Primera edición del libro electrónico (epub): marzo 2020
Título original: Falstaff: Give me Life
© 2017 by Harold Bloom c/o Writers’ Representatives LLC, New York. First published in
the English Language by Scribner – Simon & Schuter. All rights reserved.
© de la traducción: Ángel-Luis Pujante, 2019
© Vaso Roto Ediciones, 2020
ESPAÑA
C/ Alcalá 85, 7º izda.
28009 Madrid
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Imagen de cubierta: Composición realizada a partir de las obras A Procession of
Shakespeare Characters , de autor desconocido, 1840, y Cleopatra and Caesar de Jean-
Leon-Gerome, 1865.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright , bajo las
sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento.
ISBN (epub): 978-84-121638-8-9
PERSONAJES DE SHAKESPEARE 1
Harold Bloom
Falstaff
Lo mío es la vida
Traducción de Ángel-Luis Pujante
Para F. Murray Abraham
Agradecimientos
Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi
editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes
literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen
Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre
personalidades de Shakespeare.
(H.B.)
Nota del traductor
Los pasajes de las dos partes de Enrique IV y de Ricardo II citados en este
volumen proceden de mis traducciones de estas obras, publicadas por la
editorial Espasa en su ediciones de la colección Austral, de Teatro Selecto y
de Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ) de William Shakespeare.
Los de Enrique V y El rey Juan son de Salvador Oliva, incluida la primera en
la mencionada edición de Teatro Selecto de Shakespeare, y la segunda en ésta
y en la de su Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ).
Las traducciones de los Sonetos de Shakespeare proceden de la versión de
Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), menos la del soneto 89, que
es de Mariano de Vedia y Mitre (Buenos Aires, 1954). Las de la Biblia, de la
traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera
(1602) y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas
Unidas (México 1960), salvo la cita del «Eclesiástico», que procede de la
Nueva Biblia Española (Madrid 1975). La cita de Fedón es de la versión de
Carlos García Gual (Madrid, 1988).
Las restantes traducciones son mías (fragmentos de Oliver Goldsmith,
W.B. Yeats, Honoré de Balzac, John Lyly, Oscar Wilde, Samuel Johnson,
William Hazlitt, John Donne y W.H. Auden).
Para evitar la discrepancia entre determinados puntos de estas traducciones
y los del texto de este libro, en algunos casos ha sido conveniente efectuar
ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al lector algunos detalles
lingüísticos o referencias literarias y culturales, he añadido al final del libro
notas breves explicativas.
(A.L.P.)
Capítulo 1
Preludio
Me enamoré de sir John Falstaff a la edad de doce años, hace casi setenta y
cinco. Era yo un chico regordete y melancólico, y acudí a él por necesidad,
pues me sentía solo. Encontrarme en él me liberó de una inseguridad
debilitante.
Nunca me ha abandonado en tres cuartos de siglo y confío en que estará
conmigo hasta el final. Con él permanece –vigorosa, inolvidable y
perennemente– la imagen auténtica y completa de la vida. Él pone en
evidencia lo que hay de falso en mí y en los demás.
Si Sócrates hubiera nacido en la Inglaterra de Geoffrey Chaucer y hubiera
ido a comprar carne a Eastcheap, una calle de Londres, quizá se habría
parado a tomar cerveza o jerez en la taberna de la Cabeza de Jabalí. Allí se
habría encontrado con Falstaff y juntos se habrían correspondido en ingenio y
sabiduría. No tengo arte para pintar ese encuentro imaginario. Sólo podría
hacerlo una fusión de Aristófanes y Samuel Beckett. Hace décadas,
compartiendo Fundador con Anthony Burgess una noche de 1972 en
Manhattan, le sugerí que él podría atreverse a hacerlo, pero declinó.
