domingo, 31 de diciembre de 2023

Camilo José Cela El asesinato del perdedor FRAGMENTO. NOVELA.

 


 

 

 

            Camilo José Cela

 

 El asesinato del perdedor

 

 

           

            Título original: El asesinato del perdedor

 

            Camilo José Cela, 1994

 

            Editor digital: Titivillus

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 


            Fac ita.

 

 


            Un miércoles de ceniza de hace ya muchos años, lo menos doscientos años, el caballero Michael Percival el Agachadizo, se encaró con su propia silueta y desenfundando el cuchillo de monte, el de rematar jabalíes, cortar cayados de cerezo o sabina o haya y grabar corazones y flechas en la corteza de los fresnos, le habló con cierta estudiada serenidad y a media voz.

            —Con este cuchillo puedo quitaros la vida con facilidad pero no voy a hacerlo, sólo quiero advertíroslo. Escuchadme con atención. No despreciéis jamás al enemigo, procurad contagiarle alguna enfermedad humillante, tampoco es preciso, digamos el sida o la lepra o la nostalgia, si os sintierais alemán podríais recurrir a las paperas, basta con cualquier enfermedad vergonzosa, cualquier enfermedad tediosa y secreta, quizá con ambos matices a la vez, y mostraos muy orgulloso y compungido en el entierro, grandes alaridos, ya sabéis, llanto y sudor, también baba y espuma y pus, granos de pus, esto es más difícil.

            —Sí. ¿Puedo ir al lavabo?

            —Sí, pero ni tardéis ni os distraigáis por el camino.

            Pamela Pleshette, la del obispo de Restricted Beach, Florida, ya se aclarará todo a su tiempo, ahora no hemos hecho más que empezar y estamos demasiado temblorosos, con la cabeza recostada en el hombro del novio de Estefanía Yellowbilled, iba diciendo por lo bajo mientras llovía terca e inclementemente.

            —Todos me vuelven la espalda y mi marido se tiró por el balcón porque prefirió la muerte a la paciencia; sé bien que la justicia se ensañará conmigo cuando me juzguen por la más mínima cosa, pero tampoco suma ni resta más dolor ni menos desamparo el ver venir la desgracia. Este libro debe titularse tal como lo ha decidido su confusa autora, Penúltima esclusa o el amor imposible de Mateo Ruecas, o bien Penúltima esclusa y noticia del asesinato del perdedor Mateo Ruecas (al editor lo mueven otros afanes), y que los dioses propicien que sobre tu propia sombra se descargue la ira del error. Todos sabemos que este libro debiera haberse titulado Loisirs de Madame de Maintenon pero no pudo ser, las razones las estudia don Blas Malo en su opúsculo Discurso sobre el cometa o phenómeno, hoy difícil de encontrar. Hacia el final o poco antes se repetirá esta premisa para solaz de los moribundos.

            A Tomás Cerulleda le llamaban de apodo el Cavilador porque se pasaba la vida discurriendo, o sea cavilando. Tomás Cerulleda el Cavilador decía a su cohorte de bebedores mudos.

            —Es muy peligroso que los jueces sean jóvenes e ilusos, un juez debe ser sereno, viejo y escéptico ya que la justicia no tiene por misión arreglar el mundo sino evitar que se deteriore más, con eso basta. Cuando un juez se siente depositario de los valores morales de la sociedad, la justicia se resiente y cruje. Si un juez piensa que la lujuria es más peligrosa que la ira, debe ser cesado sin formación de causa. Don Cosme, el juez que encerró a Mateo Ruecas, está poco maduro, es joven y tiene ilusión pero eso no basta y a veces sobra, don Cosme piensa que el Espíritu Santo le ayudó a ganar las oposiciones a cambio de su solemne compromiso de enderezar el torcido mundo y borrar de la faz de la Tierra el vicio y los malos hábitos.

            El narrador vuelve al hilo de su discurso, Pamela Pleshette ya había terminado.

            Llegó tarde, no sé quién, nadie sabe quién ni qué, pero llegó tarde, la vida, la muerte, la ira de Dios, la venenosa benevolencia del diablo, la fortuna, la verdad es que llegaba tarde casi siempre, a lo mejor era un hombre confuso, un teorema confuso, un verdugo con gesto de estar aburrido, no espantosamente aburrido, irremisiblemente aburrido, sino algo aburrido, quizá casi nada.

            —¿Quieres morirte?

            —No; todavía no.

            —¿Cuándo vas a querer morirte?

            —No lo sé, siempre tengo demasiadas dudas. Por ahora, no; pudiera ser que a fines de octubre, cuando los perros amarillean y el estreñimiento tupe a las gordas y las atora cruelmente, he ahí el argumento del sainete, perdonadme los últimos involuntarios aciertos. Hacia fines de octubre es buen tiempo para morir; los alquileres de los nichos suben pero eso es algo que a los muertos no nos preocupa, que se preocupen los vivos, esos animales vanidosos y proyectistas a los que un cáncer come por dentro sin que nadie precise fingirlo, hay quien se deleita fingiendo el cáncer, es una forma de implorar la benevolencia, también la compañía a veces irritante. No; por ahora no pienso morirme. Los vivos se denuncian los unos a los otros para seguir viviendo, y juran en falso y mienten para seguir viviendo. La muerte es una infamia, sí, animula vagula, blandula, hospes comesque corporis, etc., pero la vida no es sino una inercia, un doloroso experimento sin demasiadas variantes.

            Antolín no tenía novia pero tampoco la necesitaba, el vicio solitario es menos monótono de lo que se piensa.

            —¿Esa idea es del Padre Mariana?

            —No, esta idea es de don Baltasar Cedillo, el que fue subsecretario de Obras Públicas.

            —¿El amante de la pelirroja Lady Bodman?

            —Sí.

            Este libro debiera haberse titulado La danza de la muerte del último ángel o al menos El limbo de las manzanas venenosas, pero su autor no pudo resistir las presiones recibidas para que no lo fuera de ninguna de las dos maneras. El mochuelo rabón es pequeño y dice «quiiuu, quiiuu», varía poco. La mujer alta y saludable se resigna, hace crucigramas y se acaricia el clítoris con una pata de conejo.

            —Lo que le da gusto y le trae suerte.

            —¿Cómo lo sabe, tierno tonto descompasado por los más silenciosos rinconcillos?

            —Lo sabe todo el mundo. Y le ruego que no me considere tierno tonto descompasado por los más silenciosos rinconcillos, no me obligue a suponerle infame. Eso de tierno tonto descompasado (o con compás) no reza conmigo, lo que me sucede es que soy un poco tartamudo y padezco frecuentemente hipo. Las mujeres me rifan porque les doy gusto con los ataques de hipo. Pío XII fue muy famoso por sus ataques de hipo, y también mosén Lorenzo Riber, de la Real Academia Española. Yo hago gozar a las mujeres con mis ataques de hipo, las indias chibchas son las más reacias pero las negras de la Martinica se vuelven locas, también las escocesas, las holandesas y algunas noruegas de los fiordos de Sogne y Hardanger.

            El otro se volvió hacia la pared pintada de color crema tostada y dijo,

            —Eso es lo que él se cree. Todos los contrabandistas son iguales: fatuos y lujuriosos.

            Y otro que estaba haciendo flexiones en el montante de la puerta habló con su vocecita quebrada.

            —Todas las familias del pueblo redimen una puta y la ponen a fregar las escaleras, en esto son muy tradicionales y cuerdas y hacendosas.

