Rafael Azuar Carmen
TEORÍA DEL PERSONAJE
LITERARIO
Y
otros estudios sobre la novela
INSTITUTO DE ESTUDIOS
JUAN GIL - AlBERT
INSTITUTO DE ESTUDIOS «JUAN GIL-ALBERT»
EXCMA. DIPUTACIÓN PROVINCIAL
A L IC A N T E , 1987
sé que uno nunca puede conocerse,
sino solamente narrarse
S. DE BEAUVOIR
Teoría del personaje literario
1921: El personaje en escena
En el escenario de un teatro, el director y los actores se preparan
para el ensayo de una obra. Los actores hablan entre sí con
desenfado. «Uno enciende un cigarrillo, otro se queja del papel
que le han dado en la comedia, otro lee en voz alta a sus compañeros
alguna noticia de la página teatral de un periódico». Todo
ha de tener el mayor aire de espontaneidad. Aunque se trate del
viejo truco de una escena dentro de la escena, todos los detalles
han sido previstos y estudiados. En una de sus acotaciones, dice
el autor: «Los espectadores, al entrar en la sala, encontrarán el
telón levantado y el escenario como durante el día, casi a oscuras
y desierto, de modo que reciban la impresión de que el espectáculo
no ha sido preparado». El director de la compañía pregunta al
traspunte si ha habido correspondencia. La primera actriz llega
—como siempre— con un poco de retraso. Alega en su favor que
no ha de intervenir hasta la segunda escena... Hay un momento,
en esta agitación del seudoensayo, en que el avisador se acerca al
director para decirle que un grupo de seis personajes ha irrumpido
en el pasillo. En efecto, los personajes, un tanto turbados y
perplejos, avanzan hacia la escena. Es el momento crucial de la
representación. Un reflector los ilumina, con diferente colorido,
para que todo el mundo advierta su presencia. El autor recomienda
el uso de máscaras para los personajes. Y añade, en sus acotaciones:
«Pero los personajes no deben parecer fantasmas, sino realidad
creada; producto de la fantasía y, sin embargo, más reales
que la voluble naturalidad de los actores». Así, pues, entran por
vez primera en la escena mundial, con categoría de seres más vivos
que problemáticos, aunque distintos a los reales, los personajes.
La obra de Pirandello, «Seis personajes en busca de autor»,
se estrena el 10 de mayo de 1921 —recordemos que Miguel de Unamuno
había publicado «Niebla» en 1914, en la Biblioteca Renacimiento,
y que esta novela fue traducida por vez primera al italiano
precisamente en 1921, con un prólogo de Ezio Levi—, provocando
una auténtica apoteosis de comentarios y polémicas1. Es
la época en que, según Sapegno, la literatura italiana —
especialmente Pirandello y Svevo— se impregna de formas anárquicas
e individuales y una rebelión solitaria y profunda se alza
ante obras de ligera crítica social. «Seis personajes en busca de
autor», obra indiscutiblemente revolucionaria en la historia del teatro,
presenta una nueva dimensión metafísica en el panorama de
la creación literaria. ¿Hasta qué punto le es dado al hombre el poder
de crear, a imagen y semejanza suya, otros seres de vida intemporal
y propia?
Pirandello, junto a Unamuno, es uno de los grandes autores
obsesionados por esa extraña entidad del personaje. En el prefacio
a su famosa obra de teatro, se pregunta: «¿Qué autor podrá
decir jamás cómo y por qué un personaje le nació en la fantasía?
El misterio de la creación artística es el misterio mismo de la creación
natural. Una mujer, amando, puede desear llegar a ser mai
Respecto a este debatido asunto, es muy interesante leer el artículo titulado
«Pirandello y yo» (M. de Unamuno: «Mi vida y otros recuerdos personales».
Ed. Losada. Buenos Aires, 1959. Tomo II, pág. 102), en el que afirma: «estoy
casi seguro de que así como yo nada conocía de Pirandello, él, Piran d e llo,
no conocía lo mío».
dre; pero el deseo solo, por intenso que sea, no bastará. Un buen
día se encontrará con que es madre, sin saber exactamente lo que
le ha pasado. Así, un artista, viviendo, acoge en sí tantos gérmenes
de vida, y jamás puede decirnos cómo y por qué, en un momento
dado, uno de esos gérmenes vitales se le inserta en la fantasía
para convertirse en una criatura viva en un plano de vida superior
a la existencia cotidiana».