Como falstaffiano vitalicio de ochenta y seis años me he convencido de
que, si hubiera que definir a Shakespeare por sólo una obra, ésta debería ser
Enrique IV en sus dos partes, a las que yo añadiría el relato de la muerte de
Falstaff que hace doña Prisas en el acto segundo, escena tercera de Enrique V
. Concibo todo ello como la «Falstaffiada» más que como la «Henriada», que
es como tienden a llamarla los eruditos.
Shakespeare no se excedió en la alternancia entre la corte, los rebeldes y
Eastcheap en estas tres obras. Las transiciones de lo alto a lo bajo son tan
ágiles que parecen invisibles.
¿Hay en toda la literatura occidental un retrato de la ambivalencia que
iguale al de Hal/Enrique V? Con respecto al rey, su padre, y a Hotspur, su
rival, el príncipe es un trompo errático. Su acumulada ambivalencia con
Falstaff se ha vuelto asesina. A la imaginación de Hal la persigue la anhelada
imagen de Falstaff en el patíbulo. En Enrique V , el nuevo rey manda ahorcar
sin lamentarlo al mísero Bardolfo, su anterior compañero. Si no hubiera
partido al seno de Arturo –emotiva confusión de doña Prisas con el seno de
Abraham–, a Falstaff lo habrían colgado al lado de Bardolfo.
Bastantes estudiosos de Shakespeare comparten la ambivalencia de Hal
respecto a Falstaff, lo cual ya no me sorprende. Ellos son los muertos
vivientes y Falstaff, el inmortal. Me extraña que el mayor ingenio de la
literatura sea reprendido por sus vicios cuando todos ellos son manifiestos y
gozosamente reconocidos. El ingenio superior es una de las mayores
facultades cognitivas. Falstaff es tan inteligente como Hamlet. Pero Hamlet
es el embajador de la muerte, mientras que Falstaff es la embajada de la vida.
El Panurgo de Rabelais, la Mujer de Bath de Chaucer y el Sancho Panza de
Cervantes se cuentan entre los vitalistas heroicos de la literatura. Falstaff
señorea sobre ellos. John Ruskin enseñó que la única riqueza es la vida.
Falstaff, el Sócrates de Eastcheap, encarna esa verdad.
¿Cuál es la esencia del falstaffismo? Mi difunto amigo y compañero de
copas Anthony Burgess me dijo que era la libertad respecto al Estado.
Anthony y yo nunca estuvimos de acuerdo en esa idea, aunque sin duda
ninguna norma social pudo nunca soportar a Falstaff. Recuerdo haberle dicho
a Burgess que, para mí, la esencia del falstaffismo era: no moralices. Contar
los defectos de Falstaff es trivial: está a reventar de ellos. Hal, como su padre
Bolingbroke, es la esencia de la hipocresía. Son unos maquiavelos.
Bolingbroke, que se convierte en Enrique IV, es un usurpador y un regicida.
Su absurda obsesión es que expiará el asesinato de Ricardo II dirigiendo otra
cruzada para capturar Jerusalén. De hecho, muere en la cámara de palacio
llamada Jerusalén. Hal, cuando llega a ser Enrique V, dirige un asalto
territorial para capturar Francia. Una cruzada es lo que cabría esperar del
príncipe Hal, hambriento como Hotspur de lo que ambos llaman honor.
Falstaff destruye la validez de ese apetito en su réplica a Hal:
Príncipe
Pero a Dios le debes una muerte. [Sale .]
Falstaff
Todavía no; me disgustaría pagarle antes del vencimiento. ¿Por qué
voy a adelantarme con quien no me apremia? Bueno, no importa; el
honor me empuja a avanzar. Sí, pero, ¿y si el honor salda mi cuenta
cuando avanzo? Entonces, ¿qué? El honor, ¿puede unir una pierna?
No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. Entonces
el honor, ¿no sabe cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué
hay en la palabra honor? ¿Qué es ese honor? Aire. ¡Bonita cuenta!
¿Quién lo tiene? El que murió el otro día. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye?
