miércoles, 28 de noviembre de 2018

MARCEL PROUST. EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO. TOMO I. CARLOS SWANN. SU DOBLE VIDA.


(Review: Marcel Proust and Swann’s Way Exhibi).

"En el 44 de la Rue Hamelin,  último hogar del escritor, la carrera contra reloj había sido ganada por la muerte. En el cuarto podían observarse cientos de páginas mecanografiadas y otras manuscritas de los últimos volúmenes de la novela.
El escritor dejaba sin corregir, desarrollar y eliminar algunas escenas de A LA RECHERCHE DU TEMPS PERDU, pero ¿había sido en vano aquel proyecto iniciado en 1909 y que la muerte interrumpía?".
(Fragmento. Artículo. El duquecito malévolo. Jorge Méndez Limbrick. Suplemento Ancora. La Nación, 26 de enero de 1986).

(Fragmento. ALIANZA EDITORIAL. MADRID. OCTAVA EDICIÓN. 1979).
Durante muchos años, y a pesar de que el señor Swann iba con mucha frecuencia, sobre todo antes de casarse, a ver a mis abuelos y a mi tía, en Combray, no sospecharon los de casa que Swann ya no vivía en el mismo medio social en que viviera su familia, y que, bajo aquella especie de incógnito que entre nosotros le prestaba el nombre de Swann, recibían —con la misma perfecta inocencia de un honrado hostelero que tuviera en su casa, sin saberlo, a un bandido célebre— a uno de los más elegantes socios del Jockey Club, amigo favorito del conde de París y del príncipe de Gales y uno de los hombres más mimados en la alta sociedad del barrio de Saint-Germain. 
Nuestra ignorancia de esa brillante vida mundana que Swann hacía se basaba, sin duda, en parte, en la reserva y discreción de su carácter; pero también en la idea, un tanto india, que los burgueses de entonces se formaban de la sociedad, considerándola como constituida por castas cerradas, en donde cada cual, desde el instante de su nacimiento, encontrábase colocado en el mismo rango que ocupaban sus padres, de donde nada, como no fueran el azar de una carrera excepcional o de un matrimonio inesperado, podría sacarle a uno para introducirle en una casta superior. 
El señor Swann, padre, era agente de cambio; el «chico Swann» debía, pues, formar parte para toda su vida de una casta en la cual las fortunas, lo mismo que en una determinada categoría de contribuyentes, variaban entre tal y tal cantidad de renta. Era cosa sabida con qué gente se trataba su padre; así que se sabía también con quién se trataba el hijo y cuáles eran las personas con quienes «podía rozarse». Y sitenía otros amigos serían amistades de juventud, de esas ante las cuales los amigos viejos de su casa, como lo eran mis abuelos, cerraban benévolamente los ojos; tanto más cuanto que, a pesar de estar ya huérfano, seguía viniendo a vernos con toda fidelidad; pero podría apostarse que esos amigos suyos que nosotros no conocíamos, Swann no se hubiera atrevido a saludarlos si se los hubiera encontrado yendo con nosotros. 
Y si alguien se hubiera empeñado en aplicar a Swann un coeficiente social que lo distinguiera entre los demás hijos de agentes de cambio deposición igual a la de sus padres, dicho coeficiente no hubiera sido de los más altos, porque Swann, hombre de hábitos sencillos y que siempre tuvo «chifladura» por las antigüedades y los cuadros, vivía ahora en un viejo Palacio, donde iba amontonando sus colecciones, y que mi abuela estaba soñando con visitar, pero situado en el muelle de Orleáns, en un barrio en el que era denigrante