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Frontispicio 8
San Agustín
Leen, eligen, aman. Leen siempre y nunca pasa lo que leen porque al
elegirlas y amarlas leen la inmutabilidad de tu pensamiento. Su códice
nunca se cierra ni se pliega su libro, porque tú eres su libro y libro eterno47.
Los ángeles no tienen por qué leer pero nosotros sí. Ellos no están
atrapados en los dilemas de la memoria ni del tiempo. El genio de Agustín
definió esos dilemas, en particular aquellos relacionados con la lectura,
con una claridad que perdura. En su Augustine the Reader (1996), Brian
Stock observa que la de Agustín fue la primera teoría occidental de la
lectura; se me ocurre que sigue siendo la mejor. Si fuese cierto que la
era del libro está en decadencia (espero que temporalmente), resulta vital
recordar que Agustín tuvo mucho que ver con el proceso que convirtió
el libro en la base del pensamiento. No obstante lo cual, cristiano devoto
como era, siempre se mostró escéptico ante las posibilidades de ilustración
del libro, si bien jamás dejó de insistir en que nuestro florecimiento
intelectual se detendría sin largas y profundas lecturas.
Los libros autobiográficos de memorias, pie para la reflexión, son
un invento de Agustín. Y si alguno de nosotros piensa en su propia vida
como en un libro de texto, también con Agustín estará en deuda.
Al transformarse en el narrador de sus Confesiones, Agustín se transforma
en un Eneas cristiano, y nos irrita e impresiona tanto como el
Eneas de Virgilio. La fiel concubina de Agustín, madre de su hijo, es rechazada
con firmeza, como Dido. Si Eneas nos parece un mojigato presumido,
Agustín sería algo peor, un santurrón engreído. Pero no está
escrito que los grandes genios deban regocijarnos con sus personalidades.
Agustín vivía temeroso de la voluntad que con demasiada frecuencia,
hamletianamente, se opone a la palabra. No podemos conocer la voluntad
de Dios, al menos no sin temor de equivocarnos, excepto a través
de una lectura de la Biblia impulsada por el deseo sincero de conocer a
Dios. Agustín sabía que el único lector ideal es el mismo Dios, y sin embargo
no hubo jamás un lector cristiano que llegara hasta donde él llegó.
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San Agustín
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s a n Ag u s t ín fue un escritor soberbio y una inteligencia formidable y
no podría excluirlo de mi mosaico de genios a pesar del desconsuelo que
me produce. Creía en dispersar a los judíos en lugar de matarlos, pero,
en palabras de Peter Brown, su biógrafo definitivo, fue también el primer
teórico de la Inquisición. A excepción de los creyentes dogmáticos, muchos
de los lectores de sus dos obras más famosas, Confesiones y La ciudad
de Dios, reaccionan con cierta incertidumbre. En un reciente y breve estudio
Gary Wills sugiere con perspicacia que demos a las Confesiones el
título de Testimonio, para eludir los sugerencias irrelevantes de “ confesiones
verdaderas” . Pero ¡ay!, no funciona; cada vez que Wills habla del
Testimonio nos estremecemos: el titulo real nos es demasiado familiar.
El tema que ocupa a Agustín es la formación de un cristiano, aunque su
historia va más allá de lo que hoy se consideraría una “ conversión” .
Si bien es cierto que la originalidad de Agustín inventa la autobiografía,
allí no se encuentra el meollo de su genio. El pensamiento no es posible
sin memoria y la memoria misma, en una conciencia extensa, bien
podría depender de la lectura. Agustín ilumina los procesos de la memoria
como nadie más lo ha hecho y posiblemente aún sea nuestro mejor
maestro de lectura. Esto me entristece un poco porque siento un profundo
afecto por Samuel Johnson y por Ralph Waldo Emerson mientras
que Agustín me disgusta, pero fue el primer gran lector en el sentido
que después le dieron al término Johnson y Emerson, y de alguna forma
sigue siendo el mejor, aun teniendo en cuenta su tendenciosidad, equiparable
únicamente a la de Freud sólo que en sentido opuesto. Hemos
tenido que padecer las cansinas y ya olvidadas modas impuestas por los
teóricos de la lectura, y no veo cómo discutir con Brian Stock cuando nos
presenta a Agustín como el teórico que sentó las bases de una cultura
de la lectura. Gran parte de lo que sé sobre mis obsesiones con la lectura
y la memoria lo aprendí de Agustín, si bien en ocasiones con cierta renuencia.
