viernes, 30 de junio de 2023

MARGUERITE DURAS EL AMANTE Traducción de Ana M.a Moix FRAGMENTO





 Marguerite Duras, hija de franceses, nace en Indochina en 1914. Su padre, profesor, muere cuando ella tiene cuatro años, y la familia vive en la estre­chez. En 1932. se traslada a París donde estudia De­recho, Matemáticas y Ciencias Políticas. En 1943 publica la primera de sus veinte novelas. A partir de entonces, no abandona ya ninguna de las vías de expresión en las que hace incursión: la escritura, el cine, el teatro. De su inagotable producción narrativa, siempre especulativa, destacamos, por ejemplo, Moderato cantabile. El vicecónsul. El arrebato de Lol V. Stein, Los ojos azules pelo negro, Emily L., Los caballitos de Tarquinia, El amor, Destruir, dice y El amante de la China del Norte (Andanzas 19. 26, 43, 45, 67, 95, 118, 147 y 153). Tras una profunda crisis psíquica marcada por el alcoholismo, tres obras maestras, en las que afina defi­nitivamente su escritura, nacida toda ella del deseo: El hombre sentado en el pasillo, El mal de la muerte (La sonrisa vertical 34 y 40) y El amante, su novela más conocida sobre la que el célebre cineasta francés Jean-Jacques Annaud se basó para realizar la película que lleva el mismo título.

 

 



El amante

 

 



Marguerite Duras,

 adolescente, en el período que ella reconstruye en este libro.

 

 

Marguerite Duras se convierte de la noche a la mañana, con El amante, en una autora solicitada por todos los públicos. Y, además, recibe poco después, en noviembre de 1984. el prestigioso Premio Goncourt. A todos emociona sin duda esta narración autobiográfica en la que la autora expresa, con la intensidad del deseo, esa historia de amor entre una adolescente de quince años y un rico comer­ciante chino de veintiséis. Esa jovencita bellísima, pero pobre, que vive en Indochina, no es otra que la propia escritora quien, hoy, recuerda las relaciones apasionadas, de intensos amor y odio, que desgarra­ron a su familia y, de pronto, grabaron prematura­mente en su rostro los implacables surcos de la ma­durez. Pocas personas —y en particular mujeres— permanecerán inmunes a la contagiosa pasión que emana de este libro.




MARGUERITE DURAS

EL AMANTE

Traducción de Ana M.a Moix

 

 TUSQUETS

EDITORES

Título original: L'amant

 

 

 

 

 

 

1.a edición: diciembre 1984

15.a edición: marzo 1992

16.a edición: abril 1992

17.a edición: mayo 1992

 

 

 

 

©   1984 by Les Editions de Minuit

 

 

 

 

Traducción de Ana M.a Moix

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

 

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A.  Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-215-8

Depósito legal: B. 16.858-1992

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.A. - Constitución, 19-08014 Barcelona

Impreso en España

 

Para Bruno Nuytten

Un día, ya entrada en años, en el vestí­bulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su ju­ventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado".

 

 

 

Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me fascino.

 

 

 

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinti­cinco años mi rostro emprendió un cami­no imprevisto. A los dieciocho años enve­jecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiem­po que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que exis­tía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizar­me seguí la evolución de ese envejeci­miento con el interés que me hubiera to­mado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también, que no me equivocaba, que un día aminoraría y em­prendería su curso normal. Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la épo­ca de mi viaje a Francia, quedaron impre­sionados al volver a verme, dos años des­pués, a los diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por supuesto, pero relati­vamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas se­cas, la piel resquebrajada. No se ha deshe­cho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.

Diré más, tengo quince años y medio.

El paso de un transbordador por el Me-kong.

La imagen persiste durante toda la tra­vesía del río.

Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos ha­llamos en la larga zona cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.

 

 

 Estoy en un pensionado estatal, en Saigón. Duermo y como ahí, en ese pensiona­do, pero voy a clase fuera, a la escuela francesa. Mi madre, maestra, desea ense­ñanza secundaria para su niña. Para ti ne­cesitaremos la enseñanza secundaria. Lo que era suficiente para ella ya no lo es para la pequeña. Enseñanza secundaria y después unas buenas oposiciones de mate­máticas. Desde mis primeros años escola­res siempre oí esa cantinela. Nunca imagi­né que pudiera escapar de las oposiciones de matemáticas, me contentaba relegán­dolas a la espera. Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias, futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes si­guieron cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía por delante. Recuerdo las clases de contabilidad de mi hermano menor. De la escuela Universal, cada año, en todos los niveles. Hay que ponerse al corriente, decía mi madre. Duraba tres días, nunca cuatro, nunca. Nunca. Cuando cambiábamos de destino abandonábamos la escuela Universal. Volvíamos a empezar en el nuevo. Mi madre aguantó diez años. Todo era inútil. El hermano menor se con­virtió en un simple contable en Saigón. Al hecho de que la escuela Violet no existiera en la colonia debemos la marcha de mi hermano mayor a Francia. Durante algu­nos años permaneció en Francia para estu­diar en la escuela Violet. No terminó. Mi madre no debió hacerse ilusiones. Pero no podía elegir, era necesario separar a aquel hijo de los otros dos hermanos. Durante algunos años no formó parte de la familia. En su ausencia, la madre compró la conce­sión. Terrible aventura, pero para noso­tros, los niños que nos quedamos, menos terrible de lo que hubiera sido la presencia del asesino de los niños de la noche, de la noche del cazador.

 

 

 

Con frecuencia me han dicho que la causa era el sol demasiado intenso durante toda la infancia.  Pero  no  lo he  creído. También me han dicho que era el ensimis­mamiento en el que la miseria sume a los niños. Pero no, no es eso. Los niños-viejos del hambre endémica, sí, pero nosotros, no, no teníamos hambre, nosotros éramos niños blancos, nosotros teníamos vergüenza, nosotros vendíamos nuestros muebles, pero no teníamos hambre, nosotros tenía­mos un criado y comíamos, a veces, es cierto,   porquerías,   zancudas,   caimanes, pero  tales porquerías  estaban  cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer. No, algo suce­dió cuando tenía dieciocho años que moti­vó que ese rostro fuera como es. Debió de suceder por la noche. Tenía miedo de mí, tenía miedo de Dios. Cuando amanecía, tenía menos miedo y menos grave parecía la muerte. Pero el miedo no me abandona­ba. Quería matar, a mi hermano mayor, quería matarle, llegar a vencerle una vez, una sola vez y verle morir. Para quitar de delante de mi madre el objeto de su amor, ese hijo, castigarla por quererle tanto, tan mal, y sobre todo para salvar a mi herma­no pequeño, mi niño, de la vida llena de vida de ese hermano mayor plantada enci­ma de la suya, de ese velo negro ocultando el día, de la ley por él representada, por él dictada, un ser humano, y que era una ley animal, y que a cada instante de cada día de la vida de ese hermano menor sembra­ba el miedo en esa vida, miedo que una vez alcanzó su corazón y lo mató.

 He escrito mucho acerca de los miem­bros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas.

