La baronesa Emma (afectivamente llamada "Emmuska") Magdolna Rozalia Maria Jozefa Borbala Orczy (Tarnaörs, Hungría, 23 de septiembre de 1865 – Londres, 12 de noviembre de 1947) fue una novelista, dramaturga y artista británica de origen húngaro.
Fuente: Wikipedia.
EL
CRIMEN DE REGENT’S PARK
Baronesa Orczy
LA señorita Polly Burton se había
acostumbrado rápidamente a su extraordinario vis a vis en el rincón, con el viejo.
Estaba siempre allí cuando ella
llegaba, embutido en uno de sus extravagantes trajes de tweed a cuadros; no olvidaba jamás darle los buenos días e,
invariablemente, cuando ella aparecía, empezaba a agitarse con creciente
nerviosismo como una rama seca y sarmentosa azotada por el aire.
—¿Ha estado alguna vez interesada
en el crimen del Regent’s Park? —le preguntó un día.
Polly respondió que había
olvidado la mayoría de los detalles relativos al misterioso asesinato, pero que
recordaba muy bien el escándalo y revuelo que había levantado entre cierto
sector de la buena sociedad londinense.
—Particularmente, entre los
tahúres y apostadores de carreras, ya sabe —dijo él—. Todas las personas
implicadas en el asunto, directa o indirectamente, pertenecían al grupo de los
comúnmente llamados «chicos bien» o «jóvenes de la alta sociedad», y el
Harewood Club en Hannover Square, alrededor del cual se centró el escándalo
provocado por el crimen, era uno de los más brillantes clubs de Londres.
»Con toda seguridad, las
actividades del Harewood Club, que era esencialmente un club de juego, habrían
permanecido para siempre oficialmente ignoradas por las autoridades policíacas,
a no ser por el asesinato en el Regent’s Park y las revelaciones que salieron a
la luz en relación al mismo.
»Estoy seguro de que usted conoce
la tranquila plaza que se extiende entre Portland Place y el Regent’s Park y se
llama Crescent Park en su parte sur, y en su continuación, Park Square este y
oeste. Marylebone Road, con su enorme tráfico, corta el amplio parque y sus
hermosos jardines, pero las dos últimas partes están unidas por un túnel bajo
la calle; y supongo que usted recordará que la nueva estación del Metro, en la
parte sur de la plaza, no había sido aún proyectada.
»La noche del seis de febrero de
mil novecientos siete fue una noche de niebla espesa. A pesar de ello, el señor
Aarón Cohen, que habitaba en el número 30 de Park Square del oeste, se levantó
de la mesa verde de juego del Harewood Club, a las dos de la madrugada, después
de haberla materialmente barrido, embolsándose grandes ganancias, y se dirigió
solo hacia su casa.
»Una hora más tarde, los
habitantes del oeste de Park Square se despertaron de su pacífico sueño por
causa de un violento altercado en la calle. Una airada voz masculina resonó
durante algunos minutos, seguida inmediatamente por frenéticos gritos de
socorro. Luego el doble percutir de un arma de fuego, seguido de un silencio
sepulcral.
»La niebla era muy densa, y, como
usted sabe, esto dificulta la localización de los sonidos. No obstante, no
había transcurrido más de uno o dos minutos cuando el guardia situado en la
esquina de Marylebone Road apareció en escena. Tocó el silbato para reunir a
sus compañeros, e intentó orientarse entre la nebulosa penumbra, hacia el punto
donde había sonado la alarma. Se produjo una enorme confusión, porque, a través
del muro de niebla, resonaban los gritos contradictorios de los vecinos,
indicando desde sus ventanas las más opuestas direcciones en su afán de ayudar
a los guardias:
»—¡Por los raíles, guardia!
»—¡Arriba, en la calle! ¡Ha sido
en las verjas!
»—¡No, abajo, en el túnel!
»—Ha sido por este lado de la
acera.
»—No, por el otro.
»Por fin, después de tanta
algarabía, fue otro policía quien, dando la vuelta por el lado norte de Park
Square del oeste, casi tropezó con el cuerpo de un hombre tendido sobre el
pavimento, con la cabeza apoyada en las rejas del parque. Durante este tiempo
se habían ido congregando en la calle los habitantes de las casas cercanas,
ansiosos por saber lo que estaba ocurriendo.