Empiezo con Virgilio porque ahí fue donde Agustín empezó, en un
combate interminable con el poeta romano. Dante malinterpretó a
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Virgilio con mucha creatividad pero Agustín sí lo leyó correctamente,
cosa que desemboca en el hecho curioso de que el Virgilio de Dante es
agustiniano mientras que el Virgilio de Agustín definitivamente no lo
es. Tanto para Agustín como para Dante, Virgilio es el predecesor idealizado
(Agustín lo combina curiosamente con San Ambrosio), pero
Virgilio no fue el precursor auténtico ni del obispo africano ni del poeta
florentino. En el caso de Dante, ese puesto le corresponde al humanista
Brunetto Latini y al también poeta florentino Guido Cavalcanti. En el
caso de Agustín fueron los neoplatónicos Plotino y Porfirio, los cuales
rechazaron a Cristo. Afirmé antes que Homero y, más opacamente,
Lucrecio, habían obsesionado a Virgilio; Agustín había leído a Lucrecio
y lo aborrecía, como era de esperarse; pero lo que me resulta fascinante
es que a Dante le resultó absolutamente imposible eludirlo, si bien
lo hubiese leído con rabia.
Aunque Agustín se convirtió, junto con Ambrosio y Jerónimo, en
uno de los fundadores de la Edad Media (en palabras de E.K. Rand),
no debemos olvidar que el obispo teólogo empezó como lo que ahora
llamaríamos maestro de literatura, y que su texto central era Virgilio,
así como Shakespeare es ahora mi texto fundamental. Agustín nunca
dejó de sentir la embriaguez de las palabras ni la fascinación del lenguaje
figurado, aunque con el tiempo sólo aprobaba el de la Biblia. Mucho
más que Dante (que nunca dejó de ser un político aunque estuviera
exilado), Agustín fue un hombre de letras, una personalidad literaria,
antes de convertirse en una figura central de la Iglesia occidental. No me
ocuparé aquí de Agustín el teólogo, si bien es imposible resaltar su agudeza
psicológica y su perspicacia literaria sin invocar su originalidad
espiritual, aunque en ocasiones su aspereza no sea fácil de aceptar.
Estudiante de la conciencia, Agustín pragmáticamente empezó
como discípulo de Plotino para después romper definitivamente con el
neoplatonismo al empezar a considerar el conocimiento del yo como
consecuencia de la memoria más que de la intuición. Nos percibimos
como una continuidad al recrearnos a través de la memoria: la autobiografía
es inconcebible sin la memoria, y ambas fueron en parte una innovación
de Agustín. Virgilio, una presencia constante en su vida desde
su niñez, contribuyó implícitamente a esta formulación del papel de la
memoria en la forja de la conciencia individual; pero para el poeta romano,
como para su héroe, la memoria era nostalgia o pesadilla. Virgilio
preludia la insistencia de Nietzsche en que el dolor es más memorable
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que el placer. Para Agustín, incluso el olvido es una parte vital de la memoria,
pues se convierte en un mito cristiano, en el que tres poderes del
alma reflejan, en nosotros, la Trinidad y su misteriosa unidad. La “ comprensión”
era una herencia del pensamiento clásico, pero la “voluntad”
agustiniana y su “memoria” son esencialmente una creación propia, por
mucho que dicha aseveración nos sorprenda. No obstante, si reconsideramos
la memoria modificamos también nuestra visión del intelecto,
y lo que para Agustín une memoria e intelecto es la voluntad de Dios
obrando en el alma como el principio paulino de la caritas, el amor del
Dios creador hacia todas sus criaturas, hombres y mujeres. Las Confesiones
hacen énfasis una y otra vez en el hecho de que la memoria es el
agente a través del cual los demás poderes del alma se iluminan a imagen
de Dios. Les ofrezco un centón de pasajes del libro décimo de las
Confesiones:
Grande es esta fuerza de la memoria, verdaderamente prodigiosa,
Dios mío. Un inmenso e infinito santuario. ¿Quién puede llegar a su fondo?
Es una potencia de mi alma que pertenece a mi naturaleza. Ni yo
mismo alcanzo a comprender lo que soy....
... [Con ello] llamamos a la memoria alma....
