jueves, 29 de abril de 2021

Mil grullas: La ceremonia del té y sus tazones fantasma. KAWABATA. INTRODUCCIÓN.

 


Yasunari Kawabata

 

 

 

Mil grullas

 

 

 

Título original: 千羽鶴 (Senbazuru)

Yasunari Kawabata, 1952

Traducción: María Martoccia

Prólogo: Amalia Sato


Mil grullas:
La ceremonia del té y sus tazones fantasma

Figura emblemática, miembro de la Escuela de las Nuevas Sensibilidades (Shinkankaku School), guionista de un clásico del cine experimental de 1926 (Una página de locura, dirigida por Kinugasa Teinosuke), Kawabata Yasunari desde muy joven se instala activamente en el medio artístico. Su vida se había iniciado con una presencia de muerte que sólo «el inútil esfuerzo», sobre el que permanentemente vuelve, podía mitigar en parte: inútil esfuerzo por acceder a la belleza, a los conocimientos de un Occidente traspasado, inútil esfuerzo de la escritura. Perseguido por las pérdidas, la de su padre cuando era una criatura de dieciocho meses, su madre un año más tarde, su nodriza a los seis, su hermana a los diez, a los catorce su último familiar, el abuelo, en esa sucesión leyeron los estudiosos japoneses una «disposición de huérfano», que sólo encontró refugio en un mundo literario.

En una conferencia que dictó en Hawái en 1969, titulada «La existencia y el descubrimiento de la belleza», Kawabata cuenta cómo, sentado en un lujoso hotel, tiene una mañana la visión de mesas dispuestas en una terraza, con cientos de vasos colocados boca abajo brillando como diamantes bajo el sol tropical. Algo que nunca había visto y que lo deleita. Sentencia entonces que la literatura no hace sino registrar tales encuentros con la belleza.

Para Kawabata, los mejores calificados para descubrir la pura belleza son los niños pequeños, las mujeres jóvenes y los hombres moribundos. Así, las mejores sorpresas de estilo las deparan los textos escolares; así, toda su obra refleja su fascinación con un tipo de inmaculada mujer idealizada. Y por eso su ensayo clave se titula «Los ojos de un hombre moribundo».

La trama de Mil grullas (Senbazuru) gira alrededor de uno de los ritos consagrados de la cultura japonesa, la ceremonia del té, encuentro que desde el siglo XIII pacificaba a los guerreros. Para imaginar las escenas con los objetos apropiados se justificaría la consulta a una enciclopedia de arte: las grullas del pañuelo son un auspicioso símbolo de longevidad; los tazones ceremoniales de cerámicas renombradas; el Oribe oscuro con toques de blanco y diseño de helechos de la primera ceremonia; la jarra Shino de esmalte blanco y tenue rojo para la ofrenda floral fúnebre; el par de Raku, negro y rojo —tazones hombre/esposa—; el terrible Shino cilíndrico con la huella imborrable de un lápiz de labios, que será lanzado en una suerte de exorcismo pero cuyos pedazos habrá que enterrar con respeto; el Karatsu verduzco con toques de azafrán y carmesí, de asimétrica factura coreana que conformará con el anterior otra bella pareja de objetos-fantasma; las acuarelas de Sotatsu y las caligrafías del poeta Muneyuki que decoran el altar estético. Es el refinado mundo de la ciudad de Kamakura, son los entornos del templo zen Engakuji.

El recuerdo de una muchacha hermosa reaparecerá a lo largo del relato en la imagen de las mil grullas de su pañuelo, en contraste con la presencia de la madre y la hija, que serán amantes del protagonista. Desde el principio ya se dibuja un triángulo de mujeres que el protagonista ve de espaldas al ingresar en el recinto ceremonial. Se sucederán sin fin: la madre del joven Kikuji, desdibujada; Chikako, la mujer de la mancha en el pecho, amante del padre de Kikuji, manipuladora que se apropia de la ceremonia y de los objetos que han pasado de mano en mano; la señora Ota, frágil carnalidad que enlaza dos generaciones de hombres; Fumiko, evanescente y en quien se continúa el kharma amoroso de la madre, y Yukiko, la joven de quien sólo se dice que es bella pues su gusto exquisito —la elección del diseño de su pañuelo y un bordado de lirios en su cinto— la califican sin necesidad de ninguna descripción. Todas serán vértices de sucesivas combinaciones.

En la noción de estructura novelística que Kawabata trabajaba, los incidentes eran más importantes que las conclusiones, y por eso lo más rico de la novela son los diálogos. Muchos compararon sus desarrollos con los de lentas obras de teatro noh: pues su placer eran los tiempos morosos que los plazos de entrega a las revistas le permitían; como en los versos encadenados, era la serie lo que le interesaba. Sus finales suelen ser vertiginosos, como en ésta, donde Fumiko desaparece y Kikuji sospecha que se ha suicidado igual que su madre, la señora Ota.

La práctica novelística de Kawabata no coincide con sus teorizaciones sobre la estructura en tres pasos. Sus novelas podrían terminar en cualquier punto y se diría que nunca hay un final. Se percibe un crecimiento sin un plan preconcebido, influido por la técnica del fluir de la conciencia que admiraba en la narrativa de Joyce y Proust, y la tradición japonesa de una continuidad por adición, como en el Genji o El libro de la almohada. No hacía caso del concepto de argumento, una superstición heredada de la aplicación de conceptos dramáticos, que no aplicaba a sus novelas, que se iban conformando, como las redacciones infantiles, con oraciones impredecibles, libres, iluminadas. Kawabata, que dejó muchísimos escritos inconclusos, también solía practicar otro curioso ejercicio: reducía los textos extensos a lo que llamaba «relatos del tamaño de la palma de una mano», operación en la que lo consideraban maestro.

Al recibir en 1968 el Premio Nobel, para el que mucho colaboraron las espléndidas traducciones al inglés de Edward Seidensticker, Kawabata invocó el bello Japón, el Japón estético que desde el siglo XIX intriga a Occidente. Un Japón tradicional, «que se ha ido», pero que él encontraba en espacios naturales alejados de lo urbano o en los lugares donde se cumplían los viejos ritos: «el otro mundo» ajeno a la cotidianeidad, donde hay una regresión a lo maternal al dejarse dominar el hombre por el sentimiento de amae (tomar provecho de la benignidad de otro, mostrarse como un niño consentido). Aquí, la casita del jardín, donde se practica la ceremonia del té, espacio preservado donde los tazones se cargan de una emotividad que desafía el tiempo y en el cual el rito convoca a un Eros que se vierte en cada gesto, contaminando a sucesivas generaciones de amantes. Pero la experiencia espiritual y estética se convierte, en manos de Chikako, en un ejercicio de la perversión, en un momento de gran tensión, en una exhibición de poder, como en el siglo XVII lo hacía Toyotomi Hideyoshi, el jefe militar, al desplegar los objetos ceremoniales de sus predecesores.

