Luís de Góngora
Romances
I
La más bella niña
de nuestro lugar,
hoy viuda y sola,
y ayer por casar,
viendo que sus ojos
a la guerra van,
a su madre dice,
que escucha su mal:
Dejadme llorar
orillas del mar.
Pues me diste, madre,
en tan tierna edad
tan corto el placer,
tan largo el pesar,
y me cautivaste
de quien hoy se va
y lleva las llaves
de mi libertad,
dejadme llorar
orillas del mar.
En llorar conviertan,
mis ojos, de hoy más,
el sabroso oficio
del dulce mirar,
pues que no se pueden
mejor ocupar,
yéndose a la guerra
quien era mi paz.
Dejadme llorar
orillas del mar.
No me pongáis freno
ni queráis culpar,
que lo uno es justo,
lo otro, por demás;
si me queréis bien,
no me hagáis mal:
harto peor fuera
morir y callar.
Dejadme llorar
orillas del mar.
Dulce madre mía,
¿quién no llorará,
aunque tenga el pecho
como un pedernal,
y no dará voces,
viendo marchitar
los más verdes años
de mi mocedad?
Dejadme llorar
orillas del mar.
Váyanse las noches,
pues ido se han
los ojos que hacían
los míos velar;
váyanse, y no vean
tanta soledad,
después que en mi lecho
sobra la mitad.
Dejadme llorar
orillas del mar.
II
Los rayos le cuenta al sol
con un peine de marfil
la bella Jacinta, un día
que por mi dicha la vi
en la verde orilla
de Guadalquivir.
III
Ciego que apuntas y atinas,
caduco dios, y rapaz,
vendado que me has vendido
y niño mayor de edad:
por el alma de tu madre,
que murió, siendo inmortal,
de envidia de mi señora,
que no me persigas más.
Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
Baste el tiempo mal gastado
que he seguido, a mi pesar,
tus inquietas banderas,
forajido capitán;
perdóname, Amor, aquí,
pues yo te perdono allá,
cuatro escudos de paciencia,
diez de ventaja en amar.
Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
Amadores desdichados,
que seguís milicia tal,
decidme, ¿qué buena guía
podéis de un ciego sacar?
De un pájaro, ¿qué firmeza?
¿Qué esperanza, de un rapaz?
¿Qué galardón, de un desnudo?
De un tirano, ¿qué piedad?
Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
Diez años desperdicié,
los mejores de mi edad,
en ser labrador de Amor
a costa de mi caudal;
como aré y sembré, cogí:
aré un alterado mar,
sembré una estéril arena,
cogí vergüenza y afán.
Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
Una torre fabriqué,
del viento en la raridad,
mayor que la de Nembroth
y de confusión igual;
gloria llamaba a la pena,
a la cárcel, libertad,
miel dulce al amargo acíbar,
principio al fin, bien al mal.
Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
IV
Hermana Marica,
mañana, que es fiesta,
no irás tú a la amiga,
ni yo iré a la escuela.
Pondraste el corpiño
y la saya buena,
cabezón labrado,
toca y albanega;
y a mí me pondrán
mi camisa nueva,
sayo de palmilla,
media de estameña,
y si hace bueno
trairé la montera
que me dio, la Pascua,
mi señora abuela,
y el estadal rojo
con lo que le cuelga,
que trajo el vecino
cuando fue a la feria.
Iremos a misa,
veremos la iglesia,
daranos un cuarto
mi tía la ollera;
compraremos de él
(que nadie lo sepa)
chochos y garbanzos
para la merienda.
Y en la tardecica,
en nuestra plazuela,
jugaré yo al toro,
y tú, a las muñecas
con las dos hermanas,
Juana y Madalena,
y las dos primillas,
Marica y la tuerta.
Y si quiere madre
dar las castañetas,
podrás tanto dello
bailar en la puerta;
y al son del adufe
cantará Andrehuela:
No me aprovecharon,
madre, las hierbas.
