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sábado, 15 de marzo de 2025

HHL ÉTIENNE GILSON LA FILOSOFÍA N LA EDAD MEDIA DESDE LOS ORÍGENES PATRÍSTICOS HASTA EL FIN DEL SIGLO XIV -PREFACIO




PREFACIO La primera edición de esta obra data de 1922. Al presentarla de nuevo, después de veinte años, bajo una forma mucho más amplia, hemos respe tado su primitivo carácter. Sigue tratándose de una visión de conjunto de la filosofía medieval, escrita para lectores cultos que deseen iniciarse en estas cuestiones. Los especialistas, o quienes aspiren a serlo, disponen de un admirable instrumento de trabajo en la segunda 'sección del Grundriss der Geschichte dar Philosophie, de Friedrich Ueberweg: Die patristische und scholastische Philosophie, undécima edición, publicada por Bernhard Geyer, Berlín, E. 8. Mittler, 1928. No se pueden aportar más hechos, ni más inteligentemente interpretados, en un volumen menor; sus indicaciones bi bliográficas son de una riqueza inmensa, y de ahí es de donde toda inves tigación personal debe tomar su origen. Los que prefieran una orientación filosófica en toda esta masa de hechos estudiarán con provecho los dos volúmenes de la Histoire de la philosophie médiévale, de Maurice de Wulf, París, J. Vrin, 1934, 1936. En ella encontrarán, además de los comple mentos bibliográficos necesarios para el período 1928-1936, una serie de estudios históricos llevados según principios filosóficos definidos, y que se benefician de su luz. Por fin, para situar el pensamiento medieval en su relación con el conjunto de las tradiciones griegas de las que es here dero —punto de vista tan necesario como los precedentes—, debe leerse la Philosophie du moyen age, por Emile Bréhier (París, Albin Michel, 1937), cuya claridad y precisión no dejan nada que desear. Más adelante seña laremos otras obras generales sobre el mismo tema, cada una de las cuales se recomienda por sus propios méritos, que nosotros no pretendemos su plir. Nuestra intención no ha sido escribir una obra de erudición, o presen tar una serie de monografías sobre los principales pensadores de la Edad Media, ni siquiera citar todos los nombres propios conocidos, cosa que, en cierto sentido, hubiera sido más fácil, sino simplemente contar una his toria tal como se puede apreciar en sus líneas más generales después de haberla estudiado y enseñado durante muchos axlos, seleccionando de sus HHL HHL 8 Prefacio momentos principales sólo aquello que pueda aclarar su sentido general. Las divisiones por siglos y por series de autores no representan aquí más que simples marcos. Con frecuencia podrían ser distribuidos los filósofos y los teólogos según series diferentes, por razones distintas y a veces me jores; pero esperamos que en cada caso nos serán reconocidas las que nos han aconsejado el orden que hemos creído deber adoptar. El índice de nombres propios permitirá reunir cuanto se relaciona con el mismo per sonaje y ver en qué otros marcos se le podría, quizá, inscribir. Las indi caciones bibliográficas han sido reducidas al mínimo, ya que al menos uno de los trabajos que indicamos remite por regla general a todos los demás. Aun cuando hemos creído que debíamos ahorrar al lector las referencias en una obra de este género, hemos conservado y aumentado las citas en las cuales el latín técnico, aunque sólo sea por su vigor, es con frecuencia irreemplazable. Por otra parte, el texto se comprende siempre sin ellas y da, de ordinario, su equivalencia. Accediendo a un deseo frecuentemente expresado, hemos añadido a esta historia dos capítulos de introducción al pensamiento filosófico de los Padres de la Iglesia. Finalmente, con objeto de rectificar ciertas ilusiones ópticas, de otro modo inevitables, todos estos acontecimientos han sido situados en el marco ampliado de una historia de la cultura intelectual de la Edad Media, disminuyendo así, según espero, la separación que existe siempre entre semejantes esbozos históricos y la complejidad de lo real. A pesar de este esfuerzo por abarcar lo más exactamente posible lo con creto, es necesario confesar que toda historia de la filosofía de la Edad Media presupone la decisión de abstraer esta filosofía del medio teológico en que ha nacido y del cual no es posible separarla sin violentar la realidad histórica. Puede verse que no hemos admitido ninguna línea de demar cación rigurosa entre la historia de la filosofía y la historia de la teolo gía, no solamente en la época patrística, sino incluso en la Edad Media. De ahí no se sigue que no se pueda hablar en justicia de una historia de la filosofía medieval. Nada más legítimo, desde el punto de vista de la his toria general de la filosofía, que hacerse cuestión del desarrollo y proceso de los problemas filosóficos planteados por los griegos, a lo largo de los catorce primeros siglos de la era cristiana. Sin embargo, si se quiere es tudiar y comprender la filosofía de esta época, hay que buacarla donde se encuentra, es decir, en los escritos de hombres que se presentaban abier tamente como teólogos o que aspiraban a serlo. La historia de la filosofía de la Edad Media es una abstracción sacada de esa realidad, más vasta y más comprensiva, que fue la teología católica medieval. No hay por qué sorprenderse de las incesantes referencias que, en el curso de esta obra, se hacen a problemas propiamente teológicos; antes al contrario, dichas referencias recordarán provechosamente la simbiosis de estas dos disci plinas intelectuales durante la larga serie de siglos que tenemos que recorrer. Una obra tan general no se escribe sin que su autor contraiga innu merables deudas respecto de los que le han precedido en el estudio de las HHL HHL Prefacio 9 mismas cuestiones. Hemos reconocido expresamente muchas, pero nos es imposible reconocerlas todas. Las dimensiones de esta obra no han aco bardado la generosa amistad del sacerdote André Combes, profesor del Instituto Católico de París, que ha tenido a bien leerla manuscrita y su gerirnos numerosas correcciones, varias de las cuales afectaban no sólo a la simple forma, sino también al fondo. Otra deuda para con él, de na turaleza más precisa todavía —puesto que se trata de páginas redactadas a petición nuestra—, será señalada más adelante, en su lugar; pero desea mos expresarle desde ahora nuestro más vivo agradecimiento. E. G.

martes, 11 de marzo de 2025

EL CONCEPTO DE SUSTANCIA DE SPINOZA A HEGEL

 