No. ¿Es que es imperceptible? Para los muertos, sí. Pero, ¿no vive con
los vivos? No. ¿Por qué? Porque no lo permite la calumnia. Entonces,
yo con él no quiero nada. El honor es un blasón funerario, y aquí se
acabó mi catecismo.
(acto 5, escena 1)
Si hubiera una religión vitalista, esto le serviría muy bien de catecismo.
Falstaff se burla de la fe al cargarse la insensatez de que debemos una muerte
a Dios. Conscientemente, también se burla de Hal y de sí mismo. Malfamado
y feliz, le habla a un mundo que va de violencia en violencia.
Falstaff se convirtió de inmediato en la personalidad más popular de
Shakespeare, y continúa siéndolo. El público de The Globe y los lectores que
compraban las obras veían poco motivo para moralizar en su contra. Su
propio ser se desborda y este exceso nos sugiere nuevos significados. De por
sí, la exuberancia es una incierta virtud y puede ser peligrosa para el
individuo y los demás, pero en Falstaff genera más vida.
Estoy cansado de que me acusen de sentimentalismo con Falstaff. Una vez
le dije a un afable entrevistador:
Recuerde, hay tres grandes poetas con los que ni a usted ni a mí nos gustaría comer ni
cenar, ni siquiera beber: François Villon, Christopher Marlowe y Arthur Rimbaud. Lo
menos que harían sería robarnos; lo más, matarnos. Sir John Falstaff no nos mataría,
pero seguro que nos embaucaría de un modo u otro y tal vez nos vaciaría los bolsillos
muy hábilmente.
En este sentido, el sublime Falstaff traería problemas. Citaré a Orson Welles
contra mí mismo, pues su Campanadas a medianoche es una obra maestra
olvidada. Welles hizo la película, una adaptación de la Henriada, y la trató
como tragedia. La película tenía un brillante elenco secundario de estrellas
como Keith Baxter en el papel de Hotspur, John Gielgud en el de Enrique IV,
Jeanne Moreau en el de Dora Rompesábanas, Margaret Rutherford en el de
doña Prisas y Ralph Richardson como narrador. Welles llamó a Falstaff «…
un hombre bueno, maravilloso vitalista… defendiendo una energía –la de la
vieja Inglaterra– que está decayendo. Con Falstaff lo difícil… es que él es la
mayor concepción de un hombre bueno, el más completamente bueno de todo
el teatro. Sus defectos son pequeños, y de estos pequeños defectos él hace
bromas colosales. Pero su bondad es como el pan, como el vino.»
Tal vez sea yo el único en estar de acuerdo con Orson Welles. ¿Hay algún
otro en Enrique IV cuya bondad sea como el pan, como el vino? El rey, el
brillante príncipe Hal y la mayoría de los rebeldes son unos viles intrigantes.
El príncipe Juan es un matón engreído, y Douglas y el fascinante Hotspur,
fogosas máquinas de muerte. Los seguidores de Falstaff –Bardolfo, Nym y el
escandaloso Pistola– son bribones divertidos, y doña Prisas y Dora
Rompesábanas son mejor compañía que el justicia mayor. El juez Simple es
de un absurdo encantador y su compadre Mudo aumenta la irrealidad.
Falstaff es tan desconcertante como Hamlet y de una variedad tan infinita
como la de Cleopatra. Se le puede aprehender, pero no abarcar enteramente.
Falstaff no tiene límites. Su ámbito es la libertad, pero él muere por amor.
En su «A Reverie at the Boar’s Head Tavern, Eastcheap» [«Ensoñación en
la Taberna de la Cabeza del Jabalí, Eastcheap»], Oliver Goldsmith es guía y
norte:
El personaje del viejo Falstaff, aun con todos sus defectos, me da más consuelo que
los más estudiados esfuerzos de la sabiduría. En él veo a un viejo agradable que
olvida la edad y me muestra la manera de ser joven a los sesenta y cinco. Sin duda
puedo ser tan alegre como él, aunque no tan gracioso. ¿No está en mis manos tener,
aunque no tanto ingenio, al menos tanta vivacidad? Vejez, ansiedad, sabiduría,
reflexión... ¡fuera! El viento os lleve. Venga la otra botella. ¡Brindo por la memoria
de Shakespeare, Falstaff y todos los hombres alegres de Eastcheap!