Y yo, de papel,
haré una librea,
teñida con moras
porque bien parezca,
y una caperuza
con muchas almenas;
pondré por penacho
las dos plumas negras
del rabo del gallo
que acullá en la huerta
anaranjeamos
las carnestolendas;
y en la caña larga
pondré una bandera
con dos borlas blancas
en sus tranzaderas;
y en mi caballito
pondré una cabeza
de guadamecí,
dos hilos por riendas,
y entraré en la calle
haciendo corvetas;
yo y otros del barrio,
que son más de treinta,
jugaremos cañas
junto a la plazuela
porque Barbolilla
salga acá y nos vea:
Bárbola, la hija
de la panadera,
la que suele darme
tortas con manteca,
porque algunas veces
hacemos yo y ella
las bellaquerías
detrás de la puerta.
V
Las redes sobre el arena,
y la barquilla, ligada
a una roca que las ondas
convierten de piedra en agua,
el pobre Alción se queja
por ver a la hermosa Glauca,
fuego de los pescadores
y gloria de aquella playa.
VI
En el caudaloso río
donde el muro de mi patria
se mira la gran corona
y el antiguo pie se lava,
desde su barca Alción
suspiros y redes lanza,
los suspiros, por el cielo,
y las redes, por el agua;
y, sin tener mancilla,
mirábalo su amor desde la orilla.
En un mismo tiempo salen
de las manos y del alma
los suspiros y las redes
hacia el fuego y hacia el agua.
Ambos se van a su centro,
do su natural los llama,
desde el corazón, los unos,
las otras, desde la barca;
y, sin tener mancilla,
mirábalo su amor desde la orilla.
El pescador, entretanto,
viendo tan cerca la causa,
y que tan lejos está
de su libertad pasada,
hacia la orilla se llega,
adonde con igual pausa
hieren el agua los remos,
y los ojos de ella, el alma;
y, sin tener mancilla,
mirábalo su amor desde la orilla.
Y, aunque el deseo de verla
para apresurarlo arma
de otros remos la barquilla,
y el corazón, de otras alas,
porque la ninfa no huya
no llega más que a distancia
de donde tan solamente
escuche aquesto que canta:
Dejadme, triste, a solas
dar viento al viento y olas a las olas.
Volad al viento, suspiros,
y mirad quién os levanta
de un pecho que es tan humilde
a partes que son tan altas.
Y vosotras, redes mías,
calaos en las ondas claras,
adonde os visitaré
con mis lágrimas cansadas.
Dejadme, triste, a solas
dar viento al viento y olas a las olas.
Dejadme vengar de aquella
que tomó de mí venganza
de más leales servicios
que arenas tiene esta playa;
dejadme, nudosas redes,
pues que veis que es cosa clara
que, más que vosotras nudos,
tengo, para llorar, causas.
Dejadme, triste, a solas
dar viento al viento y olas a las olas.
VII
Érase una vieja
de gloriosa fama,
amiga de niñas,
de niñas que labran;
para su contento
alquiló una casa
donde sus vecinas
hagan sus coladas.
Con la sed de amor
corren a la balsa
cien mil sabandijas
de natura varia,
a que con sus manos,
pues tiene tal gracia,
como el unicornio,
bendiga las aguas;
también acudía
la viuda honrada,
del muerto marido
sintiendo la falta
con tan grande extremo,
que allí se juntaba
a llorar por él
lágrimas cansadas.