  EL CONCEPTO DE SUSTANCIA DE SPINOZA A HEGEL CONTENIDO AUDIOVISUAL CLICK EN EL RECUADRO TAMBIÉN PUEDES ACEDER VÍA QR pp https://youtu.be/hnlGUG37J lw Contenido interactivo • Agradecimientos • Introducción • Lista de abreviaturas • I. El concepto de sustancia en Spinoza ■ Sustancia, inmanencia e individualidad en la Ética de Spinoza ■ Sustancia y orden en Spinoza: la praxis perspectivista de la razón ■ Los corresponsales de Spinoza y el problema de la sustancia (1661-1665) ■ La sustancia spinozista: ¿el marco de un programa ético? • II. Las críticas de Locke al concepto de sustancia ■ Sobre la idea de sustancia en John Locke • III. El concepto de sustancia en Leibniz ■ Leibniz y el debate sobre la sustancia ■ Leibniz: sustancia, expresión y fenómeno. El monadismo leibnizano y la correspondencia con Des Bosses ■ La sustancia individual en Leibniz • IV. El concepto de sustancia en Berkeley ■ Berkeley y la sustancia espiritual ■ Actividad y pasividad en Berkeley • V. Crítica de Hume al concepto de sustancia ■ La idea de una ‘mente singular’ en Hume: el ‘qué o quién ejecuta las actividades propias de una vida mental ■ Sobre la existencia de las percepciones en el pensamiento de Hume ■ Un salvavidas de plomo. La pesada herencia sustancialista en la filosofía moderna • VI. El concepto de sustancia en Kant ■ La sustancia en la ontología crítica de Kant ■ “de nobis ipsis silemus”. El desencantamiento kantiano del alma: de sustancia a sujeto moral • VIL El concepto de sustancia en Hegel ■ G. W. E Hegel, la categoría de sustancia • VIII. Apéndices ■ Bibliografía ■ Indice de autores ■ Indice de conceptos • Indice General [Para regresar a este Contenido interactivo dar click en la flecha] Agradecimientos Este libro ha sido posible por medio del apoyo de muchas personas e ins tituciones. Los coordinadores agradecemos el incondicional apoyo de los autores para realizar sus artículos bajo las limitaciones de espacio y tiempo con que contamos, así como a su paciencia ante el tiempo que tomó la publicación de la obra. Asimismo, agradecemos a Antonio Rocha Buendía por su apoyo en la revisión del manuscrito original y a Fernanda Romero Quezada por la elaboración de los índices. También agradecemos al Área de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Na cional Autónoma de México y, en particular, a Juan Carlos Cruz Elorza, por su apoyo en incluir esta obra como parte de la colección de libros de filosofía moderna de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Por su parte, sea esta obra un homenaje al trabajo ininterrumpido del Se minario de Historia de la Filosofía, creado por José Antonio Robles García (q. e. p. d.) y Laura Benítez Grobet en 1985. Actualmente dirigido por Lau ra Benítez Grobet y Luis Ramos-Alarcón Marcín, el Seminario ha reunido en sesiones semanales o en coloquios anuales, a importantes especialistas hispanoamericanos en filosofía moderna, así como a especialistas de otras latitudes, con vistas a entablar un diálogo en beneficio de una mejor com prensión de nuestro pasado filosófico, fundamento de nuestro presente. Por último, agradecemos a la Dirección General de Asuntos del Perso nal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México que, por medio del Proyecto PAPIIT IN402614, “El problema de la sustancia en la filosofía moderna y sus antecedentes”, ha dado los fondos para la publica ción de este libro. Introducción Laura Benítez Grobet Lu is R am os-A larcón M arcín En su búsqueda por comprender y actuar en la realidad, la filosofía realiza dos tareas: por una parte, describe la realidad en su búsqueda por aclarar qué es lo que permanece frente a nosotros o en nosotros; por otra parte, prescribe entre los posibles cursos de acción. Tradicionalmente se podría pensar que la primer actividad es trabajada por disciplinas filosóficas como la metafísica y la epistemología, mientras que la ética y la filosofía política trabajan la segunda actividad. Empero, ambas actividades están estrecha mente relacionadas y, en numerosas ocasiones, no es posible separarlas. El libro colectivo El concepto de sustancia de Ficino a Descartes ha mos trado de qué manera el concepto de sustancia ha sido redefinido por Aristó teles, Ficino, Bruno, Descartes, Hobbes, Mersenne y Gassendi, para cumplir estas dos funciones de la filosofía. Ese trabajo expuso tanto la riqueza como los problemas al emprender ambas tareas con dicho concepto, así como ven tajas y desventajas de su rechazo. Desde la filosofía de Aristóteles, el concepto metafísico de sustancia (hypokeimenon y ousia) ha posibilitado homogenei dad cognitiva para explicar ciertos cambios en algo que se considera con identidad y permanencia. En latín, el verbo “substo” (infinitivo, substare) significa literalmente —entre otros significados— “lo que está debajo de”. La filosofía moderna acepta la definición de sustancia como aquello que está debajo de cualidades, accidentes o modos, que es lo que nosotros ve mos y tocamos; mientras que éstos cambian, la sustancia es aquello que les da soporte y posibilita el cambio en el tiempo, a la vez que permanece en sí misma en el tiempo y subsiste al cambio. Pero estos filósofos discuten los tipos de sustancias que existen o que podemos conocer y los tipos de cambios que pueden explicar. Este libro intentará mostrar que ésta no es una discusión gratuita. Sin embargo, el estudio del concepto de sustancia a través de distintos autores muestra que no se trata de una historia lineal en donde los autores estén formados en una fila india y los filósofos más recientes superan sin más a los filósofos anteriores. La puesta en juego del concepto muestra que los filósofos usan diversos argumentos para trabajar el mismo concepto de sustancia en distintos ámbitos, de modo que no hay ni siquiera una superación o abandono total del concepto. Con esto tampoco indicamos que se trata de una historia de relativismo en donde no hay criterios para identificar la claridad y adecuación de los mismos argumentos utilizados por los filósofos. Traigamos aquí la crítica lockeana al concepto de sustancia. Aunque el lector se encontrará con un artículo dedicado a ésta, cabe indicar en esta breve introducción uno de los principales problemas a resolver por parte del concepto de sustancia. Locke pondrá la siguiente crítica en su Ensayo sobre el entendimiento humano: Las nociones de substancia y de accidente son de poca utilidad para la filosofía. Aquellos que, los primeros, dieron en la noción de accidentes como una especie de seres reales que necesitaba de alguna cosa a la cual ser inherentes, se vieron obligados a descubrir la palabra substancia, para que sirviera de soporte a los accidentes. Si al pobre filósofo hindú (que imaginaba que la Tierra también necesitaba un apoyo) se le hubiera ocu rrido esta palabra de substancia, no se habría visto en el apuro de buscar a un elefante para sostener la Tierra, y a una tortuga para sostener a su ele fante. La palabra substancia le habría servido cumplidamente para el efec to. Y quien preguntara qué es lo que sostiene la Tierra, debería mostrarse tan satisfecho de la respuesta de un filósofo hindú que le dijera que es la substancia, sin saber qué cosa es, como nosotros nos mostramos satisfe chos con la respuesta y buena doctrina de nuestros filósofos europeos, cuando nos dicen que la substancia, sin saber qué cosa es, es aquello que sostiene a los accidentes. De la substancia, pues, no tenemos ninguna idea de lo que sea, y sólo tenemos una idea confusa y obscura de lo que hace.1 Esta objeción se apoya en la posición empirista de Locke: este filósofo rechaza la postura cartesiana y spinoziana de que la filosofía debe tener fun damentos metafísicos que todo ser racional puede conocer al meditar por sí solo. Más bien, el inglés considera que todo el material de nuestro cono 1 Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 13, 19, p. 154. cimiento nos viene, o bien, de la percepción sensible, o bien, de la intros pección. A partir de los problemas del conocimiento desencadenados por la duda metódica cartesiana —que plantea la separación entre nuestras ideas y sus objetos—, Locke se pregunta por los fundamentos, la certeza y la ex tensión del conocimiento humano.2 Considera que no se puede profundizar en filosofía si antes no se examinan los objetos y capacidades del entendi miento humano. No hacer esto sólo lleva a que los seres humanos dediquen frecuentemente sus energías intelectuales para abordar problemas que su entendimiento no puede resolver. En este caso particular, Locke acepta el dualismo cartesiano entre entendimiento y mundo físico, pero rechaza que podamos tener un conocimiento claro y distinto de estas realidades, pues de éstas no podemos tener percepciones y, por tanto, no podemos formarnos ideas simples. Por eso pretender lo contrario conduce al escepticismo, el pro blema que el Locke del Ensayo busca evitar. Por el contrario, continúa el filó sofo inglés con que, si el conocimiento se dedica a lo que sí puede conocer, hará progresos y el escepticismo tendrá menos fúerza. Como muestra la metáfora del filósofo hindú, el concepto de sustancia sería un concepto oscuro que se utiliza para pretender evitar una regresión al infinito sobre el soporte de lo que vemos y tocamos; pero Locke mira esa regresión como una abstracción de lo que nos rodea —por ejemplo, de este papel y de estas manos— hasta postular un soporte común a todo lo que vemos y tocamos. Como Locke rechaza la existencia de ideas innatas, no podemos aceptar que tenemos una idea innata de ese soporte —como pretendía Descartes— sino que, si existe tal soporte, deberíamos de poder tener una idea simple suya, sea de sensación o de los sentidos, por ejemplo. Tanto Descartes como Locke aceptarían que es imposible que los sentidos nos den ideas “directas” de las sustancias, pero por razones distintas: Des cartes considera que las representaciones dadas por nuestros sentidos son modos de la sustancia, no la sustancia misma; en cambio, Locke acepta que la extensión corpórea, la figura, el movimiento y el reposo son ideas simples de sensación, en las que cooperan vista y tacto.3 El empirismo lockeano resulta, entre otras cuestiones que no tratare mos en esta breve introducción, del interés de la época por identificar 2 Cf. ibid., I, 2. 3 Ibid., II, 3, 1, pp. 99-100. [11] ciertas regularidades en la naturaleza (inercia, gravedad de los cuerpos, transferencia de movimiento y fuerza, etcétera), así como de su capacidad de divulgar la manera de conducir experiencias para reproducir los resul tados. La demostración pasa a ser no sólo un medio mental o en papel, sino que se trata también de un medio comunicable y reproducible por otros. Estos medios permiten a los filósofos modernos corroborar que la naturaleza no es una entidad azarosa e incognoscible, sino que se trata de un ámbito conocido por medio de la aplicación de las matemáticas y del álgebra y, a la vez, reproducible, con correspondencia entre lo que se encuentra en el papel y lo que sucede con los objetos externos. Éstos se pre sentan, desde la perspectiva de su geometrización, como objetos inertes que no actúan por sí solos, sino que requieren de la causalidad eficiente externa para ser. A pesar de lo anterior, no se puede decir que Locke supera el concepto de sustancia, ni que muestra su inutilidad. En efecto, pues ante este ámbito de la naturaleza, surgen dos preguntas fundamentales para todos los filósofos modernos: por una parte, ¿cuál es el estatuto metafísico de las leyes de la naturaleza, de esos principios que explican y predicen la regularidad de los cuerpos? Por otra parte, ¿cuál es el estatuto de los seres humanos en relación con esas leyes (y los cuerpos que explican)? ¿Acaso los seres hu manos son entes naturales más que cohabitan en la naturaleza, que siguen las mismas leyes con que pensamos a los entes naturales? O bien, ¿los seres humanos forman un ámbito propio y distinto al de los entes naturales? Es decir, ¿sólo hay naturaleza de los cuerpos o hay otra realidad pensante que otorga identidad? Los filósofos no recurren al concepto de sustancia sólo en el ámbito metafísico ni en el epistemológico, sino también en el ámbito práctico, es decir, en la ética y en la filosofía política como asidero de la identidad personal. El concepto de sustancia de Spinoza a Hegel El presente libro llena el vacío de un estudio de la filosofía moderna centra do en el concepto de sustancia al conjuntar dieciséis artículos solicitados ex profeso a especialistas para comprender las discusiones y propuestas conceptuales que hicieron los siguientes filósofos: Benedictas de Spinoza, John Locke, Leibniz, Geroge Berkeley, David Hume, Immanuel Kant y G. W. F. Hegel. Debido al distinto interés, extensión y relevancia otorgada al concepto de sustancia por cada uno de estos autores, algunos filósofos son tratados en más de un artículo. La Ética de Spinoza enfrenta el problema de explicar tanto la comuni dad como la diferencia de los modos y, entre ellos, a los seres humanos. En el artículo “Sustancia, inmanencia e individualidad en la Ética de Spinoza”, Luis Ramos-Alarcón argumenta que la causalidad inmanente —aquella que afirma que la causa permanece en el efecto— permite que la meta física y epistemología spinozianas conciban una naturaleza libre de toda determinación extrínseca a ella misma. Con ello, no se estima la realidad de una cosa existente por medio de un criterio extrínseco a la cosa misma (por ejemplo, un ideal moral o la instrumentalización de nuestro deseo), sino por medio de la realización de la causa inmanente como el esfuerzo por perseverar en su propio ser o, lo que es lo mismo, de una determinada proporción de movimiento y de reposo. Se trata de la individualidad como parte de la Facies Totius Universi, esto es, la extensión como naturaleza naturada. Spinoza no busca la pérdida de la individualidad, sino su funda- mentación racional en la causalidad inmanente. La metafísica spinoziana identifica a la única sustancia con la naturaleza, pero no con el universo de cuerpos, por lo que no podemos decir que la sustancia sea una totalidad, ni siquiera un individuo. Luciano Espinosa, en el artículo “Sustancia y orden en Spinoza: la praxis perspectivista de la razón”, estudia que la oposición radical de Spinoza al antropomorfismo implica alguna clase de indeterminación en el conoci miento de la sustancia, así como que el ser humano ignore qué sea el orden común de la naturaleza. Estas cuestiones conllevan un inevitable perspec- tivismo: a) la razón logra la verdad pero, al mismo tiempo, eso significa adoptar un punto de vista acorde