Byung-Chul
Han
La agonía del Eros
Traducción de Raúl Gabás
Editorial Herder
Título original: Agonie des
Eros
© 2012 MSB Matthes & Seitz
Verlag, Berlín
© 2014 Herder Editorial, S. L.,
Barcelona
OCR & Corrección: SJF
Melancolía
En tiempos recientes se ha
proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece
por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción
de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el
amor. También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por
qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del
amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías
sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que
la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas. No sólo el exceso de oferta
de otros otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del
otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un
excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el
otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que progresa
sin que, por desgracia, muchos lo adviertan.
El Eros se dirige al otro
en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso,
en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más,
no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y exterioridad
del otro. No es casual que Sócrates, como amado, se llame atopos. El
otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar. Se sustrae al
lenguaje de lo igual: «Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede
hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe,
mortificante» [[1]]. La cultura actual del
constante igualar no permite ninguna negatividad del atopos. Comparamos
de manera continua todo con todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual,
puesto que hemos perdido precisamente la atopía del otro. La negatividad
del otro atópico se sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo
aspira a eliminar la alteridad atópica a favor de diferencias consumibles, heterotópicas.
La diferencia es una positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la
negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en
objeto de consumo.
Vivimos en una sociedad que se
hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia
subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio
emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En
cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta
forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta sólo
como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y
de reconocerlo en esta alteridad. Sólo hay significaciones allí donde él se
reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de
sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
La depresión es una enfermedad
narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y
patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado
de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y
depresión son opuestos entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo
conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en
sí mismo. El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo,
al éxito. Los éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora
bien, el otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de
espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento
atrapa en su ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista del rendimiento.
Con ello se desarrolla una depresión del éxito. El sujeto depresivo del
rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el Eros hace posible una experiencia
del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El
Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento de sí mismo, un
voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera
del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que
de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del
otro. En el infierno de lo igual, la llegada del otro atópico puede asumir
una forma apocalíptica. Formulado de otro modo: hoy sólo un apocalipsis puede
liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro. Del
mismo modo, la película Melancholia, de Lars von Trier, comienza con el
anuncio de un suceso apocalíptico, desastroso. Desastre significa,
literalmente, no astro (lat. des-astrum). En el cielo nocturno,
Justine descubre, en presencia de su hermana, una estrella resplandeciente de
color rojo que más tarde se revela como un no astro. Melancholia es un desastrum
[[2]] con el que inicia su
curso todo el infortunio. Pero allí hay algo negativo de lo que parte un
efecto salvador, purificador. En este sentido, «Melancholia» es un nombre
paradójico, en la medida en que produce una cura para la depresión como una
forma especial de la melancolía. Se manifiesta como el otro atópico que saca a
Justine del pozo narcisista. Así, florece realmente ante el planeta que trae la
muerte.
El Eros vence la depresión.
La relación tensa entre amor y depresión domina desde el principio el discurso
de la película Melancholia. El preludio de Tristán e Isolda, que
flanquea musicalmente la cinta, conjura la fuerza del amor. La depresión se
presenta como la imposibilidad del amor. O bien el amor imposible conduce a la
depresión. Por primera vez, el planeta Melancholia, como un otro atópico, que
irrumpe en el infierno de lo igual, concita en Justine la aspiración erótica.
En la escena junto a la roca del río se ve el cuerpo desnudo de una amante
envuelto en voluptuosidad. Llena de esperanza, Justine se tumba bajo la luz
azul del planeta portador de muerte. En esta escena parece como si Justine
anhelara el choque mortal con el atópico cuerpo celeste. Ella espera la
catástrofe que se aproxima como una unión dichosa con el amado. Nos vemos
forzados a pensar en la muerte de amor de Isolda. Ante la muerte que se acerca,
también Isolda se entrega con sumo placer al «todo que sopla en la respiración
del mundo». No es ninguna casualidad que justo en esa única escena erótica de
la película resuene de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Este
conjura mágicamente la cercanía entre Eros y muerte, apocalipsis y redención.
De manera paradójica, la muerte que se aproxima da vida a Justine. La abre para
el otro. Justine, liberada de su prisión narcisista, se aboca al cuidado de
Claire y su hijo. La magia real de la película es la prodigiosa transformación
mediante la cual Justine deja de ser una depresiva y se convierte en una
amante. La atopía del otro se muestra como la utopía del Eros. Lars von Trier
intercala con clara intención conocidos cuadros clásicos para dirigir discursivamente
la película y dotarla de una semántica especial. Así aparece, en la intro
surrealista, el cuadro de Pieter Brueghel Los cazadores en la nieve, que
sume al espectador en una profunda melancolía invernal. En el fondo del cuadro
el paisaje linda con el agua, lo mismo que la finca de Claire, insertada
delante del cuadro de Brueghel. Ambas escenas muestran una topología semejante,
de modo que la melancolía invernal de Los cazadores en la nieve se
extiende a la propiedad de Claire. Los cazadores, con un vestido oscuro,
vuelven a casa profundamente encorvados. Los pájaros negros en los árboles
hacen que el paisaje invernal parezca todavía más sombrío. El letrero de la
posada «Zum Hirschen», con la imagen de un santo, está torcido y casi se cae.
Este mundo lleno de melancolía invernal produce un efecto de abandono de Dios.
Lars von Trier hace que del cielo caigan lentamente fragmentos negros, que
devoran el cuadro como una fogata. A este melancólico paisaje invernal le sigue
una escena que produce un efecto similar al de una pintura, en la cual Justine
imita a la Ofelia de John Everett Millais. Con una corona de flores en
la mano, flota en el agua como la bella Ofelia.
Justine, después de una disputa
con Claire, cae de nuevo en la desesperación, y su mirada se desplaza con
desamparo a través de los cuadros abstractos de Malevic. Luego, en un ataque,
arranca del estante los libros abiertos y los reemplaza ostensiblemente por
cuadros que refieren, todos ellos, a pasiones abismales del hombre. En este
momento preciso suena de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Por
tanto, de nuevo se trata de amor, deseo y muerte. Justine primero centra
su mirada en Los cazadores en la nieve de Brueghel. Luego se dirige
presurosa a Millais con su Ofelia y enseguida a David con la cabeza
de Goliat, de Caravaggio, a El país de Jauja de Brueghel y,
finalmente, a un dibujo de Carl Fredrik Hill en el que se representa a un
ciervo que ronca en soledad.
La bella Ofelia, flotando en el
agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el espacio, semejante a
la de un santo o un amante, sugiere de nuevo la cercanía entre Eros y muerte.
Cantando igual a las sirenas, leemos en Shakespeare, muere Ofelia, la amada de
Hamlet, rodeada de flores caídas. Ella tiene una bella muerte, una muerte de
amor. En la Ofelia de Millais puede reconocerse una flor que no se
menciona en Shakespeare, una amapola, que alude a Eros, al sueño y la
embriaguez. También David con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, es un
cuadro de deseo y de muerte. En cambio, El país de Jauja, de Brueghel,
muestra una sobresaturada sociedad de la positividad, un infierno de lo igual.
Los hombres yacen con apatía aquí y allá con sus cuerpos repletos, agotados por
la saciedad. Incluso el cactus no tiene ninguna espina. Es de pan. Aquí todo es
positivo siempre que pueda comerse y disfrutarse.
Esta sociedad sobresaturada se
parece a la mórbida sociedad de la boda de Melancholia. Es interesante
que Justine coloque El país de Jauja inmediatamente junto a una
ilustración de William Blake que representa a un esclavo colgado vivo por una
costilla. El poder invisible de la positividad contrasta aquí con la violencia
brutal de la negatividad, que explota y expolia. Justine abandona la biblioteca
justo después de haber extendido en el estante el dibujo de Un ciervo que
ronca, de Carl Fredrik Hill. El dibujo expresa de nuevo el deseo erótico o
la añoranza de un amor, que Justine nota en su interior. También aquí se
representa su depresión como la imposibilidad del amor. Sin duda, Lars von Trier
sabía que Carl Fredrik Hill padeció toda su vida psicosis y depresión severa.
Esta sucesión de cuadros presenta de manera intuitiva todo el discurso de la
película. El Eros, el deseo erótico, vence la depresión. Conduce del infierno
de lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente otro.
El cielo apocalíptico de Melancholia
se parece a aquel cielo vacío que para Blanchot representa la escena originaria
de su niñez. Ese cielo le revela la atopía de lo completamente otro, cuando de
pronto interrumpe lo igual:
«Yo era un niño de siete u ocho
años de edad, me encontraba en una casa aislada, cerca de la ventana cerrada,
miraba hacia fuera, y de pronto, ¡nada podía ser más súbito!, fue como si el
cielo se abriera, como si se abriera infinitamente a lo infinito, para
invitarme a través de este arrollador momento de apertura a reconocer lo
infinito, pero lo infinito infinitamente vacío. El resultado era extraño. El
súbito y absoluto vacío del cielo, no visible, no oscuro —vacío de Dios: esto
era explícito, y en ello superaba con mucho la mera referencia a lo divino—,
sorprendió al niño con tal encanto y tal alegría, que por un momento se llenó
de lágrimas, y —añado preocupado por la verdad— yo creo que fueron sus últimas
lágrimas.» [[3]]
El niño se ve arrebatado por la
infinitud del cielo vacío. Es arrancado de sí mismo y desinteriorizado hacia un
afuera atópico, es des-limitado y des-vaciado. Este acontecimento
desastroso, esta irrupción del afuera, de lo totalmente otro, se
realiza como un des-propiar (expropiar), como supresión y vaciamiento de lo
propio; a saber, como muerte: «Vacío del cielo, muerte diferida: desastre». [[4]] Pero este desastre llena al
niño de una «alegría devastadora», es más, de una dicha de la ausencia.
En eso consiste la dialéctica del desastre, que también estructura la
película Melancholia. El infortunio desastroso se trueca de manera
inesperada en salvación.
No
poder poder
La sociedad del rendimiento
está dominada en su totalidad por el verbo modal poder, en
contraposición a la sociedad de la disciplina, que formula prohibiciones y
utiliza el verbo deber. A partir de un determinado punto de
productividad, la palabra deber se topa pronto con su límite. Para el
incremento de la producción es sustituida por el vocablo poder. La llamada
a la motivación, a la iniciativa, al proyecto, es más eficaz para la
explotación que el látigo y el mandato. El sujeto del rendimiento, como
empresario de sí mismo, sin duda es libre en cuanto que no está sometido a
ningún otro que le mande y lo explote; pero no es realmente libre, pues se
explota a sí mismo, por más que lo haga con entera libertad. El explotador es
el explotado. Uno es actor y víctima a la vez. La explotación de sí mismo es
mucho más eficiente que la ajena, porque va unida al sentimiento de libertad.