habitar, según mi tía. « ¿Pero entiende usted algo de eso? Se lo pregunto por su propio interés, porque me parece que los comerciantes de cuadros le deben meter muchos mamarrachos», le decía mi tía; no creía ella que Swann tuviera competencia alguna en estas cosas, y, es más, no se formaba una gran idea, desde el punto de vista intelectual, de un hombre que en la conversación evitaba los temas serios y mostraba una precisión muy prosaica, no sólo cuando nos daba recetas de cocina, entrando en los más mínimos detalles, sino también cuando las hermanas de mi abuela hablaban de temas artísticos. 
Invitado por ellas a dar su opinión o a expresar su admiración hacia un cuadro, guardaba un silencio que era casi descortesía, y, en cambio, se desquitaba si le era posible dar una indicación material sobre el Museo en que se hallaba o la fecha en que fue pintado. Pero, por lo general, contentábase con procurar distraernos contándonos cada vez una cosa nueva que le había sucedido con alguien escogido de entre las personas que nosotros conocíamos; con el boticario de Combray, con nuestra cocinera o nuestro cochero. Y es verdad que estos relatos hacían reír a mi tía, pero sin que acertara a discernir si era por el papel ridículo con que Swann se presentaba así propio en estos cuentos, o por el ingenio con que los contaba. Y le decía: «Verdaderamente es usted un tipo único, señor Swann». Y como era la única persona un poco vulgar de la familia nuestra, cuidábase mucho de hacer notar a las personas de fuera cuando de Swann se hablaba, que, de quererlo, podría vivir en el bulevar Haussmann o en la avenida de la Ópera, que era hijo del señor Swann, del que debió heredar cuatro o cinco millones, pero que aquello del muelle de Orléans era un capricho suyo. Capricho que ella miraba como una cosa tan divertida para los demás, que en París, cuando el señor Swann iba el día primero de año a llevarle su saquito de marrons glaces, nunca dejaba de decirle, si había gente: «¿Qué, Swann, sigue usted viviendo junto a los depósitos de vino, para no perder el tren si tiene que ir camino de Lyón?» Y miraba a los otros visitantes con el rabillo del ojo, por encima de su lente. 
Pero si hubieran dicho a mi tía que ese Swann —que como tal Swann hijo estaba perfectamente «calificado» para entrar en los salones de toda la «burguesía», de los notarios y procuradores más estimados (privilegio que él abandonaba a la rama femenina de su familia)—, hacía una vida enteramente distinta, como a escondidas, y que, al salir de nuestra casa en París, después de decirnos que iba a acostarse, volvía sobre sus pasos apenas doblaba la esquina para dirigirse a una reunión de tal calidad que nunca fuera dado contemplarla a los ojos de ningún agente de cambio ni de socio de agente, mi tía hubiera tenido una sorpresa tan grande como pudiera serlo la de una dama más leída al pensar que era amiga personal de Aristeo, y que Aristeo, después de hablar con ella, iba a hundirse en lo hondo de los reinos de Tetis en un imperio oculto a los ojos de los mortales y en donde, según Virgilio, le reciben a brazos abiertos; o —para servirnos de una imagen que era más probable que acudiera a la mente de mi tía, porque la había visto pintada en los platitos para dulces de Combray que había tenido a cenar á Alí Babá, ese Alí Babá que, cuando se sepa solo, entrará en una caverna resplandeciente de tesoros nunca imaginados.
Pags 26-28