con la naturaleza humana y su posición en el universo; b) es necesario rectificar las valoraciones usuales hechas desde los hábitos de la razón; c) es muy importante para la vida cotidiana considerar los hechos como posibles, y d) las relaciones entre la sustancia y las cosas singulares son establecidas por las nociones comunes y, sobre todo, por la intuición. María Luisa de la Cámara, en el artículo “Los corresponsales de Spino za y el problema de la sustancia (1661-1665)”, trata las dificultades de los corresponsales de Spinoza ante su noción de sustancia, sustancia única y dinámica. Las relaciones que los corresponsales mantienen con el filóso fo son más o menos formales: adversarios como Blijenberg, amigos como Meyer y Simón de Vries, así como intelectuales curiosos como Oldenburg. Todos ellos le escriben entre 1661 y 1665 para comunicarle su desconcierto ante una categoría que les cuesta reconocer. Sin embargo, el tema de la sus tancia no es una cuestión de ontología pura: los destinatarios esperan una respuesta a sus dificultades que entrelazan cuestiones ontológicas, lógicas, re ligiosas y éticas acerca de la sustancia. Las respuestas de Spinoza integran una doctrina congruente con sus otros escritos, y proporciona a los prime ros críticos de su metafísica un material para sus refutaciones. A pesar del carácter fundacional del concepto de sustancia al inicio de la Ética demostrada según el orden geométrico de Spinoza, sus menciones pier den relevancia hasta desaparecer a lo largo del texto. En el artículo “La sus tancia spinozista: ¿el marco de un programa ético?”, Diana Cohén muestra que esta pérdida se debe a que, conforme el texto se acerca al objetivo ético del programa spinozista, la relevancia del concepto de sustancia es transferi da a la realidad modal. Cohén muestra que este objetivo es propuesto desde la segunda parte de la obra, en donde el filósofo neerlandés declara que se ocupará “de aquellas cosas que pueden conducirnos, como de la mano, al conocimiento del alma humana y de su suma beatitud”. El artículo defiende que el programa ético spinozista adquirirá su sentido más acabado en las últimas partes de la obra, en donde la salvación es amor intelectual de Dios y liberación del alma. Cohén expone que se trata de la comprensión de un Dios que se expresa, sin premios ni castigos, en las leyes de la naturaleza. Por su parte, en el artículo “Sobre la idea de sustancia en John Locke”, Carmen Silva analiza tres lecturas que han sido realizadas por filósofos contemporáneos sobre la crítica lockeana al concepto de sustancia: pri mero, una lectura crítica que reprueba la idea general de sustancia, por tener una naturaleza ininteligible, confusa y oscura. Segundo, una lectura positiva o constructiva que considera las ideas de clases de sustancias y evita la idea general de sustancia (principalmente el de la existencia de un sustrato incognoscible). Tercero, otra lectura positiva que considera el contexto intelectual de Locke para discutir el papel que una idea de sus tancia debería de cumplir. El artículo de Daniel Garber, “Leibniz y el debate sobre la sustancia”, critica que los comentaristas de Leibniz tienden a centrarse en las mónadas y encontrar en éstas las doctrinas centrales sobre la filosofía en general, así como sobre la doctrina de la sustancia en particular. Pero este artículo muestra que la teoría de las mónadas pertenece a la última etapa filosófica del alemán. Asimismo, ofrece una perspectiva más completa porque pone atención en la sustancia corpórea en la época media del filósofo alemán. La perspectiva de la sustancia y la mónada tienen mucho en común: al estu diar la teoría de la sustancia corpórea de Leibniz en lugar de las mónadas, se muestra la relevancia de las ideas de unidad y actividad. Así, sustancia corpórea y mónadas son dos formas de trabajar un mismo compromiso filosófico por un mundo de unidades activas reales. Para Garber, esto es el verdadero corazón de la idea de sustancia en Leibniz. El artículo de Leonardo Ruiz, “Leibniz: sustancia, expresión y fenómeno. El monadismo leibnizano y la correspondencia con Des Bosses”, aunque se centra en la tercera y última etapa de su obra, considera que en sus tres etapas buscó aclarar los “requisitos” o condiciones de posibilidad que dan razón de los fenómenos. Este artículo propone una solución a las aporías sobre la sustancialidad o no sustancialidad de los cuerpos orgánicos; en particular, a reconciliar la explicación de la realidad material en general por la difusión de la fuerza pasiva y la fuerza activa de las mónadas, con el hecho de que parece haber mónadas relacionadas con cierto cuerpo. A partir del apoyo en diversos textos leibnizanos y de sus cartas con Des Bosses, Ruiz muestra que Leibniz intenta ampliar su sistema para dar respuesta a nuevos problemas, como el del cuerpo orgánico, sin abandonar su sistema monadológico. El artículo de Luis Antonio Velasco, “La sustancia individual en Leibniz”, presenta la idea leibnizana de “orden” aparecida en su Discuros de metafísica, en el año de 1686, como centro de su pensamiento metafísico en su última etapa, en lugar de las ideas de sustancia, mente, alma, universo o armonía. Para este autor, la noción de sustancia individual emerge como una idea co lateral sin la cual el sistema leibnizano no podría ser pensado. En el artículo “Berkeley y la sustancia espiritual”, Alberto Luis López analiza el concepto de sustancia en la obra del filósofo irlandés George Ber keley. Para ello estudia primero cómo se fue configurando dicho concepto, y qué papel cumplió en la obra no publicada de los Comentarios filosóficos, es decir, en la etapa de juventud del irlandés. Después analiza el concepto en el Tratado sobre los principios del conocimiento humano, obra donde ya aparece la versión definitiva del mismo, tal y como Berkeley lo concibió en su filosofía inmaterialista. Luis López arguye que a pesar de que los Co mentarios muestran diversas concepciones, incluso contradictorias, sobre lo que sea el espíritu o sustancia espiritual, ya se vislumbra en ellos la no ción definitiva que Berkeley desarrolló posteriormente en su Tratado. El artículo de Sébastien Charles, “Actividad y pasividad en Berkeley”, continúa con el estudio del concepto de sustancia pensante en el filósofo irlandés. Defiende que el inmaterialismo de Berkeley es sostenido por una ontología de grados de ser y de dependencia que recuerda al neoplatonis mo. Esta ontología permite la atribución paradójica al espíritu humano de dos modalidades del ser bastante diferentes y que deben ser pensadas bajo una relación más vertical que horizontal: un espíritu podrá ser más o me nos activo, pero nunca dejará de ser activo, mientras que una idea puede ser más o menos pasiva, pero nunca dejará de ser pasiva. El artículo de Hazel Castro Chavarria, “La idea de una ‘mente singu lar en Hume: el qué o quién ejecuta las actividades propias de una vida mental”, estudia la tesis humeana del Tratado de la naturaleza humana que sostiene que el ‘yo’ no es más que un haz de percepciones. Dicho ‘haz’ pue de, según Hume, llevar a cabo actividades mentales como, por ejemplo, atribuir identidad. Sin embargo, llama la atención que un mero ‘haz de percepciones’ —que sólo consiste en una multiplicidad de percepciones- pueda ejecutar un acto mental. El problema es que si el ‘yo’ sólo consiste en una ‘colección de percepciones, entonces ¿‘qué o quién es el que realiza las actividades propias de una vida mental? Esta discusión ha sido inter pretada en Hume desde la perspectiva trascendental kantiana, es decir, en términos de una autoconciencia o apercepción que representara aquella unidad siempre idéntica a sí misma. Pero este artículo plantea que ésta no es la perspectiva humeana, aunque esto no lo salve de problemas. En el artículo “Sobre la existencia de las percepciones en el pensamiento de Hume”, Mario Chávez Tortolero analiza la teoría de las ideas de Hume como una ontología alternativa. Chávez considera que Hume busca un criterio del conocimiento humano y del comportamiento moral que dis cute con conceptos fundamentales de la tradición filosófica, como los de sustancia e identidad personal. En este sentido, el autor muestra que las críticas humeanas tienen el objetivo de promover un punto medio entre el sentido común y el sentido filosófico de la vida, la verdad y la moralidad. En el desarrollo de esta interpretación, el artículo expone las clasificaciones de las percepciones, en tanto que existencias independientes y fundamen tales en la epistemología humeana. Posteriormente, expone los elementos de la subjetividad intermitente que se pueden derivar de ellas. Finalmente, considera las invenciones de la imaginación no como una facultad de re presentación entre otras, sino como una sustancia entre sustancias. En el artículo “Un salvavidas de plomo. La pesada herencia sustancialis- ta en la filosofía moderna”, Leiser Madanes estudia las dos actitudes opuestas que caracterizan la filosofía moderna durante los siglos xvn y xvm. Por un lado, algunos pensadores defienden que el universo es en principio perfec tamente comprensible y transparente a la razón, pues pretenden que nada sucede sin una razón de su existencia. Para estos autores, una de las tareas fundamentales del filósofo será describir cómo debe ser el mundo para que satisfaga este supuesto de que sea transparente a nuestro entendimiento. Por otro lado, con Hume y Rousseau como exponentes, hay una actitud opuesta a este optimismo racionalista que rechaza una razón necesaria que explique la existencia en general, como tampoco lo hay para explicar la existencia de una cosa en particular, pues más bien lo contrario no es con tradicción sino posibilidad. Madanes termina el artículo con el desarrollo de este postura en Nozick y Rescher. Julián Carvajal, en el artículo “La sustancia en la ontología crítica de Kant”, analiza el tema de la sustancia en el marco de la ontología crítica entendida como una analítica del entendimiento puro, que descompone la capacidad del entendimiento para descubrir los conceptos fundamen tales y los primeros principios de todos nuestros conocimientos a priori. Carvajal desarrolla la exposición en cuatro apartados: 1) Líneas generales de la concepción kantiana de la ontología; 2) La sustancia como una de las categorías del entendimiento, indagando su origen a priori y su uso empí rico; 3) El esquema trascendental de sustancia como condición necesaria para su aplicación a la intuición sensible, y 4) La sustancia como uno de los principios puros del entendimiento que determinan a priori la referencia del discurso al objeto, esto es, la estructura de la objetividad. Por su parte, el artículo de Maximiliano Hernández Marcos, titulado “‘d e nobis ipsis silem us’. El desencantamiento kantiano del alma: de sus tancia a sujeto moral”, expone la ruptura kantiana con el cartesianismo moderno, para dar un sentido exclusivamente práctico a la noción de es píritu. Para ello, el artículo expone que cuando Kant disuelve el concepto metafísico de alma o espíritu en la noción práctica de sujeto moral, este giro crítico tiene como presupuesto la reducción del uso teórico u ontológi co tradicional de la categoría de sustancia al ámbito fenoménico del mundo externo y el rechazo correspondiente de la psicología racional, por el cual se negaba al Sujeto pensante el carácter de sustancia espiritual. Este libro culmina con el artículo de Sergio Pérez-Cortés, “G. W. F. He gel, la categoría de sustancia”, donde se examina la categoría de sustancia dentro de la lógica de Hegel y muestra su vínculo con el propósito funda mental de esta filosofía, que es pensar la realidad efectiva. Para ello, consi dera el programa metafísico de Hegel sin el cual el propósito de la deduc ción lógica de categorías resulta difícilmente comprensible. El texto sigue paso a paso el desarrollo de la lógica en la sección llamada realidad efectiva. Por último, el lector encontrará una serie de herramientas útiles para profundizar en los análisis y discusiones entre los principales filósofos modernos en torno al concepto de sustancia. Una lista de abreviaturas que permite identificar las obras filosóficas más citadas en este libro. Una biblio grafía especializada en el concepto de sustancia que permitirá no sólo tener la referencia completa de los libros citados en los distintos artículos, sino identificar otras obras relevantes para la discusión sobre el concepto de sustancia desde Ficino a Hegel. Un índice de autores que permitirá buscar en qué páginas son tratados los autores que le interesan. Un índice de con ceptos que permitirá buscar de manera más sencilla aquellos conceptos más tratados en los distintos artículos del libro. Esta obra busca ofrecer más herramientas para entablar un diálogo tanto entre los especialistas hispanoamericanos sobre filosofía moderna, como con estudiantes y público en general que se interesen por compren der las fuentes de los conceptos, problemas y argumentos filosóficos que hoy en día dirigen nuestro pensamiento. Lista de abreviaturas La abreviatura   puesta en la primera columna, mientras que el título completo en la segunda columna. An. Post. Fís. Met. D escartes AT Meditaciones Principios CF, Comentarios Principios Hegel W Lógica Fenomenología Enciclopedia Analíticos Posteriores Física Metafísica Adam & Tannery, Meditaciones Metafísicas Principios de la Filosofa Comentarios Filosóficos Tratado sobre los principios del conocimiento humano Werke Ciencia de la Lógica Fenomenología del Espíritu [ 19] Enciclopedia de la Ciencias Filosóficas Hume THN, Tratado EHU Dialogues [ 20 ] Kant KvR AA Leibn iz A = G = GM = Grúa = Discurso De originatione Locke Ensayo Un Tratado sobre la Naturaleza Humana AnEnquiry Concerning Human Understanding Dialogues Concerning Natural Religión Crítica de la razón pura Kants gesammelte Schriften Samtliche Schriften und Briefe (ed. Deutsche Akademie der Wissenschaften zu Berlín), Akade mie-Verlag, Darmstadt/Leipzig/Berlin, 1923-. Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz (ed. C.I. Gerhardt), 7 vols., Georg Olms, Hildesheim, 1978. Leibniz Mathematische Schriften (ed. C. I. Gerhardt), 7 vols. Georg Olms, Hildesheim, 1971. Textesinéditsdaprés des manuscrits de la Bibliothéqueprovincialed’Hanovre (ed. Gastón Grúa), 2 vols., París, Presses Universitaires de France, 1948. L. Couturat, Hildesheim: Georg Olms, 1961. Discurso de Metafísica Acerca de la origine radical de las cosas Ensayo sobre el Entendimiento Humano S pin o za CM E Ep KV TIE TTP Pensamientos metafísicos Ética Epistolario, Núm. de carta Tratado Breve 