Con ello la explotación también es posible sin dominio.
Foucault señala que el homo
oeconomicus neoliberal no mora en la sociedad disciplinaria, que, como
empresario de sí mismo, ya no es un sujeto obediente; [[5]] pero queda oculto para dicho
autor que este empresario por cuenta propia en realidad no es libre, sino que
simplemente cree serlo, cuando en verdad se explota a sí mismo. Foucault adopta
un tono afirmativo frente al neoliberalismo. Acepta sin crítica que el régimen
neoliberal, como «sistema del Estado mínimo», [[6]] como «administrador de la
libertad», [[7]] posibilita la libertad del
ciudadano. Se le escapa por completo la estructura de poder y coacción que hay
en la proclamación neoliberal de la libertad. De esta forma, la interpreta como
libertad para la libertad: «Voy a producir para ti lo que se requiera para que
seas libre. Voy a procurar que tengas la libertad de ser libre». [[8]] La proclamación neoliberal de
la libertad se manifiesta, en realidad, como un imperativo paradójico: sé
libre. Precipita al sujeto del rendimiento a la depresión y al agotamiento.
En Foucault, la «ética del sí mismo» ciertamente se opone al poder político
represivo, así como a la explotación por parte de otros, pero es ciega ante
aquella violencia de la libertad que está en el fondo de la explotación de sí
mismo.
El tú puedes produce
coacciones masivas en las que el sujeto del rendimiento se rompe en toda regla.
La coacción engendrada por uno mismo se presenta como libertad, de modo que no
es reconocida como tal. El tú puedes incluso ejerce más coacción que el tú
debes. La coacción propia es más fatal que la coacción ajena, ya que no es
posible ninguna resistencia contra sí mismo. El régimen neoliberal esconde su
estructura coactiva tras la aparente libertad del individuo, que ya no se
entiende como sujeto sometido (subject to), sino como desarrollo de un
proyecto. Ahí está su ardid. Quien fracasa es, además, culpable y lleva consigo
esta culpa dondequiera que vaya. No hay nadie a quien pueda hacer responsable
de su fracaso. Tampoco hay posibilidad alguna de excusa y expiación. Con ello
surge no sólo la crisis de culpa, sino también la de gratificación.
Tanto el desendeudamiento como
la gratificación presuponen la instancia del otro. La falta de vinculación al
otro es la condición trascendental de posibilidad para la crisis de
gratificación y de deudas. Estas crisis ponen de manifiesto que el capitalismo,
frente a la suposición ampliamente difundida (por ejemplo, por Walter
Benjamin), no es ninguna religión, pues toda religión maneja las categorías de
deuda (culpa) y desendeudamiento (perdón). El capitalismo es solamente
endeudador. No dispone de ninguna posibilidad de expiación que libere al
deudor de su deuda. La imposibilidad del desendeudamiento y de la expiación es
responsable también de la depresión del sujeto del rendimiento. La depresión,
junto con el síndrome del agotamiento, representan un fracaso insalvable
en el poder, es decir, una insolvencia física. Insolvencia significa, al
pie de la letra, la imposibilidad de compensar (solvere) la deuda.
El Eros es, de hecho, una
relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder. El
no poder poder es su verbo modal negativo. La negatividad de la
alteridad, a saber, la atopía del otro, que se sustrae a todo poder, es
constitutiva para la experiencia erótica: «La esencia del otro es la alteridad.
Por ello, hemos buscado esta alteridad en la relación absolutamente original
del Eros, una relación que no es posible traducir en términos de poder». [[9]] La absolutización del poder
aniquila precisamente al otro. La relación lograda con el otro se manifiesta
como una especie de fracaso. El otro aparece sólo a través de un no poder
poder:
«¿Podemos caracterizar esta
relación con otro mediante el Eros como un fracaso? Una vez más: sí, siempre
que se adopte la terminología de las descripciones corrientes, que caracterizan
lo erótico por el «aprehender», el «poseer» o el «conocer». Pero en el Eros no
hay nada de todo ello, ni tampoco su fracaso. Si fuese posible conocerlo,
poseerlo o aprehenderlo, entonces ya no sería otro. Poseer, conocer,
aprehender: sinónimos del poder.» [[10]]
El amor se positiva hoy como
sexualidad, que está sometida, a su vez, al dictado del rendimiento. El sexo es
rendimiento. Y la sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo,
con su valor de exposición, equivale a una mercancía. El otro es sexualizado
como objeto excitante. No se puede amar al otro despojado de su alteridad, sólo
se puede consumir. En ese sentido, el otro ya no es una persona, pues ha sido
fragmentado en objetos sexuales parciales. No hay ninguna personalidad sexual.
Si el otro se percibe como
objeto sexual, se erosiona aquella «distancia originaria» que, según Buber, es
«el principio del ser humano» y constituye la condición trascendental de
posibilidad de la alteridad. [[11]] La «distancia originaria»
impide que el otro se cosifique como un objeto, como un «ello». El otro como
objeto sexual ya no es un «tú». Ya no es posible ninguna relación con él. La
«distancia originaria» trae el decoro trascendental, que libera al otro
en su alteridad, es más, lo distancia. De esta forma, se hace posible la
expresión en sentido enfático. Sin duda, se puede llamar a un objeto
sexual, pero no se puede dirigirle la palabra como un tú personal. El
objeto sexual no tiene ningún «rostro» que constituya la alteridad, la
alteridad del otro que impone distancia. Hoy se pierden cada vez más la
decencia, los buenos modales y también el distanciamiento, a saber, la
capacidad de experimentar al otro de cara a su alteridad. A través de los
medios digitales intentamos hoy acercar al otro tanto como sea posible,
destruir la distancia frente a él, para establecer la cercanía. Pero con ello
no tenemos nada del otro, sino que más bien lo hacemos desaparecer. En este
sentido, la cercanía es una negatividad en cuanto lleva inscrita una lejanía.
Por el contrario, en nuestro tiempo se produce una eliminación total de la
lejanía. Pero ésta, en lugar de producir cercanía, la destruye en sentido estricto.
En vez de cercanía surge una falta de distancia. La cercanía es una
negatividad. Por eso lleva inherente una tensión. En cambio, la falta de
distancia es una positividad. La fuerza de la negatividad consiste en que las
cosas sean vivificadas justamente por su contrario. A una mera positividad le
falta esta fuerza vivificante.
El amor se positiva hoy para
convertirse en una fórmula de disfrute. De ahí que deba engendrar ante todo
sentimientos agradables. No es una acción, ni una narración, ni ningún drama,
sino una emoción y una excitación sin consecuencias. Está libre de la
negatividad de la herida, del asalto o de la caída. Caer (en el amor) sería ya
demasiado negativo. Pero, precisamente, esta negatividad constituye el amor:
«El amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón,
nos invade y nos hiere». [[12]] La sociedad del rendimiento,
dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y
proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión.
El principio del rendimiento,
que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera también del amor y de
la sexualidad. En el superventas Cincuenta sombras de Grey, la
protagonista de la novela se admira de que su compañero se imagine la relación
como una «oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un
procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso». [[13]] El principio del rendimiento
no se compagina con la negatividad del exceso y de la transgresión. Por eso,
entre «los acuerdos» a los que se obliga el sujeto («Sub») se encuentran: mucho
deporte, comida sana y suficiente sueño. Incluso está prohibido tomar entre las
comidas otra cosa que no sea fruta. La «Sub» ha de evitar también el consumo
excesivo de alcohol, y no puede fumar ni tomar drogas. Incluso la sexualidad ha
de someterse al mandato de la salud. Está prohibida toda forma de negatividad.
Entre la lista de acciones prohibidas se halla también el uso de excrementos.
Se elimina de igual modo la negatividad de la suciedad, simbólica o real. De
esta forma, la protagonista se obliga a estar «limpia y depilada en todo
momento». [[14]] Las prácticas S&M
(sadomasoquistas) descritas en la novela no son más que variedades de
sexualidad. Les falta toda negatividad de la transgresión o infracción, que
caracteriza todavía la erótica de la transgresión de Bataille. De esta
forma, no se pueden traspasar los «límites duros» acordados de antemano. Y,
además, las llamadas safewords [[15]] han de garantizar que esos
límites no asuman una forma excesiva. Precisamente, el uso desmesurado del
adjetivo «precioso» apunta al dictado de la positividad, que lo transforma todo
en una fórmula de disfrute y consumo. Y así, en Cincuenta sombras de Grey
se habla incluso de una «dulce tortura». En este mundo de la positividad sólo
se admiten cosas que pueden consumirse. Incluso el dolor ha de poder
disfrutarse. Allí ya no existe la negatividad que en Hegel se manifiesta como
dolor.
El presente disponible es la
temporalidad de lo igual. En cambio, el futuro se abre al
acontecimiento, que es una absoluta sorpresa. La relación con el futuro es una
relación con el otro atópico, que no podemos alcanzar en el lenguaje de
lo igual. Hoy, el futuro deshace la negatividad del otro y se positiva como presente
optimado, que excluye todo desastre. Y convertir lo que ha sido en objeto
de museo aniquila el pasado. La negatividad, como presente repetible, se
despoja de la negatividad de lo irrecuperable. La memoria no es un órgano de
mera reposición con el que podamos hacer presente lo pasado. En la memoria lo
pasado cambia de continuo. Es un proceso progresivo, vivo, narrativo [[16]]. En eso se distingue del
archivador de datos. En este medio técnico, a lo que ha sido se le quita toda
vivacidad. Este medio carece de tiempo. Reina un presente total, que
suprime precisamente el instante. El tiempo despojado del instante es tan sólo
aditivo, y ya no guarda relación con una situación. Como temporalidad del clic,
carece de decisión y resolución. El instante se retira del clic.
El deseo erótico está ligado a
una presencia especial del otro, no a la ausencia de la nada, sino a la
«ausencia en un horizonte del futuro». El futuro es el tiempo del otro.
