer —¡una mujer!— quien los exhortara a la acción. Los más despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable —se daban aires de aristócratas— y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Se había jurado que durante el año que duraría esta gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame la—Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribirían en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un grupo de niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían. Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre, habías jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?» «No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, el año 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontró con un grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Es aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías francés resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos, Aline y Ernest—Camille.

Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se decía de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución sin sangre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres ya las mujeres, impediría los estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a continuar engordando un puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría para las mujeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los convencían.

Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.

En la catedral, tuvo una conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes con tu genio, Florita.»)

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida. Cuando se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Esforzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de su venida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de Unión Obrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión Obrera, los delegados irían a presentar a las autoridades —incluido el propio rey Louis—Philippe— sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres.

—Pero, eso sería una revolución —musitó el párroco, echando una lluviecita de saliva.

—Al contrario —le aclaró Flora—. La Unión Obrera nace para evitada,  para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a través del confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles, millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia, cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión de odio. La Unión Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía ayudarla en su cruzada. ¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso, había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.

—Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis acciones, padre —le aseguró.

Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del padre Fortin palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la Iglesia, porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como símbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que habían hecho de la mujer poco menos que una esclava.

El párroco había pasado de la lividez a una congestión preapoplética. Pestañeaba, confuso y alarmado. Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando. Parecía a punto de sufrir un vahído.

—¿Sabe usted lo que dice, señora? —balbuceó—. ¿Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?

Sí, para ellas. ¿No pretendía la Iglesia católica ser la iglesia de los pobres? ¿No estaba contra las injusticias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano, la codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obligación de amparar un proyecto cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y la fraternidad.

Fue como hablar a una pared o a un mulo. Flora trató todavía un buen rato de hacerse entender. Inútil. El párroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La miraba con repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, masculló que no podía prometerle ayuda, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fuera a explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, era improbable que algún obispo patrocinara una acción social de signo abiertamente anticatólico. Y, si el obispo lo prohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey católica obedecía a sus pastores. «Y, según los sansimonianos, hay que reforzar el principio de autoridad para que la sociedad funcione», pensaba Flora, escuchándolo. «Ese respeto a la autoridad que hace de los católicos unos autómatas, como este infeliz.»

Intentó despedirse de buena manera del padre Fortin, ofreciéndole un ejemplar de La Unión Obrera.

—Por lo menos, léalo, padre. Verá que mi proyecto está impregnado de sentimientos cristianos.

—No lo leeré —dijo el padre Fortin, moviendo la cabeza con energía, sin coger el libro—. Me basta con lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belcebú.

Flora se echó a reír, mientras devolvía el pequeño libro a su bolsa.

—Usted es uno de esos curas que volverían a llenar las plazas de hogueras para quemar a todos los seres libres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a modo de adiós.

En el cuarto del albergue, después de tomar una sopa caliente, hizo el balance de su jornada en Auxerre. No se sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio de la humanidad, Andaluza.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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