domingo, 31 de enero de 2021

L A M A T R O N A D E E F E S O P E T R O N I O



Cayo o Tito Petronio Árbitro (20 dC-66 dC), escritor romano.

El historiador romano Tácito se refería a él como arbiter elegantiae (árbitro de la elegancia). Su sentido de la elegancia y el lujo convirtieron a Petronio en organizador de muchos de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón. Petronio fue también procónsul de Bitinia, y más tarde cónsul. Su influencia sobre Nerón despertó los celos del político Ofonio Tigelino, otro de los favoritos del emperador, que lanzó contra él falsas acusaciones. Participó en la conjura encabezada por Pisón y Nerón, avisado, le ordenó permanecer en Cumas, y el escritor decidió quitarse la vida. Se dice que antes de morir envió al emperador un escrito en el que enumeraba todos los vicios del tirano.

Petronio es autor de una notable obra de ficción, una novela satírica en prosa y verso titulada el Satiricón (c. 60), de la cual se conservan algunos fragmentos.

 Fuente:

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

 L A M A T R O N A D E

E F E S O

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En Efeso había una matrona con tal fama de

honesta que hasta venían las mujeres a conocerla

desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo

y no se contentó entonces con ir detrás del

cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre

entre el vulgo, ni con golpearse el pecho

desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás

de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo,

según la usanza de los griegos, en el hipogeo,

se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y

noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla

cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación,

la haría morir de hambre. Hasta los magistrados

desistieron del intento al verse rechazados por ella.

Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que

daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía

ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba

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una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba

la llama de la lamparilla que alumbraba el

sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad

no se hablaba de otra cosa que no uera de esta

abnegación, y hombres de toda condición social la

daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó

crucificar a varios ladrones cerca de la cripta

donde la matrona lloraba sin interrupción la reciente

muerte de su marido. Durante la noche siguiente a

la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces

para impedir que alguno desclavase los cuerpos de

los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que

titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien

que lloraba. Llevado por la natural curiosidad

humana,, quiso saber quién estaba allí y qué hacía.

Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria

belleza, quedó paralizado de miedo,

creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición.

Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas

de la mujer, su rostro rasguñado, se fue

desvaneciendo su propia impresión, dándose cuenta

de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo.

Llevó a la cripta, su magra cena de soldado y

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comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no

se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su

pecho con lamentos sin sentido.

-La muerte -dijo- es el fin de todo lo que vive: el

sepulcro es la íntima morada de todos.

Acudió a todo I que suele decirse para consolar

las almas transitadas de dolor. Pero esos consejos de

un desconocido la exacerbaban en su padecer y se

golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones

de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver.

El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de

hacerle probar su cena. A1 fin la sirvienta, tentada

por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación

y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando

recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó

á atacar la terquedad de su ama:

-¿De qué te servirá todo esto? -le decía-. ¿Qué

ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando

tu alma antes que el destino la pida? Los

despojos de los muertos no piden locuras semejantes.

Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer

y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El

mismo cadáver que está allí tiene que bastarte para

que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuP

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chas los consejos de un amigo que te invita a comer

algo y no dejarte morir? .

Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno,

depuso su obstinación y comió y bebió con la misma

ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.

Se sabe que un apetito satisfecho produce otros.

El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó

contra su virtud con argumentos semejantes.

-No es mal parecido ni odioso este joven- se

decía la matrona, que además era acuciada por la

sirvienta que le repetía:

-¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás

los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

La mujer, después de haber satisfecho las necesidades

de su estómago, no dejó de satisfacer este

apetito... y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron

juntos no sólo esa noche sino también el día

siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la

cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar

como un desconocido, creyeran que la fiel mujer

había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado,

fascinado por la hermosura de la mujer y por

lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo

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mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo

llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones,

notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron

su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al

hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso

del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido

a la viuda:

-No, no -le dijo- no esperaré la condena. Mi

propia espada, adelantándose á la sentencia del juez,

castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una

vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu

amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le

respondió:

-¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de

los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar

al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el

cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la

cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al

día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo

un muerto había podido subir hasta la cruz.

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Confía tu barco a los vientos/

pero jamás tu corazón a una mujer/

porque las olas son más firmes/

que la fidelidad de la mujer.

No hay ninguna mujer buena/

o si alguna vez lo ha sido/

No comprendo cómo algo malo/

pudo ser bueno alguna vez.

viernes, 29 de enero de 2021

CORRER EL TUPIDO VELO. Washington, 20 de enero de 1993. PILAR DONOSO.

 


Washington, 20 de enero de 1993

Me hace falta sentarme a contarte cosas y que me cuentes tú a mí, como algunas veces lo hemos hecho y me hace tanta falta.

Por la carta que nos mandaste, me da mucha pena saber que no me has perdonado. Es cierto que te he hecho sufrir, y tienes derecho a tus rencores, sobre todo en este caso cuando la crisis fue tan dolorosa para ti (y para mí). Pero te tengo que decir que estoy adolorido y arrepentido por el daño que te hice y asumo completamente mi culpa. Espero algún día saldar esa deuda contigo y que me perdones...

No sé si te aliviará que te explique algunas circunstancias mías. El año pasado, sabrás, tuve una larga y angustiosa crisis de paranoia general. No era sólo que creyera que tú me estabas destruyendo, era también tu madre, era la Claudia, era mi tía Berta, era la María, eran todas. Todas estaban conspirando de una manera terrible, me parecía, para destruirme. Lo analicé largo y tendido con mi terapeuta y llegué a tocar las raíces más profundas de mi propia inseguridad, de la que no culpo a nadie sino a mí mismo. En pocos períodos de mi vida me he sentido tan acosado por las mujeres (también por mis médicos, por mis hermanos, por mis amigos: Fernando Balmaceda, Jorge Edwards, Alberto Pérez) y tan frágil como para hacerme tambalear de modos que no analizaré aquí contigo. Pero sobre todo me dolía lo que te estaba haciendo a ti, y también a tu madre.

Se sabe que en las crisis psicológicas quien paga los platos rotos es siempre la, o las, personas más queridas, cuyo amor la imaginación lo transforma en deseo de destruirme a mí, a mi yo.

Tú, mi persona más querida, te transformaste entonces en objeto de mi temor, de mi miedo, y te construí como la imagen de la persona poderosa, capaz de destruirme. Sobre todo tú, porque eras el ser más querido. Y mi cariño por ti, como todo, como todos los cariños, tiene una parte de luz, pero también una parte de sombra. Todas las relaciones humanas valiosas y profundas contienen esta dualidad, y forma parte del compromiso. Si no fuera así nada importaría nada y todo pasaría como por un tubo.

