sábado, 9 de marzo de 2024

Stefan Zweig Viajes FRAGMENTO

 



Stefan Zweig

Viajes

Escritos durante la primera mitad del siglo XX, estos textos dan fe del natural inquieto y curioso de Stefan Zweig, quien siempre pensó que viajar debía ser una aventura, un salto al vacío azaroso e incierto de lo desconocido, una vía de escape de una vida que, cada vez más, se había visto automatizada y reglada, desprovista de cualquier tipo de sobresalto. De Sevilla a Salzburgo, pasando por Brujas, Arlés, Amberes y los jardines y huertos ingleses, así como el mítico hotel Schwert o la Foire gastronomique de Dijon, estos escritos devienen una crónica sentimental del viejo continente, un viaje por su geografía, que anticipa la alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.

«Viajar debería ser un despilfarro, un abandono del orden frente al azar, de lo cotidiano frente a lo extraordinario, habría de ser una creación de lo más personal y propia, hecha de acuerdo a nuestras afinidades».

Una selección

1902 DÍAS DE TEMPORADA EN OSTENDE

Los días de temporada alta en Ostende implican una ininterrumpida y colorida alternancia de celebraciones y eventos públicos. Para quienes frecuentan esta ciudad balneario belga —la más grande y elegante de todas— de inmediato queda en un segundo plano ese reclamo que, por norma general, lleva a la mayoría de la gente a visitar un lugar como este, es decir, la necesidad de reposo y esparcimiento. Las personas que durante todo el año se sienten inmersas en la atropellada y frenética rueda de las diversiones de la gran ciudad, quienes sienten además en su máximo esplendor el pulso de la vida y su consecuente tensión, están, por así decirlo, sobresaturadas de cultura y refinamiento y suelen intentar disfrutar de sus semanas de verano desconectando de toda esa presión, buscando el esparcimiento armónico, contemplativo y callado de la naturaleza. Pero el público de Ostende no. Para ellos el veraneo no es una pausa ni una desconexión, sino un resplandeciente eslabón más en la infinita cadena de los placeres mundanos, un sustituto para los soleados y calurosos bulevares de la gran ciudad, sus teatros, sus fiestas y jardines, que el verano hace impracticables. Poco a poco, Ostende se ha convertido en el improvisado punto de encuentro de esas aristocracias, auténticas y falsas, que, cual reluciente espuma, flotan siempre visibles sobre las olas de las capitales, aristocracias que se encuentran y se reconocen por todas partes, pues para ellas una ciudad natal no es más que una estación de paso desde la que llegar a los grandes centros internacionales de la diversión. Y Ostende acoge de muy buena gana a estos visitantes durante los meses álgidos del verano, desde julio hasta los últimos días de agosto.

Se podría hablar largo y tendido de esos días sin mencionar una sola palabra sobre lo magnífica que es la ubicación de Ostende, pues la naturaleza aquí no es más que otro ornamento en la imagen global. En apariencia, su suntuosa hermosura solo tiene como finalidad ensalzar el triunfo de la cultura moderna y ofrecer un marco digno a la perfección de la que aquí hacen gala la belleza humana y los logros del virtuosismo de la humanidad. El paseo marítimo de Ostende no funciona tanto como un amplio mirador desde el que contemplar el mar, que avanza con su brisa aromática y saludable, sino más bien como un sitio para admirar la asombrosa elegancia de los hoteles de playa y el esplendor de los trajes de las damas, que se pasean por allí como por la alameda de la gran ciudad. El muelle se adentra considerablemente en el mar y exhibe los grandiosos logros de la ingeniería moderna, con el puerto y sus elegantes barcos de vapores y veleros; las aguas en sí interesan más por los distinguidos trajes de baño y la

relativamente relajada libertad de los usos y costumbres que por sus efectos beneficiosos. Como ya se ha dicho, en este lugar la naturaleza cuasi empequeñece ante la obra del ser humano, pues la civilización se planta frente a ella con sus avances más recientes, los más grandes y refinados.

La fisionomía de Ostende refleja desde luego la idiosincrasia de sus visitantes. Quienes trabajan mucho durante el año sienten en verano la necesidad de estar inactivos; sin embargo, las personas sin ocupación, o para las que su oficio en realidad nunca es un incordio, ansían en todo momento tener algún quehacer superficial, anhelo aquí satisfecho gracias al deporte y al juego. Para ilustrar hasta qué punto el juego se ha convertido en condición necesaria para la existencia de Ostende basta con saber que el año pasado, cuando hubo que clausurar los salones de juego de Ostende y Spa, el Estado belga quiso garantizar a estas dos ciudades una indemnización de siete millones de francos, normativa que, no obstante, por ahora no se ha hecho efectiva. En cualquier caso, la cuantía de la indemnización da una idea aproximada del desorbitado volumen de negocio que genera el juego por sí solo todas las temporadas.

En Ostende, el epicentro del mundo de la elegancia está representado por el casino. Su espléndido y voluminoso edificio se alza en el dique: a un lado y otro está flanqueado por hileras de elegantes casas residenciales y en la parte de atrás ofrece vistas al parque Leopold y a la ciudad. El distinguido público de Ostende se congrega en el salón grande para los conciertos de la tarde y la noche, sobre todo en el de la noche, cuando los caballeros solo tienen permitido presentarse con traje de etiqueta o de baile y las damas, de todas las nacionalidades, compiten entre sí con sus atuendos de gala y sus joyas: es entonces cuando el enorme salón se llena hasta el último asiento con los representantes más selectos del mundo distinguido, pero también del distinguido demi monde. A esas horas, Ostende ejerce un efecto verdaderamente deslumbrante incluso para quienes vienen de una gran ciudad. Tras el concierto se celebra a diario el baile, aunque en ese momento la mayoría de los asistentes se retira a los otros salones que ocupan la parte trasera del casino. En el primero de esos salones el juego es público y accesible para todo el mundo; desde luego, el volumen de dinero para el rouge et noir nunca es muy alto y las apuestas más ambiciosas permanecen fijadas en trescientos francos. El auténtico juego se da en los círculos privados, que conforman el mayor club de juego de Ostende y cuyo acceso se rige por un sistema de bola negra —no demasiado embarazoso, en cualquier caso— y una entrada de veinte francos. En estos salones se desarrollan esas escenas tan interesantes de las que por lo general, al día siguiente, todo el público de Ostende tiene conocimiento: la ruleta y el rouge et noir generan pérdidas y ganancias de muchos miles de francos. Ahí se congregan en plena hermandad los vestidos más fastuosos, llevados por princesas auténticas y princesas de variedades, pero también una nutrida representación de esas figuras internacionales de las que

nadie sabe mucho, más allá de que han visitado todos los salones de juego del mundo y nunca van a faltar mientras sigan abriéndose este tipo de sitios. La imagen perdurará inalterable desde la mañana hasta que de nuevo lleguen las primeras horas de la mañana siguiente.

De entre las otras numerosas diversiones cabe destacar la Fiesta de las Flores, en la que compiten gusto, riqueza y hermosura a partes iguales. Esta temporada la fiesta ha variado ligeramente en comparación con los años anteriores, a saber: las flores solo pueden verse en calles cortadas que se visitan previo pago de una entrada. Como resultado, ha mermado mucho su esplendor de antaño, dado que antiguamente la ciudad entera participaba con sumo interés en esta batalla de confetis y flores que cubría casi todas las calles elegantes; ahora, sin embargo, el desfile de esas carrozas de ricos adornos ha ganado en intimidad, mientras que la batalla exhala mayor nobleza y adolece de los molestos excesos que en los últimos años habían impedido la participación del público más distinguido. En cualquier caso, la competición por la carroza más bonita y el balcón mejor decorado ha tenido unos resultados muy airosos.

Como es obvio, en Ostende tampoco falta el deporte. Las carreras de automóviles se alternan con regatas de veleros, carreras atléticas, tiros de pichón, carreras de galgos, y apenas pasa un día sin que se presente alguna oportunidad de jugar y apostar (en especial para los ingleses). Las más frecuentadas son las carreras de caballos, en las que los premios están estipulados en un valor total de cuatrocientos mil francos y que, sobre todo los días del Grand Prix d’Ostende, ofrecen una magnífica estampa en cuanto a la configuración del público: a las jornadas cruciales no solo asiste gente reclutada entre las filas de los huéspedes del balneario, sino también los sportsmen más distinguidos de la cercana Bruselas, de Londres y del mismísimo París. En esos días, cuando también procura asistir el rey, Ostende despliega todo su esplendor, unificando bajo su cetro los millones de las naciones más diversas acompañados por sus bellezas. La grandiosidad de estos momentos solo encuentra parangón en las veladas nocturnas, cuando el mar y el puerto comienzan a salir de la profunda oscuridad gracias al brillo de miles de luces de colores y atraviesan la noche los fuegos artificiales, alzándose con el dique reluciente al fondo, que la bombilla del faro ilumina de forma mágica.

Sin embargo, la mejor baza de la temporada la encarna el gran desfile de los oficiales a caballo, en el que se inscribe un abundante número de hombres procedentes de casi todos los ejércitos y que sin duda se cuenta entre los eventos más interesantes del año. Luego llega septiembre y, con él, el lento difuminar de estos luminosos colores. Los hoteles cierran y Ostende, la ciudad, emerge poco a poco: los pescadores, que a duras penas subsisten capturando peces en el mar; el puerto, del que parten los barcos a Londres y a Holanda; y sobre todo la pobreza y la escasez, que tienden a pasarse por

alto durante la temporada vacacional, nubladas por el brillo y el lujo. También el palacio de verano del rey Leopoldo de Bélgica (quien de buena gana ejerce en Ostende su querencia por la vida internacional de los baños estivales, mientras que en los meses de invierno hace lo propio en la Riviera francesa, y que durante la temporada pasada desplegó los honores de Ostende ante un muy exótico invitado, el sah de Persia) cierra sus puertas y persianas, igual que los hoteles, que solo tienen actividad en verano. Desde el mar del Norte sopla la fresca brisa otoñal. A continuación, siguen entre ocho y nueve meses tristes en los que todo queda como sumido en un pesado letargo, hasta que de nuevo comienza ese memorable juego de debilidades, pasiones y diversiones humanas que todos los años se dan cita para pasar la temporada en esta ciudad balneario belga.

1904 BRUJAS

Cuesta recorrer de noche las estrechas y cada vez más oscuras calles de esta ciudad de ensueño sin sumirse en una leve melancolía, en esa dulce nostalgia propia de los últimos días del otoño, cuando ya han pasado las ruidosas fiestas de las cosechas y solo queda el callado espectáculo de la lenta muerte voluntaria y el vigor que se va apagando. Llevado por la ola constante de las devotas campanadas nocturnas, uno se adentra poco a poco en este mar sin orilla de recuerdos insondables, que susurran aquí en cada puerta y en cada muro ajado. El peregrinar es despreocupado hasta que, de pronto, uno cobra plena consciencia de la dimensión de este espectáculo, en el que el caminar propio, cuidadoso y amortiguado, parece ser el elemento activo y vivo, mientras que los grandes poderes se alzan mudos, cual escenarios sombríos. Quizá ninguna otra ciudad haya sabido encarnar en símbolo con una fuerza tan imperativa como Brujas la tragedia de la muerte y de algo aún más terrible, lo moribundo. Lo moribundo se percibe en toda su plenitud en esos pseudoconventos que son los beguinajes, a los que van a morir muchas personas mayores; porque lo que de noche solo se adivina en los austeros contornos de las calles, en estos sitios se dibuja con miradas fatigadas, opacas, solo débilmente iluminadas por el reflejo de la vida: que hay una vida sin esperanza, sin horizonte al que mirar, hundida por completo en la indolente contemplación del pasado. Estas personas resultan inolvidables, observando impasibles la lánguida floración de los jardincitos de esos conventos, sin dirigirse con ninguna curiosidad al forastero. Del mismo modo, maravilla la imagen crepuscular de las vetustas y pasivas calles.

No obstante, lo raro es que aquí esa quietud no se da solo durante la noche, cuando queda entrelazada en los muchos sueños y recuerdos melancólicos de esas horas, sino que sobre estos viejos tejados con gabletes parece extenderse a perpetuidad un velo gris en el que queda atrapado todo lo ruidoso y escandaloso, como una sordina que reduce el bullicio a murmullo, el júbilo a sonrisa y el grito a suspiro. Es posible que, a la luz del mediodía, en las calles la vida no esté del todo extinta: carros y coches traquetean por el adoquinado, la gente se afana por ganarse el pan, cafés, restaurantes y bares se esfuerzan, incluso en gran número, por servir al bienestar terrenal, pero de todos modos no aparece una sola sonrisa en la ciudad ni en las personas. En ninguna parte se ve esa alegría pueblerina de las ciudades flamencas, el tropel de niños cantando y haciendo repiquetear sus zuecos detrás de los organillos, en ningún sitio brilla el colorido destello de los llamativos trajes regionales. Y siempre la misma amortiguación de los ruidos. Si

uno sube la fría y oscura escalera de caracol del campanario (que se alza en la plaza del mercado con hombros anchos y cuello recio, como la estatua de Rolando en Bremen), levemente angustiado por la amortiguada oscuridad, ve entonces con un alegre sobresalto la luz que se vierte en colores brillantes, pero nota la falta de voces en el nítido círculo del aletargado trajín. De la ciudad, que se expande a lo largo y ancho, y de su encantador cinturón sube un rumor, un zumbido, indefinido y mágico como las campanas de Vineta sobre el mar dominical[1]. Y así, este colorido enjambre de tejados de ladrillo rojo, gabletes dentados y alféizares blancos y brillantes no parece otra cosa que un juguete dejado por una mano lánguida sobre un terreno verde. Deliciosa e inánime resulta esa composición de cartón que forman las casitas apiñadas y los conventos redondos, diestramente entremezclados con pequeñas parcelas de frondosos jardines verdes y amplias avenidas, que poco a poco conducen hacia un floreciente campo flamenco en el que se alzan ya los grandes molinos con sus aspas giratorias (requisito indispensable del paisaje holandés). Pero tampoco desde esta altura, que exalta el carácter juguetón y ornamental de la ciudad, puede pasarse por alto el gesto trágico que apunta a la muda tristeza de las calles: se trata de ese brazo extendido que busca el mar distante, el amplio canal por el que el puerto cegado con arena aspira a alcanzar la corriente bienhechora. A uno se le viene entonces a la cabeza la trágica historia de Brujas: la floreciente juventud, cuando todos los armadores tenían aquí su propio kontor y cientos de embarcaciones surcaban el puerto engalanadas de banderines, cuando los reyes se rebajaban a negociar con los escabinos y las reinas, llenas de secreta envidia, contemplaban los fastuosos vestidos de las mujeres de la ciudad. Y luego el lento declive: los muchos años de guerras, epidemias y conflictos y al fin el mar, con cuya retirada se marchó también lentamente toda la buena fortuna de los muros. Ese mar se extiende ahora a lo lejos, no es más que una franja plateada en el horizonte los días claros. En la ciudad misma los colores se desvanecen: solo los paños de los altares han conservado el brillo purpúreo de los pesados brocados; por lo demás, el hábito de las monjas se ha convertido también en el de la ciudad, en la que el alboroto del puerto y el clamor de las tabernas abarrotadas de gente han quedado para siempre en silencio. Súbitamente entiende uno el gesto de desprecio con el que esta ciudad —al igual que Ypres, su hermana mayor— actuó como aislada de todas las demás que, bajo el signo de los nuevos tiempos, habían monopolizado el poder y los tributos de la cultura. Mientras que Amberes, Hamburgo, Bruselas y otras ciudades hermanas enarbolaron la bandera de la vida en los fragores de la batalla, Brujas se fue envolviendo cada vez más en el hábito oscuro de su aislamiento y se ciñó con fuerza la vieja faja de sus muros. Tras siglos de permanecer así de sombría y encorsetada, anclada por completo en el pasado, ha adquirido la actitud majestuosa y lóbrega de un gigante monacal que despierta nostalgia y al mismo tiempo impone un mayúsculo respeto, y que representa además lo maravilloso y atractivo que tiene esta ciudad.

La sensación de lo efímero e inestable, que aflige aquí a quien se siente ensombrecido por tan apabullante pasado, ha ejercido su influencia sin cesar y durante largo tiempo, hasta generar en las personas que habitan entre estos muros esa conciencia de dependencia sobre la que se basa toda religión. Las calles, con sus muchos monumentos a la vida desaparecida, instan a la humildad con demasiada vehemencia para permitir escapar a la fe a quienes han crecido con este anatema. Así pues, el prodigio aquí no tiene expresión en lo eterno, sino en Dios y en los símbolos de la Iglesia católica. En esta ciudad prevalece una creencia sombría, recia y austera como las propias iglesias, que se plantan ante Dios sin adorno alguno, con un rigor imperturbable, sin la típica ornamentación lúdica del pináculo gótico y la coqueta torrecilla. Misales e imágenes de santos decoran las tiendas, mientras que las campanadas hacen resonar casi sin cesar sus devotas llamadas a la oración. A cada instante, frailes y monjas se cruzan con saludos quedos y raudo caminar, estremecedores a primera vista cual mensajeros de la muerte, con sus prisas calladas y negras; sin embargo, cuando se acercan lentamente, pastoreando las largas filas de niños que tienen encomendados, pueden verse unos rostros serenos y plácidos bajo las tocas blancas o las sombras de los anchos sombreros, y entonces se entiende que solo la admonición de la grandeza y de la muerte crearía una severidad tan implacable y dibujaría una imagen tan amarga de la vida en sus rasgos. Y una y otra vez, los tañidos de las campanas, las formas de los santos sobre puentes silenciosos. No obstante, en la dura oscuridad de esta fe titila también una mística luz purpúrea: se trata de la fervorosa celebración de los grandes milagros, el efusivo afecto de la adoración a la Virgen María y esa suave poesía de las cosas sagradas que solo el ingenuo fervor de las personas sencillas es capaz de componer. Debe causar una infinita impresión presenciar el día en el que sacan de su capilla, en tono festivo, la urna cubierta de gemas que contiene las gotas de sangre del Redentor. La ciudad muda reluce con entusiasmo: es un día en el que toda esta gente, carente de sonrisas que dedicar a las cosas mundanas, estalla con una misericordia que provee de una enorme y silenciosa dicha. ¿Y no es encantador avanzar por estos caminos, todos con nombres tan tiernos y de tan dulce sonoridad, recorrer el incomparable Quai de Rosaire y pasar por las hermanas de la caridad, por Notre Dame, el beguinaje y el hospital, hasta llegar al Minnewater, ese Lago del Amor? Es este un estanque oscuro, quieto y silencioso, en cuyo margen descansa una torre redonda y lóbrega, como un guarda que hubiese fenecido. En el caudal negro parece reposar el cielo y nubes blancas deambulan arriba, como mensajeras del paraíso. ¡Cómo de festivo y grandioso ha de ser el amor para estas gentes, si han dado a este paisaje seráfico de ensueño un nombre tan maravilloso!

En general, cuesta concebir algo más tristemente hermoso que los canales de Brujas. Resulta conmovedor verlos y emocionan en su mutismo, surten su efecto sin el romanticismo locuaz de los canales de Venecia, que murmuran con el deslizar nocturno

de las góndolas negras, con el brillo de dagas iluminadas por la luna, con tribunales clandestinos, puertas ocultas, serenatas solitarias (ese requisito tan trillado en las novelas de en torno a 1830). Hay un par de versos de George Rodenbach que alaban su belleza melancólica de manera tan perfecta que uno los recita lentamente para sí mientras camina, como si fuesen la melodía secreta de estas aguas negras envueltas en sombras. Se trata de la melancólica elegía «Au lieu des vaisseaux grands, qui agitaient en elles», unos versos suaves y dulces que han ligado la obra de Rodenbach tan estrechamente a Brujas que no se puede más que dar la razón al pintor que creó el retrato de este autor (expuesto en el Musée du Luxembourg) con este paisaje de ensueño al fondo[2]. Pero hay muchos otros libros, serios, ligeros, alegres, que también sería bonito leer en los bancos de estas orillas, a la sombra de los grandes castaños que, meditabundos, parecen contemplar su propia imagen en las aguas oscuras; y es que los canales no hablan ni murmuran, solo escuchan. Fielmente portan las imágenes de las casas, cuyos muros en ruinas y cubiertos de hiedra se apoyan en sus orillas, al tiempo que reflejan el triste brillo de los puentes arqueados y de las altas torres, pero no saben pronunciar siquiera el tímido chapoteo de las batientes ondas del agua. Silencio y más silencio. Son la oscuridad eterna, aunque en su espejo negro queda cautivo el cielo: adentran lo trascendente, lo sobrenatural y lo estelar en la ciudad del gris y del mutismo.

Y entre el vuelo de nubes de brillo reverberante se cuelan de tanto en tanto sigilosas filas de cisnes blancos, esas criaturas maravillosas y solemnes cuyo silencio y muerte también esconden un milagro. Indescriptible es el efecto que provoca este deslizar ligero y severo en las aguas negras como la muerte: ningún poeta sabría crear una antítesis tan deslumbrante y aun así tan armónica como la que ha generado aquí la casualidad. Aunque también se le ha negado dicho mérito a la casualidad. Hay un par de leyendas que hablan sobre el origen de estos cisnes salvajes y silenciosos: según una de ellas, existirían para expiar el asesinato de un duque; según la otra, estaban destinados a recordar a las gentes de la ciudad, perdidas en continuas contiendas, el frívolo desperdicio de la fuerza de una vela al viento. Sin embargo, parece ser vano el esfuerzo por otorgar voluntad y sentido a esta belleza sobrecogedora y envolverla en la rugosa capa de la leyenda.

Y es que, en su ocaso, todo en esta ciudad de sueños y de muerte invoca el sentido mismo de la mística. Dado que Brujas ya tiene cierto elemento de desapego de la realidad, se tejen fácilmente románticas hiedras y poemas floridos en torno a sus destinos, que descansan en el regazo de siglos remotos. Y esta poesía, cuando trenza una forma viva, se torna en leyenda, y no pocas veces en una leyenda que, en su belleza, amenaza con mejorar la historia. Por su parte, esto ha dado lugar a una conmovedora leyenda sobre el mayor autor de la ciudad, Hans Memling, quien, con su devoto

espíritu, no contempló otra cosa que convertir lo real en algo beato y dulce y reflejar lo inalcanzable en el anhelo que hacía temblar su alma. Pese a todos los desmentidos de la historia del arte, aquí se considera de recibo saber que Hans Memling, al volver de la batalla de Nancy herido de gravedad, encontró fieles cuidados en el hospital de Saint Jean y, en agradecimiento, creó las ilustres pinturas que se conservan —tesoro incomparable— en el viejo y ajado edificio[3]. Así pues, ligeramente abatido por la perpetua tristeza de las calles, seguí caminando en dirección a dichas estampas, para disfrutar de su encanto floreciente y de la sentida pureza del aroma primaveral, que en esta ciudad parece un imposible. Se encuentran todas juntas en una pequeña estancia —mucho más impresionantes en esta concentración que en la exposición dedicada a los primitivos flamencos—, como una fina franja tejida en el sombrío paño de esta ciudad[4]. Cuesta dar preferencia a alguno de los cuadros, ya sea a la Virgen que le tiende al niño Jesús una manzana en gesto encantadoramente serio, o al famosísimo relicario de altar que narra la historia de la santa Úrsula, con labios devotos aunque algo infantiles. El alma de este artista debió ser de una ternura plena; recuerda un poco al segundo heraldo de Brujas, George Rodenbach, solo que menos consciente que él, un humilde adicto al amor celestial, repleto de visiones delicadas. ¿No sería quizá este el sentido de la leyenda: que esa delicadeza, herida por la vida, atravesara los muros de los conventos de la ciudad ya por entonces beata, para encontrar ahí su oculta prosperidad creativa?

Antes de regresar por las calles de la ciudad callada, que amenazaban ya a noche, me alejé de los cuadros un momento para contemplar el hospital en sí. Se llega a él por un patio angosto, entre figuras sagradas que parecen inclinarse. Hay pequeños lechos de flores delicadas, un poco marchitas. Desde los fríos pasillos pueden verse, tras las cortinas grises, las camas blancas de los enfermos dispuestas en filas muy juntas. Y aquí también ese pesado silencio. Monjas con tocas blancas pasan calladas. Pero en el jardín, afuera, hay un par de convalecientes ataviados con las ropas largas y grises del hospital, unas mujeres que descansan y un par de niños que juegan. Y en mitad de todo ello, manchas resplandecientes del sol que se pone. Los niños no eran muy ruidosos, aunque brincaban intentando darse caza, mientras los convalecientes los miraban maravillados, con esa ávida curiosidad que solo otorga la vida que despierta. Y al oír allí, tras las muchas horas de paseos callados, la nítida y argentina risa de unos niños me sentí como tocado por la dicha, pese a que resonara en esas paredes de muerte. Me inundó un leve miedo de regresar a aquella ciudad grande y fría como una tumba, cuyos símbolos me cercaban con una fuerza poderosa, y también una infinita compasión por las personas que aquí viven en la oscuridad y mueren en lo insondable. Raras veces he percibido de manera tan intensa la manida idea, presente en los libros de escuela, de que la muerte ha de ser algo muy triste y la vida, una fuerza infinita que incluso a los más reacios los mueve al amor.

1905 LA CIUDAD DE LOS PAPAS

En pocas ocasiones se tiene esta sensación con tanta intensidad, apremio e inmediatez como al ver Aviñón: aquí ha regido gente poderosa. En otras ciudades hay edificaciones soberbias, que a menudo son obra también de los planes de un antiguo regidor y de su figura misma, pero en ninguna parte se han manifestado las insignias del dominio absoluto con tanta vehemencia como en la ciudad de los papas. Esta ciudad provenzal, de lo más encantadora, se extiende indolente y apacible a las orillas del Ródano y de sus aguas azul oscuro, un paisaje maravilloso, agradable y de una belleza subyugante gracias a las bondades de la naturaleza. No obstante, por encima de estos tejados blancos que relucen y resplandecen a pleno sol, sobre ese mar blanco de rocío y espuma, se alza orgulloso y autoritario un peñasco colosal, unos muros contemplativos, fieros y altos: se trata del palacio, o mejor dicho, del castillo de los papas. La ciudad cuenta además con un estrecho cerco de murallas elevadas, como un enrejado de piedra, intactas aún hoy pese a las tormentas y las batallas. Por su parte, el amplio arco de piedra que se cierne sobre el Ródano, construido por el santo Benezet en 1177 y que los papas modelaron hasta convertirlo cuasi en una fortaleza, sí está resquebrajado, por lo que contempla la otra orilla desde la mitad del caudal con la mirada vacía. Se percibe con claridad la sensación de que estos muros indestructibles se crearon en tiempos de las batallas más cruentas: en tiempos de los tres papas, que no solo combatieron a base de excomuniones, sino también con armas y castillos; esa época de las grandes fuerzas de la naturaleza, cuya brutalidad nos traería más adelante, en el Renacimiento, y en armonía con lo artístico, las figuras más grandiosas de la historia.

Aviñón se ganó su importancia histórica en los tiempos en los que los papas, expulsados de Italia, buscaron un hogar en Francia. Durante aquellos cien años se levantó esta fortaleza colosal, imperativa por la precaria situación de los papas apátridas y siempre amenazada por nuevos enemigos, pero también por la ausencia de métodos defensivos naturales en esta ciudad dispuesta en llano. El cerco fue haciéndose cada vez más fuerte; las murallas, cada vez más altas y sólidas: un refugio inexpugnable, el bastión más seguro de la tiara. Luego, cuando los papas regresaron a Roma, anidaron los antipapas en este castillo de águilas; ya en el siglo XV Aviñón tomó por vez primera la forma de un episcopado pacífico de la Iglesia romana, y así se conservó hasta los sanguinarios días de la Revolución francesa. Sin embargo, pese a esos siglos de tranquilidad, Aviñón ha mantenido imperturbable el carácter de su pasado bélico.

Como en todas las ciudades grandes, también en esta la realidad se esfuerza mucho por desilusionar a las emociones sentidas ante los grandes monumentos históricos. La fortaleza de los papas es hoy un cuartel francés: por las trampillas se ven rostros sonrientes con sus quepis rojos, y unos reticentes oficiales comandan en los patios a hordas de reclutas. Pero aun así las dimensiones son demasiado imponentes para que se pierda la impresión de grandiosidad: las murallas de un metro de grosor, o las altas torres, desde cuyos tejados planos arrojaban a los prisioneros al inmenso abismo durante la Revolución. También causa una gran impresión, a su humilde modo, la iglesia de Notre-Dame, en mitad de la fortaleza, en cuya torre reluce una figura dorada de la santa Virgen increíblemente brillante, visible tierra adentro según el momento del día. Entre sus muros descansa la tumba de Juan XXII, un monumento de piedra blanca que se alza esbelto y delicado, sin inscripción ni imaginería. De la iglesia sale el camino que, por un jardín de hoja perenne, conduce a una amplia terraza desde donde se abarca todo el paisaje en flor con una sola mirada. Ahí uno entiende a la perfección el amor que le profesaban los papas a este lugar de residencia, a este castillo de hierro, en el que podían disfrutar tranquilamente de todos los encantos de una primavera meridional. Más abajo pasa fluyendo el caudal azul y amplio del Ródano, surcando con numerosos meandros el campo luminoso desde la distancia, hasta rodear la islita de Barthelasse justo delante del castillo. Allá reluce el torrente blanco de los tejados, mientras que las almenas de las torres de las iglesias saludan en gesto familiar: es una panorámica maravillosa, sobre todo gracias a los colores claros y puros y al azul del cielo. Desde la otra orilla del río, el fuerte de Saint-André lo observa todo, una construcción maciza del siglo XIV que domina la ciudad nueva a ese lado, igual que hace el castillo de los papas con la vieja Aviñón; en la distancia reluce la torre que servía para comunicar la ciudad vieja y el castillo papal mediante señales de fuego, y para protegerse así de los asaltos. Es imposible concebir nada mejor que esta panorámica en un día de primavera temprana, cuando aún los colores de los cultivos no se han fundido del todo con el verde puro de los jardines perennes y el paisaje se perfila con unas líneas marcadas sobre el cielo fresco y claro.

La ciudad guarda aún mucho que ofrecer: estampas muy diversas que siempre permiten captar con asombro renovado la belleza del paraje; iglesias viejas, como Saint-Pierre, Saint-Didier, Val de Benediction, que han conservado fielmente el estilo artístico de su época originaria (todas de principios de los siglos XIII y XIV, en la época del reinado papal), pero también la bonita imagen de una ciudad provenzal moderna, que se va escurriendo cada vez más entre los viejos monumentos. Aunque Aviñón todavía alberga un tierno recuerdo, si bien no exactamente entre sus muros: la famosa fuente de Vaucluse, inmortal gracias a esos dos grandes amantes, Laura y Petrarca. En Aviñón, en la iglesia, incluso está marcado el lugar en el que el poeta vio a su amada por vez primera; qué interesantes son asimismo los auténticos sitios históricos de su amor,

donde Petrarca, el gran erudito, compuso un buen número de sus maravillosos sonetos. La fuente en sí no es muy remarcable, pero en cualquier caso su romanticismo no desmerece del todo respecto al de Petrarca, quien la hiciera memorable: situada en un valle verde de montaña, apretujada entre unas rocas, el agua brota de repente como una llamarada blanca, para luego bajar deslizándose en una ruidosa caída hacia el valle, clara y transparente, una auténtica fuente de frescor. Luego, el paseo regresa de vuelta a Aviñón por unos caminos blancos, pasando de belleza en belleza, desde el lugar de un gran amor hacia el campo provenzal, la patria de las tonadas más tiernas del amor cortés y los viajes de la poesía caballeresca, hacia la verdadera tierra de la primavera.

viernes, 8 de marzo de 2024

DIARIOS STEFAN ZWEIG EDICIÓN DE KNUT BECK PREFACIO DE MAURICIO WIESENTHAL TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN DE TERESA RUIZ ROSAS

 


DIARIOS

STEFAN ZWEIG

EDICIÓN DE KNUT BECK

PREFACIO DE

MAURICIO WIESENTHAL

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE TERESA RUIZ ROSAS

[-] Este símbolo indica una inserción o una anotación al margen

en una página del diario.

‡ Este símbolo indica personajes, obras o situaciones sobre los

que no ha sido posible encontrar información.

[=] Junto a la fecha apuntada por Zweig, se indica la correcta

entre corchetes y precedida del signo igual.

MEMORIAL ZWEIG

Hay obras cuya aparición es una fiesta. Sólo cabe celebrarlas, y

más cuando se publican en una editorial que atesora un catálogo

nutrido y selecto de clásicos y de grandes autores contemporáneos,

como es el caso de Acantilado: referencia fundamental en la

bibliografía de Stefan Zweig.

Además de su obra genial como narrador, celador de la memoria

de nuestros maestros, pensador libre, guía excepcional de la

cultura, degustador de la vida y cautivador ensayista, nadie ha

superado a Zweig en la tarea de interpretar la historia de Europa en

la primera mitad del siglo XX, porque sus libros autobiográficos

(memorias, ensayos y estos Diarios que ofrecemos ahora en lengua

española) no sólo nos cuentan lo sucedido, sino que además nos

permiten compartirlo.

Desde su creación, Acantilado se propuso el difícil reto de

recuperar la obra de Zweig, dotándola de renovada presencia y

apoyándola en mayor rigor crítico para beneficio de los bibliófilos y

disfrute de los lectores. Hemos celebrado así la aparición de tantas

obras famosas o incluso inéditas del gran maestro europeo, en un

caudaloso río que sigue y seguirá fluyendo—pues nuestro autor fue

prolífico—en versiones fieles, corregidas y revisadas, ofrecidas en

traducciones magistrales, y acompañadas de anotaciones y estudios

que nos descubren secretos inesperados de la obra y la vida de su

autor.

Stefan Zweig, el humanista, el descubridor de vidas olvidadas, el

poeta de Europa, el luchador de la libertad, el maestro de la

memoria de nuestra cultura y el faro de tantas generaciones que

tenemos con él una deuda impagable fue el último creador de mitos

en una época donde todavía se podía ocultar—no ignorar—una

parte de la realidad: una tarea homérica que hemos perdido en este

tiempo decadente, sometido a la violencia dogmática y chulesca de

unos ignorantes que pretenden saberlo todo. Se pierde así la sabia

cautela de embellecer y humanizar las cosas y los hechos,

olvidando que las vidas necesitan ser amparadas y las verdades

requieren sereno reposo en el consuelo del espíritu, en la literatura,

en el arte y en la belleza. La filosofía es búsqueda aplicada, curiosa,

anhelante y sensible de la realidad, y los antiguos griegos nos

enseñaron a perseguir ese desvelo (ellos lo llamaban alétheia).

Aprendí en Zweig el gusto por estas palabras que tienen en un

idioma muchos niveles de interpretación porque crean «veladuras»

(sigamos poniendo velos) y son más artísticas y literarias, como este

término desvelo que puede significar lo mismo ‘insomnio’ que

‘anhelo’, o también ‘atención’ y ‘acto de quitar un velo’ (desvelar).

Por eso la sabiduría decae y desfallece en épocas como la nuestra,

atolondrada y soberbia, en la que unos corsarios sin ley creen

posible conquistar el cielo arrancando los velos y asaltando a los

dioses, y especialmente a las diosas, porque son las mujeres

quienes guardaron y sublimaron el poder de los velos (urdimbres y

tramas, luces y sombras, distancias y fugas, lunas y estrellas).

De una guisa más brutal y cruda fueron siempre los bárbaros:

matones que destruían todo lo civilizado porque eran incapaces de

entender que el misterio y el mito deben celarse en seguro templo, e

ignoraban que el respeto de lo bello no debe ser profanado ni

violado, aun cuando los seres humanos—los hijos de Prometeo—

conozcamos una verdad más blasfema y ardiente y sepamos dónde

está el fuego.

Los pueblos cultos de la Antigüedad sabían, por el contrario, que

la cultura, el culto y el arte exigen también ficción, y por esa razón—

pura razón—una diosa seguía siendo virgen, aunque un bruto como

Vulcano presumiese de acostarse con ella. La vida tiende al pudor,

condición que es incluso visible en el estudio de la naturaleza, en las

más bellas estructuras cristalográficas (escondidas en honda mina),

en los ritos animales de exhibición que muestran el buche o la

pluma y juegan a la danza—dilatando el momento del sexo—y en

las formas nucleares de la biología, protegidas por membranas y

fluidos que mantienen en torno a la célula una armonía de presiones

y tensiones.

A la «era de la sospecha» que vivió Zweig ha seguido en el siglo

XXI el tiempo del derribo, la denuncia y la acusación. No puede

revelarse ninguna sabiduría ni belleza en la violencia y la violación,

porque el placer de descubrir exige traspasar con vigilancia el manto

del amor (filosofía), el velo de la piedad, la gasa de la clemencia y la

materia del vestido con todos sus adornos, cortes, encajes y brillos.

Desvestir no es desnudar. Se necesita un conocimiento universal de

la cultura para situar a los hombres y los hechos en su entorno,

valorándolos en todas sus dimensiones.

Para entender a un autor tan complejo como Zweig—pese a la

aparente sencillez de su estilo, que forma parte de sus modales de

cortesía—se necesita conocer ampliamente su obra, pues escribió

sobre temas muy variados que reclaman amplia curiosidad

intelectual y buena formación cultural en el lector.

La primera cúpula de este «Memorial Zweig» que levantó

Acantilado fue la definitiva edición en español de El mundo de ayer.

Memorias de un europeo. La habían precedido ya varias obras de

Zweig y seguirían muchas otras, contando también con estudios

colaterales, correspondencia y testimonios de sus amigos, pues la

idea de construir conjuntos culturales coherentes—una Biblioteca

para grandes lectores, bibliófilos y estudiosos—ha sido uno de los

valores distintivos de la editorial.

Se culmina hoy una etapa fundamental en la construcción del

«Memorial Zweig» al publicar en lengua española los Diarios del

autor: un tesoro que, tras años de traducción, documentación y

trabajo, constituye otra de las torres de este monumento. Gracias a

un equipo selecto se ha logrado llevar a término la valiosa tarea. Y

es justo decir que ningún lector en lengua española puede hoy

conocer rigurosamente a Zweig sin acceder a este gran memorial.

Mejor que con palabras cabría acompañar con música estos

Diarios (un kadish funeral, siendo Zweig judío), o un cortejo que

proclamase la única verdad humanista: «¡Ha vivido, ha vivido!»,

como gritaban los antiguos griegos en los entierros de sus héroes.

Más allá del respeto—forma irrefutable de la poesía—, acepto el

honroso papel de último escolta en la edición de estos Diarios, sólo

porque así me es dado acompañar a los que quieran seguir sus

huellas. Es muy curiosa y reveladora «la lectura a la inversa» de

unos Diarios. Lo importante para el lector es llegar a conocer bien al

autor, y tanto vale encontrarlo de ida como de vuelta.

El diario nos otorga un privilegio cuando nos permite situarnos

junto al autor y seguir el cauce de su vida. El ensayo biográfico, la

literatura epistolar, la autobiografía y las memorias no ofrecen esta

prebenda ni este provecho, ya que nos lo dan todo interpretado,

seleccionado, armado y vertebrado, digerido y filtrado por el autor.

En suma, los Diarios ofrecen abundante juego y disfrute, más amplio

campo de intriga, más posibilidades de descubrimiento, mayores

opciones de interacción en la lectura y muy variada diversión para el

lector, dado que éste puede participar en la trama. Hasta las notas

que acompañan al texto en este magistral trabajo de edición son

divertidas y sustanciosas. Cada detalle nos permite adivinar,

predecir y pensar el transcurso de una vida, sabiendo ya el

desenlace que no conocía el propio autor. Conocemos incluso los

nombres de los «asesinos» en este thriller vertiginoso y

escalofriante de la vida de Zweig. ¡Magnífico y genial spoiler, como

dirían hoy los aficionados al cine!

Uno de los encantamientos que ofrecen los libros es que tienen

una lectura diferente en cada tiempo, según la época y la hora en

que los aborda el lector. Los Diarios de Zweig son para nosotros

más interesantes en este momento del siglo XXI que cuando el

autor los escribió desde 1912 a 1940. Hoy pueden leerse como un

viaje al pasado, y eso los hace novelescos, curiosos, entretenidos y

tan reveladores. Estas páginas ofrecerán un disfrute maravilloso a

quienes hayan leído El mundo de ayer, las Cartas de Joseph Roth,

la Correspondencia de Friderike Zweig, y a cuantos conozcan la

vida y la obra del autor. Los lectores podrán compartir activamente

la lectura de estas páginas—igual que el coro de la tragedia griega

recitaba sus advertencias y lamentos a medida que se desarrollaba

el drama—, observando cómo nuestro personaje se dirige

inexorablemente hacia su fatum.

¿Cómo un hombre nacido en un tiempo feliz, y en una familia

privilegiada por la fortuna, pudo perderse en un final tan dramático?

Pero también, ¿cómo un carácter tan tímido y pesimista fue capaz

de ser el nudo de relación de tantos seres humanos, creando un

culto a la amistad y a la lealtad como el que unió a los amigos de

Zweig? Y ¿hasta qué punto las circunstancias adversas y los vientos

contrarios no son los que empujan precisamente el ánimo de los

grandes navegantes y de los adelantados de la ciencia y de la

cultura, a los que Zweig dedicó tanta atención y páginas

deslumbrantes?

En estos Diarios sentimos cómo el avance del sectarismo y de la

razón fanática (tan terrible es la razón encadenada como el delirio

del loco) iba acorralando y flagelando a este escritor humanista que

intentaba crear contra su tiempo una obra sublime de tolerancia y

comprensión, continuadora del testamento que nos legaron sus

maestros Erasmo y Montaigne. El estruendo de su propio tiempo—

gritos autoritarios, pronunciamientos, camisas negras, banderas

rojas, cruces gamadas y bombardeos—le obligó a veces a levantar

su tono, de natural sensato y moderado, llevándolo hasta el

manifiesto más enérgico, como había hecho ya su amigo Romain

Rolland en Más allá de la contienda. Hay que comprender que en el

vendaval de locura que le tocó vivir no había trinchera ni tregua: ni

las víctimas podían escapar de los verdugos, ni los libros se

salvaban de las hogueras, ni las catedrales más nobles y hermosas

del Viejo Continente se libraban de los bombardeos.

Los lectores más fieles de Zweig que han leído y releído El

mundo de ayer no sólo conocen ya su destino y su fin, sino que lo

han acompañado en sus lúcidas opiniones, en su lucha humanista,

en sus evocaciones de los escenarios felices que contemplaba con

romántica melancolía, y también en sus tenebrosas inquietudes de

profeta jeremíaco que—desgraciadamente—siempre acertaba.

Las memorias y los Diarios de Zweig tienen precisamente el

valor de que no son un simple relato descriptivo, sino también un

retrato de su época: un cuadro pintado con la subjetividad y la

pasión de un artista, pero también con la autoridad de un intérprete

que vivió en primera línea los acontecimientos. Sus libros no podían

estar escritos de otra manera, porque siendo un humanista no fue

un sadhu pacifista y contemplativo, sino un hombre de combate—

declarado enemigo de la violencia—y un sublime escritor dotado de

fulgurante curiosidad y cultura.

Las páginas autobiográficas de Zweig nos seducen siempre con

su pasión y su energía narrativa, pues ofrecen una visión original de

su tiempo que hoy nos parece más actual que cualquier versión

escolástica. No pretenden ser tarea erudita de un historiador oficial,

y eso precisamente salva y enaltece su valor literario, las libera de

las opiniones políticamente correctas que atan a los burócratas de la

cultura, las enriquece con su pathos artístico y las integra, por

derecho propio, en el género ensayo. Montaigne y Chateaubriand

ilustraron brillantemente ese mismo estilo de escribir unas

«memorias ensayadas».

Stefan Zweig escribió «en el pórtico de los gentiles» y esa

independencia (no se olvide que la idea obsesiva que guía su vida

es la búsqueda de su libertad) le permitió ser un excelente biógrafo

—escándalo a veces de eruditos y clérigos—porque sabía, como

nadie, revelar a sus personajes desde un tono literario y artístico, sin

renunciar al rigor que debe exigirse a un género que no está basado

en la fantasía sino en la crónica bien documentada de una vida en

su espacio y en su tiempo.

Hemos dicho que Zweig, como los antiguos maestros griegos,

gustaba de mezclarse con su auditorio y con sus discípulos, pero,

en su tono y en su estilo, va siempre vestido con la toga de la

cultura y con su bastón de peregrino. Nada más propio de un

peregrino que escribir unos Diarios. La palabra día tiene variados

sinónimos en la lengua española y significa lo mismo ‘jornada’ que

‘camino’ y ‘viaje’. Por eso me gustaría que el lector recapacite al

acabar—o al empezar—la lectura de estos Diarios, y se pregunte si

este libro no podría definirse como un fabuloso camino que se

extiende por la segunda mitad de la vida de Zweig y nos ofrece

distintos paisajes; tantas historias y experiencias como el más

apasionante de los viajes, ya que el autor era además un gran

viajero.

En contante y sonante castellano se llamaba dieta al ‘camino que

puede andarse en un día’. Y, aún, seguimos llamando dieta al

estipendio que se cobra para los gastos de viaje. Pero, con el

tiempo, la palabra dieta, arrinconada en el cofre de los arcaísmos,

fue sustituida por el italianismo jornada, del toscano giornata y, este

vocablo a su vez, de giorno (día). «El salir de la posada es la mayor

jornada», leemos en el Tesoro de Alonso de Covarrubias. Era un

proverbio usual entre los españoles del Siglo de Oro que sabían

bien lo difícil que es partir y los compromisos y excusas que nos

cortan las alas cuando queremos librarnos de las limitaciones del

localismo y de sus patios de vecinos. Estos Diarios de apasionante y

aleccionadora lectura están escritos por un hombre que tuvo el valor

de asumir los riesgos y costes de su viaje, sus jornadas y sus dietas.

Por eso su vida fue tan rica en experiencia y le permitió crear una

obra maestra más auténtica e interesante que las «lecciones» de

esos desagradables moralistas que sermonean virtudes de forma

hipócrita y condenan los errores ajenos sin haber salido de sus

prejuicios locales.

Un diario es un itinerario, o también lo que los antiguos griegos

llamaban un método (métodos, ‘camino para progresar’). Para todos

aquellos que quieren iniciarse en una sabiduría honda no hay mejor

método que andar la vida—ordenada en etapas—y eso

precisamente es la esencia de un diario y la experiencia que nos

ofrece esta obra, meticulosa recopilación de los cuadernos donde

Stefan Zweig dejó el testimonio de sus gestas y sus andanzas (¡qué

oportuna suena aquí la referencia quijotesca!).

No podemos soslayar la referencia al lenguaje profético y bíblico

al adentrarnos en los Diarios de Stefan Zweig, descendiente de

judíos austríacos e italianos. Uno de los aspectos característicos de

su estilo y de su literatura es precisamente la fuerza que adquieren

en su obra los símbolos. Cada palabra que, en cualquier otro autor,

podría tener sólo un significado utilitario—sometida a una definición

de léxico y limitada por un discurso racionalista—, alcanza en su

pluma una reverberación moral. Este descendiente de hebreos,

educado en la memoria y en la nostalgia de la diáspora, sabe pasar

así del tono poético y místico del Cantar de los Cantares a las

descripciones novelescas del Éxodo o a los comentarios minuciosos

y obsesivos del Levítico, pero siempre lo que dice tiene diferentes

niveles de lectura, y el último y superior de esos grados es mágico.

De ahí que el lector deba andar con cautela en esta rutina aparente

de las jornadas de los Diarios, no sea que se le escape un mensaje

que el autor esconde intencionadamente en un tono sencillo. Hasta

las vidas de sus personajes—a veces unos amigos en conversación

—aparecen interpretadas en su significado más apocalíptico y

universal, igual que ocurre en la Biblia, de forma que una reina, un

delator, un asesino, un descubridor, un poeta, un sabio, un cobarde

o un amante no son sólo personajes de una hora y una escena, sino

signos y señales de la historia de la humanidad. Una frase

cualquiera se puede leer siempre a la luz de una revelación

profética, y por eso la obra de Stefan Zweig tiene ese valor único de

narrar el mundo de ayer y aparecer como una revelación en el

mundo de hoy o de mañana.

También hay que decir que los amigos de Zweig no son cualquier

cosa (ningún ser humano, oscuro o célebre, bueno o malo, es

cualquier cosa) y por estas páginas pasan nombres y vidas

inolvidables, como Richard Strauss, Romain Rolland, Émile

Verhaeren, Rainer Maria Rilke, Hermann Bahr, Hugo von

Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Alma Mahler, Franz Werfel,

Arthur Schnitzler, Arturo Toscanini, Sigmund Freud, Bruno Walter y

tantos otros; grandes músicos, directores de orquesta, escritores,

bibliotecarios, anticuarios y libreros, directores de escena, actrices,

todos ellos descritos en su entorno íntimo y familiar, sin pedantería

ni pretensión académica, sino sorprendidos en la fabulosa comedia

de costumbres de la vida diaria. Y el lector echará probablemente de

menos la presencia de otros personajes: Paul Valéry, Maksim Gorki,

Julien Cain o René Fülöp-Miller, a los que Zweig trató y conservó

dentro de su círculo más cercano y querido. Algunos amigos tan

importantes, como Joseph Roth o Ernst Toller, apenas reciben aquí

una cita necrológica. Desaparecieron de esta pintura intimista que

tiene una luz hogareña de maestro flamenco, aun cuando todos

ellos están bien presentes en el escenario más dramático y teatral

de El mundo de ayer.

Al acompañar y celebrar la edición de estos Diarios de Stefan

Zweig, no puedo dejar de rememorar los largos y difíciles itinerarios

que recorrí, desde que era un muchacho, para conocer a los amigos

que habían sobrevivido a mi maestro y que podían darme noticias

suyas y facilitarme direcciones que me permitieran seguir sus

huellas. Hoy podría llamarlas «Peregrinaciones en busca de los

santos de mi calendario», como le gustaba decir a Zweig, repitiendo

una expresión de nuestro común amigo Jules Romains. No olvido el

pueblecito del Valle del Loira donde este autor hoy olvidado—

aunque bien recordado en estos Diarios—había escrito Los hombres

de buena voluntad y otros ensayos y novelas. Cuando llegué a

conocerle ya tan sólo escribía artículos, pero ofrecía a sus

huéspedes los vinos de sus viñedos, blancos ligeros y perfumados

que olían como el albaricoque y que, en las añadas más ácidas o

descarnadas, yo me esforzaba en comparar con el perfume limpio

de los limones.

La trama de los amigos de Zweig era como un firmamento

estrellado donde uno podía perderse en un sueño cósmico. Aquí

tiene el lector esos nombres, aunque ya no pueda sentir su voz.

Recuerdo los ratos inolvidables que pasé con Richard Friedenthal,

compañero de las últimas horas de Zweig, y «heredero literario» de

parte de su legado, pues acabó como pudo la incompleta versión de

Balzac que dejó Zweig al morir, y editó algunos originales de estos

Diarios. Con él pude evocar y conocer detalles significativos de los

días del exilio de Stefan y de Lotte, su segunda mujer. ¡Tantos viajes

y encuentros quizá expliquen por qué ahora las páginas de estos

Diarios me parecen un paseo por las sombras y no de la mano de

Virgilio ni de Beatrice, sino de Stefan Zweig!

Con Anna Freud—en su acogedora casa londinense de

Maresfield Gardens, 30, tan llena de la presencia de su padre—

compartí no pocos recuerdos de la relación entre el doctor Sigmund

Freud y Zweig, amistad que fue en un principio distante y difícil,

hasta convertirse en la relación fiel de exiliados que unió a los dos

en Inglaterra. Allien enemy, se leía en el salvoconducto que les

permitía vivir, en continuo estado de alarma y sospecha, como

«enemigos extranjeros». Anna me enseñó los libros que le había

dedicado Lou Salomé, a la vez que me dio datos muy personales

que me ayudaron luego al escribir mi biografía de Rilke y

enriquecerla con datos muy inéditos (Rainer Maria Rilke. El vidente

y lo oculto, Barcelona, Acantilado, 2015).

Era sólo un muchacho de veintitrés años cuando viajé a Berlín

para poder entrevistar a Ernst Feder, el escritor socialista que

estaba entonces muy olvidado. Con él pude hablar de los tiempos

que vivió en Petrópolis y de las partidas de ajedrez que jugaba en la

veranda de la casa, en la rua Gonçalves Días, 34. Se les hacía de

noche y, muchas veces, Zweig y Lotte acompañaban al matrimonio

Feder hasta su vivienda. Fue Ernst Feder quien me contó cómo

Zweig pudo haberse refugiado en Colombia en aquellos años

difíciles del exilio, cuando no se sabía si el gobierno de Brasil

tomaría el derrotero de los nazis en los vaivenes de la política

endiablada. Quizá la decisión de quedarse encerrado en el jardín

mágico de Petrópolis propició su final dramático y el de su pareja

que le acompañó en el último viaje. Muchas veces he pensado que

las razones de su muerte trágica formaban parte de ese azar que

los griegos llamaban la moira y el kairós: el hado y el destino

inescrutable de los seres humanos.

Pero, entre las cartas que Zweig recibió en sus últimos días,

Feder me habló de una que me conmovió. Se la enviaba Germán

Arciniegas, un amigo colombiano al que había conocido en un viaje

a América: uno de los más grandes humanistas que ha dado la

cultura latinoamericana. Stefan Zweig quedó fascinado por el mundo

mágico de Arciniegas y por su forma de narrar, humanista y culta,

pero no desencantada al modo europeo, sino brillante y seductora

como la de los grandes escritores de América. Inmediatamente, se

sintieron atraídos el uno por el otro, porque compartían los mismos

héroes, como Montaigne, Magallanes o Américo Vespucio.

Arciniegas, que tenía entonces cuarenta años, hablaba con tiempos

verbales activos y futuros, o con proposiciones perifrásticas: «va a

ser», «llegará a ser», «tendrá que ser», «habrá de ser»… Era un

hombre lleno de voluntad y esperanza. Y Zweig hablaba sólo en

pasiva, en condicional y en pretérito. Tenía sesenta años y pocas

fuerzas para proseguir un camino que, en aquel momento, era tan

duro para un escritor europeo: liberal, humanista y, además, de

origen judío. Nuestra Europa comenzaba ya a ser sólo pasado.

Rebelándose contra el imperialismo y la colonización

anglosajona, Arciniegas defendía la identidad de la cultura

hispanoamericana. Los latinos no podemos resolver nuestros

problemas con los reglamentos pragmáticos de las instituciones

germánicas o anglosajonas. Necesitamos ofrecer a nuestros

pueblos un proyecto mágico y moral, proponiéndoles ideales que les

despierten el pathos individual y social: entusiasmo, fascinación y fe.

Ésa es justamente la herencia que la cultura europea recibió de la

antigua escuela clásica, griega y latina: ideas que sobrevivieron en

Europa hasta que el racionalismo y el materialismo socavaron los

fundamentos idealistas de nuestra tradición. Germán de Arciniegas

acababa de ser nombrado Ministro de Educación de Colombia. Y, en

su carta, le ofrecía a Zweig la hospitalidad de iniciar una nueva vida

en su país: un pueblo libre y culto, entre gente amiga.

Años más tarde me invitaron a pronunciar una charla en la Feria

del Libro de Bogotá y se me ocurrió comenzar evocando esta

historia. Fue entonces cuando, en medio del auditorio, se levantó un

joven, se adelantó hacia el estrado donde yo hablaba—provocando

mi desconcierto, pues pensé que había ofendido a alguien—y me

dijo: «¡Profesor!, soy un discípulo de Don Germán de Arciniegas,

estuve junto al lecho de muerte de mi maestro cuando falleció hace

pocos años y debo darle un abrazo por habernos traído a Colombia

la memoria de unos hechos que desconocíamos y pueden

enorgullecernos, porque somos un país hospitalario, nos alegramos

de que un colombiano tendiese una mano a un hombre perseguido y

acorralado, y nada nos hubiera honrado más que dar asilo entre

nosotros a Stefan Zweig, el gran humanista».

Y comprended por qué evoco con emoción este tema al

comentar la nueva edición de los Diarios. Estas páginas se detienen

en 1942, justo al borde del abismo de los últimos años de Zweig,

quien ya no tuvo fuerzas para aceptar la invitación de Arciniegas.

Pero puedo deciros que, la última noche que apagó la luz en su

veranda de Petrópolis, antes de dejarnos para siempre, le dijo a su

mujer y a su amigo Feder, con quien acababa de jugar una partida

de ajedrez: «¿No deberíamos aceptar la invitación de Germán de

Arciniegas y visitar Colombia?». Su mujer, Lotte, ya enferma y

cansada, le dijo que no. Era una maravillosa noche de verano. Y así

desapareció para siempre en las estrellas. Las mariposas grandes,

con su vestido de Carnaval, volaban en la noche brasileña buscando

una mañana nueva.

