Consejo Editorial de la Mansión de Pugliatti, reunido en sobremesa ritual, convoca su crítica sobre Cobra de Severo Sarduy: presentes en esta ceremonia los escritores y críticos: Byron Deford, Méndez-Limbrick, Enrico Pugliatti, Paolo Cappelli, Belfegor, Julián Casasola Brown.
🩰 Cobra como ceremonia neobarroca
La novela Cobra (1972) no se lee: se atraviesa. Sarduy, heredero de Lezama Lima y alquimista del neobarroco, nos ofrece un texto que no busca narrar sino transfigurar. Cobra, la travesti estrella del Teatro Lírico de Muñecas, desea achicar sus pies masculinos para alcanzar una metamorfosis total. Pero ese deseo es solo el detonante de una espiral de mutaciones, rituales grotescos, y una estética que se derrama como carnaval sin fin2.
🧠 Crítica de sobremesa: voces del Consejo
1. La Sibilina del Desorden (experta en sintaxis ritual):
“Sarduy no escribe, descompone. Cada frase es una trenza barroca, una jiribilla verbal que se escabulle entre moños dobles y cadenetas anodinas. Cobra no tiene argumento: tiene atmósfera, tiene rito. Es una ópera sin partitura, donde el lenguaje baila hasta la extenuación.”
2. El Golem Editorial (guardían de la estructura):
“La novela es bífida: dos secciones que se funden en un tercer cuerpo. Cobra I es prostíbulo y carnaval, Cobra II es budismo marginal y podredumbre. Sarduy no busca clímax, sino transiciones eternas. El Teatro Lírico de Muñecas es kafkiano: fachada desabrida, interior infinito.”
3. La Dama de las Mutaciones (curadora de símbolos):
“Cobra es una danza de identidades. Travestismo, budismo, erotismo, sacrificio. Cada transformación es una estación del dolor. Sarduy convierte el cuerpo en texto, y el texto en ceremonia. No hay redención, solo reverberación.”
4. El Satírico de la Pluma Rota (crítico venenoso):
“Sarduy se burla del lector. Recomienda abandonar su novela y leer a los otros latinoamericanos ‘más claros’. Cobra es una boutade, una provocación. Pero también es un testamento: el lenguaje como exceso, como resistencia, como fiesta sin música.”
🪞 Reflexión final del Consejo
Cobra no se puede resumir. Es una novela que se resiste a la claridad, que exige del lector una entrega ritual. Sarduy no busca contar, sino invocar. Cobra es una máscara que se deshace, un cuerpo que se transforma, una escritura que se pudre y florece al mismo tiempo.
El Consejo Editorial se dispone a diseccionar la estructura de Cobra como si fuera un organismo ritual, una serpiente de dos cabezas que muda su piel en cada capítulo. Aquí va la crítica estructural, en clave de ceremonia editorial:
🧬 Estructura de Cobra: mutación, bifurcación y reencarnación
🩸 I. Primera parte: Cobra
Ambiente: Teatro Lírico de Muñecas, París, prostíbulos, clínicas de transformación. Protagonista: Cobra, travesti estrella, obsesionada con la cirugía para achicar sus pies y alcanzar una feminidad total. Estructura interna:
Fragmentos narrativos interrumpidos por escenas teatrales, descripciones barrocas, y diálogos delirantes.
El cuerpo como campo de batalla: operaciones, transformaciones, amputaciones.
El lenguaje como exceso: metáforas, enumeraciones, juegos de palabras, parodia de la novela tradicional.
Función ritual: Esta parte es la ceremonia del cuerpo, la máscara, el deseo. Cobra es símbolo de la identidad como performance.
🧘 II. Segunda parte: Teresina
Ambiente: Asia, monasterios, desiertos, rituales budistas. Protagonista: Teresina, discípula de la Madre, en búsqueda de iluminación espiritual. Estructura interna:
Narración más lineal, aunque igualmente barroca.
Introducción de elementos orientales: mandalas, reencarnación, sacrificio.
Cobra reaparece como figura espectral, transfigurada.
Función ritual: Esta parte es la ceremonia del alma, la disolución del yo, la búsqueda de vacío. Sarduy yuxtapone el carnaval occidental con la ascética oriental.
🧿 III. Estructura como mandala barroco
No hay progresión causal, sino circularidad simbólica.
Cobra y Teresina son máscaras de una misma entidad.
El texto se pliega sobre sí mismo: repite, transforma, parodia.
Sarduy propone una estructura que es más coreográfica que narrativa: cada capítulo es una escena, cada escena una mutación.
ritualizar la estructura
🩰 El Teatro Lírico como centro del deseo.
🧘 El monasterio como eje de disolución.
🐍 Cobra como serpiente que se bifurca y se reencarna.
🪞 Fragmentos como espejos rotos del yo.
El Consejo Editorial ha abierto el códice de Cobra y selecciona fragmentos que ejemplifican la narrativa de cada parte, como si fueran reliquias de una ceremonia verbal. Aquí van los ejemplos ritualizados:
🩰 Primera parte: Cobra
Narrativa barroca, fragmentada, performativa.
“Pestañas postizas, corona, lentes de contacto amarillos, polvos en el cuerpo, arabescos en las tetas, alas de mariposas, pigmentos en el vientre y las nalgas, olores de azafrán, una palmada en el glúteo y una pastilla de librium.”