Te pido que me perdones, ya que esta es una herida de mi fragilidad frente al mundo entero. Por desgracia no tienes un padre fuerte, seguro, pero supongo que habrá ciertas cosas en mí que compensen estas carencias, que hacen que en un momento dado mi fantasía pueda revestir el acto más banal como agresión en contra mía. Esta es la parte de la sombra. La parte de la luz, supongo, está en mi disposición a querer (a quererte) y a mi peculiar talento como narrador y fabulador, ya que todo lo que mi obra ha hecho es una reconstitución (la restitución, la reparación, como dice Melanie Klein) de un mundo agresivo, malo, en el centro mismo de «la casa» (en mis novelas la casa como imagen puede ser mansión, convento, burdel, departamento, pero es siempre una imagen de la casa, y por ende de la familia). Es la metáfora que me sirve para reparar las relaciones humanas.

Luego, vuelve a reaparecer su obsesión por mí. Cree que tengo un problema tan espantoso del que ni siquiera se siente capacitado para hablarlo. Todo es un error de planteamiento vital de ellos, como padres, y el temor que esto les genera. El miedo a lo que pueda suceder con sus nietas, con mi matrimonio. El centro de sus pensamientos soy yo y escribe unas líneas muy dolorosas, con las que experimento la carga que significa ser de algún modo un «alien», pues a quienes me rodean les genera inseguridad mi origen desconocido.

Sigue y se agudiza el problema Pilarcita, que nos tiene totalmente crucificados con su odio, su odio a sí misma, su odio al mundo, a su marido y a sus hijas. De pronto, temo un asesinato, tan violenta y perversa es. María Pilar sufre, vive para adentro, pero con las llagas incurables, abiertas, recordando, rememorando desde la más temprana niñez de Pilarcita, instancias innegables de odio, que nos retraen, con su infancia tan extraña a nosotros y nuestra vida, a sus genes, a su ajenidad, a su madre o padre físicos, de quienes aflora tan trágicamente, y que puede conducirla a los peores extremos, cierto rasgo (o rasgos) inidentificables que la colocan fuera del ámbito de la familia y, sin embargo, es la hija amada, adoptada, pero más hija que cualquiera hija, porque justamente su ajenidad hace que sea necesario despojarse de uno mismo y ser, un poco, otro para amar.

Todo un proceso de transformación en que sólo lo imaginario existe y tiene valor, lo imaginado tiene consistencia.

Con mi madre le ocurre algo similar, aunque en menor grado. También es cruel, aunque ella logra despertarle ciertos sentimientos de compasión.

La vida puso a disposición de María Pilar indudables oportunidades: posición, belleza, gente de selección, gusto, cultura, todo a su alcance. Y de todo eso queda ella hecha un trapo, un guiñapo, una vieja borracha con paquetitos como en el Pájaro: ¡Qué extraño como todas las cosas en la vida van formando un pattern, una forma reconocible y no son más que piezas necesarias en el rompecabezas ininteligible que es mi vida —¿o la vida de todos?—. ¿Por qué yo nunca alcanzo a ver el diseño completo? ¿Cuándo lo veré? No creo que lo vea nunca.

Se siente agredido, amenazado, abusado por mi madre. Sobre todo en el aspecto económico. Cree que ella lo va a llevar a la ruina total. Este miedo lo hace sentirse desvalijado, desprovisto, un homeless. Piensa que mi madre actúa contra él cuando le habla del «patrimonio»; se ofende, considera que todo lo ha puesto él, que se ha gastado todo en vestirla, en sus médicos y en sus psicoanálisis durante treinta y cinco años de matrimonio.

María Pilar hace una especie de jueguito, se olvida de cosas y las reconstruye a su gusto y según le sirva, borrando totalmente lo que es realidad. Pero sin duda lo que en ella más me molesta es que no reconoce nada de lo que he hecho por ella, de lo que me he sacrificado, en el buen sentido de la palabra, por ella, de lo comprensivo y tolerante que he sido con sus borracheras, con sus peleas con Pilarcita. Esto no se lo puedo perdonar y me aleja terriblemente de ella. A veces me dice: «Tan poco tierno que eres conmigo». Para ella no cuenta como ternura ni la comprensión ni la tolerancia, sólo el añuñú, lo que a nuestras avanzadas edades —y ella dejando sus dientes desvergonzadamente por toda la casa— es un poco ridículo, si no hay una comprensión y entre nosotros ya no la hay. Me doy cuenta de que la quiero menos y menos, sobre todo por su no reconocimiento de mi trabajo (le gusta el brillo prestado que le da mi trabajo, pero no se da cuenta o prefiere no darse cuenta de lo que me cuesta en energía y agotamiento), de mi ayuda a ella (¿quién sino yo la impulsó, la ayudó y la corrigió en su libro? Se ha olvidado que una buena parte, comenzando por la idea, son aportes míos) y de mi financiamiento personal de todos sus problemas médicos, incluso de su borrachera. No puedo sino quererla menos. Y a veces, últimamente sobre todo, llego a un peligroso límite de la tolerancia.

Es terrible asumir que, bajo esa superficie tranquila, se manifestaban rasgos de una brutalidad despiadada. Mi padre confiesa varias veces haber golpeado a mi madre con «fuerza y prolongación». Alguna vez admite, también, que esa violencia se desataba debido a su sensación de que no le importaba realmente a mi madre; que ella no lo respetaba ni lo quería; que él no la satisfacía. Pero luego quedaba lleno de culpa y de arrepentimiento.

Puede ser que estos sentimientos negativos respecto a María Pilar se deban más que nada al temor de la separación de mañana, el deseo de no sufrir con la separación, una separación que no es solamente ella misma, sino que todas las separaciones futuras que se nos anuncian y con las que no me puedo enfrentar.

Pero puede que, dadas mis complejidades, esto no sea más que una excusa para quedar bien parado ante mí mismo, una racionalización común y corriente.

El objeto de sus inseguridades, sin embargo, no se agota ahí. En Nueva York, en noviembre de 1991, aparecen otras inquietudes que lo torturan.

