lunes, 30 de abril de 2018

Xavier Villaurrutia: cartografía del misterio Rosa García Gutiérrez Universidad de Huelva.


(En la gráfica:Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz, en Los Berros (Xalapa 1942). Foto de Lola Alvarez Bravo).

 Xavier Villaurrutia: cartografía del misterio Rosa García Gutiérrez Universidad de Huelva.
PRIMERA PARTE-.
 Pocos escritores mexicanos han explicado su poética con tanta exactitud como Xavier Villaurrutia. Este poeta que siempre se miró escribir supo diseccionar al detalle su propio trazo obedeciendo a una íntima necesidad, pero también inscribirlo en el paisaje mayor de la lírica moderna occidental y en el no menor de la tradición poética mexicana. La poesía fue, para Villaurrutia, un acto de conocimiento y una vía de integración: un conocimiento de ambiciones ontológicas con el que quiso tocar la médula de lo humano, a la que se acercó como al más tentador y temible de los misterios; y una integración que el joven, tendente al enclaustramiento y a la melancolía, logró por fn en la familia de sus poetas hermanos. En pocos escritores se observa, además, menos distancia y más coherencia entre teoría y práctica, poética y poema, conciencia e inspiración, lo que tal vez se deba a que se supo hombre de dos vocaciones, la poesía y la crítica, y a que a ninguna de las dos renunció: las desarrolló simultánea y complementariamente, construyendo una obra que debe tanto al creador como al lector excepcional. Hoy es posible identifcar cada elemento de la poética de Villaurrutia y disfrutar de su engranaje defnitivo en la edición fnal de Nostalgia de la muerte (1946), pero entenderla exige no olvidar que durante años fue una poética en construcción, con sus hitos líricos y críticos, sus deslumbramientos y también sus expurgos. Esa lenta gestación terminó en 1940, año en el que concedió una imprescindible entrevista a José Luis Martínez para la revista Tierra Nueva y publicó dos ensayos sobre Gérard de Nerval incardinando su idea de poesía en una concepción flosófca del 58 artes poéticas mexicanas hombre y al amparo de una selecta genealogía de poetas que la habrían llevado a la práctica.1 Prescindiendo de erudición, en la entrevista a José Luis Martínez sintetizó que «el único fn de la poesía es la expresión del hombre, el desconocido y esencial» (77), dejando claro que la escritura había sido para él aventura y exploración de «lo desconocido», búsqueda de «lo esencial» y (auto)conocimiento o toma de conciencia en el poema. El mismo año 1940 Villaurrutia reunió parte de sus ensayos literarios en un volumen que tituló muy signifcativamente Textos y pretextos, y volvió a expresarse con la misma rotunda brevedad: «la crítica es siempre una forma de autocrítica» (1966:639), frase que funde indefectiblemente al poeta y al lector y convierte la totalidad de la producción villaurrutiana en autobiografía intelectual y existencial. «Tratando de explicar la complejidad espiritual» de los otros, sigue diciendo Villaurrutia en el mismo prólogo, «no hacía sino ayudarme a descubrir y a examinar […] mi propio drama» (639). Una palabra, esta última, drama, que obsesivamente repite en la entrevista: de cuánta dramática verdad nutra el poema derivará su calidad; de la autenticidad del «drama íntimo» que exprese, su grandeza; solo es admisible la poesía flosófca o intelectual, la presencia de ideas en el poema cuando éstas se viven «dramáticamente», «real y plenamente, consubstancialmente» (76-77). Y sin embargo, qué poco ha tenido que ver la convención crítica sobre Villaurrutia con la palabra drama. Como ya se quejó Tomás Segovia, «tanto se ha aceptado, y tan fácilmente, que Villaurrutia es un poeta intelectual, por pereza de pensar, por pereza incluso de releer, que no puede uno dejar de protestar contra esa idea […] Su poesía es justamente de ésas que no contienen un misterio sino que lo son; su poema no es la casa del misterio sino su cuerpo febril» (48). Efectivamente, si desandamos su trayectoria poética desde ese crucial 1940 y nos remontamos a su origen, salta a la vista que su reconocible imaginario, hecho de variantes del desdoblamiento, la antítesis y la paradoja, no es sino la plasmación insistente de [1] Los ensayos sobre Nerval se publicaron en la revista Romance: «Gérard de Nerval» en el número 17 (22 de octubre) y «El romanticismo y el sueño (Gérard de Nerval)» en el nú- mero 15 (1 de septiembre). Ambos compusieron luego el «Prólogo» a la traducción que hizo Agustín Lazo de El sueño y la vida y Aurelia (1942). Están incluidos en Villaurrutia, 1966:898-899 y 894-897. 59 xavier villaurrutia: cartografía del misterio lo que, en un sentido profundo, signifca la palabra drama: desgarradura, irresolución, suspensión viva y agónica de un dilema, dolor y perplejidad por la conciencia del ser dividido. La conciencia de la dualidad es el origen existencial del drama moderno y Villaurrutia lo sintió, lo exploró y lo expresó en todas sus posibilidades: cuerpo-alma, muerte-vida, vigiliasueño, consciente-inconsciente, tiempo-eternidad, lo particular-lo universal, la alcoba-la calle, este hombre-El Hombre. Formas, desde luego, de alienación o extrañamiento propias de la tradición poética moderna, pero particularmente complejas en el México nacionalista de los años treinta que, en el caso de Villaurrutia, tuvieron que verse agravadas por una vivencia inevitablemente difícil de la homosexualidad. Otra realidad Aunque llevaba algunos años escribiendo, el poeta Villaurrutia nació en 1925 en el revelador, desde el título, «Monólogo para una noche de insomnio», una mezcla de prosa poética, ensayo crítico y diario íntimo que apareció en El Universal Ilustrado el 15 de enero. Unos meses después, el 23 de julio, a la pregunta «¿Qué prepara usted?» formulada en una de las habituales encuestas del mismo periódico, confesó: «de mí solo sé decir que los más recientes (proyectos) se me han diluido en la contemplación del modelo que trajo de Europa el último estío». El proyecto diluido era Refejos, un primer poemario que acabaría publicando en 1926, pero más por razones de estrategia grupal —contrarrestar el imparable nacionalismo cultural— que por convicción personal; y la novedad, el Primer manifesto surrealista de Breton, uno de sus irrenunciables deslumbramientos. En el «Monólogo» aparecen las primeras dicotomías villaurrutianas, las primeras plasmaciones antitéticas del drama: por un lado, sueño y vigilia; y por el otro, poesía y realidad. «No es posible hablar del “arte” como una forma de escaparse de la realidad cotidiana sin sentir que el rubor se adueña de nuestras mejillas», escribe, «y sin embargo, cualquier hombre que se detenga un día a considerar la pobreza de la vida quedará herido vivamente y, si la inquietud de su alma no lo obliga a seguir el camino ciego a esta fealdad de lo cotidiano y sordo a los ruidos horribles de la existencia mecánica de hoy, tendrá que convenir que es en el arte adonde encontrará 60 artes poéticas mexicanas un olvido, fugitivo quizás, pero siempre deseable, de la realidad que hace de la existencia un espectáculo insufrible…» (1966:601). Tras el fallido e impersonal beatus ille de Refejos, Villaurrutia