 

 La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni lí­nea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la his­toria de una reducida parte de mi juven­tud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimien­tos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamen­te al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos los campos están abiertos, que no surgirá ningún obs­táculo, que lo escrito ya no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de ante­mano.

 

 Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese ros­tro premonitorio del que se me puso lue­go con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió  la función  que  no  tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se an­ticipaban al tiempo, a los hechos.

 

 Quince años y medio. La travesía del río. Al llegar a Saigón, viajo, sobre todo cuando cojo el autocar. Y esa mañana cogí el autocar en Sadec donde mi madre dirige la escuela femenina. Es el final de las vaca­ciones escolares, ya no sé cuáles. Fui a pa­sarlas a la casita de funcionaría de mi madre. Y ese día regreso a Saigón, al pensio­nado. El autocar de los indígenas salió de la plaza del mercado de Sadec. Como de costumbre mi madre me acompañó y me confió al conductor, siempre me confía a los conductores de los autocares de Sai­gón, por si acaso hay un accidente, un in­cendio,  una violación,  un  asalto  pirata, una avería mortal del transbordador. Como de costumbre el conductor me colocó cer­ca de él, delante, en el lugar reservado a los viajeros blancos.

 

 Debió de ser en el transcurso de ese viaje cuando la imagen se destacó y alcan­zó su punto álgido. Pudo haber existido, pudo haberse hecho una fotografía, como otra, en otra parte, en otras circunstancias. Pero no existe. El objeto era demasiado insignificante para provocarla. ¿Quién hu­biera podido pensar en eso? Sólo hubiera podido hacerse si se hubiera podido pre­sentir la importancia de ese suceso en mi vida, esa travesía del río. Pues, mientras tenía lugar, aún se ignoraba incluso su existencia. Sólo Dios la conocía. Por eso, esa imagen, y no podría ser de otro modo, no existe. Ha sido omitida. Ha sido olvida­da. No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido. A esa falta de haber sido to­mada debe su virtud, la de representar un absoluto, de ser precisamente el artífice.

miércoles, 28 de junio de 2023

BA I L E D E M Á S C A R A S M I J A I L L E R M O N T O V INTRODUCCIÓN




 BA I L E D E M Á S C A R A S

M I J A I L L E R M O N T O V

Ediciones elaleph.com

Editado por

elaleph.com

ã 2000 – Copyright www.elaleph.com

Todos los Derechos Reservados

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MIGUEL YUREVÍCH LERMONTOV

(1814-1841)

Años fecundos e inmortales debió vivir Rusia

cuando simultáneamente escribían geniales poetas como

Gogol, Pushkin, Lermontov, críticos como Belinski y

apuntaba el genial adolescente Fedor Dostoievski.

La gratitud, sentimiento poco común entre los

hombres, fue una de las cualidades preciosas de Miguel

Lermontov. Los que vemos con qué facilidad los

escritores saquean o desmedran a sus colegas sin tener la

gratitud de dar a conocer las fuentes inspiradoras, nos

admiramos de la valiente gratitud de Lermontov,

discípulo y continuador de Pushkin, que supo casi

jugarse la vida por defender su bandera civil y poética.

Talento fecundo y precoz, Lermontov no podía

adquirir un volumen independiente mientras Pushkin

como un astro absorbía la fama y el odio de sus

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contemporáneos. Cuando el autor de Boris Godunov

cae herido en el trágico duelo-asesinato, Lermontov sale

a defender la gloria del poeta y acusar a los asesinos.

En copias manuscritas reparte una elegía que fue

publicada en Rusia mucho más tarde, pero que se

transmite en seguida de mano en mano. Llega hasta el

conde Benkendorf, virtual jefe de policía del zar, que la

califica de «incitación a la revuelta».

En una de sus estrofas dice:

Vosotros, orgullosos descendientes

De antepasados conocidos por su cobardía.

Vosotros, cuyo servil talón ha hollado los restos

de familias maltratadas por el capricho de la fortuna.

¡Vosotros, que en ávida turba rodeáis al trono,

Verdugos de la Libertad, del genio y de la gloria,

Amparados a la sombra de la ley!

Vuestra turbia sangre no alcanzará siquiera

A lavar la justa sangre del poeta.

Con estos versos retadores que le cuestan el

confinamiento y que decidieron tal vez su trágico

destino, entra el poeta en el corazón de Rusia como el

heredero inmediato de Alejandro Pushkin.

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ELEMENTOS DE SU BIOGRAFÍA

De brevedad inverosímil, los veintisiete años de su

vida comienzan de esta manera.

Su madre: María Mijailovna Arséniev, perteneciente

a una opulenta familia aristocrática, se casa con el militar

retirado de escasos bienes Yuri Petrovich Lermontov, a

pesar de la oposición de su madre. Al poco tiempo nace

en la ciudad de Moscú, el 2 de octubre de 1814, Mijail

Yurevich Lermontov. El niño pierde la madre a los tres

años de edad y como el padre no gozara de la buena

voluntad de la abuela, que ama apasionadamente al

nieto, queda éste bajo su influencia y educación.

Desde niño crece en la residencia de su abuela, cerca

de la aldea de Tarjan. Asiste a los continuos roces

enemistosos entre su padre y su abuela, que dividen su

cariño y atormentan su niñez, reflejada más tarde en su

obra literaria.

Preparado por preceptores ingleses y franceses, que

le dieron múltiple instrucción, ingresa en el año 1828 a

los estudios regulares. Pero sus conocimientos son

superiores a los de sus profesores, y después de dos

años de choques continuos, en que manifiesta su

temprana y brillante erudición, abandona los estudios.

Intenta trasladarse a la Universidad de San Petersburgo,

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pero no obtiene éxito y decide elegir la carrera militar,

ingresando en 1832 a la escuela de los Caballeros de la

Guardia. Igual que Pushkin, comienza a escribir versos

desde muy temprano. Pronto es autor de El prisionero del

Cáucaso, Los Corsarios y otras obras que reflejan la vida y

las pasiones de los hombres del Cáucaso, ambiente que

conoció durante su infancia. Ya desde sus primeros

estudios el poeta adolescente demostró tener un gran

sentido moral de la vida, de la sinceridad de los

hombres, y reaccionó siempre con gran sensibilidad ante

la hipocresía y la bajeza de sus compañeros.

Los choques con sus maestros afinaron y

fortalecieron la conciencia de su talento. Muy temprano

escribe poemas, dramas, encendidas protestas en contra

de la esclavitud, llamados a la acción, motivos sobre el

dolor castrador de la soledad, temas que ocupan el

primer período de su creación y preocupan su corazón y

su mente.

El talento del lírico inglés, romántico y rebelde, que

entusiasma a todos los poetas de su tiempo, encuentra

en Lermontov, como encontró en Pushkin, a uno de sus

más fieles admiradores. El credo revolucionario de

Byron atrae a la juventud liberal revolucionaria de su

época; pero Lermontov, tanto como Pushkin, dueños

de una personalidad muy propia, no aparecen en las

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letras como simples imitadores del romántico inglés.