Tengamos en cuenta, según Pirandello, la escasa o nula función
de la voluntad que se pone de relieve en el acto creador, en
beneficio de una especie de azar amoroso; la idea del «germen»,
compartida también por Henry James en cuanto al origen de la
novela; y, sobre todo, el sentido de ésta su afirmación última y
sobrecogedora: «para convertirse en una criatura viva en un plano
de vida superior a la existencia cotidiana».
Necesidad del personaje
Si buscáramos un punto en el cual la presencia de la novela
resultara innegable, lo hallaríamos en la existencia de los personajes.
Más que en el medio en que se desarrolla, más que en el propio
vigor de la anécdota o historia que se nos narra —historia que,
hábilmente, puede dársenos concentrada o apenas sugerida—, más
que en las características formales o de estilo, la mejor evidencia
de una novela consiste en la aparición de los personajes.
Algunos autores no conceden al personaje otra clase de linaje
que el que se deriva de su función puramente literaria. Así, Turnell
nos dice: «Un personaje es una construcción verbal que no
tiene existencia fuera del libro». Por el mismo talante se expresa
otro ensayista, de mayor envergadura; nos referimos a Forster,
quien asegura: «El novelista (...) forma masas de palabras con las
que se describe burdamente a sí mismo (burdamente: las delicadezas
vendrán después), les da nombre y sexo, les atribuye gestos
plausibles y las hace hablar y, quizás, hace que se comporten congruentemente.
Estas masas de palabras son sus personajes. Así,
no llegan fríamente a su mente, pueden ser creados en una excitación
delirante, aunque su naturaleza está condicionada por lo que
se supone acerca de las demás personas y por lo que se imagina
acerca de sí mismo, y sufre además la influencia modificadora de
los demás aspectos de su obra»2.
En la «Teoría literaria» de René Wellek y Austin Warren, puede
leerse: «Un personaje de novela es distinto de una figura histórica
o de una persona de la vida real. Sólo está hecho de las frases
que lo retratan o que el autor pone en su boca».
En algunos autores dotados de una extraordinaria capacidad
verbal, como Cela o García Márquez, puede parecer que los personajes
sean tan sólo fruto accesorio de un modo particular de estructurar
las palabras, claves de ciertos giros definitorios en la frase,
resultado de proyecciones sintagmáticas uniformes en el contexto
general de la obra. Considerando, por otra parte, la obra literaria
como un intento de realización total del hombre a través del o mediante
el lenguaje, el personaje representa una cima o polo de sus
posibilidades de ser, la proyección de su existencia a un mundo
imaginario aunque de base indudablemente real, porque se nutre
de la realidad inmediata de la vida.
Respecto al arte de contar del autor de «Cien años de soledad
», observa Ricardo Gullón: «En cuanto a los personajes, el gusto
de García Márquez por la hipérbole es decisivo para la caracterización.
Siendo invenciones verbales, su ser depende de cómo el
autor organice las palabras; la hipótesis tradicional de que el no2
E. M. Forster: «Aspectos de la novela». Universidad Veracruzana, 1961, pág.
64.
velista describe con fidelidad caracteres preexistentes a la narración
es metáfora encaminada a sugerir la autonomía del personaje».
Las anteriores opiniones nos parecen, sin embargo, bastante
desfasadas y, desde luego, insuficientes, respecto a una rigurosa
interpretación de lo que el personaje significa en la novela. Aunque
toda obra literaria esté formada por «masas de palabras» y
solamente tenga vigencia dentro del especial contexto de estas estructuras
verbales, un personaje actúa y vive precisamente en la
medida en que se independiza del autor, en la medida que adquiere
otros rasgos psíquicos como co-autor, capaz de crear él mismo
una esfera distinta de contraste y expresión. El personaje ayuda
tanto al autor a crear una novela como el autor a crear el personaje,
de modo que una cosa y otra se dan al unísono y compensan
el efecto de equilibrio real necesario al desenvolvimiento de la obra.
Confiesa Unamuno: «Fue Don Quijote el que movió la pluma
de Cervantes. Y fue mi pobre homúnculo, mi Augusto Pérez
—así lo cristiané o bauticé— el que rebulló en las entrañas de mi
mente pidiéndome existencia de ficción»3.