Me aterra la situación de crímenes sociales en Chile. El libro recién publicado en la Universidad de Texas; Federico Schopf y Uribe y la Marta Rivas; El lugar sin límites; tantas cosas con referencia a eso. ¿Y qué compensación tengo? Una mujer que bebe y con la cual no puedo hablar y que lleva pésimamente mal la casa y las finanzas. Tiene atracción, es cierto, y cierta calidez e ingenuidad que son seductoras. Pero, en realidad, con su vozarrón incansable y su insaciable sociabilidad, es para mí, en esta etapa tan dolorida, una extraña. ¡Qué pena! Nos hemos querido mucho, pero yo no puedo seguir hablando de su prima Verónica y de lo elegante que es la Titi Cortés y de sus tiempos en El Cairo, porque me son todas cosas muy extrañas y además incomprensibles.

Al volver a Chile debe enfrentarse cara a cara con sus temores, con sus demonios internos que lo insegurizan, generándole una gran angustia:

Acabo de recibir la noticia de que Federico Schopf está invitado a enseñar en una universidad de USA. Como resulta que Federico es mi peor enemigo, y que en USA un libro que claramente me incrimina acaba de ser publicado, me temo que a través de Federico la noticia con sus más descabellados detalles vaya a encontrar su camino hasta la prensa chilena, que me hará picadillo (Totó Romero, Nelly Richard, etc.) y de allí hasta los oídos inocentes de mi pobre hija, que tendrá otro choque más que resistir. La única salvación parece ser que, según Silvia Malloy y María Luisa Bastos, el libro es tan malo que no será «noted» por los conocedores del tema. Pero me imagino con toda facilidad el deleite con que se leerá el título del libro en el listado de las obras sobre mí en el índice de la máquina de las bibliotecas de dondequiera que se vaya a enseñar.

Mi padre siempre está pensando en que va a ser descubierto. Su angustia asoma en ciertos episodios de la vida diaria. Un día cualquiera, cuando unos corredores de propiedades fueron a ver su casa para tasarla ante una posible venta, él apunta:

Noté exactamente el momento en que, en la visita, Joaquín Lira, el socio de Carmen Paz, cambió en su actitud, un feeling con respecto a mí: como si en mí hubiera descubierto, de repente, un montón de mierda y le estuviera, desde ese momento en adelante, haciendo ascos terribles. Yo soy mierda. La gente me hace ascos. Joaquín Lira me hace ascos. ¿Es verdad o es pura paranoia? En todo caso sé exactamente en qué momento se destapó la olla de mierda.

Lo increíble es que con respecto a sus propios diarios, también entra en un delirio sobre la posibilidad de ser descubierto. Le preocupa la consulta sobre los cuadernos que están guardados tanto en la biblioteca de la Universidad de Iowa como en la de la Universidad de Princeton. No quería que nadie los leyera. Los consideraba íntimos, privados. Los dejó ahí para ser analizados por estudiosos en un futuro lejano, y se protegió en que ese futuro sería lo suficientemente lejano para él, aunque no para mí ni los míos.

 

Septiembre de 1991

Me interesa ir a la Special Collections de la biblioteca para ver qué materiales míos poseen y en qué estado. Creo que dejaré mis diarios primeros, los de Coronación, under restriction, porque recuerdo que esos primeros, sobre todo, son terriblemente íntimos. No me gusta que estén al alcance de todo el mundo y de cuanto curioso puede andar circulando por ahí.

He estado leyendo un poco de la bibliografía de Donoso que sacaron en Princeton con Nadja Benahid, y me horroriza que hay varios entries —en las listas de las tesis doctorales— sobre el tema de la homosexualidad. ¡Es increíble que eso sea lo que sacan en limpio solamente, claro que El lugar sin límites se presta para ello! ¡Qué le voy a hacer! A lo hecho, pecho. Pero tengo que descubrir alguna manera de enfrentarme con el hecho de que —in this day and age— es un tema que al público le interesa apasionadamente y no se puede decir que no me presto para ello. Tampoco quiere decir que no tengo razón para asustarme y deprimirme. ¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentarme con el asunto? Para eso es muy importante mi relación con Hugo Rojas y aunque no quiera, aunque sea por esta razón, dudo de seguir mi terapia con él. Pero no puedo pensar en cambiar de terapeuta. Ninguno, estoy seguro, va a tener la calidad y el calor humano que tiene Hugo. Sin embargo, me desespero porque no encuentro en él una solución clara para enfrentar mis problemas. Este problema, sobre todo.

La dualidad no deja de sorprenderme. Le inquietaba qué pudiera pasar conmigo cuando los conociera, pero, a la vez, no hizo nada para protegerme o prevenirme sobre ellos. Nunca me habló de su contenido y es esa la gran ironía que a veces tiene la vida: que soy yo, hoy, más de diez años después de su muerte, quien los está transcribiendo, ordenando y dando a conocer, tratando de conservar cierta objetividad, si es que existe; dándole forma al dolor, a la admiración, al desconcierto e incluso al temor que pueda provocarme haber vivido veintiocho años al lado de alguien a quien creí conocer tan bien, pero de quien hoy descubro muchas máscaras más de las que yo supuse tenía.

 

Washington, 1993

Gran preocupación por mis diarios de vida en Princeton y su relación (dentro de veinte años) con la Pilarcita. ¿En quién podría confiar mi problema de los cuadernos de Princeton? Jay Tolson, Carmen Balcells, Jorge Edwards, John Elliot. ¿Con quién?

En un fragmento de su diario de 1982 explica, si eso es posible, el porqué de estos cuadernos como testimonio de vida. Se deduce también el manejo intencional que hace de ellos y nos deja con la incertidumbre de la relatividad de la palabra «verdad» o, más bien, «realidad».