domingo, 9 de marzo de 2025

JUAN NUNO LA FILOSOFÍA DE BORGES PRÓLOGO





 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MEXICO Primera edición, 1986 D. R. © 1986, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V. Avenida de la Universidad, 975; 03100 México, D. F. ISBN 968-16-2439-4 Impr&so en México A ALEJANDRO Rosst He descubierto la tendencia & estirri'ar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y "aun por lo que encie- rran de singular y maravilloso. ]. 

 L. BORGES, Epílogo ¡¡ Otras inqui:iciones Philosophy will clip an angel's wings. ]. KEATS, Lam¡a: n, 234 

 PRÓLOGÓ Con una de esas dicotomias a las que en ocasiones suele entregarse, distin- gue Borges 1 entre pensar por imágenes y pensar por abstracciones. Shake- speare, Donne, Victor Hugo (son sus mismos ejemplos) representarían a los escritores que piensan mediante imágenes, mientras que Julien Benda o Bertrand Russell sirven de modelo para quienes lo hacen a través de abs- tracciones. De ser válida la partición, ¿dónde cae Borges? ¿Escritor cuyo pensamiento avanza entre abstracciones o sólo un productor de imágenes? Quizá sea menester inventar la categoria intermedia para él: escritor capaz de imaginar abstracciones, de dar vida imaginativa a filosofemas, de con— vertir en ficción prodigiosa sequizos conceptos. Hay mucho de caso único en Borges, escritor filosófico. Si en la litera— tura contemporánea se hace el esfuerzo de buscarle parangón, pudiera re- sultar baldío. Sobran escritores que han pintado, con varia pluma y fortuna, la humana condición, de Mann a Camus y, próximo a Borges, Sábato. Los alegóricos, tipo Calvino, no cuentan, pues les sucedería lo que Borges denun— ciara al implantar el corte aquel entre imaginativos y" abstractos: caen en el uso indebido, por pleonástico, de las alegorías, ya denunciado por Croce. . El Ulises no es precisamente una novela metafísica, sino el intento de con— centrar en el microcosmos de aquel famoso día de Bloom los vericuetos de la mente. Cuando, por su parte, los filósofos profesionales escriben nove- las, una de dos: o son miserablemente malas (caso del propio Russell) o son novelas comunes y corrientes, nada filosóficas (le sucede a Iris Mur— doch). Por supuesto, en el siglo siempre pueden alegarse dos nombres: Kafka y Sartre. Con todo lo diferentes que sean, tienen en común el tema: otra vez, la condición del hombre; ambos crearon nºvelas, relatos engagés, modelo ne- gativo de aquello que habrían de abominar los estructuralistas del nouveau roman. En ninguno de los escritos de Kafka falta el hombre; con todo lo que se ha abusado del adjetivo fácil, sería imposible calificar de “kafkiana” La Biblioteca de Babel: es un relato desprovisto de seres humanos, pues el yo del bibliotecario que la describe es apenas un artificio del narrador, una mera sombra entre bastidores. Kafka y aún más Sartre son escritores antropocéntricos. En Kafka es más bien la condición judia la que domina toda su obra, condición conveniente, rebuscada y artístimmente escondida. En cuanto a Sartre, siempre presentará la limitación literaria de querer 1 En Nathaniel Hawthorne, or 60. (Para el significado de las abreviaturas, cf. Ad- vertencia, p. 22, infra.) 9 1 0 PRÓLOGO probar algo: los recursos solapados de la mala fe de la conciencia o el en- granaje de la libertad, entendida como asunción de responsabilidades. Pero la condición filosófica de la literatura borgiana es muy otra. Borges es un espiritu obsesionado por unos cuantos temas verdaderamen- te metafísicos: el carácter fantasmagórico, alucinatorio, del mundo; la iden- tidad, a través de la persistencia de la memoria; la realidad de lo conceptual, que priva sobre la irrealidad de los individuos, y, sobre todo, el tiempo, el “abismal problema del tiempo", con la amenaza de sus repeticiones, de sus regreses, con la nota enfermiza de su ineludible poder que arrastra y devo— ra y quema. Por lo mismo, si acaso existiera algo tan solemne y esquemático como una filosofía de la obra de Jorge Luis Borges,2 habría que comenzar por describirla como una cosmología, no una simple derivación de preocupacio- nes morales o de reflexiones sobre el ser humano y sus problemas.3 Es el º A Borges muy bien pudiera convenirle el juicio que le hace a Quevedo: “La gran- deza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo (. ..) es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido (. . .) Para gustar de Que- vedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras” (Quevedo, 01 45). 3 Ejemplo harto probatorio de lo mal que se siente Borges ante temas propios del hombre lo proporciona el ensayo Pascal (01 98 ss.; más que sobre Pascal, el ensayo versa propiamente sobre la edición de sus Pensées que en 1942 hiciera Tourneur en Paris). Del Pascal atormentado por el ejercicio masoquista de la religión sólo dirá que “es uno de los hombres más patéticos de la historia de Europa”. 

Pero del Pascal asus— tado por el infinito del universo, Borges tiene mucho que decir: aparece con tal motivo su erudición filosófica, que no es pequeña, de Parménides a Leibniz, y maneja con toda comodidad la bateria de sus espléndidas citas literarias, desde Algazel hasta Victor Hugo. Al tratar de Donne (en El “Bíathanatos”, 01 94 ss.), le deja indiferente el problema personalísimo del suicidio: prefiere concentrarse en la escandalosa tesis teológica de la muerte voluntaria del dios cristiano. (Cf. p. 95, infra.) Aún más explícitamente: al referirse a las filosofías de Heidegger y de Jaspers no puede evitar su condenación metafísica: “estas disciplinas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la desesperación y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales”. La clave es, por supuesto, la referencia hindú, sin im- portar si ésta es directa o pasada, como casi siempre, por la aduana schopenhaueriana. Para un pensador adicto a los temas metafísicos y sobre todo a la disolución y conde- nación de lo individual, de todas las filosofías occidentales no es de extrañar que haya sido el platonismo la que le resulte más atractiva. La referencia a Heidegger y Jaspers está en Nota sobre ( hacia) Bernard Shaw, 01 160; no es el único lugar en que Borges menciona críticamente a Heidegger; de manera menºs filosófica y más biográfica, apro- vecha la ficción de una historia de documentos latinoamericanos (un supuesto episto- lario de Bolívar en Guayaquil, 13 111 ss.) para contar que Heidegger, además de hacer el elogio del Fiihrer, denunció a un historiador (Zimerman, personaje del relato) por judío. Lo que prueba que Borges conoce al detalle la vida del ex rector nazi de la Uni- versidad de Friburgo de Brisgovia. En otra ocasión (BM 78) fue aún más lapidario: “Heidegger ha inventado un dialecto del alemán, pero nada más.” Conocido es su des- dén hacia el existencialismo, quizás por lo que más de una vez ha predicado: “El verdadero intelectual rehúye los debates contemporáneos: la realidad es siempre ana- crónica.” 

 PRÓLOGO l 1 mundo, la negación de lo material, la realidad de las Ideas, la irrealidad de lo pasajero, la posibilidad de las reiteraci'ones lo que le domina y apasio— na. Temas y problemas de suyo nada nuevos (¿hay acaso algo nuevo bajo el cielo filosófico?) ni demasiado Sugerentes. Ahi entra la originalidad lite— raria de Borges. Crear con viejos materiales procedentes de la abstracción metafísica la abrumadora riqueza de sus ensayos y ficciones. “Lo que suele ser un lugar común en filosofía puede ser una novedad en lo narrativo", no ha tenido empacho alguno en reconocer,4 seguro de su obra. Suele ser un lugar común negarle sabiduría o tecnicismo filosófico,5 cuando la verdad es que posee una profunda cultura filosófica,“ además de contar con extraordinarios re- 4 En BM 223. 5 Como, por ejemplo, no deja de practicar Sábato (en Los deux Borges, sobre todo en su primera parte: “L'argentin, la métaphysique et le tango”: L'HERNE, Cahiers, París, 1964, pp. 168 ss.). En marcado contraste, en la misma publicación de homenaje a Borges, un filósofo profesional como Jean Wahl no escatima la hipérbole: “Il faut connaitre toute la littérature et la philosophie pour déchiffrer lºoeuvre de Borges” (op. cit., p. 258). " Dentro de su inmensa cultura libresca. En cierto escrito (Nathaniel Hawthorne, or 70), dice Borges de si mismo: “En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer.” Fórmula que modifica en otro lugar: “En el decurso de una vida consa- grada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica” (01 172). Y que también ha reereado poéticamente: “La historia que he narrado aunque fingida/Bien puede figurar el maleficio/De cuantos ejercemos el oficio/De cambiar en palabras nuestra vida” (La luna, EH 92). Por algo, en el Otro poema de los dones da gracias “al divino laberinto de los efectos y las causas" por un universo de referencias librescas: “el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises (. . .) por el álgebra, palacio de cristales (. . .) por Schopenhauer, que acaso descifró el universo (. . .) por el último día de Sócrates (. . .) por Swedenborg que conversaba con lºs ángeles en las calles de Londres (. . .) por el oro que relumbra en los versos (. . .) por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos (. . .) por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral (. . .) por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce. . .” Y escribe Del culto a los libros (01 llº ss.) para identificarse con la sentencia de Mallarmé (“El mundo existe para llegar a un libro”) rectificándola aún más librescamente si cabe: “ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo”. Dentro de su variada cultura, abundan las referencias a fuentes propiamente filosó— ficas: “Schºpenhauer, De Quincey, Stevenson, Mautlmer, Shaw, Chesterton, León Bloy, forman el curso heterogéneo de los autores que continuamente releo” (Postdata, de 1956, al Prólogo —1944— de Anuncms, F 120). Para no hablar de “mi afición in- crédula y persistente por las dificultades teológicas” (D 9) o aquello de que “viejo lector de Stuart Mill, acepté siempre su doctrina de la pluralidad de las causas” (Pró- logo al Facundo, 1914). 

En 1979, con motivo de sus 80 años, el periodista A. Carrizo lo entrevistó para la radio: “Yo he escrito un poema, en el cual hablo de conocer esas ilustres incertidumbres que son la metafísica (.. .) Y me interesa mucho la filosofía. Pero me he limitado a releer ciertos autores. Y esºs autores son Berkeley, Hume y Schopenhauer. Y he descuidado los demás. Por ejemplo, siempre he sido derrotado por Kant. Por Hegel, evidentemente, tan despreciado por Schopenhauer (. . .) Pero he leído y releíclo a Berkeley, a Hume y a Schopenhauer, que para mí viene a ser la cifra de la filosofia. Como lo fue para Paul Deussen, que lo situó como último en la historia de la filosofía. Empieza por los hindúes, llega a los griegos, pasa por todos y luego llega a Schopenhauer y piensa: al fin se ha descubierto la verdad (. . .) Yo soy un lector, 12 PRÓLOGO cursos de realización imaginativa. Puede sonar a exageración y quién sabe si a sacrilegio, pero en punto a comparaciones, sólo Platón sirve para redon- dear la imagen. En Platón, su tremenda fuerza literaria se ponía de manifiesto cada vez que se enfrentaba al problema de introducir alguna noción difícil o por nueva o por oscura de suyo. Acudía entonces al recurso del mito: la cave:— na, el carruaje alado, Er, el Panfilio. Pues bien: esos mitos platónicos son el estricto equivalente filosófico de los relatos borgianos. De tal modo que si se acepta la audacia de algo así como “la filosofia de Borges", con igual de5caro podría intentar editarse una suerte de antología que recogiera los grandes mitos platónicos bajo el título “las ficciones de Platón”. La com— paración es mucho menos forzada de lo que pudiera parecer. 

Es un secreto a voces que el pensamiento de Borges se alimenta de una especie de plato- nismo o aplicación de la gran idea platónica de los dos mundos, el inteli- gible y el sensible y su decidida oposición, resuelta en favor del primero. Pero no es sólo el tema lo que los hermana; también la expresión de la obra de Platón es, a la vez, literaria y asistemática, deliberadamente frag- mentaria. Borges ha dado más de una explicación al porqué de su escritura narrativa en forma de breves relatos; 7 a estas alturas, nadie discutirá la riqueza del estilo borgiano. Por más que, habiendo establecido la relación, es inevitable tratar la cuestión del nexo entre filosofía y literatura. 0 lo que en el fondo viene a ser lo mismo: los límites de esta interpretación, de cualquier interpretación de Borges. Sería además de falso, pedante e innecesariamente recargado empeñarsc en rastrear ideas filosóficas en toda la obra de Borges. Hay en ella escri— tos decididamente retratistas, localistas (H ombre de la esquina rosada, Ro- sendo Juárez, sin ir más lejos) o completamente fantásticos (El Zahír). Queden en general éstos para el análisis literario, del que ya se acumulan simplemente. A mi nº se me ha ocurrido nada. Se me han ocurrido fábulas con temas filosóficos, pero nº ideas filºsóficas. Yo sºy incapaz del pensamiento filºsófico" (BM i42—144). Ya antes (1973: entrevista con M. E. Vázquez, VA 75) se había declarado como no seguidor de sistema filosófico alguno: “Yo quería repetir que no profeso ningún sistema filºsófico, salvo, aquí podria coincidir cºn Chesterton, el sistema de la perplejidad (. ..) Yo nº tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hechº ha sidº aprovecharlos para esos fines, nada más. Además, si yo tuviera que definir-me, me defi— niría como un agnóstico, es decir, una persona que nº cree que el conocimiento sea pºsible. 0 en todo caso (. . .) no hay ninguna razón para que el universo sea com- prensible pºr un hombre educado del siglo xx º de cualquier otro siglo . . .” En resumen: una cultura tan literariamente filosófica, tan libresca cºmo la de Bor- ges es una prueba más, si acaso era necesaria, de su entrega al fantasmagórico mundo de la metafísica: aquello de Moore que decía derivar problemas filºsóficºs siempre de lºs librºs, jamás de la vida. 7 Cf. n. 27 p. 128, ínffa. 