»El policía enfocó la potente luz
de su linterna de ojo de buey hacia el rostro del infortunado.
»—Parece como si hubiera sido
estrangulado, ¿no crees? —murmuró dirigiéndose a su compañero.
»Y señalaba a la entumecida
lengua colgante, los ojos desorbitados e inyectados en sangre, y el color,
entre amoratado y purpúreo, de su congestionado rostro.
»En esto, uno de los espectadores,
más insensible al horror que los demás, escudriñó curioso el rostro del muerto
y lanzó una exclamación de asombro:
»—¡Pero si es el señor Cohen, el
del número 30! ¡Seguro!
»La mención de un nombre familiar
en plena calle animó a dos o tres vecinos más a mirar de cerca la máscara,
horriblemente desfigurada, del asesinado.
»—Nuestro vecino de la puerta de
al lado, indudablemente —aseguró el señor Ellison, un joven abogado que vivía
en el número 31.
»—¿Quién demonios le mandaría
salir solo y a pie en una noche así? —dijo alguien más.
»—Regresaba normalmente muy
tarde. Creo que pertenecía a algún club de juego. Y casi apostaría a que jamás
alquilaba un coche para volver de allí. Yo no sé gran cosa de él. Nuestras
relaciones se reducían a saludarnos cuando nos cruzábamos.
»—¡Pobre desdichado! Parece como
si se tratara de un asesinato por agarrotamiento, como se acostumbraba
antiguamente.
»—¡Sea quien sea, desde luego, el
asesino ha querido estar bien seguro de haberle matado! —añadió uno de los
policías, recogiendo del suelo un objeto—. Aquí está el revólver, con dos
cartuchos vacíos. ¿Han oído ustedes los disparos?
»—No parece haber muerto a causa
de los tiros. No hay duda de que ha sido estrangulado. Trató de disparar contra
su asaltante, sin duda —afirmó el joven abogado, con aire de suficiencia.
»—Y no logró alcanzarle. Si lo
hubiese hecho, acaso tendríamos la oportunidad de seguir el rastro del
criminal.
»—Pero no entre esta niebla.
»La aparición del inspector, el
detective y el forense, rápidamente avisados, puso punto final a todas estas
discusiones y conjeturas.
»Se dirigieron a su domicilio y
requirieron el servicio (integrado por cuatro mujeres) para que examinara el
cadáver.
»Entre alaridos de espanto y
lágrimas de horror, reconocieron todas a su dueño, el señor Aarón Cohen.
Llevaron el cuerpo a su dormitorio y el forense inició su tarea.
»La policía se enfrentaba con un
penoso trabajo, lo reconozco. Existían tan pocos indicios que no había por
dónde empezar.
»La encuesta entre el vecindario
no reveló prácticamente nada. Se sabía muy poco acerca de Aarón Cohen y sus
asuntos. Sus propias sirvientas ignoraban el nombre de los diversos clubs que
frecuentaba.
»Tenía una oficina en Throgmorton
Street, adonde iba todos los días. Cenaba en casa y algunas veces tenía amigos
invitados. Cuando estaba solo, invariablemente iba al club, donde permanecía
hasta las primeras horas de la madrugada.
»La noche del crimen había salido
alrededor de las nueve. Fue la última vez que le vieron sus sirvientas. En
cuanto al revólver, las cuatro declararon sin vacilar que no lo habían visto
jamás en poder de su dueño y que, a no ser que el señor Cohen lo hubiese
comprado aquel mismo día, no le pertenecía.
»Ningún rastro pudo hallarse del
presunto asesino, excepto un juego de llaves unidas por una cadenilla que
apareció junto a una de las puertas del extremo opuesto del parque que daba
enfrente de Portland Place. Ambas resultaron ser del señor Cohen, una de ellas
la de la entrada de su casa, y la otra la de la puerta del parque[1].
