Mostrando entradas con la etiqueta literatura española. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura española. Mostrar todas las entradas

sábado, 8 de noviembre de 2025

MIGUEL DE UNAMUNO POEMA A MI BUITRE

 


  A MI BUITRE                                       

Este buitre voraz de ceño torvo

que me devora las entrañas fiero

y es mi único constante compañero

labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo

apurar de mi negra sangre, quiero

que me dejéis con él solo y señero

un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía

mientras él mi último despojo traga,

sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga

sin esta presa en que satisfacía

el hambre atroz que nunca se le apaga.

Miguel de Unamuno

jueves, 2 de octubre de 2025

El caballero del hongo gris (1928) RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA


 

El caballero del hongo gris (1928) es una novela folletinesca de Ramón Gómez de la Serna que satiriza el mundo de los negocios, la apariencia y la superficialidad social a través de un personaje tan escurridizo como simbólico: Leonardo, un estafador elegante que recorre Europa cambiando de ciudad para escapar de sus propios engaños.

 El hongo gris como emblema En una tienda de París, Leonardo compra un sombrero de hongo gris y descubre que, al llevarlo, la gente lo percibe como alguien importante. A partir de ese momento, el sombrero se convierte en su amuleto de poder, su insignia de éxito y su máscara social. El “hongo gris” no es solo un accesorio: es un símbolo de la ilusión, del prestigio vacío, del camuflaje que permite al protagonista prosperar en un mundo de apariencias.

Estilo y subversión Gómez de la Serna, maestro de la greguería y del humor vanguardista, construye aquí una novela que mezcla sátira, absurdo y crítica social. Leonardo no es solo un estafador: es un reflejo de la modernidad, del capitalismo teatral, del individuo que se reinventa a través del atuendo y la astucia.

Investigación y colaboración: Dr. Enrico Giovanni Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

***

PRÓLOGO

Ramón Gómez de la Serna y Puig (Madrid, 1888 - Buenos Aires, 1963) fue, probablemente, el escritor de mayor genio específicamente literario de las letras hispánicas contemporáneas; quiero decir que ha sido no sólo el más «biológicamente» escritor, por como fundió en una misma cosa literatura y vida, y como incorporó al proceso de creación literaria todos los resortes de lo consciente y lo subconsciente, sino también por la manera en que contribuyó a hacer de aquella creación una «cosa estética nueva», una obra de arte, autónoma y suficiente, superior a todo mensaje o compromiso: literatura pura, prototipo, entre otras cosas, de lo que Ortega llamó el arte «deshumanizado» de entreguerras.

Aunque realmente pasó Ramón por tres etapas vitales y literarias muy diferentes, de distinto significado y calidad:

Su tiempo de formación, que llega hasta 1912 (a los 17 años publicó su primer libro), es de tendencia reformista, filosófica y social; pero en él, junto a la creación de aquel teatro patético y trascendental de su mocedad (los 14 dramas de su «teatro en soledad», donde hay una anticipación de Ionesco, de O’Neill, de Pirandello) y a las arrebatadas biografías de los que él llamaba sus «antepasados» literarios (Wilde, Villiers de L’Isle Adam, Bauville, Nerval, Poe, Lautréamont, Barbey d’Aurevilly, Gourmont, Baudelaire), proclama las bases de su revolución estética, que salta ya al público hacia 1912.

Durante esos años viaja por Europa y asiste en París al difuso nacimiento de los movimientos artísticos de «vanguardia» conoce a Picasso, a Bretón, a Apollinaire, mientras él está ya proclamando en España su nueva y propia estética, al leer con escándalo, en el Ateneo de Madrid, en 1909, su Concepto de la nueva literatura.

En seguida Ramón encabezaba su actividad de promotor de vida literaria y, ya en 1914, funda su famosa tertulia de Pombo; allí, en los años de la Primera Gran Guerra reúne todo lo nuevo de España y de la Europa en guerra que ha venido a refugiarse aquí convirtiendo el viejo café en un cenáculo, universal, por el que durante veinte años habrá de pasar la más significativa vida intelectual de la época. Se abre entonces la segunda época central y jovial del escritor, en la que el «ramonismo», con la invención de la greguería, se convierte en eje de la nueva literatura.

Los años de la Primera Gran Guerra son los que asientan los pilares de su fama, con «El Rastro», «El Circo», «Senos», «El Alba», etc.; los periódicos rechazan con escándalo sus greguerías, y, sin embargo, su fecundísima producción, que alcanza a todos los géneros literarios, con excepción de la poesía, y la facundia personalísima de su fabuloso ingenio, le convierten en el maestro de los jóvenes. Su alegre y efectiva «cátedra» está en su tertulia y en su peculiarísimo estudio del torreón de la calle de Velázquez; donde, rodeado de un orbe mágico de rutilantes objetos del Rastro, de espejos, estrellas, estampas, carátulas, raros cuadros y extrañas estatuillas, trabaja como un asceta durante catorce horas diarias, escribiendo hasta el alba en mesas distintas y diferentes borradores varios libros a la vez, bajo la mirada impasible de su muñeca de cera. Ramón se convierte en el adelantado del arte europeo de entreguerras, y su despacho, encendido toda la noche, es, dirá Valéry Larbaud, «luz de navío en las avanzadas de Europa».

Pero son los años veinte, cuando Ramón anda en la treintena de su edad, los de su definitiva consagración; la cual, como suele acontecer, tiene lugar fuera de España: en París, en un memorable homenaje intelectual del Cercle Littéraire International que tiene lugar en el Circo Americano, y también allá en América, en la revista «Martín Fierro». De entonces data su enorme popularidad en Italia, en Portugal, en Francia, y los primeros estudios sobre su innovadora obra. Hace sus primeros viajes a América cuando, al tiempo que a Charles Chaplin, se le nombra miembro de la Academia Francesa del Humor, en una apoteosis de la fama que se contagia, al fin a España. Aquí es también amigo de Valle-Inclán, de Azorín, de Unamuno, y sobre todo de Ortega, en cuya «Revista de Occidente», foco de la vida intelectual española del tiempo, brilla con luz propia, como maestro de los jóvenes. Escribe incansablemente libros, novelas cortas y largas, ensayos, greguerías e infinidad de artículos en la prensa; en cuya principal tribuna, «El Sol», tiene lugar de preferencia. Lleva ya publicados más de medio centenar de libros y pronunciadas numerosísimas conferencias, que son a la vez espectáculos de humor nuevo: desde el lomo de un elefante, vestido de Napoleón, de torero, de «medio ser»… A veces, muy celoso de su trabajo, se refugiaba fuera de España para escribir tranquilo: en Portugal, donde llegó a hacerse, frente al mar de Estoril, un chalet que se llevaría la trampa; o en Nápoles, o en París…, pero siempre su nostalgia de Madrid le devolvía a su querida ciudad, a su alegre tertulia sin la cual no podía vivir.