empezaba a identifcar el escenario adecuado para esa fuga que había decidido llevar a sus últimas consecuencias: la alcoba, versión vanguardista de la torre de los insomnes modernistas, incluido Rubén Darío, al que todavía no reconocía como progenitor, esa chambre que señalara Paul Morand en la emblemática frase que abrió como epígrafe el segundo número de Ulises: La tête au Pole, les pieds sur l’Equateur, quoi qu’on fasse, c’est toujours le voyage autour de ma chambre. La habitación propia se ofrecía así como un espacio simbólico remitente al mundo interior y a su exploración, un lugar en el que vivir, mediante la poesía y el sueño, una realidad alternativa a la de fuera: «Vida perfecta la que el sueño proporciona. […] Vida también libre y amplia: accidentada y diversa como la esencia del hombre. Vida que nos ofrece tan múltiples aspectos que hasta al más exigente curioso deja complacido» (1966:604). La puerta que Villaurrutia acababa de abrir —o cerrar— hubiera sido imposible sin el surrealismo, pero no se dejó hipnotizar por el más poderoso de los ismos: el crítico moderó el deslumbramiento del poeta y lo obligó a distanciarse del dogmatismo de escuela que impuso Breton. Sin embargo, no debe olvidarse que sería también el surrealismo, amplia y hondamente entendido, el que acabaría conduciendo a Villaurrutia hacia los primeros disconformes con la realidad exterior, los primeros soñadores, los primeros buceadores del alma en el prerromanticismo inglés (Blake2 ), el romanticismo alemán o francés (Novalis, Nerval), o el esencial y auténtico modernismo hispánico (Rubén Darío). Esos encuentros decisivos vendrían después e iban a requerir un proceso dilatado en el tiempo, pero antes, el crítico Villaurrutia, exigente, desconfado y refexivo, guió la intuición del poeta Villaurrutia dentro de la órbita del surrealismo posibilitándole una vía singular, distanciada y crítica. [2] Según Villaurrutia fue André Gide quien lo «invitó al conocimiento, al trato de Blake» («Carta a José Gorostiza», 7 de enero de 1929; en Capistrán, 161), pero no hay que olvidar que fueron los surrealistas quienes redescubrieron The Marriage of Heaven and Hell. Villaurrutia lo tradujo en 1928 y lo publicó en el núm. 6 de Contemporáneos (noviembre de 1928). Un año después la revista lo editó como volumen independiente. 61 xavier villaurrutia: cartografía del misterio El ojo abierto Villaurrutia matizó y personalizó su fascinación por el surrealismo en Dama de corazones (1928), una novela que fue, además de un experimento narrativo en clave vanguardista, autorretrato lírico, ensayo y piedra fundacional de la poética de su autor. En ella está ya el metaforismo del viaje en la clave simbólica proporcionada por Morand, tan obsesivamente reiterado por Villaurrutia y el resto de los Contemporáneos en los años de Ulises; y en ella, también, la muerte, todavía como preocupación en ciernes, el meollo del misterio y de lo desconocido que el poeta se propone explorar, a la que se acerca aún en círculos concéntricos, tanteando el terreno, incorporándola confusamente a los binomios sueño-vigilia, poesía-realidad. «Morir es estar incomunicado felizmente de las personas y de las cosas, y mirarlas como la lente de la cámara debe mirar con exactitud y frialdad. Morir no es otra cosa que convertirse en un ojo perfecto que mira sin emocionarse» (1966:586), concluye el autobiográfco narrador de Dama de corazones, y aunque la muerte tardaría en encontrar su encaje defnitivo en su poética, la frase permite adivinar hacia donde dirigió Villaurrutia su prevención respecto al surrealismo y cómo personalizó su propuesta: necesidad de conservar la lucidez en el sueño, de dormir con los ojos abiertos, de dotar de una inteligibilidad al onirismo lírico, de no perder la conciencia en la inmersión en el yo. Estaba dispuesto a viajar al inferno, al centro de la noche o al abismo interior, pero con linterna y libreta en mano. El «ojo perfecto que mira sin emocionarse» lo ubicó, dentro de la modernidad, como aspirante a una genealogía muy concreta: la de Poe en su Philosophy of Composition, Baudelaire, Mallarmé, Gide y Valéry, estirpe que tanto Jorge Cuesta como Gilberto Owen se encargaron de defnir y ponderar como modelo para el grupo en sus ensayos de entonces. A esa voluntad, en cualquier caso, respondió Dama de corazones, donde Villaurrutia puso en orden imágenes y obsesiones que se le imponían caóticamente (sombras, dobles, estatuas, huidas, noche, muerte), aunque la novela fue otra cosa más que no debe perderse de vista: una afrmación de la poesía y el arte como acto de fe, o lo que es lo mismo, una invitación al viaje malgré tout, inequívocamente mallarmeana: «los débiles se que- 62 artes poéticas mexicanas dan siempre. Es preciso saber huir» (596).3 Para ese impulso vivo, para esa fuga consciente, para esa dinamización de la insatisfacción y el inconformismo, Villaurrutia ya tenía palabra, curiosidad, omnipresente desde entonces en su poética. «Poesía», publicado en el núm. 4 de Ulises (octubre de 1927) puso el broche a esa toma de conciencia literaria que Villaurrutia apuntaló con otros dos deslumbramientos: el de Orfeo de Jean Cocteau y el de la pintura de Giorgio de Chirico. Mito y objeto Cocteau escribió su versión teatral del mito de Orfeo en 1926 y ese mismo año se estrenó en París con enorme repercusión internacional. El Teatro Ulises la representó en marzo de 1928 bajo la dirección de Villaurrutia, que interpretó además el papel principal. Viendo cómo defendió la obra en prensa ante los ataques, salta a la vista que este Orfeo tuvo para él un signifcado personal. Todas sus intuiciones y obsesiones estaban ahí: la alcoba, la noche, el misterio y el espejo (el doble), a las que se añadía una más: la actualidad del mito, el sortilegio de lo eterno frente a la historia hecho realidad en la obra de arte. No era sino la misma magia que T. S. Eliot reivindicaría en su «Ulises: Order and Myth» para el Ulysses de Joyce, la misma intención subyacente al nombre de la revista Ulises, un nuevo acto de fe en el arte frente al suicidio vanguardista que lo confrmó en su idea de la poesía como un vehículo hacia el Hombre y no sólo hacia el hombre que era él mismo. Chirico fue el regalo que Agustín Lazo trajo a Villaurrutia de su estancia en Europa. Aunque en 1922 Breton lo había presentado como el pintor del futuro, escapaba al molde surrealista. Villaurrutia reconoció de inmediato el ojo abierto en medio del sueño, la fguración palpable de lo irreal, la capacidad de objetivar el misterio, la expresión precisa de lo inexpresable. Lo que Chirico ofrecía invertía lo hecho hasta entonces en la pintura moderna: no se trataba ya de nutrir de subjetividad la realidad o de otorgar a la subjetividad estatus de realidad, sino de objetivar la irrealidad, revelar su existencia mediante una iconografía fgurativa imparcial, inscrita en el yo y más allá del yo. En «Sobre el arte metafísico», Chirico había hablado de un plano de observación en que sueño y vigilia quedaban fun[3] Es evidente el eco del «Fuir! là-bas fuir!» del emblemático «Brise marine». 