Este fragmento describe a Cobra como una figura compuesta, artificial, casi alquímica. El lenguaje no narra: invoca. Cada adjetivo es un pigmento en el lienzo de la identidad. Sarduy convierte la descripción en una ceremonia de exceso.
Otro ejemplo:
“De las uñas brotó una violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.”
Aquí, el cuerpo se descompone en metáforas. La narrativa se vuelve orgánica, grotesca, casi pictórica. Cobra no sufre: se transforma.
🧘 Segunda parte: Teresina
Narrativa más lineal, pero igualmente barroca. Introduce el budismo, la reencarnación, el ascetismo.
Aunque los fragmentos son menos accesibles en línea, se sabe que esta parte incluye escenas como:
Teresina meditando en un monasterio, rodeada de discípulos que repiten mantras y se someten a rituales de purificación.
Cobra reapareciendo como figura espectral, símbolo de la identidad disuelta.
La narrativa aquí se vuelve más contemplativa, pero no menos exuberante. Sarduy describe los rituales budistas con el mismo exceso barroco que aplicaba al maquillaje de Cobra. El lenguaje sigue siendo performativo, pero ahora busca el vacío, no el artificio.
***
Sarduy divierte, arrastra,
provoca, asombra, seduce... El más representativo, el más dotado y también el
más raro de los 'nuevos novelistas'. (F. Wagener. Le Monde.)Dos relatos
entrecruzan sus voces en esta novela.El primero narra la vida de Cobra, un
travesti, la transformación compulsiva de su cuerpo, su pasión que quizás
compensarán sus breves apariciones de Reina, en el Teatro Lírico de Muñecas.
Ritual cuya equivalencia buscaríamos en vano en Occidente y que sólo igualan la
devoción y el rigor con que los actores se transforman durante días enteros en
los teatros religiosos de la India, donde, una vez en posesión de sus trajes
(aún fuera de escena) son venerados o temidos.La Señora, celestinesca, y Pup,
enana blanca ocurrente y parlanchína (un doble miniaturizado de Cobra)
auspician las metamorfosis.En el segundo relato Cobra es iniciado a lo que es
quizás una banda de cuatro 'black jackets' que han adoptado nombres-fetiches
(Tundra, Escorpión, Totem y Tigre) y cuyas ceremonias baratas conforman un
sueño... o a una secta de lamas tibetanos que se esfuerzan, lejos de las
fuentes, por dar vida a sus ritos. Aventura cuyo decorado es el de los
suburbios parisienses o el de los paisajes de la pintura china. La búsqueda de
todos es la del erotismo, ausencia donde surge la muerte: la de Cobra, cuyos
funerales se celebran en un sótano húmedo de Amsterdam, según los ritos del
Libro Tibetano de los Muertos.Finalmente, el Diario Indio -concluído en un
monasterio budista de Nepal- traza la parábola de un vjaje y la culminación del
diálogo que toda la novela escucha: Oriente/Occidente.Serpiente Sagrada, Cobra
es un anagrama de Copenhague, Bruselas y Ámsterdam, el nombre de un grupo de
pintores, el verbo cobrar... un eco de 'barroco' y de
'Córdoba'. Cobra
Severo Sarduy
COBRA I
TEATRO LIRICO DE MUÑECAS I Y
IIENANA BLANCA I Y IIA DIOS DEDICO ESTE MAMBOLA CONVERSIÓN¿QUÉ TAL?
TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS
I
Los encerraba en hormas desde
que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños
sucesivos de agua fría y caliente. Los forzó con mordazas; los sometió a
mecánicas groseras. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos
acortaba, retorciéndolos con alicates; después de embadurnarlos de goma arábiga
los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.Intentó
curetajes.Acudió a la magia.Cayó en el determinismo ortopédico.