 13 PRÓLOGO … : o más sencillamente, para la apreciación estética del eterno lec— tor de Borges. Forzar la interprelación extraliteraria sólo conduciría al ridículo de ver, por ejemplo, en El encuentró, lese bravo relato (IB 49 ss. ) en el que los que luchan y matan no son los hombres, sino los cuchillos, una torpe manifestación del animismo primitivo. Que en Borges haya cier- tos y determinados temas filosóficos no deberá nunca entenderse como que su propósito fue hacer filosofía y menos aún que su obra entera rezuma 0 contiene claves metafísicas que sólo esperan por su despertar. Desde luego, siempre subsistirá el problema de los límites interpretativos, algo en definitiva convencional y asaz subjetivo. No faltarán lectores pro— fundos, sentenciosos, que adviertan filosofías a la vuelta de cada metáfora borgiana. Cierto es que más de una vez una página, una imagen, evocan sentimientos, predisponen a ciertas reflexiones o simplemente concitan refe— rencias a situaciones existenciales sin más (vida, muerte, amor, amistad), las cuales podrian prestarse al comentario filosófico, vago o profundo. Pero no se trata en ningún momento de aprovechar a Borges para, a partir de su prosa o de su poesía, filosofar con buena o menos buena fortuna. Es cosa de señalar justamente los límites que vienen marcados por los temas filo- sóficos que el propio Borges reconoce como tales y que, en tanto tales, asi los trabaja. No se niega que también, en forma aislada, algún pasaje suscite el re- cuerdo de otros recursos en autores no menos entregados a la filosofía y, en ocasiones, quizá. más. Un solo ejemplo. Difícilmente podrá encontrarse otro trozo de la literatura contemporánea en lengua española en que la no- ción de la muerte esté mejor descrita desde la mirada inocente de la primera vez como el que regala Borges en su cuento Juan M uraña: Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón habia una figura humana en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funehreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Lucchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo. (IB 70) Conviene entonces atender a no manchar la hermosura del recurso oblicuo con comentarios abstractos sobre la idea de la muerte, su inevitabilidad y la mente infantil. Ese es un poderoso límite; algo que, para siempre, ha de quedar más allá de la pobreza expresiva de cualquier interpretación con- ceptual. Porque; en definitiva, jamás una lectura filosófica de Borges, por acertada o inteligente que sea, podrá sustituir a la verdadera lectura, que es aquella que permite disfrutar de todo el esplendor de su expresión lite— raria y toda la fuerza de su riqueza imaginativa, sino que, además, inevi- tablemente“ está condenada a traicionar, alterar, deformar el texto de Bor— 

 14- PRÓLOGO ges.s En modo alguno, se prelende reducirlo a media docena de esquemas metafísicos… Borges es mucho más que eso. Asi como El Quijote siempre es mucho más que cualquier interpretación que de él se dé, incluyendo la que, a partir de Pierre Menard, su autor contemporáneo, pueda hacerse. Léase a Borges como el clásico que ya es: º una y otra vez, apreciándolo de modo distinto cada una, descubriendo cada vez nuevos matices y rique- zas. Tal sería la lectura completa, apreciativa, estética, absoluta: la verda- dera lectura de Borges. Esta, que se pretende filosófica, es apenas una trampa. Una forma de revelar algo que, casi siempre Borges, en buen creador, esconde: lº sus se- cretos (o no tan secretos) motivos de inspiración intelectual. No lo es, en cambio, que Borges no trabaja con otra realidad que no sea la literaria ¡ 3 Cualquier interpretación es una forma de traducción: leer a otro nivel, con otros términos, un texto. Sin necesidad de evocar las tesis más que pesimistas de Quine sobre la radical indeterminacy de toda traducción (cf. W. v. 0. Quine, Wa1d and Object, 1960, cap. 11), es el propio Borges quien suministra material para el cultivo de algún tipo de escepticismo: “Traducir el espíritu es una intención tan enorme y tan fantasma] que bien puede quedar como inofensiva ; traducir la letra, una precisión tan extrava- gantle gue no hay riesgo de que la ensayen" (La: traductores de “Las mil y una noches”, HE [ ). º En más de un lugar acomete Borges, siempre en passant, el tema de las definicio- nes de géneros o períodºs artísticos. Así, en Flaubert ;; su destino ejemplar (D 124), contrapone las paradójicas caracterizaciones de “romántico” y “clásico”, ya que para el mundo antiguo (del que sería referencia el Ión) el poeta es el loco inspirado o, todo lo más, el poeta sacerdotal (modelo Pindaro). A tal visión califica Borges de “doctrina romántica de la inspiración que los clásicos profesaron” y, en nota a pie de página, la contrapone con la “clásica”: “Su reverso es la doctrina clásica del romántico Poe, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual.” Lectio breaix: desconfiar de las rigideces categoriales. Pero también atender a la carga crítica erudita de Borges en cualquier punto. El resultado es que Borges suele trastocar las preceptivas consagradas. Atiéndase, por ejemplo, a la definición de “barroco” que ofrece en el Prólogo (1954) a la HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA: “Barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura.” Y com— parésela Con otra definición que suministra casi treinta años después (1982) en otro Prólogo: a su propia antología de Quevedo: “¿De qué manera definir lo barroco? (. . .) Yo diría que corresponde a esa etapa en que el arte prºpende a ser su parodia y se interesa menos en la expresión de un sentimiento que en la fabricación de estruc- turas que buscan el asombro, El defecto esencial del barroco es de carácter ético; de- nuncia la vanidad del artista. Ello no impide que la pasión, que es elemento indispen- sable de la obra estética, se abra camino a través de las deliberadas simetrías o asime- trías de la forma y nos inunde, espléndida…" "lº En el punto relativo a sus fuentes o inspiración filosóficas, re5ulta curiosa una observación de Borges sobre el mismo aspecto hecha a Flaubert. 

En Víndícacíón de “Bouvard et Pécuchet”, Borges trae a colación una cita de Claude Digeon, un crítico de Flaubert: “La honestidad intelectual de Flaubert le hizo una terrible jugada: lo llevó a recargar su cuento filosófico, a conservar su -pluma de novelista para escribirlo" (D 121). Lo curioso está en que, al no poder hacérsele semejante reproche a Borges, pues jamás “recarga sus cuentos filosóficos”, que siempre escribe con su pluma de cuen— tista, de aceptar como bueno el juicio moral de Digeon, habria como para pensar en cierta deshonestidad intelectual, es decir, sin tan grandes palabras, simplemente en la capacidad de Borges para transformar la materia filosófica mediante la forma literaria. PRÓLOGO 15 aun filosófica misma. Borges es un caso manifiesto de escritor literario, cul- to, 0 si se prefiere, de escritor en segunda potencia, escritor de escritores. Sin los libros y sin la cultura de Occidente,11 Borges no podría crear. Aun cuando elija temas populares (los orilleros, las riñas, las antiguas guerras), no trabaja Borges con, por así decirlo, modelos vivos, sino con referencias documentales, con personajes de otros escritores, con ideas de otros hom- bres. Su realidad es una biblioteca, no tan completa como la de Babel, pero ciertamente extensa y variada. Gracias a lo cual, para dicha de quienes se entregan complacidos a su lectura, no se parece en nada, por ejemplo, a Hemingway. O dicho con palabras del mismo Borges: “Descreo de los mé— todos del realismo. Prefiero revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente.” Pues bien, entre esa masa de conocimientos librescos, esas referencias y lecturas, ciertos temas y ciertos autores filosóficos (por ejemplo, ya se ha visto, Schopenhauer) son una constante en su obra. Por ello es por lo que, en más de un sentido, puede sostenerse que Borges es escritor más filosó- fico que el propio Sartre, para volver al punto de las feas comparaciones. Aún más: Borges es el opuesto de Sartre. Sartre era un fi1650fo escritor. En Sartre, la literatura es el pretexto, el ropaje para cubrir la expresión pública de ciertas tesis filosóficas. En Borges, a la inversa: el pretexto es la filosofía. En este sen'ido, tiene plena razón y no es jucºo de falsa modes— tia, cuando insiste en que ni hace filosofía ni construye ideas filosóficas. Lo suyo es la creación de estructuras narrativas a partir de ideas filosófi- cas. Que es muy distinto. Es como si no pudiera leer un libro de filosofía (o de teología o de matemáticas) sin de inmediato traducirlo en imágenes, darle vida argumental al esqueleto de aquellos conceptos, ponerse a idear situaciones, a crear temas nacidos todos de esas nociones abstractas. Borges es una suerte de ilustrador de temas filosóficos, sin que, por lo general, tales temas se impongan desnudos, sino que, en la mayoría de sus escritos, se subordinan a unas tramas tan complejas, tan sutiles y tan cargadas de imágenes que afortunadamente la idea filosófica primigenia termina por prácticamente perderse 0 queda tan enterrada que ni se la siente. Lo con- trario, sería matar la expresión literaria. Por lo mismo, hay que insistir en que toda interpretación es muerte de la potencia narrativa; la interpretación, por buena y fiel que fuere, viene a disecar sobre una mesa de operaciones el cuerpo de los relatos vivos. Si además la interpretación es filosófica, el destrozo es mayor: nunca las 11 Se ha insistido últimamente en el “orientalismo" de Borges; pero se olvida que todas sus referencias (por ejemplo, a Las mil y'una noches) son plenamente occiden- tales; es cierto que se ha. interesado por el budismo hasta el punto de escribir en co- laboración un opúsculo divulgativo, aunque en este caso también habría que cargar a la" cuenta de un “occidental” semejante interés: siempre Schopenhauer, en la sombra. 

 16 PRÓLOGO ideas filosóficas expresan otra cosa que relaciones generales en dominios de entidades abstractas. Los esfuerzos de Descartes por centrar y aun re— ducir el conocimiento al centro operacional del sujeto sólo tienen de lite— rario lo que puedan presentar de adjetivas confesiones; fuera de ello, ni el subjetivismo ni el solipsismo per se permiten grandes rodeos narrativos. Ahí está la fuerza de Borges. En saber proporcionárselos: los temas filo— sóficos más esquemáticos y yertos se transforman en animados relatos de sucesos, en vividas descripciones de mundos fantásticos. De aquel subjeti— vismo y de aquel solipsismo salen, en cierto modo, T1¿ín, Uqbar, Orbis Ter— tz'us y El jardín de senderos que se bifurcan. No es poco. Pero lo que se quiere subrayar es el camino inverso: pasar de los cuentos de Borges a la radiografía filosófica equivale a arriesgar la pérdida de toda la fuerza )- atrat:ción de los relatos. Lo peor sería hacerlo por la más miserable de las causas: perseguir el sentido supuestamente unívoco: “Esa supersticiosa y vana cºstumbre de buscar sentido en los libros” —advierte Borges—— “equí- parable a la de buscarlo en los sueños o en las lineas caóticas de la mano”. Con lo dicho se entenderá que no se pretende agotar el análisis de toda la obra de Borges. En la producción borgiana hay títulos cuyo contenido sólo forzada y falsamente se prestaría a una pesada y pedante lectura “filosó— fica". Por ejemplo, El simulacro y Diálogo de inuertos12 no pasan de ser desahogos más que diatribas de Borges frente a Perón y lo que el tiranuelo significó en su vida; dejando aparte sus relatos francamente localistas (de los que es paradigma H ombre de la esquina rosada), hay otros que no pasan de ser cuadros de costumbres: así sucede con El duelo y La señora mayor,“ en los que la mujer es pintada en circunstancias diversas: en La señora nm_yor, apenas como pretexto para zaherir la fútil noción de felicidad, y en El duelo, además de describir una de tantas intrigas intelectuales de la gran ciudad y sus sociedades culturales, para sentenciar que “en nuestro país (. . .) la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo". Ojalá sólo fuera verdad en Argentina. No hay, por otra parte, que perder de vista la vena fantástica, bajo las máscaras del terror y del misterio, que anima a buena parte de los cuentos de Borges ( Thcre are more things y El Evan— gelio según Marcas,14 por dar dos ejemplos). Otras obsesiones típicas de la literatura de Borges, como los tigres, son más poéticas que filosóficas. Su obra también contiene trozos de abierta evocación, tales como La noche de los dones y Ulrica.15 Pero no es cosa ni de levantar el catálogo de la obra borgiana, explicando alguna torpe clasificación, ni de justificar por qué “ Ambºs en ¡m 31 y 35, respectivamente. 13 Ambos en m 87 y 73, respectivamente. 14 Resp6ctivamente: LA 65 e m 125. - 15 En LA 87 y 23, respectivamente. 

 PRÓLOGO 17 En temas filosóficos no frecuentan todas sus páginas. En las que moran, mnéntrase suficiente inspiración como para hablar de una “filosofía de linges”. ' -:Bzy, sin embargo, dos relatos a los que menester es referirse por temor . a ausencia en estas páginas. Se ha hablado tanto de ellos, se los ha pon— hado de tal modo que es punto menos que inevitable exculpar su falta. En El Sur y El Congreso.13 El Sur cierra Frccmnns, que es la obra más mrgadamente metafísica de Borges. Pero en El Sur sólo hay una muy htcral noción filosófica: la del tiempo, dicha de paso, cuando, camino del fatídico sur, Juan Dahlman acaricia el gato del café de la calle Brasil y entonces siente “que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actuali- dad, en la eternidad del instante”. De resto, El Sur se compone de una na— rración eminentemente autobiográfica (la experiencia vivida por Borges a consecuencia de un accidente en la cabeza, al subir una escalera) y de la dramática descripción del inmigrante con voluntad de integración, típico de la primera generación, de quienes se dedican, como dice Borges, a fomentar “ese criollismo algo voluntario”. Por eso, Juan Dahlmann, descendiente de un pastor evangélico alemán, “sintiéndose hondamente argentino”, se deja matar resignadamente de muerte de cuchillo. En el Sur. El Congreso, aparte de pintar de mano maestra la vida en el campo y de servir de pretexto para que Borges, una vez más, cometa injusticia con los vascos, es tan sólo una ligerísima variante del tema infinito del platonismo. Si un hombre es todos los hombres, sólo el mundo mismo podrá ser el Congreso del Mundo. Intentar “fijar el número exacto de los arquetipos platónicos” es empresa menos vana que absurda: para eso está el universo. Aceptar la. tesis final de don Alejandro Glencoe, al precio de su ruina, de que “el Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo" es aceptar, por una vez, el triunfo escon— dido de Aristóteles sobre Platón: el mundo de los Arquetipos sale sobrando ante el mundo inmediato, de las primeras sustancias. Pero esa variante sólo está sugerida tras el desencanto de aquella retórica empresa de principios de siglo. Los relatos y ensayos elegidos para formar el corazón de esta aproxi- mación filosófica a Borges son: Tló'n, Uqbar, Orbis Tertius, La Biblioteca de Babel, Pierre Menard, autor del “Quijote", El jardín de senderos que se bífurcan, La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, Avatares de ¿a tortuga, El otro, Veinticinco de agosto, 1983, Las ruinas circulares, Examen de la obra de H. Quain, Funes el memoriaso y Nueva refutación del tiempo. Respectivamente: ! 195 y LA 33. 