63 xavier villaurrutia: cartografía del misterio didos bajo el «control» del artista, el «clarividente» encargado de expresar lo misterioso e inexplicable: «otro ángulo» que llamó «metafísico» (cito por Sáenz, 63-69).4 El magisterio de Chirico sobre Villaurrutia es claro en «Pintura sin mancha», un artículo que publicó en el número 45 de Voz nueva (diciembre-enero de 1930-1931), donde habló de la serie de nocturnos que había empezado a escribir, del sueño como uno de los «hilos conductores» que vinculan poesía y pintura, y de cómo el impacto ocasionado por esta en sus últimas tendencias lo había llevado a concebir sus poemas también como «objetos plásticos». Asumiendo el «otro ángulo» de Chirico, añadió que «un verdadero artista debe hallarse siempre, hasta en sueños, completamente despierto» y que solo él «vive en equilibrio inestable en un punto peligroso entre dos abismos, el de la realidad que lo circunda y el de su realidad interior» (1966:741). Si el artista del pasado se contentó con mirar hacia fuera o aislarse en su abismo interior, «el de ahora parece no contentarse con una sola de estas realidades» y destruye las paredes que las separan, o mejor, las hace «invisibles y porosas para lograr una fltración, una circulación, una transfusión de realidades» (742). En el mismo artículo Villaurrutia formuló ideas que son claves para entender Nocturnos, el libro que estaba preparando, y la evolución de una poética cada vez más sólida y contundente: Y a nada me parece más sencillo y justo comparar una obra de arte plástica como a un ser humano viviente. Como el hombre, tiene, en su mundo interior, zonas conocidas y zonas inexplicadas, aéreas terrazas, oscuros subterráneos, donde surgen, circulan y luchan por expresarse o por reprimirse nuestras intenciones y deseos recónditos, nuestros sentimientos, nuestras larvas de ideas, nuestras ideas. Un sencillo y cotidiano conocimiento del hombre llama a estas zonas: instinto, alma y espíritu. Pero ¿dónde acaba una zona para dar lugar a otra? ¿Dónde empiezan nuestros instintos y dónde nuestras ideas? Acostumbrados por ese conocimiento simplista del hombre interior […] nuestra razón ha situado nuestros instintos en nuestra piel y músculos; nuestros sentimientos, nuestra alma, en el corazón, y la inteligencia en el cerebro. Pero la naturaleza humana exige una solución menos simple y más justa. ¿No será mejor decir que estas zonas se enciman y confunden y que las raíces de su fora, [4] «Sobre el arte metafísico» se publicó originariamente en el número correspondiente a abril-mayo de 1918 de la revista Valori Plastici. 64 artes poéticas mexicanas subterráneas o aéreas, invaden y cruzan las zonas de nuestro cuerpo interior haciendo imposible una innecesaria limitación de fronteras? Obra humana, la obra de arte tendrá que ser la expresión exterior de este mundo viviente y diverso de fusiones invisibles de los innumerables y complejos seres que pueblan nuestro cuerpo interior. La obra de arte plástico se servirá de la materia —telas, colores, óleos, papeles— como de un simple medio para hacerlas visibles (744-745). También la obra de arte poética, cabe añadir, tiene sus instrumentos para cumplir ese objetivo, el mismo que Villaurrutia se propuso en los Nocturnos: «¡Hacer ver lo invisible! Operación mágica, operación religiosa, operación poética» (745). Piramidal, funesta Villaurrutia empezó a publicar sus nocturnos en diciembre de 1928. En el primero, «Nocturno de la estatua», aparecido en el núm. 7 de Contemporá- neos, se nota ya una voz poética propia, madura y reconocible. Villaurrutia ofrece su entonación personal de un subgénero que el Romanticismo cultivó hasta la saciedad, pero lo hace sonar de otro modo, más sereno, cerebral y visual. A lo largo de la serie que acabó componiendo Nocturnos, que publicó fnalmente la editorial Fábula en 1933, introdujo otros temas: el amor, que nunca fue nuclear en su poética, y la muerte, que sí constituiría uno de sus ejes. Pero es «Nocturno eterno» el poema que anticipa Nostalgia de la muerte y sobre todo, el reconocible guiño al barroco del célebre «Décima muerte», con su tono refexivo, casi moral, los complejos juegos conceptuales, las antítesis e incluso la recapitulación conclusiva de la estrofa fnal habitual en la métrica áurea.5 «Décima muerte» sorprende por lo que tiene de rareza en la trayectoria del Villaurrutia de los años treinta, pero no deja de ser extraordinariamente coherente con ella. ¿De dónde procede esta nueva e inesperada fliación? Probablemente de la inmersión a comienzos de la década en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz y de lecturas adicionales, complementarias, de poesía del Siglo de Oro.6 [5] Aunque «Décima muerte» se incorporó más tarde a la segunda edición de Nostalgia de la muerte, se dio a conocer antes en el volumen Décima muerte y otros poemas no coleccionados (1941), publicado tres años después de la primera edición de Nostalgia de la muerte en la argentina Sur. [6] Villaurrutia llegó a editar, anotar y prologar para la editorial La Razón los Sonetos de Sor Juana 65 xavier villaurrutia: cartografía del misterio Sor Juana fue para Villaurrutia una vuelta de tuerca más en la interpretación de su desarraigo, porque a la dimensión flosófca añadió una segunda, esta vez inherente a su lectura de la tradición cultural mexicana. La monja se le dibujó como madre fundadora de una estirpe de intelectuales mexicanos expulsados del orden político-cultural nacional y marcados por la necesidad de aventura y de fuga, pero no se limitó a concederle ese papel simbólico. Siempre anhelante de fraternidades y diálogos poéticos, se dejó tentar por el texto sorjuanesco, sus ingeniosas paradojas, su elaborado conceptismo, el encanto musical de las estrofas tradicionales y el tratamiento ortodoxamente barroco, tan abigarrado y directo, de la muerte. Una cosa más, por encima del resto, los hermanaba: la obsesión por el sueño como vía de conocimiento y por la noche como refugio para su ejercicio. Era inevitable que dirigiese hacia ella su interés como crítico, que se buscase a sí mismo en la monja y que intentase poner en claro algunos puntos de su poética proyectando su «drama» al de Sor Juana, como explicaría en el citado prólogo a Textos y pretextos. Villaurrutia sintetizó su refexión sobre Sor Juana, que abarcó casi una década, en una conferencia que tuvo mucho de metapoesía y autorretrato, pronunciada en 1942 en la Universidad de Michoacán. Sor Juana no es sólo un «clásico» —explicó— sino un «clásico mexicano», que al confesado magisterio de Góngora añadió «una atmósfera» y «un clima» particulares, la noche y el sueño, identifcadas por Villaurrutia como notas distintivas de una mexicanidad que también era, obviamente, la suya y que lo restituía a una tradición, la nacional, que se le había negado. Pero lo que defne a la monja es su «curiosidad»: ese dinamismo esencial que Villaurrutia señaló en Dama de corazones como el origen de su propia aventura poética y vital. A través de Sor Juana se detiene en este componente fundamental de su poética, distinguiendo la curiosidad «accidental», ocasional y caprichosa, de otra «más seria, más profunda, que es un producto del espíritu y que también es una fuente en el conocimiento» encarnada por Sor Juana y a la que llama «curiosidad por pasión»: «Yo la defno así: es una especie de avidez del espíritu y de los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura. […] La comodidad y la holgura (1931), y también las Endechas, que aparecieron en el número 7 de Taller (diciembre de 1939). 