Cobra. Dios mío —en el tocadiscos,
como es natural, Sonny Rollins— ¿por qué me hiciste nacer si no era para ser
absolutamente divina? —gemía desnuda, sobre una piel de alpaca, entre
ventiladores y móviles de Calder—. ¿De qué me sirve ser reina del Teatro Lírico
de Muñecas, y tener la mejor colección de juguetes mecánicos, si a la vista de
mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos?Tomaba un sorbo de la
“piscina” —ese jarrón en que la Señora, para compensar los rigores del verano y
la práctica reductora, le servía un sirope de frambuesa con hielo frappé—, se
alisaba las enmarañadas fibras de vidrio, con un cartabón milimétrico, se medía
los rebeldes y atacaba otra vez el “Dios mío, por qué...”, etc.Empezaba a
transformarse a las seis para el espectáculo de las doce; en ese ritual llorante
había que merecer cada ornamento: las pestañas postizas y la corona, los
pigmentos, que no podían tocar los profanos, los lentes de contacto amarillos
—ojos de tigre—, los polvos de las grandes motas blancas.Aun fuera de la
escena, una vez pintados y en posesión de sus trajes, la Reina era obedecida, y
huían por los pasillos o se encerraban en las alacenas y salían embarrados de
harina los criados a la bigotuda aparición de un Demonio.Rauda, desgreñada,
reverso del fasto escénico, la Señora se deslizaba en pantuflas de Mono Sabio,
disponiendo los paravanes que estructuraban aquel espacio décroché, aquella
heterotopia —fonda, teatro ritual y/o fábrica de muñecas1,
quilombo lírico— cuyos elementos sólo ella salvaba de la dispersión o el
hastío. Surgía en la cocina, en el humo anaranjado de una salsa de camarones,
corría por los camerinos llevando un plato de ostras, preparaba una jeringuilla
o mojaba en laca un peine para retorcer un bucle recalcitrante.Iba y venía pues
la Buscona, como les decía hace un párrafo, por los corredores de aquel caracol
de cocinas, cámaras de vapor y camerinos, atravesando en puntillas las celdas
oscuras donde dormían todo el día, presas en aparatos y gasas, inmovilizadas
por hilos, lascivas, emplastadas de cremas blancas, las mutantes. Las redes de
su trayecto eran concéntricas, su paso era espiral por el decorado barroco de
los mosquiteros. Vigilaba la eclosión de sus capullos, la ruptura de la seda,
el despliegue alado. El Museo Guggenheim, con sus rampas centrífugas, era menos
mareante que éste, turbio y reducido a un solo estrato, que con su diurno
deambular animaba la Alcahueta: castillo circular aplastado, “laberinto de la
oreja”. Con un algodón empapado en éter calmaba a las sufrientes, daba un gin
tonic a las sedientas, y a las que impacientaba la espera entre compresas de
terebentina ardiendo y emplastes de hojas machucadas, su consejo predilecto:
sean brechtianas.Regía trenzando moños, reduciendo con masajes de hielo aquí un
vientre, allá una rodilla, alisando manazas, afinando con inhalaciones de cedro
los vozarrones rebeldes, disimulando los pies irreductibles con una plataforma
doble y un tacón piramidal, distribuyendo aretes y adjetivos.Cobra era su logro
mejor, su “pata de conejo”. A pesar de los pies y de la sombra —cf.: capítulo
V—, la prefería a todas las otras muñecas, terminadas o en proceso. Desde que
amanecía escogía sus trajes, cepillaba sus pelucas, disponía sobre los sillones
Victorianos casacas indias con galones de oro, gatos vivos y de peluche;
ocultaba entre cojines, para que la sorprendieran a la hora de la siesta,
acróbatas de cuerda y encantadores de serpiente que al ser tocados ponían en
marcha un Vals sobre las olas con chirridos baritonales, de flautilla de
lata. Luego se entregaba a la contemplación del retrato gigante que, enmarcado
entre banderolas rojas, presidía con su ampliación en colores aquel
aposento.
Estimadas lectoras:sé que a
estas alturas no os cabe la menor duda sobre la identidad del personaje allí
desmesurado: claro, era Mei Lan Fang. Aparecía el octogenario impersonator
de la Ópera de Pekín en su caracterización de dama joven —la coronaba una cofia
de cascabeles— recibiendo el ramo de flores, la piña y la caja de tabaco del
viril presidente de una delegación cubana.Ya cuando cada rizo estaba en su
lugar, entonces la Madre concertaba encuentros, cumplimentando las peticiones
de los más insistentes y manisueltos, espaciando los horarios de las más
solicitadas, tramando coincidencias en las celdas de las menos. A estas
últimas, para corregir una vez más las leyes naturales y salvar el siempre
incierto equilibrio entre la oferta y la demanda, daba sus mejores consejos y
descubría las debilidades de cada cliente: sabían las malhadadas quién era foot
adorer y ante quién había que bailar una javanesa en traje de Mata Hari y
poniéndose un lavado.
La escritura es el arte de la
elipsis: en vano señalaríamos que de todas las agendas era la de Cobra la más
frondosa. La seguían la Dior en ramos de orquídeas recibidos sin remitente, la
Sontag en joyas de Cartier y mesas reservadas en Maxim’s, la Cadillac en el
número de horas que la habían esperado convertibles cola de pato con choferes
negros vestidos de blanco y en el resto de agasajos que, antes de que envíe la
tarjeta de visita, ya han presentado a un hacendado sudamericano.Lo que sí
merece mención es que los fervientes de Cobra no se amotinaban más que para
adorarla de cerca, para permanecer unos instantes en su muda contemplación. Un
londinense, paliducho importador de té, le trajo una noche tres tamborines para
que a su ritmo ella, cargada de pulseras, de címbalos, de antorchas y arcos, le
impusiera los pies, como Durga al demonio convertido en búfalo.Algunos,
serenos, pedían besarle las manos; otros, más turbados, lamer sus ropas; unos
pocos, dialécticos, se le entregaban, suprema irrisión del yang.La Buscona
acordaba citas por orden de certidumbre en el éxtasis: los contemplativos y
espléndidos la obtenían para la misma noche; los practicantes y agarrados eran
postergados por semanas y sólo tenían acceso al Mito cuando no había mejor
postor....Caía en un sillón, de golpe, la Madre, rendida. Le echaban fresco.
Aun allí seguía dirigiendo la mise-en-scène, el tráfico de tarimas y atuendos
entre el espectáculo visible —donde ya cantaba la Cadillac— y el teatro
generalizado en los sucesivos aposentos.
La escritura es el arte de la
digresión. Hablemos pues de un olor a hachís y a curry, de un basic english
tropezante y de una musiquilla de baratijas. Esa ficha señalética es la del
indio costumista, que tres horas antes de que se descorrieran los telones del
show llegaba con su cajita de pinceles, sus minuciosos frascos de tinta y “la
sabiduría —decía el propio enturbantado, de perfil, mostrando su único arete—
de toda una vida pintando la misma flor, dedicándola al mismo dios”.Iba pues
decorando las divas con sus arabescos teta por teta, que éstas, por redondas y
turgentes, más fáciles eran de ornar que los pródigos vientres y nalguitas
boucherianas, rosa viejo con tendencia al desparramo. Desfilaban las
divinidades roncas ante el inventor de alas de mariposa y allí permanecían
estáticas, el tiempo de repasar sus canciones; aplicado, el miniaturista in
vivo de las heladas reinas de grandes pies iba encubriendo la desnudez con
orlas plateadas, jeroglíficos de ojos, arabescos y franjas de arcoiris, que
según la inserción y el aguaje las adelgazaban o no; disimulaba de cada una las
desventajas con volutas negras y subrayaba los encantos rodeándolos de círculos
blancos. En las manos les escribía, con azafrán y bermellón, los textos de
entrada a escena, los más olvidables, y el orden en que debían recitarlos, y en
los dedos, con diminutas flechas, un esquema de sus primeros desplazamientos.
Dejaban al encargado de asuntos exteriores, de la cabeza a los pies hechas para
el amor, tatuadas, psicodélicas todas. La Señora las revisaba, les pegaba las
pestañas y una etiqueta OK a cada una y les daba una nalgada y una pastilla de
librium.
La escritura es el arte de
recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el artífice himalayo, como se
dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién planchado y viril traje
cruzado color crema —en la corbata de seda una torre Eiffel y una mujer desnuda
acostada sobre el letrero Folies Cheries.No. La escritura es el arte de
restituir la Historia.El orfebre dérmico luchó en la corte de un marajá, cerca
de Cachemira. Era maestro en llaves y en muecas —que desmoralizan al enemigo— ;
podía, esbozando una vuelta camera, caer sobre las manos y derribar con un
doble puntapié en el vientre a un agresor que embiste, o haciéndolo girar sobre
sí mismo, hundirle en la nuca el puñal con que ataca.Agitando un pañolón de
madras con la mano derecha le encajaba a un tigre camboyiano una jabalina en el
costado izquierdo.Creía en la sugestión, en la técnica del asombro y en que la
victoria es irrevocable si logramos asustar al adversario al aparecer; se
desfiguraba con parches y postizos, surgía ante los contrincantes boquiabiertos
con dos narices o con una trompa de elefante roja como un pimiento, suspendida
a la frente por un muelle. Aprendió de sus cotidianas encarnaciones en demonio,
el arte del tatuaje y las coartadas ventrílocuas, que hacen volverse al
rival.Había escapado de la revolución cachemira con lina maleta de joyas que
dilapidó en barcas floridas —los burdeles lacustres del norte— con enchapadas
de colorete, y en torneos fallados de antemano —lo aclamaron Invencible— contra
los campeones llegados de Calcuta; había animado una escuela de lucha en Benares,
y en Ceilán un despacho de infusiones en cuyos entablados, que se imbricaban en
espiral como los de una torre, venían a acostarse al anochecer, entre saquitos
de té, obesas matronas pintarrajeadas.Fue concesionario de especias en Colombo.
Huyó una noche, después de perder un pugilato. Las llamas fueron ganando, desde
las cuerdas que la afianzaban a la tierra, la carpa del circo que albergaba a
los vencedores.Su última proeza fue una fanfarronada en un pancracio de
Esmirna: sin concederse entreactos redujo a tullidos a seis campeones turcos.
Tan erguido, tan imperturbable permaneció cuando le asestaron un golpe, cuando
trepando de un salto sobre su vientre le tiraron los gigantes del pelo, como
quien escala un farallón asiendo lianas, y luego fue tal su acometida en el
lupanar en que, pasando por la piedra eunucos y mujerangas, celebró sus
trofeos, que la matrona —un griego obeso, montado en tacones y con una flor en
la cabeza—, ganada por la comezón filológica y para evocar a la vez su
verticalidad en la arena y su embiste licencioso, lo apodó Eustaquio.Pasó pues
a Occidente con ese nombre, lo único que conservó de sus andanzas
gimnásticas.Encubría bajo un delito benigno —traficante de apio—, su verdadera
infracción.Fue contrabandista de marfil en los rastros ju —dios de Copenhague,
Bruselas y Amsterdam; cultivó hasta la manía un inglés clásico y unos cabellos
negros y brillantes que, sobresaliendo de un bonete de gamuza verde, se
continuaban con una barba oficialmente oriental, peinada y lacia.Un espejo abombado
y otros doce más pequeños que lo rodeaban multiplicaron su imagen cuando entró
con una sirvienta mofletuda en una casa de muros y puertas blancos que cerraban
aldabones negros.Por las ventanas ojivales rondeles de vidrio opaco filtraban
un día gris y húmedo. De un baúl sienés sobresalía un tapiz flamenco. Colgaban
de las vigas arenques ahumados y racimos plateados de ajo. En una mesa había
una balanza y una biblia abierta cuyas iniciales eran hipogrifos mordiéndose la
cola, sirenas y harpías; entre las letras saltaban liebres. Junto al libro un
reloj de arena. Reflejo de un vaso de vino, temblaba sobre el mantel una línea
transparente y roja.En un estante, tras unos frascos de cereza en aguardiente,
la sirvienta escondió una bolsa de florines.