 “ 18 PRÓLOGO Ello no quiere decir que en el curso de su examen no se hagan referencias a otros escritos de Borges relacionados con determinados ternas de orien— tación metafísica. Ni que el tratamiento dado a dicho conjunto de obras sea inconexo. De algún modo es discernible allí una línea, un hilo conduc- tor que guía el pensamiento metafísico borgiano, desde la exaltación fantas- magórica del mundo ideal, en detrimento del material,_hasta el vano intento de profundizar la crítica idealista para lograr nada menos que la refu- tación del tiempo. El orden en que se tratan y presentan los diversos capítulos pretende recoger el del pensamiento filosófico que anima los es- critos de Borges. La peor de las pretensiones hermenéuticas sería la de la comprensión definitiva y lograda. Todo 10 aqui escrito ha sido teniendo muy presente esa sentenciadora admonición de La Biblioteca de Babel: “Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje ?” Caracas: enero—mayo, 1985.

lunes, 3 de marzo de 2025

Problemas filosóficos de la modernidad INTRODUCCIÓN

  



Benítez Grobet y Luis Ramos-Alarcón Marcín 

I ntroducción Laura Benítez Grobet Luis Ramos-Alarcón Marcín 

 La historia de la filosofía es una actividad intelectual que nuestro contexto académico latinoamericano debe valorar por su carácter hermenéutico no sólo acerca del pensamiento de individuos y sociedades, en ciertos tiempo y espacio, sino sobre todo por su capacidad de aclarar los presupuestos incluidos o excluidos en nuestro pensamiento actual. Por una parte, hoy en día no podemos pensar in genuamente que los historiadores pueden “reconstruir” el pasado tal y como fue. Los historiadores no son máquinas del tiempo que nos lleven a experimentar el pasado como si fuera un presente en toda su realidad. Tampoco son ar queólogos que saquen a la luz aquello que quedó sepultado por los sucesivos presentes. No son ocasionales ni gratuitas las discusiones entre los arqueólogos acerca de la destruc ción debajo de su pretendido descubrimiento del pasado. Si los historiadores reconstruyen el pasado, será sólo en cuanto que lo construyen tanto a partir de aquellas hue llas y vestigios con que cuentan, así como bajo la guía de las preguntas formuladas desde su presente. En cuanto a lo primero, los textos publicados, las cartas, los testimonios y las discusiones, entre otros, son huellas y vestigios que forman parte de una sociedad localizable en un tiempo y en un espacio, y, a la vez, muestran las crisis dentro de esa sociedad, las diferencias e incluso oposiciones entre indivi duos y grupos. No son meros grupos monolíticos que pien san al unísono. En cuanto a lo segundo, no es extraño que las preguntas que los historiadores formulan hacia el pa sado sean las mismas que se formulan en su presente, pre guntas compartidas por su propia sociedad o en las que se da esa misma crisis que mencionamos antes. Así, cuando preguntamos por los presupuestos metafísicos de los filó sofos racionalistas al apostar por pocos principios que den homogeneidad conceptual a la realidad, o por aquellos pre supuestos metafísicos de los filósofos empiristas al apostar por la experiencia como índice de todo conocimiento, o si los principios de fundamentar la moral competen sólo a la vo luntad o a otras instancias, estamos haciendo preguntas que pertenecen a nuestro propio presente. 

En efecto, las categorías de “racionalista” y de “empirista” son categorías historiográ- ficas que funcionan sólo desde la epistemología, una disci plina que, como tal, es bastante reciente en una historia de la filosofía que cuenta con más de dos mil quinientos años. La epistemología surge como disciplina a partir del siglo XVIII bajo el interés de aclarar las mejores vías para adquirir conocimientos claros y distintos, útiles y efectivos, a la vez que para separarlos de aquellas ideas falsas, inadecuadas, equívocas. Con esto no pretendemos simplemente ser escépticos so bre el mismo quehacer de los historiadores de la filosofía, sino mostrar que es un quehacer filosófico que exige aclarar los supuestos desde los cuales hace sus preguntas y cons truye sus categorías. Los historiadores de la filosofía tene mos que hacer un trabajo triple: desde una primera arista, debemos conocer al pensamiento de las filósofas y filósofos para aclarar sus propias creencias, inquietudes, certezas, incertidumbres, razonamientos, argumentos, conclusiones y exclusiones. Desde una segunda arista, debemos evaluar la adecuación o inadecuación de lo primero, pues el his toriador de la filosofía no debe de hacer hagiografía, sino partir de que estudia a personas que, como seres finitos de carne y hueso, pudieran ser geniales en ciertas tareas, pero en otras se equivocaron, tuvieron errores, prejuicios, etcétera. Finalmente, desde una tercera arista, debemos entablar diálogos, entre las filósofas y los filósofos y, sobre todo, entre nosotros y ellos. Para realizar esta triple tarea de modo continuo, ayuda plantear una pregunta que res ponda a distintas filósofas y filósofos que abra la compren sión a sus obras y periodos. En este libro el lector encontrará nueve estudios espe cializados en los principales problemas filosóficos de la Filosofía Moderna y sus antecedentes, a modo de aquella pregunta que planteamos que guíe el triple trabajo de los historiadores de la filosofía. En cada artículo el lector en contrará una pregunta que articula parte de los intereses y problemas que se plantean distintas filósofas y filósofos, de modo que sirva de hilo conductor en una discusión real o hipotética entre ellos. 

Así, el lector podrá acceder a una mejor comprensión de las filósofas y los filósofos modernos desde dentro y en relación con sus contextos, ya sea recono ciendo las particularidades históricas de la lengua en que se expresa; las del contexto político y social en que se desenvuel ve, así como algunos de los problemas filosóficos perennes. En el primer artículo de este libro, titulado “Libertad y conato de la multitud en Spinoza y Maquiavelo”, Luis Ra- mos-Alarcón Marcín realiza una lectura de Maquiavelo en clave spinoziana y estudia la interpretación republicana que el holandés hace de El príncipe y de los Discursos a partir de su realismo político, del rechazo de las utopías y de la enseñanza de Maquiavelo sobre la libertad. El au tor parte de la tesis maquiaveliana de que el conato de la multitud no debe depender de un príncipe sino de los fun damentos del Estado que forman, de modo que la vuelta a esos fundamentos es indispensable para conservarse. El segundo artículo, realizado por Ernesto Schettino, lleva por título “La categoría de ‘tinieblas’ en la filosofía natural de Giordano Bruno”. Aquí se estudia de qué modo, ante la ruptura con la física aristotélica y sus derivados es colásticos, Giordano Bruno tenía que cuestionar y susti tuir coherentemente la teoría consolidada por Aristóteles de los cuatro elementos sublunares (tierra-agua-aire-fue- go) y del supralunar (éter). El autor muestra cómo Bruno alcanza una solución teórica general para el tránsito de la Unidad absoluta hacia el despliegue pleno de la multipli cidad y el cambio, que es una adecuación de la tesis cusana de la complicatio-explicatio, la cual le permite establecer los diversos grados y escalas de la materia, del ser, de la naturaleza, de la realidad. ¿Hay consecuencias prácticas sobre las respuestas que demos a las discusiones acerca de la sustancialidad de Dios o de las almas? En el artículo “Vivir en consonancia con la sustancia única e infinita: propuesta práctica de Giorda- no Bruno”, Astrid Martín del Campo estudia la relevancia del aspecto práctico a lo largo de la obra de este filósofo. Se trata de lo que el nolano considera la máxima aspira ción humana, a saber, la unión con lo Uno. Bruno propone que esta unión es posible mediante la comprensión de la sustancia única e infinita, comprensión que implica teoría y práctica, razón y acción, donde el deseo desempeña un papel fundamental para que el ser humano se dirija hacia tal objetivo. 

Pero este acceso no se da sin relación con el mundo, sino por medio del apoyo en referentes sensibles concretos que simbolicen e impulsen el deseo hacia la Uni dad; es decir, considera los sucesos concretos y los seres particulares como representaciones de dicha Unidad. La transformación de la idea de espacio realizada du rante la revolución copernicana se basa en la refutación del concepto de topos y en la postulación positiva de una entidad que pudiera soportar la expresión de fuerzas inma teriales y el tránsito de los cuerpos materiales. El artículo de Francisco Javier Luna Leal, titulado “Espacio geomé trico, materia y sustancia en Johannes Kepler”, estudia el caso particular de Johannes Kepler que, a las exigencias anteriores, suma la necesidad de que el espacio permitiera una medición precisa de los fenómenos celestes. Entre las palabras que Kepler usó para tratar de describir el espacio como una entidad diferente de los cuerpos materiales y las fuerzas residentes en él, estaban: aer, anima, auram aethe- ream y oxéoig, las cuales denotan la dificultad conceptual para describir una idea nueva que fuera consecuente con el resto de su cosmología. Sin embargo, la visión de conjunto es la de cuerpo o continente inmaterial, relacionado de for ma directa con la noción de espíritu divino. En su artículo “Un diálogo sostenido entre Descartes y Poincaré. (Consideraciones en torno al concepto de método y sus implicaciones en el desarrollo del conocimiento filo- sófico-científico)”, Verónica Díaz de León Bermúdez realiza un discurso análogo en torno a dos personajes tan prolijos en la historia de la ciencia que genera la exigencia de cono cer profundamente la obra de ambos autores. No obstante, la claridad y precisión expositiva que caracterizan el discu rrir científico-filosófico de los pensadores que se enuncian en el título de este artículo nos da la posibilidad de realizar un conversatorio entre ambos genios, aún basándonos úni camente en algunos de sus escritos. Continúa el artículo de Rogelio Laguna, titulado “Las objeciones de Hobbes a las Meditaciones cartesianas. 

Una discusión sobre la sustancialidad del pensamiento”, en don de el autor presenta un estudio de los argumentos y con- trargumentos entre Hobbes y Descartes respecto a la sus tancialidad del pensamiento. Se trata de un intercambio que se realizó en 1641 con motivo de la publicación de las Meditaciones metafísicas. El debate sobre el dualismo alma-cuerpo y la nueva ciencia mecánica de su tiempo no se reduce a la filosofía cartesiana. En el artículo “El materialismo organicista de Margaret Cavendish”, Viridiana Platas Benítez presenta y discute el concepto de sustancia en la filosofía natural de la Duquesa de Newcastle. Para ello, considera el diálogo en tre el vitalismo y el materialismo organicista que Caven dish desarrolla para cuestionar y refrendar su teoría. El materialismo organicista estratifica la materia en grados y tipos de movimiento, determinados por la velocidad, el grosor y sutileza de las partes. Asimismo, la propuesta vitalista de la materia evita confundir materia animada e inanimada. Por su parte, el artículo titulado “Apuntes sobre la no ción de scientia intuitiva en Spinoza”, de Antonio Rocha Buendía, muestra que la ciencia intuitiva no está limitada a un tipo de objetos. Más bien, un mismo objeto puede ser conocido de manera muy distinta por la imaginación, por la razón o por la ciencia intuitiva, esto es, los tres grados de conocimiento que Spinoza acepta. 

 El artículo “Inmanencia y sustancialización de la natu raleza en la filosofía de Spinoza”, de José Ezcurdia, continúa con el estudio de las consecuencias éticas de la inmanencia de la única sustancia. Este artículo defiende que, para Spi noza, la naturaleza se vertebra en una causalidad inmanen te, que le otorga una densidad ontológica efectiva, que hace de ella el fundamento de la determinación tanto de los pla nos del ser y el conocer, como de la génesis y la forma del valor moral. En este sentido, el artículo busca dar cuenta de las implicaciones metafísicas, epistemológicas y éticas de la noción de inmanencia, en el marco del spinoziano pro yecto de la sustancialización de la naturaleza. Por último, el lector encontrará al final del volumen tres herramientas de trabajo muy útiles: una amplia bibliogra fía especializada sobre los autores y temas tratados en el libro; un índice de los autores mencionados en el libro y un índice de los principales conceptos también tratados en el li bro, de manera que el lector podrá ubicar fácilmente libros, artículos, autores y conceptos de su interés. Agradecemos nuevamente a la Dirección General de Asun tos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autó noma de México por su apoyo a la publicación de este libro.

martes, 18 de febrero de 2025

AVERROES PRÓLOGO JUAN ANTONIO PACHECO

 