66 artes poéticas mexicanas engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire (sic) decía que el tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad» (1966:775-776).7 Sor Juana se sumaba así a la fraternidad de poetas afnes en la que Villaurrutia buscaba radicar su necesidad de pertenencia, y lo hacía borrando los estrechos límites cronológicos que el primer Villaurrutia se había impuesto, los de la vanguardia, anticipando lo que en poco tiempo sería una visión más amplia, menos dogmática y parricida, de la modernidad. Varios de los nocturnos escritos tras esta inmersión sorjuanesca exhiben su infuencia, sobre todo métrica: tras el uso del verso blanco y del verso libre Villaurrutia regresó a la métrica tradicional y vertió en ella su tema, probando así su validez clásica o universal y depurando los excesos experimentales condenados a envejecer. Algunos de esos poemas se incluyeron en Nocturnos, un volumen cuya férrea unidad surgía de una poética ejercida con convicción y un alma expuesta en su desnudez, reconocible tras los ropajes surrealistas o barroquizantes. Pero ese poemario fue solo el comienzo de un proceso que lo llevó del surrealismo al barroco para regresar con otros ojos al surrealismo y atisbar, tras la purga de lo perecedero, una visión menos histórica y más esencial de la modernidad. Breton, Cocteau, Chirico, Sor Juana: todos ayudaron a esta poesía confesional e íntima, a esta concienzuda exploración del yo y a la búsqueda de la forma exacta para la expresión del «drama»: «¿El secreto y la oscuridad, objeto de la poesía? Más bien pueden ser objeto de ella la liberación del secreto y la iluminación de la oscuridad» (1966:840), escribió a Bernardo Ortiz de Montellano en carta fechada el 12 de diciembre de 1933. Villaurrutia se descubría como poeta, como poeta moderno y como poeta mexicano.

sábado, 28 de abril de 2018

CARLOS FUENTES. TEATRO.


Orquídeas a la luz de la luna
Es la obra dramática más exitosa de Carlos Fuentes y se estrenó el año que fue escrita en 1982 en el Loeb Drama Center de la Universidad de Harvard. Tuvo una temporada de representaciones exitosas de poco más de seis semanas con la American Repertory Theatre de Cambridge, Massachusetts. 
De acuerdo a Marie-Lise Gazarian Gautier especialista y promotora de la cultura hispánica en Nueva York, autora de Universos de la novela entrevista publicada en el libro Carlos Fuentes: Territorios del tiempo. Antología de entrevistas, el 6 de junio de 1982, tres días antes del estreno de la obra, Carlos Fuentes enfatizó que se trataba de una obra de contenido feminista que retrataba la figura destacada de Dolores del Río y María Félix. 
Dolores y María –destaca Carlos Fuentes– probablemente tuvieron mucho que ver con la emancipación de la mujer latinoamericana ya que eran símbolos antisexistas y representan a la belleza de la muerte. Son mujeres que nos permiten imaginar a la muerte como algo descifrable, atractivo, de moda, sexy y que se aproximan a la muerte con sus colores al vuelo, con pieles de armiño y vestidos vaporosos, envueltas en joyas”. 
En su texto la autora añade que al hablar de las dos protagonistas Carlos Fuentes dijo que las eligió “porque me encantan estas actrices que son fuertes e independientes y acabaron con los mitos machistas. Además no se parecían en nada a lo que se supone que debían ser las mujeres latinoamericanas. No eran muñequitas que los hombres pudieran arrullar”.
Marie-Lise Gazarian destaca en su texto que se trata de una obra acerca del mito de la cultura de los mitos y del recuerdo que resulta interesante principalmente para aquellos que comparten la nostalgia de Carlos Fuentes por estas dos actrices. Dice que es una obra dinámica que muestra el mundo ficticio y delicado de Dolores que se opone al burdo realismo de María, una chicana de clase baja que tiene una generosidad nata en cuanto a su capacidad de amar.     
“Se trata –añade Marie-Lise Gazarian– de una obra que está muy cerca a Aura. En ambas obras Fuentes trata con dos mujeres exóticas de edad indefinida que habitan un mundo privado y misterioso. Las metas de las mujeres en ambas obras son el amor, la juventud y la inmortalidad. 
En los dos casos el mundo de la luz de la luna se rompe debido a un hombre joven que es escritor. En Aura, el escritor paga su tontería perdiendo su personalidad. En Orquídeas el pago es aún mayor: sacrifica su propia persona en el altar del amor”. 
La autora detalla que Orquídeas a la luz de la luna es una obra de dos actos: en el primero existe una atmósfera de escapismo al estilo de Tenessee Williams que lucha contra la cruda realidad y a manera de contraste, el segundo acto parece ser un hibrido entre el cine y el sueño en donde se mezclan la vida “real” y el cine.  
Fuentes hace énfasis en que Orquídeas es una obra acerca de la autenticidad contra el rol que se le imponen a la mujer y que termina aceptando como definiciones de su personalidad. Así la obra continúa explorando el tema de la continuidad de la personalidad que ha sido una preocupación del escritor en la mayoría de sus obras de ficción.
Para los críticos que se basan en los comentarios sociales en las obras de Fuentes, el personaje de Dolores puede también considerarse un vehículo que utiliza el autor para criticar a la clase media de México: su autodecepción, sentimentalismo y escapismo. Más allá del feminismo y los comentarios sociales, es un drama acerca del crecimiento psíquico, acerca de la madurez y el enfrentamiento con la muerte”.     
Uno de los diálogos destacados de esta obra es el que dice el personaje que remite a Dolores del Río: “un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende, parcial y momentáneamente, el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista no invita sólo a mirar sino a imaginar”.
Fuente:
https://www.gob.mx/cultura/prensa/las-obras-de-teatro-de-carlos-fuentes-destacan-por-su-originalidad-jose-sole

viernes, 27 de abril de 2018

JAIME TORRES BODET. NARRATIVA COMPLETA. TOMO I

 
  Los «Contemporáneos», esencialmente poetas y ensayistas, dejaron muy escasa producción narrativa. De entre ellos, sólo Jaime Torres Bodet (1902-1974) publicó siete volúmenes de novelas cortas y relatos. Cuatro de estos libros («La educación sentimental»,1929, «Proserpina rescatada», 1931, «Estrella de día», 1933 y «Primero de enero», 1935) fueron editadas en Madrid, por Espasa-Calpe, con tiradas que no pasaban de los mil ejemplares. No han sido leídos en México prácticamente. Los otros tres («Margarita de niebla» 1927, «Sombras», 1937, y «Nacimiento de Venus y otros relatos», 1941), editados limitadamente por «Cvltvra», en México, también sufrieron de mínima difusión, quizá porque tuvieron que pelear por el espacio en los escaparates de las librerías contra la vigorosa narrativa de la Revolución, que modelaba el gusto literario en esa época.