La escritura es el arte de
descomponer un orden y componer un desorden.La Señora había descubierto al
indio entre los vapores de un baño turco, en los suburbios de Marsella. Quedó
tan estupefacta cuando, a pesar del vaho reinante, distinguió las proporciones
con que Vishnú lo había agraciado que, sin saber por qué —con estos
jeroglíficos, y sin revelarnos que lo son, nos asombra el destino— pensó en
Ganecha, el dios elefante.Aprovechemos esos vapores para ir disolviendo la
escena. La siguiente se va precisando. En ella vemos al pugilista en plena
posesión de su pericia escriptural, “que vela sin vestir y orna sin ocultar”,
aprestando para el espectáculo a las modelos del Teatro Lírico de Muñecas.Con
tanto capullo en flor, tanta guedeja de oro y tanta nalguita rubensiana a su
alrededor, está el cifrador que ya no sabe dónde dar el cabezazo; intenta una
pincelada y da un pellizco, termina una flor entre los bordes que más dignos
son de custodiarla y luego la borra con la lengua para pintar otra con más
estambres y pistilos y cambiantes corolas. Se arremolinaban a su alrededor las
Spaventosas y con la abertura de las tintas comenzaba el correteo. A medio
vestir, bostezantes y empapadas, lo esperaban las hadas con nuez echando
ansiosas partidas de tute y tomando cerveza en lata. Era tal la cumbiamba que
reinaba en los vericuetos del Templete que la Señora ya no sabía cómo intimidar
a las meninas para que no perdieran el self-control según aparecía Eustaquio el
Sabrosón.Llegaron a organizar batallas navales en la bañera, que eran
chapaleteos y sumergidas introducciones; las “guerras floridas” arruinaron el
mobiliario art nouveau de la Matrona.Hasta un día.Apareció la Señora, con una
escoba de yarey en la mano y tan amarilla de ira que parecía una azafata
asiática. Tres juguetones, en paños menores, se habían envuelto en un cubrecama
rojo: “a pachanga de amor felpa de vino” —jaraneaba Eustaquio—. La Cadillac,
que repasaba su lección de bel canto en medio del retozo, no se dio por
enterada: apretó el timbre de alarma y siguió vocalizando.Acometió la biliosa
contra el envoltorio espasmódico como si fuera a apagar un fuego; arremetía con
la devoción de quien flagela un penitente blandiendo una disciplina de
perdigones en las puntas.Oyó una saeta. Sintió en la boca un esponjazo de
vinagre. Con una mano abierta se golpeó la frente.
Iba / descalza, arrastrando incensarios, /
virriajada con cruces de aceite negro, / en hábitos carmelitas, de saco, un
cordón amarillo a la cintura, / envuelta en damascos y paños blancos, con un
sombrero de alas anchas y una vara, / desnuda y llagada, bajo un capirote.
Atravesaba / corredores encalados, con barcos de madera suspendidos al techo y
lámparas de plata en forma de barco, / capillas octogonales de altas cúpulas,
torbellinos de ángeles de yeso cuyas paredes soportaban estantes cargados de
coronas, brazos y corazones de oro, cabezas que se abrían mostrando una hostia,
tubillos de cristal con ceniza. En una custodia brillaba un amuleto funerario
en cuyo círculo central, protegidos por dos cristales tallados, rodeados de
cuentas de ámbar, se apilaban huesecillos porosos —dientes de niño, cartílagos
de pájaro—, de bordes afilados, que ataba un cintillo de seda con iniciales
góticas y nombres alemanes en tinta negra. En la sacristía los monaguillos
jugaban a las barajas. Sobre una despensa de madera, entre opacos jarrones y
panes envueltos en servilletas blancas, relucían tres vasos de plata.
Se encontró en una plaza.El
suelo estaba inclinado. Sobre un arco de piedra, águilas de oro, yugos, haces de
flechas, intrincados nudos.La rodeaban en trance los devotos, orando,
fustigándose a sí mismos, sonando matracas.
MÚSICA SEVILLANA
La Señora —encerrada en paño crudo,
autosacramental, torquemadesca—: ¡Mal convertidos! —y un escobazo— ¡Posesos!
—se persignó tres veces, escupió el envoltorio de pana roja, se dio un golpe de
pecho—. ¡Sabandijas emponzoñadas! —roció con aguardiente la trinidad
encapuchada: no encontró alcohol—. ¡Ardan, cuerpos hirvientes de gusanos!El
capirote de tres picos:...................
Cuando volvió en sí la Señora,
dejó salir del envoltorio a tres tumefactos avergonzados: el indio, of course,
Zaza y Cobra: —A partir de esta noche— logró articular jadeante, dirigiéndose a
la Cadillac, que interrumpió entonces sus gorgoritos —, usted será reina del
Teatro Lírico de Muñecas. Ha demostrado con su ejemplo que en arte, si se
quiere llegar a algo, hay que trabajar aunque no estén reunidas las condiciones
óptimas.Y usted —se limitó a ordenar al indio—, vístase y váyase. Dios mío
—añadió sollozando—, a esta casa la ha perdido la trompa de Eustaquio.
