jueves, 31 de marzo de 2022

I. ANTIGÜEDAD DE LO S ELEM ENTOS SATÍRICOS 1AA.VV. La sátira latina Edición de José Guillén Cabañero.



La `Sátira` es una composición aguda, mordaz, dirigida a censurar los defectos, las ridiculeces, los errores, los vicios y los crímenes humanos. Prescindiendo del poeta Ennio, cuyas `Sátiras` no conocemos más que por referencias de escoliastas posteriores, el primero en modelar este género literario fue Cayo Lucilio, lo perfeccionó luego Horacio, lo acarició Persio, y Juvenal lo iluminó con la potencia de su retórica y de su imaginación.

Fuente: Dr. Enrico Pugliatti.

*** 

I. ANTIGÜEDAD DE LO S ELEM ENTOS

SATÍRICOS 1

Este género literario, llamado Sátira, lo ensayó Ennio,

lo modeló Lucilio, lo perfeccionó Horacio, lo acarició

Persio, y Juvenal lo iluminó con la potencia de su imaginación

y de su retórica. Pero la materia existía previamente,

e incluso el nombre de satura.

¿Cuáles son los orígenes últimos de la sátira? E l espíritu

satírico, es decir, la inclinación a zaherir a personas,

o poner de manifiesto llagas, defectos y abusos, personales

o colectivos, que sean dignos de execración y de vituperio,

para desarraigarlos, o describir por lo menos la

repugnancia de una situación, es cosa tan vieja como la

humanidad. En todos los tiempos y en todos los pueblos

ha tenido este tipo de literatura abundantes cultivadores

en prosa y en verso, ya que el despecho, la venganza, la

indignación no suele conservarse en el interior del alma.

La misma sed de justicia y el noble afán de ridiculizar los

defectos y vicios sociales ha sido patrimonio de grandes

pensadores, psicólogos sagaces y buenos conocedores del

corazón humano, que buscan desinteresadamente la

1 Com o obras expositivas de la sátira en general pueden verse:

D. Korzeniewski, Die Römische Satire, Wege der Forsch, n.° 238,

Darmstad, 1970; M. Coffey, Romman Satire, London, 1976; J.P . Sullivan,

Critical Essays on Roman Literature. Satire, Londres, 1963; O.

Weinreich, Römische Satiriker, Zurich, 1949; U. Knocke, L a sátira romana,

trad, di A. Alcozer, e G. Tosti, Brescia, 1969, 2.“ ed. 1974.

10 JOSÉ GUILLEN CABAÑEROS

corrección de esos defectos, lectorem delectando pariterque

monendo, como decía Horacio 2.

Como es natural este espíritu satírico lo encontramos

ampliamente en la literatura griega, Arquíloco, a principios

del siglo VII, Hiponactes, a fines del V I; Timón a

principios del III la había cultivado en sus Silloi, y los autores

de la comedia antigua, representada por Susarión,

Quiónides, Magnetes, Ecfántidas, Querilo, Cratino, E upolis

y el gran Aristófanes.

Los latinos, personales y combativos, y de gran espíritu

crítico, se complacían en la sátira, porque se acomodaba

perfectamente al carácter del pueblo , como se ve

en los primeros poemas que nos recuerda la historia de

Roma: los carmina triumphalia y la iocatio Fescennina.

miércoles, 30 de marzo de 2022

GARCÍA LORCA, EL PÚBLICO, LA CRÍTICA Y MARIANA PINEDA[27].

 


 

GARCÍA LORCA, EL PÚBLICO, LA CRÍTICA Y MARIANA PINEDA[27]


Juan González Olmedilla

[27] J. G. O., «Los autores después del estreno. García Lorca, el público, la crítica y “Mariana Pineda”», Heraldo de Madrid, Madrid, 15 de octubre de 1927, p. 6. Obras completas, III, 1996, pp. 360-363. <<

En esta serie de visitas de tornabodas que me he impuesto, y que si unas veces son obra de misericordia —la de visitar a los enfermos del fracaso— otras tienen el inconfundible carácter de una reiteración de mi pleitesía al triunfador de la víspera, he podido observar que los autores que, de buenas a primeras, menos tienen que decir, o más quieren callar sobre las vicisitudes de su obra frente al público y la crítica, suelen ser los que, a la postre, se muestran más explícitos. Así Vives, los Quintero, Guerrero… Ninguno, sin embargo, de una locuacidad más alegre, de mayor jovialidad y desenfado para afrontar mis preguntas y responderlas ampliamente que este «novel» teatral, este desbordante gran muchacho granadino, tan mesurado, no obstante; tan conciso, tan concentrado, en su intensa y reducida obra de gran poeta. Federico García Lorca sale al paso de mis tres interrogantes con sendos participios escuetos: «Encantado» (del público), «agradecido» (a la crítica) y «descontento» (de la propia obra, escrita hace seis años y ajada ya, mustia en su corazón fresco y prolífico de creador joven).

Luego, para justificar ante el amigo esta parquedad frente al periodista, me dice:

—Para mí escribir, lo mismo teatro que libros, es un juego, un entretenimiento que me divierte. Yo busco la alegría y no las preocupaciones, naturalmente, en este deporte. Por eso no quiero decirle a usted nada en serio, ni complicarme, ni crearme conflictos con autores, críticos, amigos y enemigos, que para el caso de divertirnos es lo mismo.

Pero yo, que hago reportaje con igual espíritu deportivo que él poesía lírica o dramática, y que también busco en esta clase de juegos, en estos matches de la interviú, un divertimiento mío —y si es posible, de mis lectores—, no me conformo, claro está, con evasivas. Y menos con ocasión del estreno de «Mariana Pineda», suceso teatral que tan viva controversia ha suscitado en todas partes. (Eludo, por no restar espacio a las confesiones del autor, la exposición de los recursos de contumacia inquisitiva de que he de valerme para que García Lorca hable. Al fin lo he logrado. Bien que sin arrancarle por completo lo más sincero de sus impresiones, pues el poeta se me encastilla en un delicioso dandysmo literario, sirte más peligrosa para el periodista que interrogue de buena fe que la del silencio, el titubeo o el efugio…).

—Puede usted decir respecto al público —declara mi internuncio— que no me emocioné con sus ovaciones. Por eso salí tan tranquilo a saludarlo. Y mientras aplaudían, usted lo ha visto, todos pudieron comprobarlo, yo me dedicaba a buscar las caras conocidas en palcos y butacas. Y esto fue así porque yo estaba «alegre y confiado». Ahora, en vista de que el buen éxito persiste, estoy por confesar, como cualquier autor veterano de los que, desencantados de todo, sólo se remiten a la reacción inmediata del auditorio frente a su obra, que lo interesante es que el público aplauda. Bueno; ya sabe usted que, para mí, interesante equivale a divertido. Y nada lo es tanto como ver que el público se entusiasma con un juego mío; con una obra que escribí, como todas, por juego.

En cuanto a la crítica, empiezo por reconocer que hay mil Marianas de Pineda distintas. La Mariana heroica, la Mariana madre, la Mariana enamorada, la Mariana bordadora; hasta la Mariana vulgar que cose y lava los pañales de sus hijos o condimenta un guiso para sus invitados. Pero yo no las iba a «hacer» todas. Puesto a elegir, me interesó más la Mariana amante. Y estas escenas —tan declamatorias, tan eficaces teatralmente— que echan de menos algunos, en las que Mariana Pineda se despide, con patéticos acentos, de sus hijos, existen desde luego. Existen como otras muchas escenas; pero yo las he eludido. Cada espectador puede, así, colaborar a mi tarea, imaginando todas esas escenas que faltan en mi drama. ¿Ausencia de amor maternal? No la hay en él. Lo que hay es que mi protagonista obedece a otro amor más fuerte en ella; mejor dicho, a que siendo Mariana la libertad en sí misma, y no el amor a la libertad, ni su mártir, no supedita a un sentimiento inferior este gran sentimiento, este «sentirse ella la libertad inviolable e invencible». Que ama a sus hijos, dentro de aquella norma suprema, ya está dicho en estos versos suyos, al negarse a delatar a los conspiradores liberales:

No quiero que mis hijos me desprecien. Mis hijos

tendrán un nombre claro como la luna llena.

Mis hijos llevarán resplandor en el rostro

que no podrán borrar los años ni los aires.

Si delato, por todas las calles de Granada

este nombre sería pronunciado con miedo…

¿Que en mi obra queda empequeñecida la Mariana liberal? Es una opinión. Yo creo que no, sin embargo. Cuando la detiene Pedrosa —que no es Scarpia, sino Pedrosa—, mi Mariana exclama, herida en lo más puro de su ser, en su sentimiento de la libertad:

Estoy presa, Clavela, estoy presa.

¡Hora empiezo a morir!

Aparte de que yo no creo en el mito de la Mariana Pineda liberal tal como la han inventado los constitucionales. ¿No comprobó Anatole France la inexistencia de muchos santos bizantinos? ¿No sabemos todos que el teniente Ruiz no ha existido como tal héroe, sino que fue un mito adobado por los infantes para que hiciera «pendant» con los nombres gloriosos de Velarde y Daoiz, héroes auténticos de nuestra Artillería? Además, mi Mariana Pineda la concebí más próxima a Julieta que a Judith, más para el idilio de la libertad que para la oda de la libertad.

¿Que hay tópicos y trucos? ¡Claro! Como que componen bien en mi técnica de estampas escénicas. He utilizado algunos —no todos los que quisiera— que le iban al ambiente de la obra a su carácter romántico, poco ironizado… También convenía a mi obra algún anacronismo, y no vacilé en situar el fusilamiento de Torrijos antes que la ejecución de Mariana Pineda. Creo que el anacronismo es uno de los efectos más bellos en el teatro, sobre todo cuando no se quiere hacer una obra histórica, sino poética. El anacronismo, bien elegido es condensación de una época. A mi drama quizá le falte ambiente por no tener demasiados anacronismos… ¿Que unos pasajes son eruditos de expresión y otros populares? ¡Claro, también! De ese desequilibrio surge el contraste, otro bello efecto teatral. ¿Que las escenas finales son largas? ¡Como que he querido infundirle toda la angustia de una agonía del amor, de la libertad y de la vida…! También es larga, y hasta inoportuna, según la común medida, la apoteosis con que termina la muerte de «Cleopatra». Bueno, en esto, le ruego cuidado y lealtad: no vaya a entenderse que me comparo con Shakespeare. Es que le tomo como autoridad y como modelo. Tampoco es vanidad ridícula, sino consciencia de lo que uno pretende hacer, el decirle que la línea dramática de mi obra busca el sentido clásico a lo Lope, y la poética, el sentido clásico —en sus dos direcciones: culta y popular— a lo Góngora. Por eso, aunque sea obra romántica, no sigue a nuestros clásicos del romanticismo, y nada tiene que ver con García Gutiérrez, Hartzenbusch ni Zorrilla. ¡Ah! Y diga que, admirando el movimiento ultraísta, ya pasado, yo no lo he sido nunca. Ni vanguardista.

Finalmente, le confieso respecto a mi obra que no tengo hoy un juicio claro sobre ella, por lo lejana que está ya en mi producción. Si la volviese a escribir, lo haría de otro modo, en uno de los mil modos posibles. Por eso creo sinceramente que todos los críticos pueden tener razón al juzgarla, cada uno desde su punto de vista.

Al despedirnos, Federico García Lorca me dice en un aparte:

—Las interviús, según la teoría más moderna, se cobran. Yo espero que usted me pague todo lo que le he dicho, agregando que Margarita Xirgu interpreta a maravilla mi obra. Y que la admiro también mucho por haberse atrevido a representarla, después de habérmela rechazado todas las compañías que en España se precian de artísticas.

Yo respondo:

—Nada de eso hay que decirlo en pago de su amabilidad, sino graciosamente, porque es verdad y es justo.


martes, 29 de marzo de 2022

y por eso no llegan más allá de la imitación... FRAGMENTO. NOVELA. LA MUERTE DE VIRGILIO.




 —Así es, son débiles, y por eso no llegan más allá de la imitación... ¡Cómo puede hablarse, pues, de injusticia! ¡Son imitadores de Teócrito, discípulos de Catulo son, y toman de nuestro Virgilio todo lo que pueden!

...poesía y poeta estaban limitados a su propio frío círculo y él nada tenía que enseñar...

... aun de éste que había querido convertirse en el más delicado y rendido de sus discípulos, se había encariñado solamente porque se había amado a sí mismo en el reflejo de este jovencito, para hacer de él —¡ ay, así había ocurrido como por mandato de los demonios!— un frío literato enamorado de la belleza, a su propia imagen.

... todo lo que hacemos y creamos nace del crepúsculo...

... Y la luz era como un murmullo, era como murmullo de espigas el áureo susurro de la lluvia solar, suave y poderosa, inefablemente anunciadora, imperdidamente imperdible anunciando la voz mensajera.

lunes, 28 de marzo de 2022

—El mundo no será ni más rico ni más pobre por unos cuantos versos. LA MUERTE DE VIRGILIO. FRAGMENTO.

 


 —El mundo no será ni más rico ni más pobre por unos cuantos versos

—Buscar alabanza mediante la modestia, es un viejo vicio de los poetas,

¡Oh, por encima de la luz de los ojos volcada en la belleza del áureo brillo Lde un ser permanece, con todo, la cárcel de plúmbea ceguera!

Vio y supo que así ocurriría, porque la verdadera ley de la realidad se venga y tiene que vengarse irrevocablemente del hombre, cuando, más grande que cualquier acontecer de la belleza, es confundido con ésta y justamente por eso es ofendido, convertido despreciable por no tomarlo en serio: por encima de la ley de la belleza, por encima de la ley del artista, que ambiciona sólo una armonía, está la ley de la realidad, está —divina sabiduría de Platón— Eros en el curso del ser, está la ley del corazón y ¡ay de un mundo que ha olvidado esta última realidad!

 Inmortal solamente la verdad, inmortal la muerte en la verdad. 

El arte genuino rompe los confines, los atraviesa y va por nuevos, hasta entonces desconocidos, ámbitos del alma, de la vista, de la expresión, penetra en lo originario, en lo inmediato, en lo real...

lunes, 21 de marzo de 2022

"De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad..." FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.




 De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad de conocer a Borges, Adolfo Bioy Casares y Sábato. A Manuel Mujica ya lo conocía, pero no tuve una gran amistad con él, puesto que solo una vez lo vería en Argentina –más adelante contaré la anécdota con “Manucho”, como cariñosamente se le decía a Mujica–. Los cuatro me fascinaron desde mis años de juventud y, ahora que estaba en mi época de madurez literaria y volvía a analizar sus obras, confieso sin tapujos que me embargaba un sentimiento de éxtasis, respeto y hasta de envidia por el Cuarteto de la Plata.

A Borges, en uno de mis viajes a Argentina, había tenido la oportunidad de conocerlo, pero los Arimanes, con sabiduría, me dijeron en aquel entonces que no me le acercara, que no llegara a saludarlo. Aquel incidente

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había sucedido en el barrio Palermo, en un restaurante de clase media. La justificación de que los Arimanes me aconsejaran no presentarme ante Borges como un escritor promisorio, un escritor en ascenso, fue que eclipsaría mi imagen o, peor aun, me quemaría con su fuego literario. Pero, aquella situación cambiaría con el pasar de los años, pues yo llegaría a ser un escritor muy reconocido.

Borges, Bioy Casares, Sábato y Mujica se conocían desde la juventud; pero, a diferencia de La Prima Donna, donde todo se celebraba con bombos y platillos a la luz de los flashes en París o en Barcelona, el cuarteto argentino era más reticente a lo frívolo y al oropel literario. Los cuatro de La Plata mantenían su amistad alejada de los brillos y lo fatuo. Mantenían una amistad –luego me enteré– subterránea, una amistad muy a la inglesa, de esas amistades que siempre están ahí, pero no salen a la superficie, sino que su fuerza reside en la discreción.

De Borges, admiraba la perfección de sus cuentos; no sobraba ni faltaba nada a esas pequeñas obras, esas joyas en miniatura. Tenía en común con Belfegor su fino humor y la ironía; Belfegor afirmaba que Borges era el mejor escritor en lengua castellana, junto con Cervantes y Quevedo. A Belfegor y yo nos agradaba discutir los temas filosóficos que Borges siempre plasmaba en sus cuentos y su amor desmedido por el gordo de Chesterton.

De Adolfo Bioy Casares, siempre admiré su novela La invención de Morel, una novela difícil, con una ambientación exquisita y un lenguaje depurado hasta el frenesí. También admiraba esa pulcritud, tanto en su forma de hablar al comportarse en público, y sus bellos trajes enteros. Adolfo era un hombre de voz pausada, de esas personas que meditan, que trituran el pensamiento antes de que cruce el cerco de sus dientes. Sus reflexiones acertadas en literatura y su fino humor e ironía lo hacían un segundo Borges argentino.

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A Sabato le tenía cariño y aprecio por su melancólica y hasta pesimista visión del ser humano en su magnífica obra literaria. Ya había publicado sus novelas El túnel y Sobre héroes y tumbas; en 1974, publicaría Abbadón el exterminador. Es curioso que a estas maravillosas obras no les den un carácter de trilogía. De sus ensayos, siempre comenté con Belfegor “El escritor y sus fantasmas” y “Uno y el universo”. Contrario a una visión pesimista que siempre tuvo Sabato en sus novelas, en los ensayos parecía dar una oportunidad al ser humano, pues, al final del camino y de la oscuridad, podía vislumbrarse un pequeñísimo haz de luz. Belfegor y yo concluímos que, aunque Sabato aparentaba un total abandono de fe en la humanidad, muy en el fondo fue siempre una ficción, porque el humano superaba cualquier mezquindad.

Belfegor criticaba con dureza las mezquindades del ser humano y yo le anteponía no solo lo comentado por Sabato en sus ensayos, sino también la frase de Blaise Pascal: “el hombre supera infinitamente al hombre”.

Recuerdo una noche, cuando necesitábamos hacer las revisiones sobre una temática de mi última novela que pronto saldría publicada en Emecé; Belfegor y yo discutimos sobre la novelística de Sabato y su carácter eminentemente humanista.

—Sire, ya lo hemos comentado: la literatura de Sabato no es una literatura de personajes, sino de tramas, de posiciones filosóficas —decía Belfegor.

—Es puro pensamiento filosófico... —dije.

—Cierto. Muchas personas buscan identidades físicas y, en verdad, lo fundamental está en sus temas; los personajes son meros peones en las disertaciones y los planteamientos filosóficos —dijo Belfegor, riendo.

Después, continuamos trabajando en mis novelas.

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Ese tipo de comentarios informales con Belfegor me agradaban sobremanera; no existía un orden de planteamiento en ellos, pero siempre resultaban muy beneficiosos.

«IRÉ A SANTIAGO…»: POEMA DE NUEVA YORK EN EL CEREBRO DE GARCÍA LORCA[44] Luis Méndez Domínguez.

 



«IRÉ A SANTIAGO…»: POEMA DE NUEVA YORK EN EL CEREBRO DE GARCÍA LORCA[44]

Luis Méndez Domínguez

[44] Méndez Domínguez, L., «“Iré a Santiago…”. Poema de Nueva York en el cerebro de García Lorca», Blanco y Negro, n.º 2177. Madrid, 5 de marzo de 1933, s/p. Obras completas, III, 1996, pp. 401-405. Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<

MALETAS

Como García Sanchiz, como Paul Morand, como Albert Londres, Federico García Lorca, gran poeta de España, gran romancero de Andalucía, es un enamorado de la maleta. Con una diferencia. Siendo internacional como ellos, viajero en todos los expresos, Lorca odia la Hartmann Standard y busca su maleta nacional sin etiquetas, de polos opuestos.

Lorca ama el folklore español como nadie. Las cosas andaluzas, sobre todo, le seducen. Ahora se va a filmar una cinta de costumbres regionales. Canto, aldea, tradición, espectáculo música. La casa productora quiere que Lorca hable ante el micrófono, explicando todos los planos, todas las variantes de la película. Y Lorca duda. Si el film está bien, Lorca hablará.

Y Lorca será feliz, enfrentado al folklore español. Su extraordinaria sensibilidad de poeta rozará suavemente, certeramente, el fondo de nuestras cosas clásicas, fundiéndose con la propia sensibilidad de España. Lorca, antes de comenzar nuestra charla alrededor de Nueva York, me dijo:

—La influencia de Estados Unidos en el mundo se cifra en los rascacielos, en el jazz y en los cock-tails. Eso es todo. Nada más que eso. Y en cock-tails, allá en Cuba, en nuestra América, hacen cosas mucho mejores que las yanquis. En Cuba, sí, donde precisamente cree tener más potencialidad el espíritu norteamericano.

(Lorca tiene razón.)

NUEVA YORK

Federico va dejando por todas las esquinas de la Península su poema de Nueva York. Muy recientemente, Madrid, Valladolid, San Sebastián se han estremecido ante la palabra de Lorca —palabra escrita—, que ha hecho de la armazón de los sky scrapers neoyorquinos cuerda sutil de violín bien pulsado.

Yo he querido que él —antes de su próximo libro— me explique a mí y al lector de BLANCO Y NEGRO el guión de su obra. Y el poeta ha empezado diciéndome:

—No he querido hacer una descripción por fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos ciudades sobre las que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi observación ha de ser, pues, lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre.

—Delicioso…

—Nieves, lluvias y nieblas —prosigue el poeta— subrayan, mojan, tapan las inmensas torres; pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría, enemiga de misterio, y cortan los cabellos a la lluvia o hacen visibles sus tres mil espadas a través del cisne suave de la niebla.

(Lorca me ha aupado ya a su poema. Su acento del Sur, fuerte y dulce a la vez, sugestiona y emboba. Lorca cree en Arabia. Lorca es más árabe que andaluz. Más padre que hijo.)

—Ejército de ventanas, donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de las delicadas brisas que tercamente envía el mar, sin tener jamás respuesta…

—Sigue, Federico; sigue tu poema en prosa…

—Voy allá.

LEJOS DE BROADWAY

Federico respira fuerte ahora. Mira al cielo. Mira además no sé adónde.

—… ¡Pero hay que salir a la ciudad! Hay que vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo. Y me lancé a la calle.

 

Federico García Lorca en el Paseo del Prado con Luis Méndez Domínguez (segundo por la izquierda), Blanco y Negro (Madrid, 5 de marzo de 1933), Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros.

(Lorca piensa; sigue mirando al cielo, tachado de jirones. Recuerda…)

—Una noche, en el agónico barrio armenio oí detrás de la pared estas voces, que esperaban un asesinato:

¿Cómo fue?

Una grieta en la mejilla.

Eso es todo.

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfiler que busca hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

¿Cómo fue?

¡Así!

¿Así?

¡Así!

—Y otro día —habla Federico— me encuentro con los negros. En Nueva York se dan cita las razas de toda la tierra; pero chinos, armenios, rusos, alemanes, siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica, y pese a quien pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales.

—¿Negros…?

—Sí, Méndez, sí. Negros. Ni Bronx ni Brooklyn. No; los americanos rubios. Norma estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo miraba, y paseaba, y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo, donde lo más lúbrico tiene un acento de inocencia que lo hace perturbador y religioso. Recelo. Recelo negro por todas partes, Méndez. Algo muy típico de esa raza. Se teme a las gentes ricas de Park Avenue. Las puertas están entornadas.

(Lorca se estremece ante el recuerdo de Harlem. Son tensas sus fibras, y es cada fibra renglón de canciones.)

—Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario; esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas, con el perpetuo susto de que se les olvide un día encender la estufa de gas, o guiar el automóvil, o abrocharse el cuello almidonado, o clavarse el tenedor en un ojo. Porque los inventos no son suyos…

WALL STREET

(Un ramalazo en el viaje. Se ha torcido el timón por completo. Lorca se aprieta el nudo de la corbata, asoma la punta del pañuelo de crespón en el bolsillo alto de su americana —nunca tan americana—, se mira las rayas de los pantalones en el charol de sus zapatos. Se agobia a sí mismo.)

Reemprende su charla muy despacio:

—Y, sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York no es Harlem. Hay vaho humano y gritos infantiles, y hay hogares, y hay hierbas, y hay dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje.

—¿Adónde vas, Federico?

—A Wall Street. Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres, y manadas de hombres que no pueden pasar del seis; desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Espectáculo de suicidas, de gentes histéricas y grupos desmayados. Espectáculo terrible, pero sin grandeza.

—Horrible. Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo— serás atropellado, y si resbalas al agua arrojarán sobre ti los papeles de sus meriendas. Ésas son las gentes de Nueva York, las multitudes que se apoyan sobre las barandillas de los embarcaderos.

(Lorca planta su diestra en la frente. Diríase que tiene fiebre. Y busca otra salida a su poema…)

PAISAJE

(Agosto. Nueva York se estrecha, aprieta, estruja y expulsa. Federico en el campo.)

—Lago verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel de arce. Saludo militar ante Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la época heroica de Washington. Jazmines.

Federico recita al voleo, como pensando en algo:

Porque si la rueda olvida su fórmula

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos,

y si una llama quema los helados proyectos,

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

—Arista y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo —prosigue—. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar. El cielo ha triunfado del rascacielos, pero Nueva York es ahora, a lo lejos, algo fantástico. Llega a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto…

REGRESO

(Una sonrisa. Se va agrandando suavemente, con la sinceridad con que se agrandaba Nueva York a la vista de Federico ante la Libertad.)

—… ¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. La Habana surge entre cañaverales. Llegan, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española…

Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco.

Iré a Santiago.

Siempre he dicho que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las mechas…

ENVÍO

Federico. Tú me has entregado tu poema. Me lo contaste aquella noche, cara a la luna, sin más ruido que tu voz. Es muy largo tu poema. Yo estaría cinco, seis noches escuchándote. Las gentes que leen, también. Pero estas doscientas cincuenta páginas no son todas mías. He tenido que destrozar tu voz, dejando solamente tu acento.

Perdón, Federico. Es bastante. Igual que traspasó Nueva York sabrá tu acento prender en todas las imaginaciones. Perdón, Federico, gran poeta español…

miércoles, 9 de marzo de 2022

LECTURAS. FRAGMENTO (1). LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH.



 Y aunque yacía inmóvil y no se movía en ninguna dirección el ancho de un dedo, y tampoco la habitación cambiaba en derredor lo más mínimo, le parecía como si fuera impulsado hacia adelante, sí, era impulsado hacia adelante, arrastrado hacia adelante a lo invisible y por lo invisible, por su presciencia, por su pre-recuerdo...

y la habitación flotaba con él, inmutada y a la vez deformada para el viaje, rígida en el tiempo y a la vez continuamente transformándose...

se sentaban hipócritas los sueños, apretados como gotas de rocío...



domingo, 6 de marzo de 2022

UN DETECTIVE LLAMADO DASHSIELL HAMMETT. WARD NATHAN. FRAGMENTO.

 


 

1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15] 1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15]

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