La década de los años treinta va a variar profundamente su vida. Al comienzo, coincidiendo con el ruidoso estreno de su innovadora farsa «Los medios seres», pone fin a su larga relación con la escritora Carmen de Burgos, y en seguida conoce, en un viaje triunfal por Hispanoamérica, a Luisa Sofovich, escritora argentina con la que contraería matrimonio. Hay otro inmediato viaje, ya en compañía de Luisa, a América, donde da un ciclo de conferencias espectaculares, para las que, entre otras muchas cosas, se lleva, enrollado bajo el brazo, su ya famoso cuadro de la Tertulia de Pombo, pintado por Solana. Al regreso, mientras la vida española se agita agriamente en el preámbulo de la guerra civil, Ramón tiene que hacer frente a una gravísima enfermedad de su mujer y escribe, con la muerte sentada en su propia casa (que ya no es el glorioso torreón), la biografía de El Greco, la cual es la primera señal de una nueva época, ya no jovial, como hasta entonces, sino patética, en la que va a pasar de la «deshumanización» a la «rehumanización» de su arte literario, llenándolo de un contenido trascendente que, en cierto modo, empalma con el patetismo de su mocedad.

Sin embargo, la greguería sigue siendo el alma de su obra, porque es precisamente su fórmula de expresión literaria genuina, con la que penetra en todos los géneros que con tanta fecundidad cultiva: teatro, biografía, ensayo, novela grande, cuento, ensayo matritense. El humor no es sino un elemento más en su manera de desvelar sorpresivamente la realidad, y ha de ceder su lugar, paso a paso, al nuevo pathos del escritor. La greguería misma ha de teñirse, después, de ese otro estilo humanista y quevedesco, patético, de la última época de su vivir.

En realidad, en su nueva vida en Buenos Aires es donde se despliega definitivamente esta tercera etapa del arte ramoniano. Rechazando la guerra civil que asola a su patria, Ramón, a los 48 años, en la madurez de su vida y en la cumbre de su fama, tiene que empezar de nuevo en Buenos Aires, enfrentándose, en unos primeros años difíciles, con el sentido de su propia existencia y de su destino de escritor. Huyó del Madrid en guerra en el verano de 1936, para instalarse, al fin, en un piso alto de la calle de Hipólito Irigoyen, donde va reproduciendo, poco a poco, el mundo de su estudio matritense, cubriendo paredes, techos, puertas y ventanas con un profuso estampario multicolor que tapaba los huecos del recuerdo y el olvido y le hacía vivir, en pleno Buenos Aires, como si aún estuviese en la fantasmagoría de su torreón de la calle de Velázquez.

Pronto impuso su genio en América; reanudó luego su comunicación con España por medio de un flujo semanal de greguerías que publicaba los domingos «Arriba» y luego, al final, «ABC». Reeditó sus cosas allá y publicó aquí y allá las nuevas que iba produciendo sin cesar. En la primavera de 1949 volvió a España, en breve visita invitado por el Ateneo de Madrid, y vivió entonces, en medio de cordiales homenajes, las últimas jornadas de un Pombo fantasmal, evocado como un espíritu y en medio de un tiempo distinto.

Regresó a América con la mente puesta en España y soñando con una definitiva vuelta. Pero ya América le retenía tenazmente; casi la mitad de su ingente producción literaria había nacido allá y el regreso se hacía imposible. Es la hora de sus grandes biografías de Valle, de Quevedo, de sus «Cartas a las golondrinas», de sus últimas novelas madrileñas, de su fabulosa «Automoribundia»; de sus bodas de oro con la literatura, con el homenaje de todas las editoriales argentinas, mientras en España empiezan a aparecer sus «Obras completas».

Pero él sigue trabajando como un asceta de la pluma, durante muchas horas diarias, para poder vivir decorosamente. El Parlamento argentino, ya en los últimos años, vota una pensión extraordinaria para que el glorioso escritor español pueda tener una vejez más descansada; aunque él no concibe la vida sin la posibilidad de la creación literaria y se aferrará hasta el final a la producción de sus greguerías, batiéndose con ellas como un general en su última batalla.

Por entonces Pablo Neruda pide, desde Brasil, el Nobel para él; y cuando, poco después, le llega desde Madrid el Premio March, que podía asegurar el descanso de sus últimos años, es demasiado tarde: Ramón estaba ya herido de muerte en una clínica de Buenos Aires. Aún pudo recuperarse un poco y resistió un año más, hasta morir, en medio del mágico mundo de sus cosas, en la madrugada del 5 de enero de 1963. Luego se trajo a Madrid su cuerpo, para darle tierra, junto a Mariano José de Larra, en la Sacramental de San Justo, a la orilla del paisaje de su sangre. Entonces su ciudad le rindió los máximos honores colocando, ya sobre el pecho de tabla de su féretro, la Medalla de Oro de la Villa en la que había nacido 74 años atrás, y a la que él mismo había inventado nueva vida, alegre y fabulosa.

La novela que ahora se presenta en esta edición, «El caballero del hongo gris», «folletín moderno», publicada por primera vez en 1928 por la Agencia Mundial de Librería, es una de las más características de la época central y jovial de Ramón, muy representativa de su humorismo de entonces y dotada plenamente de todos los elementos, destructores y enriquecedores, que la estética de la greguería introdujo en el arte de novelar. Ya recordé antes que Ramón cultivó también la novela, como todos los demás géneros, y acaso no sería ocioso añadir ahora que no fue ésa una dedicación ocasional, sino, por el contrario, persistente durante toda la vida del escritor y particularmente fecunda durante esa etapa central, que dura hasta la guerra civil. Diecinueve «novelas grandes», según él gustaba de llamar a la novela, y varios tomos de novelas cortas —que suman más de sesenta narraciones— cuentan en el haber del escritor, que ya desde la primera de aquéllas, «La viuda blanca y negra», de 1917, y sobre todo desde «El incongruente», en 1922, vienen a constituir, como dice Ramón, un «grito de evasión en la literatura novelística al uso». Esa evasión llega al punto culminante de su proceso de ruptura con el molde tradicional en las novelas de última hora: las llamadas «novelas de la nebulosa». —«¡Rebeca!» (1936) y «El hombre perdido» (1947)— y las «novelas superhistóricas». —«Doña Juana la Loca», «El caballero de Olmedo», «Doña Urraca de Castilla», «Los siete Infantes de Lara», «La emparedada de Burgos» y «La Beltraneja» (1944)—. No obstante, en la última de todas sus obras de este género, la novela madrileña «Piso bajo», de 1961, vuelve a acercarse, al menos en cuanto a la estructura del relato, al modo clásico de novelar.