Lo cual no impidió que unos
días más tarde ya comunicara otra vez a las muñecas, el perverso, su nirvana:
penetraba entre florales contornos, las contemplaba retozar frente a un espejo
veneciano, rociándolas de jenjibre las despatarraba sobre una piel de bisonte,
desnudas pero coronadas por torres de plumas —ja eso nos llevará la decadencia
de Occidente!—, y se acostaba él boca arriba sobre la bestia, las caderas
flanqueadas por los cuernos, haciéndose de rogar, oliéndolas, prolongando los
preámbulos. Lento, parsimonioso, con alambicadas cortesías las atraía sobre sí:
mientras penetraba el cuerno medio los laterales iban rasgando. No se sabía de
qué gemían, ni cuando pedían más, qué darles.
Del techo colgaba, toda
desvencijada, una red de alambre y de cables en cuyos extremos pendían zócalos,
círculos rojos de papel celofán y un bombillo roto y chispeante.
La escritura es el arte del
remiendo. De lo que precede se infiere que:si el indio es tan priápico y
gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos la
desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la
torturante contemplación de sus dones, que lo es mucho más si se tiene en
cuenta el desabotonamiento que impera en la farándula
AHORA BIEN:1. sin pintura
corporal no puede tener lugar el espectáculo; éste, y aun sobornándolos con
crecientes gratificaciones, es el atuendo mínimo que exigen los agentes de la
“mundana”; de nada valdría recurrir a los otros, a nadie le interesan;2. sin
“cuadros plásticos” no hay clientes, ni sin ellos puede mantenerse la fábrica
de muñecas, que sólo de subsidios, si bien interesados generosos, vive;3. sin
fábrica de muñecas, su tema —la Señora: Ah, porque la literatura aún necesita
temas... Yo (que estoy en el público): Cállese o la saco del capítulo— no puede
continuar este relato.
ERGO:El indio tiene que ser
como en su primera versión. Y de hecho así es.¡Sólo un tarado pudo tragarse la
a todas luces apócrifa historieta del pugilista que, de buenas a primeras,
aparece en un cuadro flamenco y renuncia a su fuerza de macho de pelo en pecho
nada menos que para encasquetarse un bonete verde y ponerse a traficar
florines! ¡Vamos hombre!Es cierto que Eustaquio amenizó la corte de un marajá,
pero, como era de esperarse, en tanto que bailarina desnuda y coreógrafo
ritual; es cierto que peina “seda de caballo”: la guarnece de claveles —que se
pega con scotch tape— para bailar bulerías.Tampoco nos faltan datos de su
periplo occidental. Consignaré sólo uno: se le identificó a bordo de “La
Neutral”, una casa de gomas y trucos del Barrio Chino de Barcelona. Cataba
preservativos y bulbos para cánulas; fabricaba, en caucho pintado, vómitos,
excrementos y lombrices que saltan de un habano. El emblema de ese expendio,
como ella cacofónico, pudo ser el de su vida: MARAVILLAS DE ASCO CÓMICO.Si se
pasea impunemente entre las bambolonas es porque, como suele suceder, ha puesto
entre paréntesis sus vehículos somáticos. Aunque para el placer bastan los
bordes —Lacan se lo explicó un día—, poco disfruta de los suyos el as del
ramillete.
Restablecido el orden en el
departamento de pictogramas, el indio acaba de cubrir a las coristas de
pistilos plateados, alas de mariposas melanesias, ramas de almuérdago, plumas
de pavo real, monogramas dorados, renacuajos y libélulas, y a Cobra —que es
otra vez reina— de pájaros del trópico asiático irisando la frase “Sono
Assoluta” en indi, bengali, tamil, inglés, kannala y urdú.Ensaya nuevos tintes
en su propia cara, se alarga los ojos, para ser más oriental que nature; un
rubí en la frente, sombra en los párpados, perfume, sí, se perfuma con Chanel
Eustaquio y se desvanece, danzante, por el pasillo.Un timbre.Ábrense los
telones del show.Que luego tornaré a contaros. II
Anclas planas la fijaban a la
tierra: dejaban que desear los pies de Cobra, “eran su infierno”. Los encerraba
en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba
con baños sucesivos de agua fria y caliente. Fabricó, para meterlos, armaduras
de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; los forzó con
mordazas; los sometió a mecánicas groseras; después de embadurnarlos de goma
arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones
florentinos.Intentó curetajes.Acudió a la magia.Cayó en el determinismo
ortopédico.Un mediodía en que, vencidas las cambreras, indagaba en los ficheros
de la Biblioteca Nacional, creyó encontrar la solución en el “Méthode de
réduction de testes des sauvages d’Amérique selon l’a veue Messire de
Champignole serviteur du roy”. En el burlesco se corría que había fletado
un comando para investigar el procedimiento in situ, sobornado etnólogos,
hipotecado su alma; se aventuró que todo lo pagaba la CIA y no era más que una
maquinación de su doble —la Cadillac— para arruinarla por la base y sustituirla
definitivamente en el Teatro Lírico de Muñecas.
Un vaho verdoso, de alcanfor,
emanaba del tugurio de Cobra, arabesco que se iba ensanchando hasta abrirse en
una banda espiral, nebulosa, en un caracol que se expandía, de menta.
Encerrados en frascos transparentes por todas partes retoñaban cepos, hojas
anchas y granulosas, retorciéndose, pestilentes arbustos enanos, flores
enfermas cuyos pétalos roían larvas diminutas y brillantes, heléchos estrujados
que en los pliegues albergaban huevecillos translúcidos, en multiplicación
constante. De lo estilizado vegetal art nouveau el cubículo había pasado a la
anarquía yerbera —buscaba sin tregua los zumos, el elixir de la reducción, el
jugo que achica—. En las gavetas de una consola y sobre un diván turco se
abrían robustas alcachofas que iba ganando una vellosidad blanca; en vasos de
Lalique el formol conservaba raíces machacadas y cogollos, bagazos en que
habían quedado prendidas grandes hormigas rojas. Búcaros y globos de lámparas,
al revés, protegían de la luz la germinación de los cotiledones; una motera de
nácar conservaba semillas en alcohol, otras, de carey, manteca de majá, resina
de caoba y nuez vómica.El cuarto de baño abastecía ese laboratorio. En
palanganas de porcelana, donde ya la generación espontánea había prodigado
gusarapos, renacuajos y —la Naturaleza es fanfarrona en sus milagros— hasta
sapos, proliferaba un berro negro, de gajos espesos, verdolaga sensible que
cerraba sus hojas al menor contacto y cuyos ramilletes ya iban cubriendo el
bidet, un sillón blanco de la Knoll —regalo de Eero Saarinen— y la jabonera.La
bañera: un campo de caña fístula, un Nilo floreado y cóncavo. Bajo el lavabo,
en un plato mozárabe fermentaban granadas, habas que ya tenían hijuelos y unos
granos rayados en espiral, frisados como almendras, cuya leche, al agriarse,
iba tapizando los polígonos estrellados de una pelambre amarillenta.Invadidos
por la sarna vegetal los timbres de la puerta y el teléfono filtraban toda
señal del exterior, toda llamada al orden.Por la noche se oía un murmullo
continuo: era el movimiento vibratorio de los gusarapos.—¡Pronto habrá
cocodrilos! —exclamó la Señora (se tapaba la nariz con un algodón embebido en Diorissimo)
y huyó por el pasillo cuya alfombra ya amenazaba el verdín de la jungla.La
acusaron de bruja,de yerbera,de criar en su cuarto un jabalí.No le importó.
Pasaba el día descifrando herbarios; la noche hirviendo cuescos. Había iniciado
a la Señora y la alquimia verde no les daba tregua: vivían entre latinazos,
exprimiendo raíces y co —riendo gajos; del extracto diario, en rigurosas
cataplasmas— seguras de poseer el jugo que achica —, padecían los pies de
Cobra. Al levantarse los descubrían con la cautela de quien desentierra un
juguete etrusco. Según las quebraduras del emplasto y la configuración astral
regente— que la Señora calculaba con una efemérides cuya bóveda celeste
presentaba amagos de hongos —decidían el próximo menjurje. Neptuno en Piscis,
había declarado una noche la Señora, auspicia el decrecimiento, la contracción
de la base, el despegue.Por la vía astral iban pues sobre ruedas. Pero la
impaciencia es mala consejera. Una mañana se oyeron gritos en la célula de
Cobra. El maquillista —un indio ex campeón de lucha grecolatina— derribó la
puerta de un empujón. Acudió la Señora. Lo que vieron los dejó anonadados. Se
había suspendido la reina, al techo, por los pies, ahorcado al revés: cadenas
de cimarrón la colgaban por los tobillos al zócalo de una lámpara. Era un
murciélago albino entre globos de vidrio opalescente y cálices de cuarzo.
Formando meandros, sus cabellos caían entre los tallos de cerámica, quemándose
en los gladiolos transparentes de las pantallas. El tintineo del colgajo era el
de un móvil japonés a la salida de un monasterio en llamas.—¡Hija de Popea!
—fue cuanto atinó a exclamar, ulcerada, la Señora.—El flujo linfático —contestó
acezante el ángel volcado—, invariable si permanecemos de pie, alimenta y
fortalece los tobillos, endurece la esponja del tarso, circula por las falanges
y termina desarrollando las uñas, robusteciendo los dedos, afianzando el arco y
aumentando por consiguiente la superficie cuadrada de la planta y cúbica de la
extremidad entera.Cuando lograron desprenderla de aquel andamio floral, estaba,
la infeliz, que daba grima. Había perdido el sentido del equilibrio y, al
parecer, también el equilibrio de los sentidos.Como a toda revolución, sucedió
a ésta un régiMEN de sinapismos draconianos. Poco cedieron los pies: con
hinchazones respondían a ungüentos, a fricciones con roncheras y eczemas.
Trabajosamente se desplazaba Cobra en escena. Es verdad que el papel de reina
era más bien estático. Sudaba la gota gorda el ángel caído. Le retumbaban sus
propios pasos hasta la cabeza. Las planchas eran tamboras sobre las que caían
garzas muertas.La picazón la roía —"lepra perniciosa”— ; según estallaba
el disco de aplausos corría tras los bastidores —a esos abismos terapéuticos
había llegado— a chapaletear en una palangana de hielo. Calzaba otra vez los
coturnos imperiales y volvía al tablado, más fresca que una lechuga. A las
sorpresas térmicas respondieron los invasores con grandes maniobras: de las
uñas brotó un violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de
obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.A ese
morado lezamesco sucedieron grietas en el tobillo, urticaria y luego abscesos
subiendo de entre los dedos, llagas verdinegras en la planta. Una mañana, al
renovar la cataplasma nocturna, la Señora arrancó postillas. Entonces los
dejaron al aire libre, a sol y sereno, a la propia gravedad de sus texturas.
Viendo que así no empeoraban volvieron a creer en la Naturaleza y proscribieron
su perversión y mezquindad: la Ciencia. Quemaron los tractatus, botaron
semillas y yerbas fétidas, lavaron los búcaros, rasparon la bañera, dieron
lejía a los muebles.Abrieron las ventanas.Hicieron de cada comida “un banquete
de legumbres frescas” —Helena Rubinstein— ; evitaron café y ajenjo.Tomaban al
día seis vasos de agua.
Pronto comprendieron su
presunción. El mal carcomía por dentro. Los invadió una erupción blanca, una
escarcha que iba ascendiendo, sarna arborescente que formaba en los tobillos
dibujos coptos. Flores palúdicas, naves perforadas: los pies de Cobra iban al
caos.La Señora se escondía en los baúles de ropa sucia, huía del salón, con la
cara tiznada, y se sentaba en el bidet a llorar durante horas. Lloraban las dos
por turno; se iban decolorando, consumiendo, lagartos en salmuera, lirios en
biblia.Se daban ánimo:—Dios aprieta pero no ahoga —Cobra.Y la Matrona, muy
décontractée: —¿Has visto, querida, qué amor de calcañar derecho?Pero sabían
que mentían, que el morbo corría, que las pústulas proliferaban a cada
noche.Los dioses no escatiman su ironía: mientras más se deterioraban, mientras
más se pudrían los cimientos de Cobra, más bello era el resto de su cuerpo. La
palidez la transformaba. Sus crespos rubísimos, de cáñamo, caían —espirales
prerrafaelistas— descubriendo sólo una mitad de la cara, un ojo que agrandaban
líneas azules, moradas, diminutas perlas.
Capitularon.Se dieron
finalmente, las dos, a la resistencia pasiva. Practicaban la no intervención,
el wouwei. Para ello, como los antiguos soberanos chinos, adoptaron
grandes sombreros de los cuales caía una cortina de perlas destinada a
cubrirles los ojos. Llevaban orejeras. Obturando esas aberturas se cerraban al
deseo. No tocaron más a los enfermos ni los nombraron; los exilaban con
perífrasis barrocas: fueron el Nilo —por sus crecidas periódicas—, el Ocupante,
el Insumergible. Imperturbables ante los nuevos síntomas, se acercaban cada vez
más a la ataraxia por medio de la alquimia interior y la respiración
embrionaria.Cuando liberaban los sentidos era para entregarse al estudio de las
tablas de correspondencia. Si Cobra se alimentaba de rocío y emanaciones
etéreas del cosmos, si se tapaba la nariz con un algodón formolado entre el
mediodía y la medianoche, fosa del aire muerto, era para desalojar al demonio
cadavérico que se había apoderado de su tercer campo de cinabrio —bajo el
ombligo y cerca del Mar del Aliento—, ser maléfico, apostado en los pies, que
la vaciaba de esencia y médula, le desecaba los huesos y blanqueaba la
sangre.El error que habían cometido estaba previsto por la higiene taoísta: el
“gusano” se alimentaba precisamente de plantas de olor fuerte.Por la noche,
mientras la Madre dormía, Cobra “paseaba al homúnculo”. Así había visualizado,
siguiendo los consejos de la Materia Médica, al soplo de los Nueve
Cielos. Entraba por la nariz el enano y, conducido por la visión interior, que
no sólo ve sino ilumina, recorría todo el cuerpo, deteniéndose largamente en
los pies para reforzar los espíritus guardianes; luego se retiraba por el
Palacio del Cerebro.Viendo que empalidecía, la Señora la rodeó de drogas
superiores. Alrededor del sofá circular en que yacía, blanca como una grulla,
dispuso platillos de esmalte rojo con bermellón, oro, plata, los cinco hongos,
jade, mica, perlas y oropimente. En una tableta de bambú, que luego dividieron
en dos, redactaron un contrato con los dioses: prometían respetar la gimnasia,
la higiene sexual y la dietética; exigían en cambio la cura y reducción
inmediatas. Con esa escritura como talismán, la Señora subiría a la montaña;
parado sobre una tortuga y surgiendo entre jinjoleros, un Inmortal le
entregaría en un cofre de laca el producto de la novena sublimación; éste,
debidamente aplicado, operaría el milagro.Los Innombrables no fueron del todo
insensibles a esa mística. Se hicieron húmedos, mansos, porosos. Sudaban un
líquido incoloro, agua de lluvia que al secarse dejaba un sedimento verde. En
él aparecieron islotes más densos, colonias espesas, respirantes conglomerados
de algas. Los poros se dilataron. La transpiración cesó. Cobra tuvo
fiebre.
Una noche, obturados los
sentidos, cerrada a la distracción exterior pero alerta al espacio de su
cuerpo, Cobra sintió que los pies le temblaban; unos días después, que algo se
le rompía en los huesos; la piel se dilataba.
Abandonaron sombreros y
orejeras.Pasaron la noche observándolos.
Al amanecer brotaron flores.
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