Grande es el poder de la memoria. Algo que me horroriza, Dios mío,
en su profunda e infinita complejidad. Y esto es el alma. Y esto soy yo mismo.
¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza? Una vida siempre
cambiante, multiforme e inabarcable. Aquí están los campos de mi memoria
y sus innumerables antros y cavernas, llenos de toda clase de cosas imposibles
de contar...
Mas, ¿en qué parte de mi memoria estás tú, Señor? ¿En qué lugar?
¿Qué celda te has construido para ti en mi memoria?
.. Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba. Desfigurado
y maltrecho, me lanzaba, sin embargo, sobre las cosas hermosas que
tú has creado. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo48.
En este montaje está hermosamente implícito el paso casi invisible
de la memoria a la voluntad, esa transición llamada conversión. No
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podemos recordar todo lo que nuestra memoria contiene, y lo más susceptible
de ser olvidado es haber conocido a Dios. La memoria es más
poderosa que el yo hasta que el yo entiende: “T ú estabas conmigo, pero
yo no estaba contigo” . La voluntad de conocer a Dios es superior a
nuestra debilidad al recordarlo. Esa debilidad incluye el misterio relacionado
del tiempo:
¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero
cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé49.
No podemos comprender la eternidad porque nuestro lenguaje está
atrapado en el tiempo así qué, ¿cómo podríamos hablar con precisión
de la naturaleza del tiempo? El presente no es más que una ficción de
permanencia, un poema o un cuento, y sin embargo todo lo que sabemos
sobre el pasado o el futuro aparece en ese poema o en ese cuento cuando
los recitamos. A mí no me sucedió lo mismo que a Gary Wills, quien
encontró la Trinidad en este extraordinario fragmento, pero sí lo recuerdo
cada vez que recito en voz alta un poema, lo cual significa que a pesar
de no ser un creyente pienso en Agustín muchas veces al día, porque
fue él quien comprendió a cabalidad la experiencia interior de recitar
un poema que poseemos gracias a la memoria.
Supongamos que me dispongo a cantar una canción que aprendí.
Antes de comenzar, mi expectación se extiende a toda ella. Pero, una vez
comenzada, lo que quito de aquella expectación para el pasado hace extender
mi recuerdo en la misma medida. De esta manera se extiende la vida
de esta canción mía en la memoria por lo que acabo de cantar, y en la expectación
por lo que todavía me queda por cantar. Pero mi capacidad de atención
sigue presente y por ella pasa lo que era futuro para convertirse en
pasado. Mientras se repite esto, tanto más se reduce la expectación cuanto
más se alarga el recuerdo, hasta que la expectación llegue a reducirse
por completo, cuando acabada mi acción pase a la memoria.
Y lo que sucede con la canción completa, sucede asimismo con cada
una de sus partes y con cada una de sus sílabas. Y esto mismo sucede con
otra acción más larga, de la que esa canción pudiera ser una parte. Y así
con toda la vida de los humanos, de la que todas sus acciones son partes.
Y así también con toda la historia de la humanidad, de la que la vida de
cada hombre es una parte50.
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Cuando canto un poema de W.B. Yeats o una meditación de Wallace
Stevens, a causa de Agustín me veo obligado a enfrentar mi propia
mortalidad y quizás mi sentido de la historia. Quizás sea un tres en uno
(poema, vida, historia de la humanidad) o quizás no, pero Agustín convirtió
mi actividad en un acto consciente que desborda mis intenciones,
limitadas a mi propio placer estético. La fortaleza particular de Agustín
radica en el hecho de que nos puede perturbar con su inoportuna capacidad
para incrementar nuestra conciencia de vulnerabilidad, así nos
entusiasmen poco sus trascendencias de ese abismo.
Podría considerarse a Agustín como un puente entre Virgilio y Dante,
pero eso me parece un poco engañoso. La piedad de Dante -como
la de Milton o la de William Blake- es muy suya y sólo logra convertir
a los adictos teológicos que hay entre sus especialistas angloamericanos.