Un personaje no es, pues, una «masa de palabras», sino un
centro vital capaz de liberarse de la fuerza centrípeta que hace converger
todos los elementos de la novela en la mente del escritor
y desarrollar, por sí mismo, mil vivencias contrarias, actos e ideas
que escapan a cualquier control, otra existencia que, precisamente
al resistirse a toda inducción mental, provoca el efecto mismo
—el efecto vario y pintoresco— de la realidad. Si el personaje no
respondiese más que al concepto de una «construcción verbal»,
la novela no sería una novela, en la acepción que todos admitimos,
sino un largo pronunciamiento o discurso, más o menos elegante
y ordenado.
3 M. de Un amu n o . Ob. cit. tom o I, pág. 176.
No es posible, pues, como pretendía Azorín, hacer una novela
sin apoyarse en elemento alguno: una novela sin argumento, sin
diálogo, sin personajes; una novela que consistiera, simplemente,
en «hacer algo de la nada»4. A este respecto declara Somerset
Maugham: «Jamás he pretendido crear algo de la nada; siempre
he necesitado un incidente o un personaje como punto de partida,
pero he usado de la imaginación, la invención y un sentido del dramatismo
para hacer de ello una cosa mía». Y aun en el caso de
que ciertos elementos llegaran a faltar, jamás podría faltar el personaje.
Hasta tal punto es de vital importancia la creación del personaje
que Guillermo de Torre llega a decir: «En realidad, la única
prueba de la autenticidad de una novela como tal consiste para
mí en esto: comprobar si sus personajes cobraron vida autónoma,
si siguen viviendo en nosotros, una vez cerrado el libro, o si son
desplazados rápidamente de nuestra memoria».
Importancia del personaje
E l m a l novelista construye
sus personajes, los dirige y los
hace hablar. El verdadero novelista
los mira actuar.
A . GIDE
Irwing Wallace, en su obra «Argumentos fabulosos», recoge
unas palabras pronunciadas por E. M. Forster en una conferencia
4 «Desearía yo escribir la novela de lo indeterminado: u n a novela sin espacio,
sin tiempo y sin personajes» —decía Azorín en «Capricho» (1943). Las ideas
de Azorín presentan curiosas coincidencias con las de los autores del No u -
veau Rom á n . Así, Robbe-Grillet nos dice: «Nuestra novela no tiene p o r fin
ni crear personajes ni co n ta r historias».
que tuvo lugar en Cambridge, en 1927: «En la vida diaria jamás
nos comprendemos unos a otros y no existen ni la clarividencia
total ni la confesión absoluta. Nos conocemos unos a otros aproximadamente,
por signos exteriores, y esto nos proporciona base
suficiente para una sociedad e incluso para la intimidad. Pero, si
el autor lo desea, los personajes de una novela pueden ser comprendidos
en su totalidad; se puede exponer tanto su vida interior
como la exterior. Y ésta es la razón por la cual aparecen más definidos
que los personajes históricos, o incluso que nuestros amigos».
Desde este punto de vista, pues, un personaje representa la
posibilidad de una imagen completa del ser humano, en tanto el
hombre de la calle no es más que la imagen incompleta —es decir,
desconocida— de un personaje.
«La historia de Macbeth está tomada de la crónica de Holinshed
—dice Paul Goodman—, porque, evidentemente, un usurpador
asesino es interesante. Pero Macbeth en Macbeth no es una
copia de aquel rey, sino una parte real de un mundo real. Este mundo
es sólo una superficie estética; no imaginamos que, saltando
al escenario, podamos unirnos al ejército de Malcolm, pero, además,
nuestra experiencia está dirigida de tal modo que no queremos
hacerlo. Sin duda alguna, Macbeth es más literalmente real
que nuestro vecino de butaca»5.
Reafirmándonos en esta idea, confiesa Papini, en su obra
«Retratos»:
Estos seres, que n u n c a fu ero n de carne, tienen un alma en n uestra
alma; tienen incluso un cuerpo en nu estras fantasías; conocemos sus costumbres
y sus mañas; sabemos sus p ensamientos, sus gustos y adivinamos
lo que h a ría n y dirían en d etermin ad as circunstancias. Gracias al soplo
divino que les in fu n d ió el a rte de sus pad res, en carn an un lado, un ca rá c 5
P au l Go o dm an : «L a estru c tu ra de la o b ra n a rra tiv a» . Ed . Siglo X X I, S. A .
M ad rid 1971; págs. 17 y 18.
ter, un aspecto de la Hum anidad. Son tipos eternos, ideas platónicas, p ro tagonistas
del d ram a del espíritu y, p o r eso, más verdaderos que los h om bres
que pasan p o r nuestro lado y que tienen u na ficha con su nombre
en el censo gubernativo.