Como se aleja lo barroco de lo clásico, o el pavoreal del águila, así esta prosa decantada se apartó del arrojado estilo prevaleciente entonces. Ahora, a medio siglo de distancia, puede ser leída con el detenimiento y el gusto que pide y sabe prodigar.
El escritor Rafael Solana, amigo y compañero fiel del poeta en su amplia labor educativa y cultural, condimenta con un reminiscente prólogo estos dos volúmenes de su narrativa completa, que pretenden hacer «justicia editorial» a una obra importante.
Fuente:  NN Y Dr: Enrico Pugliatti.
Prólogo 

Como prólogo del prólogo, para información de quienes se acercan a él por primera vez, vaya una corta nota biográfica sobre Jaime Torres Bodet, tan escueta como las líneas que le dedicaría un diccionario enciclopédico abreviado: nació en la ciudad de México, en la esquina de las calles de Donceles y Allende, el 17 de abril de 1902; recibió en su propia casa, de su madre, la educación elemental, de la que pasó a la escuela preparatoria (no existía la secundaria), y posteriormente a la Facultad de Altos Estudios, en la que ya a los diecinueve años era profesor de literatura francesa. Antes de ser ciudadano, calidad que en aquel tiempo se adquiría a los veintiún años, fue también secretario particular del ministro José Vasconcelos y jefe de Bibliotecas, las que promovió y fundó masivamente, en la Secretaría de Educación. A la edad de dieciséis había iniciado su actividad literaria con la publicación de Fervor, un libro de versos al que siguieron otros siete, editados en México o en Madrid; a la de licenciado, que seguían muchos, y en la que nunca se recibió, prefirió la carrera diplomática, para la cual fue admitido con máximas calificaciones; debutó en París, y en Madrid; en Buenos Aires, de ocupar puestos modestos fue ascendiendo por escalafón hasta llegar a ser jefe del Departamento Diplomático y subsecretario de Relaciones Exteriores, de donde pasó a ministro de Educación Pública, por nombramiento del presidente Avila Camacho. Allí promovió una gran campaña de alfabetización, fundó el Instituto de Capacitación del Magisterio, el Comité Administrador del Programa le deral de Construcción de Escuelas y otras muchas creaciones suyas. El presidente Alemán lo hizo regresar a Relaciones, ya como ministro; y, en ese tiempo, colaboró en la fundación de las Naciones Unidas, de la Organización de los Estados Americanos y la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, de la Educación y la Cultura (la ONU, la OEA y la UNESCO), institución, esta última, de la que poco después fue nombrado director general, y que rigió en París durante tres años. Más tarde fue embajador de México en Francia y coronó su vida de servicios administrativos ocupando nuevamente, el cargo de secretario de Educación, cuando el régimen del presidente López Mateos; esta vez instituyó el libro de texto gratuito; formuló el Plan Nacional para el Mejoramiento y la Expansión de la Educación Primaria en México; dio nuevo impulso a la alfabetización y, en cinco días consecutivos de septiembre del último año de sus funciones, entregó al pueblo los museos de Antropología e Historia, de Arte Moderno, Virreinal, el Anahuacalli y el de la Lucha del Mexicano por la Libertad, en Chapultepec; también creó la secundaria técnica y echó las bases de la enseñanza por radio y televisión. Escribió trece libros de versos (espigados más tarde en varios de carácter antológico); siete de relatos (que en estos volúmenes por primera vez se recogen); seis de autobiografía; trece de ensayos de crítica literaria o pictórica; y además en muchos volúmenes fueron agrupados —por fechas o por temas— sus discursos, de los que existe una selección copiosa en un solo tomo. Eue académico, miembro de El Colegio Nacional; recibió la medalla «Belisario Domínguez», y cincuenta y dos más de diversos países, también ocho doctorados honoris causa, de otras tantas universidades. Murió por propio designio el 13 de mayo de 1976, y fue sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. 
Reduzcámonos ahora a su obra como autor de relatos (novelas y cuentos) que es el motivo de estos volúmenes. La más antigua de estas narraciones, Margarita de niebla, data de 1927, y su gestación es asunto del capítulo XXXIV de Tiempo de arena (el primero de los libros autobiográficos de Torres Bodet): «Comprendí entonces —dice de la prosa— qué recursos ofrece hasta para la poesía», y agrega: «El prosista, para afinarse, debe acudir a una magia más invisible que la del versificador. Frente a determinados párrafos de Quevedo, o de Cervantes, la malicia misma de un Góngora resulta a veces demasiado ostensible». Leía entonces, además de a estos clásicos castellanos que cita, a Proust, a Giraudoux, a los hermanos Goncourt, «con su amor por la frase súbita e imprevista». Es posible que también —pues era una intensa moda en ese tiempo— a Anatole France, que no es maestro indigno de tan ilustre discípulo. Dice más adelante —y es conveniente que al leer estos libros nos fijemos en ello—: «Mi interés por la prosa, como ejercicio, me hizo estudiar de nuevo a algunos de nuestros grandes escritores: Vasconcelos, Reyes, Guzmán… Azuela y Díaz Dufoo Jr.» Ya veremos, en cuanto nos sumerjamos en la lectura de este libro, cómo, en vez de seguirlos, se diría que reacciona contra la mayor parte de ellos, excepto en su preocupación por la limpieza, la elegancia, y la pureza de su prosa, que puede compararse con la cristalina de don Alfonso, con la diafana de don Martín Luis, y supera, si no en fuerza sí en rigor, a la de don José y la de don Mariano. 
Él mismo ha invocado, y nos autoriza con ello a usarla, la palabra en que pensábamos para explicar estos relatos: «ejercicio». Son exhibiciones, floreos de prosa, gimnástica y vencimiento de dificultades, más que relaciones dejadas fluir, como serían las de los enormes autores, gigantes, a quienes admiró, estudió y explicó en libros y en conferencias —Balzac, Tolstoi, Proust, Galdós, Dostoievski, Stendhal—, pero que no imitó; novelistas torrenciales, no todos ellos pulcros o refinados. Es curioso observar que don Jaime nunca dedicó un libro ni una cátedra a Goethe, a quien sí se parece por momentos, en su vida y en su obra; como el autor de Fausto, de quien tomó el epígrafe para su primera novela, Torres Bodet posa como un sabelotodo, que en sus comparaciones y sus metáforas peca a veces de cientificismo y deja transparentar conocimientos tan variados como recientemente adquiridos, y no nos cuesta ningún trabajo imaginar, en este sabio que cuatro veces fue ministro (si tomamos en cuenta que fue ministro mundial de educación en la UNESCO), un trasunto del majestuoso consejero áulico de la corte de Weimar, a quien tan pocas veces nos representamos sonriente. 