Conociendo la diferencia que lo separaba de Byron,

Miguel Yurevich afirma en un poema, al que pertenecen

estas estrofas:

No, yo no soy Byron, yo soy otro

Elegido también por fuerzas desconocidas,

Y, como él un vagabundo perseguido por el mundo,

Pero con el alma rusa...

El joven corneta del regimiento de Húsares de la

Guardia adquiere fama como poeta recién en el año

1837, con sus poemas acusadores de la sociedad en que

vivía, y penetrados de desprecio por la ruindad que lo

circunda. Su poema dedicado a Pushkin, La muerte del

poeta, terminó por inquietar a la corte del zar y

decidieron que su sospechoso autor debía ser confinado

a un regimiento de castigo del Cáucaso.

Allí se pone en contacto con los revolucionarios

liberales confinados después del fracaso de la revolución

decembrista de 1825 y traba amistad con A. Odoievski.

Ese año de permanencia en el Cáucaso es fecundo y

tiene una importancia decisiva en su obra. Las

vinculaciones de su abuela con figuras de la Corte le

permiten, después de varios pedidos, volver a San

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Petersburgo, en cuya sociedad vuelve a hallarse a

disgusto, pues cada vez es mayor el odio que le inspiran

los círculos del zar.

Anatematiza en sus poemas a esa multitud

interesada que rodea al trono, deseando con cada verso

romper la alegría frívola que lo rodea y arrojarle a los

ojos, valientemente, "poemas de hierro» templados de

amarguras y de odio.

En los años treinta y nueve y cuarenta escribe su

célebre trilogía novelada, El héroe de nuestro tiempo.

En 1840, tres años después que Pushkin fuera

retado a duelo por un contrarrevolucionario francés

refugiado en Rusia, Lermontov es retado también a

duelo por el hijo del embajador francés, acusado de

divulgar calumnias sobre su persona. Durante el duelo,

Lermontov tira al aire y su contrincante no pega en el

blanco. Aunque el entredicho pareció concluir

felizmente, las consecuencias fueron harto penosas para

el poeta. Después de analizar el duelo, un tribunal

militar decide condenar a Lermontov a un regimiento de

castigo. La intervención de su abuela nuevamente hace

que el confinamiento no sea tan riguroso, pero, con

todo, es trasladado a un regimiento del Cáucaso.

Allí vuelve a encontrarse con los revolucionarios de

su tiempo y conoce personalmente al que sería entonces

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el primer crítico de Rusia. El encuentro de Belinski con

el poeta fue inolvidable para ambos. En una carta que

escribió después de esta visita, Belinski dice:

«Hace poco estuve en la reclusión de Lermontov y

por primera vez hablamos de corazón a corazón. ¡Qué

profundo y poderoso espíritu tiene! ¡Con qué justeza

trata los problemas vinculados al arte y qué gusto puro y

profundo tiene... !»

Durante su permanencia en el Cáucaso, Lermontov

se ve obligado a participar en los choques de las tropas

zaristas en contra de los pueblos montañeses oprimidos.

Pero su conducta es rebelde y le gana el odio del zar

Nicolás I, que trata de deshacerse del poeta, ordenando

que lo ubiquen en la primera línea del frente. Rodeado

de intrigas y de persecusiones que van cercando su vida,

termina por ser ofendido y burlado por uno de sus

compañeros que lo reta a duelo y lo mata el 15 de julio

de 1841.

OBRA DEL POETA

La Revolución Francesa, saludada jubilosamente por

su pluma en varios poemas, como también el

movimiento revolucionario de julio de 1830, no

alcanzan a reponerlo de la desesperación motivada por

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la derrota de los decembristas de 1825. La generación de

los liberales revolucionarios no ve la posibilidad de una

nueva ofensiva en contra de la Rusia de la servidumbre

feudal. Un clima de depresión y de calumnia asfixiante

lo rodea y le inspira aquellos versos inolvidables:

Adiós, Rusia,

País de esclavos, país de señores.

Y adiós a ustedes, uniformes celestes,

Y a vosotros, pueblo obediente.

Tal vez, tras la cordillera del Cáucaso

Me libraré de vuestros pajes,

De vuestros ojos vigilantes

Y de vuestras orejas siempre alertas.

Su odio no puede transformarse en acción y por ello

sufre. Vive en años cuando la reacción impone otros

caminos de lucha

y la historia exige un largo período preliminar para

crear las fuerzas de una nueva etapa de lucha.

Lermontov comprende con claridad su situación trágica

y exclama:

Y como el delincuente ante la condena,

Miro el futuro con temor,

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Miro el pasado con angustia,

Busco a mi alrededor un alma hermana.

Destinado históricamente a actuar en un período

que no le permitía la solución de los conflictos sociales,

penetrado de esa imposibilidad, a menudo se

preguntaba si el futuro comprendería el horror de la

existencia de su generación que en los momentos de

mayor júbilo no podía olvidar la angustia de su tiempo.

Su generación es, como decía Lunatcharski, «el eco

sincero y profundo de la insurrección de los

decembristas».

La obra múltiple de Lermontov ha dejado para la

literatura rusa poemas, dramas y novelas, de las cuales

El héroe de nuestro tiempo es tal vez su obra fundamental.

La novela consta de tres partes y su personaje principal

es Pechorin.

Escrita casi al mismo tiempo que la novela en verso

de Pushkin Eugenio Onéguin, su personaje central tiene

ciertas características comunes que lo unen sin que el

personaje de Lermontov sea de ninguna manera la

imitación del héroe pushkiniano. Pechorin es el joven

representante de la sociedad dirigente, con las

características y enfermedades sociales y psicológicas de

su tiempo. Simboliza la culta juventud de la nobleza con

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todas sus contradicciones. Lermontov presenta al

personaje con este retrato: “tenía una pequeña mano

aristocrática, una alta y noble frente despejada, cabello

claro y cejas y bigotes oscuros". Además describe su

vestuario, presentando su resplandeciente y blanca ropa,

su elegante chaqueta de terciopelo. Cuando describe su

psicología lo hace con brevedad, señalando que sus ojos

«sonreían burlonamente, mientras él no sonreía, pues su

mirada penetrante y pesada parecía atrevida si no fuera

por su aspecto general tan indiferente». Su figura es de

complexión recia y de cintura fina, capaz de sufrir los

cambios de clima y una vida de trajín. Por otra parte,

sufría del sistema nervioso y según expresión del propio

Lermontov tiene similitud con algunos personajes de

Balzac. Su fortaleza le permite permanecer largas horas

de caza, le sobra coraje para enfrentar un jabalí, y al

mismo tiempo es de los que se resfrían a la menor

corriente de aire o palidecen cuando golpean las puertas

y ventanas.

Lermontov pone en boca de su personaje estas

palabras: «En mí viven dos personas al mismo tiempo.

Una actúa y otra la juzga... » «Toda mi vida -reconoce el

propio Pechorin- fue un eslabonamiento de

contradicciones lamentables entre el corazón y la

razón».