Falstaff tal vez se acerca más a los setenta y cinco que a los sesenta y cinco.
Samuel Johnson, que descubrió y promovió a Goldsmith, celebró a Falstaff
de un modo parecido, aunque expresando su desaprobación moral. Maurice
Morgann es el verdadero antepasado de todos los falstaffistas. Su An Essay
on the Dramatic Character of Sir John Falstaff [Ensayo sobre el personaje
dramático de sir John Falstaff ], publicado en 1777, fue criticado por
Johnson, quien con sorna propuso a Morgann que intentara demostrar que
Yago era una buena persona. El problema era la supuesta cobardía del
Caballero Gordo. La primera acusación la hizo el príncipe Hal, que necesita
enconadamente convencer a Falstaff de que confiese su cobardía. ¿Por qué?
Si cruzamos el umbral de la sinuosa conciencia de Hal/Enrique V, segundo
rey de la dinastía Lancaster, nos encontramos con la oscilante presencia de la
ontología, la inmanencia de sir John Falstaff. ¿Por qué Shakespeare inventó a
Falstaff?
El personaje literario es siempre una invención y está en deuda con otras
anteriores. Shakespeare inventó el personaje literario tal como lo conocemos.
Reformó nuestras expectativas de la imitación verbal de la personalidad y la
reforma parece ser permanente y misteriosamente inevitable. La Biblia y
Homero crean personajes vigorosos cuyo carácter, sin embargo, suele ser
inalterable. Envejecen y mueren en sus historias, pero su idiosincrasia no se
desarrolla.
La de las personalidades de Shakespeare sí. En sus obras, la representación
del carácter parece normativa y, de hecho, en seguida pasó a ser el modo
aceptado. Las personalidades de Shakespeare tienen poco en común con las
de Ben Jonson o Christopher Marlowe. La originalidad de Shakespeare al
retratar mujeres y hombres se fundamenta en Los cuentos de Canterbury de
Geoffrey Chaucer.
En Shakespeare la vitalidad se transmuta en ansiedad de muerte.
Ricardo II, el protagonista de la historia que inicia la Henriada, es un
masoquista moral cuya inmensa complacencia en la desesperanza aumenta su
caída a manos del usurpador Bolingbroke, que de este modo se convierte en
Enrique IV. En la personalidad de Ricardo II, Shakespeare prefigura el
elemento humano por el cual empeoramos una mala situación a través de
nuestro lenguaje hiperbólico.
Falstaff es diferente. Su gozo de vivir impregna su torrente de palabras y
de risas. Hotspur es la encarnación de la ansiedad de muerte. Sin embargo, su
estilo es distinto al de Ricardo II. Su lenguaje altanero ataca las fronteras de
lo posible. Hal, hijo de su padre, desconfía de su propio vitalismo, pero acude
a Falstaff para afianzarse en él. Y el regio alumno resulta inclemente con su
maestro. Los reyes no tienen amigos, sólo seguidores, y Falstaff no sigue a
nadie.
Directores, actores, espectadores, lectores necesitan entender que Falstaff,
grandiosísimo ingenio, es tragicómico. A diferencia de Hotspur y Hal, no es
un juguete del tiempo. Decía Samuel Johnson que el amor era la sabiduría de
los necios y la necedad de los sabios. No se me ocurre una mejor descripción
de mi héroe sir John Falstaff.
Capítulo 2
Representar a Falstaff
Interpreté por vez primera el papel de Falstaff la noche del 30 de octubre de
2000 en Cambridge, Massachusetts, con el American Repertory Theater.