La totalización del presente como tiempo de lo igual hace desaparecer
aquella ausencia que sitúa al otro fuera de lo disponible. Levinas interpreta
del mismo modo la caricia y la voluptuosidad como figuras del deseo erótico. La
negatividad de la ausencia es esencial para ambas. La caricia es un «juego con
algo que se escapa». [[17]] Anda buscando lo que sin
cesar desaparece hacia el futuro. Su apetito se alimenta de lo que todavía no
es. La ausencia del otro en medio de la comunidad de sentimiento constituye
también la fuerza e intensidad del deleite. El amor, en la medida en que hoy no
significa sino necesidad, satisfacción y placer, es incompatible con la
sustracción y la demora del otro. La sociedad, como máquina de búsqueda y
consumo, suprime el deseo dirigido al ausente, que, en cuanto tal, no puede
hallarse, cogerse y consumirse. En cambio, el Eros despierta ante el
«semblante», «en el que el otro se da y al mismo tiempo se oculta». [[18]] El «semblante» se contrapone
diametralmente a la cara (face), que se expone como mercancía con una
desnudez pornográfica y se entrega a una visibilidad y un consumo total.
La ética del Eros de Levinas
ciertamente no contempla los abismos de un erotismo que se manifiesta como
exceso y locura, pero llama la atención con insistencia sobre la negatividad
del otro, sobre la alteridad atópica, que está hoy en vías de desaparición en
una sociedad que se vuelve cada vez más narcisista. La ética del Eros de
Levinas puede reformularse, además, como una resistencia contra la cosificación
económica del otro. La alteridad no es ninguna diferencia que pueda consumirse.
El capitalismo elimina por doquier la alteridad para someterlo todo al consumo.
El Eros es, asimismo, una relación asimétrica con el otro. Y de esta
forma interrumpe la relación de cambio. Sobre la alteridad no se puede llevar
la contabilidad, ya que no aparece en el balance de haber y deber.
La
mera vida
El jabalí que con sus colmillos
mató al bello joven Adonis encarna un erotismo que se manifiesta como locura y
exceso. Se cuenta que, después de la muerte de Adonis, el jabalí dijo que con
sus «dientes erotizados» (erotikous odontas) de ningún modo había
pretendido causar daño al cuerpo de Adonis, porque su propósito era
acariciarlo. Marsilio Ficino, en su libro sobre el Banquete de Platón,
describe el ojo erotizado (erotikon omma) [[19]] que, a semejanza de los
dientes erotizados del jabalí de Adonis, está dominado por una pasión mortal:
«Porque tus ojos que han penetrado a través de los míos hasta el fondo de mi
corazón, encienden en mis entrañas un vivísimo fuego. Ten, entonces,
misericordia del que perece por tu causa». [[20]] La sangre sirve aquí como
medio para la comunicación erótica. Entre los erotizados ojos del amante y los
del amado se produce una especie de transfusión de sangre:
«Imaginaos a Fedro de Mirrinos
y al orador Lisias de Tebas, que está enamorado de aquel. Lisias mira fijamente
como un bobalicón, con la boca abierta, el rostro de Fedro. Este dirige de
manera penetrante hacia los ojos de Lisias los brillantes rayos de sus ojos y
le envía junto con ellos el espíritu vital. En este encuentro recíproco de los ojos
se une sin la menor dificultad el rayo de Fedro con el de Lisias, e igualmente
se une el espíritu vital del uno con el del otro. La exhalación del espíritu
vital, que es engendrado por el corazón de Fedro, se dirige a toda prisa hacia
el corazón de Lisias, se condensa a través de la substancia compacta de su
corazón y se transforma otra vez en sangre y, por cierto, en lo que era
originariamente, a saber, en la sangre de Fedro. ¡Un fenómeno digno de
admiración! ¡La sangre de Fedro se encuentra en el corazón de Lisias!» [[21]]
La comunicación erótica de la
antigüedad es todo menos plácida. Según Ficino, el amor es la «peste más
perniciosa». Es una «transformación». «Enajena al hombre de su propia
naturaleza y le trae la extraña». [[22]] Esta transformación y vulneración
constituye su negatividad, que hoy se pierde por completo a causa de la
creciente positivación y domesticación del amor. El hombre actual permanece
igual a sí mismo y busca en el otro tan sólo la confirmación de sí mismo.
Eva Illouz, en su estudio El
consumo de la utopía romántica, constata que hoy el amor se «feminiza».
Sostiene que son «femeninos por completo» los adjetivos con los que se
describen las escenas románticas del amor, tales como «agradable», «íntimo»,
«tranquilo», «cómodo», «dulce», o «tierno». Domina una imagen del romanticismo
que sume a hombres y mujeres en la esfera femenina del sentimiento. [[23]] En contra de su diagnóstico,
el amor hoy no se «feminiza» simplemente; más bien, en el curso de una
positivación de todos los ámbitos de la vida, es domesticado para
convertirlo en una fórmula de consumo, como un producto sin riesgo ni
atrevimiento, sin exceso ni locura. Se evita toda negatividad, todo sentimiento
negativo. El sufrimiento y la pasión dejan paso a sentimientos agradables y a
excitaciones sin consecuencias. En la época del quickie, del sexo de
ocasión y distensión, también la sexualidad pierde toda negatividad. La
ausencia total de negatividad hace que el amor hoy se atrofie como un objeto de
consumo y de cálculo hedonista. El deseo del otro es suplantado por el confort
de lo igual. Se busca la placentera, y en definitiva cómoda, inmanencia de lo
igual. Al amor de hoy le falta toda trascendencia y transgresión.
La dialéctica hegeliana de amo
y esclavo describe una lucha a vida o muerte. El que después será amo no teme
la muerte. Su deseo de libertad, reconocimiento y soberanía lo eleva sobre la
preocupación por la mera vida. Lo que induce al esclavo futuro a
someterse al otro es el miedo a la muerte. El esclavizado prefiere la esclavitud
a la muerte amenazante. Se aferra a la mera vida. No es la superioridad
física de un partido lo que determina el desenlace de la lucha; más bien, es
decisiva la «capacidad de muerte». [[24]] Quien no tiene la capacidad
de muerte no arriesga su vida. En lugar «de ir a la muerte consigo mismo»,
permanece «en sí mismo dentro de la muerte». [[25]] No se entrega a la muerte.
Así se convierte en esclavo y trabaja.
El trabajo y la mera vida están
estrechamente relacionados. Son reacciones a la negatividad de la muerte. La
defensa de la mera vida se agudiza hoy como absolutización y fetichización de
la salud. El esclavo moderno la prefiere a la soberanía y la libertad. Se
parece al «último hombre» de Nietzsche, para el que la salud como tal
constituye un valor absoluto. La salud es elevada a la condición de «gran
diosa»: «Se venera la salud. "Nosotros hemos inventado la felicidad"
—dicen los últimos hombres y parpadean». [[26]] Donde se sacraliza la mera
vida, la teología da paso a la terapia; o bien la terapia se hace teológica. La
muerte ya no tiene ningún puesto en el catálogo de rendimiento de la mera vida.
Ahora bien, mientras alguien permanece esclavo y se aferra a la mera vida está
sometido al amo. «Pero el combatiente y el victorioso odian por igual vuestra aspaventosa
muerte que se acerca furtiva como un ladrón —y que, sin embargo, viene como
señor». [[27]]
El eros como exceso y
transgresión niega tanto el trabajo como la mera vida. Por eso, el esclavo, que
se agarra a la mera vida y trabaja, no es capaz de ninguna experiencia erótica,
de deseo erótico. El sujeto actual del rendimiento se parece al esclavo
hegeliano, si bien con el detalle de que no trabaja para el amo, sino que se
explota de manera voluntaria a sí mismo. Como empresario de sí mismo es amo y esclavo
a la vez. Se trata de una unidad funesta que Hegel no pensó en su dialéctica.
El sujeto de la propia explotación está privado de libertad en idéntico grado
que el sujeto de la explotación ajena. Si entendemos la dialéctica de amo y
esclavo como historia de la libertad, no se puede hablar de final de la
historia, pues todavía estamos muy lejos de ser realmente libres. Bajo
esa hipótesis, hoy nos encontramos en un estadio histórico en el que el amo y
el esclavo forman una unidad. Somos amos del esclavo o esclavos del amo, pero
no hombres libres, cosa que habría de hacerse realidad, justo al final de la
historia. Y, según lo dicho, la historia, entendida como historia de la
libertad, no ha llegado al final. Sólo llegaría al final cuando nosotros
fuéramos libres de hecho, cuando no fuéramos ni amos ni esclavos, ni esclavos
del amo, ni amos del esclavo.
El capitalismo absolutiza la
mera vida. Su fin no es la vida buena. Su compulsión a la acumulación y al
crecimiento se dirige precisamente contra la muerte, que se le presenta como
pérdida absoluta. Para Aristóteles, la pura adquisición de capital es
rechazable porque no se preocupa de la vida buena, sino solamente de la mera
supervivencia.
«En consecuencia, algunas
personas suponen que es una función de la administración doméstica el
incrementar la propiedad y viven continuamente bajo la idea de que es un deber
salvaguardar sus haberes monetarios o incrementarlos hasta una cuantía
ilimitada. La causa de esta actitud de la mente está en que sus intereses están
puestos en la vida, pero no en la vida buena.» [[28]]
Con ello, el proceso del
capital y de la producción se acelera hasta el infinito por el hecho de que se
deshace de la teleología de la vida buena. El movimiento se acelera hasta el
extremo al despojarse de su dirección. Así, el capitalismo se hace obsceno.
Hegel es receptivo para la
alteridad como ningún otro pensador. Esta sensibilidad no puede rechazarse como
idiosincrasia. Hegel no debería leerse como lo han hecho, por ejemplo, Derrida,
Deleuze o Bataille. Según su manera de interpretar, el «absoluto» apunta a la
fuerza y a la totalidad. Pero, en verdad, el absoluto en Hegel significa sobre
todo amor: «En el amor, bajo el aspecto del contenido, se dan los momentos que
hemos aducido como concepto fundamental del espíritu absoluto: el retorno
reconciliado desde su otro a sí mismo». [[29]] Absoluto significa «no
limitado». Es precisamente un espíritu limitado el que se quiere de manera
inmediata a sí mismo y se aparta del otro. En cambio, es absoluto el espíritu que
reconoce la negatividad del otro. Según Hegel, la «vida del espíritu» no es la
mera vida «que teme la muerte y se mantiene intacta frente a la devastación»,
sino la vida que «la soporta y se conserva en ella». El espíritu agradece su
vitalidad precisamente a su capacidad para la muerte. El absoluto no es lo
«positivo, que hace la vista gorda frente a lo negativo». Más bien, el espíritu
«mira a la cara a lo negativo» y «se demora en ello». [[30]] Es absoluto porque se atreve
a salir a lo extremo, a la negatividad suprema, y la incluye en sí, dicho con
mayor precisión, la cierra en sí. Donde reina lo puramente positivo, el
exceso de positividad, no hay ningún espíritu.
