martes, 31 de octubre de 2023

MI “PENSADOR MEXICANO” por XAVIER VILLAURRUTIA EN OBRAS COMPLETAS. EDITORIAL FONDO DE CULTURA MEXICANA

 



MI “PENSADOR MEXICANO”

DE CUANDO en cuando soplan en México huracanes de nacionalismo. Se alaba

desmesuradamente lo nuestro, se reduce lo nuestro a elementos decorativos. A veces,

afortunadamente, también se estudia lo nuestro. Ayer fueron los jóvenes del Ateneo. Ahora

somos nosotros, los jóvenes, ¿de dónde? Digamos del “grupo sin grupo”.

Bernardo Ortiz de Montellano aborda el conocimiento de nuestra literatura para en ella

buscar las raíces donde anudar su obra, pero en su incursión lleva gemelos de teatro. Así, una

vez, ve lejanos y disminuidos los defectos; así, otra vez, acerca y aumenta las cualidades.

Cuando escucha reparos, finge no oírlos, desdeñando toda crítica que no tenga a la vista las

mil actividades en que nuestros precursores se disolvieron.

En el fondo, bien sabe que su juicio en estas materias más está hecho de amor que de

justicia.

También Salvador Novo, con esa curiosidad insaciable que tanto le favorece y que tanto le

difunde, se ha asomado al paisaje impresionista de nuestras letras iniciales, llegando a caer,

insólito, hasta en los terrenos precortesianos. Tratando estos asuntos —Nezahualcóyotl, rey, y

poeta traducido del inglés—, me produce el mismo efecto que a los chichimecas les habría

producido el aterrizaje de un avión en sus tiempos y en sus dominios. Hay algo de

modernísimo en el “genio y figura” de Salvador Novo que le impide aparecer natural en tales

incursiones. Hablando de Fernández de Lizardi, acierta en su manera de justificarlo,

humanizándolo. En cambio, se aprovecha para lanzar los dardos de su humorismo insinuando

que “de haber vivido en estos tiempos sería el jefe de la campaña contra el analfabetismo”, sin

recordar que, además de jefe, por momentos, Lizardi merecería formar parte de su propio

ejército.

Mi intromisión quiere ser, si más modesta, más severa. Examinando lo que hay en el

platillo de la crítica apasionada, lo que hay en el platillo que reconoce valores y fija

contornos, sólo quiero decidirme por este útimo, advirtiendo que, si mi actitud pesara un poco,

ayudaría a inclinar la balanza del lado que han contribuido a llenar Reyes y Urbina.

Tiene otro objeto más, que consiste en señalar el peligro de la incultura —título de una

prédica próxima y necesaria—; el peligro de la incultura hasta en un escritor de amables

dones.

No he puesto frases en mi comentario. Apenas si confieso que, a cada momento, me

asaltaban deseos de terminarlo con una “moraleja”. (La fábula sería: El escritor que habiendo

salido desnudo, en noche de tormenta, llevando los vestidos al brazo, murió de pulmonía. Los

vestidos eran, naturalmente, la cultura.) Sólo que de este modo se incurría en uno de los

defectos que más perjudican la obra de Lizardi: la preocupación moralizante.

JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LlZARDI

Nació en la ciudad de México por 1774 y murió el 21 de junio de 1827. Hijo de su tiempo, no

es posible juzgarlo en un aislamiento al que no se entregó nunca. Su vida azarosa y su

temprana orfandad hicieron de su carrera algo incompleto, sujeto siempre a las vicisitudes de

la época de transición política que le tocó en suerte observar y sufrir. Como escritor tuvo,

pues, quizá a pesar suyo, siempre para poca fortuna nuestra, que pertenecer a la clase de

“luchadores que usan de su pluma como de algo vivo y cotidiano”, como de algo útil aunque

inartístico.

Su cultura, a pesar de sus tronchados estudios de latín, filosofía y teosofía, de su

bachillerato, fue bastante insegura y estrecha.

¿Escribió Fernández de Lizardi en el Diario de México, de don Jacobo de Villaurrutia y

de don Carlos María de Bustamante? Con los brotes primeros de la emancipación política —

principios del siglo XIX—, crecían en la publicación aludida los deseos primeros de

emancipación literaria. Por ello, y teniendo en cuenta las simpatías que hacia la causa

insurgente demostrara, no es aventurado contestar afirmativamente. Lo cierto es que, apenas

autorizada la libertad de imprenta por la Constitución de Cádiz, funda su célebre periódico El

Pensador Mexicano, donde desahoga su fecundidad en “polémicas tenaces”, en “ironías

sencillas”. La popularidad circundó a su publicación; las persecuciones de que fue objeto su

persona por parte del virrey Venegas fueron útiles para su suerte de apostolado; y, por último,

su seudónimo acabó por convertirse, en los cerebros de quienes lo admiran sin conocerle, en

su calificativo.

Sus dotes de observador lo lanzaron a la novela. Su obra mejor conocida, El Periquillo

Sarniento, publicóse incompleta y por primera vez en 1816. El virrey Apodaca prohibió que

saliera a luz el último tomo, que contenía un ataque a la esclavitud. La edición completa —la

tercera— sólo apareció después de la muerte de Lizardi, entre los años de 1830-1831.

Con motivo de El Periquillo, ha recibido los más opuestos calificativos. Beristáin,

Pimentel, Terán, Ramírez, Prieto, González Obregón, con sus reparos o sus elogios

desmedidos cuando no injustos, han contribuido a hacer de la figura de este precursor de

nuestras letras una mancha difusa. Luis G. Urbina, con humano buen sentido, y Alfonso Reyes,

con afilada percepción, han formulado con serenidad y justicia juicios que empiezan a aclarar

y fijar los contornos de la obra de Lizardi.

Hijo lejano de la novela picaresca española, El Periquillo Sarniento contiene realzados

los defectos y las excelencias de su autor. En él culminan sus virtudes de observador paciente,

“exacto hasta la grosería”; su importancia de folclorista, trasladando a su obra el lenguaje del

pueblo con curiosidad y verdad, pero sin arte, sin depuración y sin gusto; sus dotes de

costumbrista excelente.

El moralista, el satírico, hicieron daño al novelista. Lizardi hizo de su novela un medio de

enderezar y aderezar sermones dirigidos contra la viciada vida de la Colonia. Noble

preocupación ésta, que si corre pareja con los impulsos mejores de la independencia de

Nueva España, redunda en perjuicio de su obra que resulta alimentada por preocupaciones

políticas en vez de estarlo por preocupaciones de belleza.

Escribió para el pueblo, sí, pero sin pretender elevar su pobre condición estética,

descendiendo él, por el contrario, y sacrificando sus aptitudes artísticas en una tarea que su

incompleta cultura le dictaba como imprescindible.

Concluyamos. El mérito de Fernández de Lizardi descansa en su valiente aportación de

realismo y verdad al medio literario insustancial de su tiempo; en el valor que para el

folclorista representa su exacto traslado de los tipos, ambiente, costumbres y lenguaje del

pueblo; en la importancia que para el filólogo ofrecen sus documentos vivos en el estudio de

la lengua vulgar.

Su obra es copiosa y diversa; su fecundidad, asombrosa. Poeta lírico y dramático,

costumbrista, periodista y novelista. Escribió folletos, libros, periódicos. Entre sus obras —la

lista completa, detallada, amenazaría interminable— descuellan Alacena de frioleras, Ratos

entretenidos, El conductor eléctrico, el ya mencionado Periquillo Sarniento, La Quijotita y

su prima, Noches tristes y días alegres y El negro sensible.

domingo, 29 de octubre de 2023

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ por XAVIER VILLAURRUTIA. FUENTE: OBRAS COMPLETAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA





SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

ESTA tarde voy a tratar de captar la atención de ustedes hablando de un tema que me es

particularmente grato. No es otro que el de la poesía de sor Juana Inés de la Cruz. Me

propongo darles una pequeña conferencia sin fechas. Pero como debe tener como toda regla su

excepción, daré una: la de su nacimiento y muerte (1651-1695).

Sor Juana Inés de la Cruz es un clásico mexicano. ¿Qué queremos decir con esto? Que es

un ejemplo, que es un autor ya suficientemente conocido y estudiado. Yo preferiría contestar

esta pregunta diciendo que sor Juana es un trasunto nuestro, porque es un autor con el cual, con

la cual, es posible aún convivir, vivir con ella, con su obra, que es un retrato fiel de ella,

puesto que con sor Juana y su obra tenemos un ejemplo de esa correspondencia perfecta entre

el ser y su expresión íntima.

Sor Juana es en este sentido de la convivencia un autor vivo, clásico: clásico quiere decir

vivo. Ésta es la forma en que yo prefiero definir el autor clásico. No marmóreo, estatuario y

correcto, ya definitivamente en un nicho, sino un autor que puede circular en torno nuestro, con

el cual podemos acompasar nuestra respiración. Los placeres que produce el tono, la obra de

su igual con sus semejantes, sobre todo cuando se conoce la obra de sor Juana en su amplitud,

son maravillosos. Porque con este clásico mexicano ha sucedido que se le conoce sobre todo

por las antologías; es decir, por selecciones parciales.

A la vista de esta selección parcial, limitada, pequeña, la obra de sor Juana, tan difícil de

encontrar en las ediciones antiguas, se crea en los escritores mexicanos de este siglo la

necesidad no sólo de gozar ellos personalmente, que tienen a su alcance sus obras, sino el

deseo de participar este placer a los demás, a las mayorías. El placer que no se comparte no

es placer. El placer es siempre, o casi siempre, entre dos o entre muchos. La necesidad de

contar con ediciones modernas de sor Juana se hace sentir desde fines del siglo XIX. Menéndez

y Pelayo, el gran crítico español que tiene tanta influencia en la literatura mexicana, fue el

primero en pedir, en expresar su deseo de que la obra de sor Juana fuera publicada en

ediciones modernas al alcance de todos.