Robert Brustein, que entonces dirigía el ART, representó al alférez Pistola y
Will Lebow hizo varios papeles, entre ellos el de Bardolfo, mientras Thomas
Derrah era Hal, Karen MacDonald, doña Prisas, y yo era Falstaff. La
directora Karin Coonrod y yo elaboramos un texto sacado de las dos partes de
Enrique IV más el lamento por Falstaff de doña Prisas, del acto primero,
escena tercera de Enrique V .
Escribí un epílogo a lo que yo había llamado la Falstaffiada e imité a
Shakespeare lo mejor que supe:
No, ciertamente no estoy en el infierno; estoy en el seno de Arturo. Mas no soy sino
la sombra remedada de sir John Falstaff, pues no tengo vida de hombre. Aquí hay
honor, no vanidad, mas nunca hay sazón para chanzas ni para ociosidades. Agua, en
abundancia, mas no jerez; no hay sangre que calentar. La voz la he perdido de tanto
santificar y cantar himnos.
¿Dónde están Bardolfo y Pistola y la posadera? ¿Y Dora?
Fui mayor en juicio y entendimiento, pero bien joven mientras viví, y sólo ofendía
al virtuoso. Ahora quiero que el magnífico jerez me ilumine el rostro, que cual faro
llame de nuevo a las armas a todo mi pequeño reino de hombre. Mas sueño; estoy en
el seno de Arturo; concededme, pues, vuestro adiós.
Volví a hacer este papel en el Yale British Art Center, dirigido una vez más
por Karin Coonrod, con el joven Michael Stuhlbarg en el de Hal. Y recuerdo
haber actuado de Falstaff esporádicamente en la Shakespeare Society de
Nueva York.
He visto dos espléndidas representaciones de Falstaff. La primera fue la
gran experiencia teatral de mi vida. Las noches del 7 y 8 de mayo de 1946
acudí al Century Theater de Nueva York para ver a la Old Vic de Londres
representar la primera parte de Enrique IV , y la noche siguiente, la segunda.
Ralph Richardson, que me parece el mejor actor que yo haya visto, hacía de
Falstaff. Laurence Olivier, de Hotspur la primera noche y, con asombrosa
adaptabilidad, de juez Simple la segunda.
Richardson no hizo un papel cómico con Falstaff. Su opulenta actuación es
difícil de expresar. La dignidad herida se fundía con la energía sobrehumana,
la honda sabiduría y una melancolía aún más profunda. El orgullo
predominaba y debía degradarse necesariamente. El efecto rayaba en
tragedia, pero sin entrar resueltamente en ella, como hizo Orson Welles con
su tragedia de Falstaff.
Si yo fuera actor, procuraría imitar a Richardson y a Welles. Su Falstaff no
era cobarde, sino realista. Peleaba mientras lo veía razonable. Era el homo
ludens que valoraba las reglas del juego. Para él todo era ficción menos en los
juegos. El Falstaff más encantado y encantador es el que monta parodias con
Hal. En el campo de batalla desprecia las matanzas, desea sensatamente estar
de vuelta en la taberna, lleva una botella de jerez en la pistolera y para él
morir y muerte son bromas pesadas. ¿Quién puede resistirse a un antiguo
soldado que, habiendo entendido el absurdo de la violencia, nos anima a
jugar?
Shakespeare explora la paradoja de que, al igual que Hamlet, Falstaff
parece una persona de verdad llevada a la escena y rodeada de actores. En
presencia de Falstaff, los mismos Hal y Hotspur son sólo sombras. En torno a
Hamlet oscilan sombras como Claudio, Gertrudis y Ofelia, sin más
corporeidad que el espectro del padre asesinado.
Ser Falstaff es atacar las fronteras que separan el ser y el parecer. Falstaff
no es cualquiera de nosotros, pues, como Hamlet, su alcance intelectual es
inmenso. Pero todos nosotros, sea cual sea nuestra edad o género,
participamos de él.
