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sábado, 12 de agosto de 2023

MODIANO PATRICK TINTA SIMPÁTICA NOVELA FRAGMENTO

 



Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que

es el olvido absoluto y de esa hermosa casualidad en que se convierte

entonces el recuerdo.

MAURICE BLANCHOT

Hay cosas en blanco en esta vida, cosas en blanco que se intuyen al abrir el

«expediente»: una simple ficha en una carpeta de un color azul cielo que se

ha desvaído con el tiempo. Casi blanco también, ese antiguo azul cielo. Y la

palabra «expediente» está escrita en el centro de la carpeta. Con tinta negra.

Es el último vestigio que me queda de la agencia de Hutte, el único

rastro de mi paso por esas tres habitaciones de un piso antiguo cuyas

ventanas daban a un patio. No tenía mucho más de veinte años. El despacho

de Hutte estaba en la habitación del fondo, con el archivador. ¿Por qué ese

«expediente» y no otro? Por las cosas en blanco seguramente. Y además no

estaba en el archivador, sino que ahí se había quedado, abandonado encima

del escritorio de Hutte. Un «caso», como decía él. que no estaba resuelto

aún —¿lo estaría alguna vez?—, el primero del que me habló la tarde en

que me cogió «a prueba», como dijo. Y unos cuantos meses después, otra

tarde a la misma hora, cuando había renunciado a ese trabajo y me fui

definitivamente de la agencia. metí a hurtadillas en la cartera, sin que Hutte

se diera cuenta y después de haberme despedido de él, la ficha, dentro de su

carpeta azul cielo, que rodaba por su escritorio. De recuerdo.

Sí, la primera misión que me encomendó Hutte tenía que ver con esa

ficha. Debía preguntarle a la portera de una casa del distrito 15 si sabía algo

de una tal Noëlle Lefebvre, una persona que le planteaba a Hutte un

problema por partida doble: no solo había desaparecido de la noche a la

mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera

identidad. Después de la portería. Hutte me encargó que pasara por una

oficina de Correos llevando una tarjeta que me había dado. Estaba el

nombre de Noëlle Lefebvre, sus señas y su foto y la usaba para recoger la

correspondencia en la ventanilla de lista de correos. La persona conocida

como Noëlle Lefebvre se la había dejado olvidada en su domicilio. Y

después tenía que ir a un café para saber si habían visto por allí a Noëlle

Lefebvre esa temporada, sentarme a una mesa y quedarme hasta media

tarde por si Noëlle Lefebvre se presentaba. Todo esto en el mismo barrio y

en el mismo día.

La portera del edificio tardó mucho en contestar. Estuve golpeando cada

vez más fuerte el cristal de la garita. Por la puerta a medio abrir apareció

una cara adormilada. De entrada, me dio la impresión de que ese nombre,

«Noëlle Lefebvre», no le sonaba de nada.

—¿La ha visto últimamente?

Acabó por decirme con tono seco:

—… No. caballero, llevo más de un mes sin verla.

No me atreví a hacerle más preguntas. Tampoco me habría dado tiempo

porque volvió a cerrar la puerta en el acto.

En la oficina de lista de correos, el hombre miró la tarjeta que le

presentaba.

—Pero usted no es Noëlle Lefebvre, caballero.

—Está fuera de París —le dije—. Me ha encargado que le recoja la

correspondencia.

Entonces se levantó y fue hacia una hilera de taquillas. Miró las pocas

cartas que había en ellas. Volvió y negó con la cabeza.

—No hay nada a nombre de Noëlle Lefebvre.

Ya solo me faltaba ir al café que me había indicado Hutte.

Primera hora de la tarde. Nadie en ese local pequeño salvo un hombre,

detrás de la barra, que estaba leyendo un periódico. No me vio entrar y

seguía leyendo. Yo no sabía ya cómo formular la pregunta. ¿Alargarle sin

más la tarjeta de lista de correos a nombre de Noëlle Lefebvre? Me sentía

violento en ese papel que me hacía interpretar Hutte y que encajaba mal con

mi timidez. Alzó la cabeza hacia mí.

—¿No ha visto a Noëlle Lefebvre estos días?

Me parecía estar hablando demasiado deprisa, tan deprisa que me comía

las palabras.

—¿Noëlle? No.

Me había contestado con tanta concisión que sentía la tentación de

hacerle otras preguntas relacionadas con esa persona. Pero temía despertar

su desconfianza. Me senté a una de las mesas de la terracita que había en la

acera. Vino a ver qué iba a tomar. Era el momento oportuno para hablarle y

averiguar más cosas. Se me agolpaban en la cabeza frases anodinas que

habrían podido sacarle respuestas concretas.

—Voy a esperarla por si acaso…, nunca se sabe con Noëlle… ¿Cree

usted que sigue viviendo en el barrio?… Ha quedado aquí conmigo,

¿sabe?… ¿Hace mucho que la conoce?

Pero cuando me trajo el refresco de granadina me quedé callado.

Me saqué del bolsillo la tarjeta que me había dado Hutte. Hoy, un siglo

después, he dejado de escribir por un momento en la página 12 del bloc

Clairefontaine para volver a mirar esta tarjeta que forma parte del

«expediente». «Certificado de emisión de la autorización para recibir

correspondencia sin sobretasa en lista de correos. Autorización n.° 1.

Apellido: Lefebvre. Nombre: Noëlle, residente en París 15.0. Calle y

número: Convention. 88. Fotografía del titular. Autorizado para recibir sin

sobretasa la correspondencia que se le envía a lista de correos.»

La foto es mucho mayor que una de fotomatón. Y está demasiado

oscura. Seria imposible decir el color de los ojos. Ni el del pelo: ¿negro,

castaño claro? En la terraza del café, aquella tarde, yo miraba fijamente, con

cuanta atención podía, esa cara cuyos rasgos se veían apenas y no tenía la

seguridad de poder reconocer a Noëlle Lefebvre.

Me acuerdo de que era a principios de primavera. La terracita estaba al

sol y, a ratos, el cielo se nublaba. Un alero, encima de la terraza, me

protegía de los chaparrones. Cuando se acercaba por la acera una silueta

que podría haber sido la de Noëlle Lefebvre, la seguía con la mirada a la

espera de ver si entraba en el café. ¿Por qué no me había dado Hutte

indicaciones más concretas sobre la manera de dirigirme a ella? «Ya se las

apañará. Esté a la mira para que sepa yo si sigue rondando por ese barrio»

La expresión «a la mira» me hizo soltar la carcajada. Y Hutte me contempló

en silencio, frunciendo el entrecejo, con expresión de reprocharme mi

frivolidad.

La tarde transcurría despacio y yo seguía sentado a una de las mesas de

la terraza. Me imaginaba los trayectos que haría Noëlle Lefebvre de su casa

a Correos, de Correos al café. Seguramente iba a otros sitios del barrio: un

cine, algunas tiendas… Dos o tres personas con las que se cruzase con

frecuencia por la calle podrían haber dado fe de su existencia. O una sola

cuya vida compartiera.