Sé que estos cuadernos no morirán conmigo, por eso tengo miedo de que mucho de lo que digo aquí sea trampa, mentira, pose, manierismo. Esta página —es maravilloso y terrible pensarlo— me sobrevivirá en los sótanos climatizados, antibomba de hidrógeno, donde se guarda, me complace decirlo, justo al lado de los originales de Lewis Carroll, de Alicia en el país de las maravillas (el verdadero apellido de Carroll era Dodgson). Sin duda, este hecho me hará falsear un poco —espero que sea muy poco— la imagen de mí mismo que pretendo dar, pero voy a rajarme para que no sea así. Que lo que quede aquí sea la verdad, y así esta carne viva mía que son mis diarios me sobrevivan además de las fantasías de mis libros. Por otra parte, este deseo puede no pasar de ser un impulso. Puede terminar con este párrafo, y todo esto, y más que todo esto, y todo aquello que soy capaz de controlar, quede cifrado en forma mucho más clara y espontánea y compleja en mis fantasías escritas, que dejarán dibujado el verdadero contorno de mis facciones. ¿Para qué esto, entonces, que puede terminar siendo sólo una postura, una actitud, la pose para un retrato victoriano, con el dedo marcando el libro, y detrás el cortinaje de plush rojo con borlas? No tengo fe en mi capacidad de sinceridad pura y directa, aunque sí, lo sé, tengo fe en mi capacidad de entregar toda mi sinceridad cifrada en el código de mis libros. ¿Pero no existe también otra sinceridad, más sutil tal vez, más aterrada, o por lo menos con otra verdad, en la pose, en la actitud premeditadamente falsa? ¿Por qué nuestra pasión —y mi gran pasión, muy en particular— por los retratos del siglo pasado? ¿Por qué Nadar y Julia Margaret Cameron y Lewis Carroll y todos los demás, que fuerzan a sus sitters a tomar poses falsas, de donde, sin embargo, sale algo que es verdadero, porque es otra forma de fantasía? Hubo un tiempo en que la fotografía, la gran fotografía, era considerada la espontánea, callejera, el snapshot. Cartier Bresson, Margaret Bourke-White, Capa, etcétera. Pero el gusto ha dado una vuelta completa y estamos mirando con asombro a los retratistas de pose y artificio, a Irving Penn, a Avedon mismo. Me gusta pensar que si bien sé que estos diarios, ahora, serán conservados en la Universidad de Princeton, y podrán ser escudriñados por estudiosos, estos señores no encontrarán sólo un monigote relleno de paja, sino que, si bien no un retrato cándido, encontrarán algo parecido a una estudiada fotografía de Nadar.

Una fotografía construida a través de miles de páginas y de las que, la verdad, sólo he leído una parte, pues descubrir «todo» no es mi fin. Uno no debiera conocer los pensamientos más íntimos de nadie. Menos, los de sus propios padres. Pero este registro quedó y debo abordarlo como lo que es: una desnudez del alma que implica también todo lo oculto y aterrorizante que cada cual lleva dentro. Me enfrento, no sin tristeza, con los temores de mi padre y que debieron hacerlo sufrir mucho más de lo imaginable, marcándolo y limitándolo de manera definitiva.

¿Por qué siempre he tenido la sensación de ser, de estar sucio, y que tiene que ver con mi familia, mi ambiente, la relativa pobreza (comparada con los millones de mis compañeros de colegio) en que yo crecí y la educación que me dio mi Nana? Siempre me he sentido relativamente sucio, calzoncillos, calcetines, camisetas, y muchas veces casi se podría decir que lo he cultivado. Ahora mismo, me doy cuenta al escribir esto, no he tomado determinaciones definitivas para deshacerme de la caspa (no es mucha y es disimulable) y de la seborrea que a veces siento que me cubre (no es para tanto: el hecho de que lo exprese así y eso demuestra que es lo que siento) la cara, las orejas, las cejas, y mientras escribo, o leo cualquier cosa, tengo una infaltable sensación de suciedad, como si hiciera un mes que no me lavo y me está cubriendo, a lo más dos días que no me baño. Me siento inmundo. Es curioso, pero este tema no lo hablé jamás con Hugo Rojas, como si en ese hecho estuviera escondido lo más deleznable de mi naturaleza, y la suciedad fuera una metáfora para mi existencia y mi neurosis. Jamás llegamos a esto. ¿Por qué? De pronto siento la necesidad de hablarlo con alguien —digo alguien en vez de decir Hugo Rojas, que sería la única persona con quien discutiría este tema— y de llegar al fondo que sé muy bien que no sería el fondo absoluto. La gente no me quiere porque soy sucio: así podría contar mi inconsciente. De dónde salió, de dónde vino esta sensación, esta neurosis, y está, quizás o seguramente, vinculada con la suciedad granujienta de las viejas de El obsceno pájaro de la noche, siento que en una forma muy profunda, y muy abarcadora, me identifico con la suciedad asquerosa de las viejas del Pájaro, y por eso no toco, ni me dejo tocar, más que en relaciones que yo mismo puedo contemplar como «sucias». Cochino, eso soy y de eso estoy sufriendo, por eso, alguna vez, siento cierto placer en el olor a orina seca que a veces queda en mi calzoncillo y que, evidentemente, sólo yo percibo. Y recuerdo el olor peculiar de mi abuelo Emilio, que era el mismo olor, que a veces, cuando yo entraba en su escritorio, creía sentir y no sabía qué era, si agradable o asqueroso. El olor a pipí de mi abuelo Emilio. Esa es mi suciedad. Pero también la de mi abuelo Emilio y de mi tío abuelo, el obispo Cienfuegos. El amor a los libros, el intelecto, el amor a la lectura, que me viene de tan lejos, desde fines del siglo XVIII. Es curioso como todo se me junta en una sensación de suciedad, incitada por una frase respecto a que quien no necesita más que cinco camisas a la semana es sucio, encontrada al pasar leyendo, of all things, The Eustace Diamonds, de Trollope.

¿Qué relación real existe entre el olor de mi abuelo Emilio —y de qué origen era ese olor— con las viejas sucias del Pájaro? ¿Qué metáfora son para la inteligencia, la literatura en último término? ¿Y por qué, como una suciedad imaginaria, relacionada con la sexualidad, es esa sensación de mi propia suciedad, lo que me aparta, me separa, hace imposible o dificilísima, la relación mía tanto con la mujeres como con los hombres? Pienso que es olor al limbo, esa suciedad, esa suciedad «inexistente» pero que me mancha, y esta «suciedad» presente, la de mi seborrea (mínima, pero que me molesta) es lo que impide que todo el mundo, desde la Natalia, mi nieta, hasta los solemnes sociólogos y economistas que almuerzan en mangas de camisa en otras mesas del comedor del Wilson Center, me quiera, que es el olor que siento ahora, yo tengo un estigma o mancha, que a la gente le da asco y por eso no me quiere, y por eso no puedo comunicarme con ella, con nadie, y permanezco en el limbo de los que no han nacido.

Tener un registro escrito de cada paso de la vida de mi padre desde los cuarenta y dos años en adelante y tener, también, diarios de mi madre, me enfrentan a lo que no necesariamente quisera saber. A veces es mejor guardar los recuerdos en la memoria, que está basada en la subjetividad propia de los afectos, las situaciones, los lugares, las palabras dichas, y de ese modo que uno sea capaz de estructurarse como persona; que la selección natural guarde lo que para uno significó cada momento.