VIII
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Mozuelas las de mi barrio,
loquillas y confiadas:
mirad no os engañe el tiempo,
la edad y la confianza;
no os dejéis lisonjear
de la juventud lozana,
porque de caducas flores
teje el tiempo sus guirnaldas.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Vuelan los ligeros años
y con presurosas alas
nos roban, como harpías,
nuestras sabrosas viandas:
la flor de la maravilla
esta verdad nos declara,
porque le hurta la tarde
lo que le dio la mañana.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Mirad que cuando pensáis
que hacen la señal de la alba
las campanas de la vida,
es la queda, y os desarma
de vuestro color y lustre,
de vuestro donaire y gracia,
y quedáis, todas, perdidas
por mayores de la marca.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Yo sé de una buena vieja
que fue un tiempo rubia y zarca,
y que, al presente, le cuesta
harto caro el ver su cara,
porque su bruñida frente
y sus mejillas se hallan,
más que roquete de obispo,
encogidas y arrugadas.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Y sé de otra buena vieja,
que un diente que le quedaba
se lo dejó, estotro día,
sepultado en unas natas,
y con lágrimas le dice:
Diente mío de mi alma,
yo sé cuándo fuiste perla,
aunque ahora no sois nada.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
Por eso, mozuelas locas,
antes que la edad avara
el rubio cabello de oro
convierta en luciente plata,
quered cuando sois queridas,
amad cuando sois amadas,
mirad, bobas, que detrás
se pinta la ocasión, calva.
Que se nos va la pascua, mozas,
que se nos va la pascua.
IX
En la pedregosa orilla
del turbio Guadalmellato,
que al claro Guadalquivir
le paga el tributo en barro,
guardando unas flacas yeguas,
a la sombra de un peñasco,
con la mano en la muñeca
estaba el pastor Galayo;
pastor pobre y sin abrigo
para los hielos de mayo,
no más de por estar roto
desde el tronco a lo más alto.
Quejábase reciamente
del Amor, que lo ha matado
en la mitad de los lomos
con el arpón de un tejado,
por la linda Teresona,
ninfa que siempre ha guardado,
orillas de Vecinguerra,
animales vidriados,
hija de padres que fueron
pastores de este ganado,
el uno, orilla de Esgueva,
el otro, orilla de Darro.
De esta, pues, Galayo andaba
tiesamente enamorado,
lanzando del pecho ardiente
regüeldos amartelados.
No siente tanto el desdén
con que della era tratado,
cuanto la terrible ausencia
le comía medio lado;
aunque para consolarse
sacaba de rato en rato
un cordón de sus cabellos,
y tejido de su mano,
tan delicado y curioso,
tan curioso y delicado,
que si el cordón es tomiza
los cabellos son esparto.
Con lágrimas lo humedece
el yegüero desdichado,
aunque después con suspiros
quedó enjuto y perfumado,
y en un papelón de estraza,
habiéndolo antes besado,
lo envuelve; y saca, del seno,
de su pastora un retrato
que en un pedazo de anjeo,
no sin primor ni trabajo,
con una espátula vieja
se lo pintó un boticario,
y, clavando en él la vista,
en tono romadizado
estos versos cantó, al son
de un mortero y de su mano:
Dulce retrato de aquella
enemiga desabrida
que para acabar mi vida
no tiene en sus ojos mella:
la paciencia se me apoca
de ver cuán al vivo tienes
la frente entre las dos sienes
y los dientes en la boca,
y que es tal el regalado
mirar de tus ojos bellos,
que el que está más lejos dellos,
ese está más apartado;
y así, aunque me hagan guerra,
mirándolos me estaría,
toda la noche y el día,
comiendo turmas de tierra.
Retrato, pues, soberano,
que, según es tu primor,
tuvo al hacerte, el pintor,
cinco dedos en su mano:
si no quies verme difunto,
según por ti me derriengo,
mírame, pues ves que tengo
la nariz tan en su punto;
mírame, ninfa gentil,
que ayer me miré en un charco,
y vi que era rubio y zarco,
como Dios hizo un candil.
X
Diez años vivió Belerma
con el corazón difunto
que le dejó en testamento
aquel francés boquirrubio.
Contenta vivió con él,
aunque a mí me dijo alguno
que viviera más contenta
con trescientas mil de juro.