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La dualidad de la enfermedad espiritual que aqueja al

personaje se manifiesta en su actitud frente a la vida.

Pechorin es un desencantado con apariencias de

indiferente. El pesimismo de Pechorin tiene un sentido

profundamente escéptico. Pechorin dice de sí mismo

que su alma «está arruinada por la sociedad»; «la

imaginación siempre inquieta, el corazón insatisfecho;

todo es poco, me acostumbré a la tristeza con la misma

facilidad que al goce y mi vida se torna cada vez más

vacía». Y más adelante agrega: «mi juventud descolorida

transcurrió en lucha con la sociedad y los mejores

sentimientos debí guardarlos en la profundidad de mi

corazón temiendo la burla. Y allí ocultos murieron... Al

conocer bien la sociedad y sus resortes me hice hábil en

el manejo de esta ciencia de la vida... Y entonces en mi

pecho nació la desesperación fría, impotente, cubierta

de amabilidades y sonrisas bondadosas. Yo me he

vuelto moralmente un inválido; la mitad de mi alma dejó

de existir secándose, evaporándose, y muerta yo la

arranqué para arrojarla y me quedé con la otra parte

dispuesta a vivir al servicio de cada uno, y nadie sabía

siquiera de su existencia». Este estudio psicológico es

acusador. Es la sociedad cruel de la tercera década del

siglo XIX que en Rusia deformaba y mutilaba las

mejores energías de la intelectualidad joven. El camino

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penoso de los Pechorin fue abriendo la ruta para las

nuevas fuerzas que más tarde actuarían en Rusia. De

aquí que, en efecto, la imagen de Pechorin fuera la

imagen del héroe de la sociedad dominante de su país.

La composición de esta novela, las imágenes y el

idioma son brillantes, teniendo en cuenta especialmente

que, hasta Lermontov, Pushkin apenas había abordado

el relato o la novela corta y casi no existían traducciones

al ruso de las primeras novelas francesas. Gogol

consideraba que nadie «había escrito en Rusia con una

prosa tan perfecta y perfumada como Lermontov».

Sus obras de teatro El baile de máscaras, Los españoles,

El hombre raro, Los dos hermanos, lo han consagrado en la

literatura rusa como dramaturgo de primera agua. El

camino abierto en el teatro mundial por el insuperado

genio dramático de Shakespeare encontró en el espíritu

de Pushkin y Lermontov a sus continuadores más

respetuosos.

El baile de máscaras, que por su título podría creerse

que sólo encierra la conocida intriga de carnaval, es en

realidad el mero marco para desarrollar una tragedia

profunda de sentimientos universales. Además de

reflejar con maestría diferentes tipos de la sociedad,

Lermontov aborda un carácter humano aun no reflejado

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en literatura. Arbenin, el personaje central, encarna la

tragedia de los celos.

Podría decirse que después de Otelo, el escritor ruso

no podía aportar ninguna novedad psicológica a las

características del celoso marido de Desdémona. Sin

embargo, la diferencia entre Otelo y Arbenin es enorme

como la que hay entre el general moro y un hombre de

la alta sociedad rusa. Si bien es cierto, en ambos existe el

mismo prejuicio sobre la dependencia emocional

absoluta de la esposa al marido y el sentimiento de los

celos es universal, las condiciones históricas, la situación

y sobre todo las características raciales y nacionales

imprimen rasgos propios a la tragedia de Lermontov. A

diferencia del general moro, primitivo, inculto y

colérico, Arbenin es escéptico, culto, fino y frío.

Hombre acostumbrado a vencer los corazones

femeninos, de postura wildeana como la mayoría de los

personajes de Lermontov, Arbenin ama, sufre, cela y

mata a su manera.

Su calculada aparente frialdad y autodominio

desafiante, esconden un subsuelo volcánico que se

manifiesta de otra manera. La elegancia y el

individualismo, sumados a un egoísmo implacable,

hacen que la figura de Arbenin sea una creación. El

diálogo antes de la muerte de Nina, que perece

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envenenada por su celoso marido, es de un dramatismo

que pasma la sangre. La indeclinable decisión del

asesino es fría e inalterable, a pesar de las palabras de

inocencia de la víctima. La locura, castigo final que da el

autor al personaje por su crimen, continúan esa

atmósfera de misterio que tiene la enigmática psicología

rusa, sobria, trágica y convulsiva hasta el extremo.

Es realmente asombroso que el autor haya podido

escribir este drama a los veinticuatro años de edad,

creando personajes cuya comprensión requiere la

sabiduría de los grandes dolores.

Otros sentimientos universales aparecen tratados en

la obra dramática de Lermontov. Y si bien es cierto que

su obra El demonio no pertenece exactamente a este

género, es un poema dramático de profundo contenido

filosófico, de gran vuelo, al que tal vez no fue ajena la

lectura en alemán del Fausto de Goethe.

Imágenes gigantescas se debaten en la acción

buscando el bien y la belleza.

El demonio vivía para sí mismo, aburriéndose de sí

mismo, y su egoísmo le pesaba fatalmente. La vida sin

objeto, la falta de ideal, la penosa soledad, le hacen

exclamar:

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Qué amargura angustiosa

Vivir todo este siglo,

Sólo para gozar o sufrir...

Vivir para uno mismo,

Aburrirse de sí mismo

Y en esta eterna lucha

No encontrar la victoria.

Compadecer siempre y no desear.

Ver, sentir y saberlo todo,

Tratar de odiar todo lo que existe

Y despreciar todo en el mundo.

Este pesimismo satura toda la obra de Lermontov,

pero no es un pesimismo descorazonador, es un

pesimismo acusador. Sus personajes están condenados a

la inacción por las condiciones históricas en que viven y

sufren de ello. También revelan las causas que

disminuyen su energía y crean esa postura psicológica

que ha denominado muy bien Máximo Gorki: .

«El pesimismo de Lermontov es un sentimiento

real: en ese pesimismo vibra claramente el desprecio a la

sociedad que lo origina y lo condena; manifiesta una sed

de lucha como también de angustia y la desesperación,

al tener conciencia de la soledad y la impotencia. Su

M I J A I L L E R M O N T O V

18

pesimismo está dirigido íntegramente en contra de la

sociedad dominante.»

En los poemas líricos de sus primeros años,

Lermontov afirmaba:

Yo debo actuar todos los días.

Yo debo hacer que cada día sea inmortal;

Como la sombra de un gran héroe, no puedo

comprender

Qué significa descansar

Con este espíritu, esta energía y voluntad de acción,

al poeta le toca vivir la dramática derrota de los

decembristas y la condena personal del confinamiento

riguroso. Todo esto explica la amargura de sus

personajes, «condenados a la soledad en un país de

esclavos y señores».

En su desafío a la Rusia de Nicolás I, Mijail

Yurevich usa el tono lírico-social que le confiere el

derecho de ser uno de los precursores del lirismo

combativo en la poesía rusa. En uno de sus poemas dice

que su generación «envejecerá por falta de acción»; «ante

el peligro, los jóvenes vergonzosamente mezquinos, y

ante el poder, simples esclavos despreciables».

B A I L E D E M Á S C A R A S

19

La nobleza quedó reflejada en sus estrofas con sus

pequeñas pasiones e intenciones míseras, «clase que no

dejará al futuro ni ideas fecundas ni el genio de trabajos

comenzados».

Este poeta ruso quería salir del círculo que lo

rodeaba. Lermontov comprendió el papel humano, civil

y no sólo literario del poeta. El lirismo de sus poemas El

profeta, El poeta y otros, lo demuestra. Al romper con esa

sociedad caduca, al despreciarla, marcha por el

verdadero camino y, como Pushkin, encuentra en el

pueblo, en los revolucionarios liberales de vanguardia, a

sus verdaderos amigos. En la descripción de ciertos

personajes de Mziri, La canción sobre el zar Iván Vasilievitch

y otros de su novela El héroe de nuestro tiempo, aparecen

hombres del pueblo, montañeses o caucasianos, dotados

de la psicología opuesta a la de los héroes de la sociedad

dominante. Sanos, viriles, audaces, tal vez más

primitivos pero llenos de vitalidad optimista e imbuidos

de un amor pagano. Ya no son figuras cansadas y

anémicas. Son hombres temperamentales, apasionados y

resueltos, sensuales y pintorescos como la maravillosa

tierra del Cáucaso, grandiosa y virgen, leal y voluptuosa.

Cuando el talento de Lermontov recién subía al

cenit, su vida fue quebrada definitivamente, dejando

para la literatura rusa una herencia sugestiva y

M I J A I L L E R M O N T O V

20

perdurable. Una serie de personajes de Turgueniev y de

Chejov ahondaron más tarde los rasgos de los «hombres

inútiles» de la sociedad y tienen raíz en la psicología del

héroe de su obra.

Junto con Pushkin y Gogol, Lermontov afirmó la

orientación crítica de la literatura de su tiempo,

educando al pueblo en el amor y el respeto de los

mejores sentimientos, en una prosa o verso de sutil

encanto y elegancia.

lunes, 26 de junio de 2023

RETÓRICA DICCIONARIO TOMO IV FERRATER MORA JOSÉ

 




RETÓRICA. La historia del concepto

de retórica en Occidente comenzó

con los sofistas (VÉASE). Según

Heinrich Gomperz, había una

estrecha relación entre retórica y sofística,

hasta el punto de que, como

lo manifiesta en su libro Sophistik

und Rhetorik (1921, Cap. II), una

buena parte de la llamada "producción

filosófica" de los sofistas —por

ejemplo, el escrito de Gorgias sobre

el no ser, pero también las opiniones

de Trasímaco de Calcedonia, Antífono

de Atenas, Hipias de Elis, Pródico

de Qucos, Protágoras de Abdera

y otros— no tenían un "contenido

objetivo", sino una mera "intención

declamatoria". La tesis de Gomperz

no ha pasado sin objeciones por parte

de otros helenistas y filósofos, pero

todos están de acuerdo por lo menos

en que la línea de separación entre

filosofía y retórica en los sofistas no

era siempre clara, de modo que con

frecuencia pasaban de la una a la

otra, muchas veces sin darse cuenta

del cambio. Según Gomperz, la inclinación

retórica de los sofistas se manifestaba

sobre todo en su constante

atención por la formación oratoria

del hombre con vistas a su intervención

en los asuntos de la Ciudad

(op. cit.. Cap. VIII), formación encaminada

al ideal del "bien decir" (o

"buen decir" ), ej λέγειν , y conseguida

por medio de un intenso estudio

de los "lugares comunes" o tópicos

en el sentido antiguo de este vocablo.

Es posible que una parte de e:ta

tendencia pasara a Sócrates y a algunos

de los llamados socráticos (v.).

No puede, sin embargo, darse respuesta

definitiva a esta cuestión en

vista de la disparidad de opiniones

que reina todavía en la interpretación

de Sócrates y del socratismo. Quienes

acercan hasta lo máximo Sócrates a

Platón niegan que haya en el primero

elementos sofísticos y, por lo

tanto, sofístico-retóricos. Quienes, en

cambio, presentan a Sócrates como

muy cercano a los sofistas acentúan

570

RET

la existencia en su pensamiento del

elemento retórico. En todo caso, parece

plausible afirmar que había en

Sócrates, y luego en Platón, por lo

menos un interés por la retórica y

sus problemas. En efecto, la cuestión

del papel desempeñado por el

hombre libre en la Ciudad, la necesidad

de que se preparara para desarrollar

argumentos en defensa de

sus propias tesis y motivos similares

abonan la suposición de que la cuestión

del "bien decir", en el sentido

antes apuntado, no era ajena a las

preocupaciones de los dos filósofos.

Ahora bien, la diferencia principal

a este respecto entre los sofistas, por

un lado, y Sócrates y Platón, por el

otro, consistió en que los dos filósofos

realizaron considerables esfuerzos

por subordinar la retórica a

la filosofía. Esto es particularmente

cierto en el autor de la República.

Pues aunque la retórica tenía según

él cierta función como una de las

técnicas necesarias en el complejo

arte de regir la Ciudad, la filosofía

constituía algo más que una de las

técnicas: era un saber riguroso, que

aspiraba a la verdad absoluta, la cual

en principio (como se desprende, entre

otros escritos, de la Carta VII)

no era susceptible de manipulación

retórica y ni siquiera de comunicación

a la mayoría. Por eso Platón criticó,

principalmente en el Gorgias y

en el Pedro, la retórica de los sofistas,

a quienes acusó de convertir el bien

decir en un mero arte, τέχνη, para

la persuasión, con independencia del

contenido de lo enunciado.

Las opiniones de Platón al respecto

fueron seguidas por Aristóteles

(véase edición crítica de la 'Ρητορική

por W. D. Ross, Aristotelis Ars Rhetoríca,

1959). Pero sólo en parte. Por

un lado, en efecto, el Estagirita combatió

la concepción de la retórica

como un arte meramente empírico y

rutinario. El ejercicio retórico debe

apoyarse, a su entender, en el conocimiento

de la verdad, aunque no

puede ser considerado como una

pura transmisión de ella. Pues mientras

en la transmisión pura y simple

de la verdad no se presta atención

principal a la persona a la cual se comunica,

en la persuasión de lo verdadero

por medio de la retórica, la personalidad

del oyente es fundamental.

Por otro lado, y sin por ello defender

la sofística, Aristóteles acentuó el caRET

racler "técnico" de la rotórica como

arte de la refutación y de la confirmación.

La consecuencia de las dos

concepciones fue una teoría del justo

medio, tan cara siempre al Estagirita.

Hay que edificar, en efecto,

escribía, un arte que pueda ser igualmente

útil al moralista y al orador,

los cuales tienen su función propia

dentro de la Ciudad. La retórica

posee por ello una clara dimensión

"política" (es decir, social o ciudadana):

el arte retórico debe ser

útil para el ciudadano.

Por haber intentado unir los diversos

aspectos hasta entonces separados

de la retórica, Aristóteles fue,

así, el primero en dar una presentación

sistemática de este arte y en

organizar en un conjunto los detalles

ya tratados por otros autores (por

ejemplo, por Corax, el primero que

parece haber escrito sobre la retórica).

La retórica es definida por

el Estagirita como la contraparte,

αντίστροφος, de la dialéctica. Ni una

ni otra son ciencias especiales, sino

que se refieren a asuntos conocidos

de todos los hombres. Todos usan,

pues, naturalmente de la retórica,

aunque pocos la utilicen como un

arte. Retórica y dialéctica están, así,

estrechamente relacionadas con el

saber; ambas se fundan en verdades

— aunque en verdades de opinión

comunes. Pero mientras la segunda

expone, la primera persuade o refuta.

Por eso la retórica se basa en gran

parte en el entimema, que es el

"cuerpo de la persuasión" o "cuerpo

de la creencia", σώμα της ττίστβως. La

retórica puede ser, pues, definida

como "la posibilidad de descubrir

teóricamente lo que puede producir

en cada caso la persuasión" (Rhct.,

1 2, 1355 b). Aristóteles dio otras

definiciones del arte retórico. Pero

todas se basaban en el mencionado

primado de lo persuasivo. La misma

orientación siguieron sus investigaciones

sobre los temas tratados por la

retórica, sobre la relación entre el

orador y el público, sobre el tipo de

razonamientos usados, sobre las premisas

(probables) en los que se

basan éstos y, finalmente, sobre las

divisiones del arte retórico. Siguiendo

a otros autores (especialmente al

mencionado Corax), el Estagirita dividió

el discurso retórico en exordio,

construcción, refutación y epílogo

(con la narración añadida a veces tras

RET

el exordio). No estudiaremos aquí

con detalle cada una de dichas partes,

porque nuestro problema es sólo el

de la relación de la retórica con

otras partes de la filosofía.

Después de Aristóteles hubo numerosas

elaboraciones del arte retórico

en la edad antigua. De ellas

mencionaremos solamente las de los

estoicos, las de los filósofos empíricos,

la de Cicerón y la de Quintiliano.

Según los estoicos, la retórica es

—junto con la dialéctica— una de

las dos partes en que se divide la

lógica (Cfr. Diog. Laercio, VII, 73;

X, 13, 30). Mientras la retórica es,

en efecto, la ciencia del bien hablar,

la dialéctica es la ciencia del bien

razonar. La dialéctica, en suma, se

ocupa de lo verdadero y lo falso; la

retórica, de la invención de argumentos,

su expresión en palabras, la

ordenación de éstas en el discurso

y la comunicación del discurso al

oyente.

Según los filósofos empíricos (de

varias escuelas, entre ellas la epicúrea

de Filodemo de Gadara), la retórica

se basa en argumentos probables

entresacados de los signos. La

retórica emplea así el método de la

conjetura. Más aun: la retórica es

considerada por muchos empíricos

como una de las ciencias conjeturales,

contrapuestas a las ciencias exactas.

La Retórica de Filodemo (Περί

Ρητορικής, ed. Sudhaus, 2 vols.,

1892-1896) es muy explícita en este

sentido. La retórica se convierte así

para dichos filósofos en un conjunto

de reglas, sacadas de la experiencia,

encaminadas a un decir afectado por

varios grados de probabilidad. Ahora

bien, mientras por un lado la retórica

es admitida como una legítima ciencia

empírica, por otro lado es rechazada

por varios autores (por ejemplo,

el citado Filodemo) como una actividad

impropia del filósofo. Esto último

ocurre especialmente cuando

se acentúa demasiado el aspecto emotivo

del decir, lo cual, al entender

de estos últimos pensadores, oscurece

la exactitud y la simplicidad de la

expresión.

En cuanto a Cicerón, define la retórica

como una ratio dicendi que

exige amplios y sólidos conocimientos

de todas las artes y ciencias, y especialmente

de la filosofía. Por lo tanto,

la retórica no es para Cicerón una

aplicación mecánica de una serie de

571

RET

reglas de elocuencia. La concepción

de la retórica como virtuosismo verbal

es combatida, en efecto, por Cicerón

en todos sus escritos relativos

al asunto: en el Orator, en el Brutus,

en el De incentione, en las Partitiones

Oratoriae y especialmente en el

De Oratore. En esta última obra, por

ejemplo, afirma Cicerón que, sin el

mucho saber, la retórica se convierte

en un vacuo y risible verbalismo:

uerborum uolubilitas manís atque inrídenda

est (De Oratore, I, 17). Por

lo tanto, no se puede llegar a ser

un buen orador a menos que se esté

al corriente de todos los magnos

problemas y de todas las ciencias y

artes (ibid., I, 20). En suma, la

retórica es para Cicerón no sólo el

arte de hablar, sino también, y sobre

todo, el arte de pensar (con juste-

7.a.}; no es una ciencia especial, una

técnica, sino un arte general guiado

por la sabiduría. Ahora bien, esta

concepción de la retórica —llamada

la concepción filosófica— ejerció escasa

influencia. Los partidarios de la

retórica como arte especial, como conjunto

de reglas mecánicamente combinables

y aplicables, ganaron mucho

mayor ascendiente. Así, se elaboraron

cada vez con mayor detalle los aspectos

especiales de la retórica, tales

como la mencionada división de la

oración o discurso, que también habían

sido tratados por Cicerón, pero

dentro de un conjunto más amplio.

Cuestiones técnicas como la diferencia

entre narración y confirmación

(que exponen los hechos), y exordio

y peroración (que mueven los ánimos),

así como la naturaleza de la

llamada cuestión indeterminada o infinita

(que es una consulta o caso

general) y de la llamada cuestión

determinada o finita (que es la causa

particular) alcanzaron el primado sobre

los problemas "generales" y "filosóficos".

Lo muestra el caso de

Quintiliano (v.) ( Marcus Fabius Quintilianus).

Aunque en su ínstiíuí/o

Oratoria este autor hizo grandes elogios

de Cicerón y se adhirió, además,

a la tesis ciceroniana (y catoniana)

según la cual el orador es el hombre

bueno que posee habilidad para hablar

bien, influyó sobre todo durante

el resto de la Edad Antigua y buena

parte de la Edad Media por su elaboración

técnica de las reglas retóricas,

y fue considerado, por lo tanto, como

RET

el representante de la concepción

"técnica".

Durante la Edad Media la retórica

fue, con la gramática y la dialéctica,

una de las partes en las que se dividió

por algún tiempo, a partir del

siglo ix, el Trivium (v. ) de las artes

liberales. Era, pues, una de las artes

del discurso. Pero su contenido no era

exclusivamente literario. Como arte

de la persuasión la retórica abarcaba

todas las ciencias en la medida en

que eran consideradas como materia

de opinión y aun en la medida en

que se consideraba necesario apelar

a todos los recursos —literarios y lógicos—

para exponerlas y defenderlas.