No estoy de acuerdo con este registro tan metódico y descarnado de todos los pensamientos, emociones y conflictos. Creo que si los seres humanos dejáramos plasmado todo aquello que pensamos y sentimos en cada etapa de nuestras vidas; si reveláramos el testimonio de nuestra intimidad más verdadera, la mayoría seríamos bastante detestables, odiosos y abyectos. De modo que estas citas serán entendidas en su totalidad a medida que se lea el libro y se logre comprender la complejidad que encierran. Reunirlas así, aisladas, tiene, de algún modo, la intención de despertar la curiosidad para luego develar su explicación.

Me he visto enfrentada con la palabra escrita que mi padre plasmó en sus diarios (a la que luego de unos años todos tendrán libre acceso) y en cada página, sin darme cuenta, me encontré también conmigo; tuve que reestructurarme una y mil veces frente a lo allí escrito, ante el desconcierto, el dolor, el amor, el miedo, el odio... Pero de entre esas miles de páginas me rescaté a mí misma y quizás, finalmente, también supe quién soy, pues si bien no era su hija biológica, él me regaló en vida, y ahora a través de sus cuadernos, la voluntad de aprender a mirarme y de sacar las capas que cubren mi propia alma. Así he descubierto que tengo mucho suyo. Mi padre me enseñó a mirar, a observar, a escuchar a través del dolor y de las fisuras internas. La falta de identidad, de esa identidad tribal, ancestral, de la que no tengo conocimiento, finalmente la encontré en estas páginas. De modo que hoy sí tengo una historia, mi propia historia.

Sólo hace falta correr el tupido velo.

Y esa es la manera voluntaria que tenemos de enceguecernos, de mirar lo que nos perturba y es difícil enfrentar. Abandonar la negación. Con este tupido velo cubrimos todo lo que no queremos ver, pudiendo creer así que esa realidad no existe. Inherente al hombre, este mecanismo nos protege para soportar lo que la vida tiene de intolerable y dolorosa.

Aunque mi padre pensaba distinto. Él creía que este tema era un mecanismo de la sociedad chilena para no ver la realidad de manera profunda con todo lo que ello implica. Entre los múltiples métodos de huida que identificaba, había uno que le fascinaba: las máscaras, que de paso constituían su propio modo de encubrirse.

Lo que hay detrás del rostro de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. Las máscaras son tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú y así sucesivamente y con todas las otras. Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú también quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte, y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir. Yo no sé qué es eso de la autenticidad. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramientos y simulaciones. Tienes que defenderte.

De modo que este será el desafío: lograr descorrer ese tupido velo al que el mismo José Donoso, mi padre, recurría. Descubrir, finalmente, el rostro que se escondía tras sus numerosas máscaras y que ocultaban su gran temor de no ser aceptado por los demás.

jueves, 28 de enero de 2021

I. Correr el tupido velo . PILAR DONOSO. (FRAGMENTO).

 


I. Correr el tupido velo

 

 

Washington DC, viernes 23 de abril de 1993

Cuaderno 63

Novela sobre cartas literarias.

Muere un escritor. Queda la hija solitaria worshipping at his shrine, carta de la Universidad de Princeton diciéndole que tienen un paquete de cartas y diarios íntimos que su padre había depositado en sus manos. Ella se extraña porque creía que se habían vendido hacía mucho tiempo, para comprarle la casa cuando se casó. Los vende ahora por el buen precio que le indican y acepta la proposición de un biógrafo para hacer la biografía concentrándose en los papeles. Ella se olvida de este permiso. Los papeles le parecen demasiados, demasiado difíciles de leer y referente a gente que ella no conoce ni le interesa. Su hijo va al pueblo y compra el libro. Se sienta bajo un árbol a leer. Se horroriza. Los secretos más nefastos sobre el abuelo admirado. Se enfrenta con su madre sin decirle nada. Ella adivina lo de su padre con lo que nunca quiso enfrentarse, lo que ha oído murmurar y ha olvidado. No lee el libro. Toma el auto y una pistola para ir a asesinar al autor. El auto choca. Descubren que ella se ha pegado un tiro con el auto a toda velocidad porque no puede soportar lo que sabe.

Esta novela, la de los papeles, sucede en Valparaíso o en Viña del Mar o Cachagua.

Es el diario de vida que cuenta el reverso de todo lo que todo el mundo sabe sobre él, pero sin jamás nombrar el pecado.

José Donoso.

 

Verano de 2006

Sentada en el bow-window de la casa de mi suegra, en Cachagua, descansan sobre mis rodillas seis de los sesenta y cuatro tomos de los diarios de mi padre. Tengo miedo. Los observo, calculo su peso, los hojeo a la rápida y reconozco la letra de hormiga. Intuyo lo que pueden contener, la posibilidad de encontrar las divagaciones, revelaciones de una mente creadora que explora las angustias profundas del alma y que en esas páginas, a las que debo enfrentarme, hay un mundo paralelo, oscuro, oculto, cercano al mundo de la muerte.

Los hojeo y finalmente decido aventurarme en su lectura, aunque tal vez luego me arrepienta: creo en el olvido como parte de la supervivencia.

Después de más de diez años de ausencia no ha sido fácil descubrir, reconocer, aceptar y negar sus huellas en mi vida. No es solamente el dolor que conlleva la pérdida de la persona amada, es también el encuentro con lo desconocido, con lo oculto, lo que está detrás del ser humano. La mirada de una hija enfrentada a la verdad..., si es que existe una verdad. Pero sí es el comienzo de una nueva historia, del encuentro de una nueva persona y el desmoronamiento de una historia anterior, que no necesariamente invalida la imagen que conservo, sino que le da una nueva mirada, más compleja, más amada y más odiada.

 

Este proyecto es un intento de novelar su propia vida después de su muerte, ya que al parecer he logrado zafarme del fatal destino que él me asignó en su diario el 23 de abril de 1993. Aunque nadie sabe si uno es realmente un personaje y ese designio es insalvable.

Dudo también de que la historia que yo escriba sea, en realidad, la proyección de la que él quería que yo contara. ¿Pero importa? Tengo tanto que decir sobre él, sobre mi madre, sobre mí misma, para rescatar del olvido.

Como hija, soy protagonista de muchas versiones noveladas de la memoria creativa de mi padre: soy mala, adorable, acusadora, ladrona, abnegada, asesina, ajena, protectora, cruel, generosa, lapidaria, madre y muchos roles más que se entremezclan en una relación amor-odio más allá de lo comprensible. Sigo pasando las páginas de los diarios y, por momentos, decido no continuar, pero se vuelve una necesidad; quiero saber más, meterme en esa mente atormentada por la paranoia y el miedo a ser descubierto. Es aquella dualidad que demuestra al esconderse y al dejar estos manuscritos para finalmente ser descubierto, o bien manipulando al escribirlos para crear la imagen premeditada que quería que conservaran de él, amparado por la inmutabilidad de la muerte, fuera de todo juicio e incomprensión; inalcanzable para su mayor temor: el rechazo.