martes, 27 de noviembre de 2018

MARCEL PROUST. EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO. FRAGMENTOS. PRIMERA APARICIÓN DE SWANN.


"El 18 de noviembre de 1922 a la edad de 51 años muere Marcel Proust, dejando inacabada su monumental novela que había iniciado 13 años atrás.
De los 7 volúmenes que componen la obra en la versión castellana, solamente vieron la luz en vida del autor: Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, y parcialmente el de Sodoma y Gomorra; los posteriores volúmenes La prisionera, La fugitiva, y El tiempo recobrado se quedaron sin corregir". (Fragmento. Artículo. El duquecito malévolo. Jorge Méndez Limbrick. Suplemento Ancora. La Nación, 26 de enero de 1986).

(Fragmento. TOMO I. PRIMERA APARICIÓN DE CARLOS SWANN).

"Algunas noches, cuando estábamos sentados delante de la casa alrededor de la mesa de hierro, cobijados por el viejo castaño, oíamos al extremo del jardín, no el cascabel chillón y profuso que regaba y aturdía a su paso con un ruido ferruginoso, helado e inagotable, a cualquier persona de casa que le pusiera en movimiento al entrar sin llamar, sino el doble tintineo, tímido, oval y dorado de la campanilla, que anunciaba a los de fuera; y en seguida todo el mundo se preguntaba: «Una visita. ¿Quién será?», aunque sabíamos muy bien que no podía ser nadie más que el señor Swann; mi tía, hablando en voz alta, para predicar con el ejemplo, y tono que quería ser natural, nos decía que no cuchicheáramos así, que no hay nada más descortés que eso para el que llega, porque se figura que están hablando de algo que él no debe oír, y mandábamos a la descubierta a mi abuela, contenta siempre de tener un pretexto para dar otra vuelta por el jardín, y que de paso se aprovechaba para arrancar subrepticiamente algunos rodrigones de rosales, con objeto de que las rosas tuvieran un aspecto más natural, igual que la madre que con sus dedos ahueca la cabellera de su hijo porque el peluquero dejara el peinado liso por demás. Nos quedamos todos pendientes de las noticias del enemigo que la abuela nos iba a traer, como si dudáramos entre un gran número de posibles asaltantes, y en seguida mi abuelo decía: «Me parece la voz de Swann». En efecto: sólo por la voz se lo reconocía; no se veía bien su rostro, de nariz repulgada, ojos verdes y elevada frente rodeada de cabellos casi rojos, porque en el jardín teníamos a menos luz posible, para no atraer los mosquitos; y yo iba, como el que no hace nada, a decir que trajeran los refrescos, cosa muy importante a los ojos de mi abuela, que consideraba mucho más amable que los refrescos estuvieran allí como por costumbre y no de modo excepcional y para las visitas tan sólo. El señor Swann, aunque mucho más joven, tenía mucha amistad con mi abuelo, que había sido uno de los mejores amigos de su padre, hombre éste, según decían, excelente, pero muy raro, y que, a veces, por una nadería atajaba bruscamente los impulsos de su corazón o desviaba el curso de su pensamiento". 
(Pags, 24-25. TOMO I. POR EL CAMINO DE SWANN. ALIANZA EDITORIAL. MADRID. OCTAVA EDICIÓN. 1979).

lunes, 26 de noviembre de 2018

MARCEL PROUST. UN GIGANTE DE LA LITERATURA UNIVERSAL.



En busca del tiempo perdido o —de acuerdo con otras traducciones— A la búsqueda del tiempo perdido o A la busca del tiempo perdido1​ (À la recherche du temps perdu, en francés) es una novela de Marcel Proust, escrita entre 1908 y 1922 que consta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, de las que las tres últimas son póstumas. Es ampliamente considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal.
Más que del relato de una serie determinada de acontecimientos, la obra se mete en la memoria del narrador: sus recuerdos y los vínculos que crean. De ahí que el título no sea El tiempo perdido (como era El paraíso perdido de Milton), sino En busca del tiempo perdido.
Las siete partes son:


Sinopsis

Marcel, joven hipersensible perteneciente a una familia burguesa de París de principios del siglo XX, quiere ser escritor. Sin embargo, las tentaciones mundanas le desvían de su primer objetivo; atraído por el brillo de la aristocracia o de los lugares de veraneo de moda (como Balbec, ciudad imaginaria de la costa normanda), crece a la vez que descubre el mundo, el amor, y la existencia de la homosexualidad. La enfermedad y la guerra, que le apartarán del mundo, también propiciarán que tome conciencia de la extrema vanidad de las tentaciones mundanas y de su aptitud para llegar a ser escritor y ser capaz de fijar el tiempo perdido.
El primer volumen empieza con pensamientos del narrador acerca de su dificultad para conciliar el sueño («Mucho tiempo llevo acostándome temprano»). En esta primera parte se encuentra el famoso fragmento en el que revive literalmente un episodio de su infancia, mientras toma una magdalena mojada en el té. Estas líneas se han convertido quizá en las más conocidas de Proust y reflejan el tratamiento que hace Proust de la memoria involuntaria a lo largo de toda su obra.
Un amor de Swann, la segunda parte de Por el camino de Swann, se publica con frecuencia separado. Esta obra cuenta las peripecias sentimentales de Charles Swann con Odette de Crécy, y al tratarse de una historia independiente y relativamente corta, se considera que puede ser una buena introducción a la obra y es estudiada a menudo en los centros educativos franceses. El lector, ya sea de edad mediana o joven, encuentra forzosamente un poco de sí mismo en Swann enamorado y con su amor fortalecido por las contrariedades que va hallando.
Para una descripción más detallada de la trama, puede leerse el ensayo «Como llegó a ser escritor el pequeño Marcel», de Gérard Genette (en Figuras), o «Proust y los nombres», de Roland Barthes (en 'El grado cero de la escritura: seguido de nueve ensayos críticos').