El puesto ocupado por la retórica

en el sistema de las artes liberales

cambió, sin embargo, ya a partir del

siglo xii, en algunas de las divisiones

de las artes propuestas por varios filósofos

y educadores. Así, por ejemplo,

en el Didascalion de Hugo de

San Victor, la retórica aparecía —junto

a la dialéctica— como vina de

las dos ramas de la llamada lógica

dissertiva (véase CIENCIAS [CLASIFICACIÓN

DE LAS]). Se ha creído durante

mucho tiempo que, no obstante

el importante lugar ocupado por la

retórica en el conjunto de las artes

liberales de la Edad Media, el interés

por la retórica fue escaso. Esta opinión

—que procede en gran parte de

los tratadistas del Renacimiento (Vives,

Valla, Ramus)— es cierta si consideramos

la retórica casi exclusivamente

desde el punto de vista literario.

Pero es más dudosa si la estimamos

como un arte que abarca no

sólo las cuestiones del bien decir,

sino asimismo ciertos problemas tradicionalmente

adscriíos a la lógica.

Desde este último ángulo, la preocupación

por la retórica en la Edad

Media fue considerable, siguiendo

en buena parte las líneas marcadas

no solamente por Cicerón y Quintiliano,

sino también por los autores

que se hallan en los límites entre el

mundo antiguo y el medieval — Casiodoro,

Boecio y Marciano Capella

principalmente. Según R. McKeon,

hay tres líneas de desarrollo intelectual

en la Edad Media fuertemente

influidas en sus estadios iniciales por

la retórica: la tradición de los retóricos;

la tradición de los filósofos y

teólogos que hallaron en San Agustín

un platonismo reconstruido a base

de las filosofías académicas y neo-

RET

platónicas y formulado mediante distinciones

retóricas ciceronianas; y la

tradición de la lógica llamada aristotélica

(que se basaba efectivamente

en el Estagirita para la doctrina de

los términos y las proposiciones, pero

que se apoyaba en Cicerón para las

definiciones y los principios). Estas

líneas se fundieron posteriormente

cuando los problemas lógicos propiamente

dichos predominaron sobre las

cuestiones retóricas en sentido tradicional.

Durante el Renacimiento y primeros

siglos modernos el aspecto literario

de la retórica fue considerablemente

subrayado. Pero salvo escasas

excepciones no se prescindió nunca

de las referencias a la filosofía. Esto

ocurrió en los numerosos tratados de

arte dicendi en los cuales se seguían

comunmente los precedentes de Aristóteles,

Cicerón y Quintiliano, y se

criticaban a la vez muchas de las

reglas y algunas de las definiciones

propuestas por estos autores. Un ejemplo

de ello es el del de arte dicendi,

de Juan Luis Vives, el cual defendió

enérgicamente la tesis de la subordinación

de la retórica a la filosofía.

Otros ejemplos de una retórica filosófica

se encuentran en las obras de

Laurentius Valla o Lorenzo della Valle,

sobre todo en sus Dialecticae disputationes

contra Aristotélicos ( 1499)

y especialmente en los libros de Marius

Nizolius o Mario Nizoli (1488-

1566 o 1498-1576), entre los que

destacan el célebre Thesaurus Ciceronianus

( 1535 ) y el Antibarbarus philosophicus

sive de veris principiis et

vera rationc pliilosopliandi contra

Pseudophilosophos (1553). Valla se

opuso al aristotelismo, doctrina que

declaró lingüísticamente bárbara y

apta para engendrar toda clase de

sofismas, y proclamó la necesidad

de una nueva retórica para forjar un

lenguaje apropiado a la descripción

de la realidad. Nizolius señaló que

la retórica, es decir, la retórica filosófica

es el principio de todos los

saberes, pues es la que analiza la

significación de los términos, y sin

el conocimiento de las significaciones

exactas no es posible ninguna investigación

de la naturaleza de las cosas;

tal retórica es, pues, equivalente a

una semántica filosófica, y permite,

al entender de Nizolius, sustituir la

oscura noción de "abstracción" por

la más clara y más "natural" de

572

RET

"comprehensión" en tanto que recolección

mental de los individuos de

una clase. Una enérgica reforma del

arte de decir fue también proclamada

por Petrus Ramus. Ahora bien,

durante la misma época fue frecuente

el debate entre la concepción de la

retórica como conjunto de reglas y

la retórica como arte del hombre

libre a que nos hemos referido antes.

La oposición Quintiliano-Cicerón fue

por ello renovada. Y como bien pronto

el estudio retórico pasó de los

filósofos a los humanistas y literatos,

la tendencia —o supuesta tendencia—·

de Quintiliano alcanzó con frecuencia

el triunfo. Poco a poco se fue

produciendo un retroceso de la retórica

del campo de la filosofía. Sin

embargo, tal retroceso no fue nunca

una completa retirada. Por un lado,

hemos visto en los ejemplos anteriores

hasta qué punto la retórica pudo

ser considerada como una semántica

general y una lógica superior. Por

el otro, la inclusión de la retórica

como una de las partes de la filosofía

y, sobre todo, la idea de que hay

una cierta relación entre ambas so

ha conservado hasta hace relativamente

poco tiempo en muchos programas

de enseñanza, verbigracia en

la locución "Classe de Rhétorique et

Philosophie" usada por los educadores

franceses. Además de ello, algunos

filósofos se ocuparon de retórica, si

bien no siempre bajo este nombre.

Particularmente importantes son a

este respecto los trabajos de los pensadores

franceses del siglo xvni que,

como hemos dicho en otra parte (véase

SEMIÓTICA), analizaron muy a fondo

los problemas planteados por el

decir e inauguraron nuevas formas

del ars dicendi y ars disserendi. Es

el caso de Condillac, quien en su

Art de Penser y en su Art d'Écrire

trató muchos de los temas tradicionalmente

estudiados por la retórica

—por ejemplo, la elocuencia—, si

bien señaló las diferencias entre las

concepciones de los antiguos y las de

los modernos sobre este punto (Art

d'Écrire, Cap. IV). Entre quienes

volvieron a usar el nombre 'retórica'

como objeto inmediato de la investigación

filosófica figura el filósofo

y teólogo escocés George Campbell

(1719-1796). En su Philosophy of

Rhetoric (1776, nueva ed., 1850)

examinó dicho autor bajo el nombre

'retórica' una gran cantidad de temas:

RET

el chiste, el humor, la risa y el ridículo;

el problema de la elocuencia

en su relación con la lógica y la

gramática; las fuentes de la evidencia

en diversas ciencias y en el sentido

común; el razonamiento moral; el

silogismo; el orador y su público; la

elocución, la crítica verbal y sus cánones;

la pureza gramatical, el estilo

y sus problemas (oscuridad, claridad,

ambigüedad, ininteligibilidad, profundidad,

equivocidad, tautología,

pleonasmo, etc., etc.). y. finalmente,

el uso de las partículas conectivas

en la oración. El fundamento último

del estudio retórico era el problema

de la elocuencia o del bien decir en

tanto que adaptado a uno cualquiera

de los siguientes fines: iluminar el

entendimiento, complacer la imaginación,

suscitar las pasiones o influir

sobre la voluntad. La obra de Campbell

fue, sin embargo, una de las

últimas en las que explícitamente se

relacionaron filosofía y retórica durante

la época moderna. En el curso

del siglo xix, en efecto, y salvo lo

que aparece en los programas de

enseñanza, a pocos filósofos se les

ocurrió incluir la retórica —considerada

cada vez más como una parte

del estudio literario— dentro de su

ciencia. Llegó, al final, un momento

en que retórica y filosofía fueron estimadas

como disciplinas completamente

distintas. Ahora bien, en los

últimos decenios se ha manifestado

en algunos pensadores un renovado

interés por la retórica. Por un lado,

algunos historiadores de la filosofía

(como el citado Gomperz y F. Solmsen

—este último en su obra sobre

la evolución de la lógica y la retórica

en Aristóteles—) han incluido a la

retórica en sus estudios del pensamiento

antiguo. Por otro lado, varios

filósofos han planteado de nuevo el

problema de la finalidad y contenido

de la retórica. Entre ellos figuran

I. A. Richards, Ch. Perelman y

L. Olbrechts-Tyteca. I. A. Richards

manifiesta en su libro The Philosophy

of Rhetoric (1936) —en el cual discute

los propósitos del discurso, lo

que llama la "interanimación de los

vocablos" y, sobre todo, la metáfora

(VÉASE)— que conviene hacer

revivir el antiguo tema de la retórica,

pero que ésta no debe ser ya

entendida en el sentido tradicional,

sino como un "estudio de la mala interpretación

[mala inteligencia] y sus

RET

remedios". Así, por ejemplo, hay que

estudiar malas inteligencias tales como

las que se producen en lo que

el autor llama "la superstición del

significado propio" (de un vocablo

o de una expresión). A tal fin es

menester llevar a cabo lo que los

retóricos anteriores habían a veces

incluido en sus propósitos, pero no

habían ejecutado nunca: analizar el

lenguaje y sus funciones. La retórica

es, pues, verdaderamente, un estudio

filosófico. En cuanto a Chai'm Perelman

(v.) y L. Olbrechts-Tyteca, han

expresado sus puntos de vista sobre la

retórica en sus obras Rhétorique et

philosophie [1952], especialmente

Caps. I, III y VI, y Traite de l'argumentation.

La nouvelle rhétorique, 2

vols. [1958], especialmente "Introducción",

de la que hay trad, esp.: Retórica

tj Lógica [1959], en Suplementos

del Seminario de Problemas Científicos

y Filosóficos. Universidad

Nacional de México. N9 20, Segunda

serie. De acuerdo con estos autores,

el objeto de la retórica es "el

estudio de los medios de argumentación

que no dependen de la lógica

formal y que permiten obtener o

aumentar la adhesión de otra persona

a la tesis que se proponen para

su asentimiento". No es, pues, justo,

según ellos, usar el término 'retórica'

en el sentido despectivo que tiene

en el lenguaje ordinario. Más bien

hay que volver al uso de Aristóteles

y de muchos autores antiguos. Esto

parece tanto más plausible cuanto

que ciertas disciplinas (como la ética,

la política y buena parte de la "filosofía

general") contienen solamente

opiniones plausibles que deben ser

"demostradas" mediante argumentos

también meramente plausibles. Tales

argumentos son los que tienen sus

premisas "abiertas" y constantemente

sometidas a revisión. Con esto se

enlaza el mencionado concepto de

retórica con la idea de Perelman sobre

la diferencia entre filosofías primeras

y filosofías regresivas a que

nos hemos referido al final del artículo

Protofilosofía (v.), diferencia

que constituye uno de los temas de

la filosofía neodialéctica del grupo

de Zürich, partidario, según hemos

indicado, de la adopción de principios

continuamente "révisables".

Para léxicos en la antigua retórica:

J. C. T. Ernesti, Lexicón technologiae

Graecorum rhetoricae, reimp., 1962.

573

REU

— Id., id., Lexicón technologiae Latinot'um

rhetoricae, reimp., 1962.

Sobre historia de la retórica, además

de las obras citadas en el texto

del artículo, véase: R. Volkmann, Oie

Rhetorik der Griechen und Römer in

systematischer Übersicht dargestellt,

reimp., 1962. — Alfonso Reyes, La

antigua retórica, 1942, reimp. en

Obras completas, XIII (1961). —

George Kennedy, The Art of Persuasion

in Greece, 1963. — Armando

Plebe, Breve storia della retorica antica,

1961. — M. Buccellato, La retorica

sofistica ncgli scritti di Platone,

1953. — S. Robert, F. S. C., "Rhetoric

and Dialectic: According to the

First Latín Commentary on the Rhetoric

of Aristotle", The New Scholasticism,

XXXI (1957), 484-98. — L.

Virginia Holland, Counterpoint. Kcnneth

Burke and Aristotle's Théories of

Rhetoric, 1959. — Antonio Russo, La

filosofía della retorica in Aristotele,

1962. — Karl Barwick, Probleme der

stoischen Sprachlehre und Rhetorik,

1957 [Abhandlungen der Sächsischen

Akademie der Wissenschaften zu

Leipzig. Philoll-hist. Klasse. XLIX, 3].

— Alain Michel, Rhétorique et philosophie

chez Cicerón. Essai sur les

fondements philosophiques de l'art de

persuader, 1961. — Richard McKeon,

"Rhetoric in the Middle Ages", Spéculum,

XVII (1942), 1-32Í — C. S.

Baldwin, Medieval Rhetoric and Poetic,

1928. — Th. M. Charland, Artes

praedicandi. Contribution à l'histoire

de la rhétorique au moyen âge, 193Θ

[Publications de l'Institut d'Études

Médiévales d'Ottawa, 7]. — D. L.

Clark, Rhetoric, 1953. — Wilbur S.

Howell, Logic and Rhetoric in England,

1500-1700, 1956 [incluye estudio

de los "ramistas ingleses" y de la

lógica y retórica de Descartes y Port-

Roval].

Para los estudios actuales, además

de las obras mencionadas de I. A.

Richards y Chaïm Perelman-L. Olbrechts-

Tyteca, véase: Stephen E.

Toulmin, The Uses of Argument,

1958. — Henry W. Johnstone, Jr.,

Philosophy and Argument, 1959. —·

Maurice Natanson y Henry W. Johnstone,

Jr., eds., Rethoric and Philosophical

Argumentation, 1964.

 FUENTE:

Características principales

Título del libroDiccionario de Filosofìa 4 tomos
AutorJosè Ferrater Mora
IdiomaEspañol
Editorial del libroEditorial Ariel Barcelona, España

Otras características

  • Género del libro: Diccionarios y enciclopedias

  • ISBN: 8434487551

Descripción

Esta obra consta de 4 libros. Son de Barcelona y la ediciòn es de 2004. Los libros son de pasta dura. Tomo I de la A-D con 957 pàginas, tomo II de la E-J con 1,986 pàginas, tomo III de la K-P con 2,987 pàginas y tomo IV de la Q a la Z con 3,830 pàginas.

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