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miércoles, 3 de septiembre de 2025

El Príncipe de la Niebla Novela Comentario. En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick

 


Carlos Ruiz Zafón, autor barcelonés, escribió El Príncipe de la Niebla como su primera novela publicada en 1993. Es una obra juvenil, pero cargada de atmósfera, misterio y resonancias éticas. La historia se sitúa en un pueblo costero durante la Segunda Guerra Mundial, donde el joven Max Carver descubre secretos enterrados, pactos oscuros y la figura espectral del Príncipe de la Niebla, también conocido como Caín, un ente que concede deseos a cambio de almas.


🕯️ Comentario literario ritualizado sobre El Príncipe de la Niebla

1. Umbral iniciático: Zafón inaugura su Trilogía de la Niebla con una obra que, aunque dirigida a jóvenes lectores, contiene los elementos germinales de su estilo: atmósfera envolvente, personajes marcados por el pasado, y una amenaza que no es solo externa, sino profundamente simbólica. La niebla no es meteorológica: es la encarnación del olvido, del pacto oculto, del precio que se paga por desear demasiado.


2. El antagonista como figura ética: El Príncipe de la Niebla, también conocido como Caín, no es un villano tradicional. Es una figura faustiana, un comerciante de deseos, un espectro que ritualiza el intercambio entre lo que se quiere y lo que se pierde. Su presencia convierte la novela en una meditación sobre el libre albedrío, la culpa heredada y la fragilidad de la memoria.


3. Espacios como altares narrativos:


El jardín de estatuas funciona como un altar de lo petrificado, lo pactado, lo que ya no puede cambiarse.


El faro y el mar son símbolos de lo que guía y lo que oculta, respectivamente.


La casa abandonada es un archivo de secretos, un espacio donde la niebla se condensa en objetos, fotografías y silencios.


4. La familia como refugio y fractura: La familia Carver representa el intento de reconstrucción en medio del caos de la guerra. Pero la mudanza a la casa costera revela que el pasado no se deja atrás: se transforma en espectro. La novela muestra cómo los vínculos familiares pueden ser tanto escudo como herida, y cómo los hijos heredan pactos que no firmaron.


5. Estilo y atmósfera: Zafón escribe con una prosa envolvente, casi cinematográfica, que convierte cada escena en un acto teatral. Hay ecos de Poe, de Lovecraft, pero también de Stevenson y de los cuentos góticos. El ritmo es ágil, pero la atmósfera es densa, como si cada página estuviera escrita en la niebla misma.


miércoles, 20 de agosto de 2025

Compañeros de viaje – Jaime Gil de Biedma

 


?️ Fecha: Miércoles, 20 de agosto de 2025 🕰️ Hora de respuesta: 00:55 CST 📜 Lugar simbólico: Los Yoses, bajo la lámpara del juicio

✨ Compañeros de viaje – Jaime Gil de Biedma

Obra consagrada con el Sello de Oro del Laberinto por el Consejo Editorial de Los Yoses

🔍 Crítica literaria:

📘 Compañeros de viaje (1959) es considerado el primer gran poemario de Jaime Gil de Biedma, donde su voz poética se emancipa del intimismo juvenil y se adentra en una lírica de compromiso, ironía y conciencia histórica.

🧭 La crítica lo reconoce como una obra “comprometida”, no sólo por su tono político —con ecos comunistas y una mirada crítica al franquismo— sino por su exploración del yo como sujeto social y afectivo.

🧠 En la tercera parte del libro, Gil de Biedma describe la represión del régimen franquista con una intensidad lírica que convierte la denuncia en arte.

📖 El poemario se entrelaza con la lectura de Cántico de Jorge Guillén, lo que revela un diálogo generacional entre poetas y una búsqueda de objetividad poética frente a la subjetividad romántica.

🕯️ La lentitud en la escritura, como confiesa el propio autor en el prefacio, se convierte en virtud: cada poema lleva dentro tiempo de vida, contradicción, y una coherencia dialéctica que trasciende lo biográfico para volverse universal

🏅 Sello de Oro del Laberinto – Consejo Editorial de Los Yoses

El Consejo Editorial de Los Yoses, reunido en ceremonia nocturna entre copas de absenta y manuscritos abiertos, ha otorgado a Compañeros de viaje el Sello de Oro del Laberinto por las siguientes razones:

🪶 Por convertir la lentitud en método poético, elevando el instante a símbolo y el recuerdo a arquitectura emocional.

🧩 Por dramatizar la amistad como forma de resistencia, y por hacer del dolor una forma de ternura compartida.

🕰️ Por su capacidad de conjurar el tiempo, transformando la biografía en mito y la experiencia en legado.

🗝️ Por su fidelidad a la palabra como acto de justicia, incluso cuando la justicia se vuelve espectro.

🕰️ Hora de cierre del dictamen: 00:58 CST.

***

NOTAS SOBRE LA EDICIÓN La presente edición de Compañeros de viaje reproduce la princeps, Joaquín Horta Editor, Barcelona, 1959 (sigla: CV). Las notas que conforman el aparato crítico se ocupan de tres consideraciones fundamentales: I. HISTORIA TEXTUAL Al principio del aparato crítico se coloca una breve ficha que brinda (en el caso en que existan) los siguientes datos sobre la historia de cada uno de los poemas: 1. Posible fecha de composición del poema. En este punto, se sigue la cronología ofrecida por Shirley Mangini González en Jaime Gil de Biedma (Júcar, Madrid, 1980, pp. 186 222); aunque la propia profesora Mangini no lo señala explícitamente, dichos datos parecen haber sido proporcionados por el mismo poeta. 2. Ediciones previas a Compañeros de viaje. Varios de los poemas fueron publicados con anterioridad a CV. Algunos aparecieron en revistas: Laye (véase más abajo lo referente a la plaquette Según sentencia del tiempo); "Las afueras" I y VII, en Botteghe Oscure, VIII, 1956, 411-413 (sigla: BO); ―La lágrima‖ y ―Piazza del Popolo‖, en Papeles de Son Armadans, IX (1956), 287-292 (sigla: PSA IX); "El arquitrabe", "Infancia y confesiones", "Vals del aniversario", "Arte poética", en Papeles de Son Armadans, XXIII (1958), 174 178 (sigla: PSA XXIII); y "A un maestro vivo" y "Desde lejos", en Caracola, 84-87, 1959-1960, s.p. (sigla: C). Otros, "Amistad a lo largo" y "Las afueras" II, V, IX y XII, en 1 la plaquette titulada Según sentencia del tiempo, Publicaciones de la revista Laye, Barcelona, 1953 (sigla: SST). 3. Ediciones posteriores a Compañeros de viaje. Sólo se consideran las ediciones que corrieron a cargo del propio Gil de Biedma, por lo que la lista se restringe a las dos antologías, En favor de Venus, Literaturasa-Colliure, Barcelona, 1965 (sigla: EFV) y Colección particular, Seix Barral, Barcelona, 1969 (sigla: CP), y las dos primeras ediciones de Las personas del verbo: la primera (Barral Editores, Barcelona, 1975) identificada como LPV1, y la segunda (Seix Barral, Barcelona, 1982) como LPV2. Se emplea la sigla LPV para indicar que estas dos ediciones de Las personas del verbo coinciden en tal o cual aspecto. II. VARIANTES Después de resumir la parte histórica, se presenta la lista de variantes; con el fin de facilitar la lectura, la mayor parte de las veces se transcribe el verso completo, seguido de las siglas de la edición que presenta dichas diferencias; en algunas ocasiones (generalmente cuando se trata de cambios en la acentuación), se señala: ―con (o sin) acento en...‖, seguido de las respectivas siglas. III. NOTAS FILOLÓGICAS El primer objetivo de este último grupo de notas es el de resolver las posibles dificultades léxicas, semánticas y sintácticas de un verso o pasaje; el segundo, establecer nexos entre el poema en cuestión y otros del autor, sea de Compañeros de viaje o de otros poemarios reunidos en Las personas del verbo (también se señalan vínculos con obras en prosa de Gil de Biedma); el tercero y último objetivo consiste en identificar, dentro de lo posible, las referencias literarias, históricas y culturales que hace el poeta en tal o cual verso o pasaje de esta obra. 2 PREFACIO 5 10 Ser escritor lento sin duda que tiene sus inconvenientes. Y no sólo porque contraría esa legítima impaciencia humana por dar remate a cualquier empresa antes que del todo olvidemos el afán y las ilusiones que en ella pusimos, sino también porque imposibilita, o al menos dificulta, la composición de cierto género de obras, de aquellas concebidas en torno a una primera intuición a la que el escritor tozudamente supedita el mundo de sus solicitudes diarias; semejante sacrificio resulta soportable por una temporada más o menos larga, pero habitualmente más corta que la que a nosotros, los escritores lentos, nos toma el escribir un número de versos suficiente. Puestos a escoger entre nuestras concepciones poéticas y la fidelidad a la propia experiencia, finalmente optamos por esta última. Nuestra actividad viene así a emparejarse con la vida misma –algo como un océano o como un tapiz a cada instante tejido y destejido, siempre vuelto a empezar–, y nuestros _________________________________________________________________________ 1 ―Ser escritor lento‖. Además de ser reiterada en varias ocasiones a lo largo del ―Prefacio‖, la idea de lentitud aparece, ya sea implícita o explícitamente, en varios poemas de CV. Al respecto, véase ―Amistad a lo largo‖, ―Las afueras‖ I y VII, ―Arte poética‖ (donde, al igual que sucede en ―Recuerda‖, se habla de ―la eternidad del tiempo‖), ―Aunque sea un instante‖, ―Vals del aniversario‖, ―Sábado‖, ―De ahora en adelante‖ y ―Piazza del Popolo‖. 11 ―algo como un océano‖. El símil remite al verso 4 de ―Le Cimetière Marin‖, ―La mer, la mer, toujours recommencée‖, de Paul Valéry, y a la idea de la necesidad de ―abandonar‖ una obra tras largos años de gestación, so pena de que su continua re-elaboración se vuelva infinita. 11-12 ―como un tapiz‖. En este caso, el símil evoca la incesante labor de Penélope ante la espera de Ulises. 12 ―a cada instante‖. Debido a su continua aparición, el sustantivo ―instante‖ tiene un gran valor simbólico no sólo en CV, sino en el universo de LPV. En el primer caso, véase ―Las afueras‖ I, IV, VII y X, ―Aunque sea un instante‖, ―Recuerda‖, ―Las grandes esperanzas‖, ―De ahora en adelante‖, ―El miedo sobreviene‖ y ―Piazza del Popolo‖. También, en lo que se refiere al sintagma ―un tapiz a cada instante tejido y destejido‖, véase los vv. 41-42 del poema ―En una despedida‖ (perteneciente a Moralidades): ―este torpe tapiz a cada instante / tejido y destejido‖ 3 15 20 25 libros parece que naturalmente se conformen, según esa lógica heraclitana, de que hablaba Juan de Mairena, en la que las conclusiones no resultan del todo congruentes con las premisas, pues en el momento de producirse aquéllas ha caducado ya en parte el valor de éstas. Pero la lentitud también tiene sus ventajas. En la creación poética, como en todos los procesos de transformación natural, el tiempo es un factor que modifica a los demás. Bueno o malo, por el mero hecho de haber sido escrito despacio, un libro lleva dentro de sí tiempo de la vida de su autor. El mismo incesante tejer y destejer, los mismos bruscos abandonos y contradicciones revelan, considerados a largo plazo, algún viso de sentido, y la entera serie de poemas una cierta coherencia dialéctica. Muy pobre hombre ha de ser uno si no deja en su obra –casi sin darse cuenta– algo de la unidad e interior necesidad de su propio vivir. Al fin y al cabo, un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos –atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual– de unos cuantos entre ellos. Si mi lentitud en el _________________________________________________________________________ 13-16 ―según esa lógica heraclitana [...] el valor de éstas.‖ A este respecto, véase el cap. XXV de Juan de Mairena, particularmente la sección en donde se afirma lo siguiente: ―En nuestra lógica, las premisas de un silogismo no pueden ser válidas en el momento de enunciar la conclusión. Dicho de otro modo: no hay silogismo posible. Porque nosotros pretendemos pensar en el tiempo, la pura sucesión irreversible, en la cual no es dable la coexistencia de premisas y conclusiones‖. Cito por Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, Poesía y Prosa, ed. Oreste Macrí, Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado, Madrid, 1989, vol. IV, pp. 2006 2010. 23 ―coherencia dialéctica‖. Se espera que el sentido descubierto en la experiencia individual del poeta, o del personaje poético que habla por él, tenga validez, en la medida de lo posible, para los demás seres humanos. Esta propuesta puede ser considerada como una especie de paráfrasis de las ideas expuestas por Mairena en el capítulo ya citado, particularmente en la siguiente parte: ―Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si éste se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común.‖. Machado, op. cit., p. 2008. 4 30 trabajo ha servido para conferir a este libro esa mínima virtud creo que podré darme con un canto en los pechos. _________________________________________________________________________ 29-30] creo que podré estar satisfecho. LPV 