Según Hegel, la «definición de
lo absoluto» se cifra en que «es la conclusión». [[31]] La conclusión no es aquí
ninguna categoría de la lógica formal. La vida misma, diría Hegel, es una
conclusión, y esta última sería una violencia, una exclusión violenta del otro,
si no fuera una conclusión absoluta sino una conclusión limitada, e incluso un
cortocircuito. La conclusión absoluta es larga y lenta, y supone una demora en
lo otro. La dialéctica misma es un movimiento de deducir, abrir y volver a
cerrar. El espíritu se desangraría por las heridas que la negatividad del otro
le infligiera si él no fuera capaz de ninguna conclusión. No toda conclusión es
violencia. Se concluye paz. Se concluye (cierra) amistad. El amor
es una conclusión absoluta porque presupone la muerte, la renuncia a sí mismo.
La «verdadera esencia del amor» consiste en «renunciar a la conciencia de sí
mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad». [[32]] La conciencia del esclavo
hegeliano es limitada; él no es capaz de la conclusión absoluta, porque no
tiene capacidad de renunciar a la conciencia de sí mismo, o sea, no es capaz de
morir. El amor como conclusión absoluta pasa a través de la muerte.
Ciertamente se muere en lo otro, pero a esta muerte le sigue un retorno hacia
sí. Y el retorno reconciliado desde el otro hacia sí es todo menos una
apropiación violenta del otro, que falsamente ha sido elevada a figura
principal del pensamiento hegeliano. Es más bien el don del otro, al que
precede la entrega, el abandono de mí mismo. El sujeto depresivo-narcisista no
es capaz de ninguna conclusión. Y sin conclusión todo se derrama y se esfuma.
Así, este sujeto no tiene ninguna imagen estable de sí mismo, que es también
una forma de conclusión. No es casual que los síntomas de la depresión incluyan
la indecisión, la incapacidad de resolución. La depresión es característica de
un tiempo en el que, por el exceso de abrir y deslimitar, se ha perdido
la capacidad de cerrar, de concluir. Desaprendemos el morir, porque no somos
capaces de concluir la vida. También el sujeto del rendimiento es
incapaz de cierre, de conclusión. Se rompe bajo la coacción de tener que
producir cada vez más.
«Amor» también significa para
Marsilio Ficino morir en el otro: «Sin duda cuando te amo, al amarte me
reencuentro en ti que piensas en mí, y me recupero en ti que conservas lo que
había perdido por mi propia negligencia». [[33]] Cuando Ficino escribe que el
amante se olvida a sí mismo en otro, pero que en este perecer y olvidar se
«recupera de nuevo», o incluso «se posee», esta posesión es el don del
otro. La primacía del otro distingue el poder de Eros de la violencia de Ares.
En la relación de poder y dominación me afirmo y opongo al otro en la medida en
que lo someto. En cambio, el poder de Eros implica una impotencia en la que yo,
en lugar de afirmarme, me pierdo en el otro o para el otro, que me alienta de
nuevo: «Un emperador posee por sí mismo a otros. Y el amante se apodera de sí
mismo por otro, y cada uno de los amantes se aleja de sí mismo y se acerca al
otro, y muertos en sí, resucitan en el otro». [[34]] Bataille comienza su Erótica
con la frase: «Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta
en la muerte». [[35]] No se afirma aquí la mera
vida, que huye de la negatividad de la muerte. Más bien el impulso vital,
incrementado y afirmado hasta el máximo, se acerca al impulso de muerte. El
Eros es el medio de incrementar la vida hasta la muerte: «En efecto, aunque la
actividad erótica sea antes que nada una exuberancia de la vida, el objeto de
esta búsqueda psicológica, independiente como dije de la aspiración a
reproducir la vida, no es extraño a la muerte misma». [[36]] Para dar a esta «paradoja»
tan «grande» una «apariencia de fundamentación», Bataille cita a de Sade: «No
hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que unirla al pensamiento de
un desenfreno».
La negatividad de la muerte es
esencial para la experiencia erótica: «El amor no es, o es en nosotros, como
la muerte». [[37]] La muerte se dirige sobre
todo al yo. Los impulsos de vida eróticos lo inundan y deshacen los
límites de su identidad narcisista-imaginaria. En virtud de su negatividad se
manifiestan como impulsos de muerte. No sólo existe aquella muerte que
significa el final de la mera vida. Tanto la renuncia a la identidad
imaginaria del yo como la supresión del orden simbólico, al que el yo debe su
existencia social, representan la muerte, una muerte más importante que el
final de la mera vida:
«Hay, en el paso de la actitud
normal al deseo, una fascinación fundamental por la muerte. Lo que está en
juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas.
Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan
el orden discontinuo de las individualidades que somos.» [[38]]
La vida cotidiana consta de
discontinuidades. La experiencia erótica abre el acceso a la «continuidad del
ser», «lo único que establecería la muerte definitiva de los seres
discontinuos». [[39]]
En una sociedad donde cada uno
es empresario de sí mismo domina una economía de supervivencia. Esta es
diametralmente opuesta a la negación de la economía por parte del Eros y la
muerte. El neoliberalismo, con sus desinhibidos impulsos del yo y del
rendimiento, es un orden social del que ha desaparecido por completo el Eros.
La sociedad positiva, de la que se ha retirado la negatividad de la muerte, es
una sociedad de la mera vida, que está dominada tan sólo por la preocupación de
«asegurar la supervivencia en la discontinuidad». Y esa vida es la de un
esclavo.
Esta preocupación por la mera
vida, por la supervivencia, despoja la vida de toda vivacidad, que representa
un fenómeno muy complejo. Lo meramente positivo carece de vida. La negatividad
es esencial para la vivacidad: «Por lo tanto algo es viviente, sólo cuando
contiene en sí la contradicción y justamente es esta fuerza de contener y
sostener en sí la contradicción». [[40]] Así, la vivacidad se distingue
de la vitalidad o capacidad de la mera vida, a la que le falta toda
negatividad. El superviviente equivale al no muerto, que está
demasiado muerto para vivir y demasiado vivo para morir.
El barco del Holandés
errante, cuya tripulación consta de no muertos, según la leyenda,
puede leerse en analogía con la actual sociedad del cansancio. El holandés, que
«sin fin, sin parada, sin descanso, vuela como una flecha», se parece al actual
sujeto agotado y depresivo del rendimiento, cuya libertad se muestra como
condena a tener que explotarse eternamente a sí mismo. La producción
capitalista carece también de fin. Ya no gira en torno a la vida buena.
El holandés es él mismo un no muerto, que no es capaz de vivir ni de morir.
Está condenado a viajar eternamente al infierno de lo igual, y añora un
apocalipsis que lo redima de este infierno (¡Día del juicio! / ¡Día
primero y nuevo! / ¿Cuándo romperás en medio de mi noche? /
¿Cuándo sonará / el golpe exterminador, / con el que saltará en
pedazos el mundo? / Cuando todos los muertos resuciten, / entonces
me sumiré en la nada. / ¡Oh, mundos, cesad vuestro curso!). La
sociedad de la producción y del rendimiento ciegos (¡Zumba y suena, / buena
rueca, / gira, gira sobre ti misma! / ¡Hila, hila mil hilos,
/ buena rueca, / zumba y suena!), a la que también Senta
se ve entregada, carece de Eros y de dicha. El Eros sigue una lógica por
completo distinta. La muerte libre y amorosa de Senta está diametralmente
opuesta a la economía capitalista de la producción y el rendimiento. Su
declaración de amor es una promesa, una forma deductiva; es una declaración
absoluta, excelsa, que trasciende la mera adición y acumulación de la economía
capitalista. Trae una iluminación, un claro en el tiempo. La fidelidad misma es
una forma deductiva, que introduce una eternidad en el tiempo. Es la inclusión
de la eternidad en el tiempo.
«La eternidad sí que puede
existir en el tiempo mismo de la vida, y el amor, cuya esencia es la fidelidad
en el sentido que yo le doy a esta palabra, es lo que viene a probarlo. ¡La
felicidad, en suma! Sí, la felicidad amorosa es la prueba de que el tiempo
puede albergar la eternidad.» [[41]]
Porno
Las imágenes porno muestran la mera
vida expuesta. El porno es la antípoda del Eros. Aniquila la sexualidad
misma. Bajo este aspecto es incluso más eficaz que la moral: «La sexualidad no
se desvanece en la sublimación, la represión y la moral, se desvanece con mucho
mayor seguridad en lo más sexual que el sexo: el porno». [[42]] Lo pornográfico recibe su
fuerza de atracción de la «anticipación del sexo muerto en la sexualidad viva».
Lo obsceno en el porno no consiste en un exceso de sexo, sino en que allí no
hay sexo. La sexualidad hoy no está amenazada por aquella «razón pura» que,
adversa al placer, evita el sexo por ser algo «sucio», [[43]] sino por la pornografía. Lo
pornográfico no es el sexo en el espacio virtual. Incluso el sexo real adquiere
hoy una modalidad porno.
La transformación del mundo en
porno se realiza como su profanación. Esta transformación profana el erotismo.
El «Elogio de la profanación» de Agamben desconoce este proceso social. La
«profanación» significa el restablecimiento del uso de las cosas que, por la
consagración (sacrare), quedan reservadas a los dioses y, con ello, se
sustraen al uso general. Practica una negligencia consciente en relación con
las cosas separadas. [[44]] Agamben parte de la tesis de
la secularización, según la cual toda forma de separación conserva en sí un
núcleo genuinamente religioso. Así, el museo representa una forma secularizada
del templo, pues también dentro del museo las cosas, por la separación, están
sustraídas al uso libre. Y el turismo es, para Agamben, una forma secularizada
de la peregrinación. Según este autor, los peregrinos, que recorrían el país
pasando de un santuario a otro, se corresponden hoy con los turistas, que
viajan sin cesar a través de un mundo que se ha convertido en museo.
