viernes, 28 de octubre de 2022

IMPULSO PERVERSO Walt Whitman.

 


IMPULSO PERVERSO

Walt Whitman

Aquella sección de la calle Nassau que desemboca en el gran centro comercial de Nueva York ha estado, desde largo tiempo, ocupada por leguleyos. Tolerado y reconocido por esta clase de gente desde hacía vatios años, estaba Adam Covert, un hombre de mediana edad y de medios económicos limitados, quien, como para decir la verdad, obtenía más ganancias por medio de pillerías que en el honorable ejercicio de su profesión. Era un hombre alto, de amarillento rostro, viudo y padre de dos niños; últimamente se afanaba en encontrar una esposa con dinero que mejorase su actual situación. Pero de alguna u otra manera sus proyectos siempre parecían frustrarse, quizás con una excepción, y esta ciertamente muy vaga.

Uno de los primeros clientes de Mr. Covert había sido un pariente lejano de nombre Marsh, quien al morir de manera un poco súbita, había dejado a su cuidado una hija y un hijo con cierta cantidad de bienes, de los cuales debía disponer este mismo caballero. Sin perder un minuto, el astuto abogado captó la situación y, secundado por la confusión y tristeza de aquella emergencia, disfrazó su objetivo bajo una nube de tecnicismos que le valieron el insertar nuevas disposiciones en el testamento del moribundo que le otorgaron un casi arbitrario control sobre el total de la propiedad y sobre aquellos que la poseían.

Este control era de tal duración que no debía terminarse cuando los muchachos llegasen a la mayoría de edad. El hijo, Phillip, un muchacho espiritual y un poco arrebatado de carácter, ya hacía tiempo que había alcanzado aquella edad. Esther, la niña, sencilla y devota, tenía unos diecinueve años.

Teniendo tal poder sobre sus protegidos, Covert no sintió ningún escrúpulo en apoyarse en él para presionar con sus exigencias a la mano de Esther. Desde la muerte de Marsh, la propiedad que este había dejado en un solo lote debía ser repartida entre los dos hermanos, había llegado a tener un valor bastante considerable; por consiguiente la parte correspondiente a Esther era para un hombre en la situación de Covert un premio digno por el cual luchar. Durante todo el asedio, y aunque ambos huérfanos eran poseedores de una considerable renta, se veían en apuros de dinero; de pequeñas sumas de dinero, en verdad. Esther, generalmente a causa de Phillip, se veía obligada a recurrir a la casa de empeños, pues le gustaba que a este no le faltase nada.

Aunque frecuentemente había demostrado a su guardián la aversión que le inspiraba, Esther continuaba siendo la víctima de su persecución, hasta que un día evidenció un comportamiento más osado, mostrándose más apremiante en sus pretensiones. Esther, que compartía en cierto modo el fogoso carácter de su hermano, le contestó con una negativa terminante y brusca. Con dignidad le expuso las razones que

tenía para ello, prohibiéndole que volviese a mencionarle aquella pretensión de matrimonio. Él le replicó agriamente, jactándose del poder que tenía sobre ellos dos, y declarando que si ella no accedía en ser su esposa, ambos quedarían sin un centavo.

A esta amenaza añadió insultos que ninguna mujer puede recibir de un ser digno de llamarse hombre, y marchóse sólo cuando lo encontró conveniente. Aquel mismo día regresó Phillip de Nueva York, luego de una ausencia de varias semanas, por un asunto de negocios de la agencia mercantil para la cual trabajaba.

Más avanzada la tarde de aquel mismo día, se encontraba Covert en su despacho, trabajando, cuando un golpe en la puerta le anunció un visitante, el que inmediatamente después penetró en la habitación. El rostro del joven Marsh, pues él era el visitante, exhibía una palidez que no pareció a Covert del todo tranquilizadora, por lo que llamó a un empleado de la oficina contigua y le dio algún trabajo para hacer en el escritorio del lado.

—Deseo verlo a solas, Mr. Covert, si no es molestia —dijo el recién llegado.

—Podemos hablar a nuestras anchas aquí donde estamos —respondió el abogado—. En realidad no tengo mucho tiempo disponible para conversar, pues en estos momentos me encuentro muy atareado.

—Pero yo debo hablarle —respondió Phillip secamente—; al menos debo aclararle algo, Mr. Covert: ¡es usted un villano!

—¡Insolente! —exclamó el abogado, levantándose detrás del escritorio y señalando la puerta—. ¿La ve usted, señor? Tiene un largo minuto para situarse al otro lado de ella y para que sus pies encuentren la manera de salir lo más rápidamente de aquí. ¡Fuera, señor!

Aquella humillación fue muy dura para Phillip, dados sus rígidos conceptos del honor. Se irguió pálido, pero tranquilo.

—Nos veremos muy pronto —dijo con labios temblorosos, pero en voz baja y clara; luego abandonó la oficina.

Los siguientes sucesos de aquel agradable día de verano dejaron poca huella en la mente del joven. Vagabundeó sin objetivo ni destino a lo largo de South Street y por Whitehall; vigiló con curiosos ojos los movimientos del muelle, los barcos al cargar y descargar, escuchando los alegres gritos de los marineros y los estibadores. Sucede en algunas mentalidades, que una fuerte impresión produce el singular efecto de unificar

dos facultades de aparente ineficacia, una aguda sensibilidad con una suerte de fría apatía que se combinan para formar un solo estado de ánimo. Phillip era uno de ellos. Mientras observaba los diferentes atavíos de la gente del muelle, se preguntaba si recibirían el suficiente jornal para darse ellos y sus familias un buen pasar, y si tendrían o no familias, lo cual trataba de adivinar por medio de sus ademanes y vestimentas. En estas agradables divagaciones estaba aún al terminarse el día, y durante todo aquel tiempo el deseo predominante, pero de ninguna manera claro, era el ver nuevamente al abogado Covert.

Finalmente había llegado la noche. Pero ni aún entonces encaminó el joven sus pasos hacia su hogar, si no que, sintiéndose más calmado, entró en un lugar donde le pudiesen servir algo de comer y que al ser complacido casi no tocó. Sentía una persistente sensación de sed, y al pasar más tarde delante de un bar pensó que no le haría nada mal tomar un vaso de alcohol. Entró, bebió y las horas que iban pasando allí le iban robando la conciencia. No sólo bebió un vaso, si no tres o cuatro, de licores extremadamente fuertes para él, que habitualmente era abstemio.

Había sido un día y un atardecer calurosos, de manera que, cuando Phillip, a una avanzada hora de la noche, emergió del bar al exterior, se encontró con que comenzaba una tormenta eléctrica. A pesar de esto, se encaminó resueltamente calle arriba, enfrentando el viento, que parecía arreciar a cada paso.

La lluvia se había convertido ahora en torrentes; todas las tiendas habían cerrado sus puertas y muy pocas luces de la calle se hallaban encendidas; sólo podía guiarse en su camino por los frecuentes destellos de los relámpagos. Más o menos a mitad de camino la furia de la tormenta lo obligó a buscar amparo bajo los aleros de una tienda. Cuando se hubo acomodado lo más al interior posible, la luz de un relámpago le reveló que al extremo del escondrijo había ya otro inquilino.

—Una lluvia violenta —dijo el otro ocupante, mientras Phillip, al oír su voz, lo observaba atentamente.

El sonido de aquella voz casi logró que el joven quedara sobrio inmediatamente. Era ciertamente la voz de Adam Covert. Contestó con otra observación casual y esperó un nuevo destello de relámpago para verle el rostro. Cuando este llegó, pudo darse cuenta de que en realidad su compañero era su tutor.

Phillip Marsh había bebido demasiado (y roguemos para que ello te lo haga más comprensible, severo moralista). En su interior sintió un enjambre de pensamientos que no podía apartar de su mente. Todos los insultos que había recibido su hermana y las

infamantes frases que Covert le había dirigido aquella misma tarde. Reflexionó sobre todas las injurias que Esther y él habían recibido y sobre las que probablemente tendrían que soportar en el porvenir en sus manos de aquel descarado mal hombre; en lo egoísta, malvado y sin principios que era su carácter; en los despreciables y crueles abusos ejercidos sobre gente pobre que había caído en sus manos; en todo el mal del cual había sido autor y el sufrimiento que podría causar en el futuro. El mismo estruendo causado por los elementos: el áspero redoble del trueno, el vindicativo ruido de la lluvia, y el fiero relumbrar de salvaje fluido que parecía amotinar la tormenta a su alrededor, le parecieron al joven una extraña furia afín a la desencadenada en su interior. El cielo mismo (tan atrevida era su imaginación) parecía brindar la escena apropiada y el momento para un acto de justicia divina. No pensó por un instante que la causa verdadera que Covert se encontrase tan tarde en la calle fuese debido a su afán de lucro y que los negocios lo hubiesen mantenido en la oficina, si no que su fantasía concibió un misterioso poder ordenando las cosas de aquella manera para que ambos se encontrasen a hora tan intempestiva. Todo este remolino de influjos se apoderó de Phillip con rapidez y en aquel horrible momento se aproximó hacia su tutor.

—¡Hola! —dijo—. Me parece que no hemos encontrado bastante pronto señor Covert, ¡traidor a mi padre y ladrón de sus hijos! ¡Me da miedo el solo imaginar lo que estoy pensando!

El natural descaro del abogado no pareció abandonarlo.

—A no ser que quiera pasar una noche en el calabozo, joven —dijo, después de una pequeña pausa—; ¡retírese! Por lo que yo recuerdo, su padre era un hombre débil, y en lo que concierne a su hijo, su perverso corazón es su peor enemigo. Nunca me he comportado mal con ninguno de los dos, eso puedo decirlo, ¡jurarlo!

—¡Insolente embustero! —exclamó Phillip, mientras los ojos le llameaban en la oscuridad.

Covert no replicó; solo lanzó una carcajada fría y desdeñosa que hizo redoblar la furia del joven. Se abalanzó sobre el abogado y lo agarró por el cuello.

—¡Toma lo que mereces! —gritó jadeante, pues su garganta se hallaba obstruida por la diabólica ira que lo había perseguido en aquella hora negra—. ¡No eres digno de vivir!

Arrojó a sus tutor a tierra, cayendo sobre él, aniquilador, ahogando el grito que la pobre víctima había comenzado a exhalar. Luego, acompañado de monstruosas

imprecaciones, apretó fuertemente un nudo alrededor del cuello de aquel balbuceante ser; extrajo enseguida una navaja de su bolsillo y tocando el resorte hizo salir la larga y afilada hoja ansiosa de realizar su sangriento trabajo.

Mientras la tormenta menguaba se pudo oír el último esfuerzo del moribundo, que se tradujo en un grito bajo y entrecortado. En ese mismo momento, el brazo del asesino hundió el arma una, dos, tres veces, profundamente en el pecho de su enemigo. No había transcurrido un minuto desde aquella risa exasperante y fatal y el acto estaba consumado, mientras el sentimiento que invadió inmediatamente al culpable fue de miedo y deseos de huir.

En la sobrenatural pausa siguiente, los ojos de Phillip escudriñaron la oscuridad alrededor y por encima de él. En lo alto, el Dios que todo lo ve. ¿Qué o quién era la figura de allí en lo alto?

—¡Clemencia! ¡En nombre de Jehová, clemencia! —gritó una penetrante, clara y melodiosa voz.

Era como si un espíritu acusador hubiese venido a dar testimonio de aquel hecho de sangre. Inclinada sobre una ventana en lo alto, apareció una figura envuelta, cuyo rostro poseía una joven y hermosa belleza. Largos y vividos resplandores le dieron a Phillip la oportunidad de verla tan claramente como si el sol brillase resplandeciente. Una mano de la imagen se había alzado en actitud de imprecación, mientras sus grandes ojos negros miraban aquella escena de allá abajo con expresión de horror y estremecido pánico. Tal celestial belleza y las peculiares circunstancias llenaron de espanto el corazón de Phillip.

—Si todavía no es muy tarde —exclamó la joven nuevamente—, perdónalo. ¡En nombre de Dios te ordeno «No matarás»!

Aquellas palabras sonaron como un tañido fúnebre al oído del aterrorizado y ya arrepentido Phillip. Levantándose encima del cuerpo, dio una segunda mirada a lo largo de la calle, totalmente solitaria y desierta; luego, cruzando hacia Reade Street, terminó su trayecto en un verdadero estado de estupor, hasta llegar a las avenidas cercanas a su hogar.

Cuando a la mañana siguiente fue encontrado el cadáver del abogado asesinado, los oficiales de la justicia comenzaron sus averiguaciones; las sospechas recayeron inmediatamente en Phillip, el cual fue arrestado. Pero, a pesar de realizarse una rigurosa pesquisa, no salió a la luz ninguna evidencia que pudiese implicar al joven, a

excepción de su visita a Covert la tarde anterior, y el airado lenguaje de intercambio en ella. Esta evidencia no tenía el valor necesario como para acusarlo con un cargo tan grave.

Al segundo día el caso llegó a la justicia ordinaria, para que declarase si Phillip pudo haber cometido el crimen o, en caso contrario, lo dejase en libertad. Sólo tuvo en su contra el testimonio del empleado de Covert, mientras que uno de sus empleadores, creyendo en su inocencia, le había contratado uno de los más hábiles abogados criminalistas de Nueva York. El testimonio fue declarado insuficiente y derogada la acusación.

La atestada sala le abrió camino parta dejarlo salir; miles de curiosos mantenían los ojos fijos en sus rasgos; pero de toda aquella multitud humana, él sólo vió un rostro, uno pálido y triste de ojos negros que cubría el centro de todo. Había visto aquel rostro dos veces antes: la primera, como un testigo reprobador; la segunda en prisión inmediatamente después de su arresto; y ahora por última vez. Aquella extraña joven que había venido a la sala para cumplir un ingrato deber, el testificar lo que había presenciado, se había enternecido ante la palidez del rostro de Phillip, y los convulsivos sollozos de su hermana le habían impedido declarar en contra del asesino. ¿Debemos aplaudir o condenar esta actitud? Dejemos que cada lector se conteste esta pregunta así mismo.

Aquella misma tarde, Phillip abandonó Nueva York. Su amable empleador poseía una finca unas millas más arriba a orillas del Hudson y, hasta que hubiese pasado aquel revuelo causado por el asunto, le aconsejó no ausentarse. Phillip aceptó agradecido la proposición, realizó unos pocos preparativos, se despidió rápidamente de Esther y ya en la noche estaba instalado en sus nuevos dominios.

¿Y cómo piensan ustedes que descansó Phillip Marsh aquella noche? ¡Oh, si aquellos que claman tan desesperadamente porque la desventura venga a castigar el crimen hubiesen podido observar la escena de aquella noche, habrían sin duda aprendido una lección!

Cuatro días habían transcurrido, durante los cuales había yacido agitado sobre la cama de madera. No tuvo ni siquiera el más pequeño descanso de sus afiebrados y tensos sentimientos en aquellos horribles días.

Sueños perturbadores lo acechaban mientras cavilaba en lo que podría hacer para recobrar la paz. Por lejos que fuese, los ojos del asesinado lo perseguirían con aquella su última mirada, lo aterrorizaría aquel grito de dolor con toda la realidad de la imagen,

las reprobadoras palabras oídas desde lo alto lo perseguirían como atormentadoras furias que nunca podría apartar de su mente. ¡Cualquier cosa, cualquier lugar que le permitiese escapar de tan tremenda compañía! Debía irse tierra adentro, a realizar pesadas labores de campo, trabajar incesantemente a través de los abrumadores días de verano, para obtener de ese modo el olvido de sus sentidos, o al menos, en forma ocasional. Debía trasladarse de un lugar a otro hasta que los diferentes aspectos de una vida nueva borrasen completamente los viejos recuerdos. Debía combatir consigo mismo fieramente para lograr su paz de espíritu. Debía batallar y luchar por su paz; ¡debía orar por su paz!

Por último, luego de un febril insomnio de treinta o cuarenta minutos, el infortunado joven se durmió, despertando más tarde con un estremecimiento nervioso que le hizo incorporarse en el lecho, para divisar la bendecida luz del amanecer que comenzaba a llegar.

Sintió el sudor descender por su desnudo pecho; la sábana en la que había permanecido acostado estaba totalmente húmeda; levantándose pesadamente, abrió la ventana. ¡Oh, cómo lo refrescaba aquel maravilloso aire de la mañana! Se inclinó hacia fuera para aspirar con avidez la fragancia de los capullos, y por primera vez tuvo la plena conciencia de la innegable belleza que Dios había otorgado a la tierra y lo maravillosa que era la vida por el solo hecho de vivirla. Y, entre las miles de mudas bocas y elocuentes ojos que parecían como si mirasen a lo alto y fuesen a hablar a todos los vientos, imaginó otras tantas invitaciones para que fuese a reunírseles. No sin esfuerzo, pues era un ser débil, se vistió y salió al aire.

Nubes de pálido oro y transparente carmesí drapeaban el cielo, pero el sol cuya luz lo embargaba con toda su gloria no había aparecido aún sobre el horizonte. La hora y el lugar tenían una belleza extraordinaria. ¡Una belleza de Edén! Se detuvo en la cima de una loma y miró en su en derredor. Unas millas más arriba podía divisar un trecho del río Hudson, y por encima de él los agudos picos de las rocosas montañas que se deshacían en las playas del oeste. Todos los campos cercanos eran de cultivo y en ellos brotaba hermoso el árbol, mientras el grano pleno se inclinaba ante la brisa del amanecer que resultaba intoxicante por su pureza. Contemplando Phillip este sagrado y calmo poder de la naturaleza, el espíritu invisible de tanta belleza y tanta inocencia se fundió con su alma, superando los conflictos febriles y las pasiones. Sintió un indefinible placer, una suerte de alegría al obtener de aquella visualización la certeza de la bondad divina. Una prueba de ello era el no encontrar nada allí que lo acusase, ni las flores, matorrales o en las ramas de los árboles; ellos le otorgaban su perdón más generosamente que los humanos, sin hacer distinciones entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. ¿Podía considerarse todavía maldito? Involuntariamente se inclinó

para tomar el manojo de rosas rojas, sosteniéndolas suavemente entre sus manos, ¡entre aquellas manos asesinas, cubiertas de sangre! Pero las rosas no se agitaron, no dejaron de exhalar su perfume. Al depositar en ellas un beso y mientras una lágrima caía le pareció que ellas reflejaban la gran piedad y misericordia del cielo.

Terminamos aquí nuestro relato, refiriendo sólo los principales hechos que a continuación sucedieron, y ellos son: nuestro asesino pronto emprendió viaje hacia nuevos horizontes; aún se encuentra vivo y este es un caso entre mil de un crimen que quedó sin castigo y sin desentrañar, y el cual no compareció ante los tribunales de los hombres para ser juzgado, si no ante un poder más grande y amplio.

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