Su obra ofrece dificultades. Sor Juana es un autor conceptista, un autor barroco. Sus

ediciones antiguas están plagadas de errores, y hubo necesidad de establecer textos sobre

aquellos puntos exóticos. Esto era lo que pedía Menéndez y Pelayo y que al fin se ha logrado

en una moderna edición que apareció hace poco en Buenos Aires.

¿Quiénes la han estudiado en México modernamente? Desde luego Henríquez Ureña;

después Manuel Toussaint, Ermilo Abreu Gómez, y otro crítico contemporáneo nuestro, que ha

dedicado gran parte de su vida al trabajo y a la reproducción fiel de los textos de sor Juana,

pretendiendo poner al alcance del gran público lector versiones depuradas.

Las ediciones críticas modernas de los sonetos y de las endechas, las cuales he visto con

fervor, no pretenden ser las ediciones que han hecho Toussaint, Abreu Gómez y yo las últimas

de la monja, pero son ya, desde luego, las primeras que se pueden leer con facilidad. Hemos

modernizado la ortografía; hemos revisado la puntuación; hemos establecido los textos,

comparando las diversas ediciones que han salido llenas de errores.

Recientemente ha encontrado sor Juana un gran crítico moderno en la personalidad de Karl

Vossler, el gran maestro de filología románica, que ha traducido hasta el poema más oscuro y

más complejo: Primero sueño.

La obra de ella no es muy vasta, no muy numerosa, tiene la virtud de la concentración.

Escribió prosa y verso. De prosa, ha llegado hasta nosotros la Carta athenagórica, la crítica

al sermón de un jesuita, Antonio Vieyra. Revela en este escrito toda su fuerza teorética, fuerza

inexplicable, puesto que se trataba de una mujer que vivía dentro del margen raquítico de sus

tiempos. Después de esta carta, tenemos la dirigida a Sor Filotea. He aquí un escrito en prosa

de particular importancia para el conocimiento de la psicología de sor Juana. Fue escrita en

respuesta a la que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le dirigió con el

objeto de reducirla al orden. Le pareció que una mujer de esa época no debería tocar ni tratar

temas filosóficos con la valentía y la seguridad con que sor Juana lo hizo, y mucho menos

tocar ciertos temas que a la Iglesia le parecían peligrosos. Esta carta es además un documento

autobiográfico de primer orden.

Se han escrito algunas vidas sobre ella, pero éstas han tenido siempre la debilidad de ser

vidas no apoyadas en la realidad, sino fantásticas. El mismo Amado Nervo, que escribió un

libro sobre la monja, cayó en este error, no obstante que al alcance de todos está esa carta en

donde sor Juana hace un estudio delicado y agudo sobre su vida y la ofrece como si estuviera

grabada en una placa de metal. La misma carta es una confesión de primer orden y un

documento de valor inapreciable para el estudio de su figura. Además escribió en prosa otras

obras de menor importancia: ofrecimientos, ejercicios, oraciones, explicaciones y protestas de

fe.

Se le debe igualmente teatro: Los empeños de una casa; Amor es más laberinto, título

precioso de una obra que no está escrita toda de su mano, puesto que el segundo acto fue

redactado, compuesto, por un contemporáneo suyo llamado Juan de Guevara. Sobre teatro

religioso nos legó tres autos sacramentales: El divino Narciso, El mártir del Sacramento y El

cetro de san José. No es sor Juana Inés de la Cruz un autor de teatro de primer orden, pero sí

muy interesante para su época. La influencia de Calderón se dio en su teatro religioso. Además

de estas dos obras de teatro profano y tres de religioso, escribió tres loas, nueve letras

sagradas, cuatro letras profanas para cantar, porque sor Juana tiene, además de escritura,

música; algunos villancicos en forma dramática, que llegaron a once, y tres villancicos

deliciosos, fuera del teatro, encantadores, llenos de una música extraordinaria, de rimas

finísimas; el ya mencionado Primero sueño, poema largo de imitación deliberada, consciente,

confesado por ella misma, de las Soledades de Góngora, sólo que en una atmósfera y en un

clima que no es de Góngora, sino particular de la poetisa: la noche y el sueño; dentro de este

ambiente se desarrolla el poema complejo y difícil de sor Juana. Pero tal vez lo más

importante, y digo tal vez, aun cuando debí decir seguramente, resulta en sus poesías líricas.

En ellas toca casi todas las formas de la expresión, las formas clásicas, ideales. Tiene sesenta

y tres sonetos, cincuenta y nueve romanzas, nueve glosas, un ovillejo, diecisiete redondillas,

treinta y cuatro décimas, diez endechas y tres liras. Toda su obra está comprendida en las

ediciones antiguas en tres tomos. Los títulos de los poemas que aparecen en estas ediciones no

están redactados por la misma sor Juana, sino por sus antiguos editores, y debo decir a ustedes

que se han conservado por mera tradición, no están de acuerdo con el espíritu de la

composición.

No voy hablar de todos los aspectos de la poesía de sor Juana, ni de todo aquello que esta

poesía me despierta. Mi plática la voy a abordar desde un plan nuevo, aunque ya así lo han

hecho Menéndez y Pelayo y otros. Voy a hablar a ustedes de la curiosidad de sor Juana.

La curiosidad ha sido casi siempre apreciada desde un punto de vista muy especial; se le

ha considerado como una debilidad; también se dice que la curiosidad, así tomada

superficialmente, es algo propio únicamente de la mujer. Yo distingo dos clases de curiosidad:

la curiosidad de tipo masculino y la curiosidad de tipo femenino. Un hombre puede tener

curiosidad femenina y una mujer curiosidad masculina. Éste es el caso de sor Juana.

La curiosidad como una pasión que no acrecienta el poder del espíritu la podemos

personificar en Eva, que mordió por curiosidad el fruto prohibido. En Pandora, que movida

también por ese pensamiento abrió la caja que le habían prohibido. Ésta es una curiosidad de

tipo accidental; pero hay otro tipo de curiosidad, una curiosidad más seria, más profunda, que

es un producto del espíritu y que también es una fuente en el conocimiento. Esta curiosidad

como pasión, no como capricho —la curiosidad de Pandora es un capricho—, es la curiosidad

de sor Juana.

¿Qué es curiosidad por pasión? Yo la defino así: es una especie de avidez del espíritu y de

los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura; es una especie de

riesgo que se hace más agudo a medida que el confort en que se vive es más largo. Este tipo de

curiosidad ¿por quién está representado? Como ejemplo puedo dar a ustedes un personaje. La

fábula, la novela, la poesía que encarnará esta belleza del espíritu que deja la comodidad del

espíritu para lanzarse a la aventura, para interesarse en ella, nos da Simbad el Marino. Simbad

el Marino, dueño de riquezas, no se conforma con su comodidad, con su holgura.

La comodidad y la holgura engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire decía que el

tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad. Una persona curiosa, con esa curiosidad

masculina, no se aburrirá jamás, porque la curiosidad es uno de los grandes motores que ha

tenido el mundo.

Simbad el Marino, rico y pobre en su riqueza, en cuanto el tedio lo amenaza abandona

riquezas y bienes y se lanza a la aventura. Naufraga, porque Simbad es un náufrago

incorregible. Pero este naufragio no le impide, una vez que ha vuelto a sentirse holgado y rico,

lanzarse a un segundo, a un tercero, hasta un séptimo viaje. Es el tipo de curiosidad que ahora

nos interesa.

Otro ejemplo de personaje conmovido, espoleado por esta pasión del espíritu, es Ulises.

Sus aventuras revelan una curiosidad de tipo científico. No era su viaje una simple aventura,

sino que perseguía un fin. Pues bien, sor Juana es para mí un representante de esta forma de

curiosidad masculina. Lo prueba su avidez de conocimiento; su valor para alejarse de la

comodidad, de abandonar todo aquello que le servía de marco dorado y esplendoroso en la

Corte de los Virreyes, y cuando llegó a ser una figura prominente, la vemos abandonar su

situación de privilegio para recluirse en un convento, no porque tuviera una vocación religiosa

muy pronunciada, ni muy profunda, sino porque la vida de la Corte le robaba la intimidad que

ella buscaba para hacer cada día más profundo su espíritu.

Este deseo de saber se inició desde su tierna edad. En su documento autobiográfico nos lo

dice: “Digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una

hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman amigas, me

llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de

manera el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre

ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al

donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la

desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi

madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por

junto”.

Desde una edad tempranísima, pues, despierta esta pasión por saber. Más tarde, muy poco

más tarde, porque sor Juana fue siempre precoz, oyó decir que en la Universidad de México se

estudiaba la ciencia. “Y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con instantes e

importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, en casa de unos

deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy

bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que

bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a México, se

admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía

que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.” Sigue el motor de la curiosidad. Va

dejando de ser la niña ocupada en las tareas de casa y preocupada en cambio en el afán de

conocimiento. Empezó a aprender la gramática en veinte lecciones, y además, se imponía

sacrificios para lograr el objeto de su aspiración en materia de conocimientos. Era entonces

cuando se cortaba el cabello, que era un adorno natural y que sigue siendo lo más apreciado

por las mujeres, y poniéndose algún plazo para aprender alguna disciplina, mientras no la

aprendía, se dejaba el cabello corto y no permitía que le creciera, sino hasta cuando lograba

alcanzar su fin.

Sor Juana no pudo vivir recluida en aquel pueblo y entonces, a base de ruegos e

insistencia, logró pasar a la capital de Nueva España. Después, por su talento natural, por la

fama que empezó a correr en México de su habilidad para escribir, para hacer versos, se le

llevó a la Corte, donde figuró. Todos conocen la anécdota de que una vez fue sometida a un

examen por los hombres más ingeniosos y sabios de Nueva España y que ella supo contestar

todas las preguntas sobre temas diversos: filosofía, ciencias naturales, etcétera.

Sor Juana era, además de muy curiosa, sensiblemente dinámica. Era muy bella. En la Corte

de los Virreyes tuvo, como era natural, proposiciones de matrimonio y aun lances de tipo

amoroso. Pero alrededor de esto sus biógrafos han hecho leyendas; se ha inventado que el

virrey estaba enamorado de ella, y una serie de inexactitudes. Ella misma nos dice en su carta

autobiográfica que abandonó la Corte para retirarse al convento por su incapacidad para el

matrimonio, por la poca inclinación que sentía, ya mujer mayor, para trabajos domésticos y la

vida hogareña. Lo que quería era que la dejaran sola para poder seguir cultivándose, para

poder seguir escribiendo.

Cuando sor Juana creyó que ya en el convento no iba a ser perseguida por el mundo, aun

allí, dentro del convento, las críticas en contra de una mujer excepcional de su tiempo la

persiguieron. Ella parece contestar a estas críticas en un soneto suyo que dice:

En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner bellezas en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;

y así, siempre me causa más contento

poner riquezas en mi entendimiento

que no mi entendimiento en las riquezas.

Yo no estimo hermosura que, vencida,

es despojo civil de las edades,

ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor, en mis verdades,

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades.

Sor Juana Inés se recluyó en el convento y tuvo la fortuna de tener, hasta antes de la carta

que el obispo de Puebla le dirigió, tuvo la fortuna, repito, de poder vivir dentro del claustro

rodeada de libros, de aparatos científicos, de instrumentos musicales. Sólo más tarde, cuando

fue reprochada tan acremente por el obispo de Puebla, tuvo que deshacerse de sus libros. Fue

cuando ya se retiró de las letras, de la ciencia, de las artes en general, para entrar en otra vida.

Y esto nos lleva a otro aspecto de la vida y de la obra de la monja. No faltan textos de

literatura en los que se habla de su misticismo. No hay tal misticismo. No hay elementos

misteriosos en la obra de sor Juana. No fue tampoco una religiosa de un celo extremado, de un

ardor exagerado. Simplemente cumplía con las reglas. ¿Para qué cumplía con estas reglas?

Para tener tiempo de seguir en sus nuevas inquietudes, en su afán de saber.

Decía que para ella el estudio no era el deseo de saber más, sino de ignorar menos. Ésta es

su actitud en relación con el saber. Si nosotros examinamos, por ejemplo, su colección de

sonetos, nos encontramos que los de tema religioso son apenas unos cuantos. Claro está que

escribió preciosas obras de teatro religioso, pero fueron composiciones de circunstancia. Lo

más íntimo, lo más profundamente sorjuanístico no es de tipo religioso, menos aún de tipo

místico. Esto último hay que descartarlo para siempre. Sor Juana es más bien, ¡y qué bien!, una

poetisa de la inteligencia. Es la emoción de la inteligencia aguda la que se desprende de la

mayor parte de sus poesías. Colocada en un tiempo, en un momento literario en que el

conceptismo, que es una de las dos grandes formas del barroco, predominaba, era la moda.

Pero dentro de ella ¡cómo pudo desarrollar su talento de mujer inteligentísima que logró

despertar la emoción de la inteligencia!

La poesía de sor Juana es a un tiempo plástica por su forma, pero también tiene ese adorno

barroco tan característico del espíritu mexicano.

Es, pues, un poeta de la inteligencia, un poeta del concepto, una poetisa de la razón. Si

examinan por ejemplo la serie de sus sonetos sobre el amor, encontrarán una clave sobre este

tema. Estos sonetos pueden parecer fríos, si es que la inteligencia, que a mí no me parece,

admite este término. Pero sor Juana no es sólo una poetisa de la razón; es también un poeta del

sentimiento. Puede en ella predominar lo que llamaba yo en la conferencia pasada el poder

lógico de la palabra. Pero a veces también el poder mágico se enlaza, se conjuga, se casa en

un matrimonio de cielo e infierno, lo mágico con lo lógico en la poesía de sor Juana. Es

entonces cuando alcanza las notas más finas del lirismo más alto y a la vez más emotivo. Si

una serie de sus poemas puede ser considerada como un pequeño tratado de amor, al modo de

los tratados sobre el amor tan renacentistas, otras son verdaderas expresiones de íntimo

sentimiento. El amor, los celos, la ausencia, la esperanza, son los temas de sor Juana en la

mayoría de sus poemas; no son temas muy vastos, pero sí fundamentales. He aquí un poema

sobre la esperanza:

Diuturna enfermedad de la Esperanza,

que así entretienes mis cansados años

y en el fiel de los bienes y los daños

tienes en equilibrio la balanza;

que siempre suspendida, en la tardanza

de inclinarse, no dejan tus engaños

que lleguen a excederse en los tamaños

la desesperación o la confianza:

¿quién te ha quitado el nombre de homicida?

Pues lo eres más severa, si se advierte

que suspendes el alma entretenida;

y entre la infausta o la felice suerte,

no lo haces tú por conservar la vida

sino por dar más dilatada muerte.

Hay que distinguir en la poesía de sor Juana tres tipos de composiciones: las poesías que

podríamos llamar cortesanas, poesías de circunstancias; por otra parte, las poesías de ingenio,

de mero ingenio —ejercicio retórico—, de gran laboriosidad, que revelan una extraordinaria

habilidad y una facultad de que siempre fue dueña: improvisar con una rapidez asombrosa. A

sor Juana le daban en la Corte las rimas con que debía hacer un soneto y en seguida con esas

mismas rimas presentaba trabajos de una descripción de partes perfectamente lógica. Esto no

es la más importante de su obra, pero sí es de peso.

Las poesías de Corte son aquellas que seguramente llegaron a fastidiar, a llenar de tedio su

corazón. Ella tiene que hacer composiciones para los acontecimientos más destacados de la

vida cortesana. Lo hace con mucha habilidad y con mucha gracia y donaire. Pero la tercera en

que yo distribuyo su obra poética es la más importante: la lírica propiamente dicha. Por esta

parte, está considerada como el mejor poeta de habla española de su tiempo. Es verdad que ya

había sobrevenido la decadencia de la lírica española, después de ese momento de esplendor

que tuvo en los llamados Siglos de Oro. Pero ella es la última resonancia de esta gran época

de la poesía lírica de habla española. Voy a dar a ustedes una muestra de esa poesía lírica de

sor Juana, proplamente lírica, íntima, intensa, en donde no hay circunstancias: me refiero a un

soneto (he escogido los sonetos porque es más fácil dar a conocer cosas completas de sor

Juana Inés de la Cruz en éstos y no en sus magníficas liras o sus delicadas endechas). El sujeto

de la poesía de sor Juana se encuentra frente a su amado; el amado está desdeñoso con ella;

ella quisiera ablandar el corazón de su amado, pero no lo logra; ella quisiera que el amado

tocara su corazón para que se diera cuenta de que vive allí, sólo para él. Pero esto le parece

imposible. Y sor Juana va a encontrar una manera de que el amado vea y aun toque su corazón.

Dice así el soneto:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,

como en tu rostro y tus acciones vía

que con palabras no te persuadía,

que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,

venció lo que imposible parecía;

pues entre el llanto que el dolor vertía,

el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste:

no te atormenten más celos tiranos

ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,

pues ya en líquido humor viste y tocaste

mi corazón deshecho entre tus manos.

Este soneto es tan excelente como los mejores sonetos de la lengua española. Las liras de

sor Juana tienen este alcance, esta profundidad; son verdaderas selecciones de las cosas

íntimas de una mujer que se expresa en toda su amplitud y reconditez.

Recientemente un escritor español, Pedro Salinas, publicó un ensayo sobre la monja, sobre

sor Juana. Se intitula el ensayo En busca de Juana de Asbaje. Después de leerlo nos damos

cuenta de que Salinas se lanzó a buscarla con el propósito de no encontrarla. Esto es

asombroso, y no valdría la pena detenerse a hablar de ello si no se tratara de un poeta como

Pedro Salinas, tan fino y tan delicado, y que además ha recorrido los caminos de la crítica con

cierto donaire y aun con cierto acierto. Salinas en la última crítica, la más reciente que se ha

hecho a la obra de sor Juana, llega a conclusiones que nos parecen exageradas e inexplicables.

Dice que sor Juana no tuvo un temperamento religioso muy grande y tomó el camino de la

religión para apartarse del mundo como a un postrer viaje. Al mismo tiempo que Salinas

acierta en esto, dice que sor Juana no nació para poeta. Esto es sospechoso. Hay en esto un

deseo de disminuir ciertos valores o una incomprensión fatal. Basta leer los sonetos

propiamente líricos de sor Juana, no los satíricos, no los de circunstancias; basta leer las

endechas o las liras para que la sola poesía de sor Juana responda a esta afirmación un tanto

apresurada. No quiero terminar sin dar a conocer a ustedes una composición, de un gusto

exquisito, que nos lleva a los mejores momentos de la poesía lírica de habla española. Es un

poema en que expresa el sentimiento de la ausencia.

Si lo oyen con atención, el resultado que se opere en ustedes será la mejor respuesta a

aquellos críticos que, como Salinas, han pretendido disminuir el valor todo de la monja.

Dice así:

Amado dueño mío,

escucha un rato mis cansadas quejas.

pues del viento las fío,

que breve las conduzca a tus orejas,

si no se desvanece el triste acento

como mis esperanzas en el viento.

Óyeme con los ojos.

ya que están tan distantes los oídos,

y de ausentes enojos

en ecos, de mi pluma mis gemidos;

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo pues me quejo muda.

Si del campo te agradas,

goza de sus frescuras venturosas,

sin que aquestas cansadas

lágrimas te detengan enfadosas;

que en él verás, si atento te entretienes,

ejemplos de mis males y mis bienes.

Si al arroyo parlero

ves, galán de las flores en el prado,

que, amante y lisonjero,

a cuantas mira intima su cuidado,

en su corriente mi dolor te avisa

que a costa de mi llanto tiene risa.

Si ves que triste llora

su esperanza marchita, en ramo verde,

tórtola gemidora,

en él y en ella mi dolor te acuerde,

que imitan, con verdor y con lamento,

él mi esperanza y ella mi tormento.