Como esas «islas en un mar distante» que le atraían, trabaja Kawabata su estilo elusivo tan influido por su clásico favorito, el Romance de Genji. Para percibirlo en bruma hay que sostener la ilusión de una lengua donde hay un modo para los hombres y otro para las mujeres, con una entonación, desinencias verbales y vocabularios diversos, donde los adjetivos declinan con indicaciones temporales, donde hay infinidad de recursos para expresar la duda, la suposición, lo incompleto. El primer episodio de Mil grullas se publicó en 1949; en 1951 la da por terminada. En un haiku del mes de enero de 1953, prometía:

En el cielo de Año Nuevo

mil grullas vuelan

o así me parece.

Pero la breve historia que inicia entonces, con el mismo protagonista, queda inconclusa.

AMALIA SATO

miércoles, 28 de abril de 2021

Yasunari Kawabata La casa de las bellas durmientes . FRAGMENTO.

 

(En la gráfica: Mishima y Kawabata).

Yasunari Kawabata (11 de junio de 1899 - 16 de abril de 1972), escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968.

Nació en Osaka y en en 1920 ingresó en la Universidad de Tokio, donde cursó la carrera de Literatura en Lengua Inglesa. Un año después, cambia a la de Literatura del Japón y, aun sin haberla acabado, publica el sexto `Shinjicho` (literalmente, la nueva tendencia del pensamiento), donde publica algunos de sus trabajos y con lo que se abre el camino al mundo literario. En 1924 termina la universidad y aparece el primer número de `Bungei-jidai` (`Época del Arte Literario`), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía. Esta publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban un estilo (el `Shinkankaku-ha`, la nueva escuela de las sensaciones) donde la composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de los intelectuales.

Debuta como escritor al publicarse `La bailarina de Izu` en 1927, alcanzando la consagración en Japón diez años más tarde con `País de nieve`. Recibe la medalla Goethe en Frankfurt en 1959. Gana el Nobel de literatura en 1968 y da el discurso de nombre `Del hermoso Japón, su yo`.

Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que se suicida inhalando gas tres años después. Mentor del también gran escritor Yukio Mishima, sus libros más conocidos en Occidente son `El país de la nieve`, `La casa de las bellas durmientes` y `El maestro de Go`.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por su maestría narrativa, que expresa con gran sensibilidad la esencia de la mente japonesa».


***

La casa de las bellas durmientes? relata la historia de una extraña y exclusiva posada situada en las afueras de Tokio, adonde acuden asiduamente algunos ancianos de cierta alcurnia para -disfrutar- o -sufrir- con la compañía de jóvenes vírgenes que permanecen a su lado, durante toda una noche, desnudas y narcotizadas. El reglamento de la casa es implacable: los viejos no pueden tener relaciones sexuales con las jóvenes, no pueden pasar la noche dos veces con la misma muchacha y no deben intentar despertarlas. A cambio, los seniles clientes sueñan y rememoran las experiencias amorosas y sexuales de su vida y evaden el temor de tener que mostrar sus cuerpos decadentes. El autor describe esta situación y narra la historia de Eguchi, un viejo de sesenta y siete años

Fuente:

Recopilador. DR. ENRICO PUGLIATTI.

***

Yasunari Kawabata

 

 La casa de las bellas durmientes

 

 

 


Título original: 眠れる美女 (Nemureru bijo)

 

Título de la edición en inglés: House of the sleeping beauties

 

Yasunari Kawabata, 1961

 

Traducción: M. C.

 

Diseño de portada: Daruma

 

Editor digital: Daruma

 

Corrección de erratas: ottone

 

ePub base r1.0

 

 

 

 


 1

 

 

No tenía que hacer nada de mal gusto, le advirtió la mujer de la posada al anciano Eguchi. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

Estaban en una habitación de unos cuatro metros cuadrados y al lado había otra, pero al parecer no había más habitaciones en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado pequeña para alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque lo que sucedía allí era un secreto, el portal no tenía ningún letrero. Todo era silencio. Después de franquear el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera visita. Ignoraba si era la propietaria o una criada. Era mejor no hacer preguntas.

La mujer, pequeña y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud calma y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. Casi no miraba a Eguchi. Algo en sus ojos oscuros hacía que él bajara la guardia, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té en una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión, con el objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En el cuarto estaba colgado un cuadro de Kawai Gyokudō, probablemente una reproducción, de una aldea en una montaña con la calidez de las hojas otoñales. Nada sugería que en la habitación pasaran cosas inusuales.

—Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada. —La mujer repitió—: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse.

Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a rondarle.

—Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la mirada, la fijó en su reloj de pulsera.

—¿Qué hora es?

—Las once menos cuarto.

—Lo sabía. A los caballeros ancianos les gusta acostarse pronto y levantarse temprano. Entonces, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación de al lado. Utilizó la mano izquierda. No había nada fuera de lo común en este acto, pero Eguchi contuvo el aliento mientras la observaba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a espiar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué especie era. ¿Por qué habrían puesto ojos y patas tan reales en un pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el diseño no era bueno; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi blanco.

La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta sin dar la vuelta a la llave, y la colocó sobre la mesa, frente a Eguchi. Nada en su actitud sugería que había inspeccionado una habitación secreta, tampoco se notaba en el tono de su voz.

—Aquí está la llave. Espero que duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un medicamento para dormir junto a la almohada.

—¿Tiene algo de beber?

—No tengo alcohol.

—¿Ni siquiera puedo tomar un trago para dormirme?

—No.

—¿Ella está en la habitación de al lado?

—Sí, dormida y esperándolo.

—¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación de al lado? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba durmiendo? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperándolo, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba allí no lo podía creer.

—¿Dónde quiere desvestirse? —La mujer parecía dispuesta a ayudarlo. Él se quedó en silencio—. Escuche las olas. Y el viento.

—¿Olas?

—Buenas noches —dijo la mujer y se retiró. Una vez solo, Eguchi contempló la habitación, desnuda y sin artilugios. Su mirada se posó en la puerta del cuarto contiguo. Era de cedro, de un metro de ancho. Parecía haber sido añadida después de que la construcción de la casa hubo terminado. También la pared, si se examinaba bien, parecía un antiguo tabique corredizo, ahora tapado para formar la cámara secreta de las bellas durmientes. El color era igual que el de las otras paredes, pero el cuarto parecía recién pintado.