»Se supuso que el asesino,
después de consumar el crimen y saquear los bolsillos de su víctima, había
utilizado las llaves para perpetrar su fuga en el interior de la plaza,
atajando por el túnel y saliendo luego por la última puerta. Tomó la precaución
de no llevarse las llaves consigo después de usarlas, y las arrojó en cualquier
parte, para esfumarse finalmente en la niebla.
»El jurado aprobó un veredicto de
culpabilidad por homicidio voluntario contra alguna persona, o personas
desconocidas y la policía puso todo su empeño para descubrir al misterioso
asesino. El resultado de todas sus investigaciones, conducidas con
extraordinaria sagacidad por el detective William Fisher, una semana después de
cometido el crimen, llevaron al sensacional arresto de uno de los más
brillantes petimetres de la alta sociedad londinense.
»La acusación que Fisher formuló
contra el joven Ashley, declarándolo culpable, decía así, en resumen:
»El día seis de febrero, poco
después de la medianoche, el juego empezó a tomar gran intensidad en el
Harewood Club, en Hannover Square. Se jugaba a la ruleta y el señor Aarón Cohen
tenía la banca, frente a veinte o treinta de sus amigos, en su mayor parte
jovencitos sin seso cargados de dinero. La “banca” estaba ganando grandes
cantidades. Al parecer, por tercera noche consecutiva, Cohen iba a marcharse
con un buen montón de dinero.
»El joven John Ashley, hijo de un
conocido propietario rural, personalidad importante en alguna parte de los
Midlands, perdía fuerte. Era la tercera noche seguida que perdía, y la fortuna
parecía haberle vuelto decididamente la espalda.
»Según parece, el joven Ashley,
aunque muy popular entre el gran mundo, era lo que suele llamarse “una bala
perdida”; endeudado hasta las orejas y con un miedo cerval a su padre, del cual
era el hijo menor, ya en una ocasión anterior le había hecho aquél la amenaza
de embarcarle para Australia con un billete de cinco libras en el bolsillo, si
reincidía en sus calaveradas.
»Todos sus compañeros de andanzas
sabían que la bolsa del padre, aunque repleta, estaba estrechamente anudada
para las extravagancias del joven. Y éste, con su afán de destacar en los
elegantes círculos que frecuentaba, se lanzó al peligroso recurso de la mesa
verde de juego.
»Sea como fuere, la general
opinión de los socios del Harewood Club era que aquella noche el joven Ashley
estaba “echando el resto” en el momento de sentarse ante la ruleta frente a
Cohen.
»Parece ser que sus amigos, entre
los cuales destacaba Walter Hatherell, quisieron disuadirle de que probara
fortuna contra aquél, que se hallaba bajo una racha tan extraordinaria y
persistente de suerte como jamás se había visto. Pero el joven, excitado por el
vino y exasperado por su propia mala fortuna, no atendía a razones; pidió
prestado a todo el que quiso dejarle, cambió pagarés y jugó finalmente sus
puestas bajo palabra de honor. Por fin, a las doce y media, se encontró sin un
penique en los bolsillos y con una deuda (¡una deuda de juego!), bajo palabra
de honor, de mil quinientas libras ganadas por el señor Aarón Cohen.
»Hay que rendirle a éste la
justicia que le han negado la prensa y el público, porque parece probado, según
todos los testigos presentes, que trató repetidamente de disuadir al joven
Ashley a que dejara el juego. Por otra parte, él mismo se hallaba en una
delicada posición, porque siendo el ganador y “la banca”, no podía terminar el
juego sin dar a los demás la oportunidad de que cambiara la racha de su buena
suerte.
»Así que, mientras fumaba un
carísimo habano, encogiéndose de hombros, le dijo finalmente a su contrincante:
“¡Como usted guste!”, y prosiguió el juego. Pero pasada la una y media de la
madrugada, empezó a cansarse de jugar con un adversario que siempre perdía y no
pagaba, ni, acaso, pagaría nunca, como tenía motivos fundados para suponer el
afortunado Cohen. A partir, pues, de este instante empezó a rehusar las
apuestas “bajo palabra”. Se cambiaron algunas frases fuertes, rápidamente
acalladas por la dirección del club, deseosa de evitar todo peligro de
escándalo.