Abro otro cuaderno y contengo por un momento la respiración. Cada página es un encuentro con emociones complejas, disímiles. Su lectura me exige una mirada global; no dejarse llevar por la emoción que me despierta; esperar, leer todo y no desistir.

Mi padre plasmó en sus sesenta y cuatro diarios (su última anotación es de 1995) su lado más oscuro. En ellos muestra ciertas aristas de su personalidad que yo y creo que casi todos ignorábamos, aunque de algún modo intuíamos: un mundo interno de complejidad sin límites.

Detallo aquí distintas citas que deben ser entendidas, más que como un hecho en sí, como el devenir de una mente en contradicción constante, pues la validez de cada idea muta, se transforma e incluso se anula hasta desvanecerse por completo.

En la primera página del cuaderno cincuenta y nueve, en letra muy grande, se encuentra la siguiente advertencia:

Se perdió por desgracia el cuaderno cincuenta y ocho que tenía medio escrito y temas muy importantes. Comprado en Davis, USA, en 1989 (California).

Creo que me lo robaron durante mi enfermedad, en la clínica, y tengo una idea, creo que bastante clara, de quién me lo robó. Hice ponerle candado a mi estudio, pero puede ser «too late» porque la ladrona tiene libre acceso a mi casa.

Esta frase denota su rasgo de personalidad más evidente: la paranoia.

Con los años irá en aumento.

 

Santiago, 30 de marzo de 1990

Acaba de venir Pilarcita, me acompañó media hora, obsesivamente hablando de sí misma. Pero me gustó estar con ella, me produjo placer; creo que, en esta etapa de mi vida, la amo, que es la única persona en el mundo a quien amo realmente y a quien estoy profundamente ligado, que siento mía, yo de ella, pero sin que me permita para nada invadirla, aunque a mí ganas no me faltan, ni ella tiene necesidad de invadirme a mí. Hay que hacer reservas para cuando realmente la necesitemos —por salud— y dependamos mucho de ella.

 

Toronto, Canadá, 17 de noviembre de 1991

Hablamos hoy con la Pilarcita. El ser que más he amado en toda mi vida. ¿Raro, no? Raro que me parezca raro. Y no me gusta nada el libro. Latoso. Beige de Bruce Chatwin In Patagonia.

Soy objeto de su amor, pero en otros momentos tomaré el papel antagónico. Voy a tener que debatirme entre estas contradicciones a lo largo de la lectura de todos sus diarios.

He sido una persona que, por lo general, me he protegido y, al mismo tiempo, me ha costado descubrir quién soy realmente. Mi realidad ha sido crecer bajo la sombra de un gigante. Eso hace que la tarea se torne muy difícil, además de ser objeto de una construcción premeditada de una realidad o personaje según la ficción de mi propio padre. El hecho de no tener un origen biológico conocido hizo que él fantaseara sobre esto y me criase haciéndome sentir un ser marginal, aunque siempre tratando de transmitirme los beneficios de ser «distinta». Era su propia disolución entre el ser marginal que llevaba dentro, junto al burgués convencional que, a pesar de su creación literaria, creía ser o estaba condenado a ser.

¿Habré querido alguna vez ser «distinta»? ¿Tuve la opción de no serlo? ¿Fui un personaje dentro de su vida del que aún no salgo?

Luego vendrá una larga etapa —por lo menos tres años— en que yo, su hija, seré el centro de sus obsesiones, de sus delirios de persecución, de su monomanía. Para mí esto ha sido una verdadera sorpresa. Siempre se mantuvo como padre cariñoso, comprensivo, aunque lapidario frente a mis decisiones, pero siempre presente, al fin y al cabo. Detrás, sin embargo, se escondían miedos, rencores, odios, frustraciones. Al enfrentar cada página, cada párrafo, cada línea, debo recomponer nuevamente las piezas rotas, una y otra vez, para encarar la siguiente.

Este es el reflejo de sus obsesiones respecto del dinero:

Navidad habitual familiar, esta vez en casa de Pablo y la Lucha. Miles —demasiados— de regalos, totalmente de sociedad de consumo, una locura. Temor horrible por la relación de Pilarcita con el dinero —el mío— y su relación viciada con el Toby. Algo muy malo puede suceder y no dejo de tener miedo. ¿Por qué me mintió para sacarme mil quinientos dólares? ¿Quiso comprarse al Toby con mi dinero? Peligroso y angustiante, y puede acabar muy mal. Pero puede ser, también, suspicacia de parte mía, y que la Lucha esté dispuesta, como yo, a soltar otros mil quinientos dólares para completar el estudio de posgrado del Toby.

Otro episodio:

Hoy ha sido un día terrible. La Pilarcita llegó de la consulta de su doctora con la noticia de que tendrá que hacerse un tratamiento carísimo para tener niños. Además de los mil quinientos dólares que acabo de darle, debo darle como doscientos mil pesos mensuales para su tratamiento. Debo decir que me asusté con la perspectiva y se lo dije, lo que me dejó muy culpabilizado, y a ella llorando y desprotegida. Temo que esto no sea más que un modo para engañarme y para sacarme plata, pero sé que no puede serlo, y que su angustia por tener familia —otros hijos— es real. La verdad es que yo mismo se lo decía cuando se casó, que debía tener mucha familia propia, ya que como ella misma dice, no tiene lazos de sangre con nadie más que con la Natalia. Me desespera verla llorar por algo tan real. Y me desespera tener las prevenciones y los temores que con respecto a ella suelo tener.

Sigo pensando —a pesar de que al decirlo herí profundamente a mi hija— que no tiene por qué angustiarse por tener una sola hija. Pero el asunto está en que la pobre niña se siente sola sin más hijos, desprotegida, y que si se gasta todo lo que hay ahora, cuando yo me muera, lo que no veo como muy distante, no va a haber dinero con el cual ella misma se pueda proteger. En todo caso, mi hija está sufriendo por algo que María Pilar necesariamente tiene que conocer y que la hace empatizar con la niña. Yo la llamaré por teléfono para pedirle perdón. Y en la hora de las preguntas y recriminaciones, que necesariamente vendrán, no sé, claro, cuál va a ser su venganza, y cuál su manera de crucificarme... si en realidad tiene que hacerlo.