La biografía de Proust como clave para entender la novela

Conviene conocer las relaciones que Proust mantuvo con los distintos miembros de su familia. Así, las figuras femeninas de su vida (la madre; la abuela; la tía; la amiga de juegos infantiles; la sirvienta, las amigas-protectoras de tertulia; la amante que en realidad es una figura masculina; hombres homosexuales; Mme de Sévigné y sus cartas) son elementos centrales en la novela. Con estas figuras Proust mantuvo una relación especialmente estrecha durante su vida. Se puede decir que En Busca ... es una gran novela de personajes femeninos y que la masculinidad no aparece bien estudiada, o al menos aparece retratada de un modo poco halagador: el personaje masculino a excepción (quizás) del narrador, suele ser presentado como un ser simple o virilmente tonto en sus manifestaciones (Bloch; Saint-Loup; el director de Hotel en Balbec), o adyacente a un personaje femenino (padre; marido de Mme Verdurin; marido de Duquesa...), cruel (M. de Charlus; Norpois, Duque de Guermantes), asexuado e intelectualizado (Brichot, Bergotte) o engañado (Swann). El modelo de masculinidad más positivo y delicado en la novela es Swann, quien es, sin embargo, retratado como un hombre obsesionado enfermizamente por una mujer.
Por el contrario, la figura de su padre apenas aparece ficcionalizada en la novela. El padre del protagonista es un personaje que se cita de pasada pero que no se analiza ni se le presta atención ni ejerce una influencia mencionable. A partir de "La prisonnière" desaparece prácticamente de la narración y no sabemos nada de él. Es sabido que Proust mantuvo una relación difícil y distante con su padre. Desde este punto de vista también, la novela pierde en autenticidad y realismo. El padre del narrador es un personaje ausente, distante, poco decisivo en la vida del personaje y en los acontecimientos de la narración, lo cual es sorprendente cuando se piensa que el personaje vive en casa con sus progenitores. Desde este punto de vista, podríamos aventurarnos a decir, que la novela puede ser interpretada como un ajuste de cuentas literario con su padre: lo convierte en un personaje insignificante.



Elementos de reflexión

La empresa de Proust es paradójica: el narrador proustiano (y no el escritor) al estudiar los detalles más nimios en un medio muy específico (la alta burguesía y la aristocracia francesa de principios del siglo XX) afirma haber alcanzado lo universal. Sin embargo, la filosofía y la estética de la obra de Proust tienen amplios referentes en su época:

La homosexualidad como tema

Es difícil recordar a un autor anterior a Proust que haya escrito tan prolijamente sobre la homosexualidad, masculina y femenina. Ello le confiere una gran modernidad para la época en que la novela fue escrita. Proust era homosexual, pero sus convicciones religiosas por un lado, y la presión familiar y social por otro, le abocaron a vivir su homosexualidad de un modo secreto. Marcel Proust llegó a batirse en duelo para "limpiar su honor", tras haber sido acusado de mantener relaciones inapropiadas con un amigo suyo de juventud. Al escribir esta novela, por un lado, Proust analiza exhaustivamente la homosexualidad, tema que obsesiona al narrador-protagonista (el cual, paradójica o no tan paradójicamente, parece fascinado por las relaciones homosexuales secretas, pero como un espectador que, a fin de cuentas, las desaprueba), y por otro, realiza una declaración velada a su propia homosexualidad. Los personajes homosexuales o bisexuales son numerosos: Albertine, M. de Charlus, Morel, Robert de Saint-Loup, sin ser exhaustivos. Se puede afirmar que, en este apartado, es un precursor de la novela y el arte homosexual moderno. Desde este punto de vista, se puede decir que la novela es la cristalización literaria artística del desgarramiento interno de Proust en la vivencia-no vivencia y aceptación-negación de su propia sexualidad.

Otros temas

La riqueza de esta novela se basa también en la diversidad de temas que interesan a Proust, y que son tratados de un modo más o menos exhaustivo:

  • El tiempo y sus efectos en la psique de las personas: edad, enfermedad, amor, muerte.
  • Las relaciones sociales, las relaciones de entre clases sociales.
  • La novela, el teatro, la música, la poesía, la arquitectura religiosa.
  • La lengua francesa, el lenguaje, la descripción del lenguaje según la clase social, los topónimos.
  • La amistad, la enemistad, la traición, el engaño, la disimulación.
  • La vida de la alta sociedad, los diálogos.
  • La Historia de Francia, las familias de la nobleza, los personajes históricos franceses.
  • La política, la guerra, la táctica militar, las relaciones internacionales.