 Juan Antonio Pacheco 

 PRESENTACIÓN UNO La escritura de una biografía debería darse por acabada si, al final de la misma, pudiera responderse a la pregunta aparentemente más trivial y sencilla: «¿Quién fue?». Si, además, ese relato biográfico pretende ser plasmación de una trayectoria intelectual muy definida y clara, la mencionada pregunta debería acompañarse de otra no menos evidente: «¿Qué pensó?». El objeto de este libro es mostrar quién fue, qué pensó y cual es el sentido, para nosotros, del pensamiento de Abu al-Ualíd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Ahmad ibn Ahmad Ibn Ruxd, en adelante Averroes, nombre que deriva de la latinización del apelativo Ibn Ruxd, que nació en Córdoba en 1126 y murió en Marrakech en 1198[1]. Entre esos límites cronológicos se encierra una vida de la que conocemos fragmentos, indicios, referencias indirectas, pero nunca totalidades. Todo lo contrario de lo que sucede con su pensamiento que ha quedado por escrito en sus obras. Lo que sabemos del trayecto personal del pensador cordobés especificado en los momentos más destacados de su vida, procede de los datos que nos ofrecen autores que le fueron contemporáneos o inmediatamente sucesores. El conjunto de todas esas informaciones, que forman la biografía del filósofo, resulta ser muy escaso y poco ilustrativo si lo comparamos con la trayectoria de su pensamiento, un proceso intelectual cuyo prodigioso esfuerzo racional deja en la sombra al Averroes persona en beneficio del Averroes pensador. Junto a los momentos destacados de una vida cuyos límites espaciales o geográficos vienen determinados por continuos desplazamientos de ida y vuelta entre Córdoba, Sevilla y Marrakech, lugares en los que desempeñó cargos oficiales que no le impidieron reflexionar y escribir, sobresale un constante y sostenido esfuerzo intelectual plasmado en las 92 obras escritas en los 72 años de vida del filósofo. Casi cien años después de su muerte, en Italia, antes de la floración del averroísmo italiano, en la mirada retrospectiva hacia el pasado que caracterizó al humanismo renacentista, Dante Alighieri (n. 1265) en el «Canto IV» relativo al Infierno de su Divina Comedia, ubicó al pensador cordobés, definiéndolo como «el que hizo el Gran Comentario», en la compañía del geómetra Euclides, de Tolomeo, Hipócrates, Galeno y Avicena. Con estas pocas palabras, su figura y su obra quedará inscrita en un imaginario que soportará el paso del tiempo sin retoques. Los autores del mundo musulmán que nos informan sobre la vida y la obra de Averroes, destacan su valor como jurista más que como filósofo. Como muestra de algunos de dichos informadores, podemos recurrir a uno de sus primeros biógrafos, el valenciano Ibn al-Abbár (m. 1260), cuya azarosa vida estuvo siempre relacionada con asuntos políticos que lo llevarían a la cárcel y a su ejecución en Túnez. En su obra La túnica recamada nos ofrece una serie de biografías de los personajes más importantes del Occidente islámico de su tiempo. En el apartado destinado a Averroes, nos habla de sus logros como jurista y magistrado. Ibn Jaldún (m. 1406) que es, sin duda, el mayor historiador árabe y cuya producción es bien conocida en el mundo occidental a través del prólogo, «Muqaddima», que puso a su Libro de la experiencia, cita a Averroes haciendo breves alusiones a sus estudios metafísicos y lógicos. Ibn Jallikán (m. 1282) lo cita de pasada al hablar de la figura del califa almohade Iaqúb al-Mansúr. Posiblemente, la información más completa y detallada sea la que nos ofrece Ibn Abi Usaibía (m. 1270) que hace una referencia más amplia de todos los aspectos de la obra de Averroes señalando su valor como jurista, médico y filósofo. Casi sesenta años después de la muerte de Averroes, el pensador murciano Ibn Sabín (m. 1271) se explaya en la semblanza de numerosos filósofos musulmanes y, en lo referido a Averroes, nos ofrece un retrato peyorativo en el que refleja opiniones que circulaban sobre el poco valor filosófico del pensador cordobés. Así, dice de él que era un apasionado por el pensamiento de Aristóteles hasta tal punto que apoyaba con toda su ingenuidad la opinión apócrifa del filósofo griego que decía que era posible demostrar que se puede estar sentado y de pie al mismo tiempo. Averroes, dice Ibn Sabín, fue «autor de escasa comprensión, sin intuición y de imaginación pueril. Fue simplemente un discípulo de Aristóteles». De todas formas, a pesar de esta desfavorable opinión, al escritor murciano no le duelen prendas al reconocer que Averroes fue un hombre humilde, sin orgullo, muy ecuánime y, sobre todo, «consciente de sus lagunas». El hecho de que algunas de las obras de Averroes, precisamente aquellas donde expone su propio pensamiento y que no son, por tanto, comentarios de la obra aristotélica, no fueran traducidas al latín contribuyó al desconocimiento, en Occidente, de su originalidad filosófica. Aunque más adelante tendremos ocasión de hablar de las mismas, esa ignorancia por parte de los estudiosos europeos, contribuyó en cierta medida a forjar una especie de leyenda negra sobre el filósofo cordobés, que permaneció viva desde el siglo XIII hasta fines del XVIII. Hay datos abundantes sobre esa leyenda que se fortaleció en los tiempos en que circuló en las universidades europeas el denominado «aristotelismo heterodoxo» o «aristotelismo averroísta», llamado así porque la recuperación de la obra de Aristóteles se hizo en Occidente acompañada de los comentarios, entre otros, de Avicena y, sobre todo, de Averroes. Esta circunstancia, que desencadenó un amplio y apasionado movimiento a favor de las tesis emitidas por los partidarios de la Filosofía aristotélica en su versión averroísta, ocasionó prohibiciones y condenaciones papales, siendo las más rigurosas las de 1270 y 1277. Después de que, en la primera mitad del siglo XIII, las universidades europeas conocieran las primeras traducciones al latín de las obras de Averroes, entre 1480 y 1580, en Padua, primero, y en Venecia, después, cada año apareció una nueva edición parcial o total de las mismas. A pesar de ello, no dejaron de surgir las leyendas más absurdas y las interpretaciones más disparatadas sobre la persona y la obra del filósofo. Una de las más llamativas, fechada en 1767, relata que el filósofo Avicena (m. 1037), expiró en una calle de Córdoba en medio de los más atroces suplicios que le infligió Averroes, su más encarnizado enemigo. Antes, los pintores italianos del Trecento (Orcagna, Traini, Gaddi, entre otros) elaboraron una iconografía averroísta en la que el filósofo cordobés aparecía con turbante y una larga barba echado a los pies de santo Tomás de Aquino. En otro caso, se le ve lleno de cólera desgarrando un libro del que unos piensan que se trata de las Sagradas Escrituras y otros de sus propias obras. La lista de imágenes deformantes se completa con las fuentes literarias europeas de estos mismos siglos que aplican al filósofo epítetos suficientemente ilustrativos: «fanático», «libertino», «blasfemo» o «renegado». Hay que esperar al siglo XIX, cuando J. Ernest Renan (1823-1892), positivista francés, publicó su tesis doctoral en París, en 1852: Averroes y el averroísmo, fruto de su experiencia académica derivada de un viaje de estudios en una misión estudiantil francesa a Italia. En 1860, un año después de que Lesseps iniciara las obras del canal de Suez, tomó parte en una expedición científica francesa a Egipto y Oriente Medio, visitando detenidamente Palestina. En 1862 fue nombrado profesor de lenguas semíticas en el colegio de Francia. Es decir, que Renan sabía de lo que estaba hablando al dedicarse al estudio del pensamiento de Averroes y su obra causó gran impacto en los medios académicos y a ello nos referiremos más adelante. En cualquier caso, a partir de esos años, cambió significativamente la valoración de la obra y la figura de Averroes en Occidente y también en Oriente y, sobre todo, empezó a destacarse su valor filosófico por encima del jurídico que, siendo notable, fue el que, como dijimos, se valoró en mayor medida en el mundo árabe e islámico. 

 DOS Adelantamos, en un esquema que en adelante podemos ampliar, lo que sabemos de Averroes. Unrecorrido por sus obras nos da cuenta de su proceso de formación y de su presencia como instaurador de una forma novedosa de ejercer las funciones intelectuales puestas al servicio de la misión que la Historia le había reservado. Así, sabemos que su primera experiencia en el dominio de los conocimientos prácticos, fue la de médico. Como tal, nos remite a una tradición anterior, la helenística y, después, a la árabe e islámica que se inspiró en aquella. También sabemos que fue un jurista y que tuvo cargos oficiales al servicio del imperio almohade. Dicha tarea parecía estar predeterminada por su herencia familiar y los rasgos del procedimiento y de la argumentación jurídica no desaparecerán casi nunca de sus obras cuyo horizonte parece estar encuadrado en los dos extremos de la experiencia de un abogado: la defensa y la acusación basadas, ambas, en hechos comprobables o constatables. Indisolublemente unida a la función de jurista, en el Islam clásico, el entendido en leyes debía de ser también un teólogo y, por añadidura, un gramático. El motivo de esta relación estrecha no es otro que la primacía de la palabra y del texto en la tradición islámica desde sus mismos orígenes. El cabal Entendimiento de la Revelación, en árabe y para los árabes, precisaba de expertos que fueran capaces de desentrañar los secretos de la lengua y, siendo ésta una enunciación que provenía directamente de Dios, la función de dichos entendidos se consideraba como algo excepcional y de una altura intelectual claramente por encima de la media. Como, por otra parte, esa reflexión sobre la lengua derivaba en temas relativos a la Naturaleza del Ser divino, la tarea del gramático precisaba de la comprensión teológica. Como filósofo, sabemos que los comentarios a Aristóteles que escribió Averroes le valieron entre los escolásticos medievales el calificativo de Commentator por excelencia y, como tal, resultó ser una fuente indispensable de consulta para los escolásticos latinos sirviéndoles para aclarar aspectos del pensamiento aristotélico que resultaban algo confusos. Sin embargo, la obra original y propia de Averroes resultó oscurecida por la sombra de sus comentarios al estagirita aunque éstos manifiestan un largo, detenido y prolijo diálogo con Aristóteles en el que no hay que dar por hecho, de antemano, que el comentarista se dejase avasallar por el comentado en todos los casos. No olvidemos tampoco que la tarea comentadora no se refería solamente a la obra de Aristóteles sino también a la de sus comentaristas helenísticos de forma que, con cierto grado de justicia, podría llamarse a Averroes el Aristóteles árabe pues aquél se apoyó directamente en los cimientos asentados por éste para que luciesen más y mejor sus valores intrínsecos, es decir, universales. La restauración que Averroes propone no estuvo exenta de polémicas, rechazos tajantes y enfrentamientos intelectuales porque, comprometido con esa acción renovadora, una de cuyas bases era la consolidación de una Teología de cuño almohade, el filósofo cordobés no dudó en rechazar tajantemente la opinión de Avicena, por una parte y, por otra, se enzarzó en una polémica con Algacel, la Referencia del Islam de su momento. El instrumento de tales discursos no podía ser otro que la Razón y, aunque su presencia resulta obvia en los mismos, fue el citado Renan quien elevó a categoría de paradigma la imagen de un Averroes imbuido plenamente de las pretensiones de una actividad racional absoluta. Posteriormente, la opinión del pensador francés la compartieron otros estudiosos del pensamiento averroísta, aunque la misma no hacía más que poner de manifiesto la creencia, ampliamente extendida en la Edad Media europea, sobre el hecho de que Averroes era el eximio representante de la incredulidad y del desprecio de las religiones basándose en argumentos racionales. Más adelante tendremos ocasión de considerar esta cuestión con detalle. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar algunas connotaciones de este racionalismo que dio lugar a muchas reflexiones fuera y dentro del pensamiento árabe. Para empezar, citemos una aparente paradoja: ese racionalismo, en gran medida denostado en Occidente, resultó ser el punto de arranque de un racionalismo genuinamente árabe tal como lo pusieron de manifiesto los pensadores de la reforma islámica del siglo XIX, como fue el caso de Muhammad Abduh (m. 1905). Por otra parte, ese mismo racionalismo también fue, en la intención de Averroes, el fundador de un principio de largo alcance: la actividad filosófica racional, requerida por el mismo texto revelado, debía ser el elemento constitutivo de la utopía de una ciudad ideal en cuyo seno el filósofo, todos los filósofos, deberían tener parte principal. Ahora bien, como ya indicó Platón al hablar de su ciudad, los filósofos son pocos, es más, deberían ser cuantos menos mejor para el buen funcionamiento de la sociedad y esta escasez, requerida en nombre de la eficacia política, remite a un hecho irrebatible: la propiedad y el buen uso de la Razón es privilegio de los elegidos. Con esta afirmación entramos en un dominio particularmente referido a los filósofos del Islam clásico que, en numerosas ocasiones, se consideraron a si mismos como pertenecientes a una clase específica dentro del amplio dominio del saber y del conocimiento en todas su clases y especificaciones, siendo Averroes quien personifica de forma más evidente esta pertenencia. Desde un punto de vista, llamémosle externo, el pensador cordobés pertenecía a una elite de juristas andalusíes de larga tradición y ello lo incluía en una clase social muy cercana al poder de los almorávides, primero, y de los almohades, después. Es decir, que dicho privilegio era también un señalado mérito político. Sin embargo, el ya citado racionalismo del filósofo, lo hizo buen representante del tipo de pensador que permanece distanciado del común de las gentes al modo enquelo fue también, en el siglo XVII, el racionalista Spinoza. Lo que éste afirma en el párrafo final de su Ética, podría muy bien aplicarse a la actitud general de Averroes, teniendo en cuenta a título de prudencia en el juego de las similitudes, que toda Filosofía está inscrita en su propio tiempo histórico y sujeta a las limitaciones que éste impone. Lo que dice el filósofo holandés es lo siguiente: E nvirtud de ello (se refiere al poder del Alma sobre los afectos) es evidente cuánto vale el sabio y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por causas externas y de no poseer jamás el verdadero contento de ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas (…) Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro[2]. En la misma obra, Spinoza reduce los grados de conocimiento a tres, después de haberlos expuesto en cuatro en una obra anterior sobre la reforma del Entendimiento. En la Ética, nos habla de que el conocimiento nos puede llegar por los sentidos, por la Razón o por la Ciencia intuitiva que es el grado más elevado y que no se alcanza sino después de que la Razón se ha remontado por encima de los dos primeros. En esta clasificación va implícita una simultánea jerarquización relativa a las capacidades personales que permiten acceder a cada uno de los grados de conocimiento expuestos. Volviendo a Averroes, nos encontramos con que su concepto de Entendimiento y del manejo de las potencias intelectuales se distribuye, también, en tres ámbitos que remiten a los fundamentos del texto revelado del que el filósofo nunca se alejó, convencido como estaba de que la actividad filosófica es un requerimiento de la ley religiosa cuyo fin no podía ser otro que el bien común entendido en sentido aristotélico. En principio, es necesario considerar, para entender cabalmente el propósito racional de Averroes, como también para hacerlo respecto del pensamiento de casi todos los filósofos racionalistas del Islam, que el texto revelado, el Corán, es un libro de signos y «signo» es precisamente la traducción de la palabra árabe que castellanizamos como «aleya» o versículo del libro. Esos signos no son solamente aleyas emanadas directamente de Dios sino que son, también, los elementos del sistema general del cosmos real: la sucesión de la noche y el día, los fenómenos atmosféricos, el vuelo de las aves, la lluvia, el movimiento de los astros y toda una suma deseñales que exigen la buena interpretación del creyente para acercarse debidamente a la realidad del Creador. Esa lectura solamente puede hacerse, según el mismo Corán, por medio de la Razón y son evidentes, al respecto, numerosas aleyas de entre las que citamos dos: Y entre Sus signos está el haceros ver el relámpago, motivo de temor y de anhelo, y el hacer bajar el agua del cielo, vivificando con ella la tierra después de muerta. Ciertamente, hay en ello signos para gente que razona[3]. También en la sucesión de la noche y el día, en lo que como sustento Dios hace bajar del cielo, vivificando con ello la tierra después de muerta, y en la variación de los vientos hay signos para gente que comprende[4]. Sin embargo, esta demanda divina a favor de una lectura racional de los signos que aparecen en el texto, en algunos casos, parece ir más allá de las posibilidades y capacidades de interpretación propias de los entendimientos humanos particulares. En primer lugar, porque Dios dice haber revelado la Escritura y, con ella, la Sabiduría (4, 113) y, en segundo y sobre todo, porque esa Revelación de la Escritura se ha realizado juntamente con la Verdad para que decidas entre los hombres como Dios te dé a entender (4, 105). Con ello, después del Profeta, destinatario unívoco de esta propuesta, todos aquellos que deseaban profundizar en el desciframiento de esa Verdad a través de la lectura del libro, debían emprender una denodada tarea cuyas dificultades el mismo plantea con toda claridad: Él es Quien te ha revelado la Escritura. Algunas de sus aleyas son unívocas y constituyen la Escritura Matriz. Otras son equívocas. Los de corazón extraviado siguen las equívocas, por espíritu de discordia y por ganas de dar la interpretación de ello. Pero nadie, sino Dios, conoce su interpretación. Los arraigados en la Ciencia dicen «Creemos en ello. Todo procede de nuestro Señor». Pero no se dejan amonestar sino los dotados de Intelecto[5]. «Dotados de Intelecto», «arraigados en la Ciencia», conceptos ambos que han sido objeto de numerosas y variadas interpretaciones pero que apuntan directamente al sabio, al que tiene capacidad de interpretación y, en suma, a quien emplea la Razón como instrumento básico de su discurrir. Entre ellos, los filósofos y, de entre ellos, uno de los más convencidos de la función raciocinante: Averroes que, atendiendo a este requerimiento explícitamente formulado, empieza por desgranar con el detenimiento y la perspicacia de un buen jurista, los considerados implícitos en la cuestión. Para entender su punto de vista es necesario acudir a su Tratado decisivo, al que más adelante volveremos a referirnos, y que ahora citaremos traduciendo su versión francesa. En el mismo, el pensador cordobés empieza diciendo que, dado que la ley religiosa revelada es la Verdad y, por tanto, dirigida a todos, es comprensible que a la misma puedan llegar todos los humanos por medio de sus específicas condiciones intelectuales que, por su misma Naturaleza humana, poseen capacidades heterogéneas en lo referido a los métodos que puedan utilizar para llegar al asentimiento y al convencimiento. Es un hecho, dice Averroes, que hay quienes están dotados para el convencimiento por medio de la demostración. Otros, por los argumentos dialécticos y otros, por medio de los procedimientos discursivos u oratorios. Así, «dado que nuestra divina Ley religiosa llama a los hombres por medio de estos tres métodos, debe lograr el convencimiento general de todos ellos, excepto aquellos que la rechazan claramente por obstinación (en referencia a los “de corazón extraviado” que menciona la aleya citada) o los que, por descuido, no prestan atención a los procedimientos que la Ley reclama para llegar a Dios»[6]. Y con ello, entramos en la distribución tripartita de los entendimientos cuyo eco resuena, por ejemplo, en Spinoza, como hemos dicho, aunque la clasificación o escalonamiento de los modos de entender el libro que establece Averroes deja en el aire, a nuestro juicio, el ámbito reservado a los citados en la aleya como «arraigados en la Ciencia» y «dotados de Intelecto», suponiendo que este dominio puede quedar reservado a los filósofos. De todas formas, Averroes fundamenta su propuesta en otra aleya revelada: «Llama al Camino de tu Señor son sabiduría y buena exhortación. Discute con ellos de la manera más conveniente. Tu Señor conoce mejor que nadie a quien se extravía de Su Camino y conoce mejor que nadie a quien está bien dirigido (16, 125)». Se mencionan en la aleya los tres caminos que la triple variedad de entendimientos humanos puede transitar en orden a la lectura correcta de los signos: la sabiduría (propia de los capacitados para el discurso racional), la buena exhortación (adecuada a los que están capacitados para la argumentación) y la discusión propiamente dialéctica, es decir, la basada en el diálogo conducido por el método «más conveniente» en cada caso y según las circunstancias. No deberíamos olvidar, aunque frecuentemente se hace al tratar de esta cuestión, que esta triple condición que determina el camino del pensar en los signos del libro, hay que situarla en la perspectiva de la, también, triple índole de los creyentes en tanto que hombres de Fe y a los que el Corán se refiere directamente: «Luego, hemos dado en herencia la Escritura a aquellos de Nuestros siervos que hemos elegido. Algunos de ellos son injustos consigo mismos; otros, siguen una vía media; otros, aventajan en el bien obrar, con permiso de Dios. Ése es el gran favor (35, 32)». Con ello tenemos, por una parte, las prerrogativas de la Fe. Por otra, las de la Razón. Ambos accesos delimitan, distribuyen y prescriben actitudes que, durante mucho tiempo y en medio de enconadas diatribas, dibujaron el espinoso terreno discursivo centrado en las relaciones de la Fe y de la Razón que no fue privativo, por otra parte, de la Teología y del pensamiento islámico, con sus derivaciones políticas, sino que también fue propio de la historia del pensamiento occidental cristiano en los siglos medios. De todo lo dicho, con la brevedad y el esquematismo que damos a estas páginas introductorias, queda pendiente decidir sobre la cuestión relativa al alcance y los límites del tan propagado «racionalismo» de Averroes y de su actitud elitista al respecto que hemos traído a colación. Resulta evidente que de la lectura de sus textos, podemos deducir que la obligación de razonar y, más certeramente, de filosofar, es algo recogido en la Escritura revelada y que dicha orden divina parece dirigirse, en especial, a los hombres de demostración. En esta perspectiva, Averroes es plenamente consciente de que sin el cumplimento del citado mandato por parte de quienes están mejor dotados para ello, la ley religiosa no sería verdadera y que, por consiguiente, la obligación de asentir a las prescripciones de la «mejor religión» que el texto proclama, carecería de sentido. Sin embargo, como dijimos, el filósofo no dejó de atender a requerimientos de orden práctico y desempeñó funciones de jurista por encargo del sultán almohade. Ello implica considerar al pensador como miembro activo de su sociedad y, por ello, comprometido con los quehaceres cotidianos que el oficio de la judicatura conlleva, es decir, con la dedicación a los asuntos reales que exigen atención, discernimiento y sentencia en el ámbito de la vida diaria: pleitos, querellas, demandas y toda suerte de menesteres a los que estaba obligado a «descender» para que su trabajo resultase eficaz. Podríamos deducir que incluso en sus reflexiones y propósitos intelectuales más elevados, estaba implícito el deseo de sentenciar en la justa medida de tal manera que, para el común de las gentes, la Teología y el amplio dominio de los conocimientos racionales, fueran asequibles y cercanos. Por ello, como veremos, una de sus preocupaciones fue la de despejar del horizonte de ese conocimiento toda sombra de adherencia perniciosa que, a su juicio, contenía la Teología axaarí que era la predominante en su momento. Entendiendo que su función era un privilegio, comprendía también que del mismo derivaban obligaciones y, entre las más decisivas, la de proponer a sus semejantes el camino medio capaz de restituir, recomponer y reconducir la conducta encaminada al bien general. Y ello, también, en estricto seguimiento de la Revelación: «Hemos hecho de vosotros una comunidad moderada, para que seáis testigos de los hombres y para que el Enviado sea testigo de vosotros (2, 143)». 