Los más famosos novelistas dedicaron toda su atención a la
creación de los personajes. En la fiebre de este intercambio vital
que representa la gestación de una novela, el autor llega a hablar
con el personaje, lo llama por su nombre, lo ve, lo siente, piensa
en él constantemente y quizá, en determinados instantes, ese personaje
llegue a ser tan real o más que el individuo de carne y hueso
en que se apoya.
Nos cuenta Stefan Zweig: «Un día entra un amigo en su cuarto
y Balzac, convulso, se abalanza hacia él. ¿No sabes que la desventurada
se ha suicidado? El amigo da un paso atrás, lleno de terror
y sólo entonces se recobra el poeta en su conciencia y vuelve la
imagen que le alucinaba, la imagen de Eugenia Grandet, a las constelaciones
irreales de su firmamento».
Encontrándose Balzac a las puertas de la muerte, murmuró:
«Sólo Bianchon puede salvarme». El doctor Bianchon, uno de los
numerosos personajes de «La comedia humana», se había transfigurado,
en la mente de su autor, en un ser absolutamente real.
Todo novelista auténtico ha experimentado eso que se ha dado
en llamar la rebeldía de los personajes. En efecto, llega un momento
en que el personaje sale de sus manos, grita unas palabras,
da una nueva expresión a su rostro y quiere vivir a su antojo, libre
de la iniciativa de quien lo ha creado. ¿Acaso no tiene derecho a
existir? Es curioso a este respecto el enconado diálogo que en «Niebla
» sostienen el desdichado Augusto Pérez y el propio don Miguel
de Unamuno:
—Pues bien; la verdad es, querido Augusto —le dije con la más du lce
de mis voces—, que no puedo matarte po rq u e no estás vivo, y que no
estás vivo, ni tam p o co m uerto, po rq u e no existes...
—¿Cómo que no existo? —exclamó.
—No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto
, más que un p ro d u cto de mi fan ta sía y de las de aquellos de mis lectores
que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito
yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como
quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
—Mire usted bien, d on Miguel... no sea que esté usted equivocado
y que o cu rra precisamente to d o lo co n tra rio de lo que usted se cree y me
dice.
—Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté, a larmad o de verle recobrar
vida pro p ia.
—No sea, mi q uerido don Miguel —a ñ a d ió—, que sea usted y no yo
el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni m u e rto ... No
sea que usted no pase de ser un pretexto p a ra que mi historia llegue al
m u n d o ...
Sobre la libertad y espontaneidad del personaje
Yerra quien crea que, para dar mayor veracidad al personaje,
ha de forjarse éste de una pieza, todo un carácter, respondiendo
a un esquema rigurosamente estudiado por el autor. El personaje
no ha de ser una figura dibujada en papel milimetrado ni tampoco
programada de manera que no ofrezca resquicio alguno de
espontaneidad. Este ha sido el error de muchos concienzudos autores
que han intentado hacer de la novela un trabajo eminentemente
científico, un estudio, antes que una obra de arte. En Zola, los
personajes no parecen nunca libres, sino forzados; obedecen, como
el argumento, como todo, al esquema previamente trazado por
el autor. Nada escapa a este riguroso proyecto, en ningún instante
se aprecia un soplo de libertad. No se comprende cómo, por ejemplo,
Claude Raquin, un joven que se ha criado entre fiebres y tisanas,
un joven que ni siquiera reacciona sexualmente como un hombre,
que vive en un ambiente húmedo y malsano, esté asistiendo
durante tres años a la oficina sin faltar a ella «ni una sola vez».
En los diálogos se dice, exactamente, aquello que el autor decide
o prefiere contarnos de su historia.
Observa Clarín, en un interesante estudio crítico sobre Pérez
Galdós: «Creer que la energía del carácter consiste en ser siempre
el mismo, en el sentido de no ser influido por el medio ambiente,
es confundir la quietud del cadáver con la espontaneidad de los
actos».
André Bretón alegaba en contra de este procedimiento artístico:
«No me permiten tener siquiera la menor duda acerca de los
personajes» (...) «El autor coge un personaje y, tras haberlo descrito,
hace peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo.
Pase lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido
admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo
que discrepe, pese a revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos
de que ha sido objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la
impresión de elevar al personaje, de revolearlo, de hundirlo, el personaje
siempre será aquel tipo humano previamente formado. Se
trata de una simple partida de ajedrez que no despierta mi
interés...»6.