La inmensa red de estrellas que encontré siguiendo a mi maestro

no se acaba aquí ni podría describirla en mil años de memoria,

porque es fascinante y quimérica como la noche de las mariposas

brasileñas. Conservo también las cartas de Marshall A. Best, la

primera de ellas fechada en 1972, cuando era el editor de Viking

Press en Nueva York. En esas páginas ya amarillentas, escritas a

máquina, me relata su visita a Zweig en Salzburgo, («la sensación

de estar ante un hombre sabio y de carácter encantador») y sus

recuerdos de la vivienda del Kapuzinerberg («casa de piedra oscura

entre abetos, meditativa y sombría»). Sin duda, él mismo lo

reconocía, me escribía ya influido por el destino final de Zweig, y no

contemplaba la alegría de las pinturas murales, de las colecciones

de autógrafos, de los recuerdos maravillosos (entre ellos el escritorio

que había pertenecido a Beethoven) que poblaban aquella vivienda

monacal, construida, eso sí, al final de un angustioso vía crucis y a

la sombra de un convento.

En una de sus cartas este inolvidable amigo norteamericano,

Marshall A. Best, me adjuntó lo que para mí fue un tesoro: unas

notas personales sobre Benjamin Huebsch, editor también de

James Joyce y de D. H. Lawrence, con valiosos detalles sobre su

amistad con Stefan Zweig, ya que incluso intervino personalmente

en la traducción y primera edición de El mundo de ayer para Viking

Press de 1943. Además, Ben tradujo otras obras del maestro

vienés, y este dato no es conocido en el mundo anglosajón, porque

era un hombre muy modesto y no quiso poner su firma. La figura de

Huebsch aparece citada varias veces en estos Diarios, pues Zweig

mantuvo con él una larga amistad.

Cuando fui a Nueva York a ponerme en contacto con Marshall

Best llevaba mi agenda tan repleta de nombres y direcciones que

me sentía como un mensajero de Zweig. Mi inolvidable amigo

rumano Eugen Relgis, que entonces vivía exiliado en Uruguay,

formaba parte de esa «red Zweig», ya que nuestro autor le había

prologado en 1939 su primera novela Mirón el sordo. Era un prodigio

de lealtad a sus amigos, y gracias a él encontré muchas rutas de

peregrinación hacia los maestros que luego fui compartiendo en mi

obra. Me guio para que visitase las casas de Romain Rolland y de

Paul Biriukov (el que fuera secretario de Tolstói, también citado en

estos Diarios), que habían vivido casi vecinos en el lago Lemán, y

me dio una prodigiosa lista de direcciones tolstoianas. Las puso en

mis manos ceremoniosamente como un legado sagrado y secreto, y

así conservo toda su obra dedicada con su letra menuda y algunas

de las cartas donde proclamaba sus ideales pacifistas,

internacionalistas y anarquistas, que en un hombre de su bondad

podían ser candorosos o ingenuos, pero no contradictorios.

El recuerdo de Romain Rolland y de los amigos y discípulos

tolstoianos se unió así a mi peregrinación. La red de las estrellas

volvía a lucir en mi firmamento. Aprovechando que viajaba a Nueva

York para ver a Marshall A. Best localicé a Alexandra («Sacha»)

Tolstaia, la hija del gran escritor. Ella, la única que había

acompañado a su padre en la «fuga de Astapovo» (otro tema

dramático y estelar de Zweig) y había dirigido el Museo de Yásnaia

Poliana antes de exiliarse a Estados Unidos. Vivía en Valley Cottage

y había creado la Tolstoi Foundation, donde hizo tantas obras

humanitarias con refugiados y, especialmente, con niños. Había sido

una hija rebelde con su madre porque era conflictiva para la

educación de su tiempo (era homosexual), pero fue en realidad un

alma libre y pura como su padre. Se había convertido con los años

en una abuela demasiado rusa: capaz de regañar con ideas carcas

y un poco reaccionarias a los mismos jóvenes desorientados a los

que amparaba y protegía. Todo era en ella Tolstói. Pero era

maravilloso escuchar sus palabras de bábushka (‘abuela rusa’)

cuando nunca decía exilio (exile en inglés), sino destierro en

español (¡qué voz tan material, tan humilde y tan expresiva del

desarraigo más cruel que puede tener una vida!). Yo le respondía

izgnanye, pero ella volvía a la palabra española y la pronunciaba

con un sentimiento especial (destierro) porque dejó su alma en un

claro luminoso (Yásnaia Poliana significa eso) del bosque mágico de

Zakaz donde, bajo un túmulo de hierba y tierra, hojarasca y ramas,

está enterrado su padre.

Los amigos de Zweig me habían conducido hasta allí—quizá

alguno de ellos tenía una deuda con Sacha, porque no la había

secundado en su valiente denuncia de los crímenes que Stalin

estaba cometiendo contra el pueblo ruso—, y cuando leo ahora los

Diarios de mi maestro veo que todos los rodeos y los días, las

jornadas y las dietas, son itinerarios mágicos. Con Alexandra

Tolstaia pude hablar de Yásnaia Poliana y comentar las cosas

geniales que Stefan Zweig había escrito sobre Tolstói, pues el gran

maestro austríaco había sido además el representante de su país en

los actos que se celebraron en Moscú en 1928 para conmemorar el

centenario del profeta y novelista ruso. No quiero cansar al lector

con mis recuerdos, pero los ofrezco como ejemplo de qué

importante es la lectura de los Diarios y las memorias de un autor, y

cómo esta curiosidad puede devolver un tesoro de aventuras,

azares, conocimientos y experiencias a un joven con vocación de

estudio y aprendizaje.

Siguiendo a los amigos de mis amigos pude conocer la fabulosa

trama del tapiz que Stefan Zweig había tejido con sus sentimientos y

con su vida, uniendo a los seres humanos sin distinción de razas,

creencias, géneros ni fronteras. Eran, eso sí, humanistas de gran

talla intelectual y de autoridad moral indiscutible, muchos de ellos

socialistas, combatientes en la causa de la libertad, comprometidos

con la democracia y partidarios de las reformas de progreso.

Conocí también hoteles inolvidables como el Beaujolais de París

o el Belvoir a orillas del lago de Zúrich que aparecen citados en

estas páginas de los Diarios. Creo que, debido a mi edad ya bien

nevada, soy uno de los últimos afortunados que llegó a hospedarse

en estos lugares sencillos y encantadores, porque no eran palacios

lujosos sino reliquias del mundo de ayer que no debían de haber

desaparecido jamás. No llegué a conocer a Prosper Montagné, y

tuve que conformarme con las noticias que me daban amigos

mayores que habían gustado su cocina cuando era propietario de Le

Boeuf à la mode, el histórico restaurante de la rue Valois de París—

también citado en estos Diarios—donde Zweig se reunía con Rilke,

Rolland, Verhaeren y Bazalgette. En mi biografía Rainer Maria Rilke.

El vidente y lo oculto dediqué una documentada crónica al local y a

estos encuentros.

Así, siguiendo itinerarios mágicos y azares providenciales—

como corresponde a un discípulo fiel—fui trazando la senda de mi

maestro por todo el mundo. Recuerdo bien a Michel Castaing, que

era el sucesor de Charavay en la más famosa y antigua tienda de

autógrafos de París. Allí compraba Zweig sus autógrafos—tenía una

colección fabulosa y valiosa—, y en aquella casa me permitían

estudiar y repasar los archivadores donde se guardaban las cartas y

manuscritos originales de Mozart y Chopin, de Lamartine y Victor

Hugo, de Balzac, de Valéry, de Puccini, de Mark Twain, de Byron, de

Chateaubriand, de Baudelaire y del propio Zweig. Aparece citada

varias veces en estos Diarios con el nombre de librería Charavay,

aunque era un espacioso entresuelo situado sobre la plaza

Furstenberg, justo frente al taller de Delacroix. En el interior había

pupitres de trabajo donde el tiempo pasaba, encantado y feérico,

como el vuelo de las páginas de los manuscritos y el temblor

creativo de la letra de los genios que habían escrito esas cartas y

esas obras. Una atmósfera que sólo puedo comparar con las horas

(«libros de horas») de monje estudioso que pasé en la Biblioteca

Nacional de la rue Richelieu en el mismo centro de París, donde

Zweig—como confiesa en estos Diarios—escribió su maravilloso

ensayo sobre la genial Marceline Desbordes-Valmore, «poeta y

madre» (pues a ella no le gustaría otro título) flagelada por la

miseria que se abatía sobre las mujeres que caían en desgracia y

sobre las vidas sencillas en los tiempos brutales de la Revolución.

Merece la pena leer con atención el texto de los Diarios,

observando cómo el autor escribe a veces con una agitación y una

angustia que le lleva hasta la repetición atolondrada de ciertas

palabras, como ocurre con paz, frontera, vida, pasión, destino o

libertad (sustantivo que remacha varias veces en la misma frase,

como un repique de alarma), mientras que en su interpretación

apenas toca las notas de la crueldad, la ruina o la violencia,

pasando sobre esas claves y cuerdas en un presto pianísimo, sin

apenas desflorarlas. ¡Silencio extraño en una época tan terrible,

tensa y violenta como la que le tocó vivir! Sólo el término sangre

(«me hiela la sangre», «sed de sangre», «un torrente de sangre»,

«letra de imprenta escrita con sangre», «las amapolas florecen

como la sangre», «pronto Europa quedará anegada en sangre»,

«inútil derramamiento de sangre») se repite en la escala de los

graves como una tonalidad cósmica y dominante que, si pensamos

en la admiración que nuestro autor sentía por Mozart, alcanza el

peso fatalista que tiene el Re menor en la Condenación de Don

Juan o en el Réquiem.

¿Hasta qué punto—no olvidemos su educación burguesa en la

Viena de Freud—reprimía ciertos sentimientos para mantener su

difícil equilibrio interior y hasta qué extremo ese silencio no es una

de las causas que le llevaron a su final dramático, en la hora

atribulada en que decidió poner término violento y abrupto a su

vida?

Reclamo, por favor, la comprensión del lector que debe

disculparme por esta larga explicación armónica, ya que uno de los

secretos de la fascinación que ejerce sobre nosotros la prosa de

Zweig—arquetipo del escritor artista—es su musicalidad, y a veces

se le entiende más por cómo entona lo que escribe que por lo que

dice. Cuando se abandona a la marea de su prosa nos deslumbra y

envuelve, nos acuna y atrae «como el silbido de un zumbel» (la

cuerda que se ata al trompo para lanzarlo y hacerlo bailar) o «como

el señuelo hipnotizador con que se engaña a las aves», y utilizo

expresiones muy suyas. Por eso sus silencios son también

significativos, medidos, intencionados y musicales. Se comprende

que Rilke y él tuviesen esta sintonía de espíritu—aun siendo tan

diferentes—y que Zweig fuese el primero en distinguir al poeta de

Las elegías de Duino por el sonido ingrávido y amortiguado de sus

pasos, y por la resonancia armónica de su presencia.

Cuando Zweig «desvanece» o «ensombrece» una palabra

(morendo, calando y smorzando, podríamos escribir al margen,

como si leyésemos una partitura) es consciente de que la música es

sólo una forma de mejorar el silencio. Si uno es incapaz de dotar un

sonido de necesidad y significado—Beethoven dixit—debe callar.

Incluso en la exigencia de impromptus que tienen unos Diarios,

donde valen la espontaneidad e incluso el arrebato, en esta obra se

muestra maravillosamente el estilo seductor de Zweig, tan rico en

acordes, en intervalos armónicos y en recursos rítmicos. Es así

como consigue transportarnos a un astuto juego psicológico de

confesión en el que se alternan los silencios, los punteos, las

sordinas de terciopelo y ciertas veladuras—como balbuceos de

timidez—en las que el escritor cede la expresión musical al misterio.

Es verdad que era tímido y reservado hasta extremos

contradictorios, porque en todo artista hay un fondo exhibicionista

que es incluso necesario cuando se escriben unos Diarios o se

compone una autobiografía como El mundo de ayer. Los

comentaristas más morbosos de su vida llevan hoy este diagnóstico

de exhibicionismo hasta los aspectos sexuales más explícitos.

Incluso se discute si el recuerdo de sus paseos nocturnos por los

jardines del palacio Liechtenstein de Viena—una memoria que le

despierta la vergüenza en las anotaciones del martes 10 de

septiembre de 1912—oculta ese contenido turbio. Pienso que se

trata más bien de la frecuentación de las pobres mujeres (das süsse

Mädel, las dulces muchachitas) que ofrecían sus servicios eróticos

en aquella Viena de su juventud. Ya Acantilado incluyó el capítulo

Eros Matutinus en su edición de El mundo de ayer, subsanando así

un vacío que se había censurado en otras versiones. Incluso

Friderike, su primera mujer, lamentaba que Zweig describiese el

refinamiento y las pasiones artísticas de su juventud en una Viena

tan espiritualizada como reprimida (donde el palacio Liechtenstein

aparece como el paraíso de los conciertos y la cultura) sin hacer

referencia a otros anhelos de la libido.

En cualquier caso, la educación puritana e hipócrita de aquel

tiempo, denunciada por Freud y reconocida también por Zweig, dejó

huellas en su carácter. La relación difícil con su madre, que era un

personaje distintivo de las muchachas burguesas de la Viena de

finales del siglo XIX, le llevó a distanciarse de esa clase ociosa y

algo frívola. Buscaba en las mujeres un carácter más independiente

y activo, y reclamaba también su libertad en la relación de pareja. La

sordera de Ida Zweig no favoreció la comunicación con su hijo, que

fue educado y protegido—como era costumbre en las familias

pudientes—entre ayas, doncellas, un mayordomo y otros sirvientes.

No en vano era hijo de un gran empresario que llegó a director de la

Bolsa de Viena. A su madre, descendiente de banqueros e hija de

una familia con raigambre social, le agradaban más los conciertos,

las lecturas, los viajes a Marienbad y a Italia, y las reuniones de

amigas. Por eso su infancia transcurrió tensionada entre extremos,

pues en su casa se mezclaba la disciplina moral e intelectual de la

rama paterna—centrada en el trabajo—con la frivolidad de las

clases pudientes y más inclinadas a una tolerancia aristocrática.

Tampoco nos dejemos llevar por la exageración al juzgar a su

madre, pues es muy posible que fuera ella quien le legó el espíritu

estético y su gusto por las delicias de la vida, cualidades tan

importantes en un artista que se distinguió como testigo de su época

y como delicioso rastreador de sentimientos. El resultado de las

virtudes y tensiones de esa educación burguesa fue el autor de

estos Diarios, a quien conoceremos aquí en 1912: el año en que el

tango triunfa en París, se edita La muerte en Venecia de Thomas

Mann, en Centroeuropa comienza la Primera Guerra de los

Balcanes y en el Atlántico naufraga el Titanic, orgullo de la

ingeniería naval que se lleva al abismo del mar las vidas de muchos

seres humanos.

Cuando pone su pluma en la primera línea de estos Diarios,

Stefan Zweig es ya un joven de treinta años, doctorado en Viena y

Berlín que comienza una carrera literaria exitosa (ha escrito poemas

y relatos cortos, una monografía sobre Verhaeren, ha publicado

traducciones, ha viajado por Francia, Alemania, España y Extremo

Oriente, y ha estrenado incluso en el Hofburgtheater). En el plano

más personal es la fecha en la que comienza su relación con

Friderike von Winternitz (nacida Friderike Maria Burger), una

muchacha casada con dos hijas que será su compañera hasta 1934,

cuando, enamorado ya él de otra mujer, Lotte Altmann, pasan

todavía unas vacaciones de invierno juntos los tres en Niza.

El final de esta historia se interrumpe el miércoles 19 de junio de

1940, cuando la invasión de Francia por el ejército alemán acerca el

peligro a las costas británicas, Stefan Zweig y Lotte se embarcan

hacia Nueva York, dejando atrás la Europa en llamas. Su último

intento de dejar un mensaje fue una conferencia que pronunció en

abril en París. El tema: «La Viena de ayer». Al despedirse de

Europa agitó en su pañuelo—igual que Noé dejó volar a la paloma

desde el Arca—el signo precursor de El mundo de ayer, que será su

último libro y que ya comenzaba a rondar su inspiración en estos

días dramáticos.

El lector de estos Diarios ha acompañado o acompañará a Zweig

en los momentos más decisivos de su vida, siguiendo los tiempos

que él, en su sinfonía de El mundo de ayer, resumió en temas

heroicos, pero que ahora podemos leer con detalle minucioso y

renombrar también a nuestro antojo: los años de formación y

aprendizaje, un hombre inseguro, los primeros triunfos, la locura de

las naciones, la lucha por la fraternidad humanista, los años dorados

en el corazón de Europa, un matrimonio no puede ser un encierro, la

diáspora de los libros perdidos o quemados, ¿el amanecer de otra

ilusión puede ser una impaciencia del corazón?, el regreso de

Jeremías al Cautiverio, el vacío es un logro terrible y absoluto, y la

dudosa desesperanza del exilio…

Es verdad que era un hombre angustiado por el absoluto, hijo de

aquella Viena feliz y seductora, que era una madre amorosa pero

que, en palabras de Kafka, «también tenía sus uñas». Sin duda era

inseguro, hasta tal punto que la rectitud levítica y la responsabilidad

en la que había sido educado—pues ésa era la formación de los

hijos burgueses que debían hacerse cargo de las grandes

empresas, como lo hizo su hermano Alfred—le impedían salvarse

recurriendo al juego, al humor y a la ironía. Le costaba aceptar una

promesa y acababa rindiéndose a una mala profecía. Sus últimas

palabras en una de sus cartas son: «aún no me lo creo». En esa

desconfianza racionalista está probablemente el misterio de su final

trágico, pues, decaído el corazón, es difícil mantener la esperanza

para un artista que cree en la belleza, cuando llega la hora en que

no existen ya razones para levantar el vuelo.

Es curioso que Friderike le regaló cuando se conocieron—justo

en los días en que comienzan estos Diarios—una mariposa del

Brasil enmarcada en un cuadro que él siempre conservó. ¡Extraña

premonición y pequeños eventos que no observamos a veces en

nuestras vidas! Una mariposa del Brasil—tenía que ser del Brasil—

para un hombre que iba a acabar su vida, muchos años más tarde,

en un paraíso de colores de aquella bendita tierra y que iba a caer

con las alas quemadas en un sueño de paz y fraternidad absoluto,

como la falena cuando se dirige a la llama que con su fulgor la

encandila y la abrasa. «En mi vida todo es como un manantial

incesante, y cuando deja de fluir la corriente, se seca por completo»,

escribió proféticamente Zweig en la primera entrada de estos

Diarios.

Largo, grave, smorzando e morendo, hemos llegado al final en la

partitura de su vida. Pero en el Concierto de Europa queda este

«Memorial Zweig», y los lectores en español tienen

afortunadamente la dicha de poder escuchar la sinfonía completa en

estas obras de Acantilado.

MAURICIO WIESENTHAL

Barcelona, mayo de 2021

Archivo del blog

Stefan Zweig Viajes FRAGMENTO

  Stefan Zweig Viajes Escritos durante la primera mitad del siglo XX, estos textos dan fe del natural inquieto y curioso de Stefan Zweig, qu...

Páginas