Eguchi cogió la llave. Después de hacerlo, debería haberse dirigido a la otra habitación, pero permaneció sentado. Lo que le había dicho la mujer era cierto: el sonido de las olas era violento. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la pequeña casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido del invierno que se aproximaba, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en el viejo Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba suficiente. El lugar era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al haber llegado tarde, Eguchi no pudo ver en qué clase de paisaje se asentaba la casa, pero se sentía el olor del mar. El jardín era grande en relación con el tamaño de la casa, y tenía un número considerable de grandes pinos y arces. Las agujas de los pinos se recortaban con fuerza contra el cielo. Probablemente la casa había sido una villa campestre.

Con la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una o dos chupadas y lo apagó; pero el segundo se lo fumó hasta el final. No era tanto porque se estuviera ridiculizando a sí mismo por su leve aprensión como por el hecho de sentir un vacío desagradable. Solía tomar un poco de whisky antes de acostarse. Tenía un sueño liviano, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las noches de insomnio, «la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados». Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la muchacha dormida —no, narcotizada— de la habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado, y titubeó un poco antes de ir a su lado. No le habían dicho cómo la sumían en el sueño. De cualquier manera, estaría en un letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor, y por ello podría tener la piel opaca y plomiza de una persona atiborrada de drogas. Podría tener ojeras oscuras y las costillas marcadas bajo una piel reseca y marchita. O podría estar fría, hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente, con los labios abiertos, dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus sesenta y siete años el viejo Eguchi había pasado noches desagradables con mujeres. De hecho, esas noches eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable no tenía nada que ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus vidas arruinadas. A su edad, no quería añadir a su historial otro episodio semejante. Así discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura. Pero ¿podía haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando el súmmum en la fealdad de la vejez?

La mujer había hablado de huéspedes en quienes podía confiar. Al parecer todos los que venían a esta casa eran dignos de confianza. El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan viejo que ya había dejado de ser hombre. Debió de haber pensado que Eguchi había alcanzado el mismo grado de senilidad. La mujer de la casa, probablemente porque estaba acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres muy ancianos, no había sido piadosa ni indiscreta con él. Ya que era capaz todavía de sentir goce, aún no era un huésped digno de confianza; pero podía llegar a serlo, debido a sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a su compañía. La fealdad de la vejez lo estaba persiguiendo. También para él, pensó, faltaba poco para vivir las circunstancias deprimentes de los otros huéspedes. El hecho de que estuviera allí ya lo indicaba. Y por eso no tenía intención de violar las desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención de desobedecerlas, y no lo haría. Aunque podía llamarse un club secreto, la cantidad de ancianos miembros parecía reducida. Eguchi no había venido a desentrañar sus pecados ni a husmear en sus prácticas secretas. Su curiosidad tampoco era fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él.

sábado, 24 de abril de 2021

Friedrich Nietzsche Ensayos sobre los griegos Nietzsche en Grecia.

 



Friedrich Nietzsche

 

 

 

Ensayos sobre los griegos


Nietzsche en Grecia

La música, la lucha, la política, el lugar de la filosofía: Nietzsche comienza su derrotero con los pies en la Grecia antigua. Es la génesis de su pensamiento, en Basilea, en la segunda mitad del siglo XIX; la filosofía de Schopenhauer y especialmente la enorme presencia de Wagner rondan cerca de su escritorio de profesor de filología. Grecia no es un refugio académico sino la necesidad de abrir las branquias de una época, su época, atravesada por una modernidad que se despliega con impulso, que hace de la razón un modo único de desciframiento del mundo. Pero Schopenhauer es el concepto de voluntad de vivir, que Wagner lo traduce a una experiencia estética y en el que Nietzsche encuentra una correa de transmisión para componer las bases de su primer pensamiento. Homero es antes de la Grecia clásica de Pericles; antes que Sócrates, que Platón y entonces, previo a la semilla de la filosofía occidental. Un rastreo para reconocer allí más la tensión que la quietud, más el devenir de las fuerzas que el concepto. Dionisos, o la música, o la lucha como forma del vigor político, son fuerzas que emergen como condición de una vida más plena, la conjura del miedo o del resentimiento moderno; más la intemperie que la domesticación del hombre en la casa de los conceptos.

Nada de esto quiere decir el imperio del irracionalismo, no. Lo que Nietzsche busca en el mundo antiguo es otra genealogía de su presente, reconocer el momento en el que el sentido se invirtió, en el que las fuerzas se ordenaron en torno a la idea, a lo imperecedero, a lo inmóvil. Su primera obra, de la que forman parte estos escritos sobre los griegos, adquieren dimensión cuando el mundo griego se ofrece en torno a dos divinidades transpuestas en potencias: lo apolíneo y lo dionisíaco. Por ello la lectura de El nacimiento de la tragedia, su primer libro, es un prisma de comprensión necesario para leer estos ensayos. Porque es hacia este texto hacia donde derraman sus aguas El estado griego, La lucha en Homero y Homero y la filología clásica. Si el mundo homérico y la tragedia dan cuenta del destino como condición del existir, Sócrates y su voluntad de verdad hacen de ese destino un problema de cálculo y, por lo tanto, de administración racional.

¿Un problema antiguo? No. Lejos de eso, para Nietzsche lo que está en juego es su propio presente: contra las filosofías de la domesticación, opone la fuerza que crea y que se despliega en una forma evanescente. Soportar el vendaval dionisíaco, un vendaval que es música y que exige de la palabra su carácter musical más que su verdad. Sobre la música y la palabra es una extensión contemporánea a El nacimiento de la tragedia. Hay que leerlos juntos porque ambos están inspirados en Richard Wagner y en su necesidad de componer la unidad espiritual de una Alemania partida a través de la música. Nietzsche quiere ser el redactor filosófico de la idea, quiere escribir el programa wagneriano; en este sentido, estos textos son cartas amorosas escritas en clave conceptual. Por ello su potencia afectiva será la razón para la potencia teórica posterior que Nietzsche va a desplegar después de Wagner, una vez que vea en este no a un Esquilo moderno sino a un Parsifal que solo busca su redención moral.

Este libro reúne parte de lo que Nietzsche escribió sobre los griegos. Son textos escritos entre 1868 y 1872. Por alguna razón que podemos aventurar, pero que en realidad desconocemos, no es posible hacer filosofía en Occidente sin pasar necesariamente por los griegos. Lo mismo podríamos decir de Nietzsche: no es posible comprender la filosofía del siglo XX sin atravesar la filosofía nietzscheana. Uno y otro se requieren, se vuelven necesarios para nosotros.

GUSTAVO VARELA

EZEIZA, ABRIL DE 2013

Kindle Edition58 pages
Published by Ediciones Godot

ASIN
B00KXIAC16
Edition Language
English

jueves, 22 de abril de 2021

Jerzy Kosinski El juego de la pasión. NOVELA. FRAGMENTO.