El estilo de Proust

Su estilo es muy especial y se compone de frases muy largas. Sus contemporáneos aseguran que de hecho, se trataba prácticamente del modo en el que el autor hablaba, lo cual es destacable si se tiene en cuenta que Proust era asmático. La redacción de sus extensas frases recuerdan el ritmo lento de la respiración del asmático. Se cuenta, además, cómo solía hacer innumerables adiciones a los textos en las galeradas previas a la edición final, hasta agregar folios e incluso tomos completamente nuevos. Este ritmo, podría decirse «ahogado», que alarga sus frases, sumado al ímpetu frenético de su escritura, se pueden entender más claramente a partir de ciertas observaciones: algunos de sus amigos y conocidos más cercanos sospechaban en Proust los rasgos del hipocondríaco. Según se sabe, el escritor vivía bajo la firme convicción de una muerte temprana y una constante mala salud. Cuando empieza a redactar En busca del tiempo perdido ha pasado poco más de un año de la muerte de su madre y su asma parece haber empeorado, tiene casi cuarenta años y no ha escrito ningún texto narrativo especialmente significativo, a excepción de Los placeres y los días, en el que se recopilan diversos relatos cortos, y Jean Santeuil, una novela inédita que sólo se publicará de forma póstuma; libros en los que se exploran algunos de los temas que se desarrollarán luego con mayor madurez literaria en En busca del tiempo perdido, como lo son la evocación sensorial, el recuerdo, las sexualidades tabú o la profanación de la madre. Al abordar la lectura de su extensa novela se puede identificar la constante presencia de la muerte como el agente provocador de la redacción febril y la frase intrincada que estimula el ejercicio de la escritura al precio de amenazar constantemente su continuidad.
Un elemento importante para considerar el estilo artístico de Proust es conocer su propia formación intelectual. Proust estudió y terminó en primer lugar Derecho, siguiendo la recomendación o directriz o imposición paterna. Solo después estudia su Licence ès Lettres, para desilusión del padre. Por ello, la frase de Proust recuerda mucho a la frase legal, repleta de matizaciones y subapartados y excepciones. Su frase es compleja, larga y matizada, como la frase legal, pero estética y bella. Este estilo caracolado, barroco, repleto de comparaciones y metáforas, resulta difícil de abordar para no pocas personas de lengua materna francesa. Es habitual encontrarse con frases que ocupan media página y más. Estamos frente a una creación de un artista sumamente refinado y culto que, no solamente vierte su gran complejidad psicológica en la narración, sino que también no duda impregnarla con su vasta cultura y en salpicarla con numerosas citas y alusiones a otras obras, lugares y personajes históricos (ficcionalizados o no).
La frase proustiana es también de una gran belleza poética. Su magistral uso de la digresión y su representación de los diálogos (de una gran sutileza psicológica y descriptiva) hace que el ritmo de la lectura de la novela sea ameno y variado, a pesar de la complejidad y densidad de su frase descriptiva.
Este particular ejercicio creador se nutrirá también en la voluntad del autor de abarcar la realidad en todas sus posibles percepciones, en todas las facetas del prisma de los diferentes participantes, y agregándoles además su gran extensión en la dimensión del tiempo y sus efectos sobre la identidad, la sociedad y las relaciones. Esto, si bien constituye una obra singular que parece aún hoy resistirse a ser incluida fácilmente en la homogeneidad de un «ismo» o de una tendencia literaria más amplia, concuerda con las preocupaciones de los impresionistas: la realidad sólo tiene sentido a través de la percepción, real o imaginaria, del sujeto. En nuestros días, se han reconocido las notables proximidades entre Proust y el impresionismo, y él mismo confiesa las similitudes entre su proyecto estético y esta tendencia particular de la pintura cuando en el tomo de A la sombra de las muchachas en flor articula un personaje que es pintor y se guía por principios de creación parecidos, que le permiten agregar algo nuevo a una imagen cotidiana al permearla de su individualidad como creador.
El prisma no es sólo el de los distintos actores, es también el del autor, que se encuentra con el tiempo que pasa desde distintos ángulos, el punto de vista del presente, el punto de vista del pasado, el punto de vista del pasado tal y como lo revivimos en el presente. Pero no son los aspectos psicológicos e introspectivos los únicos que aparecen en la obra. Los aspectos sociológicos —Walter Benjamin se refiere agudamente a esta capacidad para retratar de Proust como una «fisiología del chisme»— están presentes en muchos sitios (oposición entre el mundo aristocrático de la duquesa de Guermantes y el mundo de la burguesa arribista de Madame Verdurin, el mundo de los criados representado por Françoise, las controversias políticas de la época aparecen a través de la polémica que generó el caso Dreyfus, la sexualidad singular del «invertido», que es el modo en que el narrador prefiere referirse al homosexual varón). Esta complejidad, que aquí apenas abarcamos, nos sitúa el ciclo de En busca del tiempo perdido, entre las «novelas mundo» como puedan serlo la Comedia humana de Honoré de BalzacRayuela de Julio Cortázar o los Rougon-Macquart de Émile Zola.

Principales personajes

  • El narrador
  • Su madre, su abuela
  • Albertine Simonet: personaje inspirado en Alfred Agostinelli, quien en 1913 pidió trabajo a Marcel Proust. Proust le dio el cargo de secretario y ayudante.

Otros personajes importantes

  • Swan, Odette de Crécy y Gilberte.
  • Robert de Saint-Loup (amigo del narrador).
  • Bloch (amigo del narrador).
  • El Barón M. de Charlus y su amante Morel.
  • La Duquesa y el Duque de Guermantes.
  • Mme Verdurin, la tertuliana dominante.
  • M. Brichot, el erudito.
  • M. Norpois, el diplomático.

Traducciones al español

Portada del primer volumen de Por el camino de Swann (Espasa-Calpe, 1920).
El poeta Pedro Salinas inició en 1920, junto con José María Quiroga Plá, la traducción de la obra, de la que llegó a completar tres volúmenes (1920, 1922, 1931). Los restantes cuatro libros fueron traducidos por Marcelo Menasché, para la edición argentina de Santiago Rueda (1947); por Fernando Gutiérrez, para la edición española de José Janés (1952) y por Consuelo Berges, para la edición, también española, de Alianza Editorial (publicados en 1967, 1968, 1968 y 1969 respectivamente).
En la década de 1990 se iniciaron dos nuevas traducciones: de Mauro Armiño, para la Editorial Valdemar, y de Carlos Manzano, para la editorial Lumen.
Existe una nueva traducción que abandona los anticuados modismos de las anteriores, realizada por Estela Canto, para la editorial Losada.

Una famosa magdalena

Uno de los fragmentos más conocidos y nombrados de En busca del tiempo perdido tiene lugar en la primera de las obras, Por el camino de Swann, cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia al comer una magdalena con una taza de , ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás, en la niñez, en los viajes que hacía con sus padres a la casa de la tía Leoncia. Con ello, una vulgar magdalena se ha convertido en el símbolo proustiano del poder evocador de los sentidos. Durante los siguientes seis tomos, el protagonista proustiano se encontrará una y otra vez con esta especie de epifanía sensorial y mnemónica que le llevará a lugares de su memoria que estarán vedados a la simple rememoración sistemática.
Esta experiencia del «tiempo puro», como la llama Maurice Blanchot, configurará la estructura de la novela hasta su tomo final de El tiempo recobrado, cuando la misma experiencia de evocación de la magdalena se repita en otras formas y a partir de otros estímulos, y lleve al narrador y a los lectores al mismo instante de gestación que ha dado inicio a toda la saga.
El «tiempo puro» de la narración ficcional, mezclado en una compleja ecuación narrativa con el «tiempo destructor» de un Marcel Proust que agoniza y escribe perseguido por la certeza de su mortalidad, hacen que la experiencia puramente estética y sensorial de la magdalena adquiera una densidad llena de referentes reales atravesados por la experiencia profundamente humana del tiempo y su poder deletéreo sobre los hombres, del mismo modo en que el arte da en rescatar y purificar la belleza de la vida cotidiana, pero necesita de esta misma cotidianidad para cubrirse de sentido. En el evento de la magdalena y el té, Proust logra resumir las íntimas contrariedades del objeto estético en su relación con la vida, la muerte y la memoria.
Fuente wikipedia y otras fuentes.
Recopilación: Dr. Enrico Pugliatti.


domingo, 25 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense. Tomo II. Escritor: Jorge Méndez Limbrick. (Fragmento. TEMPORALIDADES SIMULTÁNEAS).


Escritor: Jorge Méndez Limbrick.
(Fragmento. TEMPORALIDADES SIMULTÁNEAS).
En este aspecto de Noche sonámbula la acerca al conjunto de la narrativa contemporánea costarricense. Se ha señalado, en la obra de Carlos Cortés y Rodrigo Soto, por ejemplo, una preocupación común por la incomunicación. La situación particular en que aparecen los personajes de esta narrativa se vuelve un síntoma de la crisis de la comunicación en general. La misma narración literaria se vuelve más difícil, hermética, generalmente porque el texto le dificulta expresamente al lector la comprensión de lo lo leído.
La literatura entonces, para algunos de estos autores ya no es un medio para comunicar experiencias o conocimientos previos, deja de ser un instrumento. Con ello, tal vez, se muestra una conciencia adquirida sobre la escritura como un juego, jugar con los textos, literarios e históricos, desafiar al lector, alterar los géneros (literarios). Al volverse más compleja la comprensión de lo leído surge la sospecha de un gesto de desafío, de provocación y hasta de burla del lector. Es una posibilidad que lanzan estos textos difíciles al público mayoritario de estas últimas décadas, acostumbrado, por el contrario, a la lectura fácil, sin mayores complicaciones narrativas ni necesidades eruditas. Un reto que, de todas maneras, es desde ya una valiente contribución al conjunto de la narrativa costarricense contemporánea.


Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 997.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Marguerite Yourcenar Mishima o la visión del vacío

El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual.

Investigador: DR. Enrico Pugliatti.

***

Marguerite Yourcenar


Mishima o la visión del vacío

Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo



El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual. 
Investigador: Dr. Enrico Pugliatti.
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Marguerite Yourcenar
 Mishima o la visión del vacío
Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo
 La Energía es la delicia eterna
William Blake
La boda del cielo y del infierno
Si la sal pierde su sabor, ¿cómo devolvérselo?
Evangelio según San Mateo
cap. V, 13