A verla vino doña Alda,
viuda del conde Rodulfo,
conde que fue en Normandía
lo que a Jesucristo plugo,
y hallándola muy triste
sobre un estrado de luto,
con los ojos que ya eran
orinales de Neptuno,
riéndose muy de espacio
de su llorar importuno
sobre el muerto corazón
envuelto en un paño sucio,
le dice: Amiga Belerma,
cese tan necio diluvio,
que anegará vuestros años
y ahogará vuestros gustos.
Estese allá Durandarte
donde la suerte le cupo;
buen pozo haya su alma,
y pozo que esté sin cubo.
Si él os quiso mucho en vida,
también lo quisiste mucho,
y si tiene abierto el pecho,
queréllese de su escudo.
¿Qué culpa tuviste vos
de su entierro, siendo justo
que el que como bruto muere,
que lo entierren como a bruto?;
muriera él acá en París,
a do tiene su sepulcro,
que allí le hicieran lugar
los antepasados suyos.
Volved luego a Montesinos
ese corazón que os trujo,
y enviadle a preguntar
si por gavilán os tuvo.
Descosed, y desnudad,
las tocas de anjeo crudo,
el monjilón de bayeta
y el manto, basto, peludo;
que, aun en las viudas más viejas
y de años más caducos,
las tocas cubren a enero,
y los monjiles, a julio,
cuanto más, a una muchacha
que le faltan días algunos
para cumplir los treinta años,
que yo desdichada cumplo.
Seis hace, si bien me acuerdo,
el día de Santiñuflo,
que perdí aquel mal logrado
que hoy entre los vivos busco.
Holgueme de cuatro y ocho,
haciéndoles dos mil hurtos
a las palomas, de besos,
y a las tórtolas, de arrullos.
Sentí su fin; pero más
que muriese sin ver fruto,
sin ver flujo de mi vientre,
porque siempre tuve pujo;
mas no por eso ultrajé
mi buena tez con rasguños,
cabal me quedó el cabello,
y los ojos, casi enjutos.
Aprended de mí, Belerma,
holguémonos de consuno,
llévese el mar lo llorado,
y lo suspirado, el humo.
No hiléis memorias tristes
en este aposento obscuro,
que, cual gusano de seda,
moriréis en el capullo.
Haced lo que en su fin hace
el pájaro sin segundo,
que nos habla en sus cenizas
de pretérito y futuro.
Llorad su muerte, mas sea
con lagrimillas al uso;
de lo mal pasado nazca
lo por venir más seguro.
Pongámonos a la par
dos toquitas de repulgo,
ceja en arco, manos blancas,
y dos perritos lanudos.
Hiedras verdes somos ambas,
a quien dejaron sin muros,
de la muerte y del amor
baterías e infortunios:
busquemos por do trepar,
que, a lo que de ambas presumo,
no nos faltarán en Francia
pared gruesa, tronco duro.
La iglesia de san Dionís
canónigos tiene muchos,
delgados, cariaguileños,
carihartos y espaldudos:
escojamos como en peras
dos déligos capatuncios,
de aquestos que andan en mulas
y tienen algo de mulos;
de estos Alejandros Magnos
que no tienen por disgusto,
por dar en nuestros broqueles,
que demos en sus escudos.
De todos los doce pares
y sus nones, abrenuncio,
que calzan bragas de malla
y, de acero, los pantuflos;
¿de qué nos sirven, amiga,
petos fuertes, yelmos lucios?:
armados hombres queremos,
armados, pero desnudos.
De vuestra mesa redonda,
francos paladines, huyo,
donde ayunos os sentáis,
y os levantáis más ayunos;
la de cuatro esquinas quiero,
que la ventura me puso
en casa de un cuatro picos,
de todos cuatro picudo,
donde sirven, la cuaresma,
sabrosísimos besugos,
y turmas, en el carnal,
con su caldillo y su zumo.
Más iba a decir doña Alda,
pero a lo demás dio un nudo,
porque de don Montesinos
entró un pajecillo zurdo.