Me había dicho a mí mismo que iría a diario a la ventanilla de lista de

correos. Al final acabaría por caerme en las manos una carta, una de esas

cartas que nunca llegan al destinatario. Ausente sin dejar señas. O me

quedaría una temporada en el barrio. Cogería una habitación en un hotel.

Recorrería la zona entre el edificio donde vivía. Correos y el café y

ampliaría mi campo de observación con un movimiento concéntrico. Estaría

pendiente de las idas y venidas de la gente por las aceras y me familiarizaría

con sus caras, igual que quien acecha las oscilaciones de un péndulo y está

preparado para captar las ondas más furtivas. Bastaba con tener un poco de

paciencia y, en aquella época de mi vida, me sentía capaz de pasar horas

esperando bajo el sol y los chaparrones.

Habían entrado unos cuantos clientes en el café, pero no había

reconocido entre ellos a Noëlle Lefebvre. A través de la luna que tenía

detrás los observaba. Estaban en los asientos corridos, menos uno que

estaba delante de la barra y hablaba con el dueño. En ese me había fijado

cuando llegó. Debía de tener mi edad, en cualquier caso no más de

veinticinco años. Era alto, moreno. y llevaba una chaqueta de piel vuelta,

forrada de borreguito. El dueño me señalaba con un ademán casi

imperceptible y él había clavado la vista en mí. Pero con la luna que nos

separaba me resultaba fácil desviar un poco la cabeza, hacer como si no

hubiera notado nada.

—Caballero, por favor…, caballero…

Oigo a veces esas palabras en mis sueños, pronunciadas con un tono de

fingida suavidad, pero en las que apuntaba una amenaza. Era el joven del

forro de borreguito. Yo hacía como que no me enteraba.

—Por favor…, caballero…

El tono era más seco, como de alguien que te hubiera pillado con las

manos en la masa. Alcé la cabeza hacia él.

—Caballero…

Me extrañaba esa palabra, «caballero», que usaba aunque tuviéramos la

misma edad. Tenía la cara crispada y le notaba cierta desconfianza hacia mí.

Le sonreí de oreja a oreja, pero esa sonrisa parecía exasperarlo.

—Me han dicho que buscaba a Noëlle…

Estaba parado delante de mi mesa, como si quisiera provocarme.

—Sí. A lo mejor puede decirme qué es de ella…

—Y eso ¿a título de qué? —me preguntó con voz altanera.

Me estaban entrando ganas de levantarme y dejarlo allí plantado.

—¿A título de qué? Bueno, pues es una amiga. Me encargó que fuera a

recogerle la correspondencia a lista de correos.

Le enseñé la tarjeta en la que estaba grapada la foto de Noëlle Lefebvre.

—¿La reconoce?

Miraba la foto. Luego alargó el brazo como si quisiera coger la tarjeta,

pero se lo impedí con un gesto brusco.

Acabó por sentarse a mi mesa, o más bien se desplomó en la silla de

mimbre. Yo me daba cuenta de que ahora me tomaba en serio.

—No lo entiendo… ¿Iba a buscar su correspondencia a lista de correos?

—Sí, a una oficina de Correos que está algo más arriba, en la calle de la

Convention.

—¿Roger estaba enterado?

—¿Roger? ¿Qué Roger?

—¿No conoce a su marido?

—No.

Pensé que había leído demasiado deprisa la ficha en el despacho de

Hutte, una ficha muy breve, tres párrafos apenas. Sin embargo, me parecía

que no se especificaba que Noëlle Lefebvre estuviera casada.

—¿Se refiere a alguien llamado Roger Lefebvre? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—De ninguna manera. Su marido se llama Roger Behaviour… Y usted

¿quién es exactamente?

Había arrimado la cara a la mía y me clavaba los ojos con mirada

insolente.

—Un amigo de Noëlle Lefebvre… La conocí con su apellido de

soltera…

Lo había dicho con una voz tan tranquila que se suavizó un poco.

—Es curioso que nunca lo haya visto con Noëlle…

—Me llamo Eyben, Jean Eyben. Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos

meses. Nunca me dijo que estuviera casada.

Él guardaba silencio y parecía realmente decepcionado.

—Me pidió que fuese a recogerle la correspondencia a lista de correos.

Pensaba que no vivía ya en este barrio.

—Pues sí —dijo él con voz seria—. Vivía en este barrio con Roger. En

el 13 de la calle de Vaugelas. Desde entonces he dejado de saber de ella.

—¿Y usted cómo se llama?

Me arrepentí en el acto de haberle hecho esa pregunta de forma tan

brusca.

—Gérard Mourade.

Desde luego en la ficha de Hutte había muchas lagunas. No se

mencionaba para nada a un Gérard Mourade. Como tampoco a un Roger

Behaviour, el supuesto marido de Noëlle Lefebvre.

—¿Noëlle no le habló nunca ni de Roger ni de mí? No deja de ser raro.

Me llamo Gé-rard Mou-rade…

Había repetido su nombre muy alto, separando las sílabas, como si

quisiera convencerme de forma definitiva de su identidad y despertar en mí

un recuerdo perdido, o más bien convencerme de la importancia de Gérard

Mourade.

—… Me da la impresión de que no estamos hablando de la misma

persona…

Me entraban ganas de contestarle, para tranquilizarlo, que tenía razón y

que, bien pensado, había seguramente en Francia muchas Noëlle Lefebvre.

Y nos habríamos separado tras tan reconfortantes palabras.

Intento a trancas y barrancas transcribir el diálogo que mantuve esa

tarde con el llamado Gérard Mourade, pero solo quedan retazos después de

tantos años. Me habría gustado que todo se hubiera grabado en una cinta

magnetofónica. Así. al oírlo ahora, no habría tenido la sensación de que

nuestra conversación había ocurrido mucho antes, en el pasado, sino que

pertenecía a un presente eterno. Se habría oído de ruido de fondo, y para

siempre, el bullicio de una tarde de primavera en la calle de la Convention e

incluso cómo voceaban unos niños que volvían de la escuela próxima, niños

que hoy se habrían convertido en adultos de cierta edad. Y esa bocanada de

presente, al haber conseguido cruzar intacta por casi medio siglo, me habría

permitido entender mejor cuál era mi estado de ánimo por entonces. Hutte

me había ofrecido una colocación en su agencia —una colocación la mar de

subalterna— pero yo no quería de ninguna manera encarrilarme por ahí.

Había pensado que ese trabajo provisional me iba a proporcionar una

documentación que podría servirme de inspiración más adelante si me

dedicaba a la literatura. La escuela de la vida, como quien dice.