Agamben contrapone la
secularización a la profanación. Las cosas separadas han de hacerse de nuevo
accesibles al uso libre. Ahora bien, los ejemplos de profanación que aduce
Agamben son pobres e incluso resultan sorprendentes:
«¿Qué querría decir profanar la
defecación? No ya reencontrar una pretendida naturalidad, ni simplemente gozar
de ello en forma de trasgresión perversa (que es sin embargo mejor que nada).
Se trata, en cambio, de alcanzar arqueológicamente la defecación como campo de
tensiones polares entre la naturaleza y la cultura, lo privado y lo público, lo
singular y lo común. Es decir: aprender un nuevo uso de las heces, como los niños
intentaban hacerlo a su manera, antes de que intervinieran la represión y la
separación.» [[45]]
El libertino de Sade, que come
excrementos de una dama, sin duda practica el erotismo como transgresión en el
sentido de Bataille. Pero ¿cómo profanar la defecación más allá de la
transgresión y la renaturalización? La «profanación» ha de suprimir la
represión a la que el dispositivo teológico o moral somete las cosas. El
ejemplo de Agamben para la profanación en la naturaleza es el gato que juega
con el ovillo de lana:
«El gato que juega con el
ovillo como si fuera un ratón —exactamente como el niño juega con antiguos
símbolos religiosos o con objetos que pertenecieron a la esfera económica— usa
conscientemente en el vado los comportamientos propios de la actividad
predatoria. Estos no son borrados, sino que, gracias a la sustitución del ratón
por el ovillo, [...] son desactivados y, de este modo, se los abre a un nuevo,
posible uso.» [[46]]
Agamben supone en todo fin una
coacción, de la que la profanación ha de liberar las cosas para hacerlas un
puro «medio sin fin».
La tesis de la secularización
deja ciego a Agamben para lo peculiar de un fenómeno que ya no puede
reconducirse a la praxis religiosa, y que incluso es opuesto a ella. Puede que
en el museo las cosas «se separen» del mismo modo que en el templo. Pero la museización
y exposición de las cosas aniquila precisamente su valor cultual a favor del
valor de exposición. De esta forma, el museo como lugar de exposición es una
figura contraria al templo como lugar de culto. También el turismo es opuesto a
peregrinar. Engendra «no lugares», mientras que peregrinar está ligado a lugares.
Al lugar que, según Heidegger, hace posible el habitar humano es inherente «lo
divino». Lo constituyen la historia, la memoria y la identidad. Pero estas
faltan en los «no lugares» turísticos, por los que desfilamos sin demorarnos.
Agamben también intenta pensar
la desnudez más allá del dispositivo teológico, a saber, «más allá del
prestigio de la gracia y de las seducciones de la naturaleza caída». A este
respecto entiende la exposición como una manera señalada de profanar la
desnudez:
«Es la indiferencia descarada
lo que las mannequins, las pornostars y las otras profesionales
de la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa
que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía). De este modo el
rostro se carga hasta estallar de valor de exposición. Pero precisamente por
esta nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no podría
tener lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre
ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se
vuelve disponible para un nuevo uso, para una nueva forma de comunicación
erótica.» [[47]]
Pero la desnudez, como
exhibición, sin misterio ni expresión, se acerca a la desnudez pornográfica.
Tampoco la cara pornográfica expresa nada. Carece de expresividad y de
misterio: «De una figura a la otra, de la seducción al amor, luego al deseo y a
la sexualidad, finalmente al puro y simple porno, cuanto más se avanza, más
adelantamos en el sentido de un secreto menor, de un enigma menor». [[48]] Lo erótico nunca está libre
de misterio. La cara cargada con valor de exposición hasta estallar no promete
«ningún uso nuevo, colectivo de la sexualidad». [[49]] Contra la esperanza de
Agamben, la exposición aniquila precisamente toda posibilidad de comunicación
erótica. Es obscena y pornográfica la cara desnuda, carente de misterio y de
expresión, reducida exclusivamente a su estar expuesta. El capitalismo
intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone
todo como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza
[sic] el Eros para convertirlo en porno. Aquí, la profanización no se distingue
de la profanación en Agamben.
La profanización se realiza
como desritualización y desacralización. En la actualidad desaparecen de manera
creciente los espacios y las acciones rituales. El mundo adquiere rasgos cada
vez más marcados de desnudez y obscenidad. El «erotismo sagrado» de Bataille
representa todavía una comunicación ritualizada, que incluye fiestas y juegos
rituales como espacios especiales y de separación. El amor, que hoy ya
sólo ha de ser calor, intimidad y excitación agradable, apunta a la destrucción
del erotismo sagrado. También la seducción erótica, que en el porno se ha
eliminado por completo, juega con ilusiones escénicas y formas aparentes. Así,
Baudrillard incluso contrapone la seducción al amor: «Y el ritual es del orden de
la seducción. El amor surge de la destrucción de las formas rituales, de su
liberación. Su energía es una energía de disolución de estas formas». [[50]] La desritualización del amor
se consuma en el porno. La profanación de Agamben incluso da aliento a la actual
desritualización del mundo y a la ola pornográfica que lo está invadiendo, en
cuanto hace sospechosos los espacios rituales como formas coactivas de
separación.
Fantasía
Eva Illouz, en ¿Por qué
duele el amor?, caracteriza la imaginación premoderna como «escasa en
información». Según ella, la falta de información conduce a «sobreestimar al
objeto», a «asignarle un valor agregado» o a «idealizarlo». Hoy, en cambio, las
imaginaciones están cargadas de información en virtud de la técnica digital de
la comunicación: «La imaginación prospectiva mediada por Internet [...]
presenta un franco contraste con los tipos de imaginación que cuentan con
información escasa. [...] La imaginación de Internet [...] parte de una
acumulación de atributos, más que de una visión global del objeto. En esta
configuración específica, las personas disponen de menos datos y parecen menos
capaces de idealizar». [[51]] Illouz supone, además, que la
creciente libertad de elección trae consigo una «racionalización» del deseo.
Desde su punto de vista, este ya no está determinado por el inconsciente, sino
por una elección consciente. Se llama la atención sin cesar al sujeto del deseo
sobre «la posibilidad de elección y se lo responsabiliza por ella, pues debe
formular parámetros racionales de aquello que es deseable en el otro». [[52]] Además, la imaginación
incrementada «eleva el umbral de aspiraciones masculinas y femeninas sobre los
atributos deseables en la pareja y/o sobre las posibilidades de una vida en
común». [[53]] Por eso, hoy se «genera
decepción» [[54]] con más frecuencia. La
decepción «viene de la mano de la imaginación». [[55]]
Illouz explora también la
conexión entre cultura de consumo, deseo y fantasía. Desde su punto de vista,
la cultura de consumo estimula el deseo y la imaginación. Hoy impulsa con
agresividad para que se haga uso de ellos y para explayarse en ensueños
diurnos. Illouz cree poder constatar que ya en Madame Bovary el deseo
consumista y el romántico se condicionan recíprocamente. Illouz resalta cómo la
fantasía de Emma fue en gran medida el motor de su avidez de consumo. Y, según
la autora comentada, hoy Internet contribuye a «la posición del individuo
moderno como sujeto deseante que anhela ciertas experiencias, fantasea con
diversos objetos o estilos de vida, y vive en un universo imaginario o
virtual». [[56]] A su juicio, el sujeto
moderno percibe cada vez más sus deseos y sentimientos de manera imaginaria a
través de mercancías y de las imágenes de los medios. Su imaginación está
determinada sobre todo por el mercado de los bienes de consumo y la cultura de
masas.
Illouz relaciona el ansia de
dilapidación de Emma con la temprana cultura del consumo en Francia durante el
siglo XIX:
«De hecho, la historia de Emma
Bovary presenta un elemento que no se suele retomar en las lecturas realizadas
desde distintas disciplinas: la imaginación de Emma es precisamente lo que
funciona como motor de su endeudamiento con el señor Lheureux, un comerciante
astuto que le vende telas y baratijas. Con la mediación del deseo romántico,
dicha imaginación alimenta de modo directo la cultura consumista que empezaba a
nacer en la Francia del siglo XIX.» [[57]]
Frente a la suposición de
Illouz, la conducta consumista de Emma no puede explicarse por la estructura
socioeconómica de Francia en aquella época. Se manifiesta como exceso y gasto,
que se acercan a la «superación de la economía» en Bataille, [[58]] que contrapone el «gasto
improductivo» a aquellas formas de consumo «que sirven de medio a la
producción». [[59]] Lheureux, que había sido
antes cambista, representa precisamente la economía burguesa, que Emma tacha
con una cruz mediante su gasto improductivo, excesivo. Bataille diría que ella
contradice el «principio económico de la balanza de pagos equilibrada», [[60]] la lógica de la producción y
del consumo. Como «principio de la pérdida» renuncia a la dicha burguesa, a
saber, a Lheureux. La pérdida absoluta es la muerte. Y así la muerte de Emma es
una consecuencia ineludible de la lógica del gasto y de la pérdida.
En contra de lo que supone
Illouz, el deseo añorante no es «racionalizado» hoy mediante el aumento de
decisiones y criterios electivos. A causa de una libertad de elección sin
límites amenaza más bien el final del componente de añoranza en el deseo.
El deseo añorante es siempre anhelo del otro. Lo alimenta la negatividad
de la sustracción. El otro como objeto del anhelo se sustrae a la positividad
de la elección. Aquel «yo» con su «capacidad aparentemente infinita de enunciar
y refinar criterios para la selección de pareja» [[61]] no añora. La cultura
del consumo sin duda engendra nuevas necesidades y deseos a través de cuadros y
narraciones imaginarios de los medios. Pero la dimensión de la añoranza se
distingue tanto del deseo como de la necesidad. Illouz no entra en esta
peculiaridad de la economía libidinosa del deseo añorante.
La alta definición (High
Definition) de la información no deja nada indefinido. La fantasía, en
cambio, habita en un espacio indefinido. Información y fantasía son
fuerzas opuestas. Así, no hay ninguna imaginación «densa en información» que no
esté en condiciones de «idealizar» al otro. La construcción del otro no
depende de una información mayor o menor. Sólo la negatividad de la sustracción
lo produce en su alteridad atópica. Esta le confiere un nivel más alto de ser
más allá de la «idealización» o la «sobrevaloración». La información como tal
es una positividad, que conduce a la desintegración de la
negatividad del otro.