Si la flor delicada,

si la peña, que altiva no consiente

del tiempo ser hollada,

ambas me imitan, aunque variamente,

ya con fragilidad, ya con dureza,

mi dicha aquélla, y ésta mi firmeza.

Si ves el ciervo herido

que baja por el monte, acelerado,

buscando, dolorido,

alivio al mal en un arroyo helado,

y sediento al cristal se precipita,

no en el alivio, en el dolor me imita.

Si la liebre encogida

huye medrosa de los galgos fieros,

y por salvar la vida

no deja estampa de los pies ligeros,

tal mi esperanza, en dudas y recelos,

se ve acosada de villanos celos.

Si ves el cielo claro,

tal es la sencillez del alma mía;

y si, de luz avaro,

de tinieblas emboza el claro día,

es con su oscuridad y su inclemencia

imagen de mi vida en esta ausencia.

Así que, Fabio amado,

saber puedes mis males sin costarte

la noticia cuidado,

pues puedes de los campos informarte;

y pues yo a todo mi dolor ajusto,

saber mi pena sin dejar tu gusto.

Mas ¿cuándo, ¡ay, gloria mía!,

mereceré gozar tu luz serena?

¿Cuando llegará el día

que pongas dulce fin a tanta pena?

¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,

y de los míos quitarás el llanto?

¿Cuándo tu voz sonora

herirá mis oídos, delicada,

y el alma que te adora,

de inundación de gozos anegada,

a recibirte con amante prisa

saldrá a los ojos desatada en risa?

¿Cuándo tu luz hermosa

revestirá de gloria mis sentidos?

¿Y cuándo yo, dichosa,

mis suspiros daré por bien perdidos,

teniendo en poco el precio de mi llanto,

que tanto ha de penar quien goza tanto?

¿Cuándo de tu apacible

rostro alegre veré el semblante afable,

y aquel bien indecible,

a toda humana pluma inexplicable,

que mal se ceñirá a lo definido

lo que no cabe en todo lo sentido?

Ven, pues, mi prenda amada;

que ya fallece mi cansada vida

de esta ausencia pesada;

ven, pues: que mientras tarda tu venida,

aunque me cueste su verdor enojos,

regaré mi esperanza con mis ojos.

viernes, 27 de octubre de 2023

XAVIER VILLAURRUTIA ESTUDIO CRÍTICO.

 



OBRAS

XAVIER VILLAURRUTIA

OBRAS

POESÍA / TEATRO / PROSAS VARIAS / CRÍTICA

Prólogo de ALÍ CHUMACERO

Recopilación de textos por

MIGUEL CAPISTRÁN, ALÍ CHUMACERO

Y LUIS MARIO SCHNEIDER

Bibliografía de Xavier Villaurrutia por

LUIS MARIO SCHNEIDER

Letras Mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


PRÓLOGO

LA GENERACIÓN DE “CONTEMPORÁNEOS”

PERTENECIÓ Xavier Villaurrutia (1903-1950) a una generación literaria que, unida por

voluntaria afinidad de propósitos y de gustos, hizo de la poesía mexicana un renovado

instrumento de expresión. Cuando la gran generación modernista había dado ya a nuestras

letras sus mejores poemas, y los escritores inmediatamente siguientes —entre ellos de manera

predominante Ramón López Velarde— se preocupaban por ofrecer ante la creación artística

una actitud distante de las de sus antecesores, la generación llamada de Contemporáneos

(1928-1931), nombre de la principal revista en cuyas páginas congregaron sus aspiraciones,

dio el salto y, a veces de manera funambulesca y en ocasiones con el acierto que presta el

acaso de la aventura, arrancaron la poesía de un molde que, por común, empezaba a proliferar

en escritores de parco relieve. Poco había que hacer, con las técnicas en uso, frente al Idilio

salvaje de Manuel José Othón, o frente a algunos poemas de notable estirpe de Salvador Díaz

Mirón, o ante la loada obra de Amado Nervo y la madurez de Luis G. Urbina y Enrique

González Martínez, ni resultaba propicio seguir las huellas de no escasos poetas de

promociones intermedias.

El modernismo no sólo había sido la generación más compacta de las letras mexicanas,

sino que arrostraba el peligro de sobrevivir en poetas que a menudo confundían lo romántico

con lo moderno. Desde Manuel Gutiérrez Nájera, a fines del siglo pasado, hasta la reveladora

aparición de Ramón López Velarde, en plena Revolución mexicana, transcurre una serie de

fechas de gran importancia para la historia de la literatura nacional. Es la madurez de la lírica

en nuestro país, en que los nombres ilustres se suceden y se abordan amplios problemas de las

formas poéticas. Como un cuerpo equilibradamente integrado, aquella época cumple con las

normas estrictas que impulsaron sus propósitos. Ni siquiera los atisbos de López Velarde —

que desbordó su curiosidad más allá de lo francés y supo beber en el verso de algunos

hispanoamericanos mayores— ni los infatigables ensayos expresivos de José Juan Tablada

lograron rescatar de las márgenes modernistas el lenguaje de nuestra poesía, y si, a su hora, el

poeta jerezano sólo engendró prosélitos de endeble consistencia, la lírica hallaba en él un

último eslabón que concluía, si bien brillantemente, las tareas de una escuela que había

cerrado su misión.

Lo decisivo consistía, pues, en que los poetas, los “nuevos” poetas, ejercieran su oficio

dueños de otros propósitos tanto de actitud como de expresión: llevar adelante lo que López

Velarde había soslayado en hábiles versos al atrever irreconocibles imágenes y romper con

órdenes y rutinas que ya habían dado sus mejores galas. Esa tarea, con plena conciencia, fue la

que se propusieron los nuevos escritores. Y así como el modernismo surgió en un principio

como el resplandor de las últimas vertientes francesas, en un tiempo llamado “vanguardismo”

—razón y pecado de la generación de Contemporáneos—, de manera paralela y para insinuar

que la historia se repite, reflejó también en buena porción de su empresa inicial los cambios

que, desde antes de la guerra del 14, se verificaban en las tierras de Francia. En 1920,

Salvador Novo publica en Policromías, periódico estudiantil de la Escuela Nacional

Preparatoria, dos poemas: Mariposa y Budha, a los cuales no es ajena la presencia de

Guillaume Apollinaire. El autor de Calligrames—en esa fecha ya desaparecido, pero

constantemente recordado por amigos y discípulos— opera un superficial influjo que pronto

habría de opacarse ante la llegada a México de los nuevos libros salidos de la pluma de

poetas posteriores, igualmente franceses en su mayoría.

Xavier Villaurrutia soportaba entonces la influencia de Ramón López Velarde, manifiesta

en el primer grupo de sus poemas, y no pocas huellas de Enrique González Martínez, que tan

cerca estuvo siempre de los recién iniciados. Los libros del español Juan Ramón Jiménez, la

agudeza mental del francés Jean Cocteau, las reproducciones de la última pintura europea —en

especial los evasivos cuadros de Giorgio de Chirico— y la aparición fogosa de la pintura

mexicana, con Diego Rivera, José Clemente Orozco y el francés Jean Charlot en los primeros

sitios, ayudaron a acelerar las nuevas concepciones del arte que habrían de hacer doblar la

esquina a la lírica nacional.

Si los anteriores elementos son decisivos para explicarse el arranque de esas experiencias

literarias y comprender cómo, mediante un desbordamiento con características diversas —

sobre todo plásticas y literarias—, se inició aquella generación, hemos de señalar asimismo

en los jóvenes escritores una incisiva curiosidad por todo lo que se relacionara con la

totalidad de las actividades artísticas. Porque no sólo la poesía y la pintura, sino

particularmente el teatro, y la música, la filosofía en uno de ellos, el ensayo, la crítica

propiamente literaria, el periodismo, todo menos la ciencia —salvo el caso extraño de Jorge

Cuesta— atrajo sus mentes ahítas de curiosidad y dueñas de un buen humor que pronto habrían

de perder, tornado en melancolía o en simple desilusión.

Con tales pasiones por la literatura y por el arte, a menudo se adoptó la fórmula que en un

principio Villaurrutia dio de la poesía: “Juego difícil, de ironía y de inteligencia”.1 Y lo que

pudo ser una bien tramada trenza de intrascendente malabarismo —que, con poco insistir,

hubiera contribuido a justificar la tesis de Ortega y Gasset acerca de la deshumanización de la

actividad intelectual más nacida del hombre— supo muy pronto convertirse en un escalón de

la historia de la poesía mexicana. Ya en la revista Ulises (1927-1928), que fue la publicación

que descubrió el juego de los jóvenes, Jorge Cuesta ensaya responder, con ideas aceptadas de

Brunetière, a las opiniones de Ortega. El arte nuevo, caracterizado por la extraña virtud del

“preciosismo”, estiliza la realidad, la deforma: “Lo que quiere decir que la reduce, pero no

que deja de vivirla”.2

Frente a los síntomas románticos, que todavía se ven superpuestos en la poesía de escritores

pertenecientes a promociones intermedias, Cuesta preconiza el predominio de la inteligencia y

aconseja “un arte para artistas”, como quería Nietzsche, “cuyo objeto no fueran sino las

imágenes, las combinaciones de líneas, de colores, de sonidos…”3 ¿No era, al fin, un arte

abstracto lo que se deseaba?

Mucho de lo expresado antes, de acuerdo con el ensayo de Cuesta, impulsó la búsqueda de

caminos desconocidos para la poesía. Pero también es verdad que, años más tarde, después de

sus experiencias en la revista Contemporáneos, a la madurez de las distintas personalidades

correspondió el hallazgo del mundo interior no sólo vedado a los abstraccionismos sino

impregnado de un sentido ante la vida no lejano de un “nuevo romanticismo”. La expresión del

drama interior, tarde o temprano, daría al traste con aquellos fervores juveniles de quienes

empezaban a cambiar el significado del lenguaje poético. Con todo, la tarea principal

consistía en buscar, en forma intencionada y consciente, un nuevo lenguaje que descubriera,

hasta desnudarla, la realidad circundante, manifestada con signos diferentes a los que había

manejado el modernismo. Porque si López Velarde, con su ágil remover formas modernas,

estuvo cerca de alcanzar la técnica y el empleo de palabras que lo hicieran radicalmente

opuesto a sus maestros inmediatos, podemos decir, sin demérito de su singular situación en la

historia de nuestra lírica, que no logró del todo coronar sus propósitos. Por razones evidentes

—pues él mismo ha de quedar clasificado en un primerísimo sitio dentro de las últimas

manifestaciones del modernismo—, sus atrevimientos formales encuentran una velada

raigambre que, si no lo confunde, por lo menos lo emparienta estrechamente con sus

compañeros mayores. Sus atisbos, que al desbordarse tocan la sensibilidad de la generación

anterior, quedan ahí como signos precursores de la vecina tempestad. De él, de su privilegiada

actitud ante el problema de la expresión, Cuesta afirma: “Es el primero que trata de

construirse un lenguaje; antes de él nadie emplea tal desconfianza artística en la elaboración

de su estilo… Es el primero que aspira a obtener, y que logra con frecuencia, aunque

aisladamente, una poesía pura”.4

Hoy nos resistimos a aceptar esa conclusión acerca de la poesía de López Velarde,

después de los varios ensayos que con certeza se han escrito sobre su complicado universo

poético; pero el hecho de que Cuesta señale la “pureza” de la obra velardeana nos indica que

la generación a que perteneció Xavier Villaurrutia hacía suya conscientemente la fórmula de

un arte por el arte, presidido por “un rigor artificial y exagerado”.5 En muy poco diferían de la

inquietud que en todo el mundo occidental hizo que la lírica y el arte se trasladaran hacia

violentas y desmembradas concepciones de un mundo inconsistente y en sostenida crisis. La

pura forma, el simple juego y la premiosa vigilia de la inteligencia iniciaron drásticamente una

renovación ayuna de contenido, pero que habría de apagar de una vez por todas los últimos

aleteos del modernismo. El cisne, al que González Martínez había torcido el cuello en un

celebrado poema, se tornaba digno de la sepultura. Con los nuevos poetas, el modernismo

mexicano empezaba a convertirse en historia.

Si los poetas inmediatamente posteriores a aquella escuela —situados entre dos fuegos por

una corriente que moría y los presagios de un vanguardismo que habría de suplantarla— no

lograron afirmar del todo una “invención” del lenguaje lírico, sí abrieron cauces que

inmediatamente llenaría la nueva generación. A Carlos Pellicer, que asumió la actitud de más

entusiasmo lírico y que era el mayor en experiencia de los escritores de Contemporáneos,

tocó levantar la voz y arriesgarse con un lenguaje que anunciaba el surgimiento de un tono

distinto en la poesía mexicana. Con él, podemos decir que ya nos hallamos en un recinto

diferente, en el cual la musa cumple con añoranza el abandono de aquella gran escuela que en

México dio los mayores nombres y una serie notable de composiciones líricas. Pellicer, a

pesar de recibir un manifiesto influjo del modernismo, es el primer arranque de quienes,

andando el tiempo, habrían de generar distintas, y aun opuestas, obras literarias.

Tal fue el brote que sobrepujó el estadio anterior de nuestra poesía. Bien es verdad que

paralelamente, y aun con anterioridad al grupo a que me refiero, otras corrientes irrumpieron

en los campos de la literatura,6 y a ellas, en justicia, se deben los primeros esbozos del

cambio sufrido por nuestra poesía. Pero, en esta ocasión, importa de manera única situar a

Xavier Villaurrutia en el ámbito cerrado de sus compañeros de trabajo, al fin y al cabo los que

con mayor vocación y efectividad supieron vislumbrar los linderos de su oficio. Así, pues,

precisemos que la obra de Villaurrutia nació y creció en el seno de un grupo del cual formaban

parte Pellicer, Jaime Torres Bodet, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Salvador Novo, Octavio G.

Barreda, José Gorostiza, Enrique González Rojo, Bernardo Ortiz de Montellano y algunos

otros artistas dedicados a géneros que no son los propiamente poéticos.

LA POESÍA DE XAVIER VILLAURRUTIA

Tres distintas y bien señaladas actitudes se advierten en la poesía de Xavier Villaurrutia.

Pasados los titubeos iniciales, de los que se conservan algunas muestras, se hace patente su

predilección por el engaño del juego —de palabras y de ideas— que llega a confundirse con

la inteligencia. Posteriormente, en su mejor época creadora, la emoción se somete a la estricta

vigilancia de las facultades intelectuales, en un justo equilibrio que lo hizo escribir sus más

hondos poemas; y en la etapa final, la emoción se sobrepone a la inteligencia con tal ímpetu,

que la obliga a restringir su ejercicio sólo a la superficie de las formas métricas. De estos

estadios cronológicos por los que pasó su trabajo literario es evidente que los momentos de

mayor intensidad fueron aquellos en que la razón atestiguaba la eficacia de lo emocional; es

decir, durante su segunda actitud, bajo la cual fueron concebidos algunos “nocturnos”. Cuando

descubría que una idea maduraba con tal intimidad que no fuese el simple reflejo de algo

objetivo, sino que se diera “en función de vida y preocupación auténticas”,7 entonces se

iniciaba en el poeta la transfiguración de lo que comúnmente llamamos inspiración poética. En

Nostalgia de la muerte, el libro central de la obra villaurrutiana, se han logrado algunos de

los poemas de más clara prosapia en este sentido. La emoción, vínculo inmediato con el

mundo, se convierte ahí en ideas que, acariciadas por el verso y volcadas en palabras, llegan a

constituir el poema.

Mas para llegar a esta aceptación de una estética afín en todo instante a una actitud ante la

vida y la literatura fue necesario descubrir, en expresiones casi monotemáticas, la dimensión

profunda de la existencia; echar en olvido, por consiguiente, aquella actitud de simple jugueteo

y regresar, como siempre, a cantar la misma canción de todos los poetas. Sin embargo, es

preciso decir que, entre bromas y veras, se nota cómo, desde sus incipientes ensayos líricos,

Villaurrutia se planteó un pretexto que sería el predominante: la muerte. Casi en la

adolescencia, escribió un poema —Ya mi súplica es llanto— en que habla del “día que no

espera” como término final de la vida. Recurre ahí a un concepto vulgar de la muerte que no

habría de persistir, pues al evolucionar su poesía con el correr de los años la muerte llega a

confundirse con el símbolo de la vida misma. Nuestra propia muerte, la que cada cual arrastra

consigo, y que Rainer María Rilke impuso en varias corrrientes poéticas aparecidas cuando ya

declinaba el modernismo en lengua española, fue luego el tema central del trabajo lírico de

Villaurrutia. Como en su hora Francisco de Quevedo, el poeta mexicano también reconoció en

la vida el recorrido de la muerte. “El hombre —escribió Villaurrutia— es un animal que

puede sentir nostalgia, echar de menos aun su muerte, que vive y experimenta en formas muy

misteriosas.”8 La angustia, la soledad, la noche, el silencio, las calles solitarias, los muros, las

sombras, el sueño, todo ese mundo nervalesco asido a su pluma confirmaba la intensidad de su

presencia en quien sabía que vivir es estar cumpliendo con la ineludible destrucción interior.

Si en aquellos poemas escritos en la primera juventud la muerte es sólo el día fatal, meta sin

vanagloria a la que debemos llegar irremisiblemente, tiempo después se ha convertido en la

señal que da testimonio de la vida, enseñoreada ya de la conciencia de quien se mira

transcurrir lenta pero inseguramente.

Quien lea Ya mi súplica es llanto advertirá también cómo ahí se alude a un motivo que

Villaurrutia dejó abandonado posteriormente: el tema de Dios. Ante la angustia de la muerte,

transformada en bella “nostalgia”, el escritor no buscaba aquel lógico refugio desde el cual lo

efímero pierde su fuerza, sino que prefería hacer descansar en su mundo privado el drama de

saberse perecedero. Sólo en su póstumo Soneto del temor a Dios vuelve a tocar la misma

cuerda —aquí de manera inmediata—, aunque en posición dispar de aquel poema ingenuo.

Pero la verdad es que pocas veces, muy pocas, nombrará a lo largo de su obra al Dios en que

nunca dejó de creer. Fue tema predilecto de su primera época, cuando aún no elegía el rumbo

por el que impulsó su arte.

En Ni la leve zozobra hay una invocación al “Señor”, con un lenguaje cuya castidad no se

halla lejana de la limpieza expresiva de Ramón López Velarde. El recordar la provincia y los

muebles de la casa y la tranquilidad de los espejos y la castidad de las mujeres —objetos y

cualidades gratos al poeta jerezano— no podía dejar de incidir en los versos del escritor

incipiente. En Reflejos —el primer libro de Villaurrutia— sobreviven abundantes muestras de

la huella velardeana tan cierta en sus composiciones anteriores. Ese recuerdo puede

apreciarse en imágenes como “aún no tenía la casa arrugas” y aun en el poema Pueblo que

Villaurrutia dedicó al pintor Diego Rivera. Pero los versos más característicos de esa

influencia son los de Tarde, que figura entre sus primeros poemas:

Un maduro perfume de membrillo en las ropas

blancas y almidonadas… ¡Oh campestre saludo

del ropero asombrado que nos abre sus puertas

sin espejos, enormes y de un tallado rudo!…

El ambiente provinciano leído en los libros de López Velarde, aprendido como una

lección, prestó la tónica provisional a su poesía y, en ciertos aspectos, aunque traducido en

personales sensaciones nada provincianas, delimitó el ejercicio de su obra posterior. Nada

exagerada es esta afirmación si evidenciamos cómo Villaurrutia nunca olvidará el trato

continuo de las cosas familiares en algunos de sus poemas, sino que por el contrario pondrá

sus cinco sentidos en rescatarlas de la sombra para convertirlas en versos misteriosos. Fue,

como él mismo gustó denominarse, un poeta que hacía el viaje alrededor de la alcoba. Con una

personal dimensión, desde el arbitrario punto de vista del hombre que pretende salvar

aquellos matices que con mayor propiedad reflejen el mundo privado de la emoción,

Villaurrutia vivifica las complicadas relaciones que la poesía es capaz de descubrir entre los

objetos cotidianos. Perdió, por tanto, el amor al “campestre saludo” y al “perfume de

membrillo”, y en cambio aprendió a ver tras los objetos virtudes que los singularizan y los

vuelven aptos para renacer con otro rostro en la concepción del poeta. Sin dilución en los

contornos, antes bien dotados de una vehemencia plástica que ilumina el sombrío trasfondo de

los poemas, surgen los objetos —y los ruidos y las luces y, en general, las sensaciones de toda

especie— a una vida diferente de la que el mortal común está acostumbrado a contemplar.

“Esta condición pictórica es esencial; hace de Villaurrutia un dibujador de poemas cuyo

problema técnico es sólo el de una línea limpia y continua, recuperada a veces a través de

vueltas, de curvas y de escorzos.”9 No pocas ocasiones las imágenes destacan con una

claridad enemiga del tono crepuscular de su espíritu. En el Nocturno muerto, aunando

sensaciones de orden diverso, habla de “un ruido sordo, azul y numeroso”. Y en el Nocturno

eterno se lee:

sale un grito inaudito

que nos echa a la cara su luz viva

y se apaga y nos deja una ciega sordera…

Todo eso, sin embargo, se halla circundado por una emoción reducida a la febril angustia

que todo lo consume. Desesperadamente, Villaurrutia construía su verso con el agónico aliento

de quien, minuto a minuto, sufría la avidez de los sentidos. Porque el mundo era para él, como

para los elegidos por el arte, la última oportunidad.

A la relativa riqueza temática visible en los poemas de Reflejos, corresponderá una posterior

reducción que hará de Villaurrutia un poeta singularmente entregado a erigir la elegía de un

mundo cuya aprehensión se halla a la mano, y en el cual es posible comprobar secretos

significados, extraños testimonios y posiciones imprevistas. Es un ir más allá de lo que los

sentidos perciben y captar con la palabra el hálito de la materia, con intenciones de petrificar

lo que se evapora, cumpliendo de ese modo una tarea inevitable de toda poesía original. Los

“nocturnos”, que señalan el clímax en que esta aguda sensibilidad se movió, representan en la

poesía mexicana contemporánea la decisión de penetrar con verdadera furia en el alma de las

cosas: al fondo siempre, al meollo de un mundo que no se ha hecho para nosotros, pero que se

aureola con un misterioso resplandor que sólo al poeta es dable captar. Por la atmósfera que

en ellos flota, recuerdan al evanescente Rodenbach, a la más sincera poesía del colombiano

José Asunción Silva, al reposo mortal de Rainer María Rilke. Se puede repetir de esta poesía

lo que González Martínez aplicó al primero de estos escritores: todo está ahí inmerso “como

en la alcoba de un enfermo, en una media luz, en un ambiente en que se anda quedo y de

puntillas, con el temor de despertar a quien duerme un sueño de convaleciente”.10

En Soledad, Cuadro, Amplificaciones y Calles, los cuatro poemas que Villaurrutia

prefería de su libro inicial, se adivinan problemas que después abordaría con mayor hondura.

Un mundo particularizado por la emoción y en el cual proyectaba sus nostalgias levanta ahí su

maltrecho imperio con la avidez del cáncer. Actitud contagiada por consabida tradición en la

poesía mexicana, cuando el tono menor, el tono “crepuscular”, se ha tornado en atormentada

inteligencia. Ni un alarde que no provenga de la intensidad de los sentidos y su aprehensión

por la conciencia, ni un solo verso que no haya sido matizado por la lucidez de la vigilia

nocturna, ni una relación con el mundo que no haya concurrido al tamiz de las sensaciones. Tal

parece que Villaurrutia tuviera al frente el pensamiento de López Velarde: “La verdadera

originalidad poética: la de las sensaciones”,11 que ambos habían aprendido en Baudelaire.

Mas si esta y otras razones anotadas arriba los acercan tan estrictamente, en cambio los separa

el desprecio que el poeta jerezano manifestó alguna vez por “la razón pura”, a la que

contraponía el “pasmo de los sentidos”.12 Aunque, por otra parte, no es conducible creer a pie

juntillas que ni la más repetida poesía de López Velarde consiguiera estrecharse a este

pensamiento. Porque ahí mismo, y ya Villaurrutia lo hizo notar en un famoso ensayo, se

desplegaba una fortalecida conciencia. Por ello, la afinidad, artificial en los primeros

momentos, se conserva en aquello que se refiere a la actitud ante el mundo y la poesía.

Luego vendrá la invasión de la literatura francesa. Proust y el contacto con algunos

escritores de las escuelas de vanguardia —Cocteau, Supervielle, Giraudoux, los surrealistas

— completan el marco desde donde Villaurrutia desplegará su trabajo poético. Por otra parte,

la influencia de André Gide —decisiva en su intencionada prosa— decidirá el último recurso

de su actividad literaria: la inteligencia. Poemas como el Nocturno de la estatua son a veces

paráfrasis de poesías francesas:13

Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,

querer tocar el grito y sólo hallar el eco,

querer asir el eco y encontrar sólo el muro

y correr hacia el muro y tocar un espejo…

Pero también de esos años es la poesía alucinada que, entre juegos de palabras y de

sonidos, rescató al lívido temor de la muerte. Pocos ejemplos se aprecian en la historia de

nuestra lírica en que la fidelidad a la angustia y la predilección por la soledad hayan

producido con mejor eficacia esos momentos de la más auténtica emoción. A su lado,

concebido en el transcurso de varios años, se señala un poema que algunos consideran la obra

maestra: Décima muerte. Ceñida a la forma clásica, sólo alterada en la quinta y sexta de las

diez décimas que la componen, es un ejemplo de cómo construir un poema mediante el trazo

de un plan previo al que ha de ajustarse el desarrollo. Es, por excelencia, un poema de ideas,

resuelto con frialdad y cálculo. Como en ninguna otra de sus obras se precisa la idea de la

muerte, considerada desde diversos aspectos, lo mismo en la definición: “puesto que muero

existo”, que en la confusión con los elementos materiales:

¿No serás, Muerte, en mi vida,

agua, fuego, polvo y viento?

o en la alusión esperanzada:

y será posible, acaso,

vivir después de haber muerto.

En sustancia, su postura no es otra que la que adoptaron Rainer María Rilke y, siglos antes,

los poetas españoles: la suprema confesión de la soledad de quien se da cuenta de que “está

desde que nace / en los brazos de la muerte”.14 Para Villaurrutia ésta era la más alta expresión

de su existencia y de su poesía. Ni el amor, que en sus poemas adquiere preponderancia, logra

rescatarlo de esa desesperada conciencia. Más aún, su angustia erótica, presa en la agilidad de

los sentidos, sirve solamente para reafirmar esa profesión de fe en la enfermiza soledad.

Amor condusse noi ad una morte15 —que marca el fin de su más intensa época y lo hace

adoptar concepciones que lo conducirían al abandono de toda complicación— es en cierto

sentido el momento crítico de su posición estética. El poeta “vanguardista” empezaba a ceder

el paso a su otra personalidad, que prefería desbordar de manera sencilla la pureza de las

emociones. En el Nocturno de la alcoba, también, se manifiesta similar tendencia a descubrir

el juego y alejarse de complejidades que sugieran amor a la “literatura”. Casi toda la obra

posterior —comprendida en los dos últimos lustros de su existencia— se apresuró a

sostenerse en ese recién descubierto concepto de la comunicación, que en no breve medida lo

acercaba a la actitud adoptada en sus primeros poemas. En ese postrero estadio de su poesía

logró abundantes aciertos de desesperada calidad. Pueden ser un ejemplo las Estancias

nocturnas, al final de las cuales recoge el tema del “Non omnis moriar” que revela el

reconocimiento propio de la perduración de su obra en la conciencia de algunos espíritus

afines:

¡Seré polvo en el polvo y olvido en el olvido!

Pero alguien, en la angustia de una noche vacía,

sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido

dirá con mis palabras su nocturna agonía;

y otra cuarteta de esa misma serie, donde la aparición de una estrella hace que la soberbia se

insinúe:

Estrella que te asomas, temblorosa y despierta,

tímida aparición en el ciclo impasible,

tú, como yo —hace siglos—, estás helada y muerta,

mas por tu propia luz sigues siendo visible.16

Los poemas que siguieron a Nostalgia de la muerte derraman el deseo de dejar suelta la

brida a la emoción y completan el desarrollo de su personalidad literaria. Vendrá el olvido de

las imágenes pobladas de juegos de palabras, y el rigor del verso se deslizará con

melancólicos tonos por cauces menos vigilados por la inteligencia. Por vez primera,

Villaurrutia contempla desde la cima de su carrera literaria cómo el poeta puede ser, a veces,

el simple mensajero de la emoción. Sigue en vilo su nostalgia, persiste el propósito de

reconocer el misterio de las sombras, pero ha encontrado la frase llana donde recogerlos. Se

coronó, en esa forma, una empresa nunca estancada en un credo artístico, capaz de arriesgarse

en la aventura y en la búsqueda de dispares posiciones ante las tareas líricas. Si López

Velarde, según la observación de Villaurrutia, no murió prematuramente, sino en el cenit de sus

impulsos creadores, de igual manera me atrevo a pensar que Villaurrutia murió en similares

condiciones, cuando empezaba ya el viaje de regreso. Nos dejó una obra poética no muy

abundante, pero suficiente para que, al lado de nuestros más grandes poetas, se recuerde

siempre su nombre.

EL TEATRO DE XAVIER VILLAURRUTIA

Con la mayor dedicación, acrecentada en los últimos años de su existencia, Xavier Villaurrutia

abrazó la pasión por el teatro. Desde muy joven, al lado de compañeros con similares

preocupaciones —sobresalientemente Celestino Gorostiza y Julio Bracho—, contribuyó a

crear en México una nueva dimensión de las actividades escénicas.17 Primero, en 1928, con el

teatro de Ulises, que es el arranque de la transformación de aquel arte, en ese entonces

anquilosado en técnicas y obras españolas y francesas de fines de siglo. El grupo reunido en

Ulises dio a conocer piezas de autores extranjeros contemporáneos: O’Neill, Cocteau,

Vildrac… Años después, en 1932, Villaurrutia forma parte de otro experimento teatral que

dirige Celestino Gorostiza. Ahora se llamará Orientación. Como en el anterior intento, las

preferencias se inclinarán por “un teatro literario, culto, inteligente”,18 cuyos méritos

radicarán en hacer nacer en México el gusto por las obras de los últimos años y crear un

equipo de directores, escenógrafos y actores con ideas diferentes a las que imperaban en el

teatro profesional.

En una de las temporadas de Orientación, Villaurrutia da a conocer su primera obra

teatral: Parece mentira, y al año siguiente, ¿En qué piensas? La beca de la Fundación

Rockefeller (1935-1936), que disfrutó en la Universidad de Yale, lo reafirma en su vocación.

A su regreso a la patria, seguirá participando en actividades teatrales con el mismo vigor

juvenil. Desde entonces, a la vez que ejercía la crítica literaria y cinematográfica, y al mismo

tiempo que actuaba en redacciones de revistas y elaboraba su poesía, participó en múltiples

propósitos encaminados a restaurar la dignidad de nuestro teatro. Le preocupaba sobremanera

el hecho de que las primeras experiencias —en Ulises y Orientación— corrieran el riesgo de

caer en el vacío y, como autor y como director, trabajó asiduamente en bien de ese género

artístico.

Porque si abierto estuvo siempre a todas las incitaciones de la mente y del espíritu —expresó Celestino Gorostiza ante la

tumba del escritor—, no lo estuvo menos para las de la acción y las de las realizaciones materiales que beneficiaran a la

cultura de su patria. Casi no hubo en los últimos veinticinco años un plan, un proyecto de organizaciones artísticas, culturales

y educativas en que no participara activa y entusiastamente.

Como autor teatral, Villaurrutia no se olvidó de los procedimientos que tan lúcidamente aplicó

a la poesía. La inteligencia, desnuda en ágiles diálogos, preside la trama de sus obras, y la

ironía, repartida por igual entre los personajes, juega importante papel en el proceso y en el

desenlace de las escenas. Sus obras menores en un acto se resuelven con la facilidad mecánica

del soneto. Cuidadosamente elaboradas, figuran entre las mejores que ha producido el teatro

mexicano, y constituyen los preliminares para introducirse en la dilatada concepción de piezas

mayores — Invitación a la muerte, La mujer legítima, La hiedra, por ejemplo—, donde esas

prácticas formales hicieron de su trabajo uno de los más diestros y de mayor sello personal.

Villaurrutia prefería crear los personajes antes que recogerlos del mundo circundante.

Frente a la realidad cotidiana, opuso una realidad inventada en que las ideas dominan las

intervenciones de sus personajes: seres nacidos de la imaginación, apenas relacionados con

nuestros prójimos, o fantasmas que representan, cada cual por su parte, las múltiples facetas

de la conciencia villaurrutiana. Son, por sustancia propia, personajes y no personas. “Estas

vidas matemáticas —dice Gorostiza— no tienen nada que ver, naturalmente, con la realidad,

en cuanto, lejos de buscar en ella su modelo, se convierten en su modelo, la llevan a un plano

ideal para someterla a su lección de disciplina y rigor.”19 El realismo era, pues, para

Villaurrutia una propensión literaria con la que no mostraba afinidad. Fiel a tendencias que

exigen del teatro el afán de inventar su propio mundo con un irremplazable lenguaje, insistió,

aun en sus últimas piezas, en no relacionarlo con situaciones distintas de las exclusivamente

teatrales; es decir, sus obras no intentaban “resolver más problema que el que ellas mismas se

planteaban”.20

Si en las representaciones Villaurrutia obtuvo éxitos inmediatos, en la lectura sus obras

cobran sinfín de cualidades, derivadas del juego de las ideas sostenidas en intencionadas

frases que a menudo suplantan el movimiento escénico. En buena proporción, es un teatro

“más propio para ser leído que representado”.21 Bella y cuidadosamente escrito, con el

imprescindible relieve en cada uno de los parlamentos, el diálogo combina la rapidez mental y

el correcto lenguaje, signos reveladores de un ingenio que en ningún momento fue el de un

improvisado. La frase cumple, dentro de la composición general de la obra, similar papel que

las palabras en el desarrollo del poema. La continencia ante posibles desbordamientos

efusivos, la justeza de las palabras respecto a los estados de ánimo de los personajes y la

oportunidad con que intervienen en la conversación haciendo uso de premeditadas y

aforísticas frases son distintivos de la obra teatral villaurrutiana. Eso es lo que sobrevive de

su teatro y lo que con más sostenido aliento lo define. Porque si en los temas Villaurrutia supo

abordar las relaciones sociales de la clase media, los conflictos familiares y los oscuros

mecanismos amorosos, también es evidente que todo ello sólo aparenta ser un pretexto para

manifestar, con la magia de un arte rigurosamente ejercido, su múltiple personalidad.

LAS PROSAS VARIAS DE XAVIER VILLAURRUTIA

En contadas oportunidades, Xavier Villaurrutia se atrevió con el relato, el cuento, los apuntes

privados y, en un solo caso, la crónica taurina. Ejemplo sobresaliente es Dama de corazones,

escrita en 1925 y 1926, derivada de influencias entonces no habituales en nuestro país. Libro

de imaginación, lo autobiográfico señala —tanto en las acciones como en los pensamientos—

la intención y el valor de sus propósitos. Aun los personajes que en esa serie de estampas

complementan la visión personal se reducen a normas previstas para amoldar debidamente la

figura del relator. De ahí que Dama de corazones no haya querido ser una novela, ni un relato,

ni un cuento, sino específicamente un “ejercicio” en el cual la nostalgia divide honores con la

inteligencia. A este respecto, en sus apuntes —Variedad—, Villaurrutia reproduce una

observación que, en carta, dirigió al cubano Jorge Mañach: “Hasta ahora, yo mismo, en la

prosa, no he pretendido sino encontrar palabras adecuadas a una sensibilidad nueva en mí y

fuera de mí. Eso quiso ser mi relato (Dama de corazones) no más. Y sólo cuando lo pienso

como un ejercicio puedo aceptarlo y —añadiré— sólo así es justo pensar en él”.

Precursora del misterio que presidiría una etapa de sulírica, Villaurrutia concibió Dama

de corazones desde el rincón ávido de un Marcel Proust prematuro. Por sus páginas circulan

los recuerdos de viajes nunca cumplidos, las referencias funerales, las lecturas inmediatas, la

pasión por la soledad, el sombrío afecto de nuestros prójimos, mucho de ello inmerso en un

ambiente que no desdeñaría Georges Rodenbach. La “cámara lenta” a que recurre el joven

escritor, provisionalmente acelerada con frases ingeniosas, domina los hechos y el desarrollo

interior de las ideas que los sustentan. Así, las reflexiones que concede a Aurora —su

hermana y ella forman la doble imagen del naipe “dama de corazones”— se armonizan con las

que él mismo suele repetir al correr del texto:

¿Vivir la vida? No entiende la práctica de esta frase. Comprende que no hacemos sino vivir nuestras costumbres. Apenas si

en el sueño, vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo un instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar. Para

ella, todo lo que no es sueño no es vida. Sonríe y añade que la más perfecta de nuestras costumbres en nada difiere de la

muerte. Dormir sin soñar ¿qué otra cosa es sino morir?

Y al evocar su propia muerte, Villaurrutia la define: “Morir equivale a estar desnudo,

sobre un diván de hielo, en un día de calor, con los pensamientos dirigidos a un solo blanco

que no gira como el blanco de los tiradores ingenuos que pierden su fortuna en las ferias.

Morir es estar incomunicado felizmente de las personas y las cosas, y mirarlas como la lente

de la cámara debe mirar, con exactitud y frialdad. Morir no es otra cosa que convertirse en un

ojo perfecto que mira sin emocionarse”.

Otras prosas, de menor relieve, escribió Villaurrutia: el cuento cinematográfico El amor

es así…, que no habrá sido llevado a la pantalla; el relato despectivo Mauricio Leal; el

Monólogo para una noche de insomnio, consideración estética con deslices educativos; la

Oda en la muerte de Anatole France, dedicada al viejo escritor de tanto arraigo entre los

periodistas de la generación precedente; el Éxodo, capítulo de una biografía jamás redactada

de Cuauhtémoc y, finalmente, Bajo el cielo de Tauro, crónica delatora de su impericia en

materia taurina. Estos textos son, más que rasgos de habilidad literaria de Villaurrutia, signos

de su gusto por deambular en campos que no eran los suyos. Sin embargo, quedan como una

pertinente curiosidad que ayuda a comprender el afán de desleír la holganza durante los lapsos

que sus labores puramente poéticas le concedían.

LA CRÍTICA DE XAVIER VILLAURRUTIA

Desde un principio, la literatura, las artes plásticas, el cine, atrajeron la atención de Xavier

Villaurrutia. En la primera juventud, más que la vocación creadora, dominaba a su espíritu el

deseo de llegar a ser un enjuiciador de libros. La poesía no era sino una ocupación que cuidó

al margen de ese gran deseo. El teatro, como autor, sería un problema posterior, aunque no

tardío, y las incursiones en otros géneros literarios apenas sobrepasaban el placer de la

afición. Las tesis de Gide, principalmente, hicieron que en él maduraran las aptitudes críticas.