Habría que leer juntos, porque en nuestra historia literaria aparecen como dos botones en el mismo tallo, Margarita de niebla y Dama de corazones, de Xavier Villaurrutia, libros hijos del mismo momento, de sensibilidades muy parecidas y tal vez de lecturas idénticas. Son ellos dos, si dejamos aparte, como cosa muy diferente, los espléndidos Ensayos de Novo, lo más auténtico y lo más característico de la elegante, fina y algo rebuscada prosa de la generación que florecía en México a mediados de la tercera década de la centuria; un estilo ornamentado y con más crema de Chantilly literaria que temática novelística; no será sino en Sombras, el último en fecha de los libros narrativos de Torres Bodet, donde veremos tomar un poco más de cuerpo a la materia narrativa, en un esbozo, un tanto taquigráfico, de la vida de una familia, que nos hará pensar en que ya para entonces leía el autor a Los Rougon Macquart de Zolá a Los Buddenbrook de Mann. 
Al surgir la generación de «Contemporáneos», a la que Jaime Torres Bodet dio nombre —mismo que lleva uno de sus libros de crítica— y contribuyó preponderantemente a caracterizar, varias corrientes literarias parecían orientar a los escritores mexicanos: la más valiente vanguardia, que duró poco en su agresiva actitud y tuvo escasos seguidores, se inclinaba hacia el estridentismo, y no dio prácticamente sino un prosista, y él una sola obra: Arqueles Vela y El café de nadie; otros hacían el hallazgo de la época virreinal, como los románticos, cien años antes, habían descubierto la Edad Media, que no tuvimos nosotros; entre ellos es posible citara Genaro Estrada, a Julio Jiménez Rueda, a Ermilo Abreu Gómez, a Manuel Horta y, sobre todo, a don Artemio de Valle-Arizpe, persistente y obstinado autor de muchísimos libros; este hombre que, ha dicho alguien, escribía en un idioma que jamás habló nadie, pues mezclaba los que fueron neologismos en el siglo XVIII con voces de centurias anteriores que ya en ese tiempo habían dejado de usarse; que bordaba su prosa con vocablos obsoletos, extraños, de museo, y escogía como temas episodios, personajes y leyendas (o los inventaba) de los tres siglos de la Colonia; otros, en fin, iniciaban algo que fue más duradero y tuvo más vigoroso carácter: la novela de la Revolución: por entonces circuló la de Mariano Azuela, Los de abajo, y leyó el público otras del mismo o de varios autores, en las que se narraba, a veces con el carácter de memorias, un abigarrado conjunto de lances de la lucha armada de diez años antes, y se presentaba a sus principales personajes, con descripciones rancheras, lenguaje popular y agrario, anhelos sociales y todo un material de construcción que, con el refuerzo de la música, serviría también, más tarde, para alimentar un cine nacional que, por aquel momento, todavía no se anunciaba. Contra todas estas modas reaccionaron los hombres de la promoción de Torres Bodet, en la poesía y en la prosa, al escapar de los límites muy cerrados y abrir ventanas hacia otras culturas, y al imitar, a veces con franqueza que se podía llamar descaro, a nuevos autores, vástagos de la posguerra europea, especialmente franceses, aunque no sólo ellos; recordemos que Torres Bodet había conocido la lengua francesa simultáneamente con la española (su madre era francesa y su padre catalán); en La educación sentimental, título tomado de Flaubert, evoca, con un adjetivo poco usual para el caso, «la caricia, pedagógica siempre, de mi madre». Fueron las de Torres Bodet, y las muy pocas de sus compañeros, novelas, por su brevedad, de muy corto aliento, y corresponden más al género nouvelle que a la clasificación román; don Jaime, el más consistente de todos ellos, alcanzó a publicar, dentro de este tipo, siete libros breves; los otros se cansaron pronto, o no les alcanzó para mucho el resuello; Xavier Villaurrutia nunca pasó de Dama de corazones, se desvió hacia el teatro y el breve ensayo, además de seguir cultivando la poesía lírica; Salvador Novo sólo publicó El joven, que consta de pocas páginas, si bien en algún momento dijo estar preparando una novela, Lota de loco, de la que nunca más nada se supo; Gilberto Owen dejó una Novela como nube, de muy escasa consistencia en páginas. Torres Bodet comenzó con Margarita de niebla y, poco después, La educación sentimental; una serie que llegó a tener cinco miembros más. Lo curioso es que, al seleccionar él mismo, en 1961, sus Obras escogidas, para la colección «letras mexicanas» del Fondo de Cultura Económica, no las contempló, y otorgó la preferencia a sus versos, a sus ensayos y a sus discursos. 
¿Fue injusto? Por lo menos, fue drástico. Por fortuna, la edición que hoy, en sólo dos, rescata del olvido estos siete volúmenes, les hace justicia, y los pone en el lugar que les corresponde, dentro de la obra completa del escritor, y en el panorama de la literatura mexicana, en el que cobran, por derecho, su sitio, y les augura, por la amplitud de su tiraje, un número de nuevos lectores que no tuvieron, ni en México ni en España, ni aun los libros de versos del poeta. 
Por supuesto, como en la producción de todo escritor, desde el segundo que en la humanidad haya existido (concedamos la posibilidad de una originalidad químicamente pura sólo al primero, al que inventó la literatura, quien quiera que haya sido… aunque es seguro que ya Homero contó con la de leyendas, narradas de boca en boca, y antes no escritas) hay influencias en las obras de Torres Bodet: las de otros autores, anteriores a él o de su mismo tiempo; y, desde luego, la de sus propias creaciones, que hasta el momento habían sido únicamente poéticas; la prosa en que estos libros de relatos están escritos es la de un poeta, que se solaza en sus hallazgos, en sus comparaciones; la abundancia de la palabra «como» —para establecer un solo ejemplo— ya expresa, ya eludida, es tan notoria que podría ser tachada de imperfección; hay páginas que la contienen cuatro o cinco veces, como no tardarán ustedes en percibir en la lectura de estos volúmenes; al igual que López Velarde, a quien admiraba, Torres Bodet suele usar el adjetivo más inesperado (véase más arriba mi cita a la suya de los Goncourt) o varios de ellos, pues acumula en ocasiones hasta cuatro: «Melancólico, pintoresco, inofensivo y cotidiano como un crepúsculo», dice de uno de sus personajes en la página 14 de la edición original de La educación sentimental; empeño particular pone en buscar sinestesias, al mezclar en una sola sensación los datos de varios sentidos: «brota sobre la mesa la llamarada opaca del teléfono»; «dos vasos de limonada, esmerilados hasta los bordes por la frescura de una deliciosa acidez» (el adjetivo, más que participio, «esmerilado» aparece desde la segunda página de Margarita de niebla y lo veremos repetirse después, a lo largo de varios libros, casi como si fuera un leit motiv). Quien se propusiera hacerlo podría seguir en los primeros de estos libros de relatos escenas que corresponden a otras del primer tomo autobiográfico, Tiempo de arena; por ejemplo, el viaje a Cuautla, y algunos recuerdos de sus primeros tratos con jovencitas de su misma temprana edad. En cuanto a lecturas, exteriores a sus propias experiencias vividas, ¿no es verdad que los primeros relatos bodetianos nos hacen pensar en libros que en Europa alcanzaban fama por aquella misma época en que éstos iban siendo escritos? ¿En El estudiante Törless, en Fermina Márquez, en Retrato del artista adolescente, para no mencionar únicamente a los escritos en francés? ¿No encontramos alguna reminiscencia del melancólico relato de Jacques de Lacretelle La belle journée? Cada lector puede formarse con sus propios recuerdos un mapa de estas afluencias, muchas de las cuales Torres Bodet no se esfuerza en ocultar, sino que procura llamar la atención hacia ellas; la de Flaubert, desde luego. 