Si hay que buscar un responsable de la creciente decepción en la
sociedad actual, no habría que apuntar a la fantasía incrementada, sino a las
expectativas más altas. Es problemático que Illouz en su sociología de la
decepción no distinga entre fantasía y expectativa. Los nuevos medios de
comunicación no dan alas precisamente a la fantasía. Más bien, la gran densidad
de información, sobre todo la visual, la reprime. La hipervisibilidad no es
ventajosa para la imaginación. Así, el porno, que en cierto modo lleva al
máximo la información visual, destruye la fantasía erótica.
Flaubert se sirve precisamente
de la negatividad de la sustracción visual para estimular la fantasía erótica.
De manera paradójica, en la escena erótica de la novela no hay casi nada que
ver. León seduce a Emma para que viaje en coche. El carruaje atraviesa sin fin
ni parada la ciudad, mientras ellos se aman apasionadamente detrás de las
cortinas bajadas. Con todo detalle, Flaubert menciona plazas, puentes y
bulevares por los que vaga el carruaje, y los lugares por donde pasa:
Quatremares, Sotteville, Jardín Botánico, etc. Pero no puede verse nada de los
amantes. Al final del viaje erótico, con muchos rodeos, Emma extiende su mano
desde la ventana del coche y lanza fuera trocitos de papel, que, ondeando en el
viento como golondrinas blancas, caen en un campo de tréboles.
En el relato breve de J. G.
Ballard «La Gioconda del mediodía crepuscular», el protagonista se retira a una
casa aislada junto al mar, para recuperarse de su enfermedad ocular. Su ceguera
momentánea conduce a una notable agudización de los demás sentidos. Y de su
interior surgen visiones de ensueño, que pronto le parecen más reales que la
realidad y a las que se entrega con obsesión. Evoca una y otra vez el
misterioso paisaje de las costas con rocas azules, y en su visión sube las
escaleras de piedra que conducen a una cueva. Allí encuentra a una encantadora
maga, que se condensa como objeto de su anhelo. Cuando en el cambio de vendaje
llega a su ojo un rayo de luz, él cree que en cierto modo la luz quema sus
fantasías. Es verdad que pronto vuelve a ver, pero constata que no retornan las
ensoñaciones. Completamente desesperado, toma la decisión radical de destruir
sus ojos para ver más. Así, el grito de dolor se mezcla con el júbilo:
«Rápidamente, Maitland apartó
las ramas de los sauces y caminó hasta la orilla. Un momento después, Judith
oyó el grito de Maitland por encima de los chillidos de las gaviotas. El sonido
era mitad de dolor y mitad de triunfo, y Judith corrió hacia los árboles, sin
alcanzar a saber si Maitland se había lastimado o había descubierto alguna cosa
agradable. Lo vio de pronto de pie en la orilla, la cabeza alzada a la luz del
sol, las mejillas y las manos encendidas, de brillante color carmesí, como un
Edipo angustiado e impenitente.» [[62]]
Zizek supone falsamente que el
protagonista Maitland sigue aquí la línea idealista de Platón, cuya pregunta
fundamental es «cómo nosotros llegamos a la verdadera realidad de las ideas a
partir de la realidad fenoménica, eternamente cambiante y "falsa"
(desde la cueva, donde sólo percibimos sombras, a la luz del día, donde podemos
dirigir una mirada al sol)». [[63]] Según Zizek, Maitland mira
directamente al sol con la esperanza «de ver la escena en conjunto», es decir,
de ver más y con más claridad. [[64]] En realidad, Maitland sigue
una pauta antiplatónica. En cuanto aniquila la luz de sus ojos, se atreve a dar
un paso atrás, desde el mundo de la verdad y de la hipervisibilidad a la
cueva, a este espacio medio oculto de los ensueños y del deseo. La música
interna de las cosas suena por primera vez al cerrar los ojos, cosa que
introduce su demora. Así, Barthes cita a Kafka: «Fotografiamos cosas para
ahuyentarlas del espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos». [[65]] Ante la pura masa de imágenes
hipervisibles, hoy no es posible cerrar los ojos. Tampoco deja ningún instante
para ello el rápido cambio de imágenes. Cerrar los ojos es una negatividad,
que se compagina mal con la positividad y la hiperactividad de la sociedad
actual de la aceleración. La coacción de la hipervigilia dificulta cerrar los
ojos. Y es responsable también del agotamiento neuronal del sujeto del
rendimiento. La demora contemplativa es una especie de conclusión. Cerrar
los ojos es precisamente mostrarse la conclusión. La percepción sólo
puede concluirse en una quietud contemplativa.
La hipervisibilidad va unida
con el desmontaje de umbrales y límites. Es la meta de la sociedad de la
transparencia. El espacio se hace transparente cuando es alisado y allanado.
Umbrales y pasadizos son zonas llenas de misterios y enigmas, donde comienza el
otro atópico. Junto con los límites y los umbrales desparecen también
las fantasías relativas al otro. Sin la negatividad de los umbrales, sin
su experiencia, se atrofia la fantasía. La crisis actual del arte, y también de
la literatura, puede atribuirse a la crisis de la fantasía, a la desaparición
del otro, es decir, a la agonía del Eros.
Los vallados fronterizos o los
muros que hoy se erigen ya no excitan la fantasía, porque no engendran al otro.
Más bien, atraviesan de un extremo a otro el infierno de lo igual, que sigue
solamente las leyes económicas que separan a los ricos de los pobres. Es el
capital el que produce estos nuevos límites. Pero el dinero en principio lo
hace todo igual. Nivela diferencias esenciales. Los límites como
separadores y excluyentes eliminan las fantasías relativas al otro. No
son umbrales o pasadizos que conduzcan a otro lugar.
Política
del Eros
En el Eros mora un «germen de
lo universal». [[66]] Cuando contemplo un cuerpo
bello, ya estoy en camino hacia lo bello en sí. El Eros mueve y propulsa el
alma para «una procreación en la belleza». [[67]] De él emana una fuerza
ascensional del espíritu. El alma, impulsada por el Eros, produce cosas
bellas y sobre todo acciones bellas, que tienen un valor universal. Esa es la
doctrina platónica. En contra de lo que en general se cree, no es enemiga de
los sentidos y del placer. Pero si el amor se profana para convertirse en
sexualidad, tal como hoy en día sucede, el rasgo universal del Eros se aleja de
él.
El Eros, que, según Platón,
dirige el alma, tiene poder sobre todas sus partes: deseo (epithymia),
valentía (thymos) y razón (logos). Cada parte del alma tiene su
propia experiencia del placer e interpreta lo bello de forma propia en cada
caso. [[68]] Hoy parece que es sobre todo
el deseo (epithymia) el que domina la experiencia de placer del alma.
Por eso las acciones pocas veces están impulsadas por el valor (thymos).
Es timótica, por ejemplo, la ira, que rompe radicalmente con lo
establecido y hace comenzar un nuevo estado. Hoy cede su puesto a los enfados o
los descontentos. A éstos les falta la negatividad de la ruptura. Y así, dejan
que siga existiendo el estado actual. Sin Eros degenera también el logos,
que se convierte en un cálculo dirigido por datos, sin capacidad de prever el
acontecimiento, lo incalculable. El Eros no ha de confundirse con el deseo (epithymia).
[[69]] Es superior no sólo al deseo,
sino también al Thymos. Lo incita a producir bellas acciones. El Thymos
es el lugar donde puede existir contacto entre el Eros y la política. Pero la
política actual, que además de carecer de valentía se desarrolla por completo
sin Eros, se atrofia para convertirse en mero trabajo. El neoliberalismo lleva
a cabo una despolitización de la sociedad, y en ello desempeña una función
importante la sustitución del Eros por sexualidad y pornografía. Se basa en el
deseo (epithymia). En una sociedad del cansancio, con sujetos del
rendimiento aislados en sí mismos, también se atrofia por completo la valentía.
Se hace imposible una acción común, un nosotros.
Con toda seguridad no habrá una
política del amor. La política sigue siendo antagónica al amor. Pero las
acciones políticas tienen un ámbito que comunica con el Eros, con amplias
ramificaciones. Hay una transformación política del Eros. Aquellas historias de
amor que surgen sobre el trasfondo de acciones políticas apuntan a este vínculo
secreto entre Eros y política. Badiou ciertamente niega una conexión inmediata
entre política y amor, pero parte de una «resonancia secreta» que surge entre
una vida por completo comprometida bajo el signo de una idea política, por un
lado, y la intensidad que es propia del amor, por otro lado. Son, dice, «como
dos instrumentos de música completamente distintos en su timbre y en su fuerza,
pero que, convocados por un gran músico en el mismo fragmento, convergen
misteriosamente». [[70]] La acción política como un
deseo común de otra forma de vida, de otro mundo más justo, está en correlación
con el Eros en un nivel profundo. Este constituye una fuente de energía para la
protesta política.
El amor es una «escena de lo
Dos». [[71]] Interrumpe la perspectiva del
uno y hace surgir el mundo desde el punto de vista del otro o de la diferencia.
La negatividad de una transformación revolucionaria marca un camino del amor
como experiencia y encuentro: «Está claro que bajo el efecto de un encuentro
amoroso, y si quiero serle fiel realmente, debo recomponer de arriba a abajo mi
manera ordinaria de "habitar" mi situación». [[72]] El «acontecimiento» es un
momento de «verdad» que introduce una nueva forma de ser, completamente
distinta a lo dado, a la costumbre de habitar. Hace que suceda algo de
lo que la situación no puede dar cuenta. Interrumpe lo igual a favor de lo
otro. La esencia del acontecimiento es la negatividad de la ruptura, que da
comienzo a algo del todo distinto. El carácter del acontecimiento une el amor
con la política o el arte. Todos ellos
exigen una «fidelidad» al acontecimiento. Esta fidelidad trascendental
puede entenderse como una propiedad universal del Eros.
La negatividad de la
transformación o de lo completamente diferente es extraña a la sexualidad. El
objeto sexual permanece siempre igual a sí mismo. No le sobreviene ningún acontecimiento,
pues el objeto sexual consumible no es el otro. Por eso no me cuestiona
nunca. La sexualidad pertenece al orden de lo habitual, que reproduce lo
igual. Es el amor del uno al otro uno. Le falta por
completo la negatividad de la alteridad, que imprime su sello a la «escena de
lo dos». La pornografía agudiza la habituación, porque borra por entero la
alteridad. Su consumidor ni siquiera tiene un enfrente sexual. Habita la
escena del uno. De la imagen pornográfica no sale ninguna resistencia
del otro o de lo real. Lo pornográfico tampoco lleva inherente ningún decoro,
ninguna distancia. Es pornográfica precisamente la falta de tacto y de
encuentro con el otro, a saber, el tacto autoerótico y la afección de sí mismo
que protege al ego del contacto extraño o de la conmoción. De esta forma, la
pornografía incrementa la dosis narcisista del yo. En cambio, el amor como acontecimiento,
como «escena de lo dos», deshabitúa y reduce el narcisismo.