 TRES Si, como hemos mostrado, la Escritura es, para Averroes, algo irreductible e irrenunciable, es legítimo deducir que la raíz que sustenta su pensamiento y su actitud es la misma que dio comienzo a la Revelación hecha al Profeta: «¡Lee en el nombre de tu Señor!, Que ha creado, ha creado al hombre de un coágulo. ¡Lee! Tu Señor es el Munífico. Que ha enseñado el uso del cálamo, ha enseñado al hombre lo que no sabía (96, 1-5)». Ningún filósofo musulmán parece ser ajeno a esta determinación original y lo que distingue a cada uno de ellos es la orientación, el modo de realizar esa lectura. Averroes hizo la que le correspondía a tono con su propia tradición intelectual, social e incluso familiar. Detrás de él, había un respaldo discursivo formado por una larga secuencia de actos intelectuales que, partiendo del análisis del texto, integró conceptos filosóficos ajenos, elaboró sistemas, desarrolló nociones y formuló conjuntos de enunciados que constituyen la historia del pensamiento árabe e islámico clásico desde su etapa de formación hasta el momento de su consolidación en el siglo en el que nació el pensador cordobés. Los hitos de esa historia pueden resumirse esquemáticamente en lo que sigue aunque, obviamente, un desarrollo prolijo de la misma debería exponerse en un libro aparte. El Corán, como sabemos, es un libro destinado a la recitación y a la meditación de sus aspectos externos y ocultos. Aunque la finalidad esencial del mismo es el conocimiento de lo real, palabra que en árabe es sinónima de Verdad, en un primer momento era necesario que su lectura fuese a la vez recitación. En realidad, la orden inicial y originaria de la Revelación es «¡Lee!» que también puede traducirse, porque así lo permite la palabra en árabe, como «¡Recita!». De ahí que fuera el lector del Corán, el almocrí, el encargado de reproducir con precisión la tonalidad y la secuencia melódica de la palabra emitida por el Profeta tras haberla oído de Gabriel, sin añadiduras ni adulteraciones. La tradición consolidada de esta lectura, sobre cuyo procedimiento hay numerosas opiniones proféticas, derivó en el establecimiento de siete modalidades de recitación que manifiestan, precisamente, ese cuidado en respetar la secuencia eufónica ya mencionada y, con ello, obtener la debida precisión en la trasmisión de las aleyas. El contacto y la familiaridad con la palabra, hizo que la función del almocrí se fuera transmutando en la de teólogo, en árabe mutakal-lim, es decir, conocedor experto de los alcances del kalam, vocablo cuya raíz árabe está referida a los conceptos de creencia, decreto, orden, sentencia, verbo y, evidentemente, palabra. En tanto que el libro, en un primer acercamiento, es un conjunto de palabras, el experto en las mismas inició la vía del estudio gramatical del texto y, con ello, de la misma lengua árabe en su totalidad. Además, las exigencias de la interpretación del mensaje que esas palabras contenían y de la forma en que se expresaba, originó la función del comentarista, de aquel que desmenuzaba sabiamente e interpretaba con esmero todo el contenido de los signos. El comentario del Corán, el tafsír, es palabra árabe que remite a la operación de averiguar, explicar, aclarar o desgranar. Como en su lugar veremos, Averroes otorgará el rango de tafsír, o gran comentario, a su glosa de la Metafísica aristotélica y lo hará con un procedimiento muy cercano a los que en el Islam de los siglos VII y VIII abordaron la elucidación de las nociones reveladas[7]. De esta forma, en esos siglos, el teólogo podía ser también gramático, comentarista del libro y, en sus inicios, también jurista puesto que el mismo libro, junto con las opiniones del Profeta, constituyó la fuente del Derecho islámico. Funciones todas que Averroes desempeño en algún momento de su vida con especial dedicación. En todos los casos, quienes ejercitaban su capacidad intelectual en esos menesteres, manifestaban la preeminencia de la Razón sólidamente anudada a la Fe. Cuando se inició la construcción de la ciudad de Bagdad, en el año 762, el Islam ya había integrado en su territorio a culturas de profunda raigambre y solidez como la persa, la griega y la romana o, más precisamente, la greco-latina. Los primeros califas abbasíes animaron la vida cultural del imperio en cuyo seno, sobre todo en su capital, se constituyeron círculos de estudio que, en muchos casos, desarrollaban sus tareas en el mismo palacio califal con la protección de los califas. Bagdad fue, en ese momento, el punto de encuentro de culturas, debates, polémicas y, sobre todo, de recepción y traducción al árabe de las obras de la cultura griega. Los califas al Mansur (m. 775) y al-Mamún (m. 833) son los dos extremos de una trayectoria cultural que alentó el movimiento traductor y la promoción general de la cultura, representando su momento histórico la era clásica del Islam. Este último califa creó una institución, la Casa de la Sabiduría, bajo cuyo patrocinio se formaron equipos de traductores que pasaban del siríaco al árabe y, menos frecuentemente, del griego al árabe, manuscritos de Alquimia, Medicina, Astronomía, Aritmética, Geometría, ciencias de la Naturaleza y Filosofía, es decir, todos los vestigios del saber helenístico que permanecían guardados en monasterios cristianos y en otros lugares y que se llevaron a Bagdad para su traducción. Dentro de las obras de carácter filosófico, el mayor número de libros traducidos fue el de los aristotélicos y los de algunos de sus comentaristas. Además, por la influencia que tuvo en los filósofos árabes, merece especial mención la traducción de la denominada Teología atribuida a Aristóteles aunque en realidad era una paráfrasis de las tres últimas Ennéadas de Plotino. A todo ello nos referiremos con mayor detenimiento en adelante. La Filosofía no estuvo en el mundo islámico y su cultura clásica como una planta exótica en un invernadero. En realidad, constituía uno de los ingredientes fundamentales de la Ciencia mundana yunamanifestación más del lustre cultural con el que se adornaban los gobernantes. La naturalidad con la que se aceptaron e integraron en dicha cultura la sabiduría de los antiguos, como se denominaban a los pensadores del mundo clásico griego, es buena muestra de lo dicho, entre otras razones y con motivaciones específicas que más adelante expondremos. Por el momento, lo que importa retener es la consecuencia inmediata de la irrupción de las traducciones en los círculos ilustrados árabes. Dicha presencia, cuyo volumen se incrementaba a medida que progresaban los trabajos de traducción, consolidó la historia de las ideas del pensamiento islámico de una manera definitiva. El saber científico y filosófico se difundió con rapidez y dio lugar a definiciones precisas de temas que, inicialmente, fueron pertenencia de la Teología. Las nociones filosóficas nuevas, muchas de ellas inéditas en el pensamiento árabe anterior, enriquecieron el léxico y emigraron de la Teología a la Filosofía con formulaciones novedosas y de largo alcance. Por poner un ejemplo: considerando como dato revelado la secuencia de los nombres divinos que el libro enumera, su consideración a la luz de los nuevos conceptos adquiere rasgos de problema filosófico y, como tal, surgen elaboraciones teóricas en las que intervienen conceptos de origen griego tales como los de sustancia, duración, contingencia o predicación, que contribuyen a formular la cuestión teológica alumbrada por la Fe, desde un punto de vista racional pero teniendo en cuenta que la misma Fe puede reclamar como propia en orden a su buen Entendimiento a la misma tradición filosófica y a su ejercicio reflexivo. De entre los dedicados al estudio del ya mencionado kalam, a los que por comodidad expositiva venimos denominando teólogos, surgió una corriente o escuela que se inclinó por la consideración estrictamente racional de principios enumerados en la Revelación y que, desde el punto de vista ético-religioso tenían importancia. Algunos de dichos puntos fueron, por ejemplo, la situación del que comete un pecado grave o la naturaleza del Corán como libro eterno o creado, entre otros temas. Apartándose del método discursivo habitual, este grupo de pensadores a los que conocemos genéricamente como mu’tazilíes (la raíz árabe de la palabra significa alejar o separar), decidió encarar racionalmente esas cuestiones, por lo que ese apartamiento no debe entenderse como separación de la doctrina religiosa común, sino más bien como especificidad metodológica, es decir, como la propia de los que se apartaban del común modo de razonar, para dedicarse a una reflexión con fundamentos racionales más estrictos. Todos los mu’tazilíes, que se distribuyeron fundamentalmente entre las llamadas escuelas de Basra y Bagdad, desde el año 760 hasta el 942 aproximadamente, coincidían en el análisis de cinco principios fundamentales: la Unidad y la Unicidad divina; la justicia divina; el estado del pecador no arrepentido; la promesa y la amenaza de la otra vida y el mandato de hacer el bien y evitar el mal. La base racional de estas disquisiciones ocupa un amplio lugar en la Historia de la primera etapa del pensamiento árabe e islámico. De la misma se origina un amplio repertorio de consecuencias para el futuro y, en el caso del segundo y del quinto de los principios enumerados, los citados pensadores concluyen que el Ser humano es capaz de crear sus actos y, por tanto, es responsable inmediato de los mismos, tanto de los buenos como de los malos. En el seno del movimiento mu’tazil surgió uno de los pensadores cuya escuela tendrá amplias repercusiones en el futuro y que, llegado el tiempo, será el blanco de las críticas de Averroes. Se trata de Abul Hasan al-Axaarí (n. 873) que, hasta los cuarenta años de su edad fue adepto de dicha escuela y, por tanto, compartió todos sus principios racionalistas. Cumplida esa edad, renunció públicamente a la doctrina mu’tazil aduciendo la concesión excesiva que en ella se hacía a la función de la Razón de forma que la misma, en su opinión, llegaba a suplantar las demandas de la Fe. En este caso, al-Axaarí afirmaba que, en el dominio de la misma, hay un aspecto indescifrable por la Razón: el de lo oculto, que se menciona explícitamente al comienzo de la segunda azora coránica y que, como dato revelado, no puede ser apartado del horizonte dogmático del creyente. Apartir de esa constatación, el sistema filosófico del pensador se desplaza hacia el justo medio de la conciliación de los dos extremos, Fe y Razón, de forma que la Fe del creyente no se viera saltada por ninguno de los privilegios de la Razón de manera exclusiva y excluyente. Esta actitud tuvo plena aceptación en el seno del Islam sunní durante varios siglos y los discípulos del filósofo supieron completar los datos que él proporcionó de forma que en un determinado momento, axaarismo y sunnismo llegaron a ser identificados como una misma tendencia. Una vez consolidada como doctrina sólidamente establecida, el axaarismo no dejó de tener adversarios, ataques y críticas a las que, de todas formas, logró sobrevivir hasta el siglo XII cuando, como hemos dicho, Averroes intentará sistematizar una crítica bien argumentada a las tesis de la escuela. Noes conveniente dejar pasar sin la pertinente y breve aclaración, ya que lo hemos citado de pasada, lo que comprende y se entiende por el términosunní. La palabra árabe sunna, que en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se cita como zuna, significa camino trillado. Antes de la aparición del Islam, al modo de proceder tradicionalmente seguido por cualquier personaje o tendencia se le denominaba sunna en el sentido de costumbre o procedimiento. Tras la Revelación y sobre todo en la época en la que el Profeta no solamente recibía la misma sino que también estaba encargado del buen gobierno de la comunidad de medina, sus opiniones personales acerca de una amplia variedad de temas que surgían de continuo sobre cuestiones doctrinales o de administración de la vida cotidiana, fueron constituyendo un amplio repertorio de opiniones, hadices que son los elementos constitutivos de la sunna del Profeta. El Corán y el hadíz, la tradición del profeta, son los elementos que conforman, a su vez, la sunna del Islam. Ambos pilares son también la fuente del Derecho islámico sunní y su vertiente práctica y positiva que, en lo tocante al contenido de las disposiciones legales de todo tipo, forman el Cuerpo de la xaría o ley musulmana. A este seno legislativo, canónico y de jurisprudencia positiva se ciñó el proceder de los cuatro primeros califas del Islam: Abu Bakr, Omar, Uzmán yAli, que era primo y yerno del Profeta. Ali murió en el año 661, asesinado por un disidente jarichí y no entraremos aquí en la explicación detallada de este término ni de sus precedentes y consecuentes históricos y doctrinales. Sin embargo, la muerte del cuarto califa del Islam supuso la aparición de una reclamación de orden legitimista derivada de la pretensión de sus hijos, Hasan y Husayn, encaminada a la demanda de los derechos sucesorios del gobierno de la comunidad de los creyentes. Una vez desaparecido Ali, en Damasco se proclamó sucesor del califato Muáuia, perteneciente a la estirpe omeya que procedía de la tribu de Quraix a la que también pertenecía el Profeta. Esta decisión no fue aceptada de buen grado por los partidarios de la línea sucesoria que provenía de Ali que, adelante, serán conocidos como la xía de Ali, significando dicha palabra árabe partido o tendencia. En poco tiempo, en Damasco se consolidó el califato omeya que reclamó para sí la herencia plena de la sunna del Profeta ya citada y, en adelante, esa variante del Islam, la más numerosa demográficamente hablando, es lo que también entendemos hoy como sunní. En cuanto a la xía de Ali, sus seguidores establecieron un orden sucesorio hereditario cuyos representantes y portadores de esa legitimidad reclamada se denominaron imameso imanes. Llegados al sexto imám de la xía, Iafar al-Sadíq, sus sucesores se dividieron en dos ramas, la de los ismailíes, septimanos o fatimíes y la de los duodecimanos, en tanto que contaron hasta el duodécimo imán que desapareció o se ocultó en el año 873, el mismo año en que nació al-Axaarí. La xía, variante doctrinal islámica minoritaria, nunca tuvo parte en el gobierno de la comunidad de los creyentes hasta que en el año 909, los fatimíes fundaron un califato en El Cairo. Su presencia política fue elemento fundamental de la historia política del Islam hasta el año 1171 en que el citado califato desapareció y la corriente ismailí se disgregó. También fue de suma importancia su labor cultural y filosófica. Desde el punto de vista jurídico, la xía elaboró su propia escuela de Derecho y en lo referido al aspecto doctrinal, poco es lo que diferencia a un sunní un xií, puesto que ambos son plenamente musulmanes en todos los aspectos excepto en lo tocante a la dimensión escatológica del Islam. Para la sunna, Muhammad, el Enviado de Dios, fue el último de la serie de los profetas que empezó con Adán. Para la xía, tras el ciclo de la profecía, se inicia el ciclo de los imames que son los encargados de custodiar la pureza de la Fe revelada. Al final de los tiempos, en la xía duodecimana que es la que está en vigor hoy en Irán, reaparecerá el imán oculto para restituir los fueros de la justicia universal. Retomando el hilo de la exposición que dejamos interrumpida con la escuela axaarí, hay que decir que la etapa más brillante de la escuela mu’tazil coincide con la del desarrollo de las doctrinas xiíes cuyos adeptos tuvieron más de una discusión con los maestros racionalistas mu`tazilíes. Pocos años después de la muerte de al-Axaari, murió en Bagdad al-Kulainí, gran teólogo de la xía y ambos representan, en gran medida, los dos polos de la sabiduría de sus respectivas tendencias. Siglos después, un filósofo de tendencia axaarí, Abu Hamid al-Gazzáli (m. 1111), conocido como Algacel en Occidente, será también uno de los destinatarios de la crítica acerba de Averroes, como veremos en su momento. El prodigioso despliegue de la Filosofía del Islam, cuyos momentos iniciales acabamos de esbozar, contiene variadas tendencias que no podemos detallar ahora. En el ámbito de la xía, por ejemplo, destaca todo un espectro de manifestaciones que van desde la Filosofía profética y la dialéctica de la Unicidad divina, hasta la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, la Filosofía de la Naturaleza de al-Razi, el hermetismo y su tema de la Naturaleza perfecta o la Filosofía de la luz de Suhravardi, por citar solamente a las más destacadas. En otro ámbito conceptual y discursivo, el que arranca de la escuela mu’tazil y continúa en la derivación de la escuela axaarí, nos encontramos con un juego de nociones que, bajo su aparente discontinuidad, permiten aislar temas, figuras y aportaciones novedosas que se sustentan en un fondo de permanencia cuyos orígenes remontan al saber griego. En este caso, podemos hablar de filósofos de tendencia helenizante cuyo despertar está ligado a la presencia de las obras del pensamiento griego clásico traducidas al árabe. Hay que tener en cuenta que la división entre zonas, ámbitos referenciales o pertenencias doctrinales más o menos claras, se realiza aquí de forma convencional. Es decir que, cuando hemos dicho «ámbito de la xía», no hemos pretendido abusar de la frontera separadora en lo externo, sino que lo hemos hecho por razones de comodidad expositiva. En una disciplina incierta, como la de la Filosofía, las denominadas fronteras nunca llegan a ser conceptuales en su pleno sentido, sino más bien señales de identificación y catalogación. Todas las tendencias, modulaciones, plasmaciones o manifestaciones intelectuales se destacan sobre un fondo común por los individuos que las llevan a cabo y, todas juntas, a pasar de sus desniveles, discontinuidades y rupturas, conforman lo que podemos denominar Historia de las ideas o del pensamiento islámico. Con este presupuesto bien entendido, podemos hablar ahora de la corriente de filósofos cuya referencia originaria es la obra de Aristóteles, en menor medida la de Platón y, sobre todo, la obra incierta de un Aristóteles neoplatónico, sin dejar de lado las nociones suministradas por las escuelas atomistas griegas, las estoicas y la obra de sus respectivos comentaristas que, como dijimos, también fue traducida al árabe. Todos los pensadores, de origen árabe, turco o persa, que aceptaron como propia esta tradición, consideraron necesario el establecimiento de un sistema organizado al modo en que lo hicieron los griegos: Lógica, Metafísica, Cosmología, estudio del Alma y sus potencias, Ética y Política son los elementos que estructuran un conocimiento racional de la Realidad. El despliegue expositivo de los mismos hace que sus intérpretes sean considerados filósofos en sentido pleno. Así, por esta circunstancia, fueron denominados falásifa, plural árabe de faylasúf que es directa traducción del griego philosophos, es decir, filósofo. El primero de ellos, al-Kindí (n hacia 796), fue testigo en Bagdad, de la corriente científica suscitada por las traducciones de textos griegos al árabe y de la floración del pensamiento mu’tazil. Él mismo contribuyó a la tarea traductora, aunque parece que no sabía griego. De origen árabe, acuñó los primeros términos técnicos de la Filosofía islámica y sentó las bases de una corriente filosófica basada en las ideas aristotélicas tamizadas por las neoplatónicas que proseguirá con al-Farabi (n. 872) y, después con Ibn Sína, Avicena, (n. 980). Todos los falásifa, en la medida de sus respectivas teorías, no fueron serviles imitadores de los griegos a los que, sin embargo, reconocieron como maestros. Sus pensamientos y sistemas se orientaron de acuerdo con sus propias normas y en respuesta a cuestionamientos que de ellos mismos nacieron. En gran medida, como puede observarse en el sistema de al-Kindí, los falásifa fueron conscientes de que la obra de los maestros helénicos estaba por acabar, es decir, que les había llegado abierta a posibilidades de completarla, perfeccionarla y, sobre todo, de integrarla sin fisuras en el contexto de la cultura árabe, de su lengua y de la Revelación. Siendo así que ésta venía a ser la culminación de las revelaciones plasmadas en libros anteriores, como la Torá y el Evangelio, los sistemas de los filósofos árabes se contemplaron bajo esta misma perspectiva: el pensamiento griego fue una etapa que debía tener su punto final en el pensamiento árabe e islámico. En al-Andalus, surgió la que podríamos denominar rama occidental del pensamiento helenizante. Sus inicios se remontan a Ibn Masarra (n. 883) y la escuela de Almería, seguido por Ibn Hazm de Córdoba (n. 994), Avempace (n. 1118) en Zaragoza, Ibn al-Síd de Badajoz (n. 1052), Ibn Tufayl (m. 1185) de Guadix y, finalmente, Averroes cuya muerte tiene lugar siete años después de la del ya citado Suhravardi y, ambos, son el punto de sutura de una corriente, por parte del primero, y de una apertura en el caso del segundo cuya influencia se mantendrá viva en la Filosofía iraní hasta, por lo menos, el siglo XIX. Si tuviéramos que analizar la secuencia histórica de las ideas del pensamiento andalusí, cuyos cimeros representantes hemos acabado de nombrar, avanzaríamos por un sendero plagado de signos presididos por una evidente racionalidad equilibrada por la representación de metáforas conceptuales que apuntan más a la sensibilidad que a la Razón estricta. En este caso, la plasmación más evidente de lo que decimos estaría en la obra de Ibn Tufayl y su anhelo por explicitar los procedimientos conducentes a la unión del Intelecto humano con el Entendimiento agente universal de raigambre aristotélica. Dicho afán nace de un deseo del Alma por encontrarse no solamente con la fuente de todo conocimiento sino, específicamente, con la luz de la que emana el Bien universal. El artificio que el autor personifica en el filósofo autodidacta, compendia casi todas las corrientes anteriores del pensamiento andalusí y deja abierta la puerta a un acceso por el que Averroes transitó con su andamiaje racional. CUATRO Unmismopensamiento puede ser pensado de nuevo muchas veces. Cada vez que se piensa, la etapa histórica en que tiene lugar ese acto renovado, no es la misma y, por ello, el mismo pensamiento se convierte en otro modo de pensar. Cuando la Filosofía griega entró en el pensamiento árabe e islámico, se volvieron a pensar los supuestos que aquella produjo, sin prejuicios doctrinales, considerando que estaban ante un legado accesible a todos. De ahí que, en el mundo islámico clásico, a Aristóteles lo llamasen el primer maestro, a al-Farabi, el segundo, siendo Avicena el tercero. Cuando el segundo, al-Farabi, escribió su Ciudad Virtuosa, su inspiración directa no fue Aristóteles sino Platón, siendo capaz de adaptar la constitución de una polis dirigida por el sabio, a una umma inspirada por la profecía emanada de Al-lah en cuya estructura jerárquica el sabio se colocaba un escalón por debajo del Creador. Visión de un mundo donde lo real y lo divino se armonizan en un todo significativo de orden práctico: la ciudad y sus derechos, sus funciones reguladas como las de un organismo vivo que se dirige a su propia perfección tal como preconizó Aristóteles. El mismo horizonte que, por otra parte como veremos, contempló Averroes al hablar de la ciudad, bajo inspiración también platónica, según resulta de su paráfrasis a la Republica del filósofo griego. AAverroes le tocó vivir una peculiar etapa histórica de al-Andalus que le proporcionó parte de los elementos necesarios para reflexionar sobre el modelo de convivencia social más adecuado a sus circunstancias. El imperio almorávide había impuesto una unidad política y una cierta homogeneidad social en la que la elite cedió sus derechos en beneficio de un pueblo que nunca acabó de entender la verdadera situación. Los almohades, después, instauraron un modo de gobernar en el que el componente ideológico, más que el religioso propiamente dicho, era predominante. En ese nuevo contexto, parecían estar garantizadas e incluso promocionadas, todas las tentativas intelectuales que contribuyeran a consolidar y defender la reforma de altos vuelos que había predicado Ibn Túmart. Fuera de al-Andalus, los reinos cristianos parecían estar movidos por una ideología religiosa de signo contrario al de la almohade. Sus raíces tenían todo tipo de componentes entre los cuales no era el menor el económico que, a su vez, iba a nutrir de fuerza y permanencia a las cruzadas que, fuera de la península, se estaban predicando desde el centro de gobierno de la Iglesia. Además, ese Occidente que había permanecido en la oscuridad feudal, poco a poco va manifestando una recuperación de las luces intelectuales que venían de la tradición griega y latina. Como resultado de esta integración, la ideología escolástica latina empezaba a tomar fuerza y se polarizó en una serie de cuestiones que tenían que ver con la Teología de manera inmediata y con la Metafísica de forma subsidiaria. La denominada «cuestión de los universales» afinará los instrumentos dialécticos y será Averroes, sin él saberlo, quien un siglo después resurgirá en Occidente bajo la forma de controversias agudas con su doctrina interpretada a gusto de las nuevas necesidades intelectuales y, por ende, reflejadas en lo político y lo religioso. En un Imperio que, como el almohade, hizo gala de benevolencia y generosidad para con los hombres de pensamiento, la racionalidad parecía imponerse por sí misma, por derecho propio. Sin embargo, como antítesis dialéctica de esa Razón omnipresente en un dominio particularmente significativo como el jurídico, se manifestaron cada vez con mayor fuerza, movimientos de índole espiritual que, a su modo, recuperaban y asimilaban las demandas espirituales de una sociedad que nunca había perdido la esperanza de la redención social. Debajo de la inmutable capa de serena majestad que parecía imponer el Estado almohade, fueron muchos los síntomas de rebeldía que se aferraban a la llegada de un mahdi protector y justo, reparador y bálsamo de inquietudes y pesares que se manifestaban en el seno del pueblo. Por ello es muy ilustrativo al panorama literario andalusí en el siglo XII porque nos ofrece un fiel reflejo de esta situación. Mientras la poesía árabe clásica empieza a decaer desde el momento en que los almorávides pisaron al-Andalus y fue languideciendo paulatinamente bajo los almohades, fue la poesía popular la que ocupó un lugar de privilegio desde el momento en que Muqaddam al-Cabrí el Vidente, inventó o introdujo la moaxaja en tierra andalusí. El éxito popular de este estilo poético, suscitó la aparición de poetas que, sin dejar del todo el cultivo del clásico, se diseminan por todas las regiones de al-Andalus[8]. Ejemplo de ellos fueron el denominado Ciego de Tudela (m. 1126) que vió como su fama saltaba a Oriente y el más famoso zejelero de todos los tiempos, el contemporáneo y paisano de Averroes, Ibn Quzmán (m. 1160) al que el filósofo oyó posiblemente cuando recitaba sus versos en las calles de Córdoba enaltecido por un título, el de visir, en una época que ya no hacía caso de tales encumbramientos. El poeta es, con su obra, el prototipo y la antítesis de su vecino el filósofo y jurista. A la seriedad y circunspección que éste mantenía posiblemente por temperamento, pero también por alcurnia familiar y posición oficial, Ibn Quzmán con su desenfado y tolerable desvergüenza, abrió las puertas a la lengua romance de la misma forma a como Averroes, con su talante, las abrió a la reflexión racional de altos vuelos. Si éste pudo pensar alguna vez en el epitafio que expresase sus ideas de la forma más exacta, tal vez hubiera elegido los versos del sabio Abu Amr ibn Hazm, visir de uno de los reyes de Córdoba en el siglo XI: «El hombre libre es como el oro, sujeto unas veces al golpe del martillo, pero al que ves otras veces la corona de un rey»[9]. El testamento de Ibn Quzmán, por el contrario, es el que figura en el zéjel número 90 de su cancionero, en traducción también de Emilio García Gómez, que rezaba así: «Cuando muera, éstas son mis instrucciones para el entierro: dormiré con una viña entre los párpados. Que me envuelvan entre sus hojas como mortaja y me pongan en la cabeza un turbante de pámpanos». Hijo de su tiempo y de sus circunstancias, heredero de una tradición filosófica muy consolidada, a la que la mayor parte de este libro está dedicada, de Averroes nos quedan sus escritos y, con su lectura, lo traemos hacia nosotros y hacemos de su razonar objeto del nuestro. Con ello, se convierte en instrumento de nuestro propio pensar. A lo que de él quedó entre nosotros, lo consideramos una forma de supervivencia que nos permite interrogar a sus palabras por medio de las nuestras. Aunque nos sea imposible comprenderlo tal como él se comprendía y de la misma forma en que lo hicieron sus contemporáneos o inmediatamente sucesores, todavía nos está permitido integrar sus palabras en nuestros conceptos, de la misma forma que él lo hizo con las palabras y los conceptos de una forma de pensar que tuvo lugar casi un milenio y medio antes de que él naciera.

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