Pero conviene advertir, siquiera sea sumariamente, en qué consisten las principales innovaciones y alteraciones introducidas por Ramón en el arte de novela al condicionarlo a la nueva estética disgregadora y recreadora de la greguería. Semejante alteración no está, por supuesto, únicamente en la enorme amplitud y variedad de la temática novelable abarcada por el autor; la cual, en verdad, constituye, como escribió Guillermo de Torre, una «revisión novelizada del cosmos». Lo importante es que por esos «agujeros de la prosa», practicados en ella por la greguería, se establece una decisiva circulación de aire literario que se lleva de calle algunos elementos connaturales a la novela clásica y trae de fuera un interesantísimo material que llena, con sustancia estética distinta, los huecos o fisuras creados por aquella «evasión».

En realidad, lo que Ramón, obediente a su peculiar «modo de experiencia», persigue con la novela —lo mismo que con cualquier otro género— es, como he escrito en otro lugar, la expansión reverberante de toda realidad que resulte atravesada, de un modo o de otro, por el hilo novelesco; se trata de provocar una serie de explosiones atomizadoras y reveladoras de «realidad», se relacione ésta o no directamente con la trama novelable; lo cual es, ciertamente, un propósito que rebasa y va contra el clásico «hermetismo» de la novela, con el que se pretende, como es sabido, crear un mundo cerrado y concluso que absorba por entero la atención del lector y la intensidad de la narración. Ello crea una discontinuidad en la estructura del relato, en el mundo que suscita y en la «presentación» de los personajes, lo cual hace que a veces se pierda el lector en la aglomeración de elementos, en la fragmentación y yuxtaposición de planos que produce. Esa «nebulosa» de nueva realidad, que penetra y escapa por la porosidad de la prosa, amenaza la estabilidad del hilo argumental y acaso debilita su densidad; pero, en cambio, trae de fuera un enorme enriquecimiento de realidad, aumentando los puntos de vista y la capacidad expresiva de las cosas, los ambientes, los personajes y su mundo.

Aparte de que nunca se pierde la nervadura central, más sólida en la serie de novelas que podríamos llamar costumbristas —casi todas madrileñas: «La Nardo», «El torero Caracho», «Las tres Gracias», «Piso bajo»…—, lo que ocurre en la novela de Ramón es que, gracias a esa «porosidad» que señalaba, por la que penetra una marea de realidad, lo que entra también en la novela es, en definitiva, una invasión jovial y dominadora de literatura pura: de arte literario, según antes decía, como «cosa estética nueva», autónoma y suficiente, que, dándole un giro al arte de novelar, viene a revitalizar el género, sacándole —lo que en su época fue una radical innovación— del apelmazado casillero del realismo posgaldosiano en que vegetaba sin pena ni gloria.

«Lo que menos merece la vida —escribió Ramón— es la reproducción fiel de lo que aparenta suceder en ella»; por eso él dedicó su genio a inventarla de nuevo, a aumentarla en una operación creadora cuyas fuentes brotaban vitalmente de todo su ser de escritor, en lo consciente y lo subconsciente, en el claro mundo del pensamiento y en el sorpresivo de los secretos, las adivinaciones y las revelaciones, donde habita la mágica y salvacional fecundidad de la existencia.

miércoles, 1 de octubre de 2025

MIGUEL DELIBES OBRAS COMPLETAS FRAGMENTO


 

Miguel Delibes Setién (Valladolid, 1920–2010) fue uno de los grandes novelistas españoles del siglo XX, miembro de la Real Academia Española desde 1975 (silla «e») y galardonado con premios como el Nadal, el Príncipe de Asturias y el Cervantes.

🖋️ Perfil literario y temático

  • Estilo: Realismo sobrio, con una prosa clara y profunda, marcada por la observación directa y el compromiso ético.

  • Temas centrales:

    • El mundo rural castellano y sus injusticias sociales.

    • La infancia como territorio de memoria y pérdida.

    • La crítica a la pequeña burguesía y la violencia urbana.

    • La caza, la naturaleza y la vida sencilla como refugio espiritual.

    • El duelo y la muerte, especialmente tras la pérdida de su esposa Ángeles de Castro.

📚 Obras destacadas

TítuloAñoNotas
La sombra del ciprés es alargada1948Premio Nadal; visión existencial sobre la muerte.
El camino1950Retrato de la infancia rural.
Las ratas1962Denuncia de la miseria en Castilla.
Cinco horas con Mario1966Monólogo interior cargado de crítica social.
Los santos inocentes1981Adaptada al cine por Mario Camus; crítica al caciquismo rural.
Señora de rojo sobre fondo gris1991Elegía a su esposa fallecida.
El hereje1998Novela histórica sobre la Reforma en Valladolid; considerada su testamento literario.

🧭 Legado

Delibes fue un cronista ético de la España profunda, un defensor de la dignidad humana frente a la injusticia y el olvido. Su obra, profundamente ligada a Valladolid y al campo castellano, es también una meditación sobre el paso del tiempo, la memoria y la resistencia silenciosa.


***

Colección: Palabras Mayores Editorial: Leer-e
            Director editorial: Ignacio Latasa
            Diseño portada: Leer-e

 

© Herederos de Miguel Delibes, 2007 para Obras Completas I

La sombra del ciprés es alargada, 1948

Aún es de día, 1948

El camino, 1950

Mi idolatrado hijo Sisí, 1953

La partida, 1954

© de esta edición, 2014
            ºLeer-e
            ºwww.leer-e.es

ISBN: 978-84-9071-217-7

Distribuye: Leer-e 2006 S.L.
            C/ Monasterio de Irache 74, Trasera.
            31011 Pamplona (Navarra)

 


  Miguel Delibes

 

 Obras Completas, Volumen I

 

El Novelista

 

  La sombra del ciprés es alargada

 

1948

 

 

 

 


A mis padres

 

A mi mujer

 

A mi hijo

 

 

 

 

 

 

¿Por qué esta ansia, este amor estos supremos
anhelos en el hombre? ¿Por qué existe
un destino de amar, bárbaro y triste,
en la ruina de carne que movemos?

 

M. A. ALCALDE, Hoguera viva

 

 


  LIBRO PRIMERO

 

 

«Un amigo hace sufrir tanto como un enemigo».

 

Proverbio árabe

 

 

  I

 

Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi carácter.

De mi primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a los diez años, en casa de don Mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo perfectamente, como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó a él...

Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la ciudad comenzaban a acusar la ofensiva de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en mi cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos de los caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte.

Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños.

Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente, donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas piedras milenarias.

Cuando descendimos del coche experimenté una sincera vocación de ser auriga. Tenía el cochero un aspecto imponente encaramado en su sitial delantero, con los pies cubiertos por una media bota acharolada y unas polainas blancas protegiéndole sus piernas delgadas y sin forma. Pero mi tío, que no debía de sentir hacia él el mismo respeto que yo, le despidió tan pronto pusimos nuestras humanidades en tierra.

—Antes de nada —me dijo mi tío al verse a solas conmigo—, para cuando lo necesites, sabe que tu padre se llamó Jaime y tu madre María. —(En toda mi vida tuve otra idea de mis padres. En adelante, siempre que sus nombres debían figurar en algún documento, lo hice constar así, añadiendo, entre paréntesis, «fallecido», aun cuando, en realidad, nadie me hubiera asegurado tal desenlace.) Acto seguido mi tío desvió sus consejos hacia otro lado—: Estáte formal; procura causar a este hombre una buena impresión; no enredes ni te hurgues en las narices. En fin, pórtate como un caballero.

Dicho esto, nos acercamos a la casa, cuya fachada no podía ser más deprimente. (Tenía sólo dos pisos y, debajo, un entresuelo con ventanas bajas en vez de balcones. La parte izquierda de la casa tenía una sola fila de huecos aun cuando su superficie era más amplia que la de la derecha, recordando, por su especial asimetría, el desequilibrio de la faz de un tuerto.) Mi tío anduvo un poco desorientado desde que entramos en la casa. Todo se le hacía mirar y remirar con atención todas las puertas con que tropezábamos. A tal punto llegó su falta de dominio de la situación, que me subió hasta el segundo piso sólo para preguntar si vivía allí don Mateo Lesmes. Le dijeron que el señor Lesmes vivía abajo, en el entresuelo, y tuvimos que deshacer el camino andado, sin rechistar. (Pensé, para mí, que en contra del sistema de mi tutor, si se ignora el piso de la persona que buscamos, resulta más provechoso preguntar abajo que subir hasta el último piso, para luego, a lo mejor, tener que volver a bajar. No le dije nada, sin embargo, porque ya me había encarecido, en reciente ocasión, que le molestaba que un mocosuelo como yo tratase de enmendar sus decisiones.)

Antes de llamar, mi tío me estiró la corbata y me advirtió de nuevo sobre la necesidad de que me comportara correctamente en presencia de don Mateo; después tomó el llamador en su mano y la vieja casa retembló bajo el eco de dos poderosos golpes. Cuando me entretenía mirando las estrechas y polvorientas escaleras que arrancaban de mis pies, se abrió la puerta y mi tutor, tomándome de la mano, penetró en la casa. Una mujer indefinible nos había abierto. Quedóse parada al vernos entrar tan resueltamente, agarrándose, con cuatro dedos, las dos puntas bajas de su delantal. Al cabo de un rato nos espetó:

—¿Por quién preguntan ustedes?

(Recuerdo el gozo que me produjo este primer triunfo de mi honorabilidad. Nunca, hasta el momento, me llamaron de «usted», y el hecho de que aquella mujer me parangonase en dignidad con mi tutor me ocasionó un íntimo regocijo. Entonces no advertía yo lo raro que hubiese sido que la mujer dijera: «¿Por quién preguntan usted y el niño?», en vez de: «¿Por quién preguntan ustedes?»; de aquí que considerase aquel trato como el mayor triunfo, hasta entonces, de mi yo personal e independiente.) Mi tío respondió que buscábamos al señor Lesmes. La señora, con cara inexpresiva y sin soltar las puntas de su delantal, nos dijo que su «marido» acababa de salir, pero que no tardaría en regresar porque esperaba nuestra visita aquella tarde.

Al oír mi tutor que la mujer hablaba de «su marido» la saludó cortésmente, deseándole buena salud. Ella contestó, sin inmutarse, que lo mismo nos deseaba a nosotros, indicándonos, acto seguido, que pasáramos y nos sentáramos. Lo hicimos en una salita muy linda y aseada y, una vez allí, la señora nos dejó solos, pidiéndonos perdón antes de hacerlo.

Entonces pude fijarme a mi antojo en lo que me rodeaba. Los muebles se parecían mucho a los de la sala de la casa de mi tío. En ambas, sobre todo lo demás, predominaban los asientos. En ésta había un pequeño sofá, forrado de raso rojo, lo mismo que las sillas y las butacas. Encima del sofá había un espejo con marco dorado, rematado por un copete de dibujos retorcidos. En un rincón, un velador negro de patas gruesas e historiadas, con un mármol encima, sostenía una extraña cajita y un osado florero lleno de rosas de tela con muchas manchitas de mosca. Los tabiques y el techo estaban decorados de un vivo papel rameado. En el ángulo opuesto al del velador había un piano negro abierto, mostrando los dientes cariados de sus teclas, con mucho adorno encima. Al lado del piano una librería baja con varios tomos de La Ilustración Española y Americana.

Mi tío se sentó con una pierna sobre la otra en una de las butacas. Yo lo hice en el sofá, muy cerca de él, con un cierto temor hacia aquella casa que, en adelante, iba a ser mía por bastante tiempo. Ninguno de los dos dijimos nada durante diez minutos que tardó en regresar don Mateo. Cuando éste entró, mi tío se levantó y yo le imité.

Era don Mateo un hombre bajito, de mirada lánguida, destartalado y de aspecto cansino. Sonrió a mi tío al estrecharle la mano y a mí me acarició el cogote con fría cordialidad. Luego nos sentamos los tres y mi tutor y don Mateo se enredaron en una conversación interminable sobre enseñanza, carreras y honorarios. Mientras la conversación giró sobre los dos primeros temas me pareció observar que don Mateo hablaba sobre ello con la laxitud y desgana de quien cumple una obligación habitual. Cuando se abordó, en cambio, el tema de los honorarios, sus ojos, naturalmente apagados, se animaron con una chispita de codicia. De esto deduje que don Mateo no era un hombre a quien sobraran recursos para vivir. Por mi parte, lo único que saqué en limpio de aquella hora interminable fue que mi tío deseaba desentenderse de mi educación y que don Mateo se encargaría de ella hasta que yo concluyese el Bachillerato. Otra conclusión que extraje de aquel juego de palabras fue la de que yo quedaría de pupilo en casa del señor Lesmes en tanto se completaba mi formación moral e intelectual, es decir, más o menos, durante siete largos años. Estas conclusiones iniciales favorecían a mi tío Félix y perjudicaban a mi maestro y a mí. La definitiva favorecía a don Mateo y perjudicaba a mi tutor, siéndome a mí indiferente; el señor Lesmes podría retirar mensualmente del banco ochocientos reales en concepto de honorarios y gastos de manutención. Mi tío justificó su desapego hacia mi pobre humanidad alegando las muchas dificultades que le creaba su nuevo cargo de representante de no sé qué casa comercial.

Una vez rematados estos extremos mi tutor se puso en pie, aprovechando los breves instantes que restaban hasta su inminente despedida en ensalzar y loar mis cualidades físicas, espirituales e intelectuales, cosa que hasta este día jamás oyera en sus labios. Ante mi asombro don Mateo sonrió, asegurando que observaba en mi cara esas maravillosas dotes que mi tío Félix acababa de atribuirme un tanto arbitrariamente. Eran tan falsas unas y otras manifestaciones que, a pesar de mi corta edad, no dejé de ver que las de mi tío las patrocinaba su ferviente deseo de deshacerse de mí y las de mi futuro maestro los pingües honorarios y gastos de manutención que mi alimento físico e intelectual le procuraría. A poco mi tío estrechó la mano de aquel hombre, quien, por su parte, retuvo la de mi tío con un calor impropio de dos personas que acababan de conocerse, aprovechando además la solemne despedida para volver a acariciarme el cogote, esta vez con el calor interesado que pondría un granjero en dar el pienso a su vaca de leche. Todo quedó en que yo me incorporaría a la vida íntima de don Mateo en la noche del día siguiente.

En las veinticuatro horas que siguieron viví una vida de expectativa. No hallaba en mis juegos las sensaciones arrobadoras de mejores días, y únicamente mi próximo destino ocupaba todos mis pensamientos. Después de comer, mi tío me ordenó preparase mis cosas en compañía de Elena, su vieja criada. Así lo hicimos y antes de las ocho partía yo de aquella casa en el mismo coche de caballos que la tarde anterior.

Cuando me apeé en la puerta de don Mateo me invadió una sensación de soledad como no la había sentido nunca. Me hacía el efecto de que nadie en el mundo daría un paso por afecto hacia mí. Yo era un estorbo que únicamente por dinero podía aceptarse. Cuando llamé débilmente en la puerta del señor Lesmes mi mano temblaba. No ignoraba que con un paso más, franqueando aquel umbral, inauguraría una era decisiva de mi existencia. Salieron a recibirme don Mateo y su esposa. Aquél me acogió con una sonrisa y me preguntó por mi tío; ésta me saludó fríamente sin dejar de agarrar las esquinas de su delantal, como si en realidad no se hubiese movido de la postura en que la dejáramos la noche anterior.

No me pasaron a la salita del piano como yo esperaba. (Más tarde me convencí de que era ésta una de esas habitaciones de estar donde no se está nunca.) Me condujeron a un cuarto de pequeñas proporciones, situado enfrente de la salita y con una ventana, también pequeña, que daba a la plaza. Casi pegada a la ventana había una camilla, con brasero ya, a pesar de estar a últimos de septiembre, y junto a la puerta, una especie de trinchero con copas y tazas colocadas allí con intención evidente de lucirlas. El resto del mobiliario lo constituían unos taburetes de madera y una butaquilla de mimbre, situado todo alrededor de la camilla. Además, lo que ya me resultó más interesante, en un rincón de la habitación, se levantaba una especie de trípode sosteniendo una pecera de cristal verdoso que encerraba dos pececillos de color encarnado. Los miré con simpatía porque me pareció que también ellos estaban prisioneros como yo en manos de aquel hombre chiquitín que se llamaba como un apóstol de Cristo.

Lo que me chocó sobremanera fue ver la mesa dispuesta para cenar, cuando aún no eran las ocho y media de la noche. Imaginé que entraba en una de esas vidas de orden que tanto me disgustaban. Así y todo hube de resignarme y sentarme a la mesa ante la indicación de mi maestro. Esperé impaciente a que viniesen mis compañeros de mesa, pues mi curiosidad advirtió, nada más entrar, que había en ella cuatro platos, y, que yo supiera, no éramos más que tres los comensales. Al aparecer mi maestro con una niñita como de tres años de la mano, lo comprendí todo y se me cayó el alma a los pies. Era la hija del matrimonio y para mí un trasto que en modo alguno deseaba. La sentaron en una silla, a mi lado, después de poner debajo tres grandes cojines. Don Mateo me presentó a la chiquilla, apuntándome con el dedo —un dedo manchado de tiza— y diciéndole «que éste era el nene que papá prometiera traerle». La niña sonrió acentuando sus flácidos mofletes y, naturalmente, no cesó en toda la cena de darme golpes en un brazo con un tenedor usado y repetir «nene, nene», hasta un centenar de veces. No tuve otro remedio que sonreírle, aunque su calificativo no me agradase demasiado.

Aquella misma noche me enteré de varias cosas. La mujer de don Mateo se llamaba Gregoria y no era amiga de palabras ni aun en el seno íntimo de la familia. Don Mateo tenía la carrera de maestro, carrera que explotaba de una manera original. Era, además, el prototipo del maestro de reglas fijas, inconmovibles, y de mezquinos horizontes. Sus primicias pedagógicas me las brindó la misma noche de mi llegada.

—¿Sabes leer, Pedro? —comenzó.

—Sí, señor.

—¿Sabes escribir?

—Sí, señor.

—¿Sabes sumar?

—Sí, señor.

—¿Sabes restar?

—Sí, señor.

—¿Sabes multiplicar?

—Sí..., señor.

—¿Sabes dividir?

—Sí, señor.

—¿Conoces la potenciación?

—No, señor.

Sonrió suficientemente y añadió:

—¿Ves, chiquito? De esta manera tan sencilla puedo adivinar en un momento hasta dónde llegan tus conocimientos.

martes, 30 de septiembre de 2025

Mariano José de Larra (1809–1837)

 



Mariano José de Larra (1809–1837) fue uno de los escritores más brillantes y mordaces del Romanticismo español, cuya obra sigue resonando por su aguda crítica social, su estilo incisivo y su compromiso con el progreso intelectual de España.


 Comentario sobre Larra y su obra

Larra no fue solo un literato: fue un observador implacable de su tiempo. En artículos como Vuelva Usted Mañana, retrata con ironía y desesperanza el inmovilismo, la burocracia y la pereza institucional que, según él, frenaban el desarrollo del país. El personaje Monsieur Sans-délai, un extranjero diligente que choca con la lentitud española, se convierte en símbolo de la frustración ante un sistema que posterga todo para “mañana”.


Legado

  • Fue precursor del periodismo moderno en lengua española.

  • Su seudónimo “Fígaro” se convirtió en sinónimo de crítica lúcida y elegante.

  • Murió joven, pero dejó una obra que sigue siendo referente de conciencia crítica y estilo literario.

Larra no solo escribió sobre España: escribió contra la España que se resistía a cambiar. Y en ese gesto, se convirtió en uno de sus más grandes patriotas., retrata con ironía y desesperanza el inmovilismo, la burocracia y la pereza institucional que, según él, frenaban el desarrollo del país. El personaje Monsieur Sans-délai, un extranjero diligente que choca con la lentitud española, se convierte en símbolo de la frustración ante un sistema que posterga todo para “mañana”.

Su estilo es directo, elegante y sarcástico, con una capacidad única para convertir la crítica en arte. Larra no se limitó a señalar defectos: los desnudó con inteligencia, apelando al lector para que reflexionara sobre su papel en la sociedad. En sus artículos de costumbres, políticos y literarios, se percibe una profunda melancolía, una lucha entre el idealismo romántico y la realidad decadente que lo rodeaba.


***

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante Copyright © Universidad de Alicante, Banco Santander Central Hispano 1999-2001.

 Accesible desde http://cervantesvirtual.com Año 2002 [Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres, por el Bachiller don Juan Pérez de Munguía (seud. de Mariano José de Larra), n.º 11, enero de 1833, Madrid; paginación en color azul.] 

 Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

 Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países. Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. 

Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza. Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar. Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían. Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. 

Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días. 

 Al llegar aquí monsieur Sans-délai traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.-¿Cómo?-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.-¿Os burláis?-No por cierto.-¿No me podré marchar cuando quiera? 

¡Cierto que la idea es graciosa! -Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.-Todos os comunicarán su inercia. Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.

 -Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.-Vuelva usted mañana -nos respondió al otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio». A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos. 

 Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones. Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país. No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa. Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.-Me parece que son hombres singulares...-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca. Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente. A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión. -Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy. «Grande causa le habrá detenido», dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.-Grandes negocios habrán cargado sobre él -dije yo. Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo. Dionos audiencia el miércoles inmediato, y, ¡qué fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa. Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.-De aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.

-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población? Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! -Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares. Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio. Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: «A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio. Pero monsieur Sans-délai se daba a todos diablos.-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: «Vuelva usted mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras. -¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga.

 La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas. Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.-¿Cómo ha de salir con su intención?-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?-Sí, pero lo han hecho. -Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.

 ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza.

 Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. »Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. 

Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país «no hay tiempo» para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.-¿Es posible?-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días... Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial. Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir: míos!-Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

 ¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. 

 Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». 

Da gracias a que llegó por fin este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás! El Pobrecito Hablador, n.º 11, enero de 1833.1 [Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 46-55; Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 190-202; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 61-72; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 324-336; Artículos de costumbres, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 91-105; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 93-103; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, p. 52-56.] 1 [Aunque se haga mención a la edición de 1833, encontramos en el texto algunos términos propios de la edición de 1835; por ejemplo, aparece «español», en lugar de «batueco»; y la mención a Fígaro, en lugar de al Bachiller. (N. del E.)]

domingo, 14 de septiembre de 2025

CAJÓN DE SASTRE CAMILO JOSÉ CELA

 


Cajón de sastre de Camilo José Cela es una obra publicada en 1965 que encarna perfectamente el espíritu libre y provocador del autor. El título, que alude a un cajón donde se guarda de todo sin orden ni concierto, refleja el contenido: una recopilación de textos breves, reflexiones, anécdotas, aforismos y observaciones que no siguen una estructura narrativa tradicional, pero que juntos componen un retrato agudo y a veces mordaz de la vida cotidiana española.

🧵 ¿Qué encontrarás en este “cajón”?

  • Estilo híbrido: Cela mezcla ensayo, crónica, humor, crítica social y hasta poesía en prosa.

  • Tono irreverente: Fiel a su estilo, el autor no se guarda opiniones ni se somete a lo políticamente correcto.

  • Retratos humanos: Desde personajes marginales hasta figuras públicas, todos pasan por su lupa literaria.

  • Lenguaje rico y provocador: Cela juega con el idioma, lo exprime y lo desafía, como era su costumbre.

Este libro no busca contar una historia lineal, sino ofrecer una experiencia literaria fragmentada, donde cada texto es una ventana distinta al mundo según la mirada de Cela. Es ideal para quienes disfrutan de la literatura que rompe moldes y se atreve a decir lo que otros callan.

Puedes explorar una edición digital en o adquirirlo en .

EN COLABORACIÓN. ENRICO PUGLIATTI Y MÉNDEZ-LIMBRICK. 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

El Príncipe de la Niebla Novela Comentario. En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick

 


Carlos Ruiz Zafón, autor barcelonés, escribió El Príncipe de la Niebla como su primera novela publicada en 1993. Es una obra juvenil, pero cargada de atmósfera, misterio y resonancias éticas. La historia se sitúa en un pueblo costero durante la Segunda Guerra Mundial, donde el joven Max Carver descubre secretos enterrados, pactos oscuros y la figura espectral del Príncipe de la Niebla, también conocido como Caín, un ente que concede deseos a cambio de almas.


🕯️ Comentario literario ritualizado sobre El Príncipe de la Niebla

1. Umbral iniciático: Zafón inaugura su Trilogía de la Niebla con una obra que, aunque dirigida a jóvenes lectores, contiene los elementos germinales de su estilo: atmósfera envolvente, personajes marcados por el pasado, y una amenaza que no es solo externa, sino profundamente simbólica. La niebla no es meteorológica: es la encarnación del olvido, del pacto oculto, del precio que se paga por desear demasiado.


2. El antagonista como figura ética: El Príncipe de la Niebla, también conocido como Caín, no es un villano tradicional. Es una figura faustiana, un comerciante de deseos, un espectro que ritualiza el intercambio entre lo que se quiere y lo que se pierde. Su presencia convierte la novela en una meditación sobre el libre albedrío, la culpa heredada y la fragilidad de la memoria.


3. Espacios como altares narrativos:


El jardín de estatuas funciona como un altar de lo petrificado, lo pactado, lo que ya no puede cambiarse.


El faro y el mar son símbolos de lo que guía y lo que oculta, respectivamente.


La casa abandonada es un archivo de secretos, un espacio donde la niebla se condensa en objetos, fotografías y silencios.


4. La familia como refugio y fractura: La familia Carver representa el intento de reconstrucción en medio del caos de la guerra. Pero la mudanza a la casa costera revela que el pasado no se deja atrás: se transforma en espectro. La novela muestra cómo los vínculos familiares pueden ser tanto escudo como herida, y cómo los hijos heredan pactos que no firmaron.


5. Estilo y atmósfera: Zafón escribe con una prosa envolvente, casi cinematográfica, que convierte cada escena en un acto teatral. Hay ecos de Poe, de Lovecraft, pero también de Stevenson y de los cuentos góticos. El ritmo es ágil, pero la atmósfera es densa, como si cada página estuviera escrita en la niebla misma.


miércoles, 20 de agosto de 2025

Compañeros de viaje – Jaime Gil de Biedma

 


?️ Fecha: Miércoles, 20 de agosto de 2025 🕰️ Hora de respuesta: 00:55 CST 📜 Lugar simbólico: Los Yoses, bajo la lámpara del juicio

✨ Compañeros de viaje – Jaime Gil de Biedma

Obra consagrada con el Sello de Oro del Laberinto por el Consejo Editorial de Los Yoses

🔍 Crítica literaria:

📘 Compañeros de viaje (1959) es considerado el primer gran poemario de Jaime Gil de Biedma, donde su voz poética se emancipa del intimismo juvenil y se adentra en una lírica de compromiso, ironía y conciencia histórica.

🧭 La crítica lo reconoce como una obra “comprometida”, no sólo por su tono político —con ecos comunistas y una mirada crítica al franquismo— sino por su exploración del yo como sujeto social y afectivo.

🧠 En la tercera parte del libro, Gil de Biedma describe la represión del régimen franquista con una intensidad lírica que convierte la denuncia en arte.

📖 El poemario se entrelaza con la lectura de Cántico de Jorge Guillén, lo que revela un diálogo generacional entre poetas y una búsqueda de objetividad poética frente a la subjetividad romántica.

🕯️ La lentitud en la escritura, como confiesa el propio autor en el prefacio, se convierte en virtud: cada poema lleva dentro tiempo de vida, contradicción, y una coherencia dialéctica que trasciende lo biográfico para volverse universal

🏅 Sello de Oro del Laberinto – Consejo Editorial de Los Yoses

El Consejo Editorial de Los Yoses, reunido en ceremonia nocturna entre copas de absenta y manuscritos abiertos, ha otorgado a Compañeros de viaje el Sello de Oro del Laberinto por las siguientes razones:

🪶 Por convertir la lentitud en método poético, elevando el instante a símbolo y el recuerdo a arquitectura emocional.

🧩 Por dramatizar la amistad como forma de resistencia, y por hacer del dolor una forma de ternura compartida.

🕰️ Por su capacidad de conjurar el tiempo, transformando la biografía en mito y la experiencia en legado.

🗝️ Por su fidelidad a la palabra como acto de justicia, incluso cuando la justicia se vuelve espectro.

🕰️ Hora de cierre del dictamen: 00:58 CST.

***

NOTAS SOBRE LA EDICIÓN La presente edición de Compañeros de viaje reproduce la princeps, Joaquín Horta Editor, Barcelona, 1959 (sigla: CV). Las notas que conforman el aparato crítico se ocupan de tres consideraciones fundamentales: I. HISTORIA TEXTUAL Al principio del aparato crítico se coloca una breve ficha que brinda (en el caso en que existan) los siguientes datos sobre la historia de cada uno de los poemas: 1. Posible fecha de composición del poema. En este punto, se sigue la cronología ofrecida por Shirley Mangini González en Jaime Gil de Biedma (Júcar, Madrid, 1980, pp. 186 222); aunque la propia profesora Mangini no lo señala explícitamente, dichos datos parecen haber sido proporcionados por el mismo poeta. 2. Ediciones previas a Compañeros de viaje. Varios de los poemas fueron publicados con anterioridad a CV. Algunos aparecieron en revistas: Laye (véase más abajo lo referente a la plaquette Según sentencia del tiempo); "Las afueras" I y VII, en Botteghe Oscure, VIII, 1956, 411-413 (sigla: BO); ―La lágrima‖ y ―Piazza del Popolo‖, en Papeles de Son Armadans, IX (1956), 287-292 (sigla: PSA IX); "El arquitrabe", "Infancia y confesiones", "Vals del aniversario", "Arte poética", en Papeles de Son Armadans, XXIII (1958), 174 178 (sigla: PSA XXIII); y "A un maestro vivo" y "Desde lejos", en Caracola, 84-87, 1959-1960, s.p. (sigla: C). Otros, "Amistad a lo largo" y "Las afueras" II, V, IX y XII, en 1 la plaquette titulada Según sentencia del tiempo, Publicaciones de la revista Laye, Barcelona, 1953 (sigla: SST). 3. Ediciones posteriores a Compañeros de viaje. Sólo se consideran las ediciones que corrieron a cargo del propio Gil de Biedma, por lo que la lista se restringe a las dos antologías, En favor de Venus, Literaturasa-Colliure, Barcelona, 1965 (sigla: EFV) y Colección particular, Seix Barral, Barcelona, 1969 (sigla: CP), y las dos primeras ediciones de Las personas del verbo: la primera (Barral Editores, Barcelona, 1975) identificada como LPV1, y la segunda (Seix Barral, Barcelona, 1982) como LPV2. Se emplea la sigla LPV para indicar que estas dos ediciones de Las personas del verbo coinciden en tal o cual aspecto. II. VARIANTES Después de resumir la parte histórica, se presenta la lista de variantes; con el fin de facilitar la lectura, la mayor parte de las veces se transcribe el verso completo, seguido de las siglas de la edición que presenta dichas diferencias; en algunas ocasiones (generalmente cuando se trata de cambios en la acentuación), se señala: ―con (o sin) acento en...‖, seguido de las respectivas siglas. III. NOTAS FILOLÓGICAS El primer objetivo de este último grupo de notas es el de resolver las posibles dificultades léxicas, semánticas y sintácticas de un verso o pasaje; el segundo, establecer nexos entre el poema en cuestión y otros del autor, sea de Compañeros de viaje o de otros poemarios reunidos en Las personas del verbo (también se señalan vínculos con obras en prosa de Gil de Biedma); el tercero y último objetivo consiste en identificar, dentro de lo posible, las referencias literarias, históricas y culturales que hace el poeta en tal o cual verso o pasaje de esta obra. 2 PREFACIO 5 10 Ser escritor lento sin duda que tiene sus inconvenientes. Y no sólo porque contraría esa legítima impaciencia humana por dar remate a cualquier empresa antes que del todo olvidemos el afán y las ilusiones que en ella pusimos, sino también porque imposibilita, o al menos dificulta, la composición de cierto género de obras, de aquellas concebidas en torno a una primera intuición a la que el escritor tozudamente supedita el mundo de sus solicitudes diarias; semejante sacrificio resulta soportable por una temporada más o menos larga, pero habitualmente más corta que la que a nosotros, los escritores lentos, nos toma el escribir un número de versos suficiente. Puestos a escoger entre nuestras concepciones poéticas y la fidelidad a la propia experiencia, finalmente optamos por esta última. Nuestra actividad viene así a emparejarse con la vida misma –algo como un océano o como un tapiz a cada instante tejido y destejido, siempre vuelto a empezar–, y nuestros _________________________________________________________________________ 1 ―Ser escritor lento‖. Además de ser reiterada en varias ocasiones a lo largo del ―Prefacio‖, la idea de lentitud aparece, ya sea implícita o explícitamente, en varios poemas de CV. Al respecto, véase ―Amistad a lo largo‖, ―Las afueras‖ I y VII, ―Arte poética‖ (donde, al igual que sucede en ―Recuerda‖, se habla de ―la eternidad del tiempo‖), ―Aunque sea un instante‖, ―Vals del aniversario‖, ―Sábado‖, ―De ahora en adelante‖ y ―Piazza del Popolo‖. 11 ―algo como un océano‖. El símil remite al verso 4 de ―Le Cimetière Marin‖, ―La mer, la mer, toujours recommencée‖, de Paul Valéry, y a la idea de la necesidad de ―abandonar‖ una obra tras largos años de gestación, so pena de que su continua re-elaboración se vuelva infinita. 11-12 ―como un tapiz‖. En este caso, el símil evoca la incesante labor de Penélope ante la espera de Ulises. 12 ―a cada instante‖. Debido a su continua aparición, el sustantivo ―instante‖ tiene un gran valor simbólico no sólo en CV, sino en el universo de LPV. En el primer caso, véase ―Las afueras‖ I, IV, VII y X, ―Aunque sea un instante‖, ―Recuerda‖, ―Las grandes esperanzas‖, ―De ahora en adelante‖, ―El miedo sobreviene‖ y ―Piazza del Popolo‖. También, en lo que se refiere al sintagma ―un tapiz a cada instante tejido y destejido‖, véase los vv. 41-42 del poema ―En una despedida‖ (perteneciente a Moralidades): ―este torpe tapiz a cada instante / tejido y destejido‖ 3 15 20 25 libros parece que naturalmente se conformen, según esa lógica heraclitana, de que hablaba Juan de Mairena, en la que las conclusiones no resultan del todo congruentes con las premisas, pues en el momento de producirse aquéllas ha caducado ya en parte el valor de éstas. Pero la lentitud también tiene sus ventajas. En la creación poética, como en todos los procesos de transformación natural, el tiempo es un factor que modifica a los demás. Bueno o malo, por el mero hecho de haber sido escrito despacio, un libro lleva dentro de sí tiempo de la vida de su autor. El mismo incesante tejer y destejer, los mismos bruscos abandonos y contradicciones revelan, considerados a largo plazo, algún viso de sentido, y la entera serie de poemas una cierta coherencia dialéctica. Muy pobre hombre ha de ser uno si no deja en su obra –casi sin darse cuenta– algo de la unidad e interior necesidad de su propio vivir. Al fin y al cabo, un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos –atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual– de unos cuantos entre ellos. Si mi lentitud en el _________________________________________________________________________ 13-16 ―según esa lógica heraclitana [...] el valor de éstas.‖ A este respecto, véase el cap. XXV de Juan de Mairena, particularmente la sección en donde se afirma lo siguiente: ―En nuestra lógica, las premisas de un silogismo no pueden ser válidas en el momento de enunciar la conclusión. Dicho de otro modo: no hay silogismo posible. Porque nosotros pretendemos pensar en el tiempo, la pura sucesión irreversible, en la cual no es dable la coexistencia de premisas y conclusiones‖. Cito por Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, Poesía y Prosa, ed. Oreste Macrí, Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado, Madrid, 1989, vol. IV, pp. 2006 2010. 23 ―coherencia dialéctica‖. Se espera que el sentido descubierto en la experiencia individual del poeta, o del personaje poético que habla por él, tenga validez, en la medida de lo posible, para los demás seres humanos. Esta propuesta puede ser considerada como una especie de paráfrasis de las ideas expuestas por Mairena en el capítulo ya citado, particularmente en la siguiente parte: ―Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si éste se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común.‖. Machado, op. cit., p. 2008. 4 30 trabajo ha servido para conferir a este libro esa mínima virtud creo que podré darme con un canto en los pechos. _________________________________________________________________________ 29-30] creo que podré estar satisfecho. LPV 

Archivo del blog

LA BIBLIA DE LOS CÓDIGOS SECRETOS LIBROS CÚPULA PRÓLOGO

    LA BIBLIA DE LOS CÓDIGOS SECRETOS   LIBROS CÚPULA  PRÓLOGO   Tienes en tus manos un documento muy especial. Hay muchísimos libros sob...

Páginas