domingo, 30 de octubre de 2022

MATEO FALCONE Prosper Merimée

 




MATEO FALCONE

Prosper Merimée

Cuando uno sale de Porto Vecchio para dirigirse al noroeste, hacia el interior de la isla, se ve una elevación bastante rápida del terreno y, después de tres horas de marcha por senderos tortuosos obstruidos por grandes pedazos de roca, y cortados algunas veces por barrancos, se llega a la linde de una macchia muy extensa. La macchia es la patria de los pastores corsos y de todos quienes han tenido que ver con la justicia. Ha de saberse que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de estercolar sus tierras, prende fuego a cierta extensión del bosque: no importa que la llama se corra más allá de lo necesario; pase lo que pase, bay seguridad de obtener buena cosecha, sembrando en aquella tierra fertilizada por las cenizas de los árboles que sustentaba. Levantadas las espigas, y dejando la paja, que costaría trabajo recoger, las raíces que han quedado en tierra sin consumirse hacen brotar en la primavera siguiente cepedas muy espesas que, en pocos años, alcanzan una altura de siete y ocho pies. A esta especie de tallar silvestre se le da el nombre de macchia. Diversas especies de árboles y de arbustos la forman, mezclados y confundidos como Dios quiere. Sólo el hombre, hacha en mano, puede abrirse allí paso y vence macchias tan espesas y cerradas que ni siquiera los carneros montaraces pueden penetrar en ellas.

Si habéis matado a un hombre, meteos en la macchia de Porto Vecchio y podréis vivir en seguridad con una buena escopeta, pólvora y balas; no olvidéis una capa parda provista de capucha, que sirve de manta y de colchón. Los pastores os dan leche, queso y castañas, y nada tenéis que temer de la justicia o de los parientes del muerto a no ser que tengáis que bajar a la ciudad para renovar vuestras municiones.

Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega en 18…, tenía su casa a media legua de macchia. Era hombre bastante rico para aquel país y vivía noblemente, es decir, sin hacer nada, del producto de los rebaños que unos pastores, especie de nómadas, apacentaban aquí y allá en las montañas. Cuando lo vi, años después del suceso que voy a contar, me pareció que tendría, no más de cincuenta. Figuraos un hombre bajo pero robusto, con cabellos crespos, negros como el azabache, nariz aguileña, labios finos, ojos grandes y vivos, y tez de color de suela. Su habilidad en el tiro de escopeta se tenía por extraordinaria, aun en su país, donde hay tantos buenos tiradores. Eso sí, Mateo no hubiera disparado jamás contra un carnero con su cría; pero a ciento veinte pasos, lo derribaba de un balazo en la cabeza o en la espaldilla, a elegir. De noche, sabía servirse de sus armas tan fácilmente como de día, y de él me han contado este rasgo de precisión que parecerá acaso increíble al que no haya viajado por Córcega. A ochenta pasos, colocaban una vela encendida detrás de un papel transparente de la anchura de un plato. Apuntaba él, apagaban la vela, y, al cabo de un minuto, en la oscuridad más completa, disparaba y taladraba el transparente, de cuatro veces, tres.

Con méritos tan notorios, Mateo Falcone había conquistado gran reputación. Pasaba por ser tan buen amigo como peligroso enemigo, era servicial, daba limosna y vivía en paz con todos en el distrito de Porto Vecchio. Pero contaban de él que en Corte, donde había ido a buscar mujer, se había desembarazado muy vigorosamente de un rival que se consideraba tan temible en la guerra como en amor: por lo menos a Mateo se atribuía cierto escopetazo que sorprendió al rival cuando estaba afeitándose delante de un espejillo colgado de su ventana. Se echó tierra al asunto. Mateo se casó. Su mujer Giuseppa le había dado primero tres hijas, a las que quería rabiosamente, y por último un hijo, que llamó Fortunato: era la esperanza de la familia, el heredero del nombre. Las hijas estaban bien casadas: su padre podía contar en caso necesario con los puñales y las escopetas de sus yernos. El hijo no tenía más que diez años, pero anunciaba ya felices disposiciones.

Cierto día de otoño, salió Mateo temprano con su mujer para ir a ver uno de sus ganados en un claro de la macchia. El chico quería acompañarle, pero el claro estaba muy lejos, y además, alguien tenía que quedarse a guardar la casa. Negóse pues el padre; ya se verá si no tuvo motivo para arrepentirse.

Unas horas llevaba ausente y el pequeño Fortunato estaba tranquilamente tendido al sol, mirando las montañas azules, y pensando que al otro domingo iría a la ciudad a comer con su tío el cabo, cuando interrumpió de pronto sus meditaciones la explosión de un arma de fuego. Se puso de pie y se volvió hacia la parte del llano donde había sonado el tiro. Otros se sucedieron, disparados a intervalos desiguales, y cada vez más próximos; por último, en el sendero que conducía desde la llanura a la casa de Mateo apareció un hombre, con el sombrero puntiagudo que llevan los montañeses, barbudo, cubierto de harapos, y arrastrándose trabajosamente con el apoyo de su escopeta. Acababa de recibir un tiro en el muslo.

Aquel hombre era un bandido que había salido de noche para ir a la ciudad en busca de pólvora y de camino cayó en una emboscada de tiradores corsos. Tras una vigorosa defensa, había conseguido hacer una retirada, vivamente perseguido y tiroteado de roca en roca. Pero les llevaba poca delantera a los soldados y su herida para su desgracia iba a impedirle llegar a la macchia antes que le alcanzasen.

Se acercó a Fortunato y le dijo:

—¿Eres tú el hijo de Mateo Falcone?

—Sí.

—Pues yo soy Gianetto Sanpiero. Los del cuello amarillo me persiguen. Escóndeme, porque no puedo ir más allá.

—¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin permiso suyo?

—Dirá que has hecho bien.

—¿Quién sabe?

—Escóndeme pronto, que vienen.

—Espera que vuelva mi padre.

—¿Qué espere? ¡Maldición! Estarán aquí dentro de cinco minutos. Ea, escóndeme, o te mato.

Fortunato le contestó con la mayor sangre fría:

—Tienes descargada la escopeta y ya no te quedan cartuchos.

—Tengo mi puñal.

—¿Pero correrás tanto como yo?

—Tú eres el hijo de Mateo Falcone. ¿Dejarás que me prendan delante de tu casa?

Aquello pareció conmover al niño.

—¿Qué me das si te escondo? —dijo acercándose.

Hurgó el bandido en una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y sacó una moneda de cinco francos, reservada sin duda para comprar pólvora. Sonrió Fortunato al ver la moneda de plata, y apoderándose de ella dijo a Gianetto:

—No temas nada.

Hizo enseguida un agujero grande en un montón de heno colocado cerca de la casa. Acurrucóse en él Gianetto, y el niño volvió rápido a raparlo de modo que le entrara un poco de aire para respirar, sin que fuese posible empero sospechar que aquel heno

ocultaba a un hombre. Se le ocurrió, además, una treta harto ingeniosa. Fue a buscar una gata con su cría, y los puso encima del montón de heno, para dar a entender que nadie lo había tocado recientemente. Advirtiendo enseguida huellas de sangre en el sendero cerca de la casa, las cubrió de polvo cuidadosamente, y, hecho esto, volvió a tenderse al sol con la mayor tranquilidad.

Pocos minutos después, seis hombres de uniforme pardo con cuello amarillo, mandados por un ayudante, estaban ante la puerta de Mateo. Era aquel ayudante algo pariente de Falcone. (Sabido es que en Córcega los grados de parentesco se siguen hasta más lejos que en otras partes). Llamábase Tiodoro Gamba: era hombre activo, muy temido por los bandoleros de los que había ya acorralado a muchos.

—Buenos días, primito, dijo a Fortunato acercándose a él; ¡cómo has crecido! ¿Viste hace un momento pasar a un hombre?

—¡Oh! Aún no estoy tan alto como tú, primo, contestó el niño con expresión estúpida.

—Ya lo estarás. Pero, ¿no viste pasar un hombre? Di.

—¿Si he visto pasar un hombre?

—Sí, a un hombre con gorro puntiagudo de terciopelo negro y chaquetón bordado de rojo y amarillo.

—¿A un hombre con gorro puntiagudo y chaquetón bordado de rojo y amarillo?

—Sí, contesta pronto y no repitas mis preguntas.

—Esta mañana el señor cura pasó por delante de nuestra puerta en su caballo Piero. Me preguntó cómo estaba papá, y le contesté…

—¡Ah! bribón, te las echas de listo… di pronto por dónde ha pasado Gianetto, que le andamos buscando; y estoy seguro de que echó por aquel sendero.

—¿Quién sabe?

—¿Quién sabe? Yo sé que tú le has visto.

—¿Ve uno a los que pasan cuando duerme?

—Tú no estabas durmiendo pillo; los tiros te despertaron.

—¿Y crees tú, primo, que tus escopetas hacen tanto ruido? Mas suena la de mi padre.

—¡El diablo te confunda, mala pécora! Seguro estoy de que has visto aquí a Gianetto, y hasta que le hayas escondido. Ea, muchachos, entrad en la casa y mirad si no está ahí nuestro hombre. Sólo una pata le servía, y el pícaro tiene demasiado buen sentido para intentar, cojeando, llegar a la macchia. Además, hasta aquí llega el rastro de la sangre.

—¿Y qué dirá mi padre, —preguntó Fortunato en son de burla—; qué dirá si sabe que han entrado en su casa estando él fuera?

—¡Tunante! —dijo el ayudante Gamba tirándole de una oreja—. ¿Sabes que si quiero puedo hacer que cambies de nota? Tal vez con veinte sablazos de plano te decidas a hablar.

Y Fortunato seguía burlándose.

—¡Mi padre es Mateo Falcone! —dijo con énfasis.

—Ya sabes, pilluelo, que puedo llevarte a Corte o a Bastia. Haré que te tiendan en un calabozo, sobre paja, con cadenas en los pies, y te mandaré guillotinar, si no dices dónde está Gianetto Sanpiero.

El niño se echó a reír ante tan ridícula amenaza, y repitió:

—Mi padre es Mateo Falcone.

—Ayudante —dijo por lo bajo uno de los tiradores— no hay que reñir con Mateo.

Gamba, parecía evidentemente perplejo. Hablaba en voz baja con sus soldados, que habían registrado ya toda la casa. No era larga la operación, porque la cabaña de un corso no consta más que de una habitación cuadrada. El mueblaje, se compone de una mesa, unos bancos unas arcas y algunos utensilios de caza o domésticos. Entretanto Fortunato hacía caricias a la gata y parecía gozar malignamente de la confusión de los tiradores y de su primo.

Un soldado se aproximó al montón de heno, vio la gata y dio un bayonetazo en el heno con negligencia, encogiéndose de hombros, como si sintiera lo ridículo de su precaución. No hubo movimiento; y la cara del niño no delató la emoción más ligera.

El ayudante y los suyos se daban al diablo: ya miraban serios hacia el llano, como dispuestos a volverse por donde habían venido, cuando su jefe, convencido de que las amenazas no producirían impresión ninguna en el hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar la fuerza de las caricias y los regalos.

—Primito —dijo— me estás pareciendo un mozo listo. Llegarás muy lejos; pero está muy feo lo que haces conmigo; y si no temiera enojar a mi primo Mateo, ¡lléveme el diablo!, te llevaba conmigo.

—¡Bah!

—Pero cuando vuelva mi primo, le contaré lo que ha pasado y por mentiroso te dará de latigazos hasta que salga sangre.

—A saber…

—Ya lo verás… pero, mira… sé bueno y te doy una cosa.

—Yo, primo, voy a darte un consejo: y es que si tardas más ya el Gianetto estará en la macchia y de allí no le sacarás tú ni otros más listos.

—Sacó el ayudante del bolsillo un reloj de plata que podría valer diez escudos; y advirtiendo el brillo de los ojos de Fortunato al mirarlo, le dijo, manteniendo el reloj colgado de su cadena de acero:

—¡Bribón! Ya querrías tener un reloj como este colgando del cuello, para pasearte por las calles de Porto Vecchio orgulloso como un pavo real y que la gente te preguntara: «¿Qué hora es?», y tu contestarías: «míralo en mi reloj».

—Cuando sea mayor, mi tío el cabo me va a regalar uno.

—Sí; pero el hijo de tu tío ya lo tiene… no tan bonito como este, por cierto… y es más chico que tú.

Suspiró el niño.

—Bueno, ¿quieres este reloj, primito?

Fortunato, mirando el reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que ofrecen un pollo entero. Como se da cuenta de la burla, no se atreve a echar la zarpa, y de tiempo en tiempo desvía los ojos para no exponerse a caer en la tentación pero, se relame sin

cesar, como si le dijera a su amo: «¡Qué bromas tan crueles!». Sin embargo, el ayudante Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe. Fortunato no extendió la mano, pero le dijo con amable sonrisa:

—¿Por qué te burlas de mí?

—Por Dios, no me burlo. Dime dónde está Gianetto y el reloj es tuyo.

Dejó escapar Fortunato una sonrisa de incredulidad; y, clavando los ojos negros en los del ayudante, se esforzaba por leer en ellos la fe que podía dar a sus palabras.

—Que me quede sin charreteras —exclamó el ayudante—, si no te doy el reloj con esa condición. Los muchachos son testigos, y no puedo volverme atrás.

Hablando así, seguía acercándole el reloj tanto que ya casi tocaba a la mejilla del niño. Bien mostraba éste en su cara, el combate que dentro de su alma estaba librándose, entre la codicia y el respeto debido a la hospitalidad. Su pecho descubierto se levantaba con fuerza, y parecía a punto de ahogarse. Y entre tanto, el reloj oscilaba, giraba, y a veces le rozaba la punta de la nariz.

Por fin, poco a poco, su mano derecha se alzó hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos; y ya pesaba todo entero en su mano, sin que el ayudante soltara el extremo de la cadena… La esfera era de color azulado… la caja recién bruñida… al sol, parecía todo él de fuego… la tentación era demasiado fuerte.

Fortunato levantó también la mano izquierda y con el pulgar señaló, por encima del hombro, el montón de heno que tenía a sus espaldas. El ayudante, lo entendió enseguida. Soltó el extremo de la cadena; Fortunato se sintió dueño único del reloj. Púsose en pie con agilidad de un gamo y alejóse diez pasos del montón de heno que los tiradores se pusieron a revolver al punto.

No tardaron en ver agitarse el heno; y un hombre ensangrentado, puñal en mano, que salía de él; pero, como intentara levantarse, su herida enfriada no le permitió ya sostenerse. Cayó. Echóse sobre él el ayudante y le arrancó el arma. Enseguida, le amarraron fuertemente, a pesar de su resistencia.

Gianetto, tendido en el suelo y atado como un haz de leña, volvió a mirar a Fortunato que se había aproximado.

—¡Hijo de…! —le dijo, con más desprecio que cólera. Arrojóle el niño la moneda de plata que había recibido de él, sintiendo que había dejado de merecerla; pero el

proscrito, no pareció reparar en aquel movimiento. Con mucha sangre fría le dijo al ayudante:

—Querido Gamba, no puedo andar; vas a tener que llevarme al pueblo.

—Más ligero que un corso corrías hace un rato, replicó el cruel vencedor; pero puedes estar tranquilo: tan contento estoy de tenerte que te llevaría una legua a cuestas sin cansarme. Pero, compañero, vamos a hacerte una litera con unas ramas y con tu capote, y en la alquería de Créspoli encontraremos caballos.

—Bueno —dijo el preso— echa también un poco de paja en la litera para que vaya más cómodo.

Mientras los tiradores andaban ocupados, unos en hacer una especie de camilla con ramas de castaños, y otros en vendar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y su mujer, aparecieron de pronto en la revuelta de un sendero, que conducía a la macchia. Avanzaba la mujer, encorvada penosamente al peso de un enorme saco de castañas, en tanto que el marido se pavoneaba, sin llevar más que una escopeta en la mano, y otra en bandolera porque es indigno que un hombre lleve más peso que el de sus armas.

Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fue que iban a detenerle. Pero, ¿por qué tal idea? ¿Tenía acaso Mateo alguna cuenta con la justicia? No. Gozaba de buena reputación. Era como suele decirse, «paisano de buena fama»; pero era corso y montañés, y pocos corsos montañeses hay que, si escudriñan bien en su memoria, no puedan encontrar en ella algún pecadillo, tal como unos tiros, unas puñaladas, y otras futesas. Mateo, más que otros, tenía la conciencia limpia; porque más de diez años llevaba sin haber asestado su escopeta contra un hombre; sin embargo, como era prudente, se puso en actitud de defenderse bien, si era necesario.

—Mujer —dijo a Giuseppa— tira el saco y prepárate. Obedeció ella al instante. Dióle él la escopeta que llevaba en la bandolera y que hubiera podido servirle de estorbo. Amartilló la que llevaba en la mano, y fue avanzando lentamente hacía la casa, arrimándose a los árboles que orillaban el camino, y dispuesto a la más leve demostración de hostilidad, a parapetarse tras el tronco más grueso, desde donde podría disparar a cubierto. Su mujer, pisándole los talones, le llevaba el fusil de repuesto y la cartuchera. El papel de una buena ama de casa, en trance de combate, consiste en cargar las armas de su marido.

Por otro lado, al ayudante le afligía mucho ver acercarse así a Mateo, contando los pasos, preparaba la escopeta y el dedo en el gatillo.

«Si por casualidad», pensaba, «fuese Mateo pariente de Gianetto, o amigo suyo, y quisiera defenderle la carga de sus dos escopetas llegaría a dos de nosotros, tan segura como una carta en el correo; y si me apuntara, a pesar del parentesco…».

En esta perplejidad, tomó un partido muy valeroso, y fue el de avanzar solo a donde estaba Mateo, para contarle el caso, acercándose a él, como antiguo conocido; pero el corto intervalo que le separaba de Mateo, le pareció terriblemente largo.

—¡Hola! ¡Eh!, viejo camarada —gritó—, ¿qué tal te va, valiente? Soy yo, soy Gamba, tu primo.

Mateo sin responder palabra, se había parado, y a medida que hablaba el otro iba levantando despacito el cañón de la escopeta, de suerte que en el momento en que se le acercó el ayudante, apuntaba ya al cielo.

—Buenos días, hermano —dijo el ayudante tendiéndole la mano—; hace mucho que no te he visto.

—Buenos días, hermano.

—Vine a darte los buenos días al pasar, y a mi prima Pepa. Hoy hemos hecho una caminata larguísima pero no hay que sentir cansancio, porqué tenemos una buena presa. Acabamos de agarrar a Gianetto Sanpiero.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Giuseppa—. Una cabra lechera nos robó la semana pasada.

Gamba, regocijóse al oírlo.

—¡Pobrecillo! —dijo Mateo—. Tendría hambre.

—El pícaro, se ha defendido como un león, —prosiguió el ayudante, un tanto mortificado—; me mata uno de mis tiradores y no contento con esto le rompió un brazo al cabo Chardon; pero no importa mucho, porque se trata de un francés… Luego, tan bien se había escondido, con tanta habilidad, que ni el diablo lo hubiera descubierto. A no ser por el primito Fortunato, nunca le hubiera encontrado.

—¡Fortunato! —exclamó Mateo.

—¡Fortunato! —repitió Giuseppa.

—Sí, el Gianetto se había ido a esconder en aquel montón de heno; pero el primito me hizo ver la treta. Ya se lo diré a su tío el cabo, para que le envíe un buen regalo por su trabajo. Y en el informe que mande al señor abogado general, figurarán su nombre y el tuyo.

—¡Maldición! —dijo por lo bajo Mateo.

Se habían reunido al destacamento. Gianetto, estaba ya en la litera tendido, ya punto de emprender la marcha. Cuando vio a Mateo en compañía de Gamba, sonrió con extraña sonrisa; luego, volviéndose hacia la puerta de la casa, escupió en el umbral diciendo:

—¡Casa de traidores!

Sólo un hombre decidido a morir, hubiera osado pronunciar la palabra traidor aplicándosela a Falcone. Una buena puñalada, sin necesidad de repetición, hubiera pagado inmediatamente el insulto.

Sin embargo, Mateo no hizo más ademán que el de llevarse la mano a la frente como un hombre agobiado.

Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a su padre. Pronto volvió a salir con un cuenco de leche que ofreció a Gianetto, bajando los ojos.

—¡Lejos de mí! —le gritó el proscrito, con voz de trueno.

Y volviéndose luego a uno de los tiradores, le dijo:

—Camarada, dame de beber.

Puso el soldado entre sus manos la cantimplora y el bandido bebió el agua que le daba un hombre con quien acababa de estar batiéndose a tiros. Pidió enseguida que le ataran las manos de manera que las tuviese cruzadas sobre el pecho, y no atadas a la espalda.

«Me gusta» decía, «ir acostado cómodamente». Diéronse prisa a satisfacerle y luego el ayudante dio la señal de marcha, dio adiós a Mateo, que no le contestó, y bajó con paso acelerado hacia el llano.

Cerca de diez minutos pasaron antes de que Mateo abriese la boca. El niño, miraba con ojos inquietos ya a su madre ya a su padre, que apoyado en la escopeta, lo contemplaba con expresión de cólera reconcentrada.

—¡Bien empiezas! —dijo por fin Mateo con voz tranquila, pero espantosa para el que conociera al hombre.

—¡Padre! —exclamó el niño avanzando con las lágrimas en los ojos como para echarse a sus pies.

Pero Mateo le gritó:

—¡Apártate de mí!

Detúvose el niño, y rompió a sollozar, inmóvil, a unos pasos de su padre.

Acercóse Giuseppa. Acababa de ver la cadena brillante del reloj, uno de cuyos extremos asomaba por la camisa de Fortunato.

—¿Quién te ha regalado este reloj? —preguntó en tono severo.

—Mi primo el ayudante.

Agarró Falcone el reloj, y tirándolo con fuerza contra una piedra, lo hizo mil pedazos.

—Mujer —dijo— este hijo, ¿es mío?

Las mejillas morenas de Giuseppa, se volvieron de color rojo ladrillo.

—¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?

—Pues bueno, este niño es el primero de su raza que haya hecho traición.

Redoblaron los sollozos, y los hipos de Fortunato, y Falcone tenía fijos en él sus ojos de lince. Dio por fin un golpe en el suelo con la culata de la escopeta, y echándosela de nuevo al hombro, volvió a tomar el camino de la macchia, gritándole a Fortunato que le siguiera. Obedeció el niño.

Giuseppa, corrió detrás de Mateo y le cogió por un brazo.

—Es tu hijo —le dijo en voz temblorosa, clavando los ojos negros en los de su marido para leer lo que pasaba a su alma.

—Déjame, —respondió Mateo— soy su padre.

Dio un beso Giuseppa a su hijo, entró llorando en la cabaña, y se echó de rodillas ante una estampa de la Virgen, rezando con fervor. Entre tanto, Falcone anduvo unos doscientos pasos por el sendero, sin pararse hasta el barranco estrecho adonde bajó. Sondeó la tierra con la culata de la escopeta, y la encontró blanda y fácil de excavar. El lugar le pareció conveniente para su propósito.

—Fortunato, ponte junto a aquella piedra grande.

Hizo el niño lo que le mandaba, y se arrodilló.

—Reza tus oraciones.

—¡Padre, padre, no me mates…!

—¡Reza tus oraciones! —repitió Mateo con voz terrible.

El niño balbuceando y sollozando, rezó el padrenuestro y el credo. El padre, con voz fuerte, respondía «amén», al final de cada oración.

—¿Son esas todas las oraciones que sabes?

—Padre sé también el avemaria y la letanía, que mi tía me enseñó.

—Muy larga es, pero no importa.

Acabó el niño la letanía con voz apagada.

—¿Concluiste?

—¡Ay, padre, piedad! ¡Perdóname!, ¡no lo haré más!, se lo pediré tanto a mi primo el cabo, que perdonará a Gianetto…

Aún seguía hablando; Mateo había amartillado la escopeta y le apuntaba diciendo:

—¡Que Dios te perdone!

Hizo el niño un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazarse a las rodillas de su padre; pero no tuvo tiempo. Disparó Mateo, y Fortunato cayó muerto en el acto.

Sin echar una ojeada al cadáver, volvió a tomar Mateo el camino de su casa, en busca de un azadón con que enterrar a su hijo. Apenas había dado unos pasos, cuando se encontró con Giuseppa, que acudía, alarmada por el disparo.

—¿Qué has hecho? —exclamó.

—Justicia.

—¿En dónde está?

—En el barranco. Voy a enterrarle. Ha muerto como cristiano; voy a mandarle cantar una misa. Que le digan a mi yerno Tiodoro Bianchi que se venga a vivir con nosotros.

viernes, 28 de octubre de 2022

IMPULSO PERVERSO Walt Whitman.

 


IMPULSO PERVERSO

Walt Whitman

Aquella sección de la calle Nassau que desemboca en el gran centro comercial de Nueva York ha estado, desde largo tiempo, ocupada por leguleyos. Tolerado y reconocido por esta clase de gente desde hacía vatios años, estaba Adam Covert, un hombre de mediana edad y de medios económicos limitados, quien, como para decir la verdad, obtenía más ganancias por medio de pillerías que en el honorable ejercicio de su profesión. Era un hombre alto, de amarillento rostro, viudo y padre de dos niños; últimamente se afanaba en encontrar una esposa con dinero que mejorase su actual situación. Pero de alguna u otra manera sus proyectos siempre parecían frustrarse, quizás con una excepción, y esta ciertamente muy vaga.

Uno de los primeros clientes de Mr. Covert había sido un pariente lejano de nombre Marsh, quien al morir de manera un poco súbita, había dejado a su cuidado una hija y un hijo con cierta cantidad de bienes, de los cuales debía disponer este mismo caballero. Sin perder un minuto, el astuto abogado captó la situación y, secundado por la confusión y tristeza de aquella emergencia, disfrazó su objetivo bajo una nube de tecnicismos que le valieron el insertar nuevas disposiciones en el testamento del moribundo que le otorgaron un casi arbitrario control sobre el total de la propiedad y sobre aquellos que la poseían.

Este control era de tal duración que no debía terminarse cuando los muchachos llegasen a la mayoría de edad. El hijo, Phillip, un muchacho espiritual y un poco arrebatado de carácter, ya hacía tiempo que había alcanzado aquella edad. Esther, la niña, sencilla y devota, tenía unos diecinueve años.

Teniendo tal poder sobre sus protegidos, Covert no sintió ningún escrúpulo en apoyarse en él para presionar con sus exigencias a la mano de Esther. Desde la muerte de Marsh, la propiedad que este había dejado en un solo lote debía ser repartida entre los dos hermanos, había llegado a tener un valor bastante considerable; por consiguiente la parte correspondiente a Esther era para un hombre en la situación de Covert un premio digno por el cual luchar. Durante todo el asedio, y aunque ambos huérfanos eran poseedores de una considerable renta, se veían en apuros de dinero; de pequeñas sumas de dinero, en verdad. Esther, generalmente a causa de Phillip, se veía obligada a recurrir a la casa de empeños, pues le gustaba que a este no le faltase nada.

Aunque frecuentemente había demostrado a su guardián la aversión que le inspiraba, Esther continuaba siendo la víctima de su persecución, hasta que un día evidenció un comportamiento más osado, mostrándose más apremiante en sus pretensiones. Esther, que compartía en cierto modo el fogoso carácter de su hermano, le contestó con una negativa terminante y brusca. Con dignidad le expuso las razones que

tenía para ello, prohibiéndole que volviese a mencionarle aquella pretensión de matrimonio. Él le replicó agriamente, jactándose del poder que tenía sobre ellos dos, y declarando que si ella no accedía en ser su esposa, ambos quedarían sin un centavo.

A esta amenaza añadió insultos que ninguna mujer puede recibir de un ser digno de llamarse hombre, y marchóse sólo cuando lo encontró conveniente. Aquel mismo día regresó Phillip de Nueva York, luego de una ausencia de varias semanas, por un asunto de negocios de la agencia mercantil para la cual trabajaba.

Más avanzada la tarde de aquel mismo día, se encontraba Covert en su despacho, trabajando, cuando un golpe en la puerta le anunció un visitante, el que inmediatamente después penetró en la habitación. El rostro del joven Marsh, pues él era el visitante, exhibía una palidez que no pareció a Covert del todo tranquilizadora, por lo que llamó a un empleado de la oficina contigua y le dio algún trabajo para hacer en el escritorio del lado.

—Deseo verlo a solas, Mr. Covert, si no es molestia —dijo el recién llegado.

—Podemos hablar a nuestras anchas aquí donde estamos —respondió el abogado—. En realidad no tengo mucho tiempo disponible para conversar, pues en estos momentos me encuentro muy atareado.

—Pero yo debo hablarle —respondió Phillip secamente—; al menos debo aclararle algo, Mr. Covert: ¡es usted un villano!

—¡Insolente! —exclamó el abogado, levantándose detrás del escritorio y señalando la puerta—. ¿La ve usted, señor? Tiene un largo minuto para situarse al otro lado de ella y para que sus pies encuentren la manera de salir lo más rápidamente de aquí. ¡Fuera, señor!

Aquella humillación fue muy dura para Phillip, dados sus rígidos conceptos del honor. Se irguió pálido, pero tranquilo.

—Nos veremos muy pronto —dijo con labios temblorosos, pero en voz baja y clara; luego abandonó la oficina.

Los siguientes sucesos de aquel agradable día de verano dejaron poca huella en la mente del joven. Vagabundeó sin objetivo ni destino a lo largo de South Street y por Whitehall; vigiló con curiosos ojos los movimientos del muelle, los barcos al cargar y descargar, escuchando los alegres gritos de los marineros y los estibadores. Sucede en algunas mentalidades, que una fuerte impresión produce el singular efecto de unificar

dos facultades de aparente ineficacia, una aguda sensibilidad con una suerte de fría apatía que se combinan para formar un solo estado de ánimo. Phillip era uno de ellos. Mientras observaba los diferentes atavíos de la gente del muelle, se preguntaba si recibirían el suficiente jornal para darse ellos y sus familias un buen pasar, y si tendrían o no familias, lo cual trataba de adivinar por medio de sus ademanes y vestimentas. En estas agradables divagaciones estaba aún al terminarse el día, y durante todo aquel tiempo el deseo predominante, pero de ninguna manera claro, era el ver nuevamente al abogado Covert.

Finalmente había llegado la noche. Pero ni aún entonces encaminó el joven sus pasos hacia su hogar, si no que, sintiéndose más calmado, entró en un lugar donde le pudiesen servir algo de comer y que al ser complacido casi no tocó. Sentía una persistente sensación de sed, y al pasar más tarde delante de un bar pensó que no le haría nada mal tomar un vaso de alcohol. Entró, bebió y las horas que iban pasando allí le iban robando la conciencia. No sólo bebió un vaso, si no tres o cuatro, de licores extremadamente fuertes para él, que habitualmente era abstemio.

Había sido un día y un atardecer calurosos, de manera que, cuando Phillip, a una avanzada hora de la noche, emergió del bar al exterior, se encontró con que comenzaba una tormenta eléctrica. A pesar de esto, se encaminó resueltamente calle arriba, enfrentando el viento, que parecía arreciar a cada paso.

La lluvia se había convertido ahora en torrentes; todas las tiendas habían cerrado sus puertas y muy pocas luces de la calle se hallaban encendidas; sólo podía guiarse en su camino por los frecuentes destellos de los relámpagos. Más o menos a mitad de camino la furia de la tormenta lo obligó a buscar amparo bajo los aleros de una tienda. Cuando se hubo acomodado lo más al interior posible, la luz de un relámpago le reveló que al extremo del escondrijo había ya otro inquilino.

—Una lluvia violenta —dijo el otro ocupante, mientras Phillip, al oír su voz, lo observaba atentamente.

El sonido de aquella voz casi logró que el joven quedara sobrio inmediatamente. Era ciertamente la voz de Adam Covert. Contestó con otra observación casual y esperó un nuevo destello de relámpago para verle el rostro. Cuando este llegó, pudo darse cuenta de que en realidad su compañero era su tutor.

Phillip Marsh había bebido demasiado (y roguemos para que ello te lo haga más comprensible, severo moralista). En su interior sintió un enjambre de pensamientos que no podía apartar de su mente. Todos los insultos que había recibido su hermana y las

infamantes frases que Covert le había dirigido aquella misma tarde. Reflexionó sobre todas las injurias que Esther y él habían recibido y sobre las que probablemente tendrían que soportar en el porvenir en sus manos de aquel descarado mal hombre; en lo egoísta, malvado y sin principios que era su carácter; en los despreciables y crueles abusos ejercidos sobre gente pobre que había caído en sus manos; en todo el mal del cual había sido autor y el sufrimiento que podría causar en el futuro. El mismo estruendo causado por los elementos: el áspero redoble del trueno, el vindicativo ruido de la lluvia, y el fiero relumbrar de salvaje fluido que parecía amotinar la tormenta a su alrededor, le parecieron al joven una extraña furia afín a la desencadenada en su interior. El cielo mismo (tan atrevida era su imaginación) parecía brindar la escena apropiada y el momento para un acto de justicia divina. No pensó por un instante que la causa verdadera que Covert se encontrase tan tarde en la calle fuese debido a su afán de lucro y que los negocios lo hubiesen mantenido en la oficina, si no que su fantasía concibió un misterioso poder ordenando las cosas de aquella manera para que ambos se encontrasen a hora tan intempestiva. Todo este remolino de influjos se apoderó de Phillip con rapidez y en aquel horrible momento se aproximó hacia su tutor.

—¡Hola! —dijo—. Me parece que no hemos encontrado bastante pronto señor Covert, ¡traidor a mi padre y ladrón de sus hijos! ¡Me da miedo el solo imaginar lo que estoy pensando!

El natural descaro del abogado no pareció abandonarlo.

—A no ser que quiera pasar una noche en el calabozo, joven —dijo, después de una pequeña pausa—; ¡retírese! Por lo que yo recuerdo, su padre era un hombre débil, y en lo que concierne a su hijo, su perverso corazón es su peor enemigo. Nunca me he comportado mal con ninguno de los dos, eso puedo decirlo, ¡jurarlo!

—¡Insolente embustero! —exclamó Phillip, mientras los ojos le llameaban en la oscuridad.

Covert no replicó; solo lanzó una carcajada fría y desdeñosa que hizo redoblar la furia del joven. Se abalanzó sobre el abogado y lo agarró por el cuello.

—¡Toma lo que mereces! —gritó jadeante, pues su garganta se hallaba obstruida por la diabólica ira que lo había perseguido en aquella hora negra—. ¡No eres digno de vivir!

Arrojó a sus tutor a tierra, cayendo sobre él, aniquilador, ahogando el grito que la pobre víctima había comenzado a exhalar. Luego, acompañado de monstruosas

imprecaciones, apretó fuertemente un nudo alrededor del cuello de aquel balbuceante ser; extrajo enseguida una navaja de su bolsillo y tocando el resorte hizo salir la larga y afilada hoja ansiosa de realizar su sangriento trabajo.

Mientras la tormenta menguaba se pudo oír el último esfuerzo del moribundo, que se tradujo en un grito bajo y entrecortado. En ese mismo momento, el brazo del asesino hundió el arma una, dos, tres veces, profundamente en el pecho de su enemigo. No había transcurrido un minuto desde aquella risa exasperante y fatal y el acto estaba consumado, mientras el sentimiento que invadió inmediatamente al culpable fue de miedo y deseos de huir.

En la sobrenatural pausa siguiente, los ojos de Phillip escudriñaron la oscuridad alrededor y por encima de él. En lo alto, el Dios que todo lo ve. ¿Qué o quién era la figura de allí en lo alto?

—¡Clemencia! ¡En nombre de Jehová, clemencia! —gritó una penetrante, clara y melodiosa voz.

Era como si un espíritu acusador hubiese venido a dar testimonio de aquel hecho de sangre. Inclinada sobre una ventana en lo alto, apareció una figura envuelta, cuyo rostro poseía una joven y hermosa belleza. Largos y vividos resplandores le dieron a Phillip la oportunidad de verla tan claramente como si el sol brillase resplandeciente. Una mano de la imagen se había alzado en actitud de imprecación, mientras sus grandes ojos negros miraban aquella escena de allá abajo con expresión de horror y estremecido pánico. Tal celestial belleza y las peculiares circunstancias llenaron de espanto el corazón de Phillip.

—Si todavía no es muy tarde —exclamó la joven nuevamente—, perdónalo. ¡En nombre de Dios te ordeno «No matarás»!

Aquellas palabras sonaron como un tañido fúnebre al oído del aterrorizado y ya arrepentido Phillip. Levantándose encima del cuerpo, dio una segunda mirada a lo largo de la calle, totalmente solitaria y desierta; luego, cruzando hacia Reade Street, terminó su trayecto en un verdadero estado de estupor, hasta llegar a las avenidas cercanas a su hogar.

Cuando a la mañana siguiente fue encontrado el cadáver del abogado asesinado, los oficiales de la justicia comenzaron sus averiguaciones; las sospechas recayeron inmediatamente en Phillip, el cual fue arrestado. Pero, a pesar de realizarse una rigurosa pesquisa, no salió a la luz ninguna evidencia que pudiese implicar al joven, a

excepción de su visita a Covert la tarde anterior, y el airado lenguaje de intercambio en ella. Esta evidencia no tenía el valor necesario como para acusarlo con un cargo tan grave.

Al segundo día el caso llegó a la justicia ordinaria, para que declarase si Phillip pudo haber cometido el crimen o, en caso contrario, lo dejase en libertad. Sólo tuvo en su contra el testimonio del empleado de Covert, mientras que uno de sus empleadores, creyendo en su inocencia, le había contratado uno de los más hábiles abogados criminalistas de Nueva York. El testimonio fue declarado insuficiente y derogada la acusación.

La atestada sala le abrió camino parta dejarlo salir; miles de curiosos mantenían los ojos fijos en sus rasgos; pero de toda aquella multitud humana, él sólo vió un rostro, uno pálido y triste de ojos negros que cubría el centro de todo. Había visto aquel rostro dos veces antes: la primera, como un testigo reprobador; la segunda en prisión inmediatamente después de su arresto; y ahora por última vez. Aquella extraña joven que había venido a la sala para cumplir un ingrato deber, el testificar lo que había presenciado, se había enternecido ante la palidez del rostro de Phillip, y los convulsivos sollozos de su hermana le habían impedido declarar en contra del asesino. ¿Debemos aplaudir o condenar esta actitud? Dejemos que cada lector se conteste esta pregunta así mismo.

Aquella misma tarde, Phillip abandonó Nueva York. Su amable empleador poseía una finca unas millas más arriba a orillas del Hudson y, hasta que hubiese pasado aquel revuelo causado por el asunto, le aconsejó no ausentarse. Phillip aceptó agradecido la proposición, realizó unos pocos preparativos, se despidió rápidamente de Esther y ya en la noche estaba instalado en sus nuevos dominios.

¿Y cómo piensan ustedes que descansó Phillip Marsh aquella noche? ¡Oh, si aquellos que claman tan desesperadamente porque la desventura venga a castigar el crimen hubiesen podido observar la escena de aquella noche, habrían sin duda aprendido una lección!

Cuatro días habían transcurrido, durante los cuales había yacido agitado sobre la cama de madera. No tuvo ni siquiera el más pequeño descanso de sus afiebrados y tensos sentimientos en aquellos horribles días.

Sueños perturbadores lo acechaban mientras cavilaba en lo que podría hacer para recobrar la paz. Por lejos que fuese, los ojos del asesinado lo perseguirían con aquella su última mirada, lo aterrorizaría aquel grito de dolor con toda la realidad de la imagen,

las reprobadoras palabras oídas desde lo alto lo perseguirían como atormentadoras furias que nunca podría apartar de su mente. ¡Cualquier cosa, cualquier lugar que le permitiese escapar de tan tremenda compañía! Debía irse tierra adentro, a realizar pesadas labores de campo, trabajar incesantemente a través de los abrumadores días de verano, para obtener de ese modo el olvido de sus sentidos, o al menos, en forma ocasional. Debía trasladarse de un lugar a otro hasta que los diferentes aspectos de una vida nueva borrasen completamente los viejos recuerdos. Debía combatir consigo mismo fieramente para lograr su paz de espíritu. Debía batallar y luchar por su paz; ¡debía orar por su paz!

Por último, luego de un febril insomnio de treinta o cuarenta minutos, el infortunado joven se durmió, despertando más tarde con un estremecimiento nervioso que le hizo incorporarse en el lecho, para divisar la bendecida luz del amanecer que comenzaba a llegar.

Sintió el sudor descender por su desnudo pecho; la sábana en la que había permanecido acostado estaba totalmente húmeda; levantándose pesadamente, abrió la ventana. ¡Oh, cómo lo refrescaba aquel maravilloso aire de la mañana! Se inclinó hacia fuera para aspirar con avidez la fragancia de los capullos, y por primera vez tuvo la plena conciencia de la innegable belleza que Dios había otorgado a la tierra y lo maravillosa que era la vida por el solo hecho de vivirla. Y, entre las miles de mudas bocas y elocuentes ojos que parecían como si mirasen a lo alto y fuesen a hablar a todos los vientos, imaginó otras tantas invitaciones para que fuese a reunírseles. No sin esfuerzo, pues era un ser débil, se vistió y salió al aire.

Nubes de pálido oro y transparente carmesí drapeaban el cielo, pero el sol cuya luz lo embargaba con toda su gloria no había aparecido aún sobre el horizonte. La hora y el lugar tenían una belleza extraordinaria. ¡Una belleza de Edén! Se detuvo en la cima de una loma y miró en su en derredor. Unas millas más arriba podía divisar un trecho del río Hudson, y por encima de él los agudos picos de las rocosas montañas que se deshacían en las playas del oeste. Todos los campos cercanos eran de cultivo y en ellos brotaba hermoso el árbol, mientras el grano pleno se inclinaba ante la brisa del amanecer que resultaba intoxicante por su pureza. Contemplando Phillip este sagrado y calmo poder de la naturaleza, el espíritu invisible de tanta belleza y tanta inocencia se fundió con su alma, superando los conflictos febriles y las pasiones. Sintió un indefinible placer, una suerte de alegría al obtener de aquella visualización la certeza de la bondad divina. Una prueba de ello era el no encontrar nada allí que lo acusase, ni las flores, matorrales o en las ramas de los árboles; ellos le otorgaban su perdón más generosamente que los humanos, sin hacer distinciones entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. ¿Podía considerarse todavía maldito? Involuntariamente se inclinó

para tomar el manojo de rosas rojas, sosteniéndolas suavemente entre sus manos, ¡entre aquellas manos asesinas, cubiertas de sangre! Pero las rosas no se agitaron, no dejaron de exhalar su perfume. Al depositar en ellas un beso y mientras una lágrima caía le pareció que ellas reflejaban la gran piedad y misericordia del cielo.

Terminamos aquí nuestro relato, refiriendo sólo los principales hechos que a continuación sucedieron, y ellos son: nuestro asesino pronto emprendió viaje hacia nuevos horizontes; aún se encuentra vivo y este es un caso entre mil de un crimen que quedó sin castigo y sin desentrañar, y el cual no compareció ante los tribunales de los hombres para ser juzgado, si no ante un poder más grande y amplio.

jueves, 20 de octubre de 2022

EL TEMPLO H. P. Lovecraft



 EL TEMPLO

H. P. Lovecraft

Hoy, 20 de agosto de 1917, yo, Karl Heinrich, conde de Alberg Ehrenstein, comandante del submarino U.29 de la Marina Imperial Alemana, deposito esta botella con mi último informe, en un lugar para mí desconocido, pero cuya posición aproximada es 20 grados de latitud norte y 35 grados de longitud oeste. Mi nave ha naufragado y está en el fondo del océano.

No sobreviviré muy probablemente, pues las circunstancias son amenazadoras; mi submarino, el U.29, se encuentra fuera de combate y mi voluntad de hierro alemana está también destruida. Como dijimos en nuestro mensaje al sumergible U.61 que iba a Kiel, torpedeamos el barco de carga inglés Victory, que había salido de Nueva York con destino a Liverpool, a los 45 grados 16 de latitud norte y 28 grados de longitud oeste. Permitimos que la tripulación abandonase el navío en los botes de salvamento, con el propósito de obtener una buena película para los archivos del Almirantazgo.

El barco se hundió de una manera muy pintoresca. La cámara funcionó bien y lamento que esta bobina no pueda llegar nunca a Berlín. Luego hundimos los botes y nos sumergimos. Cuando volvimos a la superficie, al ponerse el sol, encontramos en el puente el cuerpo de un marinero, aferrado de un modo extraño a la barandilla. El muchacho era joven, de tez oscura y muy hermoso. Un italiano o un griego, probablemente, perteneciente sin duda alguna a la tripulación del Victory. Había tratado de refugiarse en la misma nave que se había visto obligado a destruir la suya: una víctima más de la injusta guerra de agresión librada por los ingleses. Nuestros hombres lo registraron y le encontraron en un bolsillo una curiosa estatuita de marfil: una cabeza de hombre coronada de laurel. Mi segundo, el teniente Klenze, se guardó el objeto, pues pensaba que era antiguo y de gran valor.

Dos incidentes provocaron cierto desorden. Arrojaron al muerto por la borda, y en ese momento se le abrieron los ojos. Muchos marineros creyeron que se habían fijado con expresión de burla en Schmitt y Zimmer, inclinados sobre el cadáver. Luego, el jorobado Müller, hombre viejo que debería ser razonable pero es un cochino alsaciano supersticioso, se excitó y juró que había visto al difunto alejarse a nado hacia el sur, bajo el agua. Klenze y yo no aprobamos esas exhibiciones de superstición campesina y abofeteamos severamente a Müller. Algunos muchachos enfermaron al día siguiente. El largo viaje les había afectado los nervios. Muchos estaban completamente embrutecidos. Después de comprobar que no simulaban, los eximí de su trabajo. Como el mar estaba agitado, descendimos a una profundidad donde las olas nos molestaban menos. Sólo nos inquietaba una corriente oceánica desconcertante que iba hacia el sur y no estaba indicada en las cartas. Los gemidos de los enfermos eran irritantes, pero, como no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, no aplicamos medidas

extremas. Nuestro plan consistía en mantenemos en el lugar e interceptar al transatlántico Dacia, del que nos habían informado los agentes de Nueva York.

Volvimos a la superficie al anochecer y encontramos el mar más tranquilo. En el horizonte del norte se veía el humo de un buque de guerra. Los discursos de Müller eran cada vez más extraños y molestos a medida que llegaba la noche. Había descendido a un nivel infantil detestable. Creía ver cadáveres a través de los tragaluces. Eran cuerpos que lo miraban intensamente y se parecían a las víctimas de nuestras hazañas victoriosas. Y añadía que eran conducidos por el joven que habíamos arrojado al mar. Hice encadenar a Müller después de azotarlo, y rechazamos una delegación encabezada por el marinero Zimmer que pedía que tirásemos al agua la figura de marfil.

El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmitt, que se habían sentido enfermos el día anterior, enloquecieron violentamente.

Lamenté no tener un médico a bordo. Las divagaciones constantes de los dos hombres perturbaban la disciplina, y tomé una decisión definitiva. La tripulación la aceptó con acritud y Müller se calmó. Lo puse en libertad por la tarde y volvió silenciosamente al trabajo. Todos estuvimos muy nerviosos durante la semana siguiente esperando al Dada. Agravó la tensión la desaparición de Müller y Zimmer, quienes sin duda se arrojaron al agua. A mí me alegró en realidad haberme librado de Müller. Todos callaban ahora. Los enfermos eran numerosos. El teniente Klenze soportaba mal la presión y cualquier cosa lo exasperaba, sobre todo los delfines que se reunían alrededor del U.29 en número creciente, y la intensidad cada vez mayor de las corrientes que nos empujaban hacia el sur.

Por fin, fue evidente que el Dada se nos había escapado. Tales fracasos no son raros y este nos tranquilizó de algún modo, pues podíamos volver a Wilhelmshaven.

El 28 de junio, al mediodía, pusimos la proa hacia el nordeste. A pesar de algunas colisiones bastante cómicas con las masas poco habituales de delfines estuvimos pronto en camino. La explosión de la sala de máquinas a las dos de la mañana fue una sorpresa total. El teniente Klenze acudió precipitadamente y encontró el depósito de combustible y la mayor parte de los aparatos totalmente destruidos.

Los mecánicos Raabe y Schneider habían muerto en el accidente. Nuestra situación se había hecho grave de pronto. Era cierto que el regenerador químico estaba intacto y podíamos utilizar las reservas de aire comprimido y las acumuladores para sumergimos y volver a subir, pero no podíamos guiar el U.29 ni hacerlo navegar. Huir en las bates

de salvamento significaba caer en las manos de enemigos que odian irracionalmente a nuestra nación.

Desde el accidente hasta el 2 de julio, fuimos a la deriva hacia el sur sin encontrar ningún buque. Cosa notable, a pesar de la distancia recorrida, los delfines seguían dando vueltas a nuestro alrededor. Al amanecer del 2 de julio, vimos un buque de guerra con la bandera de los Estados Unidos y la tripulación exigió enfáticamente que nos entregáramos. El teniente Klenze tuvo finalmente que matar al marinero Traübe que propiciaba ese acto contrario al honor. Los ánimos se calmaron y pudimos sumergirnos.

En la tarde del día siguiente, unas aves marinas, en bandada compacta, volaron sobre nosotros y el mar se enfureció. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos. Pronto se hizo evidente que teníamos que sumergirnos de nuevo. Esto agotaba nuestras escasas reservas de aire comprimido y de electricidad, pero no teníamos otra alternativa. Descendimos y luego, observando que el mar se calmaba, decidí volver a la superficie. El mecanismo de ascensión se negó a funcionar. Los tripulantes se asustaron; los hicimos trabajar para distraerlos.

Klenze y yo dormimos por turno. Mientras yo dormía, alrededor de las cinco, en la mañana del 4 de julio, estalló el motín. Los seis marineros que nos quedaban, pensando que todo estaba perdido, sufrieron una crisis de furia. El teniente Klenze estaba paralizado; estos renanos son mujeres. Maté a los seis hombres. Expulsamos los cadáveres por la doble esclusa y nos quedamos solos en el U.29. Klenze parecía muy nervioso y bebía mucho. Habíamos decidido seguir vivos el mayor tiempo posible. Nuestras brújulas y todos los otros aparatos delicados estaban destruidos. No podíamos fijar nuestra posición sino de una manera aproximada. Por suerte, contábamos con reservas de electricidad en nuestro acumulador, tanto para la iluminación interior como para los proyectores.

Los delfines que nos acompañaban me interesaban en el plano científico: observé a uno de ellos durante dos horas y no subió a la superficie. Ahora bien, el delfín es un mamífero cetáceo, incapaz de subsistir sin aire.

A medida que pasaba el tiempo, Klenze calculó que seguíamos derivando hacia el sur mientras nos hundíamos. Habíamos tomado notas sobre la flora y la fauna marinas. No puedo dejar de señalar la insuficiencia científica de mi compañero. No tenía una mentalidad prusiana y caía en arrobamientos. La proximidad de nuestra muerte lo impresionaba y expresaba con frecuencia remordimientos por los hombres, las mujeres y los niños que habíamos enviado al fondo del mar. Al cabo de cierto tiempo se

desequilibró claramente; contemplaba durante horas la figurita de marfil y relataba historias acerca de cosas perdidas y olvidadas bajo el océano.

Como experimento, yo escuchaba a veces sus citas poéticas y sus interminables divagaciones. Lo sentía por él, pues me desagrada ver sufrir a un alemán. Pero no era un hombre con el que me convenía morir.

El 9 de agosto, vimos por primera vez el fondo, al que dirijimos inmediatamente un potente proyector. Era una vasta llanura ondulante, cubierta de algas y conchas. Había objetos de formas extrañas con moluscos incrustados, y que, según Klenze, eran barcos hundidos en un pasado remoto. Una cosa lo sorprendió sin embargo: un sólido picacho de más de metro y medio de altura y de unos 75 centímetros de diámetro, con los lados lisos y las superficies superiores unidas en un ángulo muy obtuso. Yo opinaba que era una roca, pero Klenze pretendía haber visto bajorrelieves. Se puso a temblar al cabo de un momento y me dijo que las vastas tinieblas y el antiguo misterio de estos abismos lo angustiaban profundamente. Observé enseguida dos cosas: el U.29 soportaba muy bien la presión y los extraños delfines seguían a nuestro alrededor, a una profundidad en que la existencia de organismos evolucionados es considerada imposible por los naturalistas.

El pobre Klenze se volvió loco a las tres y cuarto de la mañana del 12 de agosto. Había ido a la torre para manejar el proyector. Lo vi irrumpir en mi compartimiento con el rostro alterado. Tomó la figurita de marfil que estaba sobre la mesa, se la metió en el bolsillo y, asiéndome por el brazo, trató de arrastrarme al puente. Comprendí inmediatamente que quería abrir la esclusa. Se puso violento y traté de calmarlo. Klenze decía: «Venga ahora, no espere, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que desconfiar y ser condenado». Le dije entonces que estaba loco. Eso no le impresionó y exclamó: «¡Me he vuelto loco porque han tenido piedad de mí! ¡Que los dioses se compadezcan del hombre que, en la sequedad de su corazón, sigue cuerdo hasta el fin espantoso! ¡Venga y enloquezca, mientras él lo llama todavía con piedad!». Era, por supuesto, un alemán, pero solamente renano, y además un loco. Satisfice su deseo, pero reclamé la figurita de marfil. Estalló en una risa tan rara que no pude insistir. Le pregunté si tenía algo que dejarme para su familia en el caso de que yo me salvara, pero volvió a reír. Subió la escalera y yo manipulé las palancas que lo enviaron a la muerte. Después de comprobar que ya no estaba en la nave, recorrí el agua con el proyector. Quería saber si la presión lo había aplastado o si resistiría como aquel delfín extraordinario. No conseguí verlo, pues los delfines habían formado una masa densa.

Lamenté esa noche no haberlo obligado a entregarme la figurita de marfil. Sin ser artista, recordaba aquel rostro joven rodeado de laurel. Al día siguiente utilicé otra vez

el proyector. La deriva del U.29 era menos rápida. Advertí que el submarino había dejado de descender y ajusté el proyector para dirigir el haz de luz verticalmente, hacia abajo. Una conexión se rompió y durante muchos minutos tuve que dedicarme a repararla. Luego la luz salió de nuevo e inundó el valle debajo de mí.

No me permito emociones de ninguna clase, pero mi asombro fue grande. Había allí gran número de edificios en ruinas —casi todos de mármol— de una magnífica arquitectura. Eran los restos de una gran ciudad en el fondo de un valle estrecho, con templos aislados y quintas en las pendientes. Los techos habían caído y las columnas estaban rotas, pero la escena tenía de algún modo un esplendor antiguo, muy antiguo. ¿Cómo decirlo? Un esplendor inmemorial.

En mi entusiasmo, me volví casi tan idiota y sentimental como el pobre Klenze y pasé mucho tiempo observando que las corrientes hacia el sur habían cesado por fin y que el U.29 se posaba lentamente en la ciudad sumergida.

Noté también que los extraños delfines habían desaparecido.

Dos horas después, mi nave descansaba en una plaza pavimentada, cerca de la muralla rocosa del valle. Por un lado, podía ver la ciudad entera, que descendía desde la plaza hacia el lecho de un antiguo río. En el otro lado, se alzaba la fachada ornamentada e intacta de un gran edificio, un templo tallado en la roca.

Esa fachada inmensa oculta evidentemente un edificio profundo, pues las ventanas son numerosas y muy separadas. Una gran puerta se abre en el centro. Se llega a ella por una majestuosa escalinata y está rodeada por bajorrelieves delicados con figuras de bacantes. Entre las grandes columnas hay frescos y muchas estatuas: escenas pastorales idealizadas, procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevan extraños instrumentos ceremoniales para la adoración de un dios.

Es un arte de una antigüedad profunda, y ni el tiempo ni la sumersión han corrompido la grandeza de este templo formidable en la oscuridad y el silencio del abismo.

Aunque la muerte estaba próxima, yo no perdía la curiosidad y paseaba por todas partes el haz de luz del proyector. Ese haz de luz me reveló muchos detalles, pero no cruzaba la puerta abierta del templo. Entonces decidí explorar aquella incógnita. Me puse una escafandra de sumersión profunda, provista con una lámpara portátil y un regenerador de aire. Tuve dificultades para manejar yo solo la doble esclusa, pero lo conseguí.

Fue el 16 de agosto cuando salí por primera vez del U.29. Fui hasta el lecho del río. No encontré esqueletos ni otros restos humanos, pero recogí estatuitas y monedas. No puedo hablar de ellas en este momento, pero de todos modos desearía manifestar mi sorpresa respetuosa e inquieta ante estos vestigios de una cultura que estaba en su gloria cuando los hombres de las cavernas eran los únicos que frecuentaban la superficie de la tierra. Que otros, guiados por este manuscrito (¡si se lo encuentra alguna vez!), aclaren el misterio. Volví a mi navío porque la pila se agotaba. El 17, experimenté una decepción. Los materiales necesarios para volver a cargar la lámpara portátil habían sido destruidos durante el amotinamiento de junio. Mi ira fue grande, pero mi razón alemana me impedía arriesgarme en las tinieblas. Lo único que podía hacer era dirigir hacia la puerta del templo el proyector declinante del U.29. No pude ver gran cosa, ni siquiera el techo interior del templo. Por primera vez en mi vida sentí miedo. El templo me atraía, pero temía aquellos abismos del agua.

Al volver al submarino, apagué las luces y me puse a reflexionar. A los dos días comprobé que las baterías no funcionaban. Después de malgastar algunos fósforos, me senté tranquilamente en la oscuridad. Como consideraba inevitable el fin, mi mente concibió una idea que habría estremecido a un hombre más débil o más supersticioso. El rostro del dios en las esculturas del templo es el mismo que el de la figurita de marfil encontrada en el marinero muerto y que el pobre Klenze se había llevado.

Me dejó aturdido esta coincidencia. Sólo un pensador de calidad inferior se apresuraría a aclarar lo que es extraño y complejo mediante el cortocircuito primitivo de lo sobrenatural. Tomé un calmante para dormirme. Mi estado nervioso se reflejó sin duda en mis sueños, pues me pareció oír gritos de hombres y ver rostros muertos que se apretaban contra los tragaluces. Entre esos rostros muertos pasaba el rostro vivo y burlón del joven de la figurita de marfil. Tengo que tener cuidado al redactar estas notas, y no confundir las alucinaciones con los hechos. Mi caso es muy interesante en el plano psicológico, y es lamentable que no lo pueda observar una autoridad alemana competente.

Cuando me desperté, sentí un fuerte deseo de ir al templo. Era un deseo que aumentaba a cada instante, pero que yo trataba de resistir apoyándome en mi propio temor. Luego tuve la sensación de que veía una luz entre las tinieblas: una especie de fosforescencia en el agua, intensa sobre todo en el lado del tragaluz que daba al templo. Pero luego tuve otra sensación que me hizo dudar. Era una ilusión acústica, como si un canto magnífico pudiera llegarme de afuera, a través del casco completamente hermético del U.29. Me serví una fuerte dosis de bromuro de sodio. Pero la fosforescencia se extendía, iluminando los objetos de alrededor, incluyendo al vaso

vacío que había contenido el calmante. Toqué ese vaso; estaba allí. O bien la luz era real, o bien pertenecía a una alucinación tan fija que sería imposible disiparla.

Abandonando toda resistencia, subí a la torre en busca de la fuente de la luz. ¿Era quizás un submarino que me buscaba?

El lector no debe aceptar como una verdad objetiva lo que vaya escribir. Puesto que estos acontecimientos superan las leyes naturales, son necesariamente creaciones de mi mente anonadada. Al subir a la torre vi que el mar no era luminoso, sino que toda aquella claridad salía por la puerta y las ventanas del templo, como si en su interior ardiese una llama enorme ante un inmenso altar.

Lo que siguió es puro caos. Tuve las visiones más extravagantes, tan extravagantes que no las relataré detalladamente. Me pareció percibir objetos en ese templo, objetos a la vez móviles e inmóviles, y mis pensamientos y temores se fijaron en el recuerdo del joven llegado del mar y en la figurita de marfil cuya imagen reaparecía en los frisos y las columnas.

Lo demás es muy sencillo. La fuerza que me impulsa a entrar en el templo se ha convertido en una orden imperiosa e irresistible.

Mi voluntad alemana no domina ya mis actos y no se ejerce mas que en cosas sin importancia.

Fue una locura semejante la que impulsó mi teniente a arrojarse de cabeza al mar.

Pero yo soy prusiano y un hombre razonable. He preparado mi escafandra y confiaré esta crónica a una botella. Nada temo. No estoy seguro de haber visto lo que he descrito y voy a la muerte. La luz en el templo es una ilusión pura. La risa que oigo no viene sino de mi cráneo.

De todos modos, me pondré la escafandra con cuidado.

Subiré lentamente las escaleras.

viernes, 14 de octubre de 2022

EL MARTILLO DE DIOS Gilbert K. Chesterton


 

EL MARTILLO DE DIOS

Gilbert K. Chesterton

El pequeño pueblo de Bohun Beacon estaba encaramado sobre una colina tan escarpada, que la alta aguja de su iglesia semejaba la cumbre de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego y llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a esta, en el cruce de dos calles empedradas, se alzaba «El Jabalí Azul», la única posada del pueblo. En esa bocacalle, al romper el alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos empezaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfred Bohun era un hombre muy devoto, y se dirigía, con la aurora, hacia algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso ni mucho menos, y, en traje de etiqueta, se hallaba sentado en el banco que se encuentra junto a la puerta de «El Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófico podría sin reparo considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era un hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su estandarte había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen una tradición caballeresca; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido bribones bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual que muchas antiguas familias, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y lechuguinos perversos, hasta que, según se murmuraba, se produjeron en la familia ciertos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal alto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio magnífico. Podría haber sido simplemente un hombre blondo y leonino, pero sus ojos azules, muy unidos en sus cuencas, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Poseía unos grandes bigotes amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, se le marcaban unos pliegues o surcos, de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre su traje llevaba un raro gabán amarillo pálido, tan ligero que parecía una bala, y echado sobre la nuca, un sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada al azar. Estaba orgulloso de su atuendo incongruente, porque se jactaba de hacerlo parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos amarillos y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que, más que amor de Dios, era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la

iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, más puro sin duda, de la misma enfermiza sed de belleza que arrojaba al otro hermano tras las mujeres y el vino. Este cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, la acusación provenía principalmente de una mala interpretación de su amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrarlo arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un solo momento se le ocurrió que el coronel estuviera interesado en la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como puritano, no pertenecía a su rebaño, Wilfred Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró el cobertizo de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, para hablar con él.

—Buenos días, Wilfred —dijo—. Aquí estoy, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfred, con la mirada fija en el suelo, contestó:

—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.

—Lo sé —dijo el otro riendo entre dientes—. Por eso, precisamente, vengo a buscarlo.

—Norman —dijo el clérigo, sin levantar la vista de las piedras de la calle—, ¿no has temido nunca que te alcance un rayo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el coronel—. ¿Te ha dado ahora la chifladura de la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfred, sin mirarlo— que si no has temido nunca que Dios te castigue en mitad de la calle.

—¡Ah, perdona! —dijo el coronel—. Ahora me doy cuenta de que tu manía es el folklore.

—Y la tuya es la blasfemia —repuso el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán motivos para temer a los hombres.

El coronel arqueó las cejas cortésmente.

—¿Temer a los hombres? —dijo.

—Barnes, el herrero —dijo el clérigo ásperamente—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.

Como esto era verdad, causó su efecto: en el rostro de su hermano, la línea de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, mostrando bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes caninos.

—En tal caso, mi querido Wilfred —dijo casi con indiferencia—, será prudente que el último de los Bohun se revista con parte de su armadura.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfred reconoció en el forro un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó su hermano alegremente—. Siempre tomo el sombrero que tengo más cerca, y lo mismo hago con las mujeres.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfred gravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y dicho esto siguió su camino hacia la iglesia, con la cabeza inclinada, santiguándose, como quien desea libertarse de un mal espíritu.

Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba escrito que aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños incidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figurilla arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta por donde entraba ya la luz del día. El cura, al verla, quedó muy sorprendido, porque aquel feligrés madrugador era nada menos que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, un infeliz incapaz de preocuparse de la iglesia ni de nada. Le llamaban Pepe Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una cara pálida, cabellos negros e híspidos y una boca siempre abierta. Al pasar junto al sacerdote, su cara bobalicona no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie lo había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían salir de sus labios?

Wilfred Bohun se quedó como clavado en el suelo durante un rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su disoluto hermano, que lo llamó, al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Por último, vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Pepe Loco, como quien seriamente tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus oraciones, para purificarse y mudar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía la virtud de calmar su ánimo. Era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Allí, el sacerdote empezó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa. Cada vez se sumergió más en las suaves y dulces tonos de zafiro y flores de plata del cielo de la vidriera.

Allí lo encontró Gibbs, el zapatero del pueblo, media hora más tarde, que venía a buscarlo muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarlo en aquel sitio. El remendón, en efecto, como ocurre en muchos pueblos, era ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Pepe Loco. Aquella era una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfred Bohun con cierta sequedad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y delataba una cierta simpatía.

—Perdóneme usted, señor —dijo—, pero nos ha parecido indebido que no lo supiera usted de una vez. Ha ocurrido algo horrible. El caso es que su hermano…

Wilfred juntó sus flacas manos y, sin poderse reprimir, exclamó:

—¿Qué nueva barbaridad ha hecho?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Mucho me temo que ya no puede, ni podrá, hacer nada. Ya ha terminado. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

El cura siguió al zapatero. Bajaron por una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a un nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo la tragedia. En el patio de la fragua, había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el médico, el

ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía se contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba aparte con esta, en voz baja. Ella, una magnífica mujer de cabellos de oro viejo, sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de etiqueta, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfred, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Wilfred Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, que era el médico de la familia, acudió a saludarlo, pero Wilfred no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano está muerto! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué horrible misterio es este?

Se produjo un siniestro silencio. Al fin, el remendón, que era el más atrevido de los presentes, dijo:

—Sí señor: algo horrible, pero misterio, no hay ninguno.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, pálido, el sacerdote.

—La cosa es clara —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como este, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No debemos prejuzgar nada —dijo nerviosamente el médico, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde confirmar las palabras de mister Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mister Gibbs dice que sólo hay un hombre en nuestro distrito capaz de haberlo dado. Yo diría que no hay ninguno.

Por el desmedrado cuerpo del cura pasó un estremecimiento de horror supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.

—Mister Bohun —continuó el médico en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo. Decir que el cráneo ha sido aplastado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han

entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas, sus ojos brillaban tristemente. Después prosiguió:

—Esto tiene por lo menos la ventaja de que deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquiera persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos dejaría en libertad enseguida, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió, obstinado, el remendón—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, que es también el que puede haberlo hecho. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?

—En Greenford —tartamudeó el cura.

—O tal vez en Francia —rezongó el zapatero.

—No, ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. En realidad, ahora viene por el camino.

El sacerdote no era un hombre de aspecto interesante. Tenía unos ásperos cabellos castaños y una cara redonda y vulgar. Pero ni que hubiese sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarlo. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto, por allá se acercaba, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, Simeón, el herrero. Era un hombre huesudo y gigantesco, de ojos profundos, negros, siniestros, y barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con los cuales charlaba tranquilamente, y aunque no era de índole alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —exclamó el ateo remendón—. ¡Y trae el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre al parecer cuerdo, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Tanto el cadáver tomo el martillo no han sido tocados.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de acero. Era uno tic los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos rubios.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, empezó a hablar, con voz algo opaca:

—No tenía razón mister Gibbs en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.

—¡Qué importa eso! —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes?

—Dejémoslo tranquilo —dijo el sacerdote con calma—. Él viene hacia aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford, que vienen a la capilla presbiteriana.

Mientras el sacerdote católico hablaba, el robusto herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, quedó inmóvil y el martillo cayó de su mano. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, salió a su encuentro.

—Yo no le pregunto, mister Barnes —dijo—, si sabe usted lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a decirlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda probar su inocencia. Pero me veo en la obligación de proceder a su arresto en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. A ellos toca probar. Todavía no está demostrado que ese cuerpo con la cabeza machacada sea el del coronel Bohun.

—Sobre eso no hay la menor duda —dijo el médico, aparte, al sacerdote—. En este asunto no entran para nada las historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mismo. Tenía hermosas manos, pero con una singularidad: que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que este es el coronel.

Echó una mirada al cadáver, que fue seguida por los ojos de hierro del inmóvil herrero y fueron a dar también al cadáver.

—¿Ha muerto el coronel Bohun? —dijo el herrero tranquilamente—. Entonces debe encontrarse ya en el infierno.

—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés. Porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él un rostro augusto de fanático.

—A vosotros, los infieles, os cuadra escurriros como zorras cuando las leyes del mundo os favorecen —dijo—. Pero Dios protege a su rebaño, como podréis comprobar hoy mismo.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.

—Que modere la Biblia el suyo, y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfred Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar; es usted quien puede tenerlos en hacerlo. Poco me importa salir del juicio limpio de mancha. Pero a usted le sabrá mal, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez, el robusto inspector miró al herrero con ojos iracundos. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular y pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó diciendo el herrero con grave lucidez—. Son unos honrados comerciantes de Greenford, a quienes todos conocen. Ellos jurarán que me han visto desde antes de medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que pueden jurar lo mismo. Si yo fuera un pagano, señor inspector, la dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada aquí o en el tribunal.

El inspector, algo desconcertado por primera vez, repuso:

—Naturalmente, preferiría que fuese ahora mismo.

El herrero cruzó el patio de la fragua a grandes zancadas y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, en efecto, eran también amigos de casi todos los presentes. Ambos dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda.

Cuando hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida para todos tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo cuadro.

Y entonces se produjo uno de esos silencios más extraños y angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Parece usted muy interesado en el martillo, padre Brown.

—Así es —contestó este—. ¿Por qué es tan pequeño el instrumento del crimen?

El médico volvió la cabeza.

—¡Cierto, por San Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a mano tantos martillos pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer audaz puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfred Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror, mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado. El médico continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen esos idiotas que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella…? Miren ustedes eso.

Y con un ademán, señaló a la mujer rubia, que seguía sentada en el banco. Finalmente había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfred Bohun hizo un vago gesto, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose de la manga algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle, dijo con su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos médicos. Su ciencia mental es estupenda, pero su ciencia física es completamente imposible. Estoy de acuerdo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los pudiera tener el mismo injuriado y también convengo en que una mujer prefiera un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí nos encontramos ante una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esa gente no se ha dado cuenta del caso. El coronel llevaba un casco de hierro debajo del sombrero; el golpe lo ha destrozado como si fuese de vidrio. Observe usted a esta mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio. De pronto, el médico dijo, malhumorado:

—Bueno, tal vez me engañe. Todo puede ser objetado. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a su alcance estos martillos, pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfred Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos y amarillos cabellos. Después, dejándolas caer de nuevo, dijo:

—Esa es la palabra que me hacía falta. Usted la ha pronunciado.

Y, dominándose, continuó:

—Usted ha dicho bien: «Sólo un idiota».

—Sí. ¿Y qué?

—En efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho —concluyó el sacerdote.

Los otros lo miraron con ojos llenos de sorpresa, mientras él proseguía con una agitación femenina y febril:

—Yo soy sacerdote, y un sacerdote no puede derramar sangre, no puede llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo claramente quién es el criminal, y es un criminal que no puede ser llevado a la horca.

—¿No lo denunciará? —preguntó el médico.

—Aunque lo denunciara no lo colgarían —contestó Wilfred con una sonrisa llena de extraña alegría—. Esta mañana, al venir a, la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Pepe Loco, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado, pero no es inverosímil suponer que sus oraciones debieron ser muy enmarañadas. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Pepe, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—¡Caramba! —exclamó el médico—. ¡Al fin se aclara el asunto! Pero, ¿cómo puede usted explicar…?

El reverendo Wilfred Bohun casi temblaba al sentirse tan cerca de la verdad.

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear el martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer ambas cosas. El martillo era pequeño, sí… No olvidemos que se trata de un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. En cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su arrebato, tiene la fuerza de diez hombres?

El médico, lanzando un profundo suspiro, dijo:

—¡Diablo! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando se hizo el silencio, dijo con el mayor respeto:

—Mister Bohun, la teoría que usted acaba de exponer es la única que tiene validez y es inatacable. Creo, por lo tanto, que, fundado en mi conocimiento de los hechos, he de manifestarle que es completamente falsa.

Dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este individuo parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el malhumorado médico al oído de Bohun—. Esos sacerdotes papistas son unos taimados.

—No, no —contestó Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el médico y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial en que figuraban el inspector y el herrero. Pero al disolverse, oyeron las voces de los otros. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al herrero que decía en voz alta:

—Creo que lo he convencido a usted, señor inspector. Como usted afirma, soy hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre setos y campos.

El inspector rió amistosamente y dijo:

—No, usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le pido que nos ayude a encontrar otro hombre tan robusto y fuerte como usted. ¡Por San Jorge! Usted podrá sernos muy útil, aunque sólo sea para agarrar al criminal. ¿No sospecha de nadie?

—Sí, tengo una sospecha, pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero. Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de esta su robusta mano, y añadió—: Tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspector, risueño—. ¿Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo?

—Creo que ningún ser de carne y hueso ha movido este martillo —contestó el herrero con voz ahogada—. Hablando en términos humanos, creo que ese hombre ha muerto solo.

Wilfred hizo un movimiento hacia adelante y miró al herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —intervino el zapatero con voz áspera—, que el martillo pudo saltar solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simeón—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que todos los domingos nos cuentan cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que, invisible, ronda todas las casas quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al seductor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfred, con una voz indescriptible, dijo entonces:

—Yo mismo dije a Norman que temiera el rayo de Dios.

—Ese agente queda fuera de nuestra jurisdicción —dijo el inspector, con una leve sonrisa.

—Pero usted no queda fuera de la de Dios —repuso el herrero—. No lo olvide.

Y volviendo su ancha espalda, entró en su casa.

El padre Brown, con aquella su amable y fácil manera, alejó de allí al conmovido Bohun.

—Vámonos de este terrible lugar, mister Bohun —le dijo—. ¿Puedo ver un poco de su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Nosotros nos interesamos mucho por las antiguas iglesias de Inglaterra.

Wilfred Bohun no pudo sonreír porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con un movimiento de cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el remendón anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por este lado.

Y lo condujo a la entrada lateral, donde sea abría la puerta con escalones que daba al patio. El padre Brown subía el primer peldaño, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del médico, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.

—Señor —dijo el médico ásperamente—, usted parece conocer algunos secretos de este feo asunto. ¿Puedo preguntarle por qué quiere guardárselos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Hay una buena razón para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.

—Lo escucho, señor —dijo el médico, sombríamente.

—Primero —dijo el padre Brown tranquilamente—, algo que le atañe a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trata de un

acto divino, sino en imaginarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, si no es que el hombre mismo, dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia, una de las leyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El médico, que lo contemplaba con torva atención, preguntó simplemente:

—¿Y el otro indicio?

—El otro indicio es este —contestó el sacerdote—. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la fantasía de que su martillo tuviera alas y hubiese venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el médico—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez—. Pues esa fantástica suposición es la más cercana a la verdad de cuantas se han propuesto.

Dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfred lo había estado esperando, pálido, como si esta ligera tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo directamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. El pequeño sacerdote católico lo vio y admiró todo, hablando alegremente, aunque en voz queda. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfred bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en vez de bajar, trepó con la agilidad de un mono y, desde arriba, se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, mister Bohun. El aire le sentará a usted bien. Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colina del pueblo, cubierta de bosques hasta el término rojizo del horizonte y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un pequeño cuadrado blanco, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas y el cadáver yacía semejante a una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.

Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una rapidez vertiginosa y mortal. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la considere, siempre parece despeñarse, precipitarse como un caballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía elevarse hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo mudo. Aquellos dos hombres se encontraban solos frente al aspecto más terrible del gótico: la contracción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las pequeñas cosas y la pequeñez de las grandes; un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, parecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo se convertía en un dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La vieja iglesia, enorme y rica como una catedral, parecía asentarse sobre aquellos campos asoleados como un aguacero.

—Creo que andar por estas alturas, aunque sea para rezar, es peligroso —dijo el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir entonces que uno puede caer? —preguntó Wilfred.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, puede caer el alma —contestó el padre Brown.

—No comprendo lo que dice —contestó Bohun en voz baja.

—Piense usted, por ejemplo, en el herrero, —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, inflexible. Su religión escocesa nació de los hombres que rezaban en lo alto de las montañas y riscos, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo.

La humildad es la madre de los gigantes. Se ven grandes cosas desde los valles. Pero desde la cumbre todo se ve pequeño.

—Pero él…, él no lo hizo —dijo Bohun, temblando.

—No —contestó el otro con un acento singular—. Bien sabemos que no fue él.

Después de unos instantes, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:

—Conocí a un hombre que empezó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos, de los campanarios y chapiteles. Una vez en estos altos lugares, donde el mundo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también empezó a girar, y se figuraba ser Dios.

Y así, aunque ese hombre era bueno, cometió un gran crimen.

Wilfred tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azulosas.

—Ese hombre creyó que le era dado juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido pensar tal cosa si hubiese tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Y distinguió a uno, justamente debajo de él, faroleando muy orgulloso, y que llevaba sombrero verde… ¡Era un insecto ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido hasta que el padre Brown continuó:

—También le tentó otra cosa, a saber: el hecho de tener a su alcance uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de gravedad, esa energía loca y vertiginosa en la cual todas las criaturas de la naturaleza vuelan hacia el corazón de la tierra al ser soltadas. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le arrojara una piedrecita desde este punto, en el momento en que lo alcanzase llevaría la fuerza de una bala. Si le dejara caer un martillo, aunque fuese un martillo pequeño…

Wilfred Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, pero el padre Brown lo agarró por el cuello.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos llenos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—. Por consiguiente, todos los diablos se hallan dentro de mi corazón. Escúcheme usted… —Y, tras una corta pausa, prosiguió:

—Sé lo que usted ha hecho, o, por lo menos, adivino una buena parte de ello. Cuando se separó de su hermano, estaba poseído de una ira no injustificada, al extremo que cogió usted al pasar un martillito, presa del deseo sordo de matarlo en el mismo sitio del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y entró en la iglesia. Estuvo rezando en varios lugares, sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel, en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo. Algo estalló entonces dentro de su alma, y dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfred se llevó una de sus delgadas manos a la cabeza y preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es una cosa de sentido común! —contestó el otro con una leve sonrisa—. Pero sígame usted escuchando. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no daré ni uno más: sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, le contestaré que me sobran razones, pero sólo hay una que le concierne a usted. Lo dejo en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no permitió que se acusara del crimen al herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a su mujer, que también era fácil. Usted trató de echar la culpa al idiota, porque sabía que este no podría sufrir el castigo. Tengo por oficio propio encontrar tales vislumbres de salvación en los asesinos. Y ahora, baje usted a la aldea, y haga usted lo que quiera, puesto que es más libre que el viento. Yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron por la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol Wilfred Bohun levantó cuidadosamente la aldaba de la puerta de madera del patio y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas