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viernes, 21 de febrero de 2025

VILLON POESÍA COMPLETA INTRODUCCIÓN.

 


INTRODUCCIÓN 

 He aquí unas breves líneas preliminares destinadas a explicar y, en cierto modo, justificar el plan seguido en la arquitectura de este libro. Su núcleo principal lo constituyen, por supuesto, las poesías completas incontrovertiblemente admitidas co mo de Frangois Villon confrontadas con su traducción al castellano en páginas impares. Ofrécese así una edición bilingüe para la que hemos adoptado una ver sión materialmente «pegada», en cuanto posible ha sido, al texto original, del que se ha modernizado su ortogra fía. De esta manera pretendemos evitar que pueda en ningún momento aplicársenos el conocido proverbio italiano: traduttore, traditore. Cuando se trata de traducir a los poetas, se hace más peligroso pecaY de «traición» por la dificultad —a menudo imposibilidad— de conservar a un tiempo el pensamiento y la melodía de su obra. Con Villon las cosas se complican todavía. Su lengua es ese francés del siglo xv en trance de perder las estructuras antiguas en su evolución hacia una sintaxis y una morfología dife rentes. Semejante período evolutivo se presta mejor a la ambigüedad y a la reticencia de quien quiere dar a entender cosas que no quiere manifestar claramente. Este poeta, gusta de la anfibología y de la antífrasis y hace de ellas el instrumento más adecuado de su mor daz humorismo. Nuestro mayor afán ha sido, pues, reflejar fielmente sus palabras para decir en nuestra lengua lo que él nos dice en la suya y en la forma que nos lo dice. Si hemos conseguido nuestro empeño, podemos dar nos por satisfechos; pero el lector seguirá encontrando indescifrable una buena parte de la obra de Villon, especialmente la dedicada a sus burlescos legados. ¿Qué relación tienen estos peregrinos donativos con los lega tarios que va nombrando el poeta? Ya Clemente Marot, a un siglo escaso de distancia, en su edición de Villon declara: «... En cuanto a la industria de sus legados que hizo en sus testamentos, para conocerla y entenderla suficientemente, habría sido preciso estar en su época en París y haber conocido los lugares, las cosas y los hombres de los que habla...» 

 La incansable y exhaustiva búsqueda de los eruditos modernos por los archivos nacionales franceses ha per mitido identificar a la casi totalidad de las gentes citadas por Villon, de modo que, para orientar a sus lectores y facilitarles la mejor comprensión de los juegos sentimentales o satíricos del poeta, toda edición de sus poesías completas suele acompañarse —y así se hace en este libro— de un índice alfabético donde se contiene noticia de esos nombres propios de personas y lugares. También resulta indispensable para compenetrarse con el espíritu de una obra tan íntima y emotiva como ésta conocer, al menos en grandes rasgos, los hitos más importantes de la biografía de su autor y dar una idea del escenario en que hubo de desarrollarse. 

A tal efecto, al no poder extendernos en tanto espacio como sería necesario, hemos creído oportuno añadir una sucinta cronología biográfica y el boceto de~una estampa gene ral del París que habitó Villon. Fuera de los poemas contenidos en este volumen, se atribuyen también con certeza a la pluma de nuestro poeta once baladas escritas en la particularísima jerga que emplearon entre ellos los malhechores integrados en la temible banda que se llamó «la Coquille». Se ha prescindido aquí de esos poemas cuyo texto está lejos aún de haber sido enteramente descifrado por los pocos filólogos que se han aplicado a su estudio. ¿Cómo entonces podríamos saborear unas baladas de contenido extraño y casi impenetrable? Puede asegurarse, además, que en ellas se dan consejos de prudencia y habilidad a ¿os malhechores a quienes van dedicadas y que no aña den nada a la gloria de Villon. Su único interés estriba en la lengua en que están escritas, de alcance y existen cia efímeros. Señalemos, finalmente, que, en todas estas notas anejas, hemos rehuido el empleo de abreviaturas y nos hemos circunscrito a unas pocas, indispensables y de fácil interpretación; así L. significa Lais o Legados, T. = Testamento, P. D. = Poesías diversas, B.= Balada, sigs. siguientes, etc.

domingo, 25 de agosto de 2024

Charles Baudelaire El pintor de la vida moderna fragmento

 

 




Charles Baudelaire

El pintor de la vida moderna

 Título original: Le peintre de la vie moderne, L’oeuvre et la vie d’Eugène Delacroix y Salon de 1859 (L’artiste moderne, Le publique moderne et la photographie)

Charles Baudelaire, 1863

Traducción: Martín Schifino

Edic. digital: LMM

 El pintor de la vida moderna

  I. Lo bello, la moda y la felicidad

 Hay en este mundo, e incluso en el mundo de los artistas, personas que van al museo del Louvre, pasan rápidamente, sin volver la vista, ante muchos cuadros interesantísimos aunque de segundo orden, y se detienen absortos delante de un Tiziano o de un Rafael, alguno de los que se han vuelto muy populares gracias a los grabados; luego salen satisfechos, y más de uno se dice: «Qué bien conozco el museo». También existen personas que, por haber leído antaño a Bossuet o a Racine, creen poseer la historia de la literatura.

Por fortuna, cada tanto aparecen desfacedores de agravios, críticos, curiosos, aficionados, que afirman que no todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen aspectos buenos, sólidos y exquisitos; y que, en definitiva, no por mucho amar la belleza universal, expresada por poetas y artistas clásicos, se ha de descuidar la belleza particular, la belleza circunstancial y los rasgos de las costumbres.

He de decir que, desde hace unos años, el mundo se ha corregido un poco. El precio que los aficionados fijan hoy a las finezas grabadas y coloreadas del pasado siglo demuestra que ha habido una reacción en el sentido en que la necesitaba el público; los Debucourt, los Saint-Aubin y muchos otros han entrado en el diccionario de artistas dignos de estudio. Pero estos representan el pasado; hoy quisiera dedicarme a la pintura de costumbres del presente. El pasado es interesante no solo por la belleza que supieron extraer de él los artistas para quienes era presente, sino además por pasado, por su valor histórico. Lo mismo ocurre con el presente. El placer que obtenemos en las representaciones del presente depende no solo de la belleza que este pueda revestir, sino además de su cualidad esencial de presente.

Tengo ante mis ojos una serie de grabados de modas que van desde la Revolución hasta más o menos el Consulado. Esos vestidos, que hacen reír a mucha gente irreflexiva, gente grave falta de verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble: artística e histórica. A menudo son bellos y están dibujados con vivacidad; pero lo que me importa al menos otro tanto, y lo que me alegra encontrar en todos o en casi todos, es la moral y la estética de una época. La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en toda su estampa, arruga o tensa su traje, redondea o endereza su gesto y, a la larga, incluso penetra sutilmente en los rasgos de su cara. El hombre acaba por parecerse a lo que quisiera ser. Estos grabados pueden tomarse como imágenes bellas o feas; feas, se convierten en caricaturas; bellas, en estatuas antiguas.

Las mujeres que llevaban aquellos atuendos se parecían en mayor o menor medida a unas o a otras, según el grado de poesía o vulgaridad que las distinguiera. La materia viva volvía ondulante lo que nos resulta en exceso rígido. Aún hoy la imaginación del espectador puede echar a andar o hacer temblar esta túnica o ese chal. Un día de estos, tal vez, se montará en un teatro un drama en el que veremos la resurrección de los atuendos bajo los que nuestros padres eran tan agradables como nosotros bajo nuestras pobres prendas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual), y, si los visten y los resucitan actrices y actores inteligentes, nos asombrará el habernos reído de ellos tan a la ligera. El pasado, sin perder lo intrigante del fantasma, recuperará la luz y el movimiento de la vida, y se hará presente.

Si un hombre imparcial repasara una por una todas las modas francesas desde el origen de Francia hasta el presente, no encontraría nada de chocante ni de asombroso. Las transiciones serían tan abundantes como en la escala del mundo animal. Nada de lagunas; por tanto, nada de sorpresas. Y si aquel agregara, a la viñeta representativa de cada época, el pensamiento filosófico que más la ocupaba o la inquietaba, pensamiento que la viñeta recuerda inevitablemente, vería que una profunda armonía rige a todos los miembros de la historia y que, aun en los siglos que se nos antojan más monstruosos y demenciales, se ha satisfecho siempre el inmortal apetito por lo bello.

Se nos presenta aquí una buena ocasión, por cierto, para plantear una teoría racional e histórica de lo bello, en contra de la teoría de lo bello único y absoluto; para demostrar que lo bello tiene siempre, inevitablemente, una composición doble, aunque la impresión que produce sea singular; pues la dificultad que tenemos para discernir en la unidad de dicha impresión los elementos variables de lo bello no invalida la necesidad de variedad en la composición. Lo bello consiste en un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por turno o en su conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como la envoltura entretenida, estimulante, atractiva, del dulce divino, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, inapropiado y no apto para la naturaleza humana. Desafío a que se descubra un ejemplo cualquiera de belleza que no contenga estos dos elementos.

Tomo, por así decir, los dos grados extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad aparece a primera vista; la parte de belleza eterna solo se manifiesta con el permiso y bajo las normas de la religión a la que pertenece el artista. La dualidad se observa igualmente en la obra más frívola de un artista refinado, perteneciente a una de esas épocas que con excesiva vanidad llamamos civilizadas; la porción eterna de belleza se hallará al mismo tiempo velada y expresada, si no por la moda, cuando menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del arte es consecuencia fatal de la dualidad del hombre. Piénsese, si se quiere, en lo que subsiste eternamente como en el alma del arte, y en el elemento variable como en su cuerpo. De ahí que Stendhal, un espíritu impertinente, burlón, incluso odioso, se acercara más que muchos otros a la verdad al decir que «Lo bello no es sino la promesa de la felicidad». Sin duda esta definición sobrepasa su objetivo; somete lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad; despoja con excesiva ligereza lo bello de su carácter aristocrático; pero tiene el gran mérito de alejarse decididamente del error de los académicos.

Más de una vez expliqué estas cuestiones; estas líneas dirán lo suficiente para quienes aprecien los juegos del pensamiento abstracto; pero sé que, en su mayoría, los lectores franceses rara vez se complacen en ellos, y a mí mismo me urge entrar en la parte concreta y real de mi tema.

 

 

 


 II. El croquis de costumbres

 

 

 

Para hacer un croquis de las costumbres, la vida burguesa y los espectáculos de la moda, el medio más expeditivo y menos costoso es con toda evidencia el mejor. Cuanta más belleza ponga en ello el artista, más preciosa será la obra; pero hay en la vida trivial, en la metamorfosis diaria de las cosas exteriores, un movimiento rápido que igualmente exige al artista velocidad de ejecución. Los grabados en varias tintas del siglo XVIII han obtenido una vez más el favor de la moda, como decía hace un momento; el pastel, el aguafuerte, el aguatinta han contribuido por turno al inmenso diccionario de la vida moderna que se encuentra disperso en bibliotecas, en los bocetos de los aficionados y en los escaparates de las tiendas populares. Desde su aparición, la litografía ha demostrado ser muy apta para esta tarea enorme, aunque en apariencia frívola. Tenemos en ese género verdaderos monumentos. Con justicia se ha llamado a las obras de Gavarni y de Daumier complementos de La comedia humana. El mismo Balzac, estoy seguro, no habría rechazado la idea, que es tanto más justa por cuanto el artista que pinta costumbres posee un talento de naturaleza mixta, es decir que en él interviene en buena parte el espíritu literario. Observador, paseante, filósofo, llámenlo como quieran; pero, al caracterizar a este artista, se verán movidos a premiarlo con un epíteto que no prestarían al pintor de cosas eternas, o al menos de las más duraderas, las cosas religiosas o heroicas. A veces es poeta; más a menudo se acerca al novelista o al moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que esta sugiere de eterno. Cada país, para su placer y su gloria, ha dado algunos de estos hombres. En la época actual, a Daumier y a Gavarni, los primeros nombres que acuden a la memoria, pueden añadirse los de Devéria, Maurin, Numa —historiadores de las sospechosas galas de la Restauración—, Wattier, Tassaert, Eugène Lami —este último casi inglés a fuerza de su amor por la elegancia aristocrática— y Trimolet y Traviès, cronistas de la pobreza y la vida humilde.

 

 

 

 III. El artista, hombre de mundo, hombre de multitudes y niño

 

 

 

Hoy voy a entretener al público con un hombre singular, de una originalidad tan pujante y decidida que se basta a sí misma y ni siquiera busca la aprobación ajena. Ninguno de sus dibujos lleva su firma, si firma puede llamarse a las pocas letras, fáciles de falsificar, que cifran un nombre y que tantos otros ponen fastuosamente al pie de croquis descuidados. Pero todas sus obras llevan la firma de su alma resplandeciente, y los aficionados que han visto y admirado aquellas las reconocerán con facilidad en el retrato que haré de esta. Gran amante de la multitud y el anonimato, el señor C. G. lleva la originalidad al grado de modestia. El señor Thackeray, que, como bien se sabe, es muy curioso en cuestiones artísticas, y que ilustra sus propias novelas, habló un día del señor G. en un pequeño periódico de Londres. Este se enfadó como si hubieran ultrajado su pudor. Y hace poco, al enterarse de que me proponía esbozar una apreciación de su espíritu y de su genio, me suplicó, de manera imperiosa, que suprimiera su nombre y no hablara de sus obras sino como de obras anónimas. Respetaré humildemente ese extraño deseo. El lector y yo haremos como que el señor G. no existe, y nos ocuparemos de sus dibujos y acuarelas, por los que él profesa un desdén de patricio, como estudiosos que juzgaran preciosos documentos históricos preservados por el azar y de los que nunca se conocerá al autor. Más aún, para mi absoluta tranquilidad de conciencia, supondremos que cuanto he de decir sobre su naturaleza, tan curiosa y misteriosamente deslumbrante, lo sugieren con mayor o menor justeza las obras en cuestión; pura hipótesis poética, conjetura, labor imaginativa.

El señor G. es mayor. Jean-Jacques, dicen, empezó a escribir a los cuarenta y dos años. Fue quizá por esa edad cuando el señor G., obsesionado por las imágenes que colmaban su cerebro, tuvo la audacia de verter tinta y colores sobre una hoja en blanco. A decir verdad, dibujaba como un bárbaro, como un niño, enfadado con la torpeza de sus dedos y la desobediencia de su instrumento. He visto muchos de sus garabatos primitivos y admito que casi todos los que saben de estas cosas, o fingen saber, habrían podido, sin deshonra, pasar por alto el genio latente que habitaba en esos bocetos tenebrosos. Hoy en día el señor G., que ha descubierto por sí solo todas las pequeñas mañas del oficio y que se ha educado a sí mismo prescindiendo de consejos, es a su manera un pujante maestro, y no ha conservado de su primera ingenuidad más que lo necesario para añadir a sus sobradas facultades un condimento imprevisible. Cuando da con uno de sus ensayos de juventud, lo hace trizas o lo quema con una vergüenza de lo más divertida.

Durante diez años quise conocer al señor G., que es por naturaleza muy viajero y muy cosmopolita. Sabía que había colaborado largo tiempo con un periódico ilustrado inglés, en el que habían aparecido estampas basadas en sus croquis de viaje (España, Turquía, Crimea). De entonces a esta parte he visto un número considerable de esos dibujos hechos in situ, y además he podido leer un informe minucioso y cotidiano de la campaña de Crimea, muy preferible a cualquier otro. Aquel periódico también había publicado, siempre sin firma, numerosas composiciones del mismo autor sobre ballets y óperas nuevas. Cuando por fin lo conocí, supe de entrada que no estaba ante un artista, sino más bien ante un hombre de mundo. Entiéndase, por favor, la palabra artista en un sentido muy restringido y la expresión hombre de mundo en uno muy amplio. Hombre de mundo, es decir hombre del mundo entero, hombre que comprende las razones misteriosas y legítimas de todas sus usanzas; artista, es decir especialista, hombre unido a su paleta como el siervo a la gleba. Al señor G. no le gusta que lo llamen artista. ¿No tiene un poco de razón? Le interesa el mundo entero; quiere saber, comprender, apreciar todo lo que ocurre en la superficie del globo. El artista vive poco, o incluso nada, en el mundo moral y político. Quien reside en el barrio de Bréda ignora lo que pasa en el de Saint-Germain. Salvo por dos o tres excepciones que es inútil nombrar, la mayoría de los artistas son, hay que decirlo, animales muy diestros, manipuladores puros, inteligencias de pueblo, cerebros de aldea. Su conversación, limitada por fuerza a un ámbito muy restringido, pronto resulta insoportable para el hombre de mundo, el ciudadano espiritual del universo.

En consecuencia, para comprender al señor G., tomen enseguida nota de lo siguiente: que la curiosidad puede considerarse el punto de partida de su genio.

¿Recuerdan ustedes un cuadro (por cierto, es un cuadro) salido de la pluma más potente de la época actual, que se titula El hombre de la multitud? Tras la ventana de un café, un convaleciente, mientras contempla gozoso la multitud, se mezcla por medio del pensamiento con todos los pensamientos que se agitan a su alrededor. De vuelta desde hace poco de entre las sombras de la muerte, aspira con deleite los gérmenes y efluvios de la vida; como ha estado a punto de olvidar todo, recuerda y arde en deseos de recordar todo. Al final, se precipita entre la multitud en pos de un desconocido cuya fisionomía, entrevista en un abrir y cerrar de ojos, le ha fascinado. ¡La curiosidad se ha vuelto una pasión fatal, irresistible!

Imaginen a un artista que se encontrara siempre, espiritualmente hablando, en la situación del convaleciente, y hallarán la clave del carácter del señor G.

Ahora bien, la convalecencia es como una vuelta a la infancia. El convaleciente goza en grado máximo, como el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, incluso las de apariencia trivial. Remontémonos, si es posible, por medio de la imaginación retrospectiva, a nuestras impresiones más tempranas, aurorales; reconoceremos que guardan un parentesco singular con las impresiones, vivamente matizadas, que tuvimos más tarde tras una enfermedad física, siempre y cuando esta no perturbara nuestras facultades espirituales. El niño ve en todo novedad; está siempre ebrio. Nada se parece tanto a lo que llamamos inspiración como la dicha con que el niño absorbe la forma y el color. Diría más: la inspiración se vincula con la congestión cerebral, y todo pensamiento sublime viene acompañado de una sacudida nerviosa, más o menos intensa, que repercute hasta en el cerebelo. El hombre de genio tiene nervios robustos; el niño los tiene débiles. En uno, la razón ocupa un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad abarca casi todo el ser. Pero el genio no es sino la infancia recobrada a voluntad, la infancia que ahora está dotada, para expresarse, de los órganos viriles y del espíritu analítico que le permiten ordenar materiales acopiados de manera involuntaria. A esa profunda y alegre curiosidad ha de atribuirse la mirada fija y animalmente extática de los niños ante lo nuevo, en cualquiera de sus formas, rostro o paisaje, luz, doradura, colores, telas tornasoladas, encanto de la belleza realzada por el vestuario. Un amigo me contó un día que, de pequeño, solía mirar a su padre vestirse, y que entonces contemplaba, con un estupor mezclado de delicias, los músculos de los brazos, las gradaciones cromáticas de la piel matizada de rosa y amarillo, la red azulada de las venas. El cuadro de la vida exterior ya le inspiraba respeto y se apoderaba de su cerebro. La forma ya le obsesionaba y lo poseía. La predestinación asomaba precozmente la nariz. Se había sellado la condena. ¿Hace falta decir que aquel niño es hoy un pintor famoso?

Hace un momento pedí que se considerase al señor G. un eterno convaleciente; para completar esa concepción, debemos tomarlo también por un hombre-niño, un hombre que posee minuto a minuto el genio de la infancia, es decir, un genio para el que ningún aspecto de la vida se ha atenuado.

He dicho que me resistía a llamarlo un puro artista y que él mismo renegaba de ese título, con una modestia teñida de pudor aristocrático. Con gusto lo llamaría dandi; y tendría mis razones, pues la palabra dandi denota refinamiento de carácter y una comprensión sutil del mecanismo moral del mundo; pero, por otro lado, el dandi aspira a la insensibilidad, y en ese sentido el señor G., a quien domina la pasión insaciable de ver y de sentir, se distancia con ímpetu del dandismo. Amabam amare, decía san Agustín. «Amo apasionadamente la pasión», diría con gusto el señor G. El dandi está hastiado, o finge estarlo, por política y cuestiones de casta. El señor G. aborrece a la gente hastiada. Posee el dificultoso arte (los espíritus refinados me comprenderán) de ser sincero sin hacer el ridículo. Lo condecoraría con el nombre de filósofo, al que tiene derecho en más de un sentido, si su excesivo amor a las cosas visibles, tangibles, condensadas en su estado plástico, no le inspirara cierta repugnancia por aquellas que forman el reino impalpable del metafísico. Reduzcámoslo, pues, a la condición de puro moralista pintoresco, como lo fue La Bruyère.

La multitud es su ámbito, como el aire es el del pájaro, el agua el del pez. Su pasión y su profesión es fundirse con la multitud. El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los ínfimos placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua solo puede definir con torpeza. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su anonimato. El amante de la vida hace del mundo su familia, como el amante del bello sexo compone una familia con todas las bellezas halladas, hallables e inhallables; como el amante de los cuadros vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en una inmensa reserva de electricidad. También se lo puede comparar con un espejo tan grande como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia que, con cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia cambiante de los elementos de la vida. Es un yo insaciable de no-yo que, a cada instante, lo capta y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugaz. «Todo hombre —decía un día el señor G. en una de las conversaciones que ilumina con una mirada intensa o un gesto evocador—, todo hombre que no esté afligido por una de esas penas que son demasiado concretas como para no enturbiar las facultades, y que se aburra en medio de la multitud, ¡es un tonto!, ¡un tonto!, y lo desprecio».

Al despertar, cuando el señor G. abre los ojos y ve el sol chillón que asalta los paneles de las ventanas, se dice con pesar, con remordimiento: «¡Qué orden imperioso! ¡Qué fanfarria de luz! ¡Desde hace varias horas, luz por doquier! ¡Luz perdida durante el sueño! ¡Cuántas cosas iluminadas habría podido ver y no he visto!». Y se pone en movimiento, y mira correr el río de la vitalidad, majestuoso y brillante. Admira la eterna belleza y la asombrosa armonía de la vida en las capitales, armonía que mantiene de manera tan providencial en el tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la gran ciudad, paisajes de piedra acariciados por la bruma, o golpeados por el sol. Disfruta de los bellos carruajes, los caballos briosos, la impecable pulcritud de los mozos, la destreza de los ayudas de cámara, el paso de las mujeres sinuosas, los niños apuestos, felices de estar vivos y de ir bien vestidos; en dos palabras, de la vida universal. Si se ha modificado ligeramente una moda, el corte de una prenda, si las escarapelas han destronado los nudos de cintas o los bucles, si la cofia se ha ensanchado y el rodete ha descendido un pellizco hacia la nuca, si el cinturón se usa ahora más alto y la falda más amplia, créanme que desde una distancia enorme su ojo de halcón ya lo ha detectado. Pasa un regimiento, que acaso se dirige hacia el fin del mundo, soltando por los bulevares fanfarrias llevaderas y ligeras como la esperanza, y el ojo del señor G. ya ha visto, repasado, analizado las armas, la marcha y la fisionomía de la tropa. Arreos, centelleos, música, miradas decididas, bigotes serios y tupidos, todo entra en él sin orden ni concierto; y en pocos minutos el poema que resultará de todo ello estará prácticamente compuesto. Y he aquí que su alma vive con el alma de ese regimiento que marcha como un solo animal, noble imagen de la alegría en la obediencia.

Pero llega la noche. Es la hora extraña y dudosa en que cae el telón del cielo, en que las ciudades se alumbran. Las farolas de gas manchan la púrpura del poniente. Honestos o deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: «¡Por fin termina el día!». Prudentes e infames piensan en el placer, y cada cual corre a su lugar favorito para beber la copa del olvido. El señor G. se quedará el último en cualquier sitio donde pueda destellar la luz, retumbar la poesía, pulular la vida, vibrar la música; en cualquier sitio donde una pasión pueda posar delante de sus ojos, donde el hombre natural y el hombre de las convenciones se muestren con una extraña belleza, donde el sol ilumine las presurosas alegrías del animal depravado. «Ha sido, sin duda, un día bien aprovechado», se dice cierto lector al que todos hemos conocido, «cada uno de nosotros tiene suficiente talento para llenarlo de la misma manera». ¡No! Pocos hombres están dotados de la capacidad de ver; menos aún poseen el poder de expresar. Ahora, cuando los demás duermen, él se halla encorvado sobre su mesa, clavando en una hoja de papel la misma mirada que posaba hace un rato en las cosas, afanándose con el lápiz, la pluma, el pincel, arrojando el agua del vaso al techo, limpiándose la pluma en la camisa, apresurado, violento, activo, como si temiera que se le escapasen las imágenes, combativo aun en soledad y agitándose por su cuenta. Y las cosas renacen sobre el papel, naturales o más que naturales, bellas o más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. Se ha extraído la fantasmagoría de la naturaleza. Los materiales acumulados en la memoria se ordenan, se alinean, se armonizan y experimentan la idealización forzosa que resulta de una percepción infantil, es decir, de una percepción aguda, mágica a fuerza de ingenuidad.

sábado, 12 de agosto de 2023

MODIANO PATRICK TINTA SIMPÁTICA NOVELA FRAGMENTO

 



Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que

es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte

entonces el recuerdo.

MAURICE BLANCHOT

Hay cosas en blanco en esta vida, cosas en blanco que se intuyen al abrir el

«expediente»: una simple ficha en una carpeta de un color azul cielo que se

ha desvaído con el tiempo. Casi blanco también, ese antiguo azul cielo. Y la

palabra «expediente» está escrita en el centro de la carpeta. Con tinta negra.

Es el último vestigio que me queda de la agencia de Hutte, el único

rastro de mi paso por esas tres habitaciones de un piso antiguo cuyas

ventanas daban a un patio. No tenía mucho más de veinte años. El despacho

de Hutte estaba en la habitación del fondo, con el archivador. ¿Por qué ese

«expediente» y no otro? Por las cosas en blanco seguramente. Y además no

estaba en el archivador, sino que ahí se había quedado, abandonado encima

del escritorio de Hutte. Un «caso», como decía él. que no estaba resuelto

aún —¿lo estaría alguna vez?—, el primero del que me habló la tarde en

que me cogió «a prueba», como dijo. Y unos cuantos meses después, otra

tarde a la misma hora, cuando había renunciado a ese trabajo y me fui

definitivamente de la agencia. metí a hurtadillas en la cartera, sin que Hutte

se diera cuenta y después de haberme despedido de él, la ficha, dentro de su

carpeta azul cielo, que rodaba por su escritorio. De recuerdo.

Sí, la primera misión que me encomendó Hutte tenía que ver con esa

ficha. Debía preguntarle a la portera de una casa del distrito 15 si sabía algo

de una tal Noëlle Lefebvre, una persona que le planteaba a Hutte un

problema por partida doble: no solo había desaparecido de la noche a la

mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera

identidad. Después de la portería. Hutte me encargó que pasara por una

oficina de Correos llevando una tarjeta que me había dado. Estaba el

nombre de Noëlle Lefebvre, sus señas y su foto y la usaba para recoger la

correspondencia en la ventanilla de lista de correos. La persona conocida

como Noëlle Lefebvre se la había dejado olvidada en su domicilio. Y

después tenía que ir a un café para saber si habían visto por allí a Noëlle

Lefebvre esa temporada, sentarme a una mesa y quedarme hasta media

tarde por si Noëlle Lefebvre se presentaba. Todo esto en el mismo barrio y

en el mismo día.

La portera del edificio tardó mucho en contestar. Estuve golpeando cada

vez más fuerte el cristal de la garita. Por la puerta a medio abrir apareció

una cara adormilada. De entrada, me dio la impresión de que ese nombre,

«Noëlle Lefebvre», no le sonaba de nada.

—¿La ha visto últimamente?

Acabó por decirme con tono seco:

—… No. caballero, llevo más de un mes sin verla.

No me atreví a hacerle más preguntas. Tampoco me habría dado tiempo

porque volvió a cerrar la puerta en el acto.

En la oficina de lista de correos, el hombre miró la tarjeta que le

presentaba.

—Pero usted no es Noëlle Lefebvre, caballero.

—Está fuera de París —le dije—. Me ha encargado que le recoja la

correspondencia.

Entonces se levantó y fue hacia una hilera de taquillas. Miró las pocas

cartas que había en ellas. Volvió y negó con la cabeza.

—No hay nada a nombre de Noëlle Lefebvre.

Ya solo me faltaba ir al café que me había indicado Hutte.

Primera hora de la tarde. Nadie en ese local pequeño salvo un hombre,

detrás de la barra, que estaba leyendo un periódico. No me vio entrar y

seguía leyendo. Yo no sabía ya cómo formular la pregunta. ¿Alargarle sin

más la tarjeta de lista de correos a nombre de Noëlle Lefebvre? Me sentía

violento en ese papel que me hacía interpretar Hutte y que encajaba mal con

mi timidez. Alzó la cabeza hacia mí.

—¿No ha visto a Noëlle Lefebvre estos días?

Me parecía estar hablando demasiado deprisa, tan deprisa que me comía

las palabras.

—¿Noëlle? No.

Me había contestado con tanta concisión que sentía la tentación de

hacerle otras preguntas relacionadas con esa persona. Pero temía despertar

su desconfianza. Me senté a una de las mesas de la terracita que había en la

acera. Vino a ver qué iba a tomar. Era el momento oportuno para hablarle y

averiguar más cosas. Se me agolpaban en la cabeza frases anodinas que

habrían podido sacarle respuestas concretas.

—Voy a esperarla por si acaso…, nunca se sabe con Noëlle… ¿Cree

usted que sigue viviendo en el barrio?… Ha quedado aquí conmigo,

¿sabe?… ¿Hace mucho que la conoce?

Pero cuando me trajo el refresco de granadina me quedé callado.

Me saqué del bolsillo la tarjeta que me había dado Hutte. Hoy, un siglo

después, he dejado de escribir por un momento en la página 12 del bloc

Clairefontaine para volver a mirar esta tarjeta que forma parte del

«expediente». «Certificado de emisión de la autorización para recibir

correspondencia sin sobretasa en lista de correos. Autorización n.° 1.

Apellido: Lefebvre. Nombre: Noëlle, residente en París 15.0. Calle y

número: Convention. 88. Fotografía del titular. Autorizado para recibir sin

sobretasa la correspondencia que se le envía a lista de correos.»

La foto es mucho mayor que una de fotomatón. Y está demasiado

oscura. Seria imposible decir el color de los ojos. Ni el del pelo: ¿negro,

castaño claro? En la terraza del café, aquella tarde, yo miraba fijamente, con

cuanta atención podía, esa cara cuyos rasgos se veían apenas y no tenía la

seguridad de poder reconocer a Noëlle Lefebvre.

Me acuerdo de que era a principios de primavera. La terracita estaba al

sol y, a ratos, el cielo se nublaba. Un alero, encima de la terraza, me

protegía de los chaparrones. Cuando se acercaba por la acera una silueta

que podría haber sido la de Noëlle Lefebvre, la seguía con la mirada a la

espera de ver si entraba en el café. ¿Por qué no me había dado Hutte

indicaciones más concretas sobre la manera de dirigirme a ella? «Ya se las

apañará. Esté a la mira para que sepa yo si sigue rondando por ese barrio»

La expresión «a la mira» me hizo soltar la carcajada. Y Hutte me contempló

en silencio, frunciendo el entrecejo, con expresión de reprocharme mi

frivolidad.

La tarde transcurría despacio y yo seguía sentado a una de las mesas de

la terraza. Me imaginaba los trayectos que haría Noëlle Lefebvre de su casa

a Correos, de Correos al café. Seguramente iba a otros sitios del barrio: un

cine, algunas tiendas… Dos o tres personas con las que se cruzase con

frecuencia por la calle podrían haber dado fe de su existencia. O una sola

cuya vida compartiera.

Me había dicho a mí mismo que iría a diario a la ventanilla de lista de

correos. Al final acabaría por caerme en las manos una carta, una de esas

cartas que nunca llegan al destinatario. Ausente sin dejar señas. O me

quedaría una temporada en el barrio. Cogería una habitación en un hotel.

Recorrería la zona entre el edificio donde vivía. Correos y el café y

ampliaría mi campo de observación con un movimiento concéntrico. Estaría

pendiente de las idas y venidas de la gente por las aceras y me familiarizaría

con sus caras, igual que quien acecha las oscilaciones de un péndulo y está

preparado para captar las ondas más furtivas. Bastaba con tener un poco de

paciencia y, en aquella época de mi vida, me sentía capaz de pasar horas

esperando bajo el sol y los chaparrones.

Habían entrado unos cuantos clientes en el café, pero no había

reconocido entre ellos a Noëlle Lefebvre. A través de la luna que tenía

detrás los observaba. Estaban en los asientos corridos, menos uno que

estaba delante de la barra y hablaba con el dueño. En ese me había fijado

cuando llegó. Debía de tener mi edad, en cualquier caso no más de

veinticinco años. Era alto, moreno. y llevaba una chaqueta de piel vuelta,

forrada de borreguito. El dueño me señalaba con un ademán casi

imperceptible y él había clavado la vista en mí. Pero con la luna que nos

separaba me resultaba fácil desviar un poco la cabeza, hacer como si no

hubiera notado nada.

—Caballero, por favor…, caballero…

Oigo a veces esas palabras en mis sueños, pronunciadas con un tono de

fingida suavidad, pero en las que apuntaba una amenaza. Era el joven del

forro de borreguito. Yo hacía como que no me enteraba.

—Por favor…, caballero…

El tono era más seco, como de alguien que te hubiera pillado con las

manos en la masa. Alcé la cabeza hacia él.

—Caballero…

Me extrañaba esa palabra, «caballero», que usaba aunque tuviéramos la

misma edad. Tenía la cara crispada y le notaba cierta desconfianza hacia mí.

Le sonreí de oreja a oreja, pero esa sonrisa parecía exasperarlo.

—Me han dicho que buscaba a Noëlle…

Estaba parado delante de mi mesa, como si quisiera provocarme.

—Sí. A lo mejor puede decirme qué es de ella…

—Y eso ¿a título de qué? —me preguntó con voz altanera.

Me estaban entrando ganas de levantarme y dejarlo allí plantado.

—¿A título de qué? Bueno, pues es una amiga. Me encargó que fuera a

recogerle la correspondencia a lista de correos.

Le enseñé la tarjeta en la que estaba grapada la foto de Noëlle Lefebvre.

—¿La reconoce?

Miraba la foto. Luego alargó el brazo como si quisiera coger la tarjeta,

pero se lo impedí con un gesto brusco.

Acabó por sentarse a mi mesa, o más bien se desplomó en la silla de

mimbre. Yo me daba cuenta de que ahora me tomaba en serio.

—No lo entiendo… ¿Iba a buscar su correspondencia a lista de correos?

—Sí, a una oficina de Correos que está algo más arriba, en la calle de la

Convention.

—¿Roger estaba enterado?

—¿Roger? ¿Qué Roger?

—¿No conoce a su marido?

—No.

Pensé que había leído demasiado deprisa la ficha en el despacho de

Hutte, una ficha muy breve, tres párrafos apenas. Sin embargo, me parecía

que no se especificaba que Noëlle Lefebvre estuviera casada.

—¿Se refiere a alguien llamado Roger Lefebvre? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—De ninguna manera. Su marido se llama Roger Behaviour… Y usted

¿quién es exactamente?

Había arrimado la cara a la mía y me clavaba los ojos con mirada

insolente.

—Un amigo de Noëlle Lefebvre… La conocí con su apellido de

soltera…

Lo había dicho con una voz tan tranquila que se suavizó un poco.

—Es curioso que nunca lo haya visto con Noëlle…

—Me llamo Eyben, Jean Eyben. Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos

meses. Nunca me dijo que estuviera casada.

Él guardaba silencio y parecía realmente decepcionado.

—Me pidió que fuese a recogerle la correspondencia a lista de correos.

Pensaba que no vivía ya en este barrio.

—Pues sí —dijo él con voz seria—. Vivía en este barrio con Roger. En

el 13 de la calle de Vaugelas. Desde entonces he dejado de saber de ella.

—¿Y usted cómo se llama?

Me arrepentí en el acto de haberle hecho esa pregunta de forma tan

brusca.

—Gérard Mourade.

Desde luego en la ficha de Hutte había muchas lagunas. No se

mencionaba para nada a un Gérard Mourade. Como tampoco a un Roger

Behaviour, el supuesto marido de Noëlle Lefebvre.

—¿Noëlle no le habló nunca ni de Roger ni de mí? No deja de ser raro.

Me llamo Gé-rard Mou-rade…

Había repetido su nombre muy alto, separando las sílabas, como si

quisiera convencerme de forma definitiva de su identidad y despertar en mí

un recuerdo perdido, o más bien convencerme de la importancia de Gérard

Mourade.

—… Me da la impresión de que no estamos hablando de la misma

persona…

Me entraban ganas de contestarle, para tranquilizarlo, que tenía razón y

que, bien pensado, había seguramente en Francia muchas Noëlle Lefebvre.

Y nos habríamos separado tras tan reconfortantes palabras.

Intento a trancas y barrancas transcribir el diálogo que mantuve esa

tarde con el llamado Gérard Mourade, pero solo quedan retazos después de

tantos años. Me habría gustado que todo se hubiera grabado en una cinta

magnetofónica. Así. al oírlo ahora, no habría tenido la sensación de que

nuestra conversación había ocurrido mucho antes, en el pasado, sino que

pertenecía a un presente eterno. Se habría oído de ruido de fondo, y para

siempre, el bullicio de una tarde de primavera en la calle de la Convention e

incluso cómo voceaban unos niños que volvían de la escuela próxima, niños

que hoy se habrían convertido en adultos de cierta edad. Y esa bocanada de

presente, al haber conseguido cruzar intacta por casi medio siglo, me habría

permitido entender mejor cuál era mi estado de ánimo por entonces. Hutte

me había ofrecido una colocación en su agencia —una colocación la mar de

subalterna— pero yo no quería de ninguna manera encarrilarme por ahí.

Había pensado que ese trabajo provisional me iba a proporcionar una

documentación que podría servirme de inspiración más adelante si me

dedicaba a la literatura. La escuela de la vida, como quien dice.

Hutte me había explicado que había ido a verlo hacía unas cuantas

semanas un «cliente» cuyo nombre figuraba en el encabezamiento de la

ficha: Brainos, avenida de Victor-Hugo, 194. Este le había pedido que

investigase la desaparición de Noëlle Lefebvre. Y yo, en cuanto me vi en

una ventanilla de lista de correos, tuve la esperanza de que una carta o un

telegrama dirigido a esa Noëlle Lefebvre nos pusiera sobre la pista En la

terraza del café, y según iba pasando el tiempo, me había vuelto la

esperanza. Estaba casi seguro de que iba a aparecer de un momento a otro.

Era media tarde. Gérard Mourade seguía sentado enfrente de mí.

—Hablamos de la misma persona —le dije.

Volví a alargarle la tarjeta de lista de correos. Se quedó mirándola

mucho rato.

—Sí que es ella. Pero ¿por qué calle de la Convention? Vivía con Roger

en la calle de Vaugelas.

—¿No le parece que sería su dirección antes de casarse?

—Roger me dijo que Noëlle Lefebvre acababa de llegar a París cuando

él la conoció.

La información que había reunido Hutte era aproximativa. Seguramente

había redactado la ficha deprisa y corriendo, igual que un mal estudiante la

tarea de vacaciones cotidiana.

—Pero ¿y usted? Me gustaría mucho saber dónde conoció a Noëlle…

Volvía a mirarme con ojos desconfiados. Estuve tentado de decirle la

verdad, porque, al final, ese juego del ratón y el gato me cansaba. Busqué

las palabras: ficha…, agencia… Esas palabras me parecían embarazosas. E

incluso el apellido «Hutte» me hacía sentirme molesto por culpa de una

sonoridad intranquilizadora que hasta ahora no había tenido. No dije nada.

Me contuve a tiempo. Después creo que notaba el mismo alivio por no

haberle revelado mi verdadero rostro que quien ha pasado por encima del

parapeto de un puente para arrojarse al vacío y ha renunciado a hacerlo. Sí,

alivio. Y también una leve sensación de vértigo.

—Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos meses, en casa de un tal Brainos.

Era el nombre de la persona que había ido a ver a Hutte y quería saber

los motivos de la desaparición de Noëlle Lefebvre. Pero yo no estaba ese

día en la agencia. Hutte no me había dado ninguna descripción de ese

hombre.

—¿Conoce al Brainos ese? —le pregunté.

—En absoluto. Nunca he oído ese apellido en labios de Noëlle o de

Roger.

Seguramente estaba esperando que le diera detalles sobre ese hombre,

pero yo no sabia nada de él. Y la ficha donde se citaba su nombre solo

especificaba las señas: avenida de Victor-Hugo, 194. Ya podría Hutte

haberme proporcionado alguna aclaración acerca de su «cliente» antes de

ponerme a trabajar sobre el terreno.

Lo que tenía que hacer era inventarme algo y predicar con la mentira

para intentar enterarme de la verdad. Por supuesto, siempre me había

gustado meterme en la vida de los demás, por curiosidad y también por una

necesidad de entenderlos mejor y de desenredar los hilos embrollados de

sus vidas, cosa que con frecuencia eran incapaces de hacer ellos en persona

porque vivían la vida de demasiado cerca mientras que yo contaba con la

ventaja de ser un simple espectador, o más bien un testigo, como se diría en

lenguaje jurídico.

—Brainos… es un médico… Conocí a Noëlle Lefebvre una tarde del

pasado mes de mayo en la sala de espera de ese médico.

Había fruncido las cejas, con cara de creerme a medias.

—En el 194 de la avenida de Victor-Hugo… El pasado mayo…

Yo intentaba dar con otros detalles para convencerlo mejor de que no

estaba mintiendo, pero reconozco que aquel día me costaba entregarme a

esa actividad. ¿Habría perdido la maña?

—Creo que contaba con ese doctor Brainos para que le diera una receta.

—¿Una receta de qué?

Era incapaz de contestar. Habría debido, antes de coger el metro hasta la

estación de Javel, escribir unas cuantas notas en una libreta, algo así como

una chuleta. No improvisar… «Doctor Brainos»… No sonaba natural.

—Se sentía ansiosa… Estaba preocupada con el trabajo… Necesitaba

tranquilizantes…

—¿Usted cree? Sin embargo, le había supuesto un alivio haber

encontrado un empleo en Lancel…

¿Lancel? A lo mejor se trataba de esa tienda grande de artículos de piel

de la plaza de l'Opéra. Había llegado el momento de arriesgarse para saber

más, de marcarse un farol, como dicen los jugadores de póquer.

—Me decía que no le gustaba el trayecto en metro todas las mañanas y

todas las tardes para ir a trabajar… De su casa a Lancel, en la plaza de

l’Opéra, hay lo menos dos transbordos, ¿no?

Él asentía con la cabeza como si estuviera de acuerdo. Sí, había dado en

el clavo. Y, sin embargo, no me sentía ya con valor, a mediados de aquella

tarde, de seguir con aquel juego. Corría el riesgo de extraviarme de verdad a

fuerza de avanzar a tientas.

—Es verdad —me dijo— se quejaba muchas veces de los trayectos en

metro hasta Lancel. No resultaba práctico viviendo en este barrio…

—Y Roger ¿en qué trabajaba?

Había hecho la pregunta con voz distraída, como si no le diera

importancia alguna. Era un sistema que me había indicado Hutte para hacer

hablar a la gente. «Si no», me decía, «existe el riesgo de que se encrespen.»

—¿Roger? Ah, pues hacía un poco de todo. Cuando lo conocí estaba de

conductor en una empresa de mudanzas… Y luego en Oréve, una floristería

del distrito 16… Hace unos meses le salió un trabajo de ayudante de regidor

en un teatro… gracias a mí…

Al enumerar los diferentes empleos del tal Roger parecía sentir por él

cierta admiración.

—Roger siempre salía a flote…

Aparentemente, era una expresión que Roger y él debían de repetir con

frecuencia, algo así como una contraseña. Pero, nada más decirla, se le heló

la sonrisa…

—Y ahora quién sabe por dónde andará… La última vez que lo vi, me

dijo que se iba a buscar a Noëlle…

—¿Desapareció ella primero? —pregunté.

—Sí, una noche no volvió a la calle de Vaugelas. Al día siguiente,

tampoco. Fui con Roger a Lancel. Allí no estaban enterados de nada.

—¿Y no tienen ninguna idea, ni usted ni su marido, de qué ha podido

pasar?

Había escogido una forma de decirlo muy general: «qué ha podido

pasar», para que se sintiera libre de hacerme una confidencia o una

confesión. Era también algo que me había enseñado Hutte: no hacer

preguntas demasiado concretas. Evitar por completo la agresividad durante

un interrogatorio. Que las cosas fueran saliendo «por las buenas».

Creí notarle cierto malestar, un titubeo.

—¿Qué quiere decir con «qué ha podido pasar»?

Sí, estaba claro que se sentía violento, como si sospechase que yo sabía

algo. Pero ¿qué? Preferí contestarle encogiéndome de hombros. En silencio.

—¿Y usted a qué se dedica en la vida?

Había adoptado un tono intrascendente. Le sonreía. Notaba que había

vuelto a despertar su desconfianza y que a lo mejor me estaba ocultando

algún detalle referido a Noëlle Lefebvre, a su marido y a él mismo. Dos

personas no desaparecen tan deprisa sin que alguno de sus allegados tenga

una idea, aunque sea confusa, al respecto.

—¿Yo? Soy actor. Llevo un año matriculado en la academia Paupelix.

—¿Y qué tal le va?

Seguramente me había faltado tacto al hacerle esa pregunta demasiado

brusca.

—Trabajo de extra en películas —me dijo, muy seco—. Así puedo

pagar las clases.

Nunca había oído hablar de la academia Paupelix. Los siguientes días

me informé sobre ella, así que ahora puedo escribir el nombre sin faltas de

ortografía: Paupelix, profesor de arte dramático, calle de L’Arcade, 37.

París distrito 8. Y saberlo me aclaraba algunas expresiones de la cara,

algunas posturas y algunos gestos que se pasaban un poco de estudiados

que yo le había notado y que debían de haberle enseñado en la academia

Paupelix.

—Pero entonces ¿veía usted con frecuencia a Noëlle? De verdad que no

entiendo por qué no le habló nunca de Roger…

Seguramente estaba intentando saber qué tipo de relación existía entre

Noëlle Lefebvre y yo y eso lo intranquilizaba.

—Algo le contaría de su vida.

—Nada de nada —le dije— Solo nos vimos dos o tres veces, a última

hora de la tarde, cuando salía de trabajar en Lancel… En el café de

enfrente, en el bulevar de Les Capucines…

Al principio de la ficha figuraban la fecha y el lugar de nacimiento, pero

este último de manera imprecisa: «un pueblo de los alrededores de Annecy.

Alta Saboya».

—Nos dimos cuenta de que éramos de la misma zona. Por la parte de

Annecy. Lo mencionábamos con frecuencia.

Parecía ignorar ese detalle de la vida de Noëlle Lefebvre y no darle

importancia alguna. Pero yo estaba seguro de que Hutte habría pensado lo

mismo que yo: hay que saber siempre en qué barrio y en qué pueblo ha

nacido la gente.

—Y las cartas de lista de correos que le mandaba a recoger, ¿quién se

las escribiría?

—Ni idea. En el sobre de esas cartas me fijé en que era siempre la

misma letra… con tinta azul Florida…

Me pregunté si valía de algo inventarse detalles así. Habría querido que

él también pudiera darme algunas precisiones más acerca de Noëlle

Lefebvre. Pero no surgía nada.

—¿Tinta azul Florida…?

Por unos segundos creí que le había sugerido una pista. Pero no fue así.

Era sencillamente que no entendía lo que quería decir «azul Florida».

—Un azul muy claro —le dije.

—¿Y esas cartas venían de Francia o del extranjero?

Me había hecho la pregunta como si él también estuviera realizando una

investigación.

—Por desgracia no me fijé en los sellos.

—Si lo hubiera sabido, le habría dicho a Roger que no se fiara de ella…

Se le había puesto la voz metálica y la mirada, muy dura. ¿Ese cambio

violento de expresión le salía espontáneamente o lo había aprendido en la

academia Paupelix?

Intento con la mayor exactitud posible poner por escrito las palabras que

cruzamos aquel día. Pero muchas de ellas se me han ido. Todas esas

palabras perdidas, unas cuantas que ha dicho uno, las que ha oído y de las

que no le ha quedado recuerdo y otras que le dijeron y en las que no se fijó

en absoluto… Y a veces, al despertarte, o muy entrada la noche, una frase te

vuelve a la memoria, pero ignoras quién te la cuchicheó en el pasado.

Miró el reloj de pulsera y se puso de pie bruscamente.

—Tengo que ir a la calle de Vaugelas… A lo mejor hay alguna novedad

sobre Roger y Noëlle.

¿Esperaba que hubiera correspondencia metida por debajo de la puerta,

como yo, hacía un rato, en lista de correos?

—¿Puedo acompañarlo?

—Si le apetece… Roger me había dado una llave del piso.

—¿Noëlle venía con frecuencia a este café?

Y me sorprendió haberla llamado por primera vez por el nombre de pila.

—Sí, Roger y yo quedábamos con ella aquí, a última hora de la tarde,

cuando salía de trabajar de Lancel. Me alegraba tanto de que Roger se

hubiera casado… ¿Sabe? No había ninguna rivalidad por Roger entre

Noëlle y yo.

Por lo visto, no había podido evitar el hacerme esa confidencia, pero

noté que ya estaba arrepentido por el repentino apuro que se le veía en la

mirada.

íbamos por la calle de la Convention, hacia el este, y no me hace falta

en la actualidad mirar un plano de París para caer en la cuenta de que

andábamos hacia el centro, hasta el final de Vaugirard.

—Tardaremos como un cuarto de hora a pie —me dijo—. ¿No le

importa?

Era la primera vez que me mostraba cierta simpatía. ¿Le resultaba un

alivio andar en compañía de alguien a esa hora en que va cayendo la noche

y la desaparición de Noëlle Lefebvre y Roger Behaviour debía de pesarle

más que en cualquier otro momento del día? Y yo me decía también que esa

caminata con él por aquel barrio me ayudaría a entender qué vida llevaban

esas tres personas. La otra tarde, al alargarme la ficha en su carpeta azul

cielo. Hutte había sonreído irónicamente. «Le toca jugar a usted. amiguito.

¡Apáñeselas! No hay nada como una investigación sobre el terreno.»

Estábamos pasando por delante de la oficina de Correos donde había

tenido la esperanza, a primera hora de la tarde, de que me entregasen una

carta dirigida a Noëlle Lefebvre. La oficina aún estaba abierta. Iba a

proponerle a Gérard Mourade presentarme otra vez en la ventanilla de lista

de correos. A lo mejor había un reparto vespertino. Pero me contuve a

tiempo. Prefería ir solo en los días siguientes. La verdad es que no veía por

qué iba a meter demasiado a aquel individuo en mi investigación. A partir

de ahora era una cuestión íntima entre Noëlle Lefebvre y yo.

—En resumidas cuentas —le dije—, aquí vivían como en un barrio.

Intentaba saber a qué sitios iban los tres y a qué gente veían.

—Durante el día, no. Cuando nos juntábamos era por la noche.

—¿Y usted también vive por aquí?

—Sí, en un apartamento del muelle de Grenelle. Cerca de una discoteca

adonde íbamos porque a Noëlle le gustaba el sitio.

—¿Una discoteca?

—La discoteca de La Marine, en el muelle. Y eso que Roger y yo no

bailábamos nunca.

Me sorprendió ese comentario que había hecho con voz muy seria

—¿No bailaban nunca?

Creo que utilicé un tono irónico. Pero él aparentemente no estaba de

humor para reírse. Saqué la conclusión de que la discoteca de La Marine no

era lugar de su agrado.

—Roger conocía al gerente… ¿Noëlle no se lo mencionó nunca?

Me había hecho la pregunta como si se tratase de un asunto delicado.

—No, nunca… Ya le he dicho que Noëlle no me hablaba de su vida

personal… sino de cosas intrascendentes. De Annecy, por ejemplo, que

conocíamos los dos.

Parecía aliviado. A lo mejor había aludido a esa discoteca y a su

«gerente» para tantear el terreno y para saber si Noëlle Lefebvre me había

contado algo comprometedor.

—Roger había conocido al gerente cuando trabajaba en aquella empresa

de mudanzas… y ya está…

Tuve la impresión de que no valía de nada pedirle más detalles. No iba a

contestar.

El resto del camino anduvimos juntos en silencio. Para que se me

quedasen en la memoria los pocos nombres que me había dado relacionados

con Noëlle Lefebvre y que no figuraban en la ficha me los iba repitiendo:

Roger Behaviour, Lancel, la discoteca de La Marine… Con eso no me

bastaría. Harían falta más detalles que parecerían a primera vista sin

relación entre sí hasta el momento en que se reunieran muchas piezas del

puzle. Y ya solo quedaría ordenarlas para que el conjunto fuera saliendo

poco a poco a la luz.

—Podemos acortar por ahí —me dijo.

Habíamos llegado a la mitad de la calle de Olivier-de-Serres y me

indicaba un callejón que se internaba entre los edificios. Me parece, con la

perspectiva del paso del tiempo, que tenía árboles y que había crecido la

hierba entre los adoquines. Hoy lo veo como un camino campestre, quizá

porque era de noche. Cruzamos el patio de un edificio y salimos por una

puerta cochera a la calle de Vaugelas.

En la planta baja, tres habitaciones pequeñas. La ventana de una daba a

la calle. No estaban corridas las cortinas, así que un transeúnte podría

habernos visto a Gérard Mourade y a mí. A veces, en mis sueños, ese

transeúnte soy yo. La noche pasada, seguramente porque había escrito las

páginas anteriores durante el día, iba otra vez por el camino campestre, por

entre los edificios. Había luz en la ventana del piso. Pegando la frente a la

ventana, veía de dónde venía: de la puerta entornada del dormitorio. ¿La

lámpara de la mesilla que se habían olvidado de apagar? En el momento en

que iba a dar unos golpes en el cristal me desperté.

Estábamos en la habitacioncita cuya ventana daba al patio. Gérard

Mourade había encendido la lámpara, encima de una mesa baja. Esa

habitación debía de hacer las veces de salón. Un sofá y dos sillones de

cuero.

—Queda algo de ropa de Noëlle en un armario —me dijo Mourade—.

Roger se llevó todas sus cosas como si no quisiera volver.

Ese detalle parecía preocuparlo mucho. Estaba a mi lado y en silencio.

—No deja de ser raro que ninguno de los dos le den señales de vida —le

dije.

No se movía, absorto en sus pensamientos.

—¿Se queda aquí un momento? —me dijo— Voy a ver al vecino de

arriba. Roger lo conocía mucho. A lo mejor tiene alguna noticia.

Pero me daba la impresión de que no estaba nada convencido y que

había dicho esa frase para tranquilizarse.

Así que me quedé solo en el saloncito cuya ventana daba al patio.

Apagué la lámpara y por la puerta entornada me colé en la habitación que

daba a la calle. Una cama bastante ancha y una librería baja pegada a la

pared. No encendí la lámpara de cabecera por temor a que un transeúnte me

viera por los cristales.

Una claridad imprecisa venía de la ventana y con eso me bastaba. Me

senté al filo de la cama, pegado a la mesilla de noche, como si tirase de mí

un imán y estuviera recuperando las costumbres de una vida anterior.

Saqué el cajón de la mesilla de noche. Medía la mitad que esta, así que

dejaba sitio para un doble fondo. Estiré el brazo y encontré una libreta con

tapas de cartón que habían escondido allí. Volví a colocar el cajón en su

sitio, y cuando estaba con la libreta en la mano oí a Gérard Mourade cerrar

la puerta de la calle.

—¿Está ahí? ¿Está en el cuarto de Noëlle y Roger?

No le contesté. Me metí la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta y

me reuní con él.

—¿Porqué ha apagado?

—Me daba miedo que me tomasen por un ladrón si veían luz en la

ventana.

Habría podido enseñarle la libreta, pero me dije que no habría entendido

mi comportamiento. Y, además, ¿cómo explicárselo? Había actuado como

un sonámbulo, en estado de trance, y sin embargo se trataba de un gesto

concreto y espontáneo, como si hubiera sabido de antemano que detrás del

cajón había un doble fondo en esa mesilla de noche y que allí habían

escondido algo. Hutte me había explicado que una de las virtudes

necesarias para su oficio era la intuición. Y para entender mi gesto de esa

noche miro un diccionario en este preciso momento: «Intuición: forma de

conocimiento inmediato que no recurre al raciocinio.»

—¿Hay noticias? —le pregunté.

—Ninguna.

Tuve la esperanza de que en esa libreta que acababa de encontrar se

abriera una puerta que encaminase hacia Noëlle Lefebvre.

—Tendría que pedir información a otras personas que los hayan

conocido.

Se encogió de hombros. Ni siquiera se le ocurría encender la lámpara y

estábamos los dos en penumbra en medio del saloncito.

—¿Se llevaba bien con su marido?

—Sí, muy bien. Si no, no le habría aconsejado a Roger que se casase

con ella.

Había recobrado la voz altanera.

—¿Y a Roger Behaviour y a usted nunca se les ocurrió avisar a la

policía de su desaparición?

—¿A la policía? ¿Por qué?

Definitivamente de él no podía sacar gran cosa. Trepaba por una

pendiente resbaladiza sin tener ningún punto de apoyo. Por un momento

sentí la tentación de sacar la libreta del bolsillo interior de la chaqueta y

proponerle que descubriéramos juntos lo que Noëlle Lefebvre había escrito

en ella, porque estaba seguro de que esa libreta era de ella.

—¿Y usted? Ya que se habían conocido, a lo mejor le da señales de

vida.

De pronto parecía desvalido y me miraba fijamente con incertidumbre.

¿Quería hacerme más confidencias?

Así que se creía todo lo que le había dicho de Noëlle Lefebvre. Y yo

tenía por entonces tal facilidad para meterme en la vida de los demás que

me pregunté si no la habría conocido en aquel café del bulevar de Les

Capucines, a última hora de la tarde, después del trabajo.

—Si me da señales de vida —le dije—, no dejaré de avisarle.

Nos quedamos aún los dos unos momentos de pie en la penumbra. A lo

mejor tenía la misma sensación que yo; la de haber cometido un

allanamiento de morada en un piso vacío y abandonado y cuyos últimos

inquilinos no habían dejado rastro alguno de su paso por él.

Una agenda de tela negra con el año en caracteres dorados.

Esa misma noche copié en una hoja en blanco lo poco que Noëlle

Lefebvre había anotado en ella. Esa agenda era suya, puesto que ponía su

nombre en la parte de arriba de la página de guarda, con la misma letra

grande y la misma tinta azul que todo lo demás.

La última anotación era del 5 de julio: Estación de Lyon. 9 50 h. Entre

enero y junio unos cuantos nombres, unos cuantos lugares y horas de citas:

7 de enero - Hotel Bradford 19 h

16 de enero - Cook de Witting

12 de febrero - André Roger y Petit Pierre calle de Vitruve

14 de febrero - MM Durac bulevar de Brune

17 de febrero - La Caja de Magia calle de La Félicité 13, dist.

17, 20 h

21 de marzo - Jeanne Faber

17 de abril - Josée, calle de Yvon-Villarceau 16 h

15 de mayo - Pierre Mollichi, Georges. discoteca de La Marine

19 h

7 de junio - Anita Tel: PRO 76 74

8 de junio - telefonear al Sr. Bruneau

En la fecha del 10 de junio había copiado un poema:

Encima del tejado, el cielo,

¡azul, tranquilo)

Encima del tejado un árbol

y su abanico.

Cantidades de dinero, no con números, sino en letras:

3 de enero Seiscientos francos

14 de febrero Mil setecientos francos

En la fecha del 11 de febrero:

Tren llegada a Vierzon 17 h 27 Pruniers-en-Sologne - castillo de

Chéne-Moreau.

En la fecha del 16 de abril una anotación, la más larga de todas las de la

agenda:

Preguntar de parte de Georges a Marión Le Phat Vinh si puede

encontrarle trabajo a Roger en su sociedad de transportes (Viot et

Cie., calle de Cognacq-Jay, 5)

Y esta frase el 28 de junio, escrita con una letra mucho más grande que

de costumbre:

Si lo hubiera sabido…

Esto completaba la ficha de Hutte, así como los nombres que anoté en

cuanto volví al distrito 15.

Roger Behaviour

Gérard Mourade

Academia Paupelix

Lancel

Calle de Vaugelas, 13

Discoteca de La Marine

Poca cosa. Los siguientes días fui a las direcciones que Noëlle Lefebvre

había escrito en la agenda. Desgraciadamente sin número. Y la tarde en que

fui a parar al bulevar de Brune, entre dos hileras de bloques compactos que

me parecía que se prolongaban hasta el infinito, comprendí que no tenía

ninguna probabilidad de localizar a Miki Durac en ese bulevar, ni tampoco

a Andrée Roger y Petit Pierre en la calle de Vitruve. El teléfono PRO 76 74

ya no lo cogía nadie. Ninguna Anita. Imposible identificar los nombres de

pila sin señas. Confieso que no tuve valor para ir a la calle de YvonVillarceau.

Me limité a mirar la guía y marcar los diferentes números de

teléfono del número 5. Y decir en todas las ocasiones: «¿Podría hablar con

Josée?» Pero después de tres respuestas negativas, me cansé de repetir esa

frase. En resumidas cuentas, la agenda daba la misma impresión de

vaguedad que la ficha que había redactado Hutte y que tenía tan pocos

detalles. La fecha y el sitio aproximado de nacimiento de Noëlle Lefebvre,

su supuesto domicilio, en el 88 de la calle de la Convention, en el distrito

15, el tal Brainos que le había entregado a Hutte la tarjeta que usaba ella

para ir a buscar la correspondencia a lista de correos. Y el tal Brainos, sin

que se mencionase nada más acerca de él, decía de sí mismo que era «un

amigo de Noëlle Lefebvre».

Sí, definitivamente había cosas en blanco en esa vida. Más incluso que

al leer la ficha incompleta en la carpeta azul cielo, esa idea se me había

venido a la cabeza al hojear las muchas páginas intactas de la agenda. De

trescientos sesenta y cinco días, solo le habían interesado unos veinte a

Noëlle Lefebvre, y con indicaciones muy breves, con su letra grande, los

había sacado de la nada. Nunca sabría nadie cuáles habían sido sus horarios

y sus ocupaciones, las personas a quienes había visto ni los sitios en que

había estado los demás días. Y. de entre todas esas páginas blancas y vacías,

yo no podía apartar la vista de la frase que siempre me sorprendía cuando

hojeaba la agenda: «Si lo hubiera sabido…» Hubiérase dicho una voz que

quebraba el silencio, alguien que habría querido hacernos una confidencia,

pero que había renunciado a ello o a quien no le había dado tiempo.

La investigación no progresaba. Una tarde iba andando una vez más por

la calle de la Convention hasta la oficina de Correos con la esperanza de no

cruzarme con Mourade. Esperaba ante la ventanilla de lista de correos. El

hombre cogió una carta del casillero después de mirar la tarjeta de Noëlle

Lefebvre. Volvió donde estaba yo y me hizo firmar en un registro. Me pidió

la documentación. Le enseñé mi pasaporte belga. Pareció sorprenderse, fue

pasando despacio las hojas y volvió a cerrar el pasaporte sin apartar la vista

de las tapas verde claro como si sospechase que aquel documento era falso.

Pensé que no me iba a dar la carta de ninguna manera. Pero me alargó con

un ademán brusco el pasaporte belga, la tarjeta de Noëlle Lefebvre y la

carta.

Al salir, me fui en sentido contrario por la calle de la Convention. Me

había metido la carta en uno de los bolsillos de la chaqueta y andaba con

paso rápido, con el paso de alguien que siente que lo van siguiendo. Otra

vez temía encontrarme con Mourade. Hasta que no dejé atrás la orilla

izquierda del río y estuve en el puente Mirabeau no abrí la carta.

Noëlle:

Después de nuestra última charla por teléfono, no sabia muy

bien si querías ver de nuevo a Sancho y volver con él a Roma. Sería

para ti la mejor solución.

Sandio creía que te habías reconciliado definitivamente con él

cuando volvisteis a veros el mes pasado en La Caravelle y lo ha

decepcionado mucho que no hayas vuelto a darle señales de vida.

He pasado por el piso de la calle de la Convention, pero lo he

encontrado vacío y por lo visto te has mudado. Te habías dejado la

tarjeta de lista de correos Como no sé dónde localizarte ahora,

espero que todavía sigas yendo a recoger la correspondencia. ¿con

el carnet de identidad? Te mando por si acaso esta carta a lista de

correos y por lo demás, me pregunto por qué tenías tanto interés en

que te escribieran allí y de qué ciase de cartas podía tratarse. Te

recuerdo que nunca le he dado tus señas a Sancho como te prometí,

ni le dije que habías encontrado un trabajo en Lancel. Pero mi

objetivo ha sido siempre reuniros a los dos y me parece que ha

llegado el momento Esta situación no puede durar y lo digo por tu

bien.

Valdría más que vinieras a Chêne-Moreau y que te quedases una

temporada. Sancho se reuniría allí contigo y volveríais a Roma.

Si recibes esta carta, dime qué te parece y toma deprisa una

decisión. Paul Morihien Iría a buscarte a la estación de Vierzon.

Llámame por teléfono lo antes posible.

GEORGES

P. D.: Si quieres dejarme un recado o hablar conmigo, siempre

puedes ir a ver a Pierre Mollichi a su despacho de la discoteca de

La Marine como ya has hecho otras veces.

En el sobre iba el matasellos de «París — calle de Anjou».

Esa noche le enseñé la carta a Hutte y le hice notar que los nombres

«Vierzon» y «Chêne—Moreau» aparecían también en la agenda de Noëlle

Lefebvre.

—¿Le parece que ha dado con una pista?

Tenía un tono tan desengañado que me hizo perder de golpe toda mi

radiante confianza. Como si le supusiera una carga, descolgó el teléfono.

—Querría que me diera el número del castillo de Chêne-Moreau en

Pruniers-en-Sologne.

Hubo una larga espera durante la que yo temía que colgase.

—¡Ah, ya!… Muy bien…

Se cruzaba de brazos y me miraba con una sonrisa condescendiente.

—Ya no tienen teléfono en el castillo de Chêne-Moreau.

Notaba mi decepción. Añadió:

—A lo mejor bastaría con saber el nombre del dueño.

Pero no parecía que esa gestión lo convenciera mucho.

—¿Y sabe usted algo de ese tal Brainos que vino a verlo? —le pregunté.

—Pues claro…, se me ha olvidado decírselo… Tengo que reconocer

que esta historia no es que me despierte una gran pasión…

Hojeaba con el índice el calendario de sobremesa que tenía encima del

escritorio.

—Debió de venir la semana pasada el tal Brainos, ¿no?

Cuando dio con el día, se inclinó para leer lo que había apuntado:

—Brainos, George, avenida de Victor-Hugo, 194. Reside en París, pero

por lo visto ha dirigido salas de cine en Bruselas.

Suspiró, como quien acaba de hacer un tremendo esfuerzo.

—Un hombre muy poco claro. Cincuentón. Parecía muy alterado por la

desaparición de Noëlle Lefebvre.

Abría la carpeta azul cielo donde estaban juntas la ficha, la tarjeta con la

foto de Noëlle Lefebvre y las notas que había tomado yo después de mi

investigación sobre el terreno, como decía él. Y la carta de lista de correos

que firmaba Georges Brainos.

—Le agradezco su información complementaria. Ese Brainos no me

había especificado que estaba casada ni que trabajaba en Lancel.

Me sonreía con sonrisa un poco apurada. Parecía estar escogiendo las

palabras para no herirme.

—Mire, hijito, no creo que este caso sea interesante. Va a dar mucho

trabajo para nada. Ese hombre no me parece un cliente muy de fiar. ¿Está

usted decepcionado? Se merece algo mejor. Le encargaré dentro de poco un

expediente de más consistencia.

Pero resultaba que no, que yo no me colocaba en absoluto en un plano

profesional. La desaparición de Noëlle Lefebvre despertaba en mí ecos

mucho más hondos, tan hondos que me habría costado trabajo aclararlos.

—Está en un error —le dije—. No estoy decepcionado.

Estaba incluso aliviado al pensar que se iba a desinteresar de ese caso.

En adelante ya era solo cosa mía. Ya no tenía que rendirle cuentas. Me

dejaba el campo libre.

Sí, eso era lo que pensaba entonces. Pero ahora, en este momento en

que estoy escribiendo y vuelvo a verme delante de Hutte, que se apoyaba

con los brazos cruzados en el filo del escritorio y me clavaba los ojos azul

ultramar con una atención paternal, siento la necesidad de rectificar las

anteriores líneas. Fue él quien me metió deliberadamente en mi

investigación. Sin decirme ni palabra, lo sabía todo desde el principio, pero

no quiso presentarme sino un expediente incompleto. A lo mejor había

adivinado hasta qué punto estaba yo implicado en aquel «caso» y habría

podido en pocas palabras revelarme los mínimos detalles e iluminarme

sobre mí mismo. «Le encargaré dentro de poco un expediente de más

consistencia» Yo era demasiado joven por entonces para entender el sentido

de esa frase. Era una forma discreta y afectuosa de retirarse y de dejarme

que recorriera el camino yo solo. Me tenía aprecio. Me había dado unos

cuantos indicios. A mí me correspondía seguir adelante con el trabajo.

Estaba llegando a la edad en que hay que tomar responsabilidades. Si me

dejaba el campo libre es porque había adivinado que iba a escribir todo esto

más adelante.

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