»En última instancia, Walter
Hatherell, dando muestras de muy buen sentido, logró persuadir a su amigo que
dejara el club y sus tentaciones, y marchara a dormir.
»La amistad entre los dos
jóvenes, bien conocida en los medios sociales, hacía de Hatherell el devoto y fiel
auxiliar, algo a remolque de las locuras de su amigo Ashley. Pero esta noche,
vuelto aparentemente a la razón por las enormes pérdidas sufridas, se dejó éste
llevar por su amigo, abandonando el escenario de su ruina. Faltaban unos veinte
minutos para las dos de la mañana.
»Y ahora es cuando la situación
se pone interesante —prosiguió el viejo en su tono nervioso e inquieto—. La
policía interrogó a no menos de doce testigos oculares y comprobó que todas las
declaraciones concordaban plenamente.
»Walter Hatherell, después de
unos diez minutos de ausencia, o sea diez minutos antes de dar las dos, volvió
a la sala del club. Comentó que había acompañado a su amigo hasta la esquina de
New Bond Street, donde Ashley le dijo que prefería ir andando solo a su casa.
Quería, antes, dar una vuelta por Piccadilly, pues creía que el fresco de la
madrugada le sentaría bien.
»A las dos de la mañana, poco más
o menos, Aarón Cohen, terminado su lucrativo “trabajo” por aquella noche, cerró
la banca y embolsando sus fuertes ganancias marchó a su casa. Walter Hatherell
abandonó el club media hora más tarde.
»A las tres de la madrugada
exactamente, resonaron en Park Square del oeste los gritos de auxilio y los
disparos, y el señor Aarón Cohen apareció después estrangulado junto a las
verjas del parque.
»Este hecho apareció a primera
vista, tanto al público como a la policía, uno de estos estúpidos y sórdidos
crímenes cometidos por las torpes manos de un novato, en los que el culpable es
fácilmente descubierto y termina pronto en el patíbulo.
»Ya sabe lo que dicen nuestros confrères franceses: “Mira a quien le
beneficia el crimen para encontrar al criminal”. El motivo, en este caso,
estaba claro. Pero había aún mucha tela que cortar.
»El policía James Funnell, en su
ronda habitual, dio la vuelta desde Portland Place hacia Crescent Park pocos
minutos después de oír el carillón de Holy Trinity Church, en Marylebone, que
daba las dos y media. La niebla, en aquel momento, no era tan espesa como lo
fue más tarde y el policía pudo ver a dos caballeros con abrigo y sombrero de
copa junto a las rejas del parque, muy cerca de la puerta del mismo, que
estaban hablando. No pudo distinguir sus rostros por la niebla, pero oyó cómo
uno de ellos le decía al otro:
»—Es sólo cuestión de tiempo,
señor Cohen. Conozco a mi padre y sé que pagará por mí. Usted no perderá nada
con esperar un poco.
»A lo cual el otro no respondió,
aparentemente, y el guardia prosiguió su ronda; cuando volvió al mismo lugar,
luego de dar la vuelta, los dos caballeros ya no estaban. Fue junto a esta
misma puerta donde, más tarde, se encontraron las dos llaves referidas.
»Otro hecho interesante —añadió
el viejo con una de sus sarcásticas sonrisas cuyo sentido escapaba a Polly— fue
el hallazgo del revólver en el lugar del crimen. El ayuda de cámara de Ashley
lo reconoció como de propiedad de su amo.
»Todos estos hechos forman una
muy curiosa y completa cadena, casi sin solución de continuidad, de pruebas
evidentes contra el acusado John Ashley. No es de extrañar, por tanto, que la
policía, plenamente satisfecha por la labor del detective William Fisher,
dictara un mandato de arresto en su propio domicilio de Clarges Street contra
el joven calavera, exactamente una semana después de haberse cometido el
crimen.
»Es un hecho, ¿sabe usted?, según
la experiencia invariablemente me ha enseñado, que cuando un criminal parece
especialmente torpe y desmañado y se acumulan las pruebas contra él, es cuando
más debe guardarse la policía de insospechadas tretas hábilmente preparadas con
antelación.
»En el presente caso, si Ashley
hubiese cometido el crimen en Regent’s Park del modo supuesto por la policía,
habría demostrado ser un criminal de tantos, sin inteligencia ni sentido, como
la mayoría. Precisamente por esto creo que se cometen tantos crímenes. La misma
falta de inteligencia lleva a ellos.
»El día de la vista la acusación
llevaba a cabo el interrogatorio de testigos en un orden de combate triunfal,
uno tras otro. Allí estaban los miembros del Harewood Club, que habían visto la
actitud de manifiesta excitación y despecho del detenido, después de sus
cuantiosas pérdidas, frente a Aarón Cohen; comparecía luego el propio
Hatherell, quien, a pesar de su amistad con Ashley, tuvo que admitir que se
había separado de él en la esquina de Bond Street veinte minutos antes de las
dos, y que no volvió a verlo hasta que fue a su casa a las cinco de la tarde.
»Vino después el testimonio de
Arthur Chipps, el ayuda de cámara de John Ashley. Su declaración tuvo carácter
de sensacional.
»Declaró que la noche en cuestión
su señor volvió a su casa alrededor de las dos menos diez de la madrugada.
Chipps no se había acostado aún. Cinco minutos después, el joven Ashley volvió
a salir, después de preguntar a su servidor si había llegado algún recado para
él. Chipps no podía decir a qué hora regresó luego su joven amo.
»Esta rápida visita a su
domicilio (indudablemente para recoger el revólver) fue considerada muy
importante, y los dos amigos de John Ashley dieron su caso por perdido.
«El testimonio del ayuda de cámara
y el de James Funnell, el policía que había oído casualmente la conversación
junto a las rejas del parque, constituían las dos pruebas más peligrosas contra
el acusado. Le aseguro a usted que recordaré siempre aquel célebre juicio con
todo detalle. Había dos rostros en la sala que no se me borrarán jamás. Uno de
ellos era el del propio John Ashley.
»Aquí tiene usted su foto. Más
bien bajo, aunque de gallarda apostura, moreno, acaso un poco “achalanado” en
su estilo, pero pareciendo lo que era, un hijo de familia de un gran
propietario rural. Se mostraba muy sereno durante la vista y sólo de vez en
cuando dirigía la palabra a su defensor. Escuchaba gravemente la lectura del
pliego de cargos, y solamente con algún encogimiento de hombros denotaba sus
reacciones al escuchar el relato del crimen, según la reconstitución policial,
que tenía petrificado de horror a todo el auditorio.
»Según se desprendía del mismo,
el acusado John Ashley, llevado a un estado de frenesí y enloquecido por sus
dificultades financieras, había ido en primer lugar a su casa, en busca de un
arma, y luego salió al encuentro de Aarón Cohen en alguna parte del camino de
regreso de éste. El joven había implorado un aplazamiento. Probablemente Cohen
se había mostrado inflexible; pero Ashley le había seguido implorando casi
hasta la puerta de su casa.
»Llegado allí, y viendo que su
acreedor se disponía a cortar la desagradable entrevista, se abalanzó por
detrás sobre el infortunado, estrangulándole; luego, para rematar su cobarde
faena, había disparado por dos veces sobre el cadáver, fallando las dos por el
natural nerviosismo. El asesino debió vaciar entonces los bolsillos de su
víctima y, encontrando las llaves del parque, pensó que éste podía muy bien ser
un camino de evasión, por lo que, cortando a través de los parques y luego por
el túnel, hasta salir por la puerta más lejana, frente a Portland Place, llevó
a buen término su fuga.
»La pérdida de su revólver fue
uno de estos imprevistos accidentes, que una Providencia justiciera pone en el
camino de los desalmados, librándolos en manos de la justicia humana.
»El acusado, a pesar de todo, no
parecía preocupado en lo más mínimo, ni impresionado por el relato de su
crimen. No había requerido para su defensa los servicios de ninguna eminencia
del foro que confundiera y apabullara a los testigos de cargo con astutas
contrapreguntas y dominara la situación frente al tribunal, al jurado y al
auditorio en general. Todo lo contrario. Se había contentado con un oscuro y
prosaico leguleyo de segunda fila, el cual, al llamar a sus testigos, no iba a
lucirse en absoluto.