Falstaff quiere que le queramos. Hamlet no necesita ni quiere nuestro
amor. La tragedia de Falstaff deriva de su temor al rechazo. ¿Quién de
nosotros no teme ser rechazado y expulsado por quienes queremos?
La mayor dificultad de representar a Falstaff está en que es tan inmenso en
todos los sentidos que no cabe ni en el ámbito de todo Enrique IV . Como
Hamlet, se sale de la escena y entra en nuestra vida. William Hazlitt observó:
«Nosotros somos Hamlet». No podemos decir que nosotros seamos Falstaff,
aunque, cuando era más joven y estaba menos cansado, yo fantaseaba con ser
Falstaff.
Falstaff no admite la refutación. Su cascada verbal brilla con un fulgor
radiante. Él es el custodio del tesoro de palabras de Shakespeare. Cada uno a
su manera, Ralph Richardson y Orson Welles expresaban los derroches de
elocuencia en sus variantes falstaffianas. Richardson cortejaba cada palabra
estirándola hasta el límite. Welles saboreaba la bondad de cada frase,
paladeándola como si fuera pan y vino.
En 1951 vi en Londres a Anthony Quayle en el papel de Falstaff, con
Michael Redgrave en el de Hotspur, Richard Burton en el del príncipe Hal y
Harry Andrews en el de Enrique IV. Quayle era un actor extraordinario, pero
su Falstaff era áspero y uno dudaba si la suya podía ser una interpretación
útil. Estuvo mucho mejor Paul Rogers, a quien vi en Londres en mayo de
1955; con él se destacaba la consciente precariedad de la relación de Falstaff
con Hal.
No vi a Kevin Kline ni a Anthony Sher hacer de Falstaff en el escenario,
pero no faltarán actores que encarnen a Falstaff mientras haya humanos en el
mundo. Entre tanto, yo sigo releyendo, enseñando y reflexionando sobre su
magnificencia.
Capítulo 3
Un lenguaje hermoso, riente, vivo
William Butler Yeats nos dio la expresión perfecta del modo como habla
Falstaff:
Si no hay buena trama, no hay teatro, pero sin un lenguaje bello, poderoso,
individual, no hay literatura o, por lo menos, no hay gran literatura. Rabelais, Villon,
Shakespeare, William Blake se habrían reconocido entre sí por su lenguaje. Algunos
de ellos sabían dar forma a una historia, pero todos tenían un lenguaje abundante,
resonante, hermoso, riente, vivo. 1
Situar a Shakespeare con Rabelais, Villon o Blake es entrar con muchas de
sus grandes personalidades en el grupo de los vitalistas heroicos. Cuando
escuchamos a Falstaff, nos inunda la abundancia y resonancia, y nos seduce
la belleza de su risa y su estilo vivificante.
Empecemos con el acto 1, escena 2 de la primera parte de Enrique IV :
Falstaff
Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?
Príncipe
Estás tan atontado de beber vino, desabrocharte después de comer y
dormir la siesta en los bancos, que no sabes preguntar lo que de
verdad quieres saber. ¿Qué diablos te preocupa a ti la hora? Salvo que
las horas fuesen copas de jerez, los minutos capones, los relojes
lenguas de alcahuetas, los relojes de sol anuncios de burdeles y hasta
el sol bendito una moza deslumbrante vestida de rojo tafetán, no veo
por qué te molestas en preguntar la hora que es.
Falstaff
Hal, has dado en el quid, pues los que robamos bolsas nos guiamos
por la luna y las siete estrellas, no por Febo, ese hermoso caballero
andante. Anda, pillete, cuando seas rey, que, Dios salve a Tu Gracia,
mejor dicho, a Tu Majestad (pues la gracia no irá contigo)...
Príncipe
¿Cómo que no?
Falstaff
Que no, ni para bendecir un huevo con manteca.