¿Será esta biografía mi venganza? ¿Será una manera de mostrarle al mundo quién era o quién podía llegar a ser? No. No lo creo. He logrado rescatar tantas cosas suyas, su inteligencia, su agudeza, su visión, su humor, su ironía, su entrega y su amor. Pero siempre me quedará la duda —y supongo que al lector también— de si lo que plasmó en estas miles de páginas de sus diarios es «él» o su propia ficción sobre sí mismo.

Desaparece un cheque de ciento cincuenta dólares y vuelve a sospechar que yo lo he robado. Son sus «tincas» respecto de mi falta de honradez con el dinero. Siente que si él tuviera fuerza y tiempo, tomaría todas las finanzas de nuevo en sus manos y así ya no tendría esas horribles ideas que le quitan el sueño. La verdad es que yo me hacía cargo desde los dieciocho años de las finanzas de la casa de mis padres: ir al banco, depositar, llevarles dinero o pagar sueldos. Me dieron un poder sobre sus cuentas corrientes, por conveniencia o más bien por comodidad, pues todo lo práctico se les hacía imposible de sobrellevar.

Admito que durante los primeros años, cuando estaba recién casada —a los diecinueve años—, eché al carro algunas cosas de más cada vez que les hacía las compras en el supermercado: algo de leche, arroz... Sentía que, de algún modo, aquello era un pago por ese trabajo tan tedioso que era realizar los mandados de una casa que ya no era la mía, pero de ahí al robo... Duele pensar que mi padre creía que yo era una especie de amenaza, de enemigo puertas adentro.

Cada día que pasa siento más temor a la Pilarcita. ¿Por qué? ¿Es pura obsesión mía, pura paranoia? Temo que nos vaya a desvalijar, a dejarnos en la calle, que por un terrible y oscuro principio de agresión nos vaya a hacer daño, su impulso por hacernos daño, que viene junto con el principio de desvalorizarnos para valorizarse, para lograr valorizarse ella, que se odia a sí misma, que no logra verse como un ser humano valioso. Horror. Todo es temor y horror. Todo es desvalorizarme: ya me doy cuenta de que es neurosis mía y paranoia, pero el dolor es idéntico a que si yo pudiera estar seguro de que no nos odia, que nos ama. Este odio que siento de ella es nuevo, sobre todo su odio por mí. Pero debido a sus orígenes —no genéticos necesariamente, sino más bien psicológicos— siento que tiene que ser una persona terriblemente confundida, con la identidad terriblemente deteriorada. Y no sé qué hacer, quizás las cosas mejoren con el nacimiento de su nuevo hijo, pero también su propia inseguridad puede crecer, y con ello crezca su necesidad de depredarnos y hacernos daño de cualquier manera que pueda o se le ocurra hacerlo, porque tiene causa, se dirá a sí misma, de más para hacerlo, incluso para el crimen.

Sí, sí, no puedo sufrir tanto, tengo que aceptar que todo puede no ser más que pura imaginación mía, pura paranoia, y nos ame y quiera nuestro bien. ¡Pero por Dios, qué difícil debe ser ella, pobre criatura, y cómo debe sufrir, y los venenos que tendrá adentro!

¿Adónde voy a esconder este cuaderno para que nadie me lo encuentre? Es urgente hacerlo, pero ella se ha metido en todo lo mío, todo lo mío me lo ha sacado, se ha metido en mi caja chilota para sacarme papeles —la mayoría referentes a ella, es cierto, ¿pero si los quería por qué no me los pidió?— de todas clases y ya no me queda nada. Me pregunto si no es ella la que me quitó el otro cuaderno gemelo a éste. No sería imposible que así se hubiera enterado de cosas de mi vida que yo quería que permanecieran en la oscuridad, o por lo menos lejos de su mirada tan perturbada.

Es increíble lo fea que se ha puesto y cómo se enfeece con ese peinado y su colorido. También una agresión en contra de sí misma y en contra de mí o de nosotros.

De repente, debido a mis obsesiones, se me ocurre que se me puede estar produciendo un Alzheimer.

A veces se me ocurre que María Pilar puede tenerlo, por lo repetitiva y obsesiva que se ha puesto, en realidad siempre lo fue, pero he notado que ahora último está muchísimo peor en este sentido y esta es justamente —la nuestra— la edad en que el Alzheimer se suele producir con mayor frecuencia.

No me puedo quedar dormido. Voy a seguir leyendo a Bruce Chatwin a ver si logro conciliar el sueño.

Nueva página donde intenta analizarme:

Me pregunto si la voracidad, la crueldad de Pilarcita con todo lo que sea plata no sea más que una forma de temor: robos, la prosperidad de «otros» chilenos, la decadencia y vejez nuestra; sí, sin duda es una forma de miedo, un deseo de dibujar su silueta incompleta con lo material que le hemos aportado, un huir fácil —y muy difícil— de todo lo que sea decadencia, vejez, simbolizado en nosotros, en la fragilidad de mi salud, en las depresiones de María Pilar. Prometerle más para más adelante. Ni un poco de ternura. No veo nuestra vejez apoyada por ella. Miedo a las borracheras de María Pilar. Miedo a la leyenda negra sobre mí que le puede haber llegado desde más de un lugar o dirección: Iván Vial, los Donoso Larraín, tantos otros voceros. ¡Pobre hija mía! ¡Pobres de nosotros, viejos y pobres y en sus manos!

Tenía un gran miedo a que yo lo descubriera... pero nuevamente estaba su contradicción al dejar su vida plasmada en tinta.

Un día desaparece un sobre lleno de fotografías antiguas y supone que he sido yo quien me las he llevado sin ninguna explicación. Todo le parece como su cuento «Átomo verde número cinco»:

¡Qué extraña sensación de explotación! Tampoco pude encontrar mi escobilla de dientes amarilla, y ni un solo tubo de pasta dentífrica en la casa.

Mi padre está viviendo por esos años un largo período de «seca literaria», asume que, en parte, se debe a que yo le ocupo todos sus pensamientos y está, según él, profundamente paralogizado, espantado, perturbado por los asuntos con respecto a mí y que por eso no escribe.

Habla con Hugo Rojas, su psicoanalista, sobre el tema. Rojas le recomienda que yo «aparte» las cosas que son mías, o a las que yo creo tener derecho, porque ellos nunca me han dicho «esto es tuyo» y «esto es mío», sino «todo es nuestro», pero a él le parece una manera elegante de decir algo feo:

¡Qué confusión de vida! Veo algo patológico en ella, la compulsión, sobre todo, con la que no tiene medida. Un momento muy tenso de mi vida, otro más que María Pilar no comparte como tal, sino que se encierra en su optimismo, en su capacidad de anular todo lo que no sea agradable, que es una de las cosas que más me separa de ella y menos me gusta. Está leyendo a Clarice Lispector, muy fascinada, lo que es positivo, me parece a mí, porque Lispector no es lectura fácil.