Produce una «ruptura», una «perforación» en el orden de lo habitual y de lo
igual.
Inventar de nuevo el amor fue
una preocupación central del surrealismo. Esta nueva definición surrealista del
amor representa un gesto artístico, existencial y político. Así, André Breton
atribuye al Eros una fuerza universal: «El único arte digno del hombre y del
espacio, el único capaz de conducirlo más allá de las estrellas [...] es el
erotismo». [[73]] En los surrealistas, el Eros
es el medio de una revolución poética del lenguaje y de la existencia. [[74]] Es exaltado como fuente
energética de una renovación, de la que ha de alimentarse también la acción
política. A través de su fuerza universal une entre sí lo artístico, lo
existencial y lo político. El Eros se manifiesta como aspiración revolucionaria
a una forma de vida y sociedad completamente diferente. Es más, mantiene en pie
la fidelidad a lo que está por venir.
El
final de la teoría
Martin Heidegger, en una carta
a su mujer, escribía:
«Es difícil expresar lo otro
que, junto con el amor a ti, es inseparable de mi pensamiento, aunque sea de
modo diferente. Lo llamo el Eros, el más antiguo de los dioses según dice
Parménides. El aletazo de ese Dios me toca siempre que doy un paso esencial en
mi pensamiento y me atrevo a entrar en lo no transitado. Quizá me toca a mí de
manera más fuerte e inquietante que a otros cuando lo presentido largamente ha
de ser conducido al círculo de lo decible y, sin embargo, durante mucho tiempo
lo dicho tiene que dejarse todavía en la soledad. Corresponder puramente a esto
y, no obstante, conservar lo nuestro, seguir el vuelo, pero volver bien,
realizar ambas cosas en forma igualmente esencial y adecuada, es aquello en lo
que fracaso con excesiva facilidad, y luego, o bien me deslizo hacia la mera
sensibilidad, o bien intento forzar lo que no puede forzarse mediante el mero
trabajo.» [[75]]
Sin la seducción del otro
atópico, que desata en el pensamiento un deseo erótico, aquel se atrofia y no
pasa de ser un mero trabajo, que reproduce siempre lo mismo. Al
pensamiento calculador le falta la negatividad de la atopía. Este es trabajo
en lo positivo. Ninguna negatividad le provoca inquietud. El propio Heidegger
habla de un «mero trabajar», al que se rebaja el pensamiento si no se atreve,
impulsado por el Eros, a entrar en lo «no recorrido», en lo no calculable. El
pensamiento se hace «más fuerte», «más inquietante» en el momento en que,
tocado por el aletazo del Eros, intenta llevar al lenguaje al otro atópico,
carente de lenguaje. Al pensamiento calculador, guiado por los datos, le falta
la resistencia del otro atópico. El pensamiento sin Eros es meramente
repetitivo y aditivo. Y el amor sin Eros, sin su fuerza ascensional, degenera hasta
la «mera sensibilidad». Sensibilidad y trabajo pertenecen al mismo orden.
Carecen de espíritu y deseo.
Hace algún tiempo, Chris
Anderson, jefe de redacción de la revista Wired, publicó un artículo
provocativo con el título «El final de la teoría». Allí afirma que la cantidad
inconcebiblemente grande de datos ahora disponibles hacen por completo
superfluos los modelos de teoría: «Hoy en día empresas como Google, que se han
desarrollado en una época de datos masivamente abundantes, no tienen que
asentarse en modelos sometidos a comprobación. En efecto, no tienen que
asentarse en ningún modelo». [[76]] Analizamos datos y
encontramos modelos (patterns) partiendo de pertinencias o dependencias.
En lugar de modelos hipotéticos de teorías se introducen igualaciones directas
de datos. La correlación sustituye la causalidad:
«Fuera toda teoría de la
conducta humana, desde la lingüística hasta la sociología. Olvídese de la
taxonomía, ontología y psicología. ¿Quién sabe por qué la gente hace lo que
hace? La cuestión es que lo hace, y podemos seguirle la pista y medirlo con una
fidelidad sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por ellos
mismos.»
Anderson pone en el fondo de su
tesis un concepto débil, abreviado, de teoría. La teoría es más que un modelo o
una hipótesis que pueda verificarse o declararse falsa en virtud de
experimentos. Teorías fuertes, como, por ejemplo, la teoría platónica de
las ideas o la Fenomenología del espíritu de Hegel, no son modelos que
puedan sustituirse por el análisis de datos. Allí está, como fondo, un pensar
en sentido enfático. La teoría constituye una decisión esencial, que hace
aparecer el mundo de modo completamente distinto, bajo una luz del todo
diferente. Es una decisión primaria, primordial, que dictamina qué es pertinente
a algo y qué no lo es, qué es y tiene que ser y qué no. Como
narración altamente selectiva, traza un camino de discriminación a través de lo
«no transitado» todavía.
No hay un pensamiento llevado
por los datos. Sólo el cálculo es llevado por los datos. La negatividad de
lo incalculable es inherente al pensamiento. Y así, está dado previamente
y antepuesto a los «datos». La teoría, que está en el fondo del pensamiento, es
una donación previa. Trasciende la positividad de lo dado y hace que
esto, de pronto, aparezca bajo otra luz. Lo dicho no es ningún romanticismo,
sino que es la lógica del pensamiento, que tiene validez desde sus comienzos.
La masa de datos e informaciones, que crece sin límites, aleja hoy la ciencia
de la teoría, del pensamiento. Las informaciones son en sí positivas. La
ciencia positiva, basada en los datos (la ciencia Google), que se agota con la
igualación y la comparación de datos, pone fin a la teoría en sentido amplio.
Esa ciencia es aditiva o detectiva [[77]], y no narrativa o hermenéutica.
Le falta la constante tensión narrativa. Así se descompone en
informaciones. Ante la proliferante masa de información y datos, hoy las
teorías son más necesarias que nunca. Impiden que las cosas se mezclen y
proliferen. Y de este modo reducen la entropía. La teoría aclara el
mundo antes de explicarlo. Hemos de pensar sobre el origen común de la teoría y
las ceremonias o los rituales. Todos ellos ponen el mundo en forma. Dan
forma al curso de las cosas y lo enmarcan, para que éstas no se desborden. En
cambio, la masa actual de la información ejerce un efecto deformativo.
La tremenda cantidad de
información eleva masivamente la entropía del mundo, y también el nivel de
ruido. El pensamiento tiene necesidad de silencio. Es una expedición al silencio.
La crisis actual de la teoría tiene muchas cosas en común con la crisis de la
literatura y del arte. Michel Butor, representante francés del nouveau roman,
la entiende como una crisis del espíritu: «No sólo vivimos en una crisis
económica, vivimos también en una crisis literaria. La literatura europea está
amenazada. Lo que en sentido estricto experimentamos en Europa es una crisis
del espíritu». [[78]] A la pregunta: ¿en qué se
reconoce la crisis del espíritu?, Butor responde: «Desde hace diez o veinte años
apenas sucede nada más en la literatura. Nos encontramos con un diluvio de
publicaciones y, sin embargo, hay un estancamiento del espíritu. La causa es
una crisis de la comunicación. Los nuevos medios de comunicación son
admirables, pero producen un ruido espantoso». La pululante masa de
información, este exceso de positividad, se manifiesta como ruido. La
sociedad de la transparencia y de la información es una sociedad con muy alto
nivel de ruido. Y sin negatividad se da siempre lo mismo. El espíritu,
que originariamente significa inquietud, le agradece su vivacidad.
La ciencia positiva, guiada por
los datos, no produce ningún conocimiento o verdad. De las informaciones
nos damos por enterados. Pero enterarse de las cosas todavía no es
ningún conocimiento. Es, en virtud de su positividad, aditivo y acumulativo.
Las informaciones como positividades no cambian ni anuncian nada. Carecen
por completo de consecuencias. En cambio, el conocimiento es una
negatividad. Es exclusivo, exquisito y realizador. Así, un conocimiento al que
precede una experiencia puede conmover hondamente lo que ha sido en conjunto y
hacer que comience algo por completo diferente. Un exceso de simple
información no deja prosperar ningún conocimiento. La sociedad de la
información es una sociedad de la vivencia. Y también esta última es aditiva y
acumulativa. En eso se diferencia de la experiencia, que con frecuencia es única.
La vivencia no tiene ningún acceso a lo completamente distinto. Le falta el
Eros, que transforma. Asimismo la sexualidad es una fórmula de vivencia
positiva del amor. De ahí que sea también aditiva y acumulativa.
En los Diálogos de
Platón nos encontramos con un Sócrates que es seductor, amado y amante, que en
virtud de su singularidad es llamado atopos. Su discurso (logos)
se realiza como una seducción erótica. Por eso es comparado con el
sátiro Marsias. Es conocido que sátiros y silenos son acompañantes de Dionisos.
Según el texto platónico, Sócrates es más digno de admiración que el flautista
Marsias, pues él seduce y embriaga tan sólo con las palabras. Todo el que las
percibe queda por completo fuera de sí. Alcibíades cuenta cómo, cuando lo oye,
le palpita el corazón con mucha más fuerza que los impactados por la danza de
los coribantes. Dice, además, que estos «discursos de la sabiduría» (philosophia
logon) lo hieren como una mordedura de serpiente, que le arrancan lágrimas.
Hasta ahora apenas se ha prestado atención al hecho sorprendente de que,
precisamente, en los comienzos de la filosofía y la teoría estuvieran el Logos
y el Eros enlazados en una unión tan íntima. El Logos carece de vigor sin el
poder del Eros. Alcibíades confiesa que Pericles u otros buenos oradores, en
contraposición a Sócrates, no logran conmoverlo ni llenarlo de inquietud. A sus
palabras les falta la fuerza erótica de la seducción.
Eros conduce
y seduce el pensamiento a través de lo no transitado, de lo otro
atópico. Lo demoníaco del discurso socrático se debe a la negatividad de la
atopía. Pero no desemboca en la aporía. Platón, en contra de la
tradición, declara a Poros padre de Eros. Poros significa
«camino». El pensamiento ciertamente osa adentrarse en lo no transitado, pero
no se pierde allí. Eros, gracias a su procedencia, le muestra el camino.