 

 

            El juego de la pasión cierra el ciclo de novelas de Kosinski destinado a definir al individuo que se defiende de la sociedad. Fabian, su protagonista, es un jugador de polo profesional que se desplaza a través de los Estados Unidos al volante de un trailer gigantesco que contiene todas sus pertenencias, incluidos sus dos caballos. La travesía del mundo americano de este nuevo Lancelote, de este anti-Quijote por los torneos modernos, es sin duda un viaje iniciático, el transcurso de una vida que busca su nuevo Grial: pruebas secretas, destinos inverosímiles, combates que incluyen a otros caballeros, a la mujer y a la muerte.

Pero se trata de una historia de caballería que también presenta los resortes más misteriosos y terribles de nuestra época: la violencia sexual, la perversión, el crimen. Es decir, este nuevo Quijote ya no lee novelas caballerescas, lee a Maquiavelo y Hadley Chase, aunque la pasión de Fabian siga centrada en el caballo y los rituales de la carne sólo sean el contrapunto de un universo que huye hacia el fracaso. Pero más allá de los errores de la sociedad americana y de la jet-society internacional, se impone una pureza: la unión del hombre y el caballo, de donde nace una intensa y mítica emoción salvadora.

 



 

Jerzy Kosinski

 El juego de la pasión

 

 

 

 

 


Título original: Passion play

Jerzy Kosinski, 1979

Traducción: Jaime Silva

Editor digital: German25

ePub base r1.2

 

 

 

 


 Para Katherina un regalo de vida, muy por encima de lo que la vida permite

 

 


Nota del autor

Este libro es pura ficción. Cualquier semejanza con el presente o el pasado o con cualquier suceso o personaje contemporáneo es puramente casual.

 


 Todo esto os lo he dicho, señora, para probaros las diferencias que existen entre unos caballeros y otros. Es sólo privilegio de príncipes tener un concepto más alto de estas últimas o más bien de estas primeras categorías de caballeros andantes. Pues como se lee en sus historias, los ha habido quienes no sólo fueron la salvación de un reino, sino de muchos.

CERVANTES, Don Quijote

 ¿Cómo puede liberarse un prisionero si no es atravesando el muro? Para mí la ballena blanca es el muro que me rodea. A veces creo que detrás de ella está el vacío.

MELVILLE, Moby Dick

 

 

 


 Capítulo 1

 

 

Fabian decidió cortarse el pelo. Aparcó su casa rodante junto a la calzada, frente a la primera peluquería que encontró. Sólo después de trasponer el umbral se dio cuenta de que se hallaba en un salón que atendía a una clientela joven y elegante. Había un aire distinguido en la decoración y en los hombres y mujeres tratados con toda delicadeza por el personal femenino.

Una muchacha de poco más de veinte años —con el pelo rizado como un querubín— le aplicó el champú. Vestía tejanos y un chaleco de seda sin mangas que casi no podía contener sus pechos; mascaba chicle con la monotonía de una yegua fatigada que rumia ajena al movimiento de sus mandíbulas y al ruido de la masticación. Fabian, con la cabeza echada hacia atrás y la vista fija en el cielo raso, sintió las manos de la muchacha masajeándole el cuero cabelludo y la presión de sus senos contra los hombros cada vez que se inclinaba hacia adelante.

—¿Qué tal? —La joven inició el diálogo con la consabida frase de rutina.

—Bien —respondió Fabian.

—Aún tiene bastante pelo en buenas condiciones —prosiguió ella mientras le enjuagaba el champú—. Son pocas canas para un hombre de su edad.

—Gracias —dijo Fabian.

Al escucharse, Fabian lamentó que tal pobreza de lenguaje y tal falta de sentimientos pudieran dejar de lado la auténtica gratitud y ocultar el verdadero estado de las personas con sólo echar a correr la sucia moneda de las «gracias» y la gastada acuñación de los «bien».

—¿Vive cerca? —preguntó la joven después de instalarlo en un sillón.

—Enfrente.

—¡No me diga! —se sorprendió la chica—. Es increíble la cantidad de gente que vive por este lado de la ciudad y una ni se entera.

Empezó a cortarle el pelo. El chaleco ondulaba con cada movimiento y dejaba a la vista la curva del cuello, las axilas, el nacimiento del pecho. Él la observaba a través del espejo. Sus miradas se cruzaron para luego fijarse en objetivos diferentes.

El instinto sexual de Fabian se puso en estado de alerta. Se sabía incapaz de descartarla, de no sentirse empujado a perseguirla mentalmente, pero también sabía que aun dejándose llevar por ese primer impulso, nunca consideraría la posibilidad fuera de aquel contexto y al fin volvería otra vez a la búsqueda.

Con todo, se mantenía a la espera, atento a las derivaciones de su mente, y poco después, la primera embestida de sensaciones le parecía sólo una momentánea languidez de los sentidos, un simple sustituto del deseo, sin fuerza suficiente como para impulsarlo de nuevo hacia el mundo y sus posibilidades.

miércoles, 21 de abril de 2021

JERZY KOSINSKI EL PÁJARO PINTADO.

 


                  

JERZY KOSINSKI

 

                   EL PÁJARO PINTADO

 

                   Traducción de Eduardo Goligorsky

                   Ediciones Nacionales,

                   Círculo de Lectores.

                   Bogotá, 1979.

 

 

A la memoria de mi esposa Mary Hayward Weir, sin

la cual incluso el pasado perdería su sentido.

 

 

 

y sólo Dios,

en verdad omnipotente,

supo que eran mamíferos

de otra especie.

Maiakovski

 

 

         A POSTERIORI

 

 Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.

 En la primavera de 1963, visité Suiza con Mary, mi esposa de nacionalidad norteamericana. En otras oportunidades habíamos pasado nuestras vacaciones en ese país, pero ahora estábamos allí por otra razón: hacía meses que ella se debatía contra una enfermedad presuntamente incurable y viajamos a Suiza para consultar a otro grupo de especialistas. Puesto que proyectábamos quedarnos bastante tiempo, nos instalamos en una suite de un hotel palaciego que dominaba el litoral lacustre de un antiguo y refinado centro turístico.

 Entre los clientes estables del hotel había una camarilla de opulentos europeos occidentales que habían llegado a la ciudad inmediatamente antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Todos habían abandonado sus patrias antes de que la matanza comenzara realmente y nunca habían tenido que luchar a brazo partido. Una vez instalados en su oasis suizo, se convencieron de que la autoconservación no implicaba, para ellos, otra cosa que ir sobreviviendo de día en día. La mayor parte de ellos rondaban los setenta o los ochenta años, y se trataba de gente sin objetivos vitales, que durante todo el día parloteaban obsesivamente sobre su envejecimiento y tenían cada vez menos fuerzas o voluntad para abandonar el refugio del hotel. Pasaban el tiempo en los salones y restaurantes o paseando por el parque privado. A menudo les seguía, deteniéndome junto con ellos frente a los retratos de estadistas que habían visitado el hotel entre ambas guerras, y leyendo, al mismo tiempo que ellos, las oscuras placas que conmemoraban las diversas conferencias de paz internacionales celebradas en las salas de convenciones del hotel después de la Primera Guerra Mundial.

 Ocasionalmente conversaba con algunos de estos exiliados voluntarios, pero cada vez que aludía a los años de guerra en Europa Central u Oriental, tenían la precaución de recordarme que, como habían llegado a Suiza antes de que estallara el conflicto, sólo lo conocían por referencias vagas, a través de informaciones de prensa y radio. Hablando de un país donde se habían levantado la mayoría de los campos de exterminio, señalé que sólo entre 1939 y 1945 habían muerto un millón de personas como consecuencia de las acciones militares directas, en tanto que los invasores habían matado a cinco millones y medio. Más de tres millones de víctimas fueron judíos, y la tercera parte de éstos tenían menos de dieciséis años. La proporción de muertos ascendía a doscientos veinte por cada mil habitantes, y sería imposible calcular el número de los que habían resultado mutilados, traumatizados, lesionados física o espiritualmente. Mis interlocutores asintieron amablemente, y confesaron que siempre habían pensado que los periodistas, apremiados por el exceso de tareas, habían exagerado mucho las informaciones acerca de los campos de concentración y las cámaras de gas. Les aseguré que, en razón de haber pasado mi infancia y adolescencia en Europa Oriental durante los años de la guerra y la posguerra, sabía que la realidad había sido mucho más brutal que las fantasías más extravagantes.

 Durante los días que mi esposa permanecía en la clínica, para someterse al tratamiento, yo alquilaba un automóvil y viajaba sin rumbo fijo. Rodaba por las carreteras suizas pulcramente cuidadas, que discurrían sinuosamente entre campos erizados de trampas antitanques, chatas, de acero y hormigón, implantadas durante la guerra para impedir el avance de los grandes carros blindados. Continuaban allí, como barreras ruinosas contra una invasión que jamás se había producido, tan superfluas e inútiles como los anacrónicos exiliados del hotel.

 Muchas tardes, alquilaba un bote y bogaba sin rumbo por el lago. En esos momentos experimentaba intensamente mi soledad: mi esposa, el nexo emocional que me unía a mi vida en los Estados Unidos, estaba agonizando. Sólo podía comunicarme con lo que quedaba de mi familia en Europa Oriental mediante cartas esporádicas, crípticas, que siempre debían pasar por manos del censor.

 Mientras navegaba a la deriva por el lago, me sentía hostigado por la desesperanza. No sólo por la soledad, ni por el miedo a la muerte de mi esposa, sino por una angustia que derivaba directamente de la vacuidad de las vidas de los exiliados y de la inutilidad de las conferencias de paz de posguerra. Cuando pensaba en las placas que adornaban los muros del hotel, ponía en duda que los autores de los tratados de paz los hubieran firmado de buena fe. Los hechos que habían seguido a las conferencias justificaban, desde luego, mis dudas. Sin embargo, los ancianos expatriados que residían en el hotel seguían convencidos de que la guerra había constituido una aberración inexplicable en un mundo de políticos bienintencionados cuyo humanitarismo estaba fuera de toda discusión. No podían admitir que determinados garantes de la paz se habían convertido posteriormente en los iniciadores de la guerra. Por obra de esta ingenuidad, millones de seres, como mis padres, y como yo mismo, que no tuvimos la oportunidad de escapar, nos vimos obligados a participar en episodios mucho más atroces que aquellos que los tratados habían prohibido con tanta grandilocuencia.

 La marcada discrepancia entre los hechos tal como yo los conocía, y la cosmovisión nebulosa, poco realista, de los exiliados y los diplomáticos, me preocupaba profundamente. Empecé a revisar mi pasado y de los estudios de ciencias sociales pasé ala ficción. Sabía que ésta podía mostrar la vida tal como la vivimos auténticamente, a diferencia de la política, que sólo ofrece promesas extravagantes de un futuro utópico.

 Cuando llegué a los Estados Unidos, seis años antes de realizar aquel viaje a Suiza, estaba resuelto a no volver jamás al país donde había pasado los años de la guerra. Sólo había sobrevivido por casualidad, y siempre había tenido la conciencia acuciante de que otros centenares de miles de niños habían sido sentenciados a muerte. Pero aunque me indignaba esta injusticia, no me veía como un traficante de culpas personales y reminiscencias íntimas, ni como un cronista del desastre que asoló a mi pueblo y mi generación, sino simplemente como un narrador.

 «...la verdad es lo único en que la gente no difiere. Todo el mundo está subconscientemente dominado por el anhelo espiritual de vivir, por la inspiración de vivir a cualquier precio; queremos vivir porque vivimos, porque todo el mundo...», escribió un judío internado en un campo de concentración poco antes de morir en la cámara de gas. «Henos aquí en compañía de la muerte - escribió otro internado -. Tatúan a los recién llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino un número ambulante desprovisto de valor... Nos aproximamos a nuestras nuevas tumbas... aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro. Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible asimilar este nuevo lenguaje...»

 El objetivo que perseguía al escribir una novela fue el de examinar «este nuevo lenguaje» de la brutalidad con su consiguiente contralenguaje de angustia y desesperación. Escribiría el libro en inglés, idioma en el que ya había escrito dos obras de psicología social, porque había renunciado a mi lengua materna al abandonar mi patria. Además, como el inglés aún era nuevo para mí, podría escribir desapasionadamente, libre de la connotación emocional que siempre tiene la lengua nativa.

 A medida que empezó a desarrollarse la trama, comprendí que deseaba ampliar ciertos temas, modulándolos a lo largo de una serie de cinco novelas. Este ciclo de cinco libros presentaría aspectos arquetípicos de la relación entre el individuo y la sociedad. El primero de ellos abordaría la más universalmente accesible de estas metáforas sociales: describiría al hombre en su estado más vulnerable, como un niño, y a la sociedad en su forma más mortífera, en estado de guerra. Mi idea básica consistía en que la confrontación entre el individuo indefenso y la sociedad aplastante, entre el niño y la guerra, simbolizara la condición antihumana esencial.

 Pensaba, además, que las novelas sobre la infancia exigen el acto más sustancial de compromiso imaginativo. Puesto que no tenemos acceso directo a ese período excepcionalmente sensible y temprano de nuestra vida, debemos recrearlo antes de poder enjuiciar nuestra personalidad actual. Aunque todas las novelas nos obligan a practicar este acto de transferencia, porque hacen que nos experimentemos como seres distintos, generalmente es más difícil imaginarnos como niños que como adultos.