Morid con el pensamiento cada mañana, y ya no temeréis morir.Hagakure, tratado japonés del siglo XVIII
 Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico al que él había llegado, por así decirlo, a contracorriente.
Pero la dificultad aún crece más —sean cuales sean el país y la civilización de que se trate— cuando la vida del escritor ha sido tan variada, rica, impetuosa y a veces tan sabiamente calculada como su obra, que tanto en la una como en la otra advertimos los mismos fallos, las mismas marrullerías y las mismas taras, pero también las mismas virtudes y, finalmente, la misma grandeza. Inevitablemente se establece un equilibrio inestable entre el interés que sentimos por el hombre y el que sentimos por su obra. Ya se acabó el tiempo en que se podía saborear Hamlet sin preocuparse mucho de Shakespeare: la burda curiosidad por la anécdota biográfica es un rasgo de nuestra época, decuplicado por los métodos de una prensa y de unos media que se dirigen a un público que cada vez sabe leer menos. Todos tendemos a tener en cuenta, no solamente al escritor, que, por definición, se expresa en sus libros, sino también al individuo, siempre forzosamente difuso, contradictorio y cambiante, oculto aquí y visible allá, y, finalmente —quizás sobre todo— al personaje, esa sombra o ese reflejo que el propio individuo (y éste es el caso de Mishima) contribuye a proyectar a veces, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es el de cualquier vida.
Hay ahí muchas posibilidades de errores de interpretación. Hagamos caso omiso de ellas, pero recordemos siempre que la realidad central hay que buscarla en la obra: en ella es donde el escritor ha preferido escribir, o se ha visto forzado a escribir, lo que al fin y al cabo importa. Y, sin duda alguna, la muerte tan premeditada de Mishima es una de sus obras. Sin embargo, una película como Patriotismo, un relato como la descripción del suicidio de Isao en Caballos desbocados, proyectan su luz sobre el final del escritor y lo explican en parte, mientras que la muerte del autor a lo sumo autentifica las obras sin explicarlas.
Es indudable que algunas anécdotas de infancia y de juventud, al parecer reveladoras, merecen ser retenidas en un breve sumario de esta vida, pero esos episodios traumatizantes nos llegan en su mayor parte a través de Confesiones de una máscara y se encuentran también, diseminadas con formas diferentes, en unas obras novelescas más tardías, elevadas al rango de obsesiones o de puntos de partida de una obsesión inversa, definitivamente instaladas en ese poderoso plexo que rige todas nuestras emociones y todos nuestros actos. Interesa ver cómo esos fantasmas crecen y decrecen en la mente de un hombre igual que las fases de la luna en el cielo. Y es indudable que algunos relatos contemporáneos más o menos anecdóticos, algunos juicios emitidos en vivo, como una instantánea imprevista, sirven a veces para completar, para verificar o contradecir el autorretrato que el propio Mishima ha hecho de esos incidentes o de esos momentos-choque. Sólo a través del escritor podemos oír sus vibraciones profundas, como cada uno de nosotros oye desde dentro su voz y el rumor de su sangre.
Lo más extraño es que muchas de esas crisis emocionales del niño o del adolescente Mishima nacen de una imagen sacada de un libro o de una película occidental a los que el joven japonés, nacido en Tokyo en 1925, se abandonó. El muchachito que se deshace de una bella ilustración de su libro de estampas porque su criada le explica que se trata, no de un caballero, como él cree, sino de una mujer llamada Juana de Arco, experimenta el hecho como engaño que le ofende en su masculinidad pueril: lo interesante para nosotros es que fuese Juana la que le inspiró esa reacción, y no una de las numerosas heroínas del Kabuki disfrazada de hombre. En la famosa escena de eyaculación ante una fotografía del San Sebastián de Guido Reni, el excitante hallado en la pintura barroca italiana se comprende tanto mejor cuanto que el arte japonés, incluso en sus estampas eróticas, nunca conoció como el nuestro la glorificación del desnudo. Aquel cuerpo musculoso, pero en el límite de sus fuerzas, postrado en el abandono casi voluptuoso de la agonía, no lo habría dado ninguna imagen de un samurai entregado a la muerte: los héroes del Japón antiguo aman y mueren con su caparazón de seda y de acero.
Otros recuerdos-choque son, por el contrario, exclusivamente japoneses. Mishima no olvida el del bello «cosechador del suelo nocturno», eufemismo poético que quiere decir vendimiador, figura joven y robusta que desciende por la colina con el resplandor del sol poniente. «Esta imagen es la primera que me atormentará y la que me ha aterrado toda la vida». Y el autor de Confesiones de una máscara probablemente no se equivoca al unir el eufemismo mal explicado al niño con la noción de no sabemos qué Tierra a la vez peligrosa y divinizada[1]. Pero cualquier niño europeo podría enamorarse de la misma manera de un sólido jardinero cuya actividad totalmente física y cuyas ropas, que permiten adivinar las formas del cuerpo, le alejan de una familia demasiado correcta y demasiado estirada. Tiene un sentido análogo, pero turbador como la embestida que describe, la escena del hundimiento de las verjas del jardín, un día de procesión, por los jóvenes portadores de palanquines cargados de divinidades shinto, bamboleadas de un lado a otro de la calle sobre aquellos hombros vigorosos; el niño, confinado en el orden o en el desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre él el gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que reaparecerán después con la forma del «Dios Salvaje» que se encarna en el Isao de Caballos desbocados y, más tarde, en El ángel podrido[2], hasta que la visión del gran vacío búdico lo borra todo.
Ya en su novela de principiante, La sed de amar, cuya protagonista es una joven medio loca de frustración sensual, la enamorada se arroja durante una procesión orgiástica y rústica sobre el torso desnudo de un joven jardinero y halla en ese contacto un momento de violenta felicidad. En Caballos desbocados ese recuerdo reaparece también, con mayor evidencia, aunque decantado, casi fantasmal, como esos crocos de otoño cuyas flores brotan abundantemente en primavera y reaparecen luego, inesperadas, menudas y perfectas, al final del otoño, en forma de muchachos que sacan y extienden con Isao unas carretadas de lirios sagrados en el recinto de un santuario, y que Honda, el mirón-vidente[3], contempla, como el propio Mishima, a través de una perspectiva de más de veinte años.
En ese tiempo, el autor había experimentado una vez en persona ese delirio de esfuerzo físico, de fatiga, de sudor, de enmarañamiento gozoso en una multitud, cuando decidió colocarse la faja frontal de los portadores de palanquines sagrados durante una procesