Mariano José de Larra (1809–1837) fue uno de los escritores más brillantes y mordaces del Romanticismo español, cuya obra sigue resonando por su aguda crítica social, su estilo incisivo y su compromiso con el progreso intelectual de España.
Comentario sobre Larra y su obra
Larra no fue solo un literato: fue un observador implacable de su tiempo. En artículos como Vuelva Usted Mañana, retrata con ironía y desesperanza el inmovilismo, la burocracia y la pereza institucional que, según él, frenaban el desarrollo del país. El personaje Monsieur Sans-délai, un extranjero diligente que choca con la lentitud española, se convierte en símbolo de la frustración ante un sistema que posterga todo para “mañana”.
Legado
Fue precursor del periodismo moderno en lengua española.
Su seudónimo “Fígaro” se convirtió en sinónimo de crítica lúcida y elegante.
Murió joven, pero dejó una obra que sigue siendo referente de conciencia crítica y estilo literario.
Larra no solo escribió sobre España: escribió contra la España que se resistía a cambiar. Y en ese gesto, se convirtió en uno de sus más grandes patriotas., retrata con ironía y desesperanza el inmovilismo, la burocracia y la pereza institucional que, según él, frenaban el desarrollo del país. El personaje Monsieur Sans-délai, un extranjero diligente que choca con la lentitud española, se convierte en símbolo de la frustración ante un sistema que posterga todo para “mañana”.
Su estilo es directo, elegante y sarcástico, con una capacidad única para convertir la crítica en arte. Larra no se limitó a señalar defectos: los desnudó con inteligencia, apelando al lector para que reflexionara sobre su papel en la sociedad. En sus artículos de costumbres, políticos y literarios, se percibe una profunda melancolía, una lucha entre el idealismo romántico y la realidad decadente que lo rodeaba.
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Año 2002
[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo
ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de El Pobrecito
Hablador. Revista Satírica de Costumbres, por el Bachiller don Juan Pérez
de Munguía (seud. de Mariano José de Larra), n.º 11, enero de 1833, Madrid;
paginación en color azul.]
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la
pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más
serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas
y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que
conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los
pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta
institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando
se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte,
han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de
estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos,
generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus
nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que
nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen
temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones que los han de
despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente
para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a
primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos,
lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e
inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima
bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al
mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces
la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de
haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración.
Tal es
el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son
incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas
puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen
muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven,
no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan
fácilmente penetrar.
Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de
competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados
de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París
de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o
mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró
formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si
no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome
el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y
lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes,
siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse.
Admirole
la proposición, y fue preciso explicarme más claro.-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís
decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la
mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde
revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En
cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos
que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y
de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer
día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones,
en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis
proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto,
y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en
Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no
me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de
los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai traté de reprimir una carcajada que
me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar
mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis
labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me
sacaban al rostro mal de mi grado.-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-,
permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses
de estancia en Madrid.-¿Cómo?-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.-¿Os burláis?-No por cierto.-¿No me podré marchar cuando quiera?
¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido
la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus
compatriotas.-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido
hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse
convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no
tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un
genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y
de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido
de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse
algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos
diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.
Pasaron tres días; fuimos.
-Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se
ha levantado todavía.-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba
de salir.-Vuelva usted mañana -nos respondió al otro-, porque el amo está
durmiendo la siesta.-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy
ha ido a los toros.-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y «Vuelva
usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana,
porque no está en limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia
del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando
nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus
abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas
utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los
mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana
en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba
dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca
encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro
tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que
sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había
mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza
a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle
una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar
el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando
faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? -le dije al llegar a
estas pruebas.-Me parece que son hombres singulares...-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras
para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha
venido hoy.
«Grande causa le habrá detenido», dije yo entre mí. Fuímonos a dar un
paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro,
ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos
claros de Madrid. Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da
audiencia hoy.-Grandes negocios habrán cargado sobre él -dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una
ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito
al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar
trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en
efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y, ¡qué fatalidad!, el
expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga
indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él
perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado
como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar
empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos
ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus
ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra
bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era
preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa
correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre
de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar
muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió
del primer establecimiento y nunca llegó al otro.-De aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro
expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe
de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa
población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué
delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas
vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en
llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la
firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de
volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste
es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos diablos.-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses
no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: «Vuelva
usted mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en fin, nos dicen
redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles
favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse
a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos
horas una intriga.
La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra;
ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que
me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy
patriótico.-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá
perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su
ignorancia.-¿Cómo ha de salir con su intención?-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno
aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso
mismo que ese señor extranjero quiere.-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?-Sí, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.
¿Conque,
porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso
tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar
si podrían perjudicar los antiguos al moderno.-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo.-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted
en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía
de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que
los venza.
Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar
todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber,
deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían
más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es desconocido, para
arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye
a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si
pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues
nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero
que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted
supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media
docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y
su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde
ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos
son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a
dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado
otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado
de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente
que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la
población con su nueva familia.
Convencidos de estas importantes verdades,
todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su
grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor;
a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido
el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo
que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros
han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted -concluí
interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al
que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara,
podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país «no hay tiempo» para
hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra
poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.-¿Es posible?-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el
recuerdo.-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses,
y... Contentose con decir:
míos!-Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos.
Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas.
Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio
año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo
de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al
extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que
en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana»,
y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien
lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que
estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal
de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana
con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana,
porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como
sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de
abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré
cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha
sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras
causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una
pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera
sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por
pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran
podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no
hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que
me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la
mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho
horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente
a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito
tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o
la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no
me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como
estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza.
Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como
la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva
usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese
tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a
mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!,
¡mañana le escribiré!».
Da gracias a que llegó por fin este mañana que no es
del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
El Pobrecito Hablador, n.º 11, enero de 1833.1
[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección
de artículos dramáticos, literarios, políticos y de
costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona,
Crítica, 2000, pp. 46-55; Artículos, ed. de Enrique
Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 190-202; Artículos
políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979,
pp. 61-72; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón,
Madrid, Castalia, 1984, pp. 324-336; Artículos de
costumbres, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid,
Espasa-Calpe, 1981, pp. 91-105; Artículos, ed. Carlos
Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 93-103;
Obras completas de D. Mariano José de Larra
(Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, p.
52-56.]
1 [Aunque se haga mención a la edición de 1833, encontramos en el texto algunos términos propios
de la edición de 1835; por ejemplo, aparece «español», en lugar de «batueco»; y la mención a Fígaro, en
lugar de al Bachiller. (N. del E.)]