 Cuando empecé a escribir, recordé Los pájaros, la comedia satírica de Aristófanes. Sus protagonistas, inspirados en ciudadanos importantes de la Antigua Atenas, quedaron reducidos al anonimato en un mundo idílico y natural, «una comarca de manso y dulce reposo, donde el hombre puede dormir plácidamente y echar plumas». Me impresionaron la pertinencia y universalidad del enfoque que Aristófanes había suministrado más de dos milenios atrás.

 El empleo simbólico de los pájaros, que le permitía tratar hechos y personajes concretos sin las restricciones que impone la circunstancia de escribir tratados de Historia, me pareció especialmente apropiado, porque lo asocié con una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran con sus bandadas. Cuando dichos pájaros de refulgentes colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos que los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados y los picoteaban hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.

 Dado que me veía sólo como narrador, la primera edición de El pájaro pintado incluía un mínimo de información acerca de mi persona, y me negué a conceder entrevistas. Pero esta misma actitud me colocó en una situación conflictiva. Escritores, críticos y lectores bienintencionados buscaron datos para fundamentar sus asertos de que la novela era autobiográfica. Querían endilgarme el papel de portavoz de mi generación, y especialmente de quienes habían sobrevivido a la guerra. Pero a mi juicio, la supervivencia era un acto individual que sólo le otorgaba al sobreviviente el derecho a hablar en nombre de sí mismo. Pensaba que los hechos de mi vida y mis orígenes no debían servir para afirmar la autenticidad del libro, ni tampoco para incitar al público a leer El pájaro pintado.

 Además, opinaba entonces, como opino ahora, que la ficción y la autobiografía son dos géneros muy distintos. La autobiografía pone énfasis en una sola vida: invita al lector a contemplar la existencia de otro hombre, y le alienta a comparar su propia vida con la del protagonista. En cambio, la vida ficticia obliga al lector a participar: no se limita a comparar, sino que realmente asume un papel ficticio, expandiéndolo en el contexto de su propia experiencia, de sus propias facultades creativas e imaginativas.

 Seguía resuelto a que la vida de la novela fuera independiente de la mía. Protesté cuando muchos editores extranjeros se negaron a publicar El pájaro pintado sin incluir, a manera de prefacio o de epílogo, fragmentos de mi correspondencia personal con uno de mis primeros editores de lengua extranjera. Esperaban que estos fragmentos amortiguaran el impacto del libro. Yo había escrito dichas cartas para explicar, y no para mitigar, la visión de la novela. Si se las situaba entre el libro y sus lectores, violarían la integridad de la novela e impondrían mi presencia inmediata en una obra destinada a valer por sí misma. La edición en rústica de El pájaro pintado, que apareció un año después del original, no contenía ninguna información biográfica. Quizá fue por esto que en muchas bibliografías no se incluía a Kosinski entre los escritores contemporáneos, sino entre los difuntos.

 

 Después de la aparición de El pájaro pintado en los Estados Unidos y Europa Occidental (nunca se publicó en mi patria, ni se permitió su introducción), algunos diarios y revistas de Europa Oriental emprendieron una campaña contra la obra. No obstante sus diferencias ideológicas, muchos periódicos atacaron los mismos pasajes de la novela (que citaban generalmente fuera de contexto) y alteraron secuencias para fundamentar sus acusaciones. Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos. Estas publicaciones, ostensiblemente ajenas al hecho de que todo libro editado en los Estados Unidos debe estar registrado en la Biblioteca del Congreso, citaban incluso el número del catálogo de la Biblioteca como prueba concluyente de que el gobierno norteamericano había propiciado la novela. A la inversa, los periódicos antisoviéticos destacaban la simpatía con que, según decían, había pintado a los soldados rusos, y la esgrimían como testimonio de que la obra intentaba justificar la presencia soviética en Europa Oriental.

 La mayoría de los ataques de la Europa Oriental se fundaban sobre la presunta naturaleza específica de la novela. Aunque yo me había asegurado de que los nombres de personas y lugares que había empleado no se pudieran asociar exclusivamente con un grupo nacional determinado, mis críticos afirmaban acusadoramente que El pájaro pintado era una descripción difamatoria de la vida en comunidades identificables, durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos detractores afirmaban incluso que mis alusiones al folklore y a costumbres nativas, tan insolentemente detalladas, constituían caricaturas de sus propias provincias natales. Otros vituperaban la novela porque deformaba el acervo nativo, porque calumniaba el carácter campesino y porque reforzaba las armas propagandísticas de los enemigos de la región. Irónicamente, la novela empezó a asumir un papel no muy distinto del de su protagonista, el niño, un nativo transformado en extranjero, un gitano al que le atribuyen el control de fuerzas destructivas y la capacidad de echar maleficios sobre todos quienes se cruzan en su camino.

 La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país, no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, «Sobre los pasos de El pájaro pintado», con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.

 Uno de los mejores y más respetados autores de Europa Oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental le obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la complementó con una «Carta abierta a Jerzy Kosinski» que apareció en la revista literaria que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.

 Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaba de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.

 Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.

 Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.

 En los Estados Unidos, las informaciones periodísticas sobre estos ataques en el extranjero desencadenaron un aluvión de cartas amenazadoras anónimas escritas por europeos orientales naturalizados, quienes pensaban que yo había calumniado a sus compatriotas y denigrado su linaje étnico. Casi ninguno de los corresponsales anónimos parecía haber leído verdaderamente El pájaro pintado: la mayoría de ellos se limitaban a repetir los denuestos formulados en la Europa del Este, reproducidos de segunda mano en revistas de emigrados.

 Un día, cuando estaba solo en mi apartamento de Manhattan, sonó el timbre. Abrí inmediatamente la puerta, pensando que era un envío que había pedido. Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas, me empujaron al interior de la habitación y cerraron la puerta violentamente a sus espaldas. Me acorralaron contra la pared y me escudriñaron con detenimiento. Uno de ellos, aparentemente desorientado, sacó del bolsillo un recorte periodístico. Se trataba del artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado, y contenía una reproducción borrosa de una vieja foto mía. Mientras vociferaban algo acerca de la novela, mis agresores empezaron a amenazarme con fragmentos de tubos de acero envueltos en periódicos, que habían extraído del interior de sus mangas, haciendo ademán de pegarme. Argumenté que yo no era el autor. El hombre de la fotografía, dije, era un primo con el que me confundían a menudo. Agregué que acababa de salir pero que volvería de un momento a otro.

 Cuando los hombres se sentaron en el sofá para esperarlo, sin soltar sus armas, les pregunté qué deseaban. Uno de ellos respondió que habían venido a castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes. Aunque ellos vivían en los Estados Unidos, me aseguraron, eran auténticos patriotas. Pronto se le sumó su compañero, denigrando a Kosinski y utilizando el dialecto rural que yo recordaba tan bien. Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénagas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado, y por un instante me sentí muy dueño de ambos. Si en verdad eran mis personajes, me parecía muy natural que me visitaran, y en consecuencia les ofrecí cordialmente vodka que, después de una vacilación inicial, aceptaron ávidamente. Mientras bebían, empecé a ordenar algunos papeles de mi biblioteca y luego extraje con la mayor naturalidad un pequeño revólver que estaba oculto detrás del

Dictionary of Americanisms en dos volúmenes, en el extremo de un estante. Les ordené a los hombres que dejaran caer sus armas y alzaran las manos, y apenas obedecieron cogí mi cámara. Con el revólver en una mano y la cámara en la otra, les tomé rápidamente media docena de fotos. Anuncié que esas instantáneas demostrarían la identidad de ambos si alguna vez resolvía denunciarlos por violación de domicilio e intento de agresión. Me suplicaron que los perdonara. Al fin y al cabo, alegaron, no nos habían hecho daño ni a mí ni a Kosinski. Fingí reflexionar, y después de un rato respondí que, como había registrado sus imágenes, no tenía motivos para detenerles en carne y hueso.

 Ese no fue el único incidente en el que sentí las repercusiones de la campaña de difamación europea oriental. En varias oportunidades me interpelaron fuera de mi casa o en mi garaje. Tres o cuatro veces unos desconocidos me identificaron en la calle y me espetaron comentarios hostiles o adjetivos injuriosos. En un concierto que se celebró en honor de un pianista nacido en mi país, un batallón de ancianas patriotas me acometió con sus paraguas, en tanto chillaban insultos ridículamente anacrónicos. Aun ahora, diez años después de la publicación de El pájaro pintado, los ciudadanos de mi antiguo país, donde la novela todavía está prohibida, siguen acusándome de traición, trágicamente ajenos al hecho de que al engañarlos premeditadamente, el Gobierno continúa alimentando sus prejuicios, convirtiéndolos en víctimas de las mismas fuerzas de las que mi protagonista, el niño, se salvó por un pelo.

 Aproximadamente un año después de la aparición de El pájaro pintado, el PEN Club, una asociación literaria internacional, se comunicó conmigo respecto de una joven poetisa de mi país. Había viajado a los Estados Unidos para someterse a una complicada operación cardíaca que, lamentablemente, no había respondido a las expectativas de los médicos. No hablaba inglés y el PEN me informó que necesitaría ayuda durante los primeros meses posteriores a la intervención. Aún frisaba en los veinte, pero ya había publicado varios volúmenes de poesías y estaba catalogada como una de las jóvenes escritoras más prometedoras del país. Hacía varios años que yo conocía y admiraba su obra, y me complació la perspectiva de encontrarme con ella.

 Durante las semanas que duró su recuperación en Nueva York, paseamos por la ciudad. La fotografié a menudo, utilizando como fondo el parque y los rascacielos de Manhattan. Nos convertimos en buenos amigos y ella solicitó la ampliación de su visado, pero el consulado se negó a renovarlo. Como se resistía a abandonar definitivamente su lengua y su familia, no le quedó otra alternativa que volver a la patria. Más tarde me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra estrecha amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo aparecería como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.

 Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.

 

 Tanto cuando las reseñas elogiaban la novela, como cuando la vituperaban, los comentarios occidentales sobre El pájaro pintado siempre encerraban un substrato de desasosiego. La mayoría de los críticos norteamericanos y británicos objetaron mis descripciones de las experiencias del niño, alegando que ponían demasiado énfasis en la crueldad. Muchos tendían a menospreciar al autor, junto con la novela, afirmando que había explotado los horrores de la guerra para satisfacer mi propia imaginación. Con ocasión de la celebración del vigésimo quinto aniversario de la creación de los National Book Awards, un respetado novelista norteamericano contemporáneo escribió que libros como El pájaro pintado, con su terrible brutalidad, no auguraban nada bueno para el futuro de la novela en lengua inglesa. Otros críticos argumentaron que sólo se trataba de un libro de reminiscencias personales, e insistieron en que, en la Europa Oriental lacerada por la guerra, cualquiera podía urdir una historia desbordante de dramatismo atroz.

 En verdad, casi ninguno de los que afirmaron que el libro era una novela histórica se molestaron en consultar los auténticos documentos originales. Mis críticos desconocían los relatos personales de los sobrevivientes y los informes oficiales sobre la guerra, o no les concedían importancia. Ninguno de ellos se molestó en dedicar un poco de su tiempo a la lectura de testimonios muy accesibles, como el de una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa Oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: «Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea - escribió la joven -. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebataban los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus hijos, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano. Los muertos fueron sepultados en cinco fosas comunes.» Todas las aldeas de Europa Oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.

 En otros documentos, el comandante de un campo de concentración admitió sin vacilar que «la norma era matar inmediatamente a los niños porque eran demasiado jóvenes para trabajar». Otro comandante declaró que en cuarenta y siete días preparó un envío a Alemania de casi cien mil prendas de vestir de niños judíos que habían sido exterminados con gas. El diario de un judío que trabajaba en la cámara de gas explica que «de un total de cien gitanos que morían diariamente en el campo, más de la mitad eran niños». Y otro trabajador judío describió cómo los guardias de las SS manoseaban despreocupadamente los órganos sexuales de todas las adolescentes que pasaban rumbo a las cámaras de gas.

 Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa Oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración. Me acusaron de diluir la verdad histórica y de complacer servilmente la sensibilidad de los anglosajones, cuya única experiencia de un cataclismo nacional se había registrado un siglo atrás, durante la Guerra Civil, cuando hordas de niños abandonados merodeaban por el Sur devastado.

 Me resultó difícil impugnar críticas de esta naturaleza. En 1938, aproximadamente sesenta miembros de mi familia concurrieron a una de nuestras últimas reuniones anuales. Entre ellos había destacados estudiosos, filántropos, médicos, abogados y financieros. Sólo tres sobrevivieron a la guerra. Además, mi madre y mi padre habían presenciado la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la represión de las minorías durante los años 20 y 30. Casi todos los años de sus vidas estuvieron marcados por el sufrimiento, la división de las familias, y la mutilación y la muerte de los seres queridos, pero ni siquiera ellos, que habían presenciado tantas atrocidades, estaban preparados para el salvajismo que se desató en 1939.

 Durante todo el curso de la Segunda Guerra Mundial vivieron constantemente en peligro. Estaban obligados a buscar casi diariamente nuevos escondites, y la suya fue una existencia en la que eran componentes habituales el miedo, la huida y el hambre. El hecho de tener que residir siempre entre extraños, sumergiéndose en vidas ajenas para disfrazar las propias, generó en ellos un sentimiento perenne de desarraigo. Más tarde, mi madre me contó que, incluso cuando estaban físicamente a salvo, vivían constantemente atormentados por la idea de que la decisión de alejarme hubiera sido equivocada y de que quizás habría estado más seguro con ellos. No había palabras, dijo, para describir la angustia que experimentaban al ver a los niños que eran conducidos hacia los trenes que los llevarían a los hornos o a los espantosos campos especiales dispersos por todo el país.

 Por tanto, fue pensando sobre todo en ellos y en personas como ellos que quise escribir una ficción que reflejara, y quizás exorcizara, los horrores que les habían parecido tan indescriptibles.

 

 Después de la muerte de mi padre, mi madre me entregó los centenares de libretas de apuntes que él había llenado durante la guerra. Incluso mientras huía, me contó mi madre, cuando nunca estaba realmente convencido de que podría salvarse, mi padre se las apañaba de alguna manera para redactar extensas notas sobre sus estudios de especialista en matemáticas, con una grafía delicada y minúscula. Era fundamentalmente un filólogo y clasicista, pero durante la guerra únicamente las matemáticas le permitían evadirse de la realidad cotidiana. Sólo cuando se sumergía en el ámbito de la lógica pura, cuando se abstraía del mundo de las letras con su comentario implícito sobre los asuntos humanos, mi padre podía trascender la brutalidad y la infamia que le circundaban diariamente.

 Cuando murió mi padre, mi madre buscó en mí algún reflejo de sus características y su temperamento. Sobre todo le inquietaba que, a diferencia de mi padre, yo hubiera optado por expresarme públicamente mediante la palabra escrita. Durante toda su vida mi padre se había negado consecuentemente a hablar en público, a dictar conferencias, a escribir libros o artículos, llevado de su creencia en la naturaleza sagrada de la intimidad. A su juicio, la existencia más satisfactoria era la que pasaba inadvertida al mundo. Estaba convencido de que el individuo creativo, cuyo arte le convierte en centro de atención, paga el éxito de su obra con su propia dicha y la de sus seres queridos.

 El anhelo de anonimato que alimentaba mi padre formaba parte de un constante esfuerzo por construir su propio sistema filosófico, al que nadie más tendría acceso. A la inversa, yo, que desde mi infancia había convivido diariamente con la exclusión y el anonimato, me sentía impulsado a crear un mundo de ficción que estuviera al alcance de todos.

 No obstante su desconfianza por la palabra escrita, mi padre fue el primero que me estimuló, involuntariamente, a escribir en inglés. Después de mi llegada a los Estados Unidos, con la misma paciencia y precisión con que había redactado sus libretas de apuntes, empezó a enviarme una serie de cartas diarias que contenían explicaciones minuciosamente detalladas sobre los puntos críticos de la gramática y la lengua inglesas. Estas lecciones, mecanografiadas sobre papel cebolla con puntillosidad de filólogo, no contenían noticias personales ni locales. Probablemente era poco lo que la vida no me había enseñada ya, argüía mi padre, y no tenía nuevos secretos para transmitirme.

 En esa época mi padre había sufrido varias crisis cardíacas y el debilitamiento de sus ojos había reducido su campo visual a una superficie de aproximadamente una cuartilla tamaño folio. Sabía que se le estaba terminando la vida y debió de pensar que la única herencia que podía legarme era su propio conocimiento de la lengua inglesa, perfeccionado y enriquecido por una existencia consagrada al estudio.

 Sólo cuando supe que nunca volvería a verle comprendí hasta qué punto me había conocido y cuánto me había amado. Puso un gran empeño en enunciar cada lección adaptándola a mi idiosincrasia particular. Los ejemplos de uso del idioma inglés que seleccionaba procedían siempre de los poetas y escritores que yo admiraba, y abordaban indefectiblemente temas e ideas que me interesaban particularmente.

 Mi padre falleció antes de que apareciera El pájaro pintado, sin ver jamás el libro al que había hecho tantas aportaciones. Ahora, al releer sus cartas, comprendo la inmensa sabiduría de mi padre: quiso legarme una voz que me guiara por un nuevo país. Seguramente pensó que esta herencia me daría los medios necesarios para participar cabalmente en la vida del país donde había decidido construir mi futuro.

 

 A fines de la década de 1960, los Estados Unidos asistieron a un debilitamiento de las restricciones sociales y artísticas, y los colegas y las escuelas empezaron a adoptar El pájaro pintado como material suplementario de lectura en los cursos de literatura moderna. Los alumnos y profesores me escribían con frecuencia, y recibía copias de los exámenes y ensayos que versaban sobre el libro. Muchos jóvenes lectores encontraban analogías entre los personajes y episodios de la obra, y personas y situaciones de su propia vida. Además, la obra suministraba una topografía para quienes veían el mundo como una batalla entre los cazadores de pájaros y estos últimos. Dichos lectores, y sobre todo los miembros de las minorías étnicas y quienes se sentían en inferioridad de condiciones sociales, descubrían ciertos elementos de su propia situación en la contienda del niño, e interpretaban El pájaro pintado como un reflejo de su propia lucha por la supervivencia intelectual, emocional o física. Veían que las penurias del niño en las marismas y los bosques se prolongaban en los ghettos y ciudades de otro continente donde el color, el idioma y la educación marcaban inexorablemente a los «extraños», a los peregrinos de espíritu emancipado, a quienes los «autóctonos», la mayoría poderosa, temían, segregaban y atacaban. Otro grupo de lectores abordaba la novela con la esperanza de que expandiera su visión y les abriera las puertas de un paisaje ultraterreno, semejante al de El Bosco.

 

 Hoy, muchos años después de la creación de El pájaro pintado, me siento inseguro en su presencia. La década pasada me ha permitido enfocar la novela con la objetividad de un crítico; pero la controversia generada por el libro y los cambios que provocó en mi propia vida y en las de los seres próximos a mí, me inducen a poner en tela de juicio la decisión inicial de escribirlo.

 No había previsto que la novela asumiría una existencia propia, ni que, en lugar de ser un desafío literario, se convertiría en una amenaza para la vida de los míos. Desde el punto de vista de los gobernantes de mi país, a la novela, como al ave, había que expulsarla de la bandada. Después de atrapar el pájaro, pintarle las plumas y soltarlo, me limité a hacerme a un lado y observar cómo producía sus estragos. Si hubiera sospechado cuál sería su destino, quizá no lo habría escrito. Pero el libro, como el niño, ha soportado los ataques. El ansia de sobrevivir se desencadena por razones intrínsecas. ¿Acaso es posible mantener más prisionera a la imaginación que al niño?

 

                                               Jerzy Kosinski, Ciudad de Nueva York, 1976

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