“Desde muy temprano, la crítica ejerció en mí una atracción profunda —dice en el prólogo a

Textos y pretextos—. Confieso que apuraba los libros de crítica con la avidez con que otros

espíritus no menos tiernos apuran novelas y libros de aventura.” Y del juicio acerca de los

libros de sus contemporáneos ascendió al juicio acerca de otras actividades artísticas. No fue,

con todo, un intelectual sistemático, capaz de dejar establecidos en teorías los métodos o sus

concepciones, sino que abordaba los temas llevado del impulso inmediato que lo conducía a

rescatar algo de lo que él mismo era. Justificaba con ellos la agudeza de sus observaciones y

se divertía en el gozo que le procuraban la lectura o la pintura, la pieza teatral o la obra

cinematográfica. No olvidaba fácilmente el aforismo gideano: “No es tan importante lo que

leo, como la manera como lo leo… Que lo importante resida en tu mirada y no en la cosa que

miras”. Por eso, nada raro es que confiese que al explicar a un autor se ayudaba a descubrir y

examinar su propio drama. Con esa convicción, se informó e informó a los demás acerca de lo

que de sí mismo había en la obra ajena. Esto, sin ser estrictamente verdad —sobre todo en

algunos escritos explicativos sobre pintura—, matiza su tarea con velos personales, siempre

insinuantes, que atraen la atención sobre aquello que precedentemente él creía descubrir.

Entre los méritos de su labor crítica, Villaurrutia cuenta el de haber contemplado con

distintas preferencias la poesía de Ramón López Velarde. “A los ojos de todos —escribe— la

poesía de Ramón López Velarde se instala en un clima provinciano, católico, ortodoxo. La

Biblia y el Catecismo son indistintamente los libros de cabecera del poeta; el amor romántico,

su amor; Fuensanta, su amada única.” Ese aspecto de la poesía velardeana, reflejo de una

moda temática que poco a poco se apoderaba de los poetas de nuestra lengua, era lo que

mayormente resplandecía a la mirada de los entusiastas, con el riesgo inmediato de

desvanecer otras facetas que incidían las zonas profundas del espíritu. Después de la

publicación de La sangre devota (1916), el cambio de procedimientos formales alarmó a

algunos lectores. José de J. Núñez y Domínguez lo advirtió y, tras de elogiar la primera

manera de López Velarde, agregó: “Extraviado ahora por el sendero de la extravagancia,

acopla versos y más versos, atropellando deliberadamente el ritmo, ejecutando malabarismos

musicales ingratos al oído, sutilizando la metáfora hasta convertirla en nebulosa, perdiéndose

en la oscuridad de figuras incomprensibles a fuerza de quintaesenciadas”.22

En cambio, Jorge Cuesta en más de una ocasión inclinó su simpatía por el segundo libro de

López Velarde, Zozobra (1919): “Una gran injusticia con López Velarde, en sus magníficos

poemas, se comete al preferir su poesía mexicanista. López Velarde, en sus magníficos

poemas, no le roba a su país lo que tiene; él es quien lo da”.23 Y en la Antología de la poesía

mexicana moderna (1929) afirma: “Ramón López Velarde murió joven, pero no antes de dejar

en la poesía mexicana las huellas más durables. Éstas no deben buscarse en la superficial

originalidad que hizo de él en seguida el jefe de una escuela, dándole un numeroso grupo de

prosélitos. Una influencia realmente honda se produce difícil y tardíamente, y sobre pocos

individuos, sobre los mejores”. Años después, en 1934, insistió: “De Ramón López Velarde…

se ha hecho el representante de una escuela mexicana; se ha hecho, pero indebidamente:

Ramón López Velarde es uno de los poetas más originales de México”.24 No se halla en

contradicción con estas precisiones de Cuesta lo que Torres Bodet afirmó en tiempos

juveniles: “Temamos a los poetas nacionalistas. El tono de un país lleva consigo la obra de

arte como lleva consigo el tono de una época, por fatalidad”.25 Villaurrutia condensó, en el

prólogo a los Poemas escogidos, todos aquellos rumores que su generación compartía acerca

del poeta zacatecano. En el zigzag de luces y sombras de su ensayo esplende el drama del

espíritu por encima de la gracia que a aquella poesía prestaban los recuerdos de la provincia.

El amor, las mujeres y la muerte, además de la religión, salen a flote entre las zonas en que

debaten el cielo y la tierra, la virtud y el pecado, el ángel y el demonio.

En términos generales, Villaurrutia adoptó las proposiciones acostumbradas en otras

latitudes en lo que atañe a la relación del arte con la naturaleza, con el individuo creador, la

moral, la nacionalidad. Como fruto del hombre, además de oponerse a la naturaleza y ser una

expresión de lo individual, el arte es “inútil” y sólo es viable por la forma en que descansa.

Gide había escrito en su prefacio a Las flores del mal: “La forma, razón de ser de la obra de

arte, es algo que el público no aprecia sino mucho más tarde. La forma es el secreto de la

obra”. Y Villaurrutia, al hablar de formas, cuidaba la de su pluma, lo mismo al referirse a

asuntos literarios que pictóricos, o al argumentar sobre el significado del cinematógrafo o

sobre teorías puramente estéticas. Quien lea sus escritos de índole crítica palpará las

afinidades con que imponía su criterio cuando abordaba cualquier tema artístico y,

paralelamente, mirará el amplio universo estético en que frecuentemente se internaba armado

no sólo de buena voluntad.

Paréceme a mí —observa José Rojas Garcidueñas— que las cualidades relevantes de la crítica de Villaurrutia están en la

solidez interna y en la ortogeneidad de sus atisbos o sus hallazgos, y a ellas se adunan la finura del trazo, la sutileza de la

observación, sin olvidar, claro está, el buen estilo que a todo ello presta elegancia, y los continuos toques de ingenio, tan

propios de su manera de escribir, que era, asimismo, una de las características de su manera de ser.26

Pocos escritores mexicanos han conservado, hasta el final, la actitud inquebrantable que,

respecto a la devoción artística, mantuvo Xavier Villaurrutia. No fue su oficio un quehacer

fácil de desvirtuar: la variedad de su producción literaria así lo testimonia. “La herencia que

Xavier Villaurrutia nos deja —dijo Celestino Gorostiza— ha prendido en muchos corazones y

habrá de crecer y multiplicarse, y vivirá aún y será más rica cuando de las frivolidades de su

tiempo no quede ni la sombra de un recuerdo.” Porque, por encima de las calidades de su

obra, Villaurrutia hace que el complicado y singular mundo de su conciencia perdure en la

historia de la literatura mexicana como una lección de rigor personal y un ejemplo de

apasionada vocación por las más altas manifestaciones de la cultura.

ALÍ CHUMACERO

1 Ulises, núm. 2 de junio, 1927.

2 Ulises, núm. 4 de agosto, 1927.

3 Ibid.

4 Ibid.

5 Ibid.

6 Véase José Rojas Garcidueñas, “Estridentismo y contemporáneos”, en Universidad de México, vol. VI, núm. 72,

diciembre, 1952.

7 José Luis Martínez, “Con Xavier Villaurrutia”, Tierra Nueva, año I, núm. 2, marzo-abril, 1940.

8 “Una carta de X. V.”, Letras de México, núm. 29, 1º de julio, 1938.

9 Rodolfo Usigli, “Xavier Villaurrutia”, Letras de México, núm. 4, 15 de marzo, 1937.

10 Tres grandes poetas belgas (Rodenbach, Maeterlinck, Verhaeren), con una conferencia de Enrique González

Martínez, Cvltvra, México, 1918, p. 8.

11 Prólogo a Campanas de la tarde, de Francisco González León, Ediciones México Moderno, México, 1923.

12 Ibid.

13 En Saisir, Jules Supervielle escribe:

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,

saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue.

Saisir le pied, le cou de la femme couchée

et puis ouvrir les mains. Combien d’oiseaux lâchés...

14 Calderón de la Barca, La nada de la vida.

15 Este poema tiene un antecedente directo en otro de Salvador Novo, Amor, del libro Espejo.

16 Es manifiesta la afinidad de estos versos con un poema de José Asunción Silva que lleva por título una interrogación: …?

…:

Estrellas que entre lo sombrío

de lo ignorado y de lo inmenso

asemejáis en el vacío

jirones pálidos de incienso...

¡Estrellas, luces pensativas!

¡Estrellas, pupilas inciertas!

¿Por qué os calláis si estáis vivas,

y por qué alumbráis si estáis muertas?

17 El mejor texto para informarse sobre la renovación de nuestro teatro, a partir de esas experiencias, es el libro Imagen

del teatro, de Antonio Magaña Esquivel, Letras de México, 1940.

18 Ibid., p. 92.

19 “El teatro de Villaurrutia”, Letras de México, núm. 26, 1º de abril, 1938.

20 Celestino Gorostiza, “El teatro de Xavier Villaurrutia”, Cuadernos Americanos, año XI, núm. 2, marzo-abril, 1952.

21 Miguel Guardia, “El teatro de Villaurrutia”, México en la Cultura, suplemento dominical del diario Novedades, núm.

102, 14 de enero, 1951.

22 Los poetas jóvenes de México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, México, 1918, p. 22.

23 “¿Existe una crisis en nuestra literatura de vanguardia?”, El Universal Ilustrado, 14 de abril, 1932.

24 “El clasicismo mexicano”, El Libro y el Pueblo, agosto, 1934.

25 Contemporáneos (Notas de crítica), Herrero, México, 1928, p. 119.

26 “Xavier Villaurrutia, crítico”, Nivel (Gaceta de Cultura), núm. 25, 25 de enero, 1961.

FUENTE:

Recopilación de textos por

MIGUEL CAPISTRÁN, ALÍ CHUMACERO

Y LUIS MARIO SCHNEIDER

Bibliografía de Xavier Villaurrutia por

LUIS MARIO SCHNEIDER

Letras Mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1953

Segunda edición, aumentada, 1966

Primera reimpresión, 1974

Primera edición electrónica, 2015

D. R. © 1953, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

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