Filosofía es traducción de Eros a Logos. Heidegger sigue la teoría platónica
del Eros cuando advierte que es tocado por el aletazo del Eros tan pronto como
en el pensamiento da un paso esencial y se lanza a lo no transitado.
Platón da a Eros el
calificativo de philosophos, amigo de la sabiduría, [[79]] filósofo es un amigo, un
amante. Pero este amante no es ninguna persona externa, ninguna circunstancia
empírica; es, más bien, una «presencia intrínseca al pensamiento, una condición
de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente».
[[80]] El pensamiento en sentido
enfático comienza por primera vez bajo el impulso de Eros. Es necesario haber
sido un amigo, un amante, para poder pensar. Sin Eros el pensamiento pierde
toda vitalidad, toda inquietud, y se hace represivo y reactivo. Eros da nervio
al pensamiento con la aspiración al otro atópico. Deleuze y Guattari, en
¿Qué es la filosofía?, elevan el Eros hasta convertirlo en condición de
posibilidad del pensamiento:
«¿Qué quiere decir amigo,
cuando se convierte [...] en condición para el ejercicio del pensamiento? O
bien amante, ¿no será acaso más bien amante? ¿Y acaso el amigo no va a
introducir de nuevo hasta en el pensamiento una relación vital con el Otro al
que se pensaba haber excluido del pensamiento puro?» [[81]]
FIN
Más información
La proclamación neoliberal de
la libertad se manifiesta en realidad como un imperativo paradójico: sé
libre. Domina una economía de la supervivencia en la que cada uno es su
propio empresario. El neoliberalismo, con sus desinhibidos impulsos narcisistas
del yo y del rendimiento, es el infierno de lo igual, una sociedad de la
depresión y el cansancio compuesta por sujetos aislados.
Los muros y las fronteras ya no
excitan la fantasía, pues no engendran al otro. Dado que el Eros se
dirige a ese otro, el capitalismo elimina la alteridad para someterlo
todo al consumo, a la exposición como mercancía, por lo que intensifica lo
pornográfico, pues no conoce ningún otro uso de la sexualidad. Desaparece así
la experiencia erótica. La crisis actual del arte, y también de la literatura,
puede atribuirse a esta desaparición del otro, a la agonía del Eros.
Con toda seguridad no habrá una
política del amor. Sin embargo, las acciones políticas comunican con el Eros,
pues suponen el deseo común de otra forma de vida. El amor interrumpe la
perspectiva del uno y hace surgir el mundo desde el punto de vista del otro,
de la diferencia. Así, el Eros constituye una fuente de energía para la
protesta política. Se manifiesta como aspiración revolucionaria a una sociedad
completamente diferente. Es más, mantiene en pie la fidelidad a lo venidero.
Byung-Chul Han, de origen coreano, estudió
Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la
Universidad de Munich. En 1994 se doctoró por la primera de dichas
universidades con una tesis sobre Martin Heidegger. En la actualidad es
profesor de Filosofía y Estudios culturales en la Universidad de Berlín. Es
autor de más de una decena de títulos, de los cuales se ha traducido al
castellano, además de la presente obra, La sociedad del cansancio y La
sociedad de la transparencia.
[1] R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo XXI, 2006, p. 32.
[2] «Melancholia» es también el nombre con el que se bautiza a esta «estrella resplandeciente». (N. del E.)
[3] M. Blanchot, «...absolute Leere des Himmels...», en Coelen, M. (ed.), Die andere Urszene, Berlin, Diaphanes, 2008, p. 19.
[4] Íd., La escritura del desastre, Caracas, Monte-Ávila, 1990, p. 125.
[5] M. Foucault, El nacimiento de la biopolítica, Buenos Aires, FCE, 2007, p. 310.
[6] Ibíd., p. 41.
[7] Ibíd., p. 84.
[8] Ibíd.
[9] E. Levinas, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós-ICE UAB, 1993, p. 131.
[10] Ibíd., p. 133.
[11] Cf. M. Buber, Diálogo y otros escritos, Zaragoza, Río Piedras, 1997.
[12] E. Levinas, op. cit., p. 132.
[13] E. L. James, Cincuenta sombras de Grey, Barcelona, Grijalbo, 2012.
[14] Ibíd.
[15] Palabras usadas para indicar al compañero sexual que cese en su actividad (N. del T.).
[16] Así escribe Freud a Wilhelm Fliess: «Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retrascripción. Lo esencialmente nuevo en mi teoría es, entonces, la tesis de que la memoria no preexiste de manera simple, sino múltiple, está registrada en diversas variedades de signos». Cfr. S. Freud, Obras completas, volumen I, Buenos Aires, Amorrortu, 2001, p. 274-275.
[17] E. Levinas, op. cit., p. 133.
[18] Ibíd., p. 120.
[19] Platón, Fedro, 253e, Madrid, Gredos, 1988, p. 360.
[20] Marsilio Ficino, De amore. Comentario al «Banquete» de Platón, Madrid, Tecnos, 19943, p. 205.
[21] Ibíd., p. 211.
[22] Ibíd., p. 214.
[23] E. Illouz, El consumo de la utopía romántica, Madrid, Katz, 2009, p. 150.
[24] Cf. G. W. F. Hegel, «Schriften zur
Politik und Rechtsphilosphie», Sämtliche Werke, tomo VII, Hamburgo,
1913, p. 370.
[25] Íd., Jeneser Realphilosophie I, Leipzig, 1932, p. 229 (trad. cast. Filosofía real, Madrid, FCE, 1984).
[26] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza 1980, p. 39.
[27] Ibíd.
[28] Aristóteles, Política, 1257b, Aguilar, Madrid, 1977, p. 1421.
[29] G. W. F. Hegel, Estética, volumen II, Barcelona, Península, 1991, p. 113.
[30] Íd., «Fenomenología del espíritu», en Hegel I, Madrid, Gredos, 2010, pp. 132 s.
[31] Íd., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Madrid, Alianza 1997, p. 260, § 181. R. Valls Plana traduce: «La definición de lo absoluto es desde ahora que es el silogismo» [SIC]. En este contexto considero que Byung-Chul Han da a Schluss el sentido de «conclusión» (N. del T.).
[32] Íd., Estética, op. cit., p. 113.
[33] Marsilio Ficino, De amore, op. cit., p. 43.
[34] Ibíd.
[35] G. Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 15.
[36] Ibíd.
[37] Ibíd., p. 243.
[38] Ibíd., p. 21.
[39] Ibíd.
[40] G. W. F. Hegel, Ciencia de la lógica, Buenos Aires, Solar, 1982, p. 74.
[41] A. Badiou, Elogio del amor, Café Voltaire, París, Flammarion, p. 16.
[42] J. Baudrillard, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 1984, p. 9.
[43] Esa es la tesis de Robert Pfaller en Das schmutzige Heilige und die reine Vernunft, Frankfurt del Meno, Fischer, 2008.
[44] G. Agamben, Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, p. 97.
[45] Ibíd., p. 113.
[46] Ibíd., p. 111.
[47] Ibíd., p. 117.
[48] J. Baudrillard, Las estrategias fatales, op. cit., p. 113 s.
[49] G. Agamben, Profanaciones, op. cit., p. 118.
[50] Ibíd., p. 110.
[51] E. Illouz, ¿Por qué duele el amor?, Madrid, Katz, 2012, p. 300.
[52] Ibíd., p. 302.
[53] Ibíd., p. 280.
[54] Ibíd.
[55] Ibíd.
[56] Ibíd., p. 272.
[57] Ibíd., p. 270.
[58] Cf. P. Reynaud, «Economics and Counter-productivity in Flaubert's Madame Bovary», en Purdy, A. (ed. ) Literature and Money, Atlanta, Amsterdam, 1993, p. 150: «El proceso de narración de Flaubert es [... ] una instancia de soberanía, de creatividad desbordante [... ]. La negación del valor caracteriza una economía femenina, menospreciada por la economía básica. La oposición al valor se afirma a sí misma por el hecho de que la mujer no se inscribe en los círculos de intercambio económico, por el hecho de su ausencia del mundo laboral [...]».
[59] G. Bataille, Die Aufhebung der
Ökonomie, Munich, 2001, p. 12.
[60] Ibíd., p. 13.
[61] E. Illouz, ¿Por qué duele el amor?, op. cit., p. 302.
[62] J. G. Ballard, «La Gioconda del mediodía crepuscular», en El hombre imposible, Buenos Aires, Minotauro, 1972.
[63] S. Zizek, Die Pest der Phantasmen, Viena 1999, p. 82 (Trad. cast. El acoso de las fantasías, México, Siglo XXI, 1999).
[64] Ibíd., p. 81.
[65] R. Barthes, La cámara lúcida, Barcelona, Paidós, 1991, p. 104.
[66] A. Badiou, Elogio del amor, op. cit., p. 8.
[67] Platón, Banquete, 206b, Madrid, Gredos, 1988, p. 254.
[68] Cf. Th. A. Szelzák,
«"Seele" bei Platon», en Klein, H. D. (ed.), Der Begriff der Seele
in der Philosophiegeschichte, Würzburg, 2005, pp. 65-86, en particular p.
85.
[69] Cf. Robert Pfaller, Das schmutzige Heilige und die reine Vernunft, op. cit., p. 144: «En la "República" Platón esbozó una triple división tópica del alma humana, que comprendía el Logos (la razón), el Eros (el deseo) y el Thymos (el orgullo)».
[70] A. Badiou, Elogio del amor, op. cit., p. 23.
[71] Ibíd., p. 11.
[72] A. Badiou, La ética: ensayo sobre la conciencia del mal, México, Herder, 2004, p. 71.
[73] A. Breton, Exposition intemationale du surréalisme [EROS], citado en Mahon, A., Surrealism and the Politics of Eros, Londres, Thames & Hudson, 2005, p. 143.
[74] Ibíd., p. 65.
[75] M. Heidegger, Briefe Martin Heideggers an seine Frau Elfride 1915-1970, Munich, DVA, 2005, p. 264 (trad. cast. ¡Alma mía! Cartas a su mujer Elfride 1915-1970, Buenos Aires, Manantial, 2008).
[76] Wired, edición del 16 de julio de 2012.
[77] SIC.
[78] ZEIT, edición del 12 de julio de 2008.
[79] Platón, Banquete 203e, op. cit., p. 249.
[80] G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es filosofía?, Barcelona, Anagrama, 19974, p. 9.
[81] Ibíd.