»Se levantó muy tranquilo en
medio de un silencio en el que parecía que incluso se había dejado de respirar
y llamó, en primer lugar, los tres testigos de descargo de su cliente. Llamó a
tres, como podía haber llamado a una docena, de los caballeros pertenecientes
al Ashton Club en Great Portland Street, todos los cuales juraron que a las
tres de la mañana del seis de febrero, en los mismos instantes en que los
gritos de auxilio despertaron a los habitantes del Park Square del oeste y se
cometía el crimen, John Ashley se hallaba tranquilamente sentado en los salones
del Ashton, jugando al bridge con los tres testigos. Había llegado pocos
minutos antes de las tres (como atestiguó el portero del club) y permaneció en
el mismo alrededor de una hora y media.
»No preciso decirle que está
prueba indiscutible cayó como una bomba en plena sala. Ni el más astuto
criminal es capaz de encontrarse a la vez en dos sitios distintos. Y aun cuando
era indudable que el Ashton Club transgredía las leyes contra el juego de este
nuestro país, tan moral, sus miembros pertenecían todos a la más selecta
sociedad; eran la crema, en una palabra. El joven Ashley había hablado con una
docena, al menos, de ellos, en el mismo momento de cometerse el crimen y sus
testimonios estaban fuera de toda sospecha.
»La actitud del acusado, en esta
asombrosa fase del juicio, seguía siendo perfectamente serena y correcta, sin
denotar excitación alguna. Sin duda, la seguridad de poder probar plenamente su
inocencia con este concluyente testimonio había sujetado sus nervios durante la
fase precedente.
»Sus manifestaciones al
magistrado fueron claras y escuetas, incluso en el escabroso asunto del
revólver.
»—Dejé el club, señor —explicó— plenamente
decidido a hablar con el señor Cohen a solas con el objeto de pedirle un
aplazamiento al saldo de mi deuda con él. Ya comprenderá usted que no podía
hacerlo en presencia de los demás caballeros. Fui a mi casa durante un minuto o
dos, no para recoger el revólver, como asegura la policía, ya que lo llevo
siempre conmigo en noches de niebla, sino para ver si había llegado, en mi
ausencia, una carta de negocios muy importante para mí y que estaba esperando.
»Luego salí de nuevo a la calle y
me encontré con el señor Cohen, no muy lejos del Harewood Club. Anduvimos
juntos la mayor parte del camino y nuestra conversación tuvo el carácter más
amistoso. Estuvimos departiendo en el extremo de Portland Place, cerca de la
puerta del parque, donde nos vio el policía. El señor Cohen tenía la intención
de cortar a través de los parques, porque, según dijo, atajaba camino para su
casa. Le dije que el parque me parecía oscuro y peligroso con la niebla,
especialmente siendo portador, como era, de una gran cantidad de dinero.
»Discutimos brevemente por ello y
finalmente logré persuadirle de que llevara mi revólver, ya que yo iría
únicamente por calles muy concurridas y, a más, llevaba mis bolsillos vacíos.
Después de una pequeña duda, el señor Cohen aceptó el préstamo de mi revólver y
ésta es la razón por la cual se encontró junto a él en el lugar del crimen. Me
despedí finalmente del señor Cohen pocos minutos después de oír cómo el reloj
de la iglesia daba las tres menos cuarto. Estaba en Oxford Street al final de
Great Portland Street a las tres menos cinco y tuve que andar a lo sumo unos
diez minutos para ir desde allí al Ashton Club.
»Esta explicación era la más
lógica, porque el asunto del revólver no había podido ser nunca bien aclarado
por la explicación de la parte acusadora. Un hombre que ha estrangulado a su
víctima no dispara dos veces el revólver sin otra finalidad que la de llamar la
atención de algún próximo viandante. Resultaba mucho más aceptable que hubiese
sido el propio Cohen quien disparara desesperadamente al aire al ser
súbitamente atacado por la espalda. La explicación del joven Ashley era, no
sólo admisible, sino la única posible.
»Ya habrá usted comprendido por
anticipado que, en vista de esto, y después de una media hora de deliberar
sobre las pruebas, el Jurado, al igual que la policía y el público,
reconocieron la inocencia del acusado y éste abandonó el tribunal sin la más
ligera mancha de culpabilidad.
—Sí —interrumpió Polly,
impaciente, porque su perspicacia se había agudizado al contacto con la del
viejo—, pero la sospecha de este horrible crimen sólo pasaba de un amigo a
otro, y, desde luego, yo sé…
—Ahí está el quid, precisamente —la interrumpió, calmoso—. Pero usted no lo sabe
todo. En quien usted piensa es en Hatherell. Y así lo hicieron muchos entonces.
El amigo fiel y voluntarioso cometiendo un crimen en defensa de su cobardía, el
amigo fiel que trataba de evitarle lo peor aun a riesgo de cargar con su culpa.
Es una buena teoría y fue manifestada por muchos, incluso por la policía.
»He dicho “incluso” porque
trabajaron arduamente para montar una nueva acusación contra el joven
Hatherell, pero la gran dificultad residía en el tiempo. A la hora en que el
policía vio a los dos hombres juntos en la puerta del parque, Walter Hatherell
estaba aún sentado en el Harewood Club, lugar que no abandonó desde las dos
menos veinte. Aunque hubiese deseado seguir y asaltar a Aarón Cohen, no podía
hacerlo, no habría podido alcanzarle seguramente hasta la hora en que éste
hubiera llegado ya a su domicilio.
»A mayor abundamiento, veinte
minutos es un tiempo excesivamente corto para ir andando desde Hannover Square
a Regent’s Park sin poder cortar por los parques, buscar a un hombre, al cual,
además, no puede reconocer más allá de veinte yardas al menos, por causa de la
niebla, cambiar unas palabras con él, asesinarle y saquear sus bolsillos. Y
además, hay que añadir la total ausencia de motivos directos.
—Pero, con todo… —dijo Polly,
meditativa. Recordaba ella ahora que el crimen del Regent’s Park, como fue llamado
popularmente, había permanecido como un misterio impenetrable en los anales de
la policía.
Su extraño interlocutor engalló
su chocante cabeza de pájaro y luego la ladeó, mirándola divertido, como si la
perplejidad que mostraba ella fuera el punto al que trataba de llevarla.
—¿No puede usted comprender cómo
fue cometido el crimen? —le preguntó con una mueca.
Polly se vio obligada a admitir
que no era capaz de hacerlo.
—¿Si hubiese usted sido John
Ashley no se le ocurre de qué modo podía haber acabado con Aarón Cohen, vaciado
sus bolsillos y embolsado sus ganancias y después dejar a la policía de este
país con un palmo de narices, probando una indiscutible coartada?
—No veo cómo me las arreglaría
para estar en dos lugares separados por más de media milla y en los dos al
mismo tiempo —replicó ella.
—No, desde luego. Admito que no
pudiera usted hacerlo sin tener un amigo…
—¿Un amigo? Pero lo que usted
dice…
—Yo digo que he admirado a John
Ashley por ser la cabeza que planeó la cosa, pero no hubiera podido llevar a
cabo el alucinante y terrible crimen sin ayuda de unos brazos poderosos
dispuestos a todo.
—Aun así… —protestó ella.
—Punto número uno —empezó él con
excitación creciente—. John Ashley y su amigo dejaron el club juntos, y juntos
decidieron el plan de campaña. Hatherell retornó al club y Ashley fue a buscar
el revólver (el revólver que había de jugar una tan importante parte en el
drama, pero no la parte a él asignada por la policía). Ahora pruebe a seguir
muy de cerca a Ashley, rastreando los pasos de Aarón Cohen. ¿Cree usted que
entraron en conversación? ¿Se ha creído usted que anduvieron un buen trecho
juntos y que le rogó un aplazamiento de la deuda? ¡Nada de esto! Se deslizó
tras de él y le asaltó por detrás agarrándole por el cuello, como hacen los
estranguladores profesionales cuando atacan entre la niebla. Cohen era de
constitución apoplética, y Ashley, por el contrario, era joven y poderoso. Y,
por si fuera poco, quería matar, precisaba matar…
—Pero existen los dos hombres
hablando junto a la puerta del parque —protestó Polly—, uno de los cuales era
Cohen y el otro Ashley.
—Perdone usted, señorita —dijo el
viejo, brincando en su asiento como un mono sobre su percha—. Allí no había dos hombres hablando junto a la
entrada del parque. Según la declaración de James Funnell, el policía, dos
hombres estaban cogidos del brazo y reclinados contra la verja y uno de ellos estaba hablando.
—Así, usted cree que…
—A la hora en que James Funnell
oyó el carillón de la iglesia de la Santísima Trinidad, que daba las dos y
media, Aarón Cohen estaba ya muerto. Vea usted cuán simple resulta todo
—añadió, impaciente—, y cuán fácil después de esto. ¡Fácil, sí, pero cuán
maravillosa, cuán estupendamente bien planeado! Tan pronto como el policía pasó
de largo, John Ashley abrió la puerta, levantó en sus brazos el cuerpo de Cohen
y lo transportó a través del parque. Éste estaba desierto, pero el camino es
bastante fácil, aun entre la niebla, y es de presumir que Ashley lo conocía
sobradamente. En todo caso, amparado en la capa de niebla, no le asaltó temor
alguno de ser descubierto. El espectáculo debía ser macabro.
»Al propio tiempo, Hatherell
había salido del club; tan rápidamente como sus atléticas piernas le
permitieron, corrió a lo largo de Oxford Street y Portland Place. Los dos
desalmados se habían puesto de acuerdo para dejar sin cerrar con llave la
puerta del parque por aquel lado y alcanzó la del extremo opuesto con tiempo
suficiente para echar una mano a su compinche y disponer el cadáver echado
junto a la verja, tal como fue encontrado después. Terminado este trabajo y sin
un momento de reposo, el asesino volvió hacia atrás, corriendo con todas sus
fuerzas a través de los jardines del parque, hasta alcanzar la puerta del
Ashton Club, dejando caer las llaves del asesinado, con la deliberada intención
de que fueran vistas por algún transeúnte.
»Hatherell concedió a su amigo
seis o siete minutos de ventaja y luego simuló un altercado durante unos dos o
tres minutos y finalmente despertó a todo el vecindario con los gritos de “¡A
mí! ¡Asesino!”, disparando la pistola con el designio de probar que el crimen
había sido cometido a una hora en que el verdadero criminal tenía ya construida
una indiscutible coartada.
»No sé lo que pensará usted de
todo ello, en definitiva —añadió el extraño personaje revolviéndose nervioso,
como si quisiera hacer escapar su magra osamenta de su extravagante traje y de
sus grandes guantes—, pero yo califico el planeamiento de este crimen (más aún
teniendo en cuenta que se trataba de unos novatos) como una de las más acabadas
muestras de estrategia criminal que se han visto nunca. Es éste uno de los
casos en que no ha sido posible, hasta el momento, descubrir la forma de la
comisión del delito ni poder atribuirlo a quien lo perpetró materialmente y a
su cómplice.
»En efecto, no quedó el más
mínimo rastro tras ellos ni dejaron una sola prueba que pudiera comprometerles
y cada uno interpretó su papel correspondiente con una sangre fría y un valor
que, aplicados a una causa justa y noble, podría haber hecho de ambos unos
espléndidos estadistas.
»Pero en realidad, me temo que no
sean otra cosa que un par de redomados canallas que, habiendo escapado a la
justicia humana, han logrado sólo despertar la plena e incondicional admiración
de este sincero servidor de usted.
Cuando su interlocutora pudo
darse cuenta, se había ya esfumado. Polly trató de llamarlo, pero su escuálida
figura apenas se divisaba ya a través de la puerta encristalada. Le habría
querido preguntar aún muchas cosas (entre ellas, por ejemplo: ¿dónde estaban
sus pruebas, sus hechos demostrados?). Allí, después de todo, no existían más
que teorías, hipótesis. A pesar de ello, sentía la extraña seguridad de que el
viejo del rincón había resuelto uno de los más tenebrosos misterios que encerraba
en su seno el inmenso inframundo criminal de Londres.
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