Wellershoff, en su obra «Literatura y principio del placer»,
cita una conferencia pronunciada por Knut Hamsun, titulada «Literatura
psicológica», en la que reprocha a Bergson e Ibsen « el
que construyeran sus personajes según un esquema fijo y los dejaran
actuar en tanto que, contrariamente, el hombre moderno es
variable, resquebrajado, nervioso y complicado, un mundo en el
que todo se mueve. Por eso —dijo Hamsun— deseo haber tratado
naturalmente las contradicciones del interior humano y sueno
con una literatura en cuyos personajes sea la inconsecuencia en
(• A. Bretón: «Manifiestos del surrealismo». Ed. G u a d a rram a , 1969; págs. 21
y 23.
su desnuda realidad un rasgo fundamental, no el único ni el dominante,
pero sí muy determinante y destacado.
Esto no quiere decir que los hombres no deben tener carácter,
no, porque así se convertirían también en caracteres, sino que
las criaturas de la literatura deben parecerse lo más posible a los
seres humanos; de aquí que incluso las personas de carácter firme
tienen que exhibir rasgos variables, inseguros, momentos en los
que se deslizan fuera de su carácter»7.
El auténtico personaje ha de oler a ser humano, ha de estar
impregnado de la realidad en que todos andamos inmersos. Por
mi parte, aunque peque de irreverente, prefiero un personaje al
que le duela una carie o sienta un dolor de estómago, se eche un
pedo o suelte un taco, cosas que nos suelen ocurrir alguna que otra
vez, a que me presenten a un ser abstracto, producto de una severa
racionalización, que me hable como desde un paraninfo o un
púlpito y, por supuesto, desde un mundo lejano que no conozco,
representante de una pura entelequia que en ningún modo puede
semejarse al hombre que soy y que comparto y que asume su triste
condición en este mundo, desde el largo principio de los días.
Decía Eduardo Mallea, en sus «Notas»: «Ellos —los personajes
libres— andan y andan, supremamente, hasta dejar la letra
atrás». Este es el momento alucinante en que un engendro de la
inteligencia humana empieza a vivir, superando incluso a la naturaleza
humana del autor. Ya no contará el tiempo para él, ya no
envejecerá; sus palabras siempre tendrán una validez actual. Es
el instante en que Cervantes calla para que el inmortal Hidalgo
nos endilgue sus pulidos discursos, sus ideas. O aquel en que los
pálidos espectros de «El Globo» desaparecen en la mente de Sha7
D. Wellershoff: «L ite ra tu ra y principio del placer». Ed. G u ad a rram a , Madrid
1976; pág. 37.
kespeare y, salvando la barrera del tiempo, se acercan hasta nosotros.
Porque para nosotros son realmente seres vivos, puesto que
obran y actúan en determinados momentos de nuestra existencia
y escuchamos sus palabras... Me atrevería a decir que más cerca
se hallan de nosotros Don Quijote que Cervantes, Otelo y Hamlet
que Shakespeare, Tartufo que Moliere, Raskolnikof que Dostoievsky,
Madame Bovary que Flaubert, Pére Goriot que Balzac...
Y lo curioso del caso es que tal fenómeno no resulta de un azar,
de un imprevisto fin que cambia la naturaleza y el orden de lo creado,
sino del mismo propósito de sus autores. En efecto, confiesa
Balzac, refiriéndose a la reaparición en sus libros de algunos de
sus personajes: «Al ver aparecer en Le Pére Goriot a algunos de
los personajes ya creados, el público ha comprendido una de las
más audaces intenciones del autor: la de dar vida y movimiento
a todo un mundo ficticio cuyos personajes subsistirán quizás todavía
cuando la mayor parte de los modelos estarán muertos y
olvidados».
No es, pues, un juego tan fútil éste de la creación de los personajes.
Pudiéramos pensar que la humanidad se nutre también
de estos seres —no de otra galaxia ni de otro planeta, sí de origen
espiritual— que perviven entre nosotros y que prolongarán su existencia
más allá del obligado límite de nuestros huesos. Como el
poeta sueña en que, una vez muerto, los adolescentes repetirán el
día de mañana la maravilla y la emoción de sus versos, así el novelista
cede a la eternidad una especie de criaturas de índole extraña,
cuya anatomía vamos a pretender analizar.