Estrella de día ya tiene más asunto, más cuerpo, más carne que los dos primeros libros de prosa; pero se percibe aún que no trata el autor, principalmente, de contar algo, sino de vigilar el estilo con que lo cuenta. Recuerdo vivamente la forma en que nos impresionó a los jóvenes de entonces, que los bebíamos como de una fuente nutricia, uno de los «como», desde la primera página, el segundo renglón, la tercera palabra: «De su risa, como de sus trajes, Piedad salía de pronto, silenciosamente desnuda»; así no escribían Azuela, ni Valle-Arizpe, ni Arqueles Vela, ni, aquí, nadie; tal vez, en España, Jarnés o Gómez de la Serna, y, en Francia, Larbaud o Giraudoux, o quizá Cocteau; pero estos últimos nos eran desconocidos; otro «como», también de la primera página: «el júbilo la envolvía con mil olanes alegres, suaves, profusos, como un vestido de época». Y todo tan bien medido, tan vigilado, a mil leguas del descuido y la espontaneidad con que escribían, digamos, el general Urquizo, o Rafael F. Muñoz, o, en España, Pereda, o don Benito; pero a otras mil del relamido y rebuscado vocabulario de Roberto Núñez y Domínguez, o, en España, de Gabriel Miró; que la prosa fluyese; pero espejeante, imprevisible, ágil. 
El asunto era lo de menos, como en los pintores impresionistas, para los que tenían mayor importancia una cesta de manzanas o un charco con nenúfares que la muerte de Sardanápalo o Napoléon en el puente de Arcole; no era posible extraer de estas páginas un argumento cinematográfico, ni valía la pena hacer a partir de ellas una síntesis; porque lo bueno no estaba en el conjunto, en el armazón, ni en las perspectivas, sino en el detalle de cada párrafo, en la miniatura de cada línea. En vez de una rectitud, tal vez chata, de la unidad, y a pesar de los posibles atractivos de la disyuntiva —la opción o la simetría de la dualidad— el escritor prefiere las tríadas, que vendrían a ser como el estilo corintio de la prosa: ejemplos: «su estilo, como su sonrisa, como su corbata…»; en Estrella de día: «La pobreza le había enseñado a no comprar sino trajes hechos, a no leer sino libros clásicos, a no obsequiar sino cosas útiles…» 
Además del generoso deleite que producirá —en quienes sepan saborearlo— el estilo de estos libros y del conocimiento que éstos proporcionan acerca de una de las grandes figuras literarias de nuestro país, y del tiempo inmediatamente anterior al nuestro, puede señalarse una utilidad más a estos libros: la enseñanza que deja el trato con un artista: queda de la ingestión de esta prosa rica y pulcra, como de la audición de una buena música o de la contemplación de la mejor pintura, un sedimento, una saludable contaminación; de la misma manera que el contacto con lo vulgar ensucia y degrada, la frecuentación de lo noble enaltece; y esta prosa es noble; aunque no se tome conciencia de ello, queda en el lector, como un residuo, el gusto por la frase bien medida y bien pensada, acentuada correctamente y de variado colorido; igual que ocurre con los versos heterotónicos de Díaz Mirón, con su música interior; o con las sinfonías de Mozart, que agradan hasta a quien no es capaz de detenerse a examinarlas. 
Sin embargo, quizá un crítico minucioso podría apuntar algunas imperfecciones; a ciertas páginas de Estrella de día pudieran tachárseles de parecer inundadas por un diluvio de comas; las frases fragmentadas y minimizadas no con puntos, como en Azorín, sino con comas, que las desangran y las contienen; falta esbeltez, soltura, vuelo, a las sentencias, de sobra canalizadas en las divagaciones parentéticas que son los entrecomados, con lo que acaba por disiparse el blanco hacia el que la flecha de la frase fundamental se dirige; llegan a tener algunas, muy ramificadas, en vez del salto de la gacela, el fragmentado paso de una minuciosa marcha de hormigas; la verdad es que esto fue una moda, y ha de tomarse como una característica de su época. Escritos hace sesenta años, estos libros ya dejan ver, aunque en ningún momento fue tal su propósito, un México muy diferente del actual, y no únicamente en lo churrigueresco del estilo; observemos, y establezcamos las comparaciones que todo ello sugiere, algunos toques de sabor: el viaje a Cuautla, por ferrocarril, tarda un día; el dólar cuesta dos pesos mexicanos; dos criados despiertan al señor, para preguntarle uno si tomará café o toronja en el desayuno, y otro para correr la cortina; las señoras llevan pieles de zorro con cabeza y todo; cuellos postizos; zapatos (masculinos) de seis botones; cine silencioso… Tal vez hoy el gusto literario, como en una especie de «simplificación administrativa» —por la prisa— de la prosa, nos ha vuelto a la llaneza de un Valera, a la casi rusticidad de un Caldos, que es también la frescura de Luis G. Inclán y la sencilleza de Payno (para citar solamente a escritores de nuestro propio idioma). Por delante de Cervantes puso Torres Bodet a Quevedo en una cita más arriba; hoy, muy probablemente, el gusto general nos llevaría a utilizar el orden contrario. 
Ahora, ante este literato ciento por ciento, que pudo creer que las había conocido todas, va a abrirse una nueva aventura editorial, una experiencia virgen para él, que no afrontó nunca: la de una edición «masiva». De la misma manera que cuando fue ministro de Educación por segunda vez, y se le comparaba con otro educador ilustre, don Justo Sierra (a quien tan ferviente homenaje rindió en el cincuentenario de su muerte), cabía la consideración de que don Justo había cargado con la responsabilidad de la enseñanza para cien mil niños (no era federal su jurisdicción) y en la de don Jaime caían muchos millones de ellos, así podemos calcular que la primera vez que vieron la luz estas narraciones en México, o en Madrid, salían en busca sólo de un millar de lectores, y ahora lo hacen en pos de decenas de miles; se conformaba hace sesenta años un escritor con que le leyesen mil personas (aquí una anécdota: preguntó don Jaime en Madrid, en la librería de don Saturnino Calleja, cómo era que se le rendían cuentas de escasa venta de alguno de sus libros, y se le respondió con otra pregunta: «¿A cuál de los escritores que nosotros editamos admira usted?» Él contestó: «A Juan Ramón Jiménez». Entonces, silenciosamente, se le condujo a una bodega y se le mostró un hacinamiento de cientos de ejemplares de los Sonetos espirituales, cuya edición de mil sólo muy lentamente iba saliendo). Hoy emprende Torres Bodet la experiencia nueva de salir «a los campos de Montiel» en busca de dos decenas de miles de lectores con libros que afrontaron antes solamente a unos centenares; aquellos lectores de hace sesenta años han desaparecido, ya casi todos, de manera que sólo habrá unos cuantos relectores que recordarán la primera vez que leyeron estos relatos, cuando su estilo era novedad, como lo es hoy otra vez, pues las cosas antiguas reverdecen en cada primavera de la historia. Escribía don Jaime para sus amigos, para sus iguales, para sus afines de otros países; personas que estaban en el secreto. Hoy, como un torero en la puerta de cuadrillas, podría atisbar el autor hacia los tendidos de una plaza enorme, con miles de espectadores que no le conocen, y, de vivir, tal vez se preguntaría con sobresalto cómo irían a recibirlo. En 1927 escribía (en Margarita de niebla): «… mi semblante, que parecía hasta hace media hora el retrato de Daudet por Carrière, se ha enrojecido en los pómulos y se ha limitado con un óvalo de sombra hasta adquirir semejanza con El Americano de Grigoriew». ¿Sabrán los lectores de hoy quién es Carrière, quién Grigoriew… ni siquiera quién es Daudet? Y en Sombras (1937): «Para no defraudar a su público, Felipe —en el acompañamiento de Las princesas del dólar— deslizaba entonces algunos compases del Vals en mi natural de Chopin, o, en la Pastoral variada de Mozart, incluía un inexplicable fragmento de la romanza de Micaela». Contaba con que sus lectores entenderían muy bien estas alusiones musicales y aquellas pictóricas. De seguro se daba el caso en algunos de los que compartían su cultura; pero, ¿en qué medida puede esperarse eso ahora, en la multitud de nuevos clientes que van a pasar sus ojos sobre estas líneas? 
Y al revés: ahora entenderán muchos lo que hace medio siglo no pudo adivinar nadie. «A toro pasado», pueden hoy hacer pensar los párrafos que dedica el escritor al suicidio, en Primero de enero, en si era ya en él, desde su juventud, una idea subterránea la de quitarse la vida, idea que ni siquiera pasó por nuestra mente cuando leimos, fresca la tinta, estas páginas; también hoy reconocemos en su descripción de Piedad, la «estrella de día», aunque la pinta rubia y de ojos azules, «como violetas cristalizadas» a Dolores del Río, identificable por pluralidad de datos que nos fueron conocidos más tarde, pero no nos lo eran en la época de la aparición del libro. 
Las cinco o seis erratas (digo cinco o seis porque una de ellas aparece dos veces) de la edición original de Estrella de día —seiscientos ejemplares, Madrid, Espasa-Calpe, 1933— (ojalá ninguna se conserve en la presente edición) hubiera yo pensado que fuesen las últimas en la carrera literaria de Torres Bodet (pero en Nacimiento de Venus todavía iba a encontrarme veinticuatro, y tres en Proserpina rescatada) y sus frases entrecortadas por una invasión de comas pululantes, las postreras que pudieran atraer sobre sí el rayo de un lápiz rojo que las fulminase; en Primero de enero —también Espasa-Calpe, Madrid; pero esta vez 1935— las erratas son inencontrables, y casi también en Sombras —editorial «Cvltvra», México— lo que hace suponer que personalmente corrigió las pruebas el autor, cuyo estilo ha alcanzado la pureza química, la perfección marmórea; podría adivinarse en la serie de los siete libros la fecha en que la palabra «tennis» perdió una ene, y se convirtió en «tenis» en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, al verla aparecer, ya así abreviada, en Proserpina rescatada, y es un lujo tipográfico conservar la duplicidad de esta grafía, que nos da la hora exacta en que el anglicismo se volvió anticuado. 
Seis años, día por día, viví al lado de don Jaime, sin dejar de verlo ni los domingos —sólo en algún viaje de él, o algunas cortas vacaciones mías, de un mes, un año sí y otro no— y en cada jornada fui testigo de su implacable rigor; el texto que aparece grabado en el mármol a la entrada del Museo de Antropología, que él mandó hacer, lo pulió sobre su mesa más que los marmolistas en su taller; cada día meditaba, sobre el cambio de una palabra, para mejorar la acentuación de la frase, en hacerla más concisa y más ciceroniana con la supresión de una sílaba. Gastaba las sentencias, las iba achicando como los prestamistas de la Edad Media recortaban o raspaban las monedas; las apretaba, las iba haciendo más directas, para ganar minutos, siquiera segundos, en los discursos, páginas, por lo menos renglones, en los impresos; aborreció los vericuetos; en cada uno de sus libros de prosa el estilo se ve más acendrado, pasado por más finos cedazos, y el mejor es el de sus discursos más tardíos, el del sesquicentenario de la Independencia, pronunciado al pie de la columna en septiembre de 1960, por ejemplo; para el día del Maestro tuvo que pronunciar discursos en nueve quinces de mayo, y se cuidó de que siempre fuesen distintos, de que no se repitiese en ellos ni una sola idea; pero esa prosa impecable se incubó en estos juveniles libros de relatos, que parecen no haber tenido otro fin que la talla del idioma, y en que es perceptible que lo importante no es tanto lo que se quiere decir, sino cómo se dice, lo que ya no sería el caso en las exposiciones de doctrina cívica, educativa, política o diplomática; a cada nuevo libro se pudo percibir cómo iba burilando las frases, apoderándose de la materia lingüística, del modo con que un sabio contrapuntista desarrolla una fuga. Recordemos que, a la muerte de don Alfonso Reyes, un tercer orfebre del idioma, Martín Luis Guzmán, visitó a don Jaime para rogarle que aceptase la presidencia de la Academia, honor que el señor Torres Bodet declinó por encontrarlo incompatible con su puesto ministerial. La verdad es que era reconocido por muchos (pensé decir «por todos» pero acepto la posibilidad de que hubiese algún disidente) que nadie, en México —y en el resto del mundo de habla española pocos—, escribía el castellano con la elegancia ni con la pureza suyas; especialmente se defendía de incurrir en galicismos, peligro al que le orillaba el haber aprendido el francés en su infancia, y residido en París por varios años; dos personas le acompañábamos todos los domingos en su biblioteca, exactamente de once a una y media, para oírle leer las nuevas páginas con que iba avanzando en la redacción de sus memorias; el otro de esos testigos era el historiador Arturo Arnáiz y Freg, que alguna vez precisaba una fecha; pero lo normal era que no abriésemos la boca, pues ya al llegar el momento de juzgarla digna de ser oída, don Jaime había lavado y repulido cada página. Y sin embargo de este proceso de pesado en balanza de boticario, y de este bruñido de batihoja, su prosa nunca está ahogada, no la inhibe la asepsia; cierta vez le oí decir, a propósito de una traducción de sus versos al inglés: «El pájaro está bien disecado… pero no canta». La prosa de Torres Bodet cantó siempre, afinada y bien cuadrada (nunca a gritos, como a veces la de Vasconcelos). Y es en estos relatos donde se la ve formarse y romper el cascarón de su huevo. 
Rafael Solana, julio de 1985

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