Príncipe
¿Cómo es eso? Vamos, habla ya rotundamente.
Falstaff
Vaya, pues cuando seas rey, pillete, que no nos llamen ladrones de la
luz del día a los guardas mayores de la noche. Llámennos
guardabosques de Diana, caballeros de las sombras, favoritos de la
luna. Y dígase que somos hombres de buen gobierno, ya que estamos
gobernados, como el mar, por nuestra noble y casta dama la luna, que
vela por nuestra nocturnidad.
Príncipe
Bien dicho, y bien que se cumple, pues la suerte de quienes somos
hombres de la luna tiene un flujo y un reflujo como el mar, ya que,
como el mar, está gobernada por la luna. La prueba es que una bolsa
de oro resueltamente arrebatada el lunes por la noche se gasta
disolutamente el martes por la mañana; se gana bramando «¡Alto
ahí!», y se gasta gritando «¡Tabernero!»; primero, con marea tan baja
como el pie de una escalera y, después, tan alta como el travesaño de
la horca.
Hal y Falstaff entran por los lados opuestos del escenario, y Falstaff se está
restregando los ojos mientras despierta del profundo sueño de tanto jerez (en
versión más basta del que hoy día llamamos oloroso intenso). 2 Delante de
Falstaff, los demás lo emulan, incluido Hal, hablando en prosa con su estilo y
cadencia. Al ser «no sólo ingenioso, sino causa del ingenio en los demás»,
Falstaff contagia el lenguaje de cualquier hablante con quien tenga mucha
relación.
Su amable pregunta «Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?» es
respondida con un torrente de vehemencia sin duda aprendido del propio
maestro Falstaff. Me arredra el brioso encono de Hal, aunque le perdono por
su visión brillante y deliciosa del sol bendito en forma de moza deslumbrante
vestida de tafetán rojo. Incluso a mis ochenta y seis años me enciendo ante la
idea de una moza guapa con un vestido de brillante seda roja. Falstaff se
recupera de inmediato con el ruego de que, cuando reine Enrique V, los
salteadores de caminos como él serán caballeros de las sombras gobernados
por la luna, que vela por su nocturnidad.
Juntos, Falstaff y Hal ascienden enseguida a lo que yo llamo lo Sublime
falstaffiano:
Falstaff
Tus símiles son de lo más desagradable, y eres el más bribón, mordaz
y querido de los príncipes. Anda, Hal, no me agobies con tanta
vanidad. Ojalá tú y yo supiéramos dónde adquirir una provisión de
buena fama. El otro día, un señor mayor del Consejo me riñó en la
calle a propósito de ti, pero yo no le hice caso, aunque hablara
sabiamente; no le atendí, aunque hablara sabiamente y, además, en
plena calle.
Príncipe
Hiciste bien, pues la sabiduría clama en las calles y nadie le hace caso.
Falstaff
¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un
santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de
conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,
apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy
a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso
condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.
«Vanidad» es una conflagración dispuesta siempre a estallar en la fricción
entre Falstaff y Hal. «Vanidad» es una mala traducción del hebreo hevel , que
no es sino un «vapor», un «soplo» y, al final, una nada. Cuando Hal pone a
Falstaff en la picota, la diatriba es mortal. A veces me pregunto si Dios
perdonará a Enrique V por el daño que al final le inflige a Falstaff.
La réplica ingratamente ingeniosa del príncipe a la alegre parodia de
Falstaff alude a un texto eminente:
La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas;
clama en los principales lugares de reunión;
en las entradas de las puertas de la ciudad dice sus razones:
¿Hasta cuándo, oh, simples, amaréis la simpleza,
y los burladores desearán el burlar,
y los insensatos aborrecerán la ciencia?
Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros,
Y os haré saber mis palabras.
Por cuanto llamé, y no quisisteis oír,
extendí mi mano, y no hubo quien atendiese.
(Proverbios 1: 20-24)
Inflexible en mi pasión por Falstaff, tengo un especial aprecio por su
contestación:
Falstaff
¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un
santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de
conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,
apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy
a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso
condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.
Fingiendo piedad puritana, Falstaff reprende a Hal por el blasfemo
retorcimiento de un texto religioso y se asocia a sí mismo con los devotos.
Cuando yo era más joven, me gustaba aplicar el ingenio de Falstaff
comentándole a tal o cual amigo que, antes de conocerlos, yo no sabía nada, y
ahora, si Bloom dice la verdad, apenas soy mejor que uno de los impíos. Dejé
de hacerlo porque empezaba a ensombrecer la amistad, aunque lo recuerdo
con nostalgia.
Cuando Falstaff se dirige a Eastcheap, Hal y su cómplice Poins traman
disfrazarse y atacarlo a él y a tres secuaces después de un salteamiento. Me
fascina que Hal despida a Falstaff diciéndole: «¡Adiós, tardía primavera!
¡Adiós, veranillo de San Martín!». No creo que Hal quiera decir que Falstaff
es un anciano que se comporta como un adolescente. Falstaff es más bien un
veranillo de San Martín que viniera después de Todos los Santos. Es como si,
por un insólito momento, reapareciese en Hal un rastro de afecto que no tarda
en disiparse:
Os conozco a todos, y por ahora he de seguiros
la vena desatada de vuestra ociosidad.
Obrando de este modo imitaré al sol,
que permite a las viles y malsanas nubes
ahogar ante el mundo su belleza
para que, añorado, cuando le plazca
ser de nuevo él mismo, se le admire
al brillar entre las nieblas inmundas
y vapores que parecían asfixiarlo.
Si todo el año fuese un día de fiesta,
el juego aburriría como el trabajo,
pero, cuando escasea, la fiesta es deseada,
pues la rara ocasión es lo que gusta.
Así que, cuando deje esta vida disipada
y pague la deuda que nunca prometí,
desmentiré las expectativas de la gente
mostrándome mejor que mi palabra
y, como un metal radiante en fondo oscuro,
mi transformación brillará sobre mis culpas
con más luz y más admiración
que lo que nunca puede resaltarse.
Ofendiendo, haré un arte de la ofensa,
redimiendo el tiempo cuando menos crean.
¿Cómo podemos entender este brusco salto a un soliloquio en verso? Mi
héroe Samuel Johnson asiente y lo llama «una mente superior ofreciéndose
excusas a sí mismo». La brillantez del monólogo es indudable. Lo recito y me
acuerdo de cómo caracteriza William Hazlitt a Enrique V: «un monstruo muy
afable, un espectáculo muy vistoso». De Falstaff, Hazlitt observó en sus
Characters of Shakespeare’s Plays : «Perpetúa la jornada festiva y de puertas
abiertas, y vivimos con él en una ronda de invitaciones a un asado y doce
botellas de clarete».
Supongo que el monólogo de Hal es bien competente si a uno le gustan
estas cosas. Tal vez debieran adoptarlo en las escuelas de organización y
dirección de empresas como manual de promoción personal. ¿Tiene valor
poético? Shakespeare es el mayor perspectivista. Enfrentándonos a sus
personalidades vemos y oímos sólo lo que somos hasta que nos enseña a
rebasar nuestros límites. Cambiamos las perspectivas y reparamos en que Hal
es hijo de su padre. Padre e hijo han hecho un arte de la ofensa. Pero lo hacen
de un modo muy distinto. Ricardo II, a quien Enrique IV destronó y después
hizo matar en la cárcel, reflexionaba amargamente: «Perdí el tiempo y ahora
el tiempo me consume». Enrique IV nunca perdió el tiempo. El monólogo
maquiavélico de Hal presupone una división neta de trabajo y diversión.
¿Redime ello el tiempo? Falstaff, que se regocija en lo improductivo y exalta
el juego, da de lado al tiempo y le manda que siga.