Hutte me había explicado que había ido a verlo hacía unas cuantas

semanas un «cliente» cuyo nombre figuraba en el encabezamiento de la

ficha: Brainos, avenida de Victor-Hugo, 194. Este le había pedido que

investigase la desaparición de Noëlle Lefebvre. Y yo, en cuanto me vi en

una ventanilla de lista de correos, tuve la esperanza de que una carta o un

telegrama dirigido a esa Noëlle Lefebvre nos pusiera sobre la pista En la

terraza del café, y según iba pasando el tiempo, me había vuelto la

esperanza. Estaba casi seguro de que iba a aparecer de un momento a otro.

Era media tarde. Gérard Mourade seguía sentado enfrente de mí.

—Hablamos de la misma persona —le dije.

Volví a alargarle la tarjeta de lista de correos. Se quedó mirándola

mucho rato.

—Sí que es ella. Pero ¿por qué calle de la Convention? Vivía con Roger

en la calle de Vaugelas.

—¿No le parece que sería su dirección antes de casarse?

—Roger me dijo que Noëlle Lefebvre acababa de llegar a París cuando

él la conoció.

La información que había reunido Hutte era aproximativa. Seguramente

había redactado la ficha deprisa y corriendo, igual que un mal estudiante la

tarea de vacaciones cotidiana.

—Pero ¿y usted? Me gustaría mucho saber dónde conoció a Noëlle…

Volvía a mirarme con ojos desconfiados. Estuve tentado de decirle la

verdad, porque, al final, ese juego del ratón y el gato me cansaba. Busqué

las palabras: ficha…, agencia… Esas palabras me parecían embarazosas. E

incluso el apellido «Hutte» me hacía sentirme molesto por culpa de una

sonoridad intranquilizadora que hasta ahora no había tenido. No dije nada.

Me contuve a tiempo. Después creo que notaba el mismo alivio por no

haberle revelado mi verdadero rostro que quien ha pasado por encima del

parapeto de un puente para arrojarse al vacío y ha renunciado a hacerlo. Sí,

alivio. Y también una leve sensación de vértigo.

—Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos meses, en casa de un tal Brainos.

Era el nombre de la persona que había ido a ver a Hutte y quería saber

los motivos de la desaparición de Noëlle Lefebvre. Pero yo no estaba ese

día en la agencia. Hutte no me había dado ninguna descripción de ese

hombre.

—¿Conoce al Brainos ese? —le pregunté.

—En absoluto. Nunca he oído ese apellido en labios de Noëlle o de

Roger.

Seguramente estaba esperando que le diera detalles sobre ese hombre,

pero yo no sabia nada de él. Y la ficha donde se citaba su nombre solo

especificaba las señas: avenida de Victor-Hugo, 194. Ya podría Hutte

haberme proporcionado alguna aclaración acerca de su «cliente» antes de

ponerme a trabajar sobre el terreno.

Lo que tenía que hacer era inventarme algo y predicar con la mentira

para intentar enterarme de la verdad. Por supuesto, siempre me había

gustado meterme en la vida de los demás, por curiosidad y también por una

necesidad de entenderlos mejor y de desenredar los hilos embrollados de

sus vidas, cosa que con frecuencia eran incapaces de hacer ellos en persona

porque vivían la vida de demasiado cerca mientras que yo contaba con la

ventaja de ser un simple espectador, o más bien un testigo, como se diría en

lenguaje jurídico.

—Brainos… es un médico… Conocí a Noëlle Lefebvre una tarde del

pasado mes de mayo en la sala de espera de ese médico.

Había fruncido las cejas, con cara de creerme a medias.

—En el 194 de la avenida de Victor-Hugo… El pasado mayo…

Yo intentaba dar con otros detalles para convencerlo mejor de que no

estaba mintiendo, pero reconozco que aquel día me costaba entregarme a

esa actividad. ¿Habría perdido la maña?

—Creo que contaba con ese doctor Brainos para que le diera una receta.

—¿Una receta de qué?

Era incapaz de contestar. Habría debido, antes de coger el metro hasta la

estación de Javel, escribir unas cuantas notas en una libreta, algo así como

una chuleta. No improvisar… «Doctor Brainos»… No sonaba natural.

—Se sentía ansiosa… Estaba preocupada con el trabajo… Necesitaba

tranquilizantes…

—¿Usted cree? Sin embargo, le había supuesto un alivio haber

encontrado un empleo en Lancel…

¿Lancel? A lo mejor se trataba de esa tienda grande de artículos de piel

de la plaza de l'Opéra. Había llegado el momento de arriesgarse para saber

más, de marcarse un farol, como dicen los jugadores de póquer.

—Me decía que no le gustaba el trayecto en metro todas las mañanas y

todas las tardes para ir a trabajar… De su casa a Lancel, en la plaza de

l’Opéra, hay lo menos dos transbordos, ¿no?

Él asentía con la cabeza como si estuviera de acuerdo. Sí, había dado en

el clavo. Y, sin embargo, no me sentía ya con valor, a mediados de aquella

tarde, de seguir con aquel juego. Corría el riesgo de extraviarme de verdad a

fuerza de avanzar a tientas.

—Es verdad —me dijo— se quejaba muchas veces de los trayectos en

metro hasta Lancel. No resultaba práctico viviendo en este barrio…

—Y Roger ¿en qué trabajaba?

Había hecho la pregunta con voz distraída, como si no le diera

importancia alguna. Era un sistema que me había indicado Hutte para hacer

hablar a la gente. «Si no», me decía, «existe el riesgo de que se encrespen.»

—¿Roger? Ah, pues hacía un poco de todo. Cuando lo conocí estaba de

conductor en una empresa de mudanzas… Y luego en Oréve, una floristería

del distrito 16… Hace unos meses le salió un trabajo de ayudante de regidor

en un teatro… gracias a mí…

Al enumerar los diferentes empleos del tal Roger parecía sentir por él

cierta admiración.

—Roger siempre salía a flote…

Aparentemente, era una expresión que Roger y él debían de repetir con

frecuencia, algo así como una contraseña. Pero, nada más decirla, se le heló

la sonrisa…

—Y ahora quién sabe por dónde andará… La última vez que lo vi, me

dijo que se iba a buscar a Noëlle…

—¿Desapareció ella primero? —pregunté.

—Sí, una noche no volvió a la calle de Vaugelas. Al día siguiente,

tampoco. Fui con Roger a Lancel. Allí no estaban enterados de nada.

—¿Y no tienen ninguna idea, ni usted ni su marido, de qué ha podido

pasar?

Había escogido una forma de decirlo muy general: «qué ha podido

pasar», para que se sintiera libre de hacerme una confidencia o una

confesión. Era también algo que me había enseñado Hutte: no hacer

preguntas demasiado concretas. Evitar por completo la agresividad durante

un interrogatorio. Que las cosas fueran saliendo «por las buenas».

Creí notarle cierto malestar, un titubeo.

—¿Qué quiere decir con «qué ha podido pasar»?

Sí, estaba claro que se sentía violento, como si sospechase que yo sabía

algo. Pero ¿qué? Preferí contestarle encogiéndome de hombros. En silencio.

—¿Y usted a qué se dedica en la vida?

Había adoptado un tono intrascendente. Le sonreía. Notaba que había

vuelto a despertar su desconfianza y que a lo mejor me estaba ocultando

algún detalle referido a Noëlle Lefebvre, a su marido y a él mismo. Dos

personas no desaparecen tan deprisa sin que alguno de sus allegados tenga

una idea, aunque sea confusa, al respecto.

—¿Yo? Soy actor. Llevo un año matriculado en la academia Paupelix.

—¿Y qué tal le va?

Seguramente me había faltado tacto al hacerle esa pregunta demasiado

brusca.

—Trabajo de extra en películas —me dijo, muy seco—. Así puedo

pagar las clases.

Nunca había oído hablar de la academia Paupelix. Los siguientes días

me informé sobre ella, así que ahora puedo escribir el nombre sin faltas de

ortografía: Paupelix, profesor de arte dramático, calle de L’Arcade, 37.

París distrito 8. Y saberlo me aclaraba algunas expresiones de la cara,

algunas posturas y algunos gestos que se pasaban un poco de estudiados

que yo le había notado y que debían de haberle enseñado en la academia

Paupelix.

—Pero entonces ¿veía usted con frecuencia a Noëlle? De verdad que no

entiendo por qué no le habló nunca de Roger…

Seguramente estaba intentando saber qué tipo de relación existía entre

Noëlle Lefebvre y yo y eso lo intranquilizaba.

—Algo le contaría de su vida.

—Nada de nada —le dije— Solo nos vimos dos o tres veces, a última

hora de la tarde, cuando salía de trabajar en Lancel… En el café de

enfrente, en el bulevar de Les Capucines…

Al principio de la ficha figuraban la fecha y el lugar de nacimiento, pero

este último de manera imprecisa: «un pueblo de los alrededores de Annecy.

Alta Saboya».

—Nos dimos cuenta de que éramos de la misma zona. Por la parte de

Annecy. Lo mencionábamos con frecuencia.

Parecía ignorar ese detalle de la vida de Noëlle Lefebvre y no darle

importancia alguna. Pero yo estaba seguro de que Hutte habría pensado lo

mismo que yo: hay que saber siempre en qué barrio y en qué pueblo ha

nacido la gente.

—Y las cartas de lista de correos que le mandaba a recoger, ¿quién se

las escribiría?

—Ni idea. En el sobre de esas cartas me fijé en que era siempre la

misma letra… con tinta azul Florida…

Me pregunté si valía de algo inventarse detalles así. Habría querido que

él también pudiera darme algunas precisiones más acerca de Noëlle

Lefebvre. Pero no surgía nada.

—¿Tinta azul Florida…?

Por unos segundos creí que le había sugerido una pista. Pero no fue así.

Era sencillamente que no entendía lo que quería decir «azul Florida».

—Un azul muy claro —le dije.

—¿Y esas cartas venían de Francia o del extranjero?

Me había hecho la pregunta como si él también estuviera realizando una

investigación.

—Por desgracia no me fijé en los sellos.

—Si lo hubiera sabido, le habría dicho a Roger que no se fiara de ella…

Se le había puesto la voz metálica y la mirada, muy dura. ¿Ese cambio

violento de expresión le salía espontáneamente o lo había aprendido en la

academia Paupelix?

Intento con la mayor exactitud posible poner por escrito las palabras que

cruzamos aquel día. Pero muchas de ellas se me han ido. Todas esas

palabras perdidas, unas cuantas que ha dicho uno, las que ha oído y de las

que no le ha quedado recuerdo y otras que le dijeron y en las que no se fijó

en absoluto… Y a veces, al despertarte, o muy entrada la noche, una frase te

vuelve a la memoria, pero ignoras quién te la cuchicheó en el pasado.

Miró el reloj de pulsera y se puso de pie bruscamente.

—Tengo que ir a la calle de Vaugelas… A lo mejor hay alguna novedad

sobre Roger y Noëlle.

¿Esperaba que hubiera correspondencia metida por debajo de la puerta,

como yo, hacía un rato, en lista de correos?

—¿Puedo acompañarlo?

—Si le apetece… Roger me había dado una llave del piso.

—¿Noëlle venía con frecuencia a este café?

Y me sorprendió haberla llamado por primera vez por el nombre de pila.

—Sí, Roger y yo quedábamos con ella aquí, a última hora de la tarde,

cuando salía de trabajar de Lancel. Me alegraba tanto de que Roger se

hubiera casado… ¿Sabe? No había ninguna rivalidad por Roger entre

Noëlle y yo.

Por lo visto, no había podido evitar el hacerme esa confidencia, pero

noté que ya estaba arrepentido por el repentino apuro que se le veía en la

mirada.

íbamos por la calle de la Convention, hacia el este, y no me hace falta

en la actualidad mirar un plano de París para caer en la cuenta de que

andábamos hacia el centro, hasta el final de Vaugirard.

—Tardaremos como un cuarto de hora a pie —me dijo—. ¿No le

importa?

Era la primera vez que me mostraba cierta simpatía. ¿Le resultaba un

alivio andar en compañía de alguien a esa hora en que va cayendo la noche

y la desaparición de Noëlle Lefebvre y Roger Behaviour debía de pesarle

más que en cualquier otro momento del día? Y yo me decía también que esa

caminata con él por aquel barrio me ayudaría a entender qué vida llevaban

esas tres personas. La otra tarde, al alargarme la ficha en su carpeta azul

cielo. Hutte había sonreído irónicamente. «Le toca jugar a usted. amiguito.

¡Apáñeselas! No hay nada como una investigación sobre el terreno.»

Estábamos pasando por delante de la oficina de Correos donde había

tenido la esperanza, a primera hora de la tarde, de que me entregasen una

carta dirigida a Noëlle Lefebvre. La oficina aún estaba abierta. Iba a

proponerle a Gérard Mourade presentarme otra vez en la ventanilla de lista

de correos. A lo mejor había un reparto vespertino. Pero me contuve a

tiempo. Prefería ir solo en los días siguientes. La verdad es que no veía por

qué iba a meter demasiado a aquel individuo en mi investigación. A partir

de ahora era una cuestión íntima entre Noëlle Lefebvre y yo.

—En resumidas cuentas —le dije—, aquí vivían como en un barrio.

Intentaba saber a qué sitios iban los tres y a qué gente veían.

—Durante el día, no. Cuando nos juntábamos era por la noche.

—¿Y usted también vive por aquí?

—Sí, en un apartamento del muelle de Grenelle. Cerca de una discoteca

adonde íbamos porque a Noëlle le gustaba el sitio.

—¿Una discoteca?

—La discoteca de La Marine, en el muelle. Y eso que Roger y yo no

bailábamos nunca.

Me sorprendió ese comentario que había hecho con voz muy seria

—¿No bailaban nunca?

Creo que utilicé un tono irónico. Pero él aparentemente no estaba de

humor para reírse. Saqué la conclusión de que la discoteca de La Marine no

era lugar de su agrado.

—Roger conocía al gerente… ¿Noëlle no se lo mencionó nunca?

Me había hecho la pregunta como si se tratase de un asunto delicado.

—No, nunca… Ya le he dicho que Noëlle no me hablaba de su vida

personal… sino de cosas intrascendentes. De Annecy, por ejemplo, que

conocíamos los dos.

Parecía aliviado. A lo mejor había aludido a esa discoteca y a su

«gerente» para tantear el terreno y para saber si Noëlle Lefebvre me había

contado algo comprometedor.

—Roger había conocido al gerente cuando trabajaba en aquella empresa

de mudanzas… y ya está…

Tuve la impresión de que no valía de nada pedirle más detalles. No iba a

contestar.

El resto del camino anduvimos juntos en silencio. Para que se me

quedasen en la memoria los pocos nombres que me había dado relacionados

con Noëlle Lefebvre y que no figuraban en la ficha me los iba repitiendo:

Roger Behaviour, Lancel, la discoteca de La Marine… Con eso no me

bastaría. Harían falta más detalles que parecerían a primera vista sin

relación entre sí hasta el momento en que se reunieran muchas piezas del

puzle. Y ya solo quedaría ordenarlas para que el conjunto fuera saliendo

poco a poco a la luz.

—Podemos acortar por ahí —me dijo.

Habíamos llegado a la mitad de la calle de Olivier-de-Serres y me

indicaba un callejón que se internaba entre los edificios. Me parece, con la

perspectiva del paso del tiempo, que tenía árboles y que había crecido la

hierba entre los adoquines. Hoy lo veo como un camino campestre, quizá

porque era de noche. Cruzamos el patio de un edificio y salimos por una

puerta cochera a la calle de Vaugelas.

En la planta baja, tres habitaciones pequeñas. La ventana de una daba a

la calle. No estaban corridas las cortinas, así que un transeúnte podría

habernos visto a Gérard Mourade y a mí. A veces, en mis sueños, ese

transeúnte soy yo. La noche pasada, seguramente porque había escrito las

páginas anteriores durante el día, iba otra vez por el camino campestre, por

entre los edificios. Había luz en la ventana del piso. Pegando la frente a la

ventana, veía de dónde venía: de la puerta entornada del dormitorio. ¿La

lámpara de la mesilla que se habían olvidado de apagar? En el momento en

que iba a dar unos golpes en el cristal me desperté.

Estábamos en la habitacioncita cuya ventana daba al patio. Gérard

Mourade había encendido la lámpara, encima de una mesa baja. Esa

habitación debía de hacer las veces de salón. Un sofá y dos sillones de

cuero.

—Queda algo de ropa de Noëlle en un armario —me dijo Mourade—.

Roger se llevó todas sus cosas como si no quisiera volver.

Ese detalle parecía preocuparlo mucho. Estaba a mi lado y en silencio.

—No deja de ser raro que ninguno de los dos le den señales de vida —le

dije.

No se movía, absorto en sus pensamientos.

—¿Se queda aquí un momento? —me dijo— Voy a ver al vecino de

arriba. Roger lo conocía mucho. A lo mejor tiene alguna noticia.

Pero me daba la impresión de que no estaba nada convencido y que

había dicho esa frase para tranquilizarse.

Así que me quedé solo en el saloncito cuya ventana daba al patio.

Apagué la lámpara y por la puerta entornada me colé en la habitación que

daba a la calle. Una cama bastante ancha y una librería baja pegada a la

pared. No encendí la lámpara de cabecera por temor a que un transeúnte me

viera por los cristales.

Una claridad imprecisa venía de la ventana y con eso me bastaba. Me

senté al filo de la cama, pegado a la mesilla de noche, como si tirase de mí

un imán y estuviera recuperando las costumbres de una vida anterior.

Saqué el cajón de la mesilla de noche. Medía la mitad que esta, así que

dejaba sitio para un doble fondo. Estiré el brazo y encontré una libreta con

tapas de cartón que habían escondido allí. Volví a colocar el cajón en su

sitio, y cuando estaba con la libreta en la mano oí a Gérard Mourade cerrar

la puerta de la calle.

—¿Está ahí? ¿Está en el cuarto de Noëlle y Roger?

No le contesté. Me metí la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta y

me reuní con él.

—¿Porqué ha apagado?

—Me daba miedo que me tomasen por un ladrón si veían luz en la

ventana.

Habría podido enseñarle la libreta, pero me dije que no habría entendido

mi comportamiento. Y, además, ¿cómo explicárselo? Había actuado como

un sonámbulo, en estado de trance, y sin embargo se trataba de un gesto

concreto y espontáneo, como si hubiera sabido de antemano que detrás del

cajón había un doble fondo en esa mesilla de noche y que allí habían

escondido algo. Hutte me había explicado que una de las virtudes

necesarias para su oficio era la intuición. Y para entender mi gesto de esa

noche miro un diccionario en este preciso momento: «Intuición: forma de

conocimiento inmediato que no recurre al raciocinio.»

—¿Hay noticias? —le pregunté.

—Ninguna.

Tuve la esperanza de que en esa libreta que acababa de encontrar se

abriera una puerta que encaminase hacia Noëlle Lefebvre.

—Tendría que pedir información a otras personas que los hayan

conocido.

Se encogió de hombros. Ni siquiera se le ocurría encender la lámpara y

estábamos los dos en penumbra en medio del saloncito.

—¿Se llevaba bien con su marido?

—Sí, muy bien. Si no, no le habría aconsejado a Roger que se casase

con ella.

Había recobrado la voz altanera.

—¿Y a Roger Behaviour y a usted nunca se les ocurrió avisar a la

policía de su desaparición?

—¿A la policía? ¿Por qué?

Definitivamente de él no podía sacar gran cosa. Trepaba por una

pendiente resbaladiza sin tener ningún punto de apoyo. Por un momento

sentí la tentación de sacar la libreta del bolsillo interior de la chaqueta y

proponerle que descubriéramos juntos lo que Noëlle Lefebvre había escrito

en ella, porque estaba seguro de que esa libreta era de ella.

—¿Y usted? Ya que se habían conocido, a lo mejor le da señales de

vida.

De pronto parecía desvalido y me miraba fijamente con incertidumbre.

¿Quería hacerme más confidencias?

Así que se creía todo lo que le había dicho de Noëlle Lefebvre. Y yo

tenía por entonces tal facilidad para meterme en la vida de los demás que

me pregunté si no la habría conocido en aquel café del bulevar de Les

Capucines, a última hora de la tarde, después del trabajo.

—Si me da señales de vida —le dije—, no dejaré de avisarle.

Nos quedamos aún los dos unos momentos de pie en la penumbra. A lo

mejor tenía la misma sensación que yo; la de haber cometido un

allanamiento de morada en un piso vacío y abandonado y cuyos últimos

inquilinos no habían dejado rastro alguno de su paso por él.

Una agenda de tela negra con el año en caracteres dorados.

Esa misma noche copié en una hoja en blanco lo poco que Noëlle

Lefebvre había anotado en ella. Esa agenda era suya, puesto que ponía su

nombre en la parte de arriba de la página de guarda, con la misma letra

grande y la misma tinta azul que todo lo demás.

La última anotación era del 5 de julio: Estación de Lyon. 9 50 h. Entre

enero y junio unos cuantos nombres, unos cuantos lugares y horas de citas:

7 de enero - Hotel Bradford 19 h

16 de enero - Cook de Witting

12 de febrero - André Roger y Petit Pierre calle de Vitruve

14 de febrero - MM Durac bulevar de Brune

17 de febrero - La Caja de Magia calle de La Félicité 13, dist.

17, 20 h

21 de marzo - Jeanne Faber

17 de abril - Josée, calle de Yvon-Villarceau 16 h

15 de mayo - Pierre Mollichi, Georges. discoteca de La Marine

19 h

7 de junio - Anita Tel: PRO 76 74

8 de junio - telefonear al Sr. Bruneau

En la fecha del 10 de junio había copiado un poema:

Encima del tejado, el cielo,

¡azul, tranquilo)

Encima del tejado un árbol

y su abanico.

Cantidades de dinero, no con números, sino en letras:

3 de enero Seiscientos francos

14 de febrero Mil setecientos francos

En la fecha del 11 de febrero:

Tren llegada a Vierzon 17 h 27 Pruniers-en-Sologne - castillo de

Chéne-Moreau.

En la fecha del 16 de abril una anotación, la más larga de todas las de la

agenda:

Preguntar de parte de Georges a Marión Le Phat Vinh si puede

encontrarle trabajo a Roger en su sociedad de transportes (Viot et

Cie., calle de Cognacq-Jay, 5)

Y esta frase el 28 de junio, escrita con una letra mucho más grande que

de costumbre:

Si lo hubiera sabido…

Esto completaba la ficha de Hutte, así como los nombres que anoté en

cuanto volví al distrito 15.

Roger Behaviour

Gérard Mourade

Academia Paupelix

Lancel

Calle de Vaugelas, 13

Discoteca de La Marine

Poca cosa. Los siguientes días fui a las direcciones que Noëlle Lefebvre

había escrito en la agenda. Desgraciadamente sin número. Y la tarde en que

fui a parar al bulevar de Brune, entre dos hileras de bloques compactos que

me parecía que se prolongaban hasta el infinito, comprendí que no tenía

ninguna probabilidad de localizar a Miki Durac en ese bulevar, ni tampoco

a Andrée Roger y Petit Pierre en la calle de Vitruve. El teléfono PRO 76 74

ya no lo cogía nadie. Ninguna Anita. Imposible identificar los nombres de

pila sin señas. Confieso que no tuve valor para ir a la calle de YvonVillarceau.

Me limité a mirar la guía y marcar los diferentes números de

teléfono del número 5. Y decir en todas las ocasiones: «¿Podría hablar con

Josée?» Pero después de tres respuestas negativas, me cansé de repetir esa

frase. En resumidas cuentas, la agenda daba la misma impresión de

vaguedad que la ficha que había redactado Hutte y que tenía tan pocos

detalles. La fecha y el sitio aproximado de nacimiento de Noëlle Lefebvre,

su supuesto domicilio, en el 88 de la calle de la Convention, en el distrito

15, el tal Brainos que le había entregado a Hutte la tarjeta que usaba ella

para ir a buscar la correspondencia a lista de correos. Y el tal Brainos, sin

que se mencionase nada más acerca de él, decía de sí mismo que era «un

amigo de Noëlle Lefebvre».

Sí, definitivamente había cosas en blanco en esa vida. Más incluso que

al leer la ficha incompleta en la carpeta azul cielo, esa idea se me había

venido a la cabeza al hojear las muchas páginas intactas de la agenda. De

trescientos sesenta y cinco días, solo le habían interesado unos veinte a

Noëlle Lefebvre, y con indicaciones muy breves, con su letra grande, los

había sacado de la nada. Nunca sabría nadie cuáles habían sido sus horarios

y sus ocupaciones, las personas a quienes había visto ni los sitios en que

había estado los demás días. Y. de entre todas esas páginas blancas y vacías,

yo no podía apartar la vista de la frase que siempre me sorprendía cuando

hojeaba la agenda: «Si lo hubiera sabido…» Hubiérase dicho una voz que

quebraba el silencio, alguien que habría querido hacernos una confidencia,

pero que había renunciado a ello o a quien no le había dado tiempo.

La investigación no progresaba. Una tarde iba andando una vez más por

la calle de la Convention hasta la oficina de Correos con la esperanza de no

cruzarme con Mourade. Esperaba ante la ventanilla de lista de correos. El

hombre cogió una carta del casillero después de mirar la tarjeta de Noëlle

Lefebvre. Volvió donde estaba yo y me hizo firmar en un registro. Me pidió

la documentación. Le enseñé mi pasaporte belga. Pareció sorprenderse, fue

pasando despacio las hojas y volvió a cerrar el pasaporte sin apartar la vista

de las tapas verde claro como si sospechase que aquel documento era falso.

Pensé que no me iba a dar la carta de ninguna manera. Pero me alargó con

un ademán brusco el pasaporte belga, la tarjeta de Noëlle Lefebvre y la

carta.

Al salir, me fui en sentido contrario por la calle de la Convention. Me

había metido la carta en uno de los bolsillos de la chaqueta y andaba con

paso rápido, con el paso de alguien que siente que lo van siguiendo. Otra

vez temía encontrarme con Mourade. Hasta que no dejé atrás la orilla

izquierda del río y estuve en el puente Mirabeau no abrí la carta.

Noëlle:

Después de nuestra última charla por teléfono, no sabia muy

bien si querías ver de nuevo a Sancho y volver con él a Roma. Sería

para ti la mejor solución.

Sandio creía que te habías reconciliado definitivamente con él

cuando volvisteis a veros el mes pasado en La Caravelle y lo ha

decepcionado mucho que no hayas vuelto a darle señales de vida.

He pasado por el piso de la calle de la Convention, pero lo he

encontrado vacío y por lo visto te has mudado. Te habías dejado la

tarjeta de lista de correos Como no sé dónde localizarte ahora,

espero que todavía sigas yendo a recoger la correspondencia. ¿con

el carnet de identidad? Te mando por si acaso esta carta a lista de

correos y por lo demás, me pregunto por qué tenías tanto interés en

que te escribieran allí y de qué ciase de cartas podía tratarse. Te

recuerdo que nunca le he dado tus señas a Sancho como te prometí,

ni le dije que habías encontrado un trabajo en Lancel. Pero mi

objetivo ha sido siempre reuniros a los dos y me parece que ha

llegado el momento Esta situación no puede durar y lo digo por tu

bien.

Valdría más que vinieras a Chêne-Moreau y que te quedases una

temporada. Sancho se reuniría allí contigo y volveríais a Roma.

Si recibes esta carta, dime qué te parece y toma deprisa una

decisión. Paul Morihien Iría a buscarte a la estación de Vierzon.

Llámame por teléfono lo antes posible.

GEORGES

P. D.: Si quieres dejarme un recado o hablar conmigo, siempre

puedes ir a ver a Pierre Mollichi a su despacho de la discoteca de

La Marine como ya has hecho otras veces.

En el sobre iba el matasellos de «París — calle de Anjou».

Esa noche le enseñé la carta a Hutte y le hice notar que los nombres

«Vierzon» y «Chêne—Moreau» aparecían también en la agenda de Noëlle

Lefebvre.

—¿Le parece que ha dado con una pista?

Tenía un tono tan desengañado que me hizo perder de golpe toda mi

radiante confianza. Como si le supusiera una carga, descolgó el teléfono.

—Querría que me diera el número del castillo de Chêne-Moreau en

Pruniers-en-Sologne.

Hubo una larga espera durante la que yo temía que colgase.

—¡Ah, ya!… Muy bien…

Se cruzaba de brazos y me miraba con una sonrisa condescendiente.

—Ya no tienen teléfono en el castillo de Chêne-Moreau.

Notaba mi decepción. Añadió:

—A lo mejor bastaría con saber el nombre del dueño.

Pero no parecía que esa gestión lo convenciera mucho.

—¿Y sabe usted algo de ese tal Brainos que vino a verlo? —le pregunté.

—Pues claro…, se me ha olvidado decírselo… Tengo que reconocer

que esta historia no es que me despierte una gran pasión…

Hojeaba con el índice el calendario de sobremesa que tenía encima del

escritorio.

—Debió de venir la semana pasada el tal Brainos, ¿no?

Cuando dio con el día, se inclinó para leer lo que había apuntado:

—Brainos, George, avenida de Victor-Hugo, 194. Reside en París, pero

por lo visto ha dirigido salas de cine en Bruselas.

Suspiró, como quien acaba de hacer un tremendo esfuerzo.

—Un hombre muy poco claro. Cincuentón. Parecía muy alterado por la

desaparición de Noëlle Lefebvre.

Abría la carpeta azul cielo donde estaban juntas la ficha, la tarjeta con la

foto de Noëlle Lefebvre y las notas que había tomado yo después de mi

investigación sobre el terreno, como decía él. Y la carta de lista de correos

que firmaba Georges Brainos.

—Le agradezco su información complementaria. Ese Brainos no me

había especificado que estaba casada ni que trabajaba en Lancel.

Me sonreía con sonrisa un poco apurada. Parecía estar escogiendo las

palabras para no herirme.

—Mire, hijito, no creo que este caso sea interesante. Va a dar mucho

trabajo para nada. Ese hombre no me parece un cliente muy de fiar. ¿Está

usted decepcionado? Se merece algo mejor. Le encargaré dentro de poco un

expediente de más consistencia.

Pero resultaba que no, que yo no me colocaba en absoluto en un plano

profesional. La desaparición de Noëlle Lefebvre despertaba en mí ecos

mucho más hondos, tan hondos que me habría costado trabajo aclararlos.

—Está en un error —le dije—. No estoy decepcionado.

Estaba incluso aliviado al pensar que se iba a desinteresar de ese caso.

En adelante ya era solo cosa mía. Ya no tenía que rendirle cuentas. Me

dejaba el campo libre.

Sí, eso era lo que pensaba entonces. Pero ahora, en este momento en

que estoy escribiendo y vuelvo a verme delante de Hutte, que se apoyaba

con los brazos cruzados en el filo del escritorio y me clavaba los ojos azul

ultramar con una atención paternal, siento la necesidad de rectificar las

anteriores líneas. Fue él quien me metió deliberadamente en mi

investigación. Sin decirme ni palabra, lo sabía todo desde el principio, pero

no quiso presentarme sino un expediente incompleto. A lo mejor había

adivinado hasta qué punto estaba yo implicado en aquel «caso» y habría

podido en pocas palabras revelarme los mínimos detalles e iluminarme

sobre mí mismo. «Le encargaré dentro de poco un expediente de más

consistencia» Yo era demasiado joven por entonces para entender el sentido

de esa frase. Era una forma discreta y afectuosa de retirarse y de dejarme

que recorriera el camino yo solo. Me tenía aprecio. Me había dado unos

cuantos indicios. A mí me correspondía seguir adelante con el trabajo.

Estaba llegando a la edad en que hay que tomar responsabilidades. Si me

dejaba el campo libre es porque había adivinado que iba a escribir todo esto

más adelante.

viernes, 30 de junio de 2023

MARGUERITE DURAS EL AMANTE Traducción de Ana M.a Moix FRAGMENTO





 Marguerite Duras, hija de franceses, nace en Indochina en 1914. Su padre, profesor, muere cuando ella tiene cuatro años, y la familia vive en la estre­chez. En 1932. se traslada a París donde estudia De­recho, Matemáticas y Ciencias Políticas. En 1943 publica la primera de sus veinte novelas. A partir de entonces, no abandona ya ninguna de las vías de expresión en las que hace incursión: la escritura, el cine, el teatro. De su inagotable producción narrativa, siempre especulativa, destacamos, por ejemplo, Moderato cantabile. El vicecónsul. El arrebato de Lol V. Stein, Los ojos azules pelo negro, Emily L., Los caballitos de Tarquinia, El amor, Destruir, dice y El amante de la China del Norte (Andanzas 19. 26, 43, 45, 67, 95, 118, 147 y 153). Tras una profunda crisis psíquica marcada por el alcoholismo, tres obras maestras, en las que afina defi­nitivamente su escritura, nacida toda ella del deseo: El hombre sentado en el pasillo, El mal de la muerte (La sonrisa vertical 34 y 40) y El amante, su novela más conocida sobre la que el célebre cineasta francés Jean-Jacques Annaud se basó para realizar la película que lleva el mismo título.

 

 



El amante

 

 



Marguerite Duras,

 adolescente, en el período que ella reconstruye en este libro.

 

 

Marguerite Duras se convierte de la noche a la mañana, con El amante, en una autora solicitada por todos los públicos. Y, además, recibe poco después, en noviembre de 1984. el prestigioso Premio Goncourt. A todos emociona sin duda esta narración autobiográfica en la que la autora expresa, con la intensidad del deseo, esa historia de amor entre una adolescente de quince años y un rico comer­ciante chino de veintiséis. Esa jovencita bellísima, pero pobre, que vive en Indochina, no es otra que la propia escritora quien, hoy, recuerda las relaciones apasionadas, de intensos amor y odio, que desgarra­ron a su familia y, de pronto, grabaron prematura­mente en su rostro los implacables surcos de la ma­durez. Pocas personas —y en particular mujeres— permanecerán inmunes a la contagiosa pasión que emana de este libro.




MARGUERITE DURAS

EL AMANTE

Traducción de Ana M.a Moix

 

 TUSQUETS

EDITORES

Título original: L'amant

 

 

 

 

 

 

1.a edición: diciembre 1984

15.a edición: marzo 1992

16.a edición: abril 1992

17.a edición: mayo 1992

 

 

 

 

©   1984 by Les Editions de Minuit

 

 

 

 

Traducción de Ana M.a Moix

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

 

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A.  Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-215-8

Depósito legal: B. 16.858-1992

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.A. - Constitución, 19-08014 Barcelona

Impreso en España

 

Para Bruno Nuytten

Un día, ya entrada en años, en el vestí­bulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su ju­ventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado".

 

 

 

Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me fascino.

 

 

 

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinti­cinco años mi rostro emprendió un cami­no imprevisto. A los dieciocho años enve­jecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiem­po que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que exis­tía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizar­me seguí la evolución de ese envejeci­miento con el interés que me hubiera to­mado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también, que no me equivocaba, que un día aminoraría y em­prendería su curso normal. Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la épo­ca de mi viaje a Francia, quedaron impre­sionados al volver a verme, dos años des­pués, a los diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por supuesto, pero relati­vamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas se­cas, la piel resquebrajada. No se ha deshe­cho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.

Diré más, tengo quince años y medio.

El paso de un transbordador por el Me-kong.

La imagen persiste durante toda la tra­vesía del río.

Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos ha­llamos en la larga zona cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.

 

 

 Estoy en un pensionado estatal, en Saigón. Duermo y como ahí, en ese pensiona­do, pero voy a clase fuera, a la escuela francesa. Mi madre, maestra, desea ense­ñanza secundaria para su niña. Para ti ne­cesitaremos la enseñanza secundaria. Lo que era suficiente para ella ya no lo es para la pequeña. Enseñanza secundaria y después unas buenas oposiciones de mate­máticas. Desde mis primeros años escola­res siempre oí esa cantinela. Nunca imagi­né que pudiera escapar de las oposiciones de matemáticas, me contentaba relegán­dolas a la espera. Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias, futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes si­guieron cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía por delante. Recuerdo las clases de contabilidad de mi hermano menor. De la escuela Universal, cada año, en todos los niveles. Hay que ponerse al corriente, decía mi madre. Duraba tres días, nunca cuatro, nunca. Nunca. Cuando cambiábamos de destino abandonábamos la escuela Universal. Volvíamos a empezar en el nuevo. Mi madre aguantó diez años. Todo era inútil. El hermano menor se con­virtió en un simple contable en Saigón. Al hecho de que la escuela Violet no existiera en la colonia debemos la marcha de mi hermano mayor a Francia. Durante algu­nos años permaneció en Francia para estu­diar en la escuela Violet. No terminó. Mi madre no debió hacerse ilusiones. Pero no podía elegir, era necesario separar a aquel hijo de los otros dos hermanos. Durante algunos años no formó parte de la familia. En su ausencia, la madre compró la conce­sión. Terrible aventura, pero para noso­tros, los niños que nos quedamos, menos terrible de lo que hubiera sido la presencia del asesino de los niños de la noche, de la noche del cazador.

 

 

 

Con frecuencia me han dicho que la causa era el sol demasiado intenso durante toda la infancia.  Pero  no  lo he  creído. También me han dicho que era el ensimis­mamiento en el que la miseria sume a los niños. Pero no, no es eso. Los niños-viejos del hambre endémica, sí, pero nosotros, no, no teníamos hambre, nosotros éramos niños blancos, nosotros teníamos vergüenza, nosotros vendíamos nuestros muebles, pero no teníamos hambre, nosotros tenía­mos un criado y comíamos, a veces, es cierto,   porquerías,   zancudas,   caimanes, pero  tales porquerías  estaban  cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer. No, algo suce­dió cuando tenía dieciocho años que moti­vó que ese rostro fuera como es. Debió de suceder por la noche. Tenía miedo de mí, tenía miedo de Dios. Cuando amanecía, tenía menos miedo y menos grave parecía la muerte. Pero el miedo no me abandona­ba. Quería matar, a mi hermano mayor, quería matarle, llegar a vencerle una vez, una sola vez y verle morir. Para quitar de delante de mi madre el objeto de su amor, ese hijo, castigarla por quererle tanto, tan mal, y sobre todo para salvar a mi herma­no pequeño, mi niño, de la vida llena de vida de ese hermano mayor plantada enci­ma de la suya, de ese velo negro ocultando el día, de la ley por él representada, por él dictada, un ser humano, y que era una ley animal, y que a cada instante de cada día de la vida de ese hermano menor sembra­ba el miedo en esa vida, miedo que una vez alcanzó su corazón y lo mató.

 He escrito mucho acerca de los miem­bros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas.

 

 La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni lí­nea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la his­toria de una reducida parte de mi juven­tud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimien­tos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamen­te al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos los campos están abiertos, que no surgirá ningún obs­táculo, que lo escrito ya no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de ante­mano.

 

 Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese ros­tro premonitorio del que se me puso lue­go con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió  la función  que  no  tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se an­ticipaban al tiempo, a los hechos.

 

 Quince años y medio. La travesía del río. Al llegar a Saigón, viajo, sobre todo cuando cojo el autocar. Y esa mañana cogí el autocar en Sadec donde mi madre dirige la escuela femenina. Es el final de las vaca­ciones escolares, ya no sé cuáles. Fui a pa­sarlas a la casita de funcionaría de mi madre. Y ese día regreso a Saigón, al pensio­nado. El autocar de los indígenas salió de la plaza del mercado de Sadec. Como de costumbre mi madre me acompañó y me confió al conductor, siempre me confía a los conductores de los autocares de Sai­gón, por si acaso hay un accidente, un in­cendio,  una violación,  un  asalto  pirata, una avería mortal del transbordador. Como de costumbre el conductor me colocó cer­ca de él, delante, en el lugar reservado a los viajeros blancos.

 

 Debió de ser en el transcurso de ese viaje cuando la imagen se destacó y alcan­zó su punto álgido. Pudo haber existido, pudo haberse hecho una fotografía, como otra, en otra parte, en otras circunstancias. Pero no existe. El objeto era demasiado insignificante para provocarla. ¿Quién hu­biera podido pensar en eso? Sólo hubiera podido hacerse si se hubiera podido pre­sentir la importancia de ese suceso en mi vida, esa travesía del río. Pues, mientras tenía lugar, aún se ignoraba incluso su existencia. Sólo Dios la conocía. Por eso, esa imagen, y no podría ser de otro modo, no existe. Ha sido omitida. Ha sido olvida­da. No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido. A esa falta de haber sido to­mada debe su virtud, la de representar un absoluto, de ser precisamente el artífice.

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