Yo seré por mucho tiempo el motivo de sus obsesiones y de los reflejos de sus propios fantasmas que lo acechan más y más a medida que envejece: el tema económico, su trabajo que cada día se le hace más pesado y que le exige un gran esfuerzo. Sigue escribiendo:

¿Recordará a José Ramón, Pilarcita? ¿Lo equiparará con Luis Morales Bellet, por ejemplo? No creo. Todo lo que tiene relación con el pueblo (Calaceite) conserva para ella un ámbito afectivo, de pureza, del paraíso perdido, aunque bien sé que, como la insultaban por ser adoptada, fue cualquier cosa menos un paraíso. Yo sé que sufrió mucho, cómo sufrió en Sitges debido a la estúpida de la Pili Conde, que le contó a todo el mundo que mi hija es adoptada y se reían de ella.

Como he dicho, lo extraño de todo esto es que mi padre nunca me hizo sentir nada de lo que veo reflejado en sus diarios. Menos, que llegaran a tal punto tanto sus persecuciones conmigo como la importancia que yo tenía para él en los períodos positivos, reflejo de un amor incondicional.

Tengo todo el cuerpo —toda el alma— adolorido y no me queda fuerza para nada. ¿Cómo voy a escribir con un drenaje tan importante y doloroso de todas mis fuerzas interiores, de todos mis recursos? No puedo. Creo que lo único posible es vivir fuera de Chile, fuera del alcance de la Pilarcita y de su maledicencia. ¡Maldito el día en que se me ocurrió regresar de España! ¿A qué, para qué? Es bien poco, fuera del dolor, lo que obtengo de vivir aquí. Esa gloria literaria, esa paternidad literaria que María Pilar estima debiera ser mi mayor recompensa, no significa absolutamente nada para mí al enfrentar todos los demás problemas.

En 1992 quedé embarazada de mi segunda hija, Clara. Concebirla fue muy difícil para nosotros: cuatro años de tratamientos de fertilidad bastante traumáticos y costosos. Para mi padre no existía, o no quería ver, esta nueva realidad. En diarios posteriores jamás menciona a su segunda nieta, sólo a Natalia, la primera, con quien creó cierto vínculo.

Creo que cuando regrese la Pilarcita la voy a confrontar con su falta de amor por nosotros. No sé si habrá pasado ya su tercer mes de embarazo y por lo tanto la guagua esté firme y pueda recibir un choque emocional. Espero que sí. Lo que sí voy a hacer en cuanto llegue es sacar cuentas junto con ella y, ahí, interrogarla. Va a ser doloroso pero tengo que hacerlo para aclarar la atmósfera. Que este silencio es un grito de guerra de su parte —la causa es que yo me he dado cuenta de sus sinvergüenzuras— no me cabe la menor duda, pero que tiene una compulsión depredadora conmigo, o con nosotros, y que es invasora y que nosotros no contamos para nada, y además de quitarnos una cosa detrás de otra, y de rechazarnos una cosa detrás de otra, nos invade, ocupa nuestro lugar, nuestro espacio, sin consultarnos; es decir, es otra manera de depredarnos, de desvalijarnos.

Respecto de su enfermedad, siente que no lo apoyo, que no me voy a hacer cargo cuando envejezcan, o bien de mi madre, en el caso de que él muera primero. Nunca fue así. Desde muy niña intuí que estos seres, en cierto modo frágiles, etéreos, creativos, veían lo práctico como algo inentendible. Asumí, siendo muy pequeña, el rol de madre de mis padres. Una vez, ya viejo, me dijo:

—Tú has sido más madre mía que yo padre tuyo.

De modo que con esta incertidumbre ante su propia vejez, escribe:

La Pilarcita —a mí, por lo menos, a quien le resulta más difícil sacarle plata que a María Pilar— no me quiere mucho. In fact, que me desprecia. Pero también es verdad que esta sensación la tengo con casi toda la gente que conozco y a quienes aprecio.

Mi padre teme reencontrarse conmigo después de las vacaciones de verano de 1992, en las cuales me mantuve distante emocionalmente para así conservar mi propio mundo. No quería ser invadida por sus constantes requerimientos y exigencias, aunque en su caso el reencuentro no fue lo esperado:

Llegó la Pilarcita, fea, narigona, ha engordado (está de cuatro meses), se peina mal, pero estaba simpática y me pareció increíble pensar lo que he pensado de ella estos últimos días. La Natalia, encantadora, y el Toby, inerte. Yo, bastante sordo. Le leí Alicia en el país de las maravillas a mi nieta, que es demasiado pequeña para ese libro y, sin embargo, se tendió conmigo por lo menos media hora para oírme traducir. Agradable, la quiero.

Como ya he dicho, él me pidió directamente que escribiera su biografía. El modus operandi era que nos sentáramos en su estudio largas horas para que yo grabase lo que él contaba. Era una conversación absolutamente guiada por él, diciendo lo que quería que pasara a la posteridad, jamás con franqueza ni mostrando sus flaquezas ni con la mirada hacia la realidad. Su idea era que yo escribiera lo que él me decía y nada más. Creo que él nunca imaginó que yo sería capaz de emprender este proyecto como lo estoy abordando ahora. Supongo, además, que me pensaba incapaz de embarcarme en la lectura de sus cuadernos como en la historia que esbozó: Los papeles le parecen demasiados, demasiado difíciles de leer...

De hecho, encuentro este comentario al respecto: Pilarcita, eternamente limitada de mente.

Su obsesión conmigo no termina ahí: también duda de mi impulso por ser madre; piensa que sólo me he embarazado por segunda vez, después de largos tratamientos, para probarme a mí misma que «puedo» y que una vez que lo he logrado no me cuido porque, en realidad, el niño no me importa nada ni la maternidad tampoco; que no me gustan los niños como, según él, yo admito.

Juicio lapidario, como siempre. Cree, además, que mi matrimonio no va a durar nada. Pero luego se contradice y señala que es mejor que tenga más hijos, pues hasta ese momento sólo tengo consanguinidad con mi hija Natalia; piensa que estoy muy sola y por ello debo conformar una familia grande.

En una carta llena de amor, cuando está pasando una temporada en Washington, invitado por el Wilson Center, me reconoce parte de sus paranoias y lo cruel que fue conmigo antes de partir: dudaba si dejarme o no a cargo de las finanzas de su casa.

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