Agustín, que en lo personal era igualmente idiosincrásico, era esencialmente
un místico, interesado en primera instancia en el ascenso del alma
hacia Dios a través de la contemplación. Dante alaba a los contemplativos,
pero nadie que haya leído con cuidado el Paraíso, para no ir más
lejos, confundiría a Dante con San Bernardo. Aunque San Agustín combatió
la influencia de Plotino y de Porfirio, nunca logró huir de ella del
todo. Una vez más, Peter Brown tiene la última palabra:
No obstante, Agustín estaba profundamente inmerso en las formas
de pensamiento neoplatónicas. El mundo entero aparecía ante él como un
mundo que “está siendo” , una jerarquía de formas imperfectamente realizadas
dependientes, para su calidad, de su “participación” en un mundo
inteligible de Formas ideales. El universo existía en un estado de tensión
constante y dinámica en el que las formas imperfectas de la materia luchaban
por lograr su estructura fija, ideal.
La Iglesia es la imagen opaca de una iglesia más verdadera en la Eternidad
imperceptible. Pero, a diferencia del sistema celestial de Dante,
esa Eternidad es plotínea, y sólo es alcanzable cuando recurrimos a
nuestro propio espíritu interior. Este neoplatonismo residual nunca
abandonó a Agustín porque se había convertido en parte de su naturaleza
interior. Plotino fue una herida inmortal para Agustín, incluso mientras
Virgilio pasaba gradualmente de ser un consuelo mortal a ser un opositor
amado en La ciudad de Dios. Cuando Agustín pensaba en la poesía, pensaba
en Virgilio; los salmos estaban más allá de la poesía porque eran la
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verdad. Dido era poesía para Agustín como lo es para nosotros. Agustín
sabía que la Dido histórica, la reina de Cartago, se había suicidado para
no casarse con un enfermizo rey africano. Virgilio se inventó la historia
del trágico amor de Dido por Eneas, el piadoso sinvergüenza, una historia
en la que Dido es la Cleopatra contra la que Augusto combatió y la
profetisa de las horrendas guerras romanas con Aníbal, el general cartaginés.
Virgilio nos da el sentimiento patético pero no nos da la verdad,
juicio que Agustín hizo extensivo al mito universalmente popular desde
la era de Constantino, el emperador cristiano, hasta la era de Agustín.
En su cuarta égloga (aproximadamente del 40 a.C.), Virgilio profetizó a
un niño divino:
La última edad del vaticinio de Cumas es ya llegada; una gran sucesión
de siglos nace de nuevo. Vuelve ya también la Virgen, vuelve el reinado
de Saturno; una nueva descendencia baja ya de lo alto de los cielos.
Si todavía permanecen algunas huellas de nuestro pecado, destruidas,
quedará libre la tierra de un temor perpetuo. Recibirá aquel niño la vida
de los dioses...51.
Regresa la edad dorada de Saturno y también la virgen Astrea, y
traen con ellos de regreso la justicia divina. Constantino impuso la muy
improbable interpretación de que el mesías de Virgilio era Jesucristo,
convirtiendo así al poeta pagano en un profeta del adviento cristiano.
Agustín era demasiado culto para admitir este absurdo y no estaba interesado
en añadirlo a las Escrituras, pero no le molestaba citarlo como
aliciente para convertir paganos.
Pero lo que más conmovía a Agustín de Virgilio era el patetismo
heroico de Dido y el tema general del exilio de Eneas de Troya. Cuando
Roma cayó ante los visigodos herejes en 420, el punto de vista de Agustín
cambió, como es evidente en La ciudad de Dios. Virgilio siguió siendo el
mejor y más amado de los poetas, pero fue rechazado como el Virgilio
augusto que sólo encuentra en la Roma antigua dioses corruptos y almas
corruptas que los adoran. El envejecido Agustín expone lo que Peter
Brown llamó “un humanismo ensombrecido que unía al poeta precristiano
con el presente cristiano en su desconfianza común hacia el placer
sexual” .
El genio de Agustín no es equiparable a la eminencia literaria de
Dante o a la de Chaucer, pero sí rivaliza con la sombría elocuencia de
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Lucrecio y el lirismo elegiaco de Virgilio. Por último, no requiere, para
su apreciación (al menos en mi caso) de estándares espirituales o estéticos.
Agustín el lector (según la expresión celebradora de Brian Stock)
es uno de los héroes del arte, actualmente en peligro, de la lectura. Aquellos
lectores que han pasado su vida leyendo los mejores libros que es
posible leer son discípulos de Agustín, aunque a él lo hubiese tenido sin
cuidado dicho discipulado a menos que condujera a la aceptación de la
revelación cristiana.
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