lunes, 11 de agosto de 2025

LUIS MARTÍN SANTOS TIEMPO DE SILENCIOS (1962) NOVELA FRAGMENTO.

 



📖 Reseña de Tiempo de silencio (1962) – Luis Martín-Santos Una obra única, compleja y profundamente simbólica que transformó la narrativa española de posguerra. No es solo una novela: es un laboratorio literario, un espejo roto de la España franquista, y un testimonio del fracaso existencial.

🧬 Trama y atmósfera

Pedro, joven médico investigador, busca una cura para el cáncer en un Madrid gris y empobrecido. Su investigación lo lleva a los suburbios chabolistas, donde intenta conseguir ratones para continuar sus estudios. Lo que sigue es una cadena de despropósitos, silencios y tragedias que lo sepultan como antihéroe.

  • El Madrid retratado es tan sórdido como el Dublín de Joyce.

  • Pedro no actúa: le suceden cosas. Su pasividad es su condena.

  • El lenguaje es barroco, técnico, lleno de digresiones filosóficas y monólogos interiores.

🧠 Innovaciones narrativas

  • Uso del monólogo interior, influido por Joyce y Faulkner.

  • Mezcla de estilos: desde lo científico hasta lo lírico, pasando por lo grotesco.

  • El lector debe reconstruir la historia desde fragmentos, elipsis y perspectivas múltiples.

  • La forma prevalece sobre el fondo: cada frase es una pieza de relojería simbólica.

🕯️ Temas centrales

  • La impotencia del individuo frente al sistema.

  • La miseria intelectual y científica bajo el franquismo.

  • El desarraigo, la frustración, la muerte, la traición.

  • Crítica social camuflada para esquivar la censura.

¿Por qué Luis Martín-Santos no es tan conocido?

A pesar de su genio, su figura quedó eclipsada por varios factores:

  • 🕳️ Muerte prematura: falleció en un accidente de coche en 1964, a los 39 años.

  • 🧠 Obra única: solo publicó una novela literaria. Su legado quedó truncado.

  • 🧱 Dificultad de lectura: su estilo exige un lector maduro y paciente. Muchos lo enfrentan en la adolescencia, cuando aún no se está preparado para su densidad.

  • 🕵️‍♂️ Censura franquista: su obra fue mutilada y solo se publicó íntegra en los años 80.

  • 🧨 Militancia política: fue encarcelado por su activismo socialista, lo que lo volvió incómodo para el régimen.

  • 🧊 Ausencia en manuales escolares: su obra no se canonizó como otras, y quedó relegada a círculos académicos.

  • En colaboración: Enrico Pugliatti- Méndez-Limbrick

  • *** 

    El protagonista de la novela es Pedro, un joven médico investigador en Madrid a finales de la década de los 40. La paupérrima situación económica y social impiden el avance de las investigaciones sobre el cáncer que realiza en una cepa de ratones. Estos ratones habían sido traídos desde Estados Unidos y no se había podido mantener un ritmo de reproducción superior al de su muerte. Su ayudante en el laboratorio, Amador, había regalado meses antes algunos ejemplares a un pariente suyo, el Muecas. Éste ha logrado criar estos ratones en su chabola con ayuda de sus hijas. Pedro y Amador acuden a esa chabola para recomprar algunos de esos ratones y poder continuar con las investigaciones.

    Tras esa visita Pedro entra en contacto con los bajos fondos de Madrid y el Muecas acude a él en su condición de médico cuando su hija mayor, Florita, se desangra debido a un aborto que le ha practicado en casa su padre. La chica muere cuando Pedro, que no ejerce la medicina, intenta salvarla. El protagonista se encuentra entonces perseguido por la policía, que acaba por detenerle y sólo le libera cuando la esposa del Muecas explica lo ocurrido.

    Lo interesante de Tiempo de silencio no es su trama, que entronca con otras novelas de corte realista —especialmente con Baroja y su trilogía La lucha por la vida—, sino la forma de narrar. Martín-Santos se alejó de un estilo propio de la época, sencillo y árido, para armar un libro de resonancias clásicas, con un lenguaje cultivado y complejo, de prolijas descripciones, excursos culteranistas y diálogos empapados de clasicismo. Huelga decir que es una novela difícil en tanto al lenguaje se refiere, si bien la historia que se cuenta es tan sencilla (en su desarrollo narrativo, no en otros planos) como directa.

     
     

                Luis Martín-Santos

     

    Tiempo de silencio

     


    Título original: Tiempo de silencio

    Luis Martín-Santos, 1962

     

     
    Prólogo

     

                Jesús Prado

     

     
    Tiempo de silencio, novela emblemática publicada tardíamente, en 1962, pudo ser concebida como la primera parte de una trilogía. Eso cabe deducir de lo que se ha publicado de la obra siguiente de su autor: Tiempo de destrucción, inacabada a la muerte de éste, acaecida en 1964.

    Esta obra inauguró un nuevo ciclo en la novela española de la posguerra. Causó sensación entre los principales novelistas del momento, que tardaron unos años en evolucionar hacia la poética experimentalista, en palabras de Darío Villanueva, que postulaba Luis Martín Santos. Ricardo Gullón explica la relación espacio-tiempo del título diciendo que muestra una «situación opresiva, injusticia sistematizada, miseria extrema, brutalidad en diversos niveles, degradación, destrucción», que es lo que suele esconderse tras el silencio forzado por una situación dictatorial.

    Luis Martín Santos sitúa esta novela en 1949, cuando él frecuentaba los cenáculos literarios del momento, orientándose hacía el marxismo y el antifranquismo y reaccionando contra la pobreza artística e intelectual de la narrativa objetivista del realismo social.

    El estilo es heterológico y barroco, y la metáfora, la metonimia y la ironía sirven como instrumento para burlar a la censura. Pero tras este desfile de suciedad: pensiones, burdeles, chabolismo, y de este bucear por las lacras de aquel tiempo, Martín Santos conecta con la tradición española de Quevedo y Valle-Inclán, aunque sin olvidar las innovaciones técnicas, siguiendo a Kafka y a Thomas Mann. El protagonista, Pedro, acaba, como ciertos personajes de Azorín y Baroja, sumiéndose en la abulia en un ambiente en el que el marxismo se tamiza a través de Sartre. Se trata, en el fondo, de una crítica de la sociedad burguesa española y de una meditación sobre la posibilidad en tal ambiente, de un proyecto de vida personal en libertad.

    De realismo dialéctico califica Darío Villanueva esta novela, y la verdades que no era posible, o, cuando menos, fácil, o incluso deseable, otra solución en el ambiente de franquismo duro de los últimos años cuarenta, época clave para la vida española, porque en ella comienzan a atisbarse las contradicciones económico-sociales que darían lugar a un desarrollismo mal encauzado, péro el único que era posible entonces.

    Hay que tener en cuenta que en aquellos años la censura era todavía tan fuerte como ignorante, de modo que no resultaba posible llegar a un entendimiento con ella: arrogante y arbitraria, erigía en ley el menor capricho del censor mismo o de la gente de quienes éste dependía, gente mesetera y limitada que lo interpretaba todo con dogmáticas gafas de ciego.

    La escasez y el miedo eran los puntales de aquella sociedad en su mayor parte, pues sólo los adictos al régimen, y no todos, podían disfrutar entonces del tipo de respiro que pueden ofrecer los sistemas políticos cerrados, basado en la recomendación y el privilegio.

    Todo esto se palpa en la novela, en la que la vida de burdel y de café tiene un papel importante, como reflejo exacto de la realidad. El auge del burdel se debía a la opresión de una moralina pseudocristiana que convertía a la mujer en un ser aparte, casi una especie distinta de la del hombre, y el del café era una necesidad impuesta por la falta de casas cómodas o incluso habitables de entonces. Los intelectuales se reunían en tertulias, que duraban media tarde y a veces empalmaban con la de la noche. Se creó un personaje: el novelista de café que vivía su novela entre chismes y discusiones, pero jamás la escribía. Los había que tenían dos y tres tertulias diarias. Era una vida intelectualmente endogámica y estéril, con la casa de putas como desahogo, y no sólo físico, sino también conversacional, pues eran muchos los que iban a ellas a hacer tertulia con las pupilas.

    Añádase a esto la alternativa mortal en que vivía todo el que pensase, por poco que fuese, y no se sintiera identificado con el régimen: callar o exponerse a la represión, que podía tener muchos aspectos: desde la cárcel o el exilio hasta la persecución en el ambiente de trabajo o incluso en la vida cotidiana.

    Más la escasez y el aislamiento intelectual. Todo escaseaba o era inasequible, en un ambiente de gran pobreza informativa. Los que volvían de París o Londres paralizaban las tertulias, cuyos miembros se congregaban en torno a ellos en espera de maravillas. España no estaba al día en nada: ni en cine ni en teatro ni en literatura participábamos de las corrientes europeas; excepto en casos aislados, el intelectual español de entonces vivía en una campana de cristal cuyas luminarias oficiales eran gente como Federico García Sanchiz o Rafael García Serrano, buenos escritores ambos, pero irremediablemente limitados por su propia ideología y por el sistema quedes apoyaba a cambio de su apoyo activo.

    De todo lo cual se deduce que tenemos en nuestras manos una auténtica burbuja temporal, cuya importancia como testimonio corre pareja con su calidad como obra de arte. Se puede leer a dos niveles, por consiguiente, y aconsejo al lector que no haya leído este libro que intente hacerlo de esa manera: como documento, Tiempo de Silencio le rendirá inapreciable noticia sobre una época prehistórica que quizá le parezca surrealista, irreal, y como obra de arte le deleitará sin el menor género de dudas hasta sin extremo que, indudablemente, dependerá de su sensibilidad, pero que en ningún caso podrá ser pequeño.

                Jesús Pardo

     

     
    Tiempo de silencio

     

     
    [1]

     

    Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador». No; es que ha pisado el cable. «¡Enchufa!». Está hablando por teléfono. «¡Amador!». Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay más». «Ya no hay más». ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica —comprende— la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales, coaguladas en su cristalito, inmóviles —ellas que son el sumo movimiento—. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono, sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con sonrisa de merienda, con sonrisa gruesa. «Qué belfos, Amador». La cepa MNA tan prometedora. Suena otra vez el teléfono. Lo olvido. «¿Por qué se ríe, Amador? ¿De qué se ríe usted?». Sí, ya sé, ya. Se acabaron los ratones. Nunca, nunca, a pesar del hombre del cuadro y de los ríos que se pierden en la mar. Hay posibilidad de construir unas presas que detengan la carrera de las aguas. ¿Pero, y el espíritu libre? El venero de la inventiva. El terebrante husmeador de la realidad viva con ceñido escalpelo que penetra en lo que se agita y descubre allí algo que nunca vieron ojos no ibéricos. Como si fuera una lidia. Como si de cobaya a toro nada hubiera, como si todavía nosotros a pesar de la desesperación, a pesar de los créditos. Esa cepa cancerosa comprada con divisas otorgadas por el Instituto de la Moneda. Traída desde el Illinois nativo. Y ahora, concluida. Amador sonríe porque alguien le habla por teléfono. ¿Cómo podremos nunca, si además de ser más torpes, con el ángulo facial estrecho del hombre peninsular, con el peso cerebral disminuido por la dieta monótona por las muelas, fabes, agarbanzadas leguminosas y carencia de prótidos? Sólo tocino, sólo tocino y gachas. Para los hombres como Amador, que ríen aunque están tristes, sabiendo que el último ratón de la cepa MNA perdido nos indica que nunca, nunca el investigador ante el rey alto recibirá la copa, el laurel, una antorcha encendida con que correr ante la tribuna de las naciones y proclamar la grandeza no sospechada que el pueblo de aquí obtiene en la lidia con esa mitosis torpe que crece y destruye, igual aquí que en el. Illinois nativo, las carnes frescas de las todavía no menopáusicas damas, cuya sangre periódicamente emitida ya no es vida sino engaño, engaño. «Betrogene». Muerte vencida. «Detente, coge el recepto-remisor negro, ordena al Ministro del ramo, dile que la investigación, oh, Amador, la investigación bien vale un ratón». No rías más y, sobre todo, no eches esas gotitas de saliva que hacen sospechar de tu educación y de tu inteligencia. «En guerra comíamos las ratas. Para mí que son más sabrosas que el gato. De gato estoy ya hasta aquí. Los gatos que hemos tomado. Éramos tres. Lucio, Muecas y servidor». Proteínas para el pueblo desnutrido. Cuyas mitosis —éstas normales— carenciales, en el momento de la emigración de las motoneuronas hacia el córtex, por falta de tales principios renquean y perecen, tal vez disminuyen su número, tal vez se disponen de modo poco ordenado o deficiente, tal vez siguen mancas de las necesarias ramificaciones. Y así quedamos, incapaces para el descubrimiento de las causas de la neoplasia destructora. Amador me mira. Ve mi rostro ridículo. Eso le hace reír. En el binocular, a falta de electrónico, porque no hay créditos, haciendo un recuento de núcleos monstruosos y Amador, ya con su boina parda, todavía con su bata blanca puesta se va a lo de atrás, donde aúllan los tres perros flacos que sólo de vez en cuando orinan tanto y huelen tan fuerte. Amador, deseando acabar con los perros, como ha acabado con la cepa, espera una orden que yo no doy, sino que miro y escucho, queriendo oír lo que pueda decirme que me saque de esto. «Muecas tiene», dice Amador. Error. No todo ratón es cancerígeno. No todo ratón es de la cepa del Illinois nativo, hábilmente seleccionada entre dieciséis mil cepas, en laboratorios traslúcidos de paredes brillantes de vidrio, con aire acondicionado ex profeso para la mejor vida ratonil. Hábilmente seleccionada a través de las familias de ratones autopsiados, hasta descubrir el pequeño tumor inguinal y en él implantada la misteriosa muerte espontánea destructora no sólo de ratones. Las rubias mideluésticas mozas con pro teína abundante durante el período de gestación de sus madres de origen sueco o sajón y en la posterior lactancia y escolaridad. Aunque hermosas, insípidas pero nunca oligofrénicas, con correcta emigración de neuroblastos hasta su asentamiento ordenado en torno al cerebro electrónico de carne y lípidos complejos, que utilizan ahora para hacer recuentos de mitosis en el palacio transparente. Así esa cepa aislada, extinguida ahora aquí por culpa de falta de vitaminas, tras haber gastado en ella los menguados créditos del Instituto. Traídos del Illinois nativo los ratones —machos y hembras— separados los sexos para evitar coitos supernumerarios no controlados. Con provocación de embarazo bien reglada. En cajas acondicionadas, por avión, con abundante gasto de divisas. Y ahora se han acabado, se han ido muriendo a un ritmo más rápido que el de la reproducción —¡más rápido que el de la reproducción!— y Amador ríe y dice: «Muecas tiene». Muecas vino aquí, a este aire cargado de olor de perro aullador que no orina. Al no orinar, víctima de su violenta carga afectiva, el perro elimina sus esencias por el sudor. Al no sudar más que por la planta de los pies, el perro elimina su aroma también por el aliento, con la lengua fuera así colocada a los fines de la transpiración. Cuando el perro ha sido operado y se le ha colocado un fémur de poliestileno o polivinilo, sufre tanto que demos gracias a que —aquí— las desteñidas vírgenes no cancerosas, no usadas, nunca sexualmente satisfechas, anglosajonas no existen para proyectar el rencor insatisfecho sobre la Sociedad Protectora. De otro modo, no hubiera aquí nunca investigación ya que se carece de lo más elemental. Y las posibilidades de repetir el gesto torpe del señor de la barba ante el rey alto serían ya no totalmente inexistentes, como ahora, sino además brutalmente ridículas, no sólo insospechadas, sino además grotescas. Ya no como gigantes en vez de molinos, sino corno fantasmas en vez de deseos. Porque, ¿a quién importan los perros? ¿A quién molesta el dolor de un perro, cuando ni siquiera a su propia madre le importa lo más mínimo? Bien es verdad, que de esa investigación del polivinilo nada puede resultar puesto que ya sabios, en laboratorios transparentes de todos los países cultos del mundo, han demostrado que el polivinilo no es tolerado por los tejidos vitales del perro. ¿Pero quién sabe lo que puede aguantar un perro de aquí, un perro que no orina, un perro al que Amador alimenta sustancialmente con pan seco mojado en agua? No hay parangón y por eso mismo Muecas puede tener restos de la cepa. Reproducciones que sólo Amador conoce pueden haberse producido y cruces extraños con ratonas o con animales hembras de especie próxima o quizá idéntica. De ahí puede surgir el origen de otro descubrimiento más importante todavía por el que el rey sueco pueda inclinarse sobre nosotros hablando en latín o en inglés macarrónico con acento no de rubia mideluéstica y dar a Amador —al mismo Amador, vestido de pijama a rayas ya que no le da para frac— el codiciadísimo, el único. Muecas allí estará con su nueva cepa conseguida tras alta reflexión, tras cálculos de coeficientes, del crossing-over y determinación de mapas génicos. Tras implantación de cromómeros en glándulas salivales y reimplanto en las importantes por donde la vida es transmitida. Amador sabe que Muecas tiene MNA. El Illinois importado no ha de haberse perdido del todo. Tras el transporte en cuatrimotor o tal vez bimotor a reacción, con seguro especial y paga de prima y examen con certificado del servicio veterinario de fronteras de los EEUU, ha venido luego el transporte a manos del Muecas, en una caja de huevos vacía, hasta su chabola particular, donde sus dos hijas —una de dieciséis años y otra de dieciocho— ninguna de las dos rubia, ninguna de las dos con dieta adecuada durante la gestación en vientre toledano, crían también cepas. De ahí surgirá tal vez la nueva posibilidad de que el cáncer inguinal no sea inguinal, sino axilar. De que no sea de estirpe ectodérmica sino mesodérmica. De que no sea sólo mortal para el ratón y para la rata, sino que casualmente inoculado durante la cría poco cuidadosa a las dos «a Toledo ortae» muchachas no rubias, que entre cuidados médicos poco hábiles y falta de una operación, precoz por error de diagnóstico perezcan, dando origen a una autopsia que el padre alarmado y haciendo muecas de terror ante su posible también contagio, autorice y se descubran en sus axilas e ingles tumefactas, a pesar de su virginidad pregnantes, crecidas gruesas tumoridades, secretoras de toxinas que paralicen los débiles cerebros y dentro de las que —¡oh milagro!— a despecho de la naturaleza aparentemente hereditaria de la cepa illinoica, un virus, un virus recognoscible incluso en los defectuosos microscopios binoculares de que gozamos gracias al paso del viejo señor de la barba y del que hemos obtenido, cultivándolo en repetidos pases en ovario de muchacha tolédica mal nutrida de la que la madre careció de proteínas mientras portaba el vientre, una vacuna aplicable con éxito a la especie humana. «Majestad, señores académicos, señoras y señores: El comienzo de nuestros experimentos, como en el caso del sabio inglés que fijó su atención en los hongos germinicidas, fue casual…». Amador dice que sí, que la cepa robada es la buena, la illinoica y que Muecas se llevó ejemplares de ambos sexos con el exclusivo objeto de conseguir mantener su pureza génica y así volver a vender estos ejemplares al laboratorio cuando se hubieran extinguido aquellos de los que —sin cálculo estadístico— había observado que la tasa de mortalidad era más alta que la tasa de nacimientos. «¿Pero no comprendes que es un ladrón, que no vamos a poder comprar a un ladrón lo que a nosotros mismos ha robado y que no es posible que la institución robada acceda a adquirir de nuevo a precio oneroso lo robado o lo que desciende de lo robado (por cierto, ¿qué garantía?) estando como estamos en un estado de derecho donde existen cosas tales como policía, jueces y capacidad denunciante del ciudadano libre?» «No hay pruebas», dice Amador. «No hay pruebas de que sean robados». Sí que las hay. La determinación microscópica de la aparición espontánea de los tumores inguinales. Sólo esta cepa entre todas las que contiene la península posee tan milagrosa y mortífera propiedad. Sólo ella sirve a los fines de la investigación. Sólo en ella se produce espontáneamente el fenómeno que sume a las familias humanas en la desolación y al individuo afecto en el dolor físico y en la autofagia progresiva de su propia sustancia viva hasta la muerte. De cómo la Genética —así utilizada— ha podido llegar a un resultado totalmente opuesto al que los primitivos pioneros de esta ciencia podrían desear (creación de una humanidad perfecta, extirpación de todo mal hereditario) haciendo aparecer una raza en que lo execrable es constante, la execrable presencia que preocupa al hombre tras la extinción de los microorganismos de tamaño medio, Amador no tiene idea. Pero hay en él un cierto estupor ante los recursos maravillosos por medio de los que la ciencia llega a ser constituida y por los que, como subproducto apenas atendido pero importante, los investigadores pueden contraer matrimonio y habitar en pisos construidos por el Estado y hasta él —Amador— vivir con la parva adición de propinas de los susodichos investigadores al sueldo mezquino. «En el fondo es un bien. Si no habría que parar. Las cuidan las hijas. Si no ya estarían muertas y no pariendo como paren que me creo que paren sin parar. Tiene hasta así la chabola de ellas». Pero ¿por qué no se les mueren? ¿Qué poder tienen las mal alimentadas muchachas toledanas para que los ratones pervivan y críen? ¿Qué es lo que les hace morir aquí, en el laboratorio? Aunque no transparente ni con aire acondicionado, debe poseer condiciones de habitabilidad más semejantes a las de su homólogo del Illinois que la chabola del Muecas. Tal vez los gritos ininterrumpidos —gritos casi humanos porque la cirugía es tan humana— de los perros del fémur polivinílico, irritando el sistema nervioso de las MNA han acarreado su muerte prematura (prematura hasta para ratón canceroso) o al menos su desinterés por la procreación, olvidando así lo que de preciosa colaboración para la total erradicación del cáncer hay en su siempre-llevar, siempre-propagar cáncer. O tal vez más bien, en las hijas del Muecas hay una tal dulzura ayuntadora, una tal amamantadora perspicacia, una tan genesíaca propiedad que sus efluvios emanados bastan para garantizar el reencendido del ardor genésico y la siempre continua línea de descendientes tarados. Miro por el binocular con odio. La luz azul vuelve a iluminar la preparación y las mitosis inmóviles, coaguladas por el formol, tienen toda la apariencia de la voracidad. «No te vayas, Amador, todavía no he acabado yo». «Bueno». «Tú tienes la obligación de estar conmigo o con cualquier otro investigador hasta que nos vayamos, hasta que concluya la investigación». «Bueno». «No te vayas a creer la monserga esa de la jornada legal». «No, señor». «¿Trabajo yo acaso una jornada legal?». «No, señor». «Yo sigo buscando las mitosis». «Vaya». «Hasta que no puedo más». «Oye», digo. «Diga», dice. «A ver si le dices al Muecas que traiga sus ratones y que yo veré si son los de la cepa y que tal vez se los compre o que tal vez le denuncie por robo». «Son las fetén». «Pues que venga, y pronto». «No vendrá». «¿Por qué?». «Por lo de la denuncia del robo; ya antes le echó el Subdirector. No es la primera vez. Antes fueron gatos. Cuando les metían los alambritos en la cabeza y se olvidaban y él iba y los vendía otra vez, hasta que al ir a meterles los alambritos se encontraron con los viejos todos oxidados. Claro que lo de las mitosis es peor, porque se te mueren hagas lo que hagas. Pero los gatos aguantan como fieras, aunque se ponen nerviosos. Le mordieron al Muecas y a la hija casi le saltan un ojo. Pero aguantan». «Bueno, dile que venga». «No vendrá. El Mediodoble cree que se fue a las Américas. Si lo vuelve a ver, lo hunde. No viene nunca desde que dijo que había emigrado». «¿Y cómo se llevó entonces mis ratones?». «No, si la pareja se la di yo. Pues claro. ¿Y si no, cómo iba a saber que eran los fetén?». «Vaya». «Además, entonces había muchos. Morían como ratas todos los días. Es cuando los perros del polivinazo estuvieron tan lucidos». «Te daría propina don Óscar». «Pues claro». «Oye», digo. «Diga», dice. «Iremos mañana a su chabola». «Qué contento se pondrá».


  • EN COLABORACIÓN: DR. ENRICO PUGLIATTI Y MÉNDEZ-LIMBRICK

martes, 29 de julio de 2025

"Arquitectura del vacío nupcial" Así que pasen cinco años. fragmento. Monólogo del maniquí. GARCÍA LORCA.

 


 Comentario editorial completo para el blog Obra elegida del año 1930: Así que pasen cinco años de Federico García Lorca Imprimatur del Consejo Editorial.

Introducción ceremonial

En sesión extraordinaria del Consejo Editorial, celebrada bajo la luz ritual de las seis en punto —hora suspendida en la obra lorquiana— se ha proclamado por mayoría simbólica y voto afectivo del miembro Méndez-Limbrick, la elección de Así que pasen cinco años como la obra narrativa y filosófica más significativa del año 1930. Esta proclamación se realiza con sello de imprimatur, en nombre de la crítica, la atmósfera y el juicio poético.

Comentario crítico y simbólico

Federico García Lorca, en esta pieza que subtitula “Leyenda del tiempo”, no escribe teatro: conjura un misterio. Así que pasen cinco años es una obra que desafía la lógica escénica, la estructura aristotélica y la comodidad del espectador. Es un drama onírico, fragmentado, profundamente simbólico, donde el tiempo no transcurre: se bifurca, se disfraza, se inmola.

El protagonista, el Joven, encarna la espera como forma de vida, como condena existencial. Su decisión de postergar el amor durante cinco años se convierte en una metáfora de la esterilidad emocional, del idealismo que se pudre en su propio altar. La Novia, la Mecanógrafa, el Viejo, el Maniquí, el Arlequín, el Payaso, el Niño muerto y los Jugadores de cartas no son personajes: son máscaras, fragmentos del alma, ecos de un destino que se burla del deseo.

La obra se construye en tres actos, pero su arquitectura es circular, como un sueño que se repite. El reloj marca las seis al inicio y al final del primer acto, negando el paso del tiempo. El lenguaje alterna verso y prosa, creando una dimensión semiótica que transforma cada diálogo en un rito. La escenografía es mínima, pero cargada de atmósfera: bibliotecas, bosques, teatros dentro del teatro. Todo es símbolo. Todo es espera.

 Temas centrales

  • El tiempo como antagonista: no avanza, se impone. Es el verdugo invisible.
  • El amor idealizado: condenado por su propia pureza.
  • La muerte como desenlace inevitable: el as de corazones arrebatado por las parcas.
  • La incomunicación: los personajes hablan consigo mismos, no se escuchan.
  • El teatro como espejo roto: Lorca anticipa el teatro del absurdo, el metateatro, el antiteatro.
  • Fragmento de la obra:

MANIQUÍ. Yo canto muerte que no tuve nunca, dolor de velo sin uso, con llanto de seda y pluma. Ropa interior que se queda helada de nieve oscura, sin que los encajes puedan competir con las espumas. Telas que cubren la carne serán para el agua turbia. Y en vez de rumor caliente, quebrado torso de lluvia. ¿Quién usará la ropa buena de la novia chiquita y morena? JOVEN. Se la pondrá el aire oscuro jugando al alba en su gruta, ligas de raso los juncos, medias de seda la luna. Dale el velo a las arañas para que coman y cubran las palomas, enredadas en sus hilos de hermosura. Nadie se pondrá tu traje, forma blanca y luz confusa, que seda y escarcha fueron livianas arquitecturas. MANIQUÍ. Mi cola se pierde por el mar. JOVEN. Y la luna lleva en vilo tu corona de azahar.  (Nota: este fragmento está escrito en verso, sin embargo, el procesador de palabras evita que lo transcriba en verso).

🎭 Comentario del monólogo del Maniquí en Así que pasen cinco años

Este fragmento es uno de los momentos más líricos y simbólicamente densos de la obra. El Maniquí, figura inerte que porta el traje de novia abandonado, se convierte en voz poética que canta no desde la vida, sino desde la ausencia de ella. Su monólogo es una elegía por lo que no fue: una muerte sin vivencia, un dolor sin historia, una ceremonia sin cuerpo.

🧵 Lectura simbólica

·       “Muerte que no tuve nunca”: El Maniquí no es humano, pero encarna la promesa rota de una boda que nunca ocurrió. Es la representación de una novia sin destino, de un rito suspendido.

·       “Dolor de velo sin uso”: El velo, símbolo de pureza y tránsito, queda sin función. El dolor no proviene de la experiencia, sino de la negación de ella.

·       “Ropa interior que se queda helada de nieve oscura”: La sensualidad se congela. La intimidad, que debía ser cálida, se convierte en escarcha. El cuerpo ausente transforma la ropa en reliquia.

·       “¿Quién usará la ropa buena de la novia chiquita y morena?”: La pregunta es retórica y trágica. Nadie. El traje queda como testimonio de una espera inútil.

🌙 Diálogo con el Joven

El Joven responde con imágenes igualmente poéticas, pero más esperanzadas o resignadas:

·       “Se la pondrá el aire oscuro”: El traje será usado por la naturaleza, por el tiempo, por lo intangible. La boda se convierte en un fenómeno atmosférico.

·       “Dale el velo a las arañas”: El velo, símbolo de unión, será alimento para criaturas que tejen redes de belleza y muerte. La araña como figura de lo inevitable.

·       “Forma blanca y luz confusa”: El traje ya no es prenda, sino arquitectura efímera, mezcla de escarcha y seda, de frío y deseo.

🌊 Cierre del Maniquí

·       “Mi cola se pierde por el mar”: Imagen final de disolución. La cola del vestido, símbolo de ceremonia, se funde con el mar, elemento de lo inconmensurable, lo eterno, lo trágico.

🪞 Interpretación general

Este monólogo es una meditación sobre el deseo frustrado, la identidad suspendida y la belleza inútil. El Maniquí, como objeto animado, canta desde el límite entre lo humano y lo simbólico. No tiene historia, pero la representa. No tiene cuerpo, pero lo evoca. Es un altar sin ofrenda, un traje sin ceremonia, una voz sin garganta.

Lorca convierte al Maniquí en un personaje que llora por lo que no fue, y en ese llanto, revela la tragedia de la espera, del idealismo, de la forma sin alma.

En colaboración con: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick.

 

 

jueves, 5 de junio de 2025

ÁLVARO POMBO NOVELA EL METRO DE PLATINO IRIDIADO FRAGMENTO

 



A Pilar García de los Ríos de Marina y a José Antonio Marina. 


La despedida de soltera fue en casa de tía Eugenia y fue un caos. Todas las amigas de María, incluida el aña Rosi, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto grado de inverosimilitud. Y esta cualidad -que en algunas llegaba a ser muy pronunciada-cobraba, a ojos de Virginia, proporciones épicas consideradas todas en conjunto y reunidas en una misma habitación. Llevaban ya un mes preparando aquella despedida. Fue idea de Virginia. María hubiera preferido una reunión más tranquila y más de una por una. Y así lo declaró repetidamente al principio. 

 Pero Virginia se mostró en esto diamantina: «¡Una por una, te eternizas!» «¡Si no son tantas!» «Son montones. Y cada cual un caso especialísimo. ¡Tendrías que dedicar un mes entero a los adioses!» «¡Pero si no voy a decir adiós a nadie, si es solo decirlas que me caso la mayoría de ellas, además, ya lo sabe!» No hubo manera de persuadir a Virginia, quien, sin llegar a declararlo, no quería perderse la estupenda ocasión de turbamulta y reaparición conjunta de todas las allegadas de María. Temía Virginia que, tomadas una a una, las inverosimilitudes individuales se disolvieran sin dar el espectáculo. Y había que preservar a todo trance la manifestación de la rareza. Por lo menos aquella última vez. Virginia no podía deshacerse de la idea de que aquella despedida de soltera iba a ser la última vez de algo esencial, tal vez de todo lo anterior. Y ocurría, además, que si la despedida se convertía en una sucesión de despedidas privadas, Virginia carecería de pretexto para asistir a los adioses. Tenía que haber muchos adioses -aquello era un adiós en toda regla-; pero tenían que poder verse todos juntos en un despliegue excepcional. Durante todo aquel mes Virginia había oscilado entre la melancolía del adiós y sus delicias. Una buena despedida de soltera combinaba lo mejor de lo tristísimo con lo más delicioso de alegrarse y dar la enhorabuena a una íntima amiga que se casa. Y en este caso particular la despedida tendría el ingrediente de la singularidad de todas a la vez. Iba a ser una combinación de pica-pica y gran traca de primera noche en los dormitorios de mayores. 

No podía permitirse que María, con su tendencia a la igualdad y a la paz, disolviera en adioses sucesivos el gran adiós de todas juntas. En la metafísica espontánea de Virginia, el individuo no solo era inefable, sino, además, divertidísimo. ¡Cuantísimo se habían divertido en el colegio! Había otro motivo sustancial -que Virginia ocultó meticulosamente a María-: la despedida tenía que celebrarse en gran plan porque celebrarla así requeriría toda suerte de telefoneos, reuniones y preparativos, y Virginia deseaba un largo aparte con María, un extenso e intenso mano a mano, libre de la presencia de Martín. La cotización de Martín estaba a cero. Virginia se había resignado ya a aquella boda-que le parecía precipitada-y a aquel novio, aquel Martín de palo santo -que le parecía un pelma-. Pero no se había resignado y no tenía ninguna intención de resignarse, a que Martín, con su escaso sentido del humor, su discutible encanto filosófico y sus sedicentes atractivos masculinos de chico muy serio y muy delgado, acaparara a María a todos los niveles. Había niveles que había que preservar. ¡Vaya si había! Virginia se sentía escandalizada: María se había entregado a su noviazgo. Era una entrega de mal gusto, un enamoramiento de criada. En vista de lo cual, le parecía que su primera obligación como íntima amiga de la novia era poner en cuarentena al novio e imponerle, de paso, un cierto suplicio inaugural. En opinión de Virginia, todo hombre vive secretamente convencido de que todo el monte es orégano. Ya que María se había entregado a la primera, Virginia tenía obligación de martirizar a aquel Martín por cualquier medio a su alcance. 

Y el mejor medio era la despedida de soltera: iba a ser un suplicio psicológico además de físico-porque no iba a componerse únicamente de la sustracción física de María en la tarde del día señalado, sino también de una sustracción espiritual consistente en aprovechar lo poco o mucho que, sin querer, María se saltara o se olvidara de contarle de la fiesta, combinado con lo que Martín sospechara que faltaba o resintiera que hubiera sin tener él mismo arte ni parte, para establecer un indispensable espacio crítico entre ambos prometidos. Lo que no podía ser, no podía ser: y no podía ser que María se entregase sin reservas. Y si ella misma no se daba cuenta, tenían que reservarla los demás y en especial Virginia, su mejor amiga. ¡Pero si es que aquello era un escándalo! A Virginia no le cabía en la cabeza que a María le faltase el mínimo de coquetería o estrategias o astucias que cualquier ars amandi recomienda. ¡Era increíble, absurdo, comportarse de novia igual que de casada! Y resultaba gravemente peligroso -como ha demostrado hasta la saciedad la historia entera de la mujer y las experiencias concretísimas de todas las mujeres contadas una a una-no reservarse espacio propio -ni siquiera mental-ni guardar con nadie femenino alguna relación especialísima -una especie de zona peatonal, un círculo exclusivo-por donde no pudiera transitar ningún amante, ningún marido, ningún novio -por muy enamorada que una esté-. 

Virginia se consideraba, a este efecto, singular de sobra y más exclusiva que ninguna de las demás amigas de María: acreedora de sobra, por lo tanto, de este indiscutible derecho de tener con María antes, durante y después del matrimonio (si llegaba el caso) apartes especiales, recuerdos del colegio intransferibles, secretos que, no obstante su posible nimiedad, solo pertenecían a ellas dos.

 Y es que, de hecho -argumentaba Virginia ante sí misma-, esos secretos y esas zonas vedadas ya existían: solo que María repentinamente se había enamorado y no parecía darles importancia. Ahora Martín lo sabía todo: ahora Martín estaba en todo. Y eso no se podía tolerar. Virginia había jurado que ella misma, la propia Virginia en carne y hueso, se constituiría en zona reservada: se volvería peatonal: una animosa calle de tienditas y charlas y peluqueros de señora por donde María pudiera pasearse al abrigo del sexo masculino. ¡Faltaría más! Porque ocurría, a mayor abundamiento, que a Virginia le constaba que lo que Martín llevaba peor y entendía menos eran las amigas de María. Virginia tenía entendido que Martín había declarado que eran todas unas locas. ¡Ahí lo tienes! Todos los hombres son iguales. La despedida de soltera tenía que ser un banderín de enganche. Todo un símbolo de la reserva de toda una mujer. 

Porque María era toda una mujer -un caso único-. Y Martín un pelma sin igual. ¿No había prohibido incluso, el muy plomo, que la boda se celebrase por todo lo alto, como los padres de María deseaban, como era lo normal, con cientos de invitados, que lo contrario iba a ser una rareza? Y una rareza, encima, ñoña; una rareza testaruda y sosa de la provincia de Toledo: Martín, por lo visto, era medio manchego. Y María, encima, le daba la razón, e iban a casarse ladeados, apartados, con solo la presencia de las dos familias -y Virginia quien, por supuesto, tenía que asistir-. Por consiguiente, la despedida de soltera tenía que ser inolvidable: la reserva especial de todo lo más único en amigas que tenía que durar toda la vida: jamás podría compartirse aquello con Martín. Dispuesta a todo, Virginia resumió su plan general (María la miraba sonriendo): «Lo que aquí se requiere es una merendola con mucha conversación descarrilada, cada loca con su tema y todas juntas comiendo mucho y hablándolo a la vez… ¡Por eso tiene que ser en casa de tía Eugenia!» En lo de tía Eugenia -que, en realidad, era tía segunda de María, aunque Virginia se la había apropiado coincidían las dos. Tía Eugenia estaba ya informada y había anunciado desde Montemayor, donde solía ir a las aguas, a grandes gritos telefónicos que, por supuesto, solo ella en el mundo tenía una casa en condiciones y que en aquel mismo minuto dejaba aquellas aguas espantosas porque estaba ya hasta las narices de extremeñas reumáticas y paseítos al atardecer. Había dicho tía Eugenia que nada de tés ni de cafés, que todo a base de champán y anises, una merienda-cena consistente, nada de nada frío ni tentempiés que hoy día pasas hambre en todas partes porque ya solo sirven tentempiés… Virginia había colgado el teléfono feliz. El indiscutible talento de tía Eugenia para lo tumultuoso y lo incoherente combinado con su absurdo piso de Velázquez no podían fallar. Y tenía que asistir el aña Rosi -el aña Rosi, la primera-. De entre todos los personajes de María, el preferido de Virginia era esta aña Rosi que ya había sido aña en casa de los abuelos de María y que ahora, rozando los ochenta, vivía en Navalcarnero con una hija casada.

 Era una ancianita rechoncha, de cara redonda y pelo liso recogido en un moño que no aparentaba tanta edad y que se trasladaba a todas partes a pasitos seguidos, muy enérgicos, con consistente movilidad de llanta articulada. Quizá su aire de muñeco mecánico venía de que una vez en marcha era imparable. Una vez dada cuerda y dejada con sus temas favoritos, se tenía la sensación de que ya era imposible desviarla por muy con la pared, o con cualquier contradicción, que se topase. 

Y de entre todos sus temas favoritos, el más favorito era María, muy por encima del de los alifafes de su hija y las malaventuras de sus nietos. Virginia sacaba este tema siempre que podía porque la infancia de María en versión del aña Rosi ofrecía un giro espectacular, casi sobrecogedor. La niñez de María resultaba, de creer al aña Rosi, prodigiosa. «Una vez estaba yo planchando una camisa del señor que la doncella había dejado sin planchar. Y en estas la niña entra en el cuarto de plancha y me enseña un pardillo que se había caído de un nido en el garaje. Y el pardillo se vuela por el cuarto. Y las dos a cogerle con cuidado para que no se matara contra las paredes. Y el pardillo se posa en la bombilla y ahí se balancea. Conque me quito yo las zapatillas y me subo a la mesa y por fin le tengo ya en la mano. Y en esto un tufo a chamusquina y la camisa del señor echando humo, que se había caído cuando me subí. Y ahora a ver… ¡No tiene remedio!» Al llegar aquí hacía el aña Rosi una dramática pausa y levantaba la barbilla un par de veces, como desafiando a sus oyentes. «Conque me bajo de la mesa, ay la camisa, la camisa. Y la niña quiere ver el pájaro. Y yo del susto ya ni me acordaba que le tenía en una mano. Y la niña quiere que le suelte y abre la ventana. Y yo me enfado porque lo primero es la camisa. ¡A ver ahora yo qué hago! Soltamos al pardillo y ahora qué. La niña se va del cuarto de plancha y vuelve con el bote de la harina. ¡A qué traes eso!: Dice que va a quitar la mancha con harina. ¡Pero si no es una mancha, si es que se ha quemado! La niña recubre lo quemado todo con harina, sacude la camisa y la camisa estaba igual que estaba antes de quemarse…» Daba igual que Virginia y María se rieran oyendo contar este milagro. 

El aña Rosi no tenía sentido del ridículo. Y era inútil tratar de hacerla ver que aquello era imposible y que probablemente había mezclado dos acontecimientos caseros diferentes: en uno, María es una niña muy pequeña que acaba de entrar en el cuarto de plancha con un paquete de harina en la mano -a los niños les encanta transportar objetos incongruentes de un lado a otro de las casas-; en otro, una mancha grande, de una camisa u otra prenda parecida, desaparece como de milagro y alguien, quizá la propia aña Rosi, emplea esa expresión. Virginia consideraba que lo extraño era la terquedad del aña en mantener que se trataba de un milagro, mientras que en los demás asuntos y recuerdos solía ser siempre razonable y nada propensa a fantasías. Solo fantaseaba la niñez de María cuya foto de niña llevaba siempre encima, como una estampita. Virginia había escuchado por primera vez uno de estos cuentos en unas vacaciones de Navidad que pasó en casa de María, todavía las dos en el colegio. El aña Rosi ya no vivía en la casa y había venido a felicitar las Pascuas. Virginia en aquel momento deseó preguntar al aña Rosi -aunque no llegó a atreverse si de verdad creía que María, esta misma María que iba a cumplir dieciséis años, había hecho milagros de pequeña. El aña Rosi se limitaba a referir estas historias sin añadir nunca comentarios. No daba la impresión de darse cuenta del efecto que causaba en sus oyentes. Además de carecer del sentido del ridículo en todo lo referente a la niñez de María, el aña Rosi carecía de sentido del absurdo. 

Curiosa era también la desenfadada relación que la propia María tenía con las historias del aña; aparte hacerla reír a carcajadas, jamás advirtió Virginia el menor rubor o el más mínimo sobrecogimiento en su amiga. Y aquí Virginia, en esto del sobrecogimiento, se sentía invariablemente confusa, lo mismo a sus veintitantos años que la primera vez que oyó contar esos cuentos. Había uno en particular que siempre recordaba y que había oído repetir casi al pie de la letra al aña Rosi varias veces: «Una vez estábamos las dos sentadas en el cuarto de jugar, yo repasando un roto de un vestido y la niña pintando en un cuaderno. Y no había en casa nadie más porque habían salido los señores y no se podía estar en el jardín.» «¿Por qué no se podía estar en el jardín, aña?», quiso saber Virginia en una ocasión. Nada más preguntar comprendió que no valía la pena; el aña Rosi nunca contestaba a las preguntas y no le gustaba ser interrumpida. Si se le interrumpía si alguien entraba en la habitación, por ejemplo, inesperadamente se callaba apretando los labios en una firme línea casi blanca. En esas ocasiones su figura rechoncha recordaba un muñeco mecánico más que nunca. En cualquier caso, Virginia se dio cuenta -como quien súbitamente se despierta-de que la pregunta que acababa de formular se le había escapado sin querer. La pregunta se había preguntado por sí sola en sus labios, fruto de la fascinación. Porque ocurría que si uno permanecía largo rato escuchando el sonsonete narrativo del aña, acababa por perder el sentido de la realidad e incluso de sí mismo e iba a fundirse con gozo estremecido con el niño que quizá había sido, transportado a la pura irrealidad de un mundo antepredicativo. Las declaraciones del aña tomadas como sin respirar y sin juzgar en la pura monotonía mecánica de su imparable sucesión, sobresaltaban la conciencia como novedades o como detalles henchidos de una significación que instantáneamente cobraban y perdían. Virginia tenía la impresión de que si no aclaraba algunas cosas, aunque fuese a costa de interrumpir y molestar al aña, perdería lo verdaderamente esencial del relato y se quedaría retrasada y como abandonada en un jardín desconocido. 

Virginia había hecho su pregunta movida por una inmensa sensación de desconsuelo, como si aquel no poder estar en el jardín María y el aña Rosi con que comenzaba el relato fuese un mal irremediable. Algo debió notar María, que escuchaba tranquilamente a su lado, porque se apresuró a cuchichear: «No se podía estar en el jardín porque llovía a cántaros.» «Y en esto entró un ratón por la ventana que se había quedado un poco abierta», el aña Rosi había proseguido imperturbable. «Mira el pobre ratón, dice la niña, que trae una patita arrastrando. Y el ratón quieto en el alféizar miraba al aña y a la niña, olfateaba todo alrededor. No le cojas, que se salga él solo, que sí, que tiene una patita mala, que no, que no le toques que es un asco, que se te pondrá la piel arratonada, que le voy a coger a ver qué tiene; y el ratón que está todo mojado y el ratón que se tumba boca arriba para que la niña vea la pata y el ratón que le enseña la patita; que te va a arañar, que mira qué uñas tiene; que no hace nada, que ha venido a que le cure, conque me levanto y voy a ver y es la verdad que tiene la patita espachurrada; suéltale que ya se cura solo; cura cura sana culito de rana si no te curas hoy te curarás mañana; y que le sopla de cerca la patita y el ratón que da un salto y que se marcha por la ventana corre que te corre…» Un cuento tonto, pensaba Virginia, como todos los demás, en realidad. En este en particular le intimidaba aquella relación brujeril con la naturaleza que el aña Rosi, con toda naturalidad y sin énfasis alguno, atribuía a María. Y también aquí, como en el cuento anterior, el aparente milagro podía explicarse mediante una yuxtaposición de elementos narrativos heterogéneos llevada arbitrariamente a cabo por el aña: la soledad del cuarto de jugar un día de lluvia, la aparición de un ratoncillo de campo, la costumbre infantil de recitar el cura-cura-sana… Todo ello, acumulado en la cabeza milagrera del aña Rosi, se habría convertido en una relación causal. Todo podría explicarse fácilmente. Y el hecho de que Virginia así se lo explicara a sí misma podía entenderse como un simple acto de cordura. Pero Virginia se sorprendía siempre un poco de la prisa con que se apresuraba a desechar, por absurdos, estos relatos. Por absurdos que fueran, no lo eran tanto que no expresaran -siquiera hiperbólicamente y siquiera para Virginia-un lado intrigante de María. 

Se conocían desde casi niñas, se habían contado sus vidas muchas veces; se adivinaban, creía Virginia, casi siempre el pensamiento. Y, sin embargo, había en María un lado irreducible a la claridad de ser las dos inseparables e íntimas amigas. Era un lado dulce y terco e impensado, como una gatera, por donde María, como un animalillo rutilante, se escapaba a veces. Y Virginia consideraba ejemplo supremo de este escaparse el súbito enamoramiento de su amiga: la chica menos noviera del colegio, de un día para otro, de un instante a otro, enamorada. En un abrir y cerrar de ojos. Y a partir de aquí, aun siendo inconfundiblemente la misma, María había quedado separada, velada en el misterio de su repentina decisión. Pero ¿había sido una decisión? Virginia se consideraba a sí misma una persona decidida -mucho más, hasta entonces, que María-y que extraía de su continuo decidirse una jubilosa gratificación. Virginia tenía a gala saber siempre qué quería, hasta el punto de que en obvios casos de duda (a la hora de elegir un vestido, por ejemplo, entre dos casi iguales) elegía, por orden cronológico, el primero que le hubiesen enseñado. María, en cambio, no daba la impresión de haberse decidido cuando elegía alguna cosa. Lo elegido se volvía elector y parecía arrebatarla. 

Y Virginia conectaba esta pasividad de su amiga con aquel lado incalculable por donde María, como a través de una gatera, se colaba. Y de algún modo impreciso, entre los relatos del afta y las decisiones inesperadas de María, había una relación. Pero ¿cuál? Virginia no acertaba a definirla, excepto mediante una poética idea de lo inconsciente o de lo oscuro, presente tanto en los relatos del aña como en algunas decisiones de María y, eminentemente, en su decisión de casarse con Martín. 

Así, mientras las dos amigas de común acuerdo ultimaban los preparativos de la despedida de soltera y telefoneaban a las interesadas y discutían con tía Eugenia-que ahora llamaba por teléfono cuatro y cinco veces al día-los detalles del menú (porque a fuerza de querer hacer las cosas a lo grande, tía Eugenia había saltado de la sencilla idea de merienda a la de cena con camareros contratados, tras desechar un té danzante y un viaje de todas ellas a París), Virginia iba pensando que también en la elección -si es que era una elección-de las demás amigas (Virginia se consideraba más que amiga y, por lo tanto, separada de todas las demás por un tremendo corte vertical) había un punto de oscuridad teratológica. De aquí precisamente provenía el que Virginia considerara que todas las amigas de María, excepto ella misma, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto, un alto, grado de inverosimilitud. No había más que verlas ir llegando. El día de la despedida se presentó lluvioso y temerario, con tía Eugenia decidiendo el día anterior a última hora que lo más cosy, con mucho, era un picnic en la sala, sentadas todas en el suelo, como en una tienda de campaña. Virginia y María, temiendo lo peor, llegaron muy temprano a casa de tía Eugenia, a primera hora de la tarde. Tía Eugenia que, por lo visto, se había levantado tarde para estar, según dijo, enteramente fresca y despejada, había desayunado tortilla de patatas que le subieron recién hecha del bar y llevaba ya ingeridos su buena media docena de pink-gins. La doncella que les abrió la puerta era una chica nueva y daba muestras de un profundo desconcierto. Encontraron a tía Eugenia en la sala cambiando todos los muebles de sitio con ayuda, según anunció al entrar las dos amigas, del hijo del portero «que tiene unas fuerzas colosales». Era difícil adivinar qué se había propuesto tía Eugenia. Todos los almohadones de todos los sofás y toda una serie de almohadoncillos medianos y pequeños estaban apilados en el centro, formando una especie de montículo. El sofá y otro par de sillones junto con las mesitas y las lámparas, agrupados a un lado de la habitación. Las cortinas de las dos grandes ventanas con balcón que daban a Velázquez, cuidadosamente cerradas. Se podía ir y venir alrededor del montículo de los almohadones, estorbado el paso tan solo por varios floreros de distintos tamaños atestados de gigantescas ramas verdes. El hijo del portero, en camiseta, en jarras y con la cabeza ladeada, contemplaba pensativo el caos. Tía Eugenia, instalada en lo alto de una escalerilla de mano, se abanicaba con un gran abanico de rosas y manolas. Virginia, sin parar de reír, se felicitó pensando que la despedida de soltera comenzaba exactamente como había previsto. 

Entre todos, incluida la colaboración de la nueva doncella, devolvieron los muebles a sus sitios. Les dieron las seis de la tarde a los cinco bebiendo vasos de sangría en la cocina. «¡Que digo que qué lástima», declaró tía Eugenia, tartajeando un poco, «que se tenga que ir el pobre Manolo en vez de quedarse a disfrutar!» Manolo, ya en mangas de camisa, se encogió de hombros en silencio. ¿Le darían o no le darían propina, tanto hablar? No podía contarse de antemano con que las cosas acabaran bien: había visto a tía Eugenia oscilar en ocasiones anteriores de la tacañería a la más inaudita extravagancia. Los días extravagantes le hacía escenas la novia -«que esa está por ti que pierde el culo, que ya la veo venir desde hace mucho»-; los días tacaños le atormentaba su madre, la portera -«¡que no te haces valer, tú, desgraciao, que te pasas la tarde trabajando y no te da ni para pipas!»-. Virginia y María se hicieron cargo esta vez de la propina. Estuvieron muy consideradas. Y ya se despedían todas de Manolo -incluida la doncella nueva que ya iba haciéndose una idea de la situación general-cuando se oyó subir el ascensor. Habían salido al descansillo las cuatro y del ascensor emergió Tereto Pombo, que aseguró llegar despavorida, a pie desde la Puerta de Alcalá, sin saber si llegaba la primera o la última. 

De Matonkikí a Tereto Pombo había una sola línea continua. Era alta, tanto como Virginia, al andar se inclinaba hacia adelante, con los pelos rizosos muy alborotados, echados por la cara. Virginia, María y ella habían sido compañeras de colegio. Se sentó en el centro del sofá, con las piernas abiertas y las medias torcidas, curioseándolo todo muy deprisa con sus ojos miopes. Virginia estaba segura de haberla oído silbar. Ahí, en aquel sofá de flores verdes y granates, parecía a punto de encaramarse en la lámpara. María y Virginia en pie delante de ella la contemplaban admiradas. Tía Eugenia se había metido en la cocina, declarando que tenía todo sin hacer, tambaleándose un poco al salir en sus tacones altos. Cuando se arreglaba, como esta tarde, cobraba un aire piripi de tanguista. Virginia ya la conoció así, con la pintura muy exagerada y el rímel fresco dado a espátula. Se la oía ahora hablar muy alto en la cocina y Virginia la imaginó fumando y, a la vez, untando de mantequilla el pan de molde, dando conversación a la doncella, que la contemplaría embobada. María anunció que se iba con tía Eugenia. ¡Más valía! Virginia se sentó junto a Tereto, quien, recobrado ya el aliento y satisfecha su curiosidad inicial, se había vuelto hacia Virginia, dispuesta a dar conversación. «Bueno, chata, ¿qué te cuentas? Me tienes que contar cómo es el novio. Dicen que es un chico humildísimo, de una humilde extracción, pobrísimo, muy pobre, ¿es eso cierto?» Virginia se reía recordando los fantaseados pretendientes que en el colegio las tres se atribuían una a otra. «Cuando le conozcas ya verás cuánto te gusta. Parece algo mayor. Un chico muy moreno, muy alto, muy delgado, con los rasgos firmes, como una talla de madera…» «Ahórrame, chata, los detalles concupiscibles», interrumpió Tereto Pombo, «¿sabe jugar al mus?» «Creo que no. Pero María tampoco. Por ese lado no hay inconveniente. Es un chico muy inteligente…» Tereto contemplaba a Virginia de hito en hito, adelantando mucho la cabeza, con ese aire cejijunto del miope que rehúsa llevar gafas. Resultaba difícil saber si Tereto se enteraba o no. Era la primera vez que Virginia hablaba de Martín con una tercera persona. 

Aquel cliché de Martín a beneficio de Tereto Pombo y todas las demás que irían llegando ¿se correspondía con la realidad? ¿A qué venía aquella cursilada de lo de la talla de madera? «¿Pero a ti te gusta?», inquirió Tereto, curvando escépticamente los labios. «¿A mí? Desde luego… ¡Si te lo estoy diciendo!» «Me-lo-estás-diciendo-me-lo-estás-diciendo y yo lo estoy oyendo al revés todo, ¿no ves que las Pombas somos unas lumias? Un sexto sentido, eso se llama. Así que no me vengas con pamplinas. ¿Es simpático o antipático?» Virginia dudó un momento. «¿Lo ves? No estás segura. Debe ser un cardo borriquero…» Virginia se echó a reír de nuevo. «¿A qué te dedicas, Tereto, últimamente? Hace siglos que no nos vemos.» «Mujer, a nada, ¿a qué quieres que me dedique? Juego al mus. Voy y vengo. Echo de menos el colegio. Ahí teníamos la vida organizada y pretendientes inventados, los únicos que tienen gracia…» Sonó el timbre. María y tía Eugenia entraban en la sala con bandejas y platos. Conversaciones, exclamaciones, taconeos, amontonándose en el vestíbulo. «¡Ahí viene la banda!», exclamó Tereto Pombo. Fueron entrando una a una, conscientes de sí mismas. Eran cuatro y el aña Rosi que había subido a pie, pasito a pasito, porque aborrecía los ascensores y que desapareció en seguida, tras la doncella, con sus diminutos andares de muñeco articulado. Todas se reían mucho al saludar, todavía algo gansas de maneras y ya enunciándose las figuras que cobrarían veinte años más tarde. Rodeaban a María, como esperando una sorpresa, las voces un poco demasiado altas, como un día de exámenes. Virginia pensó de pronto que de verdad se estaban despidiendo de María -también la propia Virginia-para siempre. «¡Ay, pero si no has durado nada, no has durado nada!», estaban diciendo Angélica y Estercita Baldor casi a dúo. «Es lo que veníamos hablando, ¿verdad, tú?, mientras veníamos en el taxi, que te has colado la primera ¿quién lo iba a decir?» «Pues ya ves», contestaba María sonriendo. «¿Y vosotras? ¿Qué tal de novios? Me figuro que muchos, ¿a que sí?» Virginia sacudió ligeramente la cabeza para espantar una punta de melancolía infantil. Las dos hermanas Baldor, las Baldoras, tan guapas, que se vestían iguales, habían venido hoy de rosa y de pulseras que acompañaban su charla como un bailable caribeño. Virginia se sintió absurda teniendo que esforzarse en prestar atención a las conversaciones, achicada de súbito por aquella melancolía que no se iba y que se posaba, como una mariposa, en los grupitos de la sala de tía Eugenia. Ahí estaba Pepa Cárleton con su traje sastre de franela gris dando conversación a Tereto, que asentía a cabezazos mientras pasaba las hojas del Hola. 

Virginia se acercó a ellas y se sentó en un taburete en silencio. «Tengo que decirle a María», declamaba Pepa Cárleton, con muchos gestos. «Tengo que decirle a María que me ha llamado Maca Claramunt que imposible que lo siente horrible que no podía venir ni bien ni mal porque tenía el vernissage en San Cugat, ya imposible de cambiar el día y la hora y que los galeristas cómo son, los aires que se dan, y que además precisamente mañana (por hoy) venían sus primos los Garriga-Nogués, te acordarás que Maca tantísimo contaba, todos en dos coches y un Studebaker de una Samaranch, que te tienes Tereto que acordarte que la conocimos en una puesta de largo aquí en Madrid con la carita muy de porcelana algo mayor que se embutió en un sillón y no bailaba porque le daba el cha-cha-cha palpitaciones y que nos convidó a todas a ir a verla al Ampurdán donde tienen por lo visto un sitio cerca de la costa con playa y barco y pueblo todo de ellos…» Acababa de entrar tía Eugenia anunciando que estaba todo listo y preguntando que qué querían beber. Se reunieron todas alrededor de una mesa redonda casi oculta por los ramajes verdes de un florero donde tía Eugenia había instalado sus bandejas. La doncella nueva empujaba un carrito con el café y la tetera y la jarraza de sangría y el inevitable botellón de ginebra mediado que nunca faltaba en las reuniones de tía Eugenia. Todas hablaban a la vez; la doncella servía con mal pulso sangría a las Baldoras y a Tereto Pombo que seguía escuchando a Pepa Cárleton sin mirarla, mientras devoraba pinchos de tortilla. El aña Rosi había aparecido en una esquina. Se oyó el timbre de la entrada. Faltaban las primas carnales de María por parte de su madre que eran cuatro o cinco y que llegaban ahora todas juntas echándose la culpa unas a otras de haberse retrasado: un batiburrillo de Carolinas, Palomas y Beatrices que se abatieron sobre la merienda sin casi saludar. Estercita Baldor, que las conocía a todas, se alzó en jefe de este grupo que al segundo vaso de sangría ya cantaban Al subir la escaleruca. 

Tía Eugenia iba y venía vaso en mano, murmurando elogios incoherentes acerca de la juventud en general. Tereto Pombo y Pepa Cárleton, enfrascadas al parecer en un intenso debate, se habían instalado mano a mano de nuevo en el sofá. María y Virginia se sentaron por fin, ellas también, en dos sillas junto a la mesa de las bandejas. «Se están divirtiendo ¿no crees, Virginia? Es el ambiente que queríamos. ¿Qué te pasa? Te veo pensativa.» «Tereto me preguntó cómo es Martín. Se lo he explicado un poco, por encima.» «¿Y qué le ha parecido?» Virginia titubeó no sabiendo si contar de verdad lo que Tereto había dado a entender. ¿De qué servía entrar en todo ello? Ya no se podía cambiar nada. María resplandecía frente a ella. Y los brillantes ojos azules muy claros de María intimidaron a Virginia como si en lugar de sencillamente estar a punto de casarse, emprendiera un viaje sin retorno y no se diera cuenta. María le pareció inclinada, en una sola dirección, posesa de una alegría irreprimible, entregada a la insensata fuerza de un viento venturoso que no presagiaba nada firme o tranquilo o indudable al otro lado del océano, al final de la trama. La seguridad de María hacía que Virginia se sintiera insegura, incomprendida, olvidada para siempre tal vez. «Todo esto me pone un poco melancólica», confesó. Virginia recorrió la sala con la vista antes de decidirse a proseguir. Las dos Baldoras y las primas, sentadas en el suelo entre tía Eugenia y el aña Rosi, entonaban ahora, con mucho sentimiento y mucho aire masculino de barítonas, Maitechu mía, cogidas del brazo balanceándose de un lado a otro lentamente. «Todo este jaleo que quería yo armar y que por fin hemos armado, con todo su encanto de autobús y de excursiones de final de curso, ¿te acuerdas?, es muy triste en el fondo. Es como si nunca más volviéramos a vernos y yo supiera la verdad y tú no te dieras cuenta. Ya sé que no es así, que no va a ser así… 

Y, sin embargo, la verdad es que se ha acabado el curso, se han pasado los años y en realidad no te he entendido…» «¡Pero si no hay nada que entender!», exclamó María. «¡Me entiendes de sobra!» Abrazó impulsivamente a Virginia. «¡Nadie me entiende mejor que tú, chiquilla! ¡Ni siquiera Martín! ¡Tú lo sabes todo!» A Virginia se le saltaron las lágrimas. Y a la vez que se avergonzaba de aquellas lágrimas pueriles, trató de decir lo que sentía: trató de ver, más allá de aquel instante de las dos, el mañana confuso, prometedor, amenazador, como un océano verdoso y brillante y demasiado grande para acordarse del colegio. «Ya sé que vas a ser feliz con Martín, estoy segura de que vas a serlo. Es como si temiera… Vas lanzada… Así no va nadie por la vida. Ninguna de nosotras. Nos han educado para estar tranquilas y poner casas confortables y dar conversación y estar siempre muy guapas y arregladas y saber estar y no tener problemas y tú lo cambias todo… No te das cuenta pero al casarte así lo cambias todo, al no fijarte demasiado en ti misma, al brillar tanto, al enamorarte tanto, como una pobre chica que se casa con el primero que se encuentra porque sabe que no va a haber ninguno más, tú todavía tendrías que salir con otros chicos, dejarles que se expliquen, que se vayan, que demuestren que valen lo que creen que valen, que te hagan la rosca y teman que les mandes a paseo a la menor bobada… Pero tú no te fijas en ti misma ni escuchas a quien se fija en ti, como si eso fuese una pérdida de tiempo y te faltase tiempo para dárselo todo a Martín sin guardar nada, sin conservar a las amigas, sin reservarte un poco, sin acordarte ya de nadie, ni de mí ni de nadie, como si tu vida no valiese más que la vida de una pobre chica zafia que se agarra al primero que aparece… Dices que te entiendo y no es verdad: no te entiendo; no entiendo cómo puedes brillar tanto, resplandecer tanto ahora mismo sin motivo, brillar inútilmente, porque te has enamorado de un hombre que todavía es un chico y no sabemos por dónde va a tirar, ni si después habrá o no habrá manera de arreglarlo, ni si te va a querer como le vas a querer tú toda la vida… No creas que te entiendo, María: te quiero pero no te entiendo bien del todo. Y me da miedo ver que brillas y te embalas como si todo fuera a ser siempre lo mismo, igual ahora que dentro de veinte años o de treinta, como si no fuera en realidad horrible brillar tanto y arriesgar tanto y darlo todo porque sí…» 

Virginia se detuvo bruscamente, frotándose los ojos con las manos. Echó luego la cabeza hacia atrás, sin mirar a su amiga, como quien ha dicho más de lo que sabe y ha acabado por hacerse un lío y ahora no se acuerda bien de lo que dijo y no acaba de saber bien si de verdad siente o no siente lo que acaba de decir que siente y prefiere, en conjunto, dejar que salga lo que salga y que los demás le digan dónde debe situarse o si debe callarse, o llorar o no llorar, o dar conversación como si nada hubiese sucedido… Virginia frunció el ceño y abrazó a M

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El Príncipe de la Niebla Novela Comentario. En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick

  Carlos Ruiz Zafón, autor barcelonés, escribió El Príncipe de la Niebla como su primera novela publicada en 1993. Es una obra juvenil, pero...

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