miércoles, 25 de mayo de 2022

PERSONAJES DE SHAKESPEARE 1 Harold Bloom Falstaff Lo mío es la vida Traducción de Ángel-Luis Pujante. FRAGMENTO.



 Primera edición del libro electrónico (epub): marzo 2020

Título original: Falstaff: Give me Life

© 2017 by Harold Bloom c/o Writers’ Representatives LLC, New York. First published in

the English Language by Scribner – Simon & Schuter. All rights reserved.

© de la traducción: Ángel-Luis Pujante, 2019

© Vaso Roto Ediciones, 2020

ESPAÑA

C/ Alcalá 85, 7º izda.

28009 Madrid

vasoroto@vasoroto.com

www.vasoroto.com

Imagen de cubierta: Composición realizada a partir de las obras A Procession of

Shakespeare Characters , de autor desconocido, 1840, y Cleopatra and Caesar de Jean-

Leon-Gerome, 1865.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright , bajo las

sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento.

ISBN (epub): 978-84-121638-8-9

PERSONAJES DE SHAKESPEARE 1

Harold Bloom

Falstaff

Lo mío es la vida

Traducción de Ángel-Luis Pujante

Para F. Murray Abraham

Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi

editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes

literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen

Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre

personalidades de Shakespeare.

(H.B.)

Nota del traductor

Los pasajes de las dos partes de Enrique IV y de Ricardo II citados en este

volumen proceden de mis traducciones de estas obras, publicadas por la

editorial Espasa en su ediciones de la colección Austral, de Teatro Selecto y

de Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ) de William Shakespeare.

Los de Enrique V y El rey Juan son de Salvador Oliva, incluida la primera en

la mencionada edición de Teatro Selecto de Shakespeare, y la segunda en ésta

y en la de su Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ).

Las traducciones de los Sonetos de Shakespeare proceden de la versión de

Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), menos la del soneto 89, que

es de Mariano de Vedia y Mitre (Buenos Aires, 1954). Las de la Biblia, de la

traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera

(1602) y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas

Unidas (México 1960), salvo la cita del «Eclesiástico», que procede de la

Nueva Biblia Española (Madrid 1975). La cita de Fedón es de la versión de

Carlos García Gual (Madrid, 1988).

Las restantes traducciones son mías (fragmentos de Oliver Goldsmith,

W.B. Yeats, Honoré de Balzac, John Lyly, Oscar Wilde, Samuel Johnson,

William Hazlitt, John Donne y W.H. Auden).

Para evitar la discrepancia entre determinados puntos de estas traducciones

y los del texto de este libro, en algunos casos ha sido conveniente efectuar

ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al lector algunos detalles

lingüísticos o referencias literarias y culturales, he añadido al final del libro

notas breves explicativas.

(A.L.P.)

Capítulo 1

Preludio

Me enamoré de sir John Falstaff a la edad de doce años, hace casi setenta y

cinco. Era yo un chico regordete y melancólico, y acudí a él por necesidad,

pues me sentía solo. Encontrarme en él me liberó de una inseguridad

debilitante.

Nunca me ha abandonado en tres cuartos de siglo y confío en que estará

conmigo hasta el final. Con él permanece –vigorosa, inolvidable y

perennemente– la imagen auténtica y completa de la vida. Él pone en

evidencia lo que hay de falso en mí y en los demás.

Si Sócrates hubiera nacido en la Inglaterra de Geoffrey Chaucer y hubiera

ido a comprar carne a Eastcheap, una calle de Londres, quizá se habría

parado a tomar cerveza o jerez en la taberna de la Cabeza de Jabalí. Allí se

habría encontrado con Falstaff y juntos se habrían correspondido en ingenio y

sabiduría. No tengo arte para pintar ese encuentro imaginario. Sólo podría

hacerlo una fusión de Aristófanes y Samuel Beckett. Hace décadas,

compartiendo Fundador con Anthony Burgess una noche de 1972 en

Manhattan, le sugerí que él podría atreverse a hacerlo, pero declinó.

Como falstaffiano vitalicio de ochenta y seis años me he convencido de

que, si hubiera que definir a Shakespeare por sólo una obra, ésta debería ser

Enrique IV en sus dos partes, a las que yo añadiría el relato de la muerte de

Falstaff que hace doña Prisas en el acto segundo, escena tercera de Enrique V

. Concibo todo ello como la «Falstaffiada» más que como la «Henriada», que

es como tienden a llamarla los eruditos.

Shakespeare no se excedió en la alternancia entre la corte, los rebeldes y

Eastcheap en estas tres obras. Las transiciones de lo alto a lo bajo son tan

ágiles que parecen invisibles.

¿Hay en toda la literatura occidental un retrato de la ambivalencia que

iguale al de Hal/Enrique V? Con respecto al rey, su padre, y a Hotspur, su

rival, el príncipe es un trompo errático. Su acumulada ambivalencia con

Falstaff se ha vuelto asesina. A la imaginación de Hal la persigue la anhelada

imagen de Falstaff en el patíbulo. En Enrique V , el nuevo rey manda ahorcar

sin lamentarlo al mísero Bardolfo, su anterior compañero. Si no hubiera

partido al seno de Arturo –emotiva confusión de doña Prisas con el seno de

Abraham–, a Falstaff lo habrían colgado al lado de Bardolfo.

Bastantes estudiosos de Shakespeare comparten la ambivalencia de Hal

respecto a Falstaff, lo cual ya no me sorprende. Ellos son los muertos

vivientes y Falstaff, el inmortal. Me extraña que el mayor ingenio de la

literatura sea reprendido por sus vicios cuando todos ellos son manifiestos y

gozosamente reconocidos. El ingenio superior es una de las mayores

facultades cognitivas. Falstaff es tan inteligente como Hamlet. Pero Hamlet

es el embajador de la muerte, mientras que Falstaff es la embajada de la vida.

El Panurgo de Rabelais, la Mujer de Bath de Chaucer y el Sancho Panza de

Cervantes se cuentan entre los vitalistas heroicos de la literatura. Falstaff

señorea sobre ellos. John Ruskin enseñó que la única riqueza es la vida.

Falstaff, el Sócrates de Eastcheap, encarna esa verdad.

¿Cuál es la esencia del falstaffismo? Mi difunto amigo y compañero de

copas Anthony Burgess me dijo que era la libertad respecto al Estado.

Anthony y yo nunca estuvimos de acuerdo en esa idea, aunque sin duda

ninguna norma social pudo nunca soportar a Falstaff. Recuerdo haberle dicho

a Burgess que, para mí, la esencia del falstaffismo era: no moralices. Contar

los defectos de Falstaff es trivial: está a reventar de ellos. Hal, como su padre

Bolingbroke, es la esencia de la hipocresía. Son unos maquiavelos.

Bolingbroke, que se convierte en Enrique IV, es un usurpador y un regicida.

Su absurda obsesión es que expiará el asesinato de Ricardo II dirigiendo otra

cruzada para capturar Jerusalén. De hecho, muere en la cámara de palacio

llamada Jerusalén. Hal, cuando llega a ser Enrique V, dirige un asalto

territorial para capturar Francia. Una cruzada es lo que cabría esperar del

príncipe Hal, hambriento como Hotspur de lo que ambos llaman honor.

Falstaff destruye la validez de ese apetito en su réplica a Hal:

Príncipe

Pero a Dios le debes una muerte. [Sale .]

Falstaff

Todavía no; me disgustaría pagarle antes del vencimiento. ¿Por qué

voy a adelantarme con quien no me apremia? Bueno, no importa; el

honor me empuja a avanzar. Sí, pero, ¿y si el honor salda mi cuenta

cuando avanzo? Entonces, ¿qué? El honor, ¿puede unir una pierna?

No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. Entonces

el honor, ¿no sabe cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué

hay en la palabra honor? ¿Qué es ese honor? Aire. ¡Bonita cuenta!

¿Quién lo tiene? El que murió el otro día. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye?

No. ¿Es que es imperceptible? Para los muertos, sí. Pero, ¿no vive con

los vivos? No. ¿Por qué? Porque no lo permite la calumnia. Entonces,

yo con él no quiero nada. El honor es un blasón funerario, y aquí se

acabó mi catecismo.

(acto 5, escena 1)

Si hubiera una religión vitalista, esto le serviría muy bien de catecismo.

Falstaff se burla de la fe al cargarse la insensatez de que debemos una muerte

a Dios. Conscientemente, también se burla de Hal y de sí mismo. Malfamado

y feliz, le habla a un mundo que va de violencia en violencia.

Falstaff se convirtió de inmediato en la personalidad más popular de

Shakespeare, y continúa siéndolo. El público de The Globe y los lectores que

compraban las obras veían poco motivo para moralizar en su contra. Su

propio ser se desborda y este exceso nos sugiere nuevos significados. De por

sí, la exuberancia es una incierta virtud y puede ser peligrosa para el

individuo y los demás, pero en Falstaff genera más vida.

Estoy cansado de que me acusen de sentimentalismo con Falstaff. Una vez

le dije a un afable entrevistador:

Recuerde, hay tres grandes poetas con los que ni a usted ni a mí nos gustaría comer ni

cenar, ni siquiera beber: François Villon, Christopher Marlowe y Arthur Rimbaud. Lo

menos que harían sería robarnos; lo más, matarnos. Sir John Falstaff no nos mataría,

pero seguro que nos embaucaría de un modo u otro y tal vez nos vaciaría los bolsillos

muy hábilmente.

En este sentido, el sublime Falstaff traería problemas. Citaré a Orson Welles

contra mí mismo, pues su Campanadas a medianoche es una obra maestra

olvidada. Welles hizo la película, una adaptación de la Henriada, y la trató

como tragedia. La película tenía un brillante elenco secundario de estrellas

como Keith Baxter en el papel de Hotspur, John Gielgud en el de Enrique IV,

Jeanne Moreau en el de Dora Rompesábanas, Margaret Rutherford en el de

doña Prisas y Ralph Richardson como narrador. Welles llamó a Falstaff «…

un hombre bueno, maravilloso vitalista… defendiendo una energía –la de la

vieja Inglaterra– que está decayendo. Con Falstaff lo difícil… es que él es la

mayor concepción de un hombre bueno, el más completamente bueno de todo

el teatro. Sus defectos son pequeños, y de estos pequeños defectos él hace

bromas colosales. Pero su bondad es como el pan, como el vino.»

Tal vez sea yo el único en estar de acuerdo con Orson Welles. ¿Hay algún

otro en Enrique IV cuya bondad sea como el pan, como el vino? El rey, el

brillante príncipe Hal y la mayoría de los rebeldes son unos viles intrigantes.

El príncipe Juan es un matón engreído, y Douglas y el fascinante Hotspur,

fogosas máquinas de muerte. Los seguidores de Falstaff –Bardolfo, Nym y el

escandaloso Pistola– son bribones divertidos, y doña Prisas y Dora

Rompesábanas son mejor compañía que el justicia mayor. El juez Simple es

de un absurdo encantador y su compadre Mudo aumenta la irrealidad.

Falstaff es tan desconcertante como Hamlet y de una variedad tan infinita

como la de Cleopatra. Se le puede aprehender, pero no abarcar enteramente.

Falstaff no tiene límites. Su ámbito es la libertad, pero él muere por amor.

En su «A Reverie at the Boar’s Head Tavern, Eastcheap» [«Ensoñación en

la Taberna de la Cabeza del Jabalí, Eastcheap»], Oliver Goldsmith es guía y

norte:

El personaje del viejo Falstaff, aun con todos sus defectos, me da más consuelo que

los más estudiados esfuerzos de la sabiduría. En él veo a un viejo agradable que

olvida la edad y me muestra la manera de ser joven a los sesenta y cinco. Sin duda

puedo ser tan alegre como él, aunque no tan gracioso. ¿No está en mis manos tener,

aunque no tanto ingenio, al menos tanta vivacidad? Vejez, ansiedad, sabiduría,

reflexión... ¡fuera! El viento os lleve. Venga la otra botella. ¡Brindo por la memoria

de Shakespeare, Falstaff y todos los hombres alegres de Eastcheap!

Falstaff tal vez se acerca más a los setenta y cinco que a los sesenta y cinco.

Samuel Johnson, que descubrió y promovió a Goldsmith, celebró a Falstaff

de un modo parecido, aunque expresando su desaprobación moral. Maurice

Morgann es el verdadero antepasado de todos los falstaffistas. Su An Essay

on the Dramatic Character of Sir John Falstaff [Ensayo sobre el personaje

dramático de sir John Falstaff ], publicado en 1777, fue criticado por

Johnson, quien con sorna propuso a Morgann que intentara demostrar que

Yago era una buena persona. El problema era la supuesta cobardía del

Caballero Gordo. La primera acusación la hizo el príncipe Hal, que necesita

enconadamente convencer a Falstaff de que confiese su cobardía. ¿Por qué?

Si cruzamos el umbral de la sinuosa conciencia de Hal/Enrique V, segundo

rey de la dinastía Lancaster, nos encontramos con la oscilante presencia de la

ontología, la inmanencia de sir John Falstaff. ¿Por qué Shakespeare inventó a

Falstaff?

El personaje literario es siempre una invención y está en deuda con otras

anteriores. Shakespeare inventó el personaje literario tal como lo conocemos.

Reformó nuestras expectativas de la imitación verbal de la personalidad y la

reforma parece ser permanente y misteriosamente inevitable. La Biblia y

Homero crean personajes vigorosos cuyo carácter, sin embargo, suele ser

inalterable. Envejecen y mueren en sus historias, pero su idiosincrasia no se

desarrolla.

La de las personalidades de Shakespeare sí. En sus obras, la representación

del carácter parece normativa y, de hecho, en seguida pasó a ser el modo

aceptado. Las personalidades de Shakespeare tienen poco en común con las

de Ben Jonson o Christopher Marlowe. La originalidad de Shakespeare al

retratar mujeres y hombres se fundamenta en Los cuentos de Canterbury de

Geoffrey Chaucer.

En Shakespeare la vitalidad se transmuta en ansiedad de muerte.

Ricardo II, el protagonista de la historia que inicia la Henriada, es un

masoquista moral cuya inmensa complacencia en la desesperanza aumenta su

caída a manos del usurpador Bolingbroke, que de este modo se convierte en

Enrique IV. En la personalidad de Ricardo II, Shakespeare prefigura el

elemento humano por el cual empeoramos una mala situación a través de

nuestro lenguaje hiperbólico.

Falstaff es diferente. Su gozo de vivir impregna su torrente de palabras y

de risas. Hotspur es la encarnación de la ansiedad de muerte. Sin embargo, su

estilo es distinto al de Ricardo II. Su lenguaje altanero ataca las fronteras de

lo posible. Hal, hijo de su padre, desconfía de su propio vitalismo, pero acude

a Falstaff para afianzarse en él. Y el regio alumno resulta inclemente con su

maestro. Los reyes no tienen amigos, sólo seguidores, y Falstaff no sigue a

nadie.

Directores, actores, espectadores, lectores necesitan entender que Falstaff,

grandiosísimo ingenio, es tragicómico. A diferencia de Hotspur y Hal, no es

un juguete del tiempo. Decía Samuel Johnson que el amor era la sabiduría de

los necios y la necedad de los sabios. No se me ocurre una mejor descripción

de mi héroe sir John Falstaff.

Capítulo 2

Representar a Falstaff

Interpreté por vez primera el papel de Falstaff la noche del 30 de octubre de

2000 en Cambridge, Massachusetts, con el American Repertory Theater.

Robert Brustein, que entonces dirigía el ART, representó al alférez Pistola y

Will Lebow hizo varios papeles, entre ellos el de Bardolfo, mientras Thomas

Derrah era Hal, Karen MacDonald, doña Prisas, y yo era Falstaff. La

directora Karin Coonrod y yo elaboramos un texto sacado de las dos partes de

Enrique IV más el lamento por Falstaff de doña Prisas, del acto primero,

escena tercera de Enrique V .

Escribí un epílogo a lo que yo había llamado la Falstaffiada e imité a

Shakespeare lo mejor que supe:

No, ciertamente no estoy en el infierno; estoy en el seno de Arturo. Mas no soy sino

la sombra remedada de sir John Falstaff, pues no tengo vida de hombre. Aquí hay

honor, no vanidad, mas nunca hay sazón para chanzas ni para ociosidades. Agua, en

abundancia, mas no jerez; no hay sangre que calentar. La voz la he perdido de tanto

santificar y cantar himnos.

¿Dónde están Bardolfo y Pistola y la posadera? ¿Y Dora?

Fui mayor en juicio y entendimiento, pero bien joven mientras viví, y sólo ofendía

al virtuoso. Ahora quiero que el magnífico jerez me ilumine el rostro, que cual faro

llame de nuevo a las armas a todo mi pequeño reino de hombre. Mas sueño; estoy en

el seno de Arturo; concededme, pues, vuestro adiós.

Volví a hacer este papel en el Yale British Art Center, dirigido una vez más

por Karin Coonrod, con el joven Michael Stuhlbarg en el de Hal. Y recuerdo

haber actuado de Falstaff esporádicamente en la Shakespeare Society de

Nueva York.

He visto dos espléndidas representaciones de Falstaff. La primera fue la

gran experiencia teatral de mi vida. Las noches del 7 y 8 de mayo de 1946

acudí al Century Theater de Nueva York para ver a la Old Vic de Londres

representar la primera parte de Enrique IV , y la noche siguiente, la segunda.

Ralph Richardson, que me parece el mejor actor que yo haya visto, hacía de

Falstaff. Laurence Olivier, de Hotspur la primera noche y, con asombrosa

adaptabilidad, de juez Simple la segunda.

Richardson no hizo un papel cómico con Falstaff. Su opulenta actuación es

difícil de expresar. La dignidad herida se fundía con la energía sobrehumana,

la honda sabiduría y una melancolía aún más profunda. El orgullo

predominaba y debía degradarse necesariamente. El efecto rayaba en

tragedia, pero sin entrar resueltamente en ella, como hizo Orson Welles con

su tragedia de Falstaff.

Si yo fuera actor, procuraría imitar a Richardson y a Welles. Su Falstaff no

era cobarde, sino realista. Peleaba mientras lo veía razonable. Era el homo

ludens que valoraba las reglas del juego. Para él todo era ficción menos en los

juegos. El Falstaff más encantado y encantador es el que monta parodias con

Hal. En el campo de batalla desprecia las matanzas, desea sensatamente estar

de vuelta en la taberna, lleva una botella de jerez en la pistolera y para él

morir y muerte son bromas pesadas. ¿Quién puede resistirse a un antiguo

soldado que, habiendo entendido el absurdo de la violencia, nos anima a

jugar?

Shakespeare explora la paradoja de que, al igual que Hamlet, Falstaff

parece una persona de verdad llevada a la escena y rodeada de actores. En

presencia de Falstaff, los mismos Hal y Hotspur son sólo sombras. En torno a

Hamlet oscilan sombras como Claudio, Gertrudis y Ofelia, sin más

corporeidad que el espectro del padre asesinado.

Ser Falstaff es atacar las fronteras que separan el ser y el parecer. Falstaff

no es cualquiera de nosotros, pues, como Hamlet, su alcance intelectual es

inmenso. Pero todos nosotros, sea cual sea nuestra edad o género,

participamos de él.

Falstaff quiere que le queramos. Hamlet no necesita ni quiere nuestro

amor. La tragedia de Falstaff deriva de su temor al rechazo. ¿Quién de

nosotros no teme ser rechazado y expulsado por quienes queremos?

La mayor dificultad de representar a Falstaff está en que es tan inmenso en

todos los sentidos que no cabe ni en el ámbito de todo Enrique IV . Como

Hamlet, se sale de la escena y entra en nuestra vida. William Hazlitt observó:

«Nosotros somos Hamlet». No podemos decir que nosotros seamos Falstaff,

aunque, cuando era más joven y estaba menos cansado, yo fantaseaba con ser

Falstaff.

Falstaff no admite la refutación. Su cascada verbal brilla con un fulgor

radiante. Él es el custodio del tesoro de palabras de Shakespeare. Cada uno a

su manera, Ralph Richardson y Orson Welles expresaban los derroches de

elocuencia en sus variantes falstaffianas. Richardson cortejaba cada palabra

estirándola hasta el límite. Welles saboreaba la bondad de cada frase,

paladeándola como si fuera pan y vino.

En 1951 vi en Londres a Anthony Quayle en el papel de Falstaff, con

Michael Redgrave en el de Hotspur, Richard Burton en el del príncipe Hal y

Harry Andrews en el de Enrique IV. Quayle era un actor extraordinario, pero

su Falstaff era áspero y uno dudaba si la suya podía ser una interpretación

útil. Estuvo mucho mejor Paul Rogers, a quien vi en Londres en mayo de

1955; con él se destacaba la consciente precariedad de la relación de Falstaff

con Hal.

No vi a Kevin Kline ni a Anthony Sher hacer de Falstaff en el escenario,

pero no faltarán actores que encarnen a Falstaff mientras haya humanos en el

mundo. Entre tanto, yo sigo releyendo, enseñando y reflexionando sobre su

magnificencia.

Capítulo 3

Un lenguaje hermoso, riente, vivo

William Butler Yeats nos dio la expresión perfecta del modo como habla

Falstaff:

Si no hay buena trama, no hay teatro, pero sin un lenguaje bello, poderoso,

individual, no hay literatura o, por lo menos, no hay gran literatura. Rabelais, Villon,

Shakespeare, William Blake se habrían reconocido entre sí por su lenguaje. Algunos

de ellos sabían dar forma a una historia, pero todos tenían un lenguaje abundante,

resonante, hermoso, riente, vivo. 1

Situar a Shakespeare con Rabelais, Villon o Blake es entrar con muchas de

sus grandes personalidades en el grupo de los vitalistas heroicos. Cuando

escuchamos a Falstaff, nos inunda la abundancia y resonancia, y nos seduce

la belleza de su risa y su estilo vivificante.

Empecemos con el acto 1, escena 2 de la primera parte de Enrique IV :

Falstaff

Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?

Príncipe

Estás tan atontado de beber vino, desabrocharte después de comer y

dormir la siesta en los bancos, que no sabes preguntar lo que de

verdad quieres saber. ¿Qué diablos te preocupa a ti la hora? Salvo que

las horas fuesen copas de jerez, los minutos capones, los relojes

lenguas de alcahuetas, los relojes de sol anuncios de burdeles y hasta

el sol bendito una moza deslumbrante vestida de rojo tafetán, no veo

por qué te molestas en preguntar la hora que es.

Falstaff

Hal, has dado en el quid, pues los que robamos bolsas nos guiamos

por la luna y las siete estrellas, no por Febo, ese hermoso caballero

andante. Anda, pillete, cuando seas rey, que, Dios salve a Tu Gracia,

mejor dicho, a Tu Majestad (pues la gracia no irá contigo)...

Príncipe

¿Cómo que no?

Falstaff

Que no, ni para bendecir un huevo con manteca.

Príncipe

¿Cómo es eso? Vamos, habla ya rotundamente.

Falstaff

Vaya, pues cuando seas rey, pillete, que no nos llamen ladrones de la

luz del día a los guardas mayores de la noche. Llámennos

guardabosques de Diana, caballeros de las sombras, favoritos de la

luna. Y dígase que somos hombres de buen gobierno, ya que estamos

gobernados, como el mar, por nuestra noble y casta dama la luna, que

vela por nuestra nocturnidad.

Príncipe

Bien dicho, y bien que se cumple, pues la suerte de quienes somos

hombres de la luna tiene un flujo y un reflujo como el mar, ya que,

como el mar, está gobernada por la luna. La prueba es que una bolsa

de oro resueltamente arrebatada el lunes por la noche se gasta

disolutamente el martes por la mañana; se gana bramando «¡Alto

ahí!», y se gasta gritando «¡Tabernero!»; primero, con marea tan baja

como el pie de una escalera y, después, tan alta como el travesaño de

la horca.

Hal y Falstaff entran por los lados opuestos del escenario, y Falstaff se está

restregando los ojos mientras despierta del profundo sueño de tanto jerez (en

versión más basta del que hoy día llamamos oloroso intenso). 2 Delante de

Falstaff, los demás lo emulan, incluido Hal, hablando en prosa con su estilo y

cadencia. Al ser «no sólo ingenioso, sino causa del ingenio en los demás»,

Falstaff contagia el lenguaje de cualquier hablante con quien tenga mucha

relación.

Su amable pregunta «Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?» es

respondida con un torrente de vehemencia sin duda aprendido del propio

maestro Falstaff. Me arredra el brioso encono de Hal, aunque le perdono por

su visión brillante y deliciosa del sol bendito en forma de moza deslumbrante

vestida de tafetán rojo. Incluso a mis ochenta y seis años me enciendo ante la

idea de una moza guapa con un vestido de brillante seda roja. Falstaff se

recupera de inmediato con el ruego de que, cuando reine Enrique V, los

salteadores de caminos como él serán caballeros de las sombras gobernados

por la luna, que vela por su nocturnidad.

Juntos, Falstaff y Hal ascienden enseguida a lo que yo llamo lo Sublime

falstaffiano:

Falstaff

Tus símiles son de lo más desagradable, y eres el más bribón, mordaz

y querido de los príncipes. Anda, Hal, no me agobies con tanta

vanidad. Ojalá tú y yo supiéramos dónde adquirir una provisión de

buena fama. El otro día, un señor mayor del Consejo me riñó en la

calle a propósito de ti, pero yo no le hice caso, aunque hablara

sabiamente; no le atendí, aunque hablara sabiamente y, además, en

plena calle.

Príncipe

Hiciste bien, pues la sabiduría clama en las calles y nadie le hace caso.

Falstaff

¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un

santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de

conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,

apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy

a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso

condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.

«Vanidad» es una conflagración dispuesta siempre a estallar en la fricción

entre Falstaff y Hal. «Vanidad» es una mala traducción del hebreo hevel , que

no es sino un «vapor», un «soplo» y, al final, una nada. Cuando Hal pone a

Falstaff en la picota, la diatriba es mortal. A veces me pregunto si Dios

perdonará a Enrique V por el daño que al final le inflige a Falstaff.

La réplica ingratamente ingeniosa del príncipe a la alegre parodia de

Falstaff alude a un texto eminente:

La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas;

clama en los principales lugares de reunión;

en las entradas de las puertas de la ciudad dice sus razones:

¿Hasta cuándo, oh, simples, amaréis la simpleza,

y los burladores desearán el burlar,

y los insensatos aborrecerán la ciencia?

Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros,

Y os haré saber mis palabras.

Por cuanto llamé, y no quisisteis oír,

extendí mi mano, y no hubo quien atendiese.

(Proverbios 1: 20-24)

Inflexible en mi pasión por Falstaff, tengo un especial aprecio por su

contestación:

Falstaff

¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un

santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de

conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,

apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy

a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso

condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.

Fingiendo piedad puritana, Falstaff reprende a Hal por el blasfemo

retorcimiento de un texto religioso y se asocia a sí mismo con los devotos.

Cuando yo era más joven, me gustaba aplicar el ingenio de Falstaff

comentándole a tal o cual amigo que, antes de conocerlos, yo no sabía nada, y

ahora, si Bloom dice la verdad, apenas soy mejor que uno de los impíos. Dejé

de hacerlo porque empezaba a ensombrecer la amistad, aunque lo recuerdo

con nostalgia.

Cuando Falstaff se dirige a Eastcheap, Hal y su cómplice Poins traman

disfrazarse y atacarlo a él y a tres secuaces después de un salteamiento. Me

fascina que Hal despida a Falstaff diciéndole: «¡Adiós, tardía primavera!

¡Adiós, veranillo de San Martín!». No creo que Hal quiera decir que Falstaff

es un anciano que se comporta como un adolescente. Falstaff es más bien un

veranillo de San Martín que viniera después de Todos los Santos. Es como si,

por un insólito momento, reapareciese en Hal un rastro de afecto que no tarda

en disiparse:

Os conozco a todos, y por ahora he de seguiros

la vena desatada de vuestra ociosidad.

Obrando de este modo imitaré al sol,

que permite a las viles y malsanas nubes

ahogar ante el mundo su belleza

para que, añorado, cuando le plazca

ser de nuevo él mismo, se le admire

al brillar entre las nieblas inmundas

y vapores que parecían asfixiarlo.

Si todo el año fuese un día de fiesta,

el juego aburriría como el trabajo,

pero, cuando escasea, la fiesta es deseada,

pues la rara ocasión es lo que gusta.

Así que, cuando deje esta vida disipada

y pague la deuda que nunca prometí,

desmentiré las expectativas de la gente

mostrándome mejor que mi palabra

y, como un metal radiante en fondo oscuro,

mi transformación brillará sobre mis culpas

con más luz y más admiración

que lo que nunca puede resaltarse.

Ofendiendo, haré un arte de la ofensa,

redimiendo el tiempo cuando menos crean.

¿Cómo podemos entender este brusco salto a un soliloquio en verso? Mi

héroe Samuel Johnson asiente y lo llama «una mente superior ofreciéndose

excusas a sí mismo». La brillantez del monólogo es indudable. Lo recito y me

acuerdo de cómo caracteriza William Hazlitt a Enrique V: «un monstruo muy

afable, un espectáculo muy vistoso». De Falstaff, Hazlitt observó en sus

Characters of Shakespeare’s Plays : «Perpetúa la jornada festiva y de puertas

abiertas, y vivimos con él en una ronda de invitaciones a un asado y doce

botellas de clarete».

Supongo que el monólogo de Hal es bien competente si a uno le gustan

estas cosas. Tal vez debieran adoptarlo en las escuelas de organización y

dirección de empresas como manual de promoción personal. ¿Tiene valor

poético? Shakespeare es el mayor perspectivista. Enfrentándonos a sus

personalidades vemos y oímos sólo lo que somos hasta que nos enseña a

rebasar nuestros límites. Cambiamos las perspectivas y reparamos en que Hal

es hijo de su padre. Padre e hijo han hecho un arte de la ofensa. Pero lo hacen

de un modo muy distinto. Ricardo II, a quien Enrique IV destronó y después

hizo matar en la cárcel, reflexionaba amargamente: «Perdí el tiempo y ahora

el tiempo me consume». Enrique IV nunca perdió el tiempo. El monólogo

maquiavélico de Hal presupone una división neta de trabajo y diversión.

¿Redime ello el tiempo? Falstaff, que se regocija en lo improductivo y exalta

el juego, da de lado al tiempo y le manda que siga.

martes, 24 de mayo de 2022

PERSONAJES DE SHAKESPEARE 2 Harold Bloom Cleopatra Soy fuego y aire Traducción de Ángel-Luis Pujante. FRAGMENTO.

 



PERSONAJES DE SHAKESPEARE 2

Harold Bloom

Cleopatra

Soy fuego y aire

Traducción de Ángel-Luis Pujante

 

 

Para Emily Bakemeier

 

 

Agradecimientos Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre personalidades de Shakespeare.

(H.B.)

Nota del traductor Los pasajes de Antonio y Cleopatra citados en este volumen proceden de mi traducción de esta obra, publicada por la Editorial Espasa en sus ediciones de la colección Austral, de Teatro Selecto y de Teatro Completo (tomo I, Tragedias ) de William Shakespeare. Las citas de Macbeth (edición revisada), Hamlet, Medida por medida, El rey Lear y El cuento de invierno también son de mis traducciones de estas obras, publicadas en las mencionadas ediciones. La de Los dos nobles parientes –obra colaborativa de Shakespeare y John Fletcher traducida por mí en colaboración con Salvador Oliva– figura sólo en las mencionadas ediciones de Teatro Selecto y Teatro Completo (tomo II, Comedias y tragicomedias ).

La traducción del soneto 135 de Shakespeare procede de Shakespeare. Sonetos completos, de Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), y la del 136, de su Sólo vos sos vos. Los Sonetos de Shakespeare en traducción rioplatense (Mar del Plata, 2011).

Las traducciones de W.B. Yeats son de Manuel Soto («Lapis lazuli», «Una mujer joven y vieja. Despedida», Madrid, 1991) y de Antonio Rivero Taravillo («La mosca zanquilarga», Valencia, 2010).

Las de la Biblia, de la traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602) y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas Unidas (México, 1960).

Las traducciones de los versos de D.H. Lawrence y del pasaje de Shelley son mías.

Para evitar la discrepancia entre puntos de estas traducciones y del texto de este libro, en algunos casos ha sido conveniente efectuar ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al lector algunos detalles lingüísticos o referencias literarias y culturales, he añadido al final del libro notas breves explicativas.

(A.L.P.)

Capítulo 1

Enfriar los ardores de una egipcia En 1974 me enamoré de la Cleopatra de Janet Suzman, la actriz sudafricana que entonces tenía treinta y cinco años. Cuarenta y tres años después su imagen pervive en mí cada vez que releo Antonio y Cleopatra. Ágil, sinuosa, grácil y exuberante, la Cleopatra de Suzman permanece inigualable en mis largos años de asistir a representaciones en los Estados Unidos y en Gran Bretaña. La fiereza de la mujer más seductora de todo Shakespeare quedó captada en un retrato atlético cuyos cambios de humor reflejaban la fuerza propulsora de una sexualidad llevada a su apogeo.

Antonio y Cleopatra fue estrenada en 1607, un año después de la llegada de Macbeth. La historia de Antonio narrada por Plutarco entró en la mente de Shakespeare cuando recordó que el temor de Macbeth a Banquo se equiparaba al ensombrecimiento de Marco Antonio por Octavio César: Ser rey no es nada sin estar a salvo.

Mi temor a Banquo se me clava hondo; lo que reina en su temple soberano hay que temerlo. Es muy decidido y, además de ese ánimo intrépido, la prudencia le guía su valor para obrar sobre seguro. No hay nadie más que él a quien yo tema, y bajo él mi espíritu se siente coartado, como dicen que lo estaba el de Antonio por César.

(Macbeth, acto 3, escena 1) El amplio espectro de Antonio y Cleopatra abarca bastante más que una relación sexual. Con todo, sin la fiera sexualidad que Cleopatra encarna y estimula en otros no habría obra.

Cleopatra y sus naves huyen en la batalla de Accio, y Antonio la sigue. La consecuencia es el desastre casi total. La escuadra de Antonio queda destruida y muchos de sus capitanes se pasan al bando de Octavio César. En su vergüenza y furor Antonio culpa a Cleopatra y exagera su carrera erótica: Te encontré como un resto ya pasado en el plato de Julio César; fuiste las sobras de Gneo Pompeyo, más cuantas horas ardientes escogiera tu lascivia y al rumor del pueblo no le constan. Pues, sin duda, aunque adivinas lo que sea la continencia, tú no la conoces.

(acto 3, escena 3) Shakespeare intensifica la cruel visión de Cleopatra como plato egipcio. Como bien sabía, ella nunca fue amante de Pompeyo el Grande, que fue asesinado a su llegada a Egipto por orden de Ptolomeo XIII, uno de los hermanos de Cleopatra. Cuando Julio César llegó a Egipto, Ptolomeo XIII le presentó la cabeza de Pompeyo el Grande. César, indignado por tal afrenta a la dignidad de Roma, ejecutó a los asesinos. Shakespeare, captando una indirecta de Plutarco, hace que Antonio añada a Gneo Pompeyo, hijo de Pompeyo el Grande, que había estado en Egipto pero no llegó a gozar del lecho electrizante de Cleopatra.

Es importante observar que la dinastía ptolemaica, con Cleopatra como su última reina, era una familia grecomacedonia descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. Cleopatra fue la primera y única soberana ptolemaica que hablaba egipcio y griego. Se veía a sí misma como la encarnación de la diosa Isis.

Tras su corregencia con su padre Ptolomeo XII y después con sus hermanos Ptolomeo XIII y XIV, con quienes se casó, Cleopatra se enfrentó a ellos y se convirtió en la única reina, consolidando su puesto mediante su aventura con Julio César. Marco Antonio fue el sucesor de éste y llegó a ser la mayor pasión de Cleopatra, un amor tan vivificante como mutuamente destructivo.

Estos hechos esenciales son sorprendentemente engañosos cuando nos enfrentamos a dos de las personalidades más exuberantes de Shakespeare, Cleopatra y su Antonio. Siempre una urraca, Shakespeare recogió materiales de fuentes como Plutarco y tal vez de La tragedia de Cleopatra, de Samuel Daniel. Los historiadores modernos sospechan que Octavio César pudo haber ejecutado a Cleopatra o, al menos, haberla inducido al suicidio, lo que habría malogrado e incluso anulado el Antonio y Cleopatra de Shakespeare, ya que la exaltada apoteosis de Cleopatra perdería su fuerza imaginativa. Octavio ejecutó a Cesarión, hijo de Cleopatra y Julio César, y a Antilo, hijo de Antonio y Fulvia. Sin embargo, perdonó a los demás hijos de Antonio y Cleopatra.

Para empezar a comprender a Cleopatra y Antonio hay que entender que ellos fueron las primeras celebridades en nuestro depreciado sentido actual. Carismáticos, estos amantes confieren retazos de su gloria tanto a sus seguidores como a sus enemigos. Su largueza es infinita. Antonio es generoso, Cleopatra es otra cosa. Lo que da deja hambriento a quien lo toma. Hechiza y destruye.

Shakespeare sigue a Plutarco al mostrarnos a un Antonio de cincuenta y cuatro años y a una Cleopatra de treinta nueve cuando se conocen. Antonio decae en el curso de la acción, mientras que Cleopatra aumenta su intensidad y al final alcanza la grandeza suicidándose. El pobre Antonio yerra y tropieza. Su mayor parodia llega cuando, moribundo, es alzado al mausoleo donde Cleopatra se ha encerrado para que no la aprese Octavio.

Apartándose un tanto de Plutarco, Shakespeare hace que el genio o daimon de Antonio sea Hércules en vez de Baco o Dioniso. La identificación de Cleopatra con la diosa Isis, cuyo nombre significaba «trono», es esencial para entender los aspectos míticos de su personalidad. Isis recogió los restos de su hermano y esposo, Osiris, y de este modo facilitó su resurrección. La subida anual del Nilo se atribuía a las lágrimas de Isis al llorar a Osiris.

Cleopatra se identifica con el Nilo y con la tierra de Egipto. En su éxtasis final proclama que es aire y fuego, y ya no agua o tierra. La espaciosa imaginación de Shakespeare deja entrever que Cleopatra como Isis se casa con Antonio como Osiris y le da apoyo hasta que éste se suicida. Cada vez que releo y enseño Antonio y Cleopatra me encuentro musitando dos versos del poema «Don Juan», de D.H. Lawrence: Es el misterio Isis quien se habrá enamorado de mí.

Mucho de la Cleopatra de Shakespeare seguirá siendo un misterio. Como Falstaff, ella representa perennemente su propio papel. La teatralidad es tan intensa en Antonio y Cleopatra como en la primera parte de Enrique IV y en Hamlet. Cleopatra no quiere compartir la escena con nadie. Su precursor es el Mercucio de Romeo y Julieta. Shakespeare tiene que matarlo antes de que se arrogue el protagonismo. No es posible matar a Cleopatra ni a Falstaff porque sus obras morirían con ellos.

Por muy ambiguo que fuera Shakespeare en cuanto a la sexualidad femenina, especialmente en sus sonetos a la Dama Morena y en general en todas sus obras, su Cleopatra es inmortal porque es la fecundidad incesantemente renovadora de la pasión de una mujer en el acto del amor. Shakespeare juega con «will» –que, además de ser su nombre, connotaba deseo sexual e incluso los órganos sexuales masculino y femenino– cuando se dirige a su Cleopatra en la Dama Morena: Todas desean, tú tienes deseo, deseo de ganar, y demasiado, bien a las claras tu fastidio veo cuando a tu voluntad voy agregado.

¿No admitirás con tu deseo espacioso que alguna vez se oculte el mío en el tuyo?

¿En otros el deseo es gracioso y nunca el mío aceptará tu orgullo?

El mar, que es agua, acepta agua del cielo que a su propia abundancia da grandeza; siendo rica en anhelo, da a tu anhelo alguno mío por lograr riqueza.

No mate al suplicante tu «no» hostil; piensa tan sólo en uno: yo soy Will.

(Soneto 135) Si al acercarme tu alma te reprende, júrale a tu alma ciega que soy Will, y tu alma sabe bien que a Will se atiende: cumple mi ruego, no me seas hostil.

Will colmará el tesoro de tu amor, lo llenará de Wills, mi will es uno.

Cuando la cantidad es muy mayor al uno se le tiene por ninguno.

Que en tu cuenta total yo sea cero, aunque debo ser uno en el conjunto; que yo sea nada, aunque placentero, y que esa nada agrade ya a tu asunto.

Mi nombre sea tu amor al mil por mil; entonces me amarás: me llamo Will.

(Soneto 136) 1

Shakespeare bien podría estar dirigiéndose a esa matriz sexual, su Cleopatra. Aunque ella tiene ingenio, agudeza, sagacidad política y astucia infinita, su principal atributo es su asombroso poder sexual. Tal vez esta Cleopatra fuera Isis para el Osiris de Shakespeare. En ninguna otra obra, salvo quizá en sus sonetos, se entrega tan plenamente a una fascinación que, sin embargo, le asusta. Recuerdo una vez más mi reacción ante la Cleopatra de Janet Suzman, en la que me debatía entre el deseo y la aversión.

En Shakespeare, la personalidad, más que desplegarse, se desarrolla. Cleopatra nos desconcierta porque es más astuta de lo que pueda imaginar un hombre. Puede ser tan ingeniosa como Falstaff, tan artera como Yago, y tiene la capacidad implícita de Hamlet para sugerir anhelos trascendentes. Y es irresistible.

Capítulo 2

Nada permanece, todo fluye Antonio y Cleopatra es una procesión tragicómica. Desfila por todo el Mediterráneo desde Roma hasta Egipto y Partia, y abarca asombrosamente una década. Una desconcertante profusión de escenas breves acentúa el perspectivismo de Shakespeare, la noción de que lo que creemos ver depende de nuestros puntos de vista. El perspectivismo occidental empieza con el Protágoras de Platón, en el que argumentan Sócrates y el sofista Protágoras, y cada uno acaba en la posición que tomó inicialmente el otro. Emerson y Nietzsche perfeccionan el perspectivismo, pero siguen siendo inevitablemente platónicos.

En Antonio y Cleopatra, cómo vemos es quiénes somos. Si creemos que Antonio es un bruto en declive y Cleopatra una golfa ajada, sabemos mejor cómo percibimos, pero la grandeza nos elude. Si vemos en Antonio al héroe hercúleo, aún espléndido en su ocaso, y en Cleopatra lo sublime de la madurez erótica, ardiendo hasta su última llama, estaremos más cerca de sumarnos a la celebración de una comedia triste pero maravillosa.

Shakespeare emprendió la composición de Antonio y Cleopatra en la fase final de catorce meses extraordinarios en los que escribió El rey Lear, lo revisó, y entonces descendió al mundo nocturno de Macbeth. En ella se retrajo de la aterradora interioridad de El rey Lear y Macbeth, como si el propio Shakespeare necesitara emerger del corazón de las tinieblas a un mundo de luz y color. Les insto a releer El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en este orden, si pueden en tres o cuatro días seguidos. Será un viaje del Infierno al Purgatorio.

Nadie más en Shakespeare es tan metamórfico como Cleopatra. Se desborda como el Nilo. Flujo, reflujo y reinicio es su ciclo de fecundidad y renovación. Dando apoyo a toda vida, y especialmente a Antonio, nunca agota su euforia. El ardor de Cleopatra, sumamente sexual, transfigura su perspicacia política. Seduce a conquistadores de mundos porque es su gusto, pero también su plan de salvar a Egipto y a su propia dinastía. La envuelve un aura. Contemplarla es elevarse a una gloria terrenal y celestial. En ella Antonio encuentra apoyo y destrucción cuando su espíritu en declive no llega a sostener el esplendor vigorizante de Cleopatra. Lo que aflige a Antonio es que el fulgor de su extraordinaria personalidad se reducirá a la mera luz del día.

La más grandiosa escena de Antonio y Cleopatra es la seductora epifanía de Cleopatra cuando navega hacia su encuentro con Antonio. Siguiendo a Plutarco, Enobarbo, el más fiel y más sardónico oficial de Antonio, describe así el hechizo de la reina: Enobarbo Todo fue conocer a Marco Antonio y robarle el corazón en el río Cidno.

Agripa Allí se mostró a lo grande, salvo que mi informante lo soñara.

Enobarbo Yo te lo cuento.

El bajel que la traía, cual trono relumbrante, ardía sobre el agua: la popa, oro batido; las velas, púrpura, tan perfumadas que el viento se enamoraba de ellas; los remos, de plata, golpeando al ritmo de las flautas, hacían que las olas los siguieran más veloces, prendadas de sus caricias. Respecto a ella, toda descripción es pobre: tendida en su pabellón, cendal recamado en oro, superaba a una Venus pintada aún más bella que la diosa. A los lados, cual Cupidos sonrientes con hoyuelos, preciosos niños hacían aire con abanicos de colores, y su brisa parecía encender ese rostro delicado, haciendo lo que deshacían.

Agripa Ah, qué esplendor para Antonio!

Enobarbo Sus damas, a modo de nereidas, de innúmeras sirenas, la servían haciendo de sus gestos bellas galas. La del timón parece una sirena. El velamen de seda se hincha al sentir las manos, suaves como flores, que gráciles laboran. De la nave, invisible, un perfume inusitado embriaga las orillas. La ciudad se despuebla para verla, y Antonio, entronizado, se queda solo en la plaza silbando al aire, que, por no dejar un hueco, también habría volado a admirar a Cleopatra, creando un vacío en la naturaleza.

(acto 2, escena 2) En la producción de Trevor Nunn, tan realzada por Janet Suzman, Patrick Stewart era un Enobarbo extraordinario. Se contagió del talento para el espectáculo con el que la reina egipcia se aseguraba de que su gloria se apreciara y difundiera.

Agripa ¡Asombrosa egipcia!

Enobarbo Cuando desembarca, la invita a cenar un enviado de Antonio. Ella contesta que prefiere –lo suplica– que sea él su convidado. El galante Antonio, a quien nunca oyó mujer decir que no, va al festín rasurado y recompuesto y su corazón paga la cuenta de lo que comen sus ojos.

Agripa ¡Regia moza! Por ella el gran César llevó al lecho su espada; él la surcó y ella dio fruto.

Enobarbo La vi una vez andar a saltos por la calle; perdió el aliento, pero hablaba y jadeaba de suerte que al defecto daba perfección y, sin aliento, alentaba poderío.

(acto 2, escena 2) El homenaje es soberbio. Hábilmente, Enobarbo expresa el arte de Cleopatra para perfeccionar un aparente declive y transformar su falta de aliento en poder amatorio.

Mecenas Y ahora Antonio ha de dejarla totalmente.

Enobarbo ¡Jamás! Nunca lo hará.

La edad no la marchita, ni la costumbre agota su infinita variedad. Otras son empalagosas, pero ella, cuando más sacia, da más hambre. A lo más vil le presta tal encanto que hasta los sacerdotes, cuando está ardiente, la bendicen.

(acto 2, escena 2) Metiéndose al instante en el bolsillo el corazón de Antonio, Cleopatra dirige y representa un espectáculo erótico en el que su nave se convierte en un trono relumbrante que arde sobre el agua. Púrpura, oro y plata brillan vívidos y las velas perfumadas embriagan el viento hasta hacer que se enamoren. Las sensuales melodías de las flautas golpean amorosas sobre el agua operando como afrodisíacos. Cual Venus de seda y oro, la propia Cleopatra se reclina tentadora, rodeada de Cupidos con abanicos de colores que refrescan, mas dejando incandescentes las mejillas de la lúbrica reina.

A modo de sirenas y atentas a cada mirada de su señora, sus damas se inclinan ante ella con finura voluptuosa. Rendido de deseo, Agripa, que es seguidor de Octavio César, la aclama como moza soberana que se acostó con Julio César y dio a luz a su hijo Cesarión. Enobarbo es maravilloso en sus respuestas. Saltando por las calles de Alejandría, la no tan joven Cleopatra hace de su jadeo otra señal de dinamismo sexual.

El mayor homenaje de Enobarbo es el famoso: «La edad no la marchita, ni la costumbre / agota su infinita variedad». Radiante a sus treinta y nueve años, Cleopatra ofrece una realización sexual que cambia con cada acoplamiento. Si otras sacian el placer de sus amantes, sólo Cleopatra satisface y estimula más deseo. Y lo más escandaloso y exultante: los sacerdotes de Isis la bendicen cuando arde de lujuria. Hasta los actos más viles le cuadran si son suyos, pues en ella lo más vil se vuelve encanto. La idea de hacerse, de llegar a ser, es el estribillo de este gran espectáculo. En Antonio y Cleopatra hay diecisiete casos de esta idea y sus variaciones. Recuerdo un solo caso de ella en Hamlet, que es un drama de ser y dejar de ser. La obra de Cleopatra se centra en devenir.

¿Cómo llamar al mutuo amor de Cleopatra y Antonio? En primer y último lugar, es sexual. Cada uno de estos supremos narcisistas se contempla más radiante a los ojos del otro. Con todo, no son iguales. Antonio se somete incesantemente, pero Cleopatra no se rinde al flujo del tiempo. Shakespeare insinúa que Antonio se afirma en ella buscando apoyo para su alma vacilante. Sin embargo, ni la vitalidad imparablemente floreciente de Cleopatra logra impedir su caída.

Shakespeare era un maestro de la elipsis, de omitir cosas con el fin de despertar nuestra curiosidad por sus orígenes. Salvo en una escena fugaz en la que Antonio maldice la traición de Cleopatra, 2 nunca los vemos juntos a solas. Cuando no se acoplan, ¿cómo se relacionan? Cleopatra menciona una ocasión en que hubo intercambio de género. Ella lo vistió con su ropa y se puso su armadura para empuñar su espada favorita, Filipos, con la que él derrotó a Casio y Bruto.

Es difícil visualizar la mutua soledad de estas dos fieras individualidades. Dependen de la admiración de sus seguidores. En ellos Shakespeare inventó una nueva clase de ser carismático en la que la adulación hace posible la dicha de la supremacía.

Capítulo 3

Desborda el límite Antonio y Cleopatra empieza con Filón, uno de los oficiales de Antonio, que se queja a otro del insensato enamoramiento de su jefe: Sí, pero este loco amor de nuestro general desborda el límite. Esos ojos risueños, que sobre filas guerreras llameaban como Marte acorazado, dirigen el servicio y devoción de su mirar hacia una tez morena. Su aguerrido pecho, que en la furia del combate reventaba las hebillas de su cota, reniega de su temple y es ahora el fuelle y abanico que enfría los ardores de una egipcia.

Clarines. Entran Antonio, Cleopatra con sus damas,
 el séquito y eunucos abanicándola.

Mira, ahí vienen. Presta atención y verás al tercer pilar del mundo transformado en juguete de una golfa. Fíjate bien.

(acto 1, escena 1) Todo en esta gran obra «desborda el límite». Sube el Nilo, inunda sus orillas, trae abundancia a la tierra egipcia. Las gigantescas personalidades de Antonio y Cleopatra rompen todos los límites: Cleopatra Si de veras es amor, dime cuánto.

Antonio Mezquino es el amor que se calcula.

Cleopatra Mediré la distancia de tu amor.

Antonio Entonces busca cielo nuevo y tierra nueva.

Coqueteando, Cleopatra provoca a Antonio amenazándolo con fijar una frontera a su pasión. En el tono del Apocalipsis, Antonio se jacta de que la encantadora a la que llama «mi serpiente del Nilo» tendrá que descubrir un nuevo cielo y una nueva tierra. Negándose a atender a los emisarios de Roma, exclama: ¡Disuélvase Roma en el Tíber y caiga el ancho arco del imperio! Mi sitio es éste.

Los reinos son barro, y la tierra con su estiércol mantiene a bestias y a hombres. Lo grandioso de la vida es hacer esto, cuando una pareja tan unida puede hacerlo. Por lo cual, ¡bajo castigo reconozca el mundo entero que somos inigualables!

Podríamos llamar a esto la epifanía de su pasión y de su orgullo. Antonio lo dice y no lo dice en serio. Él ambiciona Roma y Egipto. Quiere el mundo entero. La grandeza de su historia culmina en el fiero abrazo con Cleopatra. Explícitamente, celebra la fusión sexual de sí mismo como Hércules y de Cleopatra como Isis. Ambos forman una pareja inigualable sobre la cual el mundo debe emitir veredicto de unicidad.

El orgullo por su proeza compartida –política, militar, erótica– es uno de los grandes ingredientes de su gloria. Este orgullo es semejante al gozo de Falstaff en su lenguaje y a la confianza de Hamlet en el alcance de su consciencia.

Podría decirse que el mundo es la tercera mayor personalidad de Antonio y Cleopatra. Octavio César, el futuro Augusto y primer emperador, palidece en presencia de Cleopatra, su Antonio y el ancho mundo. Octavio destruirá a Cleopatra y a Antonio y se convertirá en el señor universal que imponga una paz romana. Y sin embargo, tanto él como el mundo se convierten en público de los amantes imperiales que acaparan la escena y se la apropian.

Cleopatra ¡Admirable engaño!

¿Se ha casado con Fulvia y no la quiere?

No soy la boba que parezco, y Antonio no va a cambiar.

Antonio...si no lo excita Cleopatra.

Por amor del Amor y sus tiernas horas, no perdamos el tiempo con disputas.

Que no corra un minuto más de vida sin algún placer. ¿Qué diversión hay esta noche?

Cleopatra Atiende a los embajadores.

Antonio ¡Quita allá, discutidora!

A ti todo te cuadra: reñir, reír, llorar; en ti toda emoción pugna por hacerse bella y admirada.

¡Nada de mensajeros! Los dos solos pasearemos esta noche por las calles observando a las gentes. ¡Vamos, reina mía!

Anoche lo deseabas. [Al mensajero ] ¡No me hables!

Burlándose de su amante, Cleopatra le recuerda su agresiva esposa, a la que él no quiere. Se encoge de hombros y dice que prefiere creerle cuando él sólo habla de placeres, aunque ella sabe lo que hay. La insensata respuesta de Antonio depende de la rica palabra «excita», en la que se combinan la excitación sexual, la locura y el estímulo para las nobles hazañas. «A ti todo te cuadra: reñir, reír, / llorar». Cuadrarle todo esto suena como si se nos recordase el flujo y reflujo de Cleopatra, como su Nilo. Antonio opta por la prolongación de los placeres, incitado por presagios de un final próximo. Hábilmente, Cleopatra evita a Antonio y le exige que escuche a los embajadores.

Hay aquí una huida hacia la brillante destrucción cuando Antonio admira la pasión de su Isis. Inconscientemente, habla como Osiris, ciego a su propia dispersión y hechizado por una diosa cuyas lágrimas y risas realzan su belleza por igual.

Flujo y reflujo, el ritmo del río del tiempo, pronto hacen que el romano Antonio oiga la resonancia de lo opuesto: Enobarbo ¡Chss...! Aquí viene Antonio.

[Entra Cleopatra.]

Carmia Él no, la reina.

Cleopatra ¿Habéis visto a mi señor?

Enobarbo No, señora.

Cleopatra ¿No estaba aquí?

Carmia No, señora.

Cleopatra Estaba de ánimo alegre, y de pronto le da por pensar en Roma. ¡Enobarbo!

(acto 1, escena 2) Cleopatra intuye sagazmente que «pensar en Roma» alejará de ella a Antonio. La política y la pasión se funden al darse cuenta de ello.

Enobarbo ¿Señora?

Cleopatra ¡Búscalo y tráelo aquí! ¿Dónde está Alexas?

Alexas Aquí, a tu servicio. –Ahí llega mi señor.

Cleopatra No quiero verlo. Venid conmigo.

Su desdén es tan auténtico como táctico y nos recuerda que, mientras ella representa continuamente su propio papel, es consciente de los límites de su histrionismo. Los mensajeros informan de que la mujer de Antonio, Fulvia, y su hermano Lucio fueron derrotados por Octavio. Las malas noticias se multiplican. Los de Partia han atravesado las líneas romanas. Fulvia ha muerto. Antonio, que no la quería, la alaba como una gran alma «que nos deja». Una nueva percepción le avisa de que debe romper sus cadenas egipcias y abandonar a la «reina hechicera»: Antonio ¡Enobarbo!

Enobarbo ¿Qué deseas, señor?

Antonio Debo irme de aquí pronto.

Enobarbo Mataremos a las mujeres. Ya sabemos lo mortal que es para ellas un desaire. Padecer nuestra ausencia será su muerte.

Antonio Tengo que irme.

Enobarbo En caso de necesidad, que se mueran las mujeres.

Sería una pena abandonarlas por nada, pero si hay una causa importante, que no cuenten. Como tenga la menor noticia de esto, Cleopatra se nos va en el acto.

Por mucho menos la he visto yo irse veinte veces. Será porque en ello hay un ardor que la hace amorosa: se va con mucha rapidez.

Enobarbo es meticuloso al describir el ardiente talento de Cleopatra para fingir sus muertes, un arma decisiva en su arsenal.

Antonio Es más lista de lo que pensamos.

Enobarbo ¡Ah, no, señor! Sus emociones están hechas de la flor del amor puro. No podemos llamar vientos y lluvias a sus suspiros y sus lágrimas: son tempestades y tormentas mayores que las que anuncia el almanaque.

Eso no es ser lista. Si lo es, ella trae la lluvia igual de bien que Júpiter.

Antonio ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!

Enobarbo Entonces te habrías quedado sin ver una gran obra maestra, y sin esta suerte menguaría tu fama de viajero.

El lenguaje es admirable y cómico, y nos dice una vez más que Antonio y Cleopatra no pueden subsumirse en géneros o categorías. El pobre Antonio, embelesado por ella, admira su arte y a la vez es reducido a desear que se termine. La lengua de Enobarbo brilla cuando es un eco de Hamlet: ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Qué noble en su raciocinio! ¡Qué infinito en sus potencias! ¡Qué perfecto y admirable en forma y movimiento! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un dios en su entendimiento!

(Hamlet, acto 2, escena 2) Cleopatra es una obra maestra que es maravillosa de otra forma: erótica y a la vez, trascendente.

Antonio Fulvia ha muerto.

Enobarbo ¿Señor?

Antonio Fulvia ha muerto.

Enobarbo ¿Fulvia?

Antonio Ha muerto.

Enobarbo Entonces ofrece a los dioses un sacrificio de gratitud.

Cuando place a sus divinidades quitarle la mujer a un hombre, nos enseñan quiénes son los sastres de este mundo. Y en ello está el consuelo de que, cuando un traje está gastado, los del oficio hacen otro. Si no hubiera más mujeres que Fulvia, ¡triste asunto! Tu pesar culmina en la consolación: el camisón viejo trae la enagua nueva, y en la cebolla hay lágrimas que bañarán tu dolor.

(acto 1, escena 2) Esto es fascinante, como si a Enobarbo lo hubiera contagiado el gozoso ingenio de Falstaff, y me hace desear que Shakespeare hubiera agrandado su papel: Antonio El asunto que ella ha abierto en el Estado no soporta más mi ausencia.

Enobarbo Y el asunto que tú has abierto aquí te necesita, especialmente el de Cleopatra, que exige enteramente tu presencia.

Antonio Basta de frivolidad. Anuncia mi intención a mis oficiales. Yo haré saber a la reina la causa de este apremio, y me dará licencia de partir.

[... ]

Anuncia a mis oficiales mi deseo de que partamos en seguida.

Enobarbo A tus órdenes.

Esta secuencia es esencial para aprehender la renovada subida del dinamismo de Antonio. De pronto es romano y desea hechos, no ilusiones. Sus hercúleos y potentes vientos se elevan y, a fin de corregirse, acepta que le digan sus defectos como arando para arrancarle sus errores y devolverle su sentido del terreno de su gloria.

La rueda de la fortuna y del tiempo que se hunde le avisa a Antonio de que su placer le llevará a la pesadumbre. Enobarbo, el riente cínico, juega con la idea de una mujer que muere al alcanzar su orgasmo. Cleopatra suele fingir la muerte, desmayándose dramáticamente cuando le conviene, de modo que sus muertes implican un aumento de vigor o exuberancia sexual. Enobarbo nos agrada por su abierta franqueza, su lealtad a Antonio y su ingenio escabroso. Pero Antonio vuelve a ser un general político romano y no hace caso a esas respuestas livianas. Su espíritu marcial desborda el límite y él reasume su hercúlea estatura.

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