            —¿Las putas?

            —No, las familias.

            —¿Y ninguna se subleva?

            —¿Las familias?

            —No, las putas.

            —No, ninguna. Hace años fue ahorcada en la plaza pública una puta portuguesa que probó a sublevarse; el acto fue muy bonito aunque la lluvia lo deslució un poco, aquí llueve con frecuencia innecesariamente y a destiempo, y las familias levantaban a los niños en brazos para que aplaudiesen y tomaran ejemplo de conductas.

            —¡Muera la puta!

            —¡Muera, sí! Pero estaos quietos: ya la apedrearéis cuando exhale el último suspiro.

            —¿Y antes, no?

            —No; antes, no. Antes hay que guardar compostura; es orden del señor juez, a quien toca prender fuego al pubis de la muerta, el reglamento es el reglamento.

            La multitud clamaba (no rugía).

            —¡Queremos más putas en la horca! ¡Portuguesas, francesas o españolas, nos es lo mismo! ¡Aunque sean inglesas o alemanas! ¡Queremos que la horca se sacie de putas de los siete colores y de los tres olores!

            Pero la autoridad predicaba circunspección y compostura.

            —No, por hoy ya está bien. ¡Mesura, ciudadanos, mesura! Las otras putas aún pueden aguantar varios años los embates de los padres de familia barbudos y de los hijos de familia barbilampiños y también maricones y tañedores de laúd o fagot y clavicémbalo u ocarina, según las circunstancias. No estamos en tiempos de despilfarro y la nación debe aprender a administrarse, a administrar la miseria, a administrar la sequía, a administrar los incendios, a administrar la bazofia y la podredumbre, los maricones son muy duchos en mandar a los sobrinos al suicidio y hacer quebrar editoriales. Ya no quedan tierras vírgenes para brindarnos cosechas aparatosas y próvidas como mujeres semitas. Ahora todo se ha puesto incómodo. Estoy tan aburrido como el que más aunque no llegue tarde, pero sé que debemos ser cicateros y no ahorcar todavía a las putas que puedan sernos de utilidad. Tened paciencia. Perdonadme que me vea obligado a dictar órdenes antipopulares y rogad a Dios por mí.

            El crisantemo blanco es la flor insignia de las putas muertas, no es costumbre perder la virginidad en los prostíbulos pero también se dan casos. En la pared se pintaba una mancha de humedad en forma de puta ahorcada.

            —Eso trae buena suerte.

            —No; eso es puramente casual, lo mejor sería secarla con una plancha de carbón.

            —¿Pongo papel secante, papel de barba, papel de estraza, papel de cartucho de ferretería, de cartucho de puntas de París?

            —No, no es preciso; a lo mejor se seca sólo con la plancha y soplando un poco.

            —No creo, parece profunda.

            El médico dio un portazo que no iba contra nadie porque la habitación estaba vacía.

            —¿Se han llevado al muerto?

            Nadie contestó y el médico levantó un poco la voz, no mucho.

            —Digo que si se han llevado al muerto.

            Y el muerto, con un hilo de voz, le dijo,

            —No; estoy aquí todavía, quizá no me vaya hasta el lunes porque los funerarios se fueron a bañar al río y a tomar el sol en la entrepierna.

            —¡Ah, bueno! La verdad es que tampoco tengo demasiada prisa, el departamento es espacioso, el papel de las paredes es algo cursi pero el departamento es espacioso. ¿Quedan cocacolas en la nevera?

            El muerto bajó la voz un poco más.

            —Yo no contesto necedades: mira tú, si quieres, que yo no puedo moverme. Yo casi no puedo ni hablar.

            Cuando un hombre llega tarde y una mujer le reconviene y blasfema es señal de que algo no marcha en el cuarto de baño. Nicolás desvirgó a su novia con un dedo al salir de la catequesis, fue en el portal de las señoritas de Ródenas. La cultura no debe hacerse popular, pero la ópera italiana es un fenómeno marginal a la cultura.

            —¿Quieres comer?

            —No quiero comer.

            —¿Quieres beber?

            —No quiero beber.

            —¿Quieres morirte?

            —No; ya te lo dije. Quiero que te mueras tú, estaría dispuesto a aplaudirte, a escupirte y a cerrarte los ojos. La muerte es lo único que no muere jamás, que no cesa.

            Un caballo alazán cubría a una yegua torda, un escarabajo de oro montaba parsimoniosamente a su hembra también de oro refulgente y un misionero barbudo fornicaba con una estilizadísima galga afgana componiendo una muy armoniosa figura.

            —Nunca me han interesado los animales de digestión lenta. Decía Goethe que el hombre, mientras aspira a algo, se mueve en el error; los animales herbívoros son de digestión lenta y yo prefiero la ruina a la condescendencia.

            —¿Usted sabe bien lo que dice?

            —No; ni yo ni nadie, pero el mundo rueda y usted, a veces, lo repite, me lo dijo su cuñada, esa cerda vomitadora sobre sus hijos indefensos, más le valiera no claudicar como una serpiente bajo los granados florecidos. ¿Quiere que juguemos a la brisca?

            —No.

            —¿Quiere que hagamos las cochinadas?

            —No.

            —¿Quiere que nos vayamos a confesar a la colegiata?

            —No.

            El que hacía flexiones se cayó y se rompió una pierna.

            —¿Le duele?

            —Sí, mucho. Me duele un horror.

            La abubilla, con su cresta eréctil y su languidez, vuela como una mariposa y dice «pupuput», se le oye desde muy lejos.

            A Leoncio se le murió la novia ahogada en el río Cabriel durante una excursión con el colegio. El dueño del café El Tigre de Cobre le negó un helado de frambuesa al sacristán del Perpetuo Socorro.

            —¡Largo de aquí, sátiro de mierda, saltatumbas! En este establecimiento está reservado el derecho de admisión y a usted no me da la gana de servirle un helado de frambuesa, lo más que le doy es un refresco de zarzaparrilla.

            —Bueno, le perdono que me insulte, sus ofensas me resbalan, pero el caso es que yo no quiero ni tampoco necesito un atroz refresco de zarzaparrilla.

            —Pues entonces se va a la calle, eso es cosa suya. En el establecimiento no se puede estar sin consumir constantemente, tampoco se permite beber con excesiva lentitud.

            —Adiós.

            —Adiós.

            La pierna del de las flexiones estaba partida por tres sitios.

            —¿Le duele?

            —Sí, ya le digo. Me duele un horror.

            —Tenga un poco de paciencia, los practicantes se fueron a bañar al río y a tomar el sol en la entrepierna.

            —¿También ellos?

            —Sí.

            En el solar de la esquina hay un esqueleto de caballo, el sol y la luna llevan ya muchos meses sacándole brillo.

            —¿Quiere entablillarme la pierna con dos huesos de caballo?

            —No.

            —¿Aunque se lo pida por caridad?

            —Aunque me lo pida por caridad.

            —¿Aunque se lo pida por amor de Dios?

            —Aunque me lo pida por amor de Dios.

            —¿Por qué se niega siempre a todo?

            —No lo sé, quizá por costumbre.

            Este libro debiera haberse titulado Monótonos amores con una mujer etíope, pero no pudo ser; hubiera sido una gran torpeza política. No debe recibirse al vencedor con arcos de triunfo porque se reblandece y poco a poco se va convirtiendo en un parásito administrativo. El vencedor está siempre al borde de la ternura y al final acaba siendo ovacionado por los enemigos naturales del hombre, a saber: la mujer, el sacerdote y el jubilado de levita y braguero. No convivas con traidores ni con procesalistas porque acabarán haciéndote jurar alguna bandera, cualquier bandera, quizá tres banderas diferentes, la holandesa, la rusa y la española, como a Juan Van Halen, el oficial aventurero, aprende de los animales del monte, la comadreja, el lince, el lobo, que comen palomas torcaces y desprecian a los comerciantes al por mayor y a los navegantes de altura, sólo admiten a los comerciantes al por menor y a los navegantes de cabotaje, a los que no tienen por qué mirar a las estrellas sino es por pura poesía. El triunfo es como una espiga enferma.

            —Déjame fingir que muero en un rincón, olvidado de todos, y reconfórtate soñando exequias artificiales en las que los cadáveres naufragan en agua de rosas y son vitoreados por los niños de los orfelinatos, casi todos de color gualdo y un poco cabezones, con sus humillantes mandilones con trabilla, su pelo al rape y sus banderitas de papel.

            —No te dejo fingir la vida misma, prefiero que te mueras de verdad y gritando necedades como los héroes de las barricadas.

            —No quiero ser amanerado y convencional héroe de barricada, son todos iguales.

            —Es la costumbre de la sociedad, observa que los recaudadores de contribuciones aprovechan los días de fiesta para vestirse con pantalones vaqueros, tocarse con la gorrilla del Che y hablar de mayo del 68.

            —¿Piensas organizar brigadas de castradores asépticos?

            —No; quizá no. Lo pensé un tiempo pero después lo fui olvidando poco a poco. Prefiero sonreír con el agua al cuello, a ahogarme en la munificencia del prójimo de la bronquitis. Hablemos del escalafón del oprobio.

            —No quiero.

            Este libro debiera haberse titulado Parsimoniosos amores con un efebo somalí, pero no pudo ser; hubiera sido un gran acierto político, sin embargo. Desde aquí saludo a las rameras del aceite y del muriato de ajonjolí, todas parsimoniosas, y les agradezco su gesto condescendiente y perdonador. La amapola pinta los campos de rojo hediondo.

            —¿Por qué no huyes en dirección contraria? Yo soy la salud y la vida, la elasticidad, el placer y la elegancia, la salud es más hermosa que la vida, la vida no se elige sino que se padece, la elasticidad quiebra antes de oxidarse, el placer no puede compartirse con conocimiento, la elegancia suele agazaparse detrás del ánimo, todavía estás a tiempo de huir. ¿Por qué no permites que te bese con mi boca oficialmente hedionda? Huye al páramo y anégate en la soledad y la sobriedad, es la venganza de los virtuosos derrotados. ¿Por qué prefieres la muerte a la vida?

            Trabajosamente se perfila la silueta de un guardia robusto, ahora los guardias se disfrazan de avestruces para mejor peer granadas de mano. Eusebio ni quería ni odiaba a Marisol, su novia; estaba acostumbrado a ella.

            —Te pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida?

            —Es sólo un fingimiento.

            Un bando de codornices grises y minúsculas huye despavorido entre un aletear sonoro, confuso y polvoriento.

            —¡Qué asco!

            —¿Qué más te da? Corren batiendo alas con vigor hacia la muerte, van ya algo cansadas, pero llevan el corazón rebosante de alegría; parecen niñas jugando al diábolo ante las tapias del hermético limbo, en estos instantes nadie prueba a engañar a nadie.

            —¿Quieres que saludemos a los condenados a muerte?

            —No; no los agobies, déjalos dormir tranquilos, déjalos morir tranquilos.

            Ahora los guardias se disfrazan de bisontes y de búfalos para mejor servir sus inclinaciones más pregonadas.

            —Te pregunto, ¿por qué prefieres la muerte a la vida?

            —Te respondo: no es verdad, es sólo un fingimiento.

            —Anoche te metiste con una gallina en la cama a hacer el amor.

            —Sí; no me recuerdes su gloriosa agonía.

            —Confía en mí: yo soy muy respetuoso y discreto. La gallina, en el momento de morir, tuvo un acceso de fiebre.

            —No me extraña, las gallinas gozan mucho y con muy alborotador descaro. Y en el momento de morir de amor no cacarean sino que dicen palabras, confusas palabras, misteriosas palabras como las amantes novicias.

            —¿No te da vergüenza comer gallinas recién amadas?

            —No, ¿por qué? No sólo no me da vergüenza sino que me causa un gran deleite, observa que jamás lavo sus cadáveres. A la muerte se debe responder con la vida para ahuyentarla.

            —¿Por qué prefieres la muerte a la vida?

            —Es al revés. Parece mentira, pero no lo entiendes.

            —¿Por qué prefieres la muerte a la vida?

            —Es sólo un fingimiento, un disimulo, un válido arbitrio. Yo prefiero la muerte a la vida pero busco decir lo contrario, se conoce que es una servidumbre quizá automática, casi automática.

            Nadie llega jamás tarde a ningún lado y todos cultivan un gesto malévolamente aburrido, venenosamente hastiado.

            —¿Por qué no estudias la teoría de las sumisiones?

            —No, ¿para qué? Las situaciones están mejor temblorosas y sin arreglo y la sumisión destierra a la dignidad. Amas a una mujer, amas a una cabra, amas a una gallina, ¿qué importa? Las tres son animales eróticos, una se muere pero las otras dos viven y las tres gozan sin gratitud. No agradezcas a nadie el bien que brindas y, por el camino contrario, apoya la gratitud en la esperanza. Nadie es nunca lo bastante rico en amor y en mansedumbre. No quisiera salir huyendo porque se descompone la figura, es preferible la noche para huir.

            —El acto del amor también descompone la figura.

            —Sí, pero recuerda que es preferible la noche para amar, no lo olvides nunca. Pienso, en cambio, que se debe morir de día y con los zapatos puestos, bien lustrosos y con las suelas nuevas, jamás en zapatillas.

            —¡Qué ordinario y basto resulta morir vestido sin demasiado aseo ni dignidad!

            —Sí, ¡más vale ni pensarlo siquiera! Morir en zapatillas de orillo es una claudicación que sólo puede permitirse la gente muy de abajo.

            —La muerte también es una claudicación.

            —Sí, pero menos ridícula y humillante.

            Este libro debiera haberse titulado La taza de porcelana y el nenúfar con un tatuaje en la garganta, pero no pudo ser; hubiera sido una concesión al sentimiento. El hijo de mi amigo Lucas se ahorcó porque le faltó el ánimo; se llamaba Mateo Ruecas y era un buen muchacho, puede que un poco tímido, algo corto, esto no se sabe nunca y a veces salta la sorpresa. Mateo Ruecas tenía cinco amigos verdaderos, todos lloraron su muerte y juraron vengarlo: Antolín Jaraicejo Méndez, alto y pelirrojo; Nicolás Mengabril Artieda, que aprendió a tocar la corneta en África; Leoncio Alange Garganchón, que jugaba al billar mejor que nadie; Eusebio Corchuela Redondo, que no pronunciaba bien las erres, y Fidel Barbaño Matueca, gran bailarín.

            —¿No era éste quien padecía de blenorragia crónica?

            —Blenorragia, sí, pero crónica, no. Tanto Mateo Ruecas como sus cinco amigos eran mozos de la quinta del 82, que según es sabido produjo reclutas muy fuertes y saludables.

            El novio de Estefanía Yellowbilled le dijo a Pamela Pleshette, la del obispo de Restricted Beach, Florida.

            —Anda, ponte las bragas que por hoy hemos terminado. Prepárame la merienda y recuerda que mi religión no me prohíbe alimentarme de gorriones fritos y tapioca, mi religión tan sólo me prohíbe el pan.

            Los políticos entonan la loa de la holganza y priman la enfermedad y la debilidad para sumar votos al despropósito; poco importa que los países se hundan en una marea nauseabunda si se salvan las metas, el subsidio de enfermedad, el subsidio de paro, el subsidio de vejez, el subsidio, mientras los jóvenes sin trabajo fuman yerba y sueñan con trabajar un día, tan sólo un día, tampoco es saludable la voracidad, para poder acogerse al subsidio, siempre hay algún subsidio y algún asco fundamental. Las autoridades se reúnen a tomar café descafeinado con leche descremada y sacarina en el bar de camareras chinas y obedientes mientras los mendigos untan de mierda de pavo los cristales.

            —¡Que llamen a los avestruces, a los bisontes y a los búfalos! ¡Hay que acabar con este espectáculo incivil!

            —¡Calma, calma! No desates jamás la ira de nadie, déjala que vaya languideciendo poco a poco y sin mayores sobresaltos ni vaivenes.

            —¿Como el amor?

            —Eso, como el amor. O no: más bien como el placer. Cambia los amores y los odios pero no los placeres ni las iras. El corazón del hombre se alimenta de muy raras nociones y pace en muy acotados dominios.

            —Eres suavísima y arbitraria y desearía para ti las zurras de la santidad.

            Los bienaventurados se refocilan en un magma de engrudo teñido con colorantes nocivos para la salud. Sus actos vergonzosos acontecen en las más ruines y míseras chabolas del suburbio, mientras las madres se mueren de hambre, los niños se mueren de sed y todos maldicen y se mueren. Este libro debiera haberse titulado La copa de finísimo cristal y el gladiolo con un tatuaje en cada nalga, pero no pudo ser; hubiera sido una concesión al favor. A Fidel le duraban poco las novias porque le gustaba variar. Los moralistas felicitan sin gesticular a los bienaventurados y los animan a perseverar en la senda de la bienaventuranza. Bienaventurados los ciegos porque ellos verán el tenue tatuaje del alma de Dios, mitad nenúfar y mitad gladiolo. Bienaventurados los sordos porque ellos oirán las tiernas endechas que emanan de la silueta del alma de Dios, mitad veneno y mitad laguna. Bienaventurados los paralíticos porque ellos, sentados en su sillón de ruedas, verán cómo jadean y se descorazonan los atletas que corren en pos de Dios inalcanzable. Le juro que no puedo saber lo que pienso hasta que no lo veo escrito.

            —Eres dulce y maniática como una hiena jovencita y en la cocina de casa de tus padres hierve un aromático puchero de fetos sazonados con las más raras y difíciles especias del Malabar. ¿Me das un vaso de vino?

            —Sí. ¿Tinto?

            —Sí.

            El bandolero, después de beberse el vaso de vino, cegó a la condesa quemándole los ojos con un cigarro habano ardiendo.

            —¿Así?

            —Sí, así. ¿Por qué me querrás tanto?

            —Lo ignoro. ¡Me siento tan a gusto en tu compañía! Tráeme mi libro de oraciones.

            —No puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega desde hace unos segundos?

            —¡Ah, claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción y vete desnudándote con recato. No apagues la luz porque estás ciega, ¿para qué vas a apagar la luz, si estás ciega? Abre el balcón de par en par para que te vean los vecinos ciega y desnuda, ya te iré yo contando las masturbaciones violentas de los coroneles retirados, las masturbaciones pecaminosas del bachiller y su madre todavía joven, las rítmicas masturbaciones de las siete huérfanas del tejado. ¡Desnúdate!

            —Tengo frío.

            —No seas desobediente. Vete al retrete de servicio y tráeme el látigo, para que te azote. Vete tanteando las paredes; lo encontrarás al tacto, detrás de la puerta. Date prisa porque debo azotarte por desobediente y sin perder ni un solo instante.

            Apoyado en la nostalgia geométrica del azar me siento capaz de mover el mundo con una sola mano. La hembra del ruiseñor puso un huevo en el nido de la corneja, otro en el de la golondrina y otro en el del cuervo de los ojos de miel. De tanto adulterio brotó la delicada Sinfonía de la rosa de té, la obra perdida de Vivaldi, que el bandolero interpretaba al piano entornando los ojos.

            —¿Te gusta?

            —Mucho.

            —¿Y entonces, por qué no me miras?

            —No puedo. ¿Te olvidas de que soy ciega de nacimiento?

            —¡Ah, claro! ¡Qué cabeza la mía! Perdona mi distracción, creí que no eras ciega de nacimiento, pero no te vistas, lo más probable es que te atienda cuando acabe de tocar la Sinfonía de la rosa de té.

            —Como quieras, amor mío.

            Antolín Jaraicejo no tenía novia, para lo que él necesitaba a la mujer, valía cualquiera, ahora casi todas las hijas de familia ganan algún dinero, son cajeras en un supermercado, cuidan niños, trabajan en una oficina o estudian algo, hay muchas carreras no demasiado difíciles, y entonces se la menean bastante correctamente a quien se lo pide e incluso se acuestan con él, ya se sabe que es mejor tratarse un poco antes de irse a la cama pero no es necesario; para el sexo no hace falta estar aburrido ni solo pero el aburrimiento y la soledad ayudan mucho, ésta es la teoría del ex subsecretario don Baltasar, el amante de la aristócrata inglesa de pelo colorado. El botón de oro adorna el suelo con irreverencia, hay quien piensa que hasta con lascivia. La hembra del ruiseñor, sembrando huevos en lugares imprevistos, fue quizá la causa de la tos espasmódica de la condesa ciega, hay extremos históricos difíciles de precisar, sin embargo, y no es adecuado que los actos gloriosos (o singularmente confusos) sean juzgados por el monótono hastío de la rutina; la situación no tiene arreglo fácil porque la inercia lastra los entendimientos y la otra inercia ventila las memorias. Las voluntades yacen muertas al borde del camino desde muchos años atrás; los niños se orinan muertos de risa sobre los montones de las inertes voluntades, y las niñas, agazapadas tras las troneras de la torre del castillo, se cogen el tierno sexo con las manos y aprietan fuerte mientras se muerden el borde de la falda. Es delatora la forma de higo, la consistencia de higo, es delator el sabor de higo, el acre aroma de higo del sexo, tierno como las infidelidades de la hembra del ruiseñor, de las insaciables niñas agazapadas tras las piedras ilustres, ahí nacen las aplicadas lesbianas como el dulcísimo musgo de la fuente, las esbeltas y dulcísimas lesbianas que componen versos de amor llenos de ira y de desesperanza.

            —Perdonadme, señora, el que haya obrado mal a mi pesar, o no, quizá fuera más exacto decir al margen de mí mismo. Los hombres que producimos la miel, que administramos la miel que producen las abejas, debiéramos tener un ojo de un color y otro de otro, para que los caminantes pudieran distinguimos y huir a tiempo de salvar la vida y la paz. Muy pocos hombres y muy pocas mujeres tendrían el ojo derecho del mismo color que el ojo izquierdo, exactamente del mismo color, esto parece una parábola pero es una evidencia, incluso un axioma. Ahora espero el instante de ser ahorcado y me entretengo con el pensamiento porque nadie quiere jugar al ajedrez conmigo. Mi amigo el descalzonado Juan Grujidora, el que se revolcaba sobre la arena de la playa con doña Rosalinda, digo con doña Dulce Nombre, a lo mejor era doña Paula, me enseñó un juego muy instructivo, escuche: las villas son nueve y cada una tiene nueve calles, en cada una hay nueve casas y en cada una hay nueve gatos que cada uno mató nueve ratones que cada uno había comido ya nueve tomines de grano; se pueden hacer varias preguntas, todas innecesarias, los padres ejemplares ponen a sus hijos a hacer engañosos y prolijos problemas ninguno difícil, después los premian dejándoles ver sangrientas muertes en la televisión. Sé que más de cien mujeres quisieran yacer conmigo, pero el juez no les abre la puerta porque supone que mi semen debe ser devorado por la mandrágora, otra inercia. Perdonadme, señora, que no sea más explícito por rubor y también por dignidad, casi nadie sabe que la dignidad es un atavismo o un reflejo condicionado, determinadas situaciones deben ser tratadas con delicadeza y utilizando palabras muy usuales y ya limadas, lo contrario sería un despropósito y una concesión al gusto colectivo, al artero y poco educado gusto colectivo. A los condenados a muerte suele tratársenos con conmiseración y muy paternal afecto, es quizá la cara más humillante de todo el trance monótono. La historia no crea soluciones, no resuelve desenlaces, quizá tampoco sea su papel, sino que refleja situaciones, casi todas luctuosas y vestidas con muy carnavalesco oropel: ésta es la batalla de Lepanto, ésta la de Trafalgar, ésta la de Jutlandia, ésta la del Ebro, ésta es Ana Bolena en el patíbulo, ésta María Antonieta en la guillotina, ésta Mata-Hari ante el piquete de fusileros, ésta Marujita Zarza en el garrote, etc. Los niños de las escuelas se ríen de las batallas y de los poderosos y de los famosos caídos en desgracia, es la regla general y pudiera ser que también la costumbre saludable, ya es sabido que el instinto de conservación es un sentimiento muy duro y automático. Yo, señora, he abdicado ya del instinto de conservación porque esta cárcel tiene unos muros infranqueables, también porque no estoy arrepentido de nada y porque prefiero la muerte a la indulgencia; lo malo es que no se me ocurre ninguna frase solemne para el turno de últimas palabras, aún tengo algún tiempo para discurrirlas. La novia de Mateo Ruecas se llama Soledad Navares y es morena y garrida, cachonda y tímida, alegre por lo discreto y prudentemente hacendosa. Mateo Ruecas y su novia, en un rincón del bar, un poco en la media sombra, a la izquierda según se va a los urinarios, la verdad es que oler ya huele desde antes pero pronto se acostumbra uno, Mateo y la novia, iba diciendo, y los amigos y sus parejas beben cocacola con vino y comen, bueno, pican almendras y aceitunas, altramuces y patatas fritas, cangrejos de río y tiritas de bacalao. Hace calor, mucho calor, siempre que va a pasar algo hace calor, mucho calor, y en el bar los mozos y las mozas sudan los unos contra las otras y al revés, el sudor los pega como si fuera cola de carpintero, da gusto, también los pega la saliva, y las moscas van despacio por la pared o se están quietas como muertas, sólo vuelan seis o siete pero en el techo hay sesenta o setenta, quizá seiscientas o setecientas, las cintas de atrapar moscas están ya negras y rumorosas. El bar tiene nombre, claro, todos los bares tienen nombre, pero mi director espiritual, que también es abogado, me dijo que no lo pusiera. Antolín, como no tiene novia, se arrima a una forastera que no entiende español, a lo mejor es francesa o alemana, portuguesa, no, esto se les nota; una pareja no necesita entender las palabras para ponerse a tono, o sea para entrar en sazón, el magreo es una especie de telégrafo del tacto que vale para todo el mundo. Me parece que ya se dijo que Nicolás Mengabril desvirgó a la novia con el dedo, estoy casi seguro de que ya se dijo, la verdad es que cada cual se las arregla como puede, de haber bajado en aquel momento alguna de las siete señoritas de Ródenas se hubiera escandalizado, de eso no hay la menor duda, ni la más mínima, la cultura es casi la costumbre, es un sedimento muy borroso, muy tenue, tampoco convendría que fuera demasiado firme y avasallador. Martirio, desde que Nicolás la desvirgó, se deja hacer, no colabora mucho pero se deja hacer. A Leoncio Alange Garganchón se le ahogó la novia, ya se dijo, casi todo hay que decirlo siempre varias veces para que la gente lo aprenda, a Leoncio se le ahogó la novia, ¡también es mala pata!, se llamaba Reyes y le gustaba mucho el anís, Leoncio sale ahora con una hermana de la novia muerta, Visi, no son novios formales pero van camino de serlo, se ve en las actitudes y las reclinaciones. Eusebio Corchuela mete mano a Marisol por rutina, ninguno de los dos se cansa porque la rutina también es acompañadora. Queda Fidel Barbaño, alias Tomillo, a éste le duran poco las novias, es un picaflor, Fidel pasea desde hace quince días a Romulita, la niñera de las dos hijas de la boticaria, a las niñas para que se entretengan y no interrumpan les dan un rollo de papel de retrete, es muy divertido. Mateo Ruecas y Soledad, o cualquiera de las otras parejas menos Antolín y su turista, tienen la siguiente conversación, más o menos: ¿me quieres mucho?, sí, mucho, ¿te doy gusto?, sí, mucho, ¿me juras que sé darte gusto?, te lo juro, mucho gusto, ¿me querrás siempre?, sí, siempre. Después guardan silencio unos instantes, se palpan y siguen, no puedo resistir el amor que te tengo, ni yo, no puedo resistir lo mucho que me gustas, ni yo, estoy a punto, y yo, estoy caliente, y yo, estoy que no puedo más, ni yo, estoy que no respondo, ni yo, la tengo dura como el pedernal, la tienes siempre así, ¿quieres que te la dé entera?, no puedo, ¿por qué no puedes?, estoy con el mes, ¿por qué no me la mamas?, vale, sal al corral, vale, ¿quieres que me la saque aquí mismo?, no, sácate las tetas por el escote, no, una sola, vale, en la televisión están dando el partido de fútbol entre España e Irlanda del Norte y la pareja no tiene que salir al corral porque en cuanto ella se saca una teta por el escote él se corre, ¿sin sacársela de la bragueta?, sí, no le da tiempo, hace mucho calor y los mozos, después de correrse sin sacarla, apoyan la cabeza en el hombro de la moza, encienden un pitillo y se quedan en silencio mirando para la televisión. Todo esto a lo mejor es mentira y nadie se la meneó a nadie, los testigos lo niegan pero don Cosme, el señor juez, dice que sí, que las mozas, que son todas unas putas, se la estaban meneando a los mozos, que son todos unos viciosos antisociales, sin dejar ni uno, esto a lo mejor también es mentira y ni todas se la estaban meneando a todos ni todos se la dejaban menear al mismo tiempo, esto es mucha casualidad, a veces hay alguno que no quiere porque le duelen las muelas o porque le da corte, era la palabra del juez y testigo contra la de los actores y testigos, la cosa queda rara y además tampoco se puede meter a nadie en la cárcel por paja de más o de menos, en Archidona pasó algo parecido y la gente tomó a cachondeo a los jueces, lo malo es que aquí hubo un muerto.

            El mirlo fue el pájaro de mi feliz niñez, el mirlo silba con mucha melodía y no disimula jamás los sentimientos, el mirlo canta con mucha variedad, imita el silbido del hombre y en su lengua dice varias palabras, expresa diferentes ideas o pregona ciertas advertencias y alarmas, cuando se posa grita «tix, tix», cada vez más deprisa, del peligro de los animales terrestres, perros, gatos, niños, avisa con un dulce «dinc» o «dinic», para anunciar el peligro de los animales aéreos, gavilanes, azores, cometas de larga cola de lazos de papel, dice un breve y agudo «shi, shi» y para pedir amor canta «sriie, sriie», de niño en Iria Flavia tuve un mirlo que se llamaba Tabeirón que silbaba los primeros compases de la Marcha Real, se los enseñé yo con mucha paciencia, el mirlo estaba en libertad, vivía en el cerezo de la galería del norte, pero era mío, venía en cuanto me veía venir y se me posaba en un hombro o en la cabeza, yo le daba miñocas o grosellas según la estación del año.

            Me preguntaba en su carta, señora, si podría conseguirle un par de invitaciones para la ejecución; aún no las he pedido pero no creo que me las nieguen puesto que soy el personaje central, el héroe de la fiesta, y nuestra sociedad es muy condescendiente con los primeros actores. No me gusta jugar con ventaja, pero tampoco creo que deje huir la ocasión más propicia de complaceros. La mancha en forma de rueda de la fortuna que tengo en el bajo vientre ha cambiado de color, era roja y es malva, quizá sea la falta de hábito a mi situación, que no es incierta, bien lo sé, pero tampoco cómoda. Nadie tiene la menor curiosidad por verla y el médico, cuando se lo dije, me ofreció un cigarrillo y sonrió. Los cangrejos de mar no son animalitos muy inteligentes y pueden pescarse con las artes del olvido o con las mañas del disimulo, los cangrejos de río por ahí se les van, tampoco entro en mayores explicaciones porque no merecería la pena. Yo ignoro si los cangrejos tienen nombre propio y apellido común o carecen de él, sería gracioso censar a los cangrejos por sus nombres y apellidos y pasar lista cuando la veda los defiende. Perdonadme, señora, el que haya obrado mal al margen de mí mismo.

            —Alejad todo cuidado de vuestro ánimo, miserable reo de muerte, ya sabéis que yo os amo como si fuerais un honesto hombre del montón, un hombre corriente y moliente y hambriento. Si no morís en la cama y rodeado de mil consideraciones no es culpa mía, creedme, ni vuestra, sino de la costumbre que no acaba de madurar. Nosotros dos bastante hacemos con mostramos lascivos y misericordiosos como los gusanos de los muertos, o lascivos y misericordiosos como los delfines amaestrados. La culpa es de los demás, de los obispos y los ferroviarios y sus mujeres siempre con sed de cerveza, de whisky de malta o de ginebra, según el color del pelo, y jamás saciadas. No debemos discutir por la culpa ni rifar la culpa, ¿para qué? La culpa es como una sarta de esas rosquillas empalagosas y venenosas que se regalan a la puerta de los colegios de pago, jamás a la puerta de las escuelas públicas, y que revientan niños ricos entre retortijones. ¿Por qué las mujeres vestidas de tul prefieren las rosas de Jericó a las rosas de té? Vuestra culpa es mi culpa, pero los dos pecamos por omisión y tras habernos emborrachado con anís como los cíngaros, a mí me gustaría más escribir zíngaros con zeta como los italianos, lo encuentro más natural. La destilación de la ropa usada produce anís dulce y en los países pobres, las familias pobres instalan alambiques en los que destilar ropa usada, calcetines y camisones, y emborracharse de anís dulce para defraudar los deseos del príncipe.

            No te esfuerces porque aunque la encierres bajo siete llaves, la aguja apuntará siempre al norte. Este libro debiera haberse titulado Las púas de San Jerónimo o juguete al viento, pero no pudo ser; hubiera sido causa de siniestro porque aún peor que la guerra es el miedo a la guerra (Séneca) y los hombres hacen un desierto y le llaman la paz (Tácito). Recuérdese que no hay un demonio de la guerra pero el demonio nace de la guerra; tampoco hay un ángel de la paz pero el ángel brota como una yerba aromática del suelo de la paz, Dios no es pariente ni de los demonios ni de los ángeles, Dios es la unidad de la materia, algún día se demostrará, o un infinito y delicadísimo ser de materia metafísicamente desconocida y quizá gaseosa o paragaseosa, algún día se demostrará. Sí; mejor es que estas páginas no se hayan titulado como digo, porque entre un hombre colgado de un pie y el baldosín del piso siempre flota la sombra de la duda. Un indio jíbaro no es menos resistente que un capataz de petroleros, pero está peor armado y tiene menores dudas sobre la eternidad; el mundo no termina tras aquellos montes, aunque haya algunos viejos que digan que sí.

            —Te pregunto, ¿por qué prefieres la agonía a la muerte?, y me respondes: porque soy muy respetuosa con la tradición familiar. Las mujeres no tenéis por qué ser respetuosas con la tradición familiar, tampoco con la tradición popular ni con nada, a las mujeres os salvan vuestros propios defectos adquiridos o las propias imperfecciones heredadas. Ésa es vuestra ventaja.

            —Cuentas el suceso como te conviene, porque no fueron así ni tu pregunta ni mi respuesta. Yo buscaba la perfección constituyente, no la imperfección heredada, determinadas lombrices intestinales, como ciertos ángeles, carecen de ano.

            El novio de Estefanía le regaló a Claudina un ramo de flores en forma de corazón, hecho con crisantemos robados.

            —¿A los muertos?

            —Sí, ¿por qué?

            —Por nada.

            Al novio de Estefanía le gustaba mucho palparle las nalgas a Claudina, la cuñada de Estefanía, que era muy complaciente y generosa.

            —¿Quieres que mañana te envíe otro ramo de flores?

            —No; no desvalijes a los muertos, déjalos que duerman tranquilos su sueño eterno.

            —No es así, lo eterno carece de principio y de fin, ni nace ni muere sino que es y jamás deja de ser, ya era antes del comienzo y sigue siendo después del fin, y el sueño de los muertos comienza con la muerte.

            —Y termina el día del Juicio Final, pero no nos metamos en temas prohibidos y dejemos esto, tú ya cumples sobándome pulgada a pulgada y sin respetar ni los más recónditos recovecos de mi cuerpo. Tú sabes que te estoy muy agradecida.

            —Sí, por eso sigo y no por ninguna otra causa; yo soy muy sensible a la gratitud.

            —¡Qué jactancioso!

            —No; te aseguro que es verdad y no jactancia lo que te digo. La procesionaria siembra el pinar de regueros venenosos, pero en mi alma siempre queda un último rincón en el que acoger la gratitud del prójimo. El gusano de las mecedoras, el gorgojo de los ataúdes y los pianos y la oruga de la urticaria producen electricidad, lo que acontece es que su explotación todavía no es rentable, obedece a una técnica muy rudimentaria y los inversores pierden la paciencia.

            —¿Y retiran su dinero?

            —Eso; retiran su dinero y lo arrojan por la boca del horno crematorio.

            Este libro debiera haberse titulado Las florecillas de santa Gemma o el niño ahogado en un pozo sin brocal, pero no pudo ser; hubiera sido ligeramente vergonzoso implicar a santa Gemma en el confuso suceso del niño ahogado, nunca se sabría la última palabra verdadera del desgraciado accidente.

            —Yo no creo que haya sido un accidente.

            —Ni yo; pero la versión oficial habla de accidente, se conoce que resulta más barato, también más socorrido y espiritual.

            El arrendajo tiene los ojos de color azul celeste y canta en coro, «scraae, scraae». La hembra del jilguero puso un huevo en el nido de la víbora, otro en el de la tarántula y otro en la inclusa, los tres hueros. A veces hay que tener mucha paciencia y mucha entereza para no jugarlo todo a una carta, el tres de oros, por ejemplo, o la sota de espadas, o el siete de copas, o el as de bastos, y prender fuego al monte.

            —¿Me permites rociarte con gasolina?

            —No.

            —Quizá hagas bien obrando con prudencia. ¿A quién pueden importarle los papiros del Mar Muerto?

            —Lo ignoro.

            La hembra del cuervo de los ojos de miel puso un huevo en el pararrayos de la fábrica de azúcar, lo dejó atado con una cinta con los colores de la bandera, ésa es una de las señales del fin del mundo.

            —Aún faltan algunas.

            —Cada vez menos.

            —¿Indefectiblemente?

            —Sí.

            Los cristobitas del guiñol dormían, cada uno en su caja de zapatos; el patrón les había hecho muchos agujeritos para que pudieran respirar y sentirse cómodos y frescos: el general, el obispo, la bailarina, el torero, el marinero, el bombero y la maja, los siete. La condesa ciega los acariciaba y les daba aliento.

            —No tienen frío.

            —Más vale que tengan calor.

            En las plazas de los pueblos, al general, al obispo, a la bailarina, al torero, al marinero, al bombero y a la maja, a los siete, se los comen las moscas ansiosas y pegajosas. Antolín Jaraicejo Méndez es alto y fuerte y tiene el pelo colorado, da risa pero de él no se ríe nadie porque pega recio, tiene el puño muy duro, tanto como la cabeza, un día mató a un borrico de un cabezazo en la frente, al borrico le dio como un vahído y cayó al suelo muerto, Antolín no tenía novia pero se las iba arreglando, ahora no es difícil, Antolín le dijo a Sagrario, la madre de Mateo, señora Sagrario, si usted me lo manda descrismo al señor juez de un cantazo o mismo con la mano y no se entera ni Dios, y la señora Sagrario le contestó, no hijo, por la Virgen Santísima te lo pido, deja al señor juez en paz a ver si se va amansando.

            La abuelita mandó llamar a sus tres nietos y les regaló toda la tierra, a partes iguales.

            —Cam, Sem y Jafet, quedaos con todo y no me deseéis la muerte. No os impacientéis ya que dentro de poco tiempo, a lo mejor no faltan sino quince o veinte minutos para el óbito fulminante, se me atascarán los cordajes del corazón o del hígado y me caeré muerta al suelo. Traedme la chichonera de vuestro tío Jeremías, el jugador de rugby, porque no me gustaría comparecer ante el Sumo Hacedor con un chichón en la cabeza; daos prisa.

            La rosa francesilla es modesta pero agradecida y serena, Isidoro de Antillón publicó una novelita rosa francesilla titulada Necesidad de asegurar con leyes eficaces la libertad del ciudadano contra los atropellos de la fuerza armada, que tuvo muy feliz acogida en todas las clases sociales. La abuelita se quitó la peluca, se echó polvos de talco en la calva y se puso la chichonera.

            —¿No le queda un poco ladeada?

            —No, no importa, eso es lo de menos, con ella puesta estoy mejor y más segura; los viejos debemos usar la chichonera siempre, el sudario los lunes, miércoles y viernes y el preservativo los fines de semana. En esto del sudario debemos dar su oportunidad a la improvisación; las familias se alegran mucho cuando el muerto acierta y disparan bengalas y cohetes en acción de gracias. Las campanas de los pataches y de los bergantines reclaman los cadáveres de los náufragos cuando navegan a la altura de las islas Cíes, y las ballenas de Corcubión se topan las unas a las otras como frailes borrachos y no demasiado temerosos de Dios; en la confianza está el peligro. Vosotros, Cam, Sem y Jafet, sois todavía muy jóvenes e inexpertos y lo más probable es que os juguéis a los dados las tierras que ahora os doy y acabéis perdiéndolas; vosotros veréis qué es lo que os conviene hacer, yo jamás os pediré cuentas de vuestra conducta. Los cristobitas del guiñol son pobres y a mí no me gustaría veros tan pobres como ellos. Lo que no haré aunque me lo pidierais de rodillas será daros clases de economía doméstica; queden las aberraciones para las mozas casaderas, que vosotros sois mozos y de vuestra virilidad cabe esperar cierto provecho. Si me equivoco, vosotros sois los que saldréis perdiendo.

            La abuelita se colocó bien la chichonera, que se le había ladeado todavía un poco más.

            —También tengo por ahí unas monedas de oro con las que no sé qué hacer; deben ser por lo menos un millón de onzas o quizá más. Repartirlas equitativamente, como las tierras, no me parecería justo ni gracioso, tampoco honesto ni saludable. Podríamos hacer un concurso de levantamiento de piedras, de carreras cuesta arriba, de pedos descomunales, de permanencia en el fondo del mar, de beber vino, de beber vinagre, de beber agua, de comer cordero asado o lamprea guisada o merluza cocida o salmonetes fritos o lenguados a la plancha o ranas crudas pero muertas o ranas crudas y vivas, ¡yo qué sé! Alguien me dijo que se las diese a los apestados, pero no: prefiero dároslas a vosotros, aunque vuestra conducta no sea precisamente óptima. Me dicen que frecuentáis el amor de las carcaveras y que fornicáis con ellas en los nichos vacíos. No me importa y declaro que me dais envidia. Los viejos y las viejas somos muy ridículos y envidiosos, y envidiamos todo lo que no podemos conseguir por ridículo que fuere o pareciere. Si me pongo a saltar a la pata coja entre las tumbas de mis antepasados, que son los vuestros, acabo con la lengua fuera y el corazón acelerado; por eso me estoy quieta y agazapada bajo mi chichonera, poco me importa que os riáis porque además, como sois hijos de mi hijo, me cago en vuestra madre, a la que maldigo con devoción.

            La abuelita dio un leve respingo y tosió un poco.

            —Si somos capaces de darle tiempo el plomo se irá convirtiendo en oro, lo que sucede es que los hombres somos muy impacientes y apresurados, cualquier pequeña desgracia nos altera la conciencia y nos desata los nervios, admitir la evidencia de que las ideas también pueden cristalizar y cobrar forma y peso previstos.

            La abuelita dio otro leve respingo, tosió de nuevo un poco, dio un tercer respingo algo más elocuente, tosió otro poco y falleció. A la abuelita la enterraron desnuda pero con la chichonera puesta; a su primo Jeremías, el jugador de rugby, tuvieron que comprarle otra.

            —¿Y qué pasó con el millón de onzas de oro?

            —Eso es algo de lo que no se supo nada jamás.

            El novio de Estefanía le dijo al bandolero de la condesa ciega,

            —¿Son ya más de las siete?

            —No; son ya más de las ocho.

            —¡Qué horror! ¡Cómo se me ha pasado la mañana!

            Claudina hacía gimnasia y se daba duchas heladas al amanecer para lucir el culo prieto y elástico y poder saciar los ardorosos palpamientos del novio de Estefanía, su cuñada.

            —¿Es así como te gusto?

            —Sí, pero no dejes de cuidarte ni un solo día; los culos se estropean pronto y no tienen recuperación posible.

            —¿Me mandarás mañana otro ramo de crisantemos robados a los muertos?

            —Sí, pero te ruego que no me pongas condiciones.

            —Perdona.

            El abejaruco brilla como el oro y la esmeralda y planea igual que las hojas mecidas por el viento del otoño. Claudina bajó el mirar.

            —Tú sabes que guardo mi virginidad para mi anciano padre; tengo ya quince años y pienso ofrecérsela la noche de San Juan. Pero yo te pregunto: si te brindase el ojal centro y eje de mis musculadas y tensas nalgas, ¿tú lo perforarías?

            —Sí: todas las mañanas, cuando cante el gallo Melquíades por tercera vez. ¿Quieres que ensayemos?

            —Sí.

            Claudina y el novio de su cuñada Estefanía entraron en el pajar y se acoplaron casi herméticamente.

            —No te retires.

            —No; estoy muy cómodo y no tengo nada mejor que hacer. A mí me parece que soy más afortunado de lo que va a serlo tu padre.

            —¡Calla, tonto!

            —Bueno, me callo. Pero mañana pienso saquear a los muertos. A la gente le extrañará no ver ni una sola flor en todo el cementerio.

            Claudina y el novio de Estefanía tardaron en destrabarse dos horas y cuarenta minutos, quizá cuarenta y cinco.

            El dueño del guiñol puso a sus cristobitas a orinar: a un lado al general, al obispo, al torero, al marinero y al bombero, en corro, y al otro a la bailarina y a la maja, una al lado de la otra. Todos tenían muchas ganas porque el dueño se había descuidado un poco, pero tampoco pasó nada porque los cristobitas de guiñol, según es bien sabido, jamás padecen incontinencia de orina.

            —¡Qué alivio! ¿Verdad?

            —¡Y tanto!

            Después les dio una hora de recreo.

            —¿Quiere usted, mi general, que juguemos a las bolas?

            —¿No sería más divertido tirar a esgrima?

            —Como guste. Ya sabe que me honra el complacerle.

            No te aficiones jamás al lujo superfluo porque estraga el apetito. El boato de los rajás y los maharajás era de mejor fundamento que el oropel del banquero de las nueve amantes, todas vestidas de lamé de plata y con una esmeralda en el ombligo y todas con abono a la ópera. Este libro debiera haberse titulado El cementerio de las siete ventanas, pero no pudo ser porque nadie cedió en sus pretensiones. Detrás (o dentro) de cada automóvil de la carretera se agazapa una decepción con diente de oro y úlcera de estómago; es la norma general, el hábito, la costumbre que a todos nos atenaza con su malsana complicidad y su insidia. La monotonía no puede romperse sino es con el suicidio, ese error que se comete sólo para alterar la falsa paz de las muertas aguas familiares, la falsa calma de los confusos lodos familiares. Alejemos de todos nosotros las muertes indignas y convencionales, pero tampoco caigamos en el error de suponer que es una bendición el llevar, el conllevar, casi con resignado orgullo y aun con más resignada y fingida indiferencia, una vida indigna y convencional, a veces coronada de laureles.

            Mateo no debió haberle dicho nunca al señor juez que con su novia hacia lo que le salía de las pelotas mientras ella se dejase, él dijo de los huevos, bueno, esto es lo mismo, los jueces, sobre todo si son jóvenes y tienen pacto de sangre y leche con el Espíritu Santo o con Belcebú, esto también es lo mismo, creen de buena fe que deben marcar los lances del amor del prójimo, los trances del magreo ajeno, a los jueces habría que dejarlos madurar en un bosque de hayas o de castaños sin más arma que un palo ni más provisión que una cantimplora de aguardiente y un mollete de pan de borona, el raposo del monte madura más deprisa y mejor que el señor juez, con más fundamento, porque jamás anda por ahí llamándole la atención a nadie, los jueces no son como los raposos sino como las comadrejas, que avisan a los municipales cuando suponen que alguien les falta al respeto.

            —Oiga, usted, cabo, a éste me lo encierra por escándalo público y desacato a la autoridad, ¡aquí hay que hacer un escarmiento!

            El gallo Melquíades, antes de cantar por tercera vez para advertir al novio de Estefanía que era la hora de pedicar a Claudina, le susurró al obispo al oído y casi confidencialmente,

            —¿Quiere vuestra eminencia reverendísima, señor obispo, que le dé unas revoleras y unas verónicas?

            —No, hijo; estoy algo cansado. Pídeselo al marinero o al bombero.

            —Es que vuestra eminencia reverendísima embiste mejor.

            —Gracias, pero ya te digo: estoy algo cansado. Otro día será.

            La yerba crece más alta en la ladera norte de las montañas: la solana es más saludable, pero la umbría es más feraz. El tojo es la flor sagrada del poeta Noriega Varela, quien no concebía que el entero planeta no estuviera cubierto de tojos. A las mujeres les pasa lo mismo: expuestas al sol se ponen como zapatos viejos y encerradas en el armario palidecen, sí, pero cobran nuevas mañas lascivas. La lluvia golpea sobre los cristales de las ventanas mientras los enfermos del hospital, los leprosos, los sifilíticos, los tísicos, los granujientos, ateridos de frío, murmuran unos de otros y se masturban sin entusiasmo alguno, por pura rutina, los unos a los otros. Los hay que juegan a las damas y los hay que juegan al tute; también los hay que no juegan a nada y guardan silencio, son los que van a morirse pronto y les preocupa la idea de acabar troceados en la sala de disección. Un enfermo de color de vino reza unas oraciones mágicas con los brazos en cruz mientras un enfermero malayo le escupe en los ojos.

            —Lo hago para quitarle el mal de ojo, en mi país es mucha costumbre; cuando se le caigan los ojos, sanará.

            —¿Y si no se le caen?

            —Habrá que seguir insistiendo, al final se caen siempre.

            Los bronquíticos son muy animados y ceremoniosos.

            —¿Y los diabéticos?

            —No.

            —¿Y los hepatíticos?

            —No.

            —¿Y los blenorrágicos?

            —Sí; ésos, sí.

            —¿Y los reumáticos?

            —También.

            —¿Y los locos?

            —No.

            Los displásicos eunucoides no son enfermos propiamente dichos pero sí mandones, avaros, caprichosos, crueles y despóticos; sus tendencias heroicas y sus ínfulas políticas y grandilocuentes pueden combatirse, tampoco con demasiadas garantías de éxito, contagiándoles la sarna o la tiña y poniéndolos a dormir al relente. César y Lucrecia Borgia fueron tiñosos y es casi seguro que su padre, el Papa Alejandro VI, también lo fuera; la tiña es enfermedad lavable, como casi todas. Los enfermos del hospital, mientras la lluvia y el viento baten los cristales, se mean por las esquinas para dar trabajo a las monjas y vengarse de ellas. La vejez se presenta de golpe y sin avisar, para Trostky es lo más inesperado que puede acontecer al hombre, un hombre es joven hasta que una mañana se da cuenta de que es viejo, nadie le había advertido que iba a ser viejo de un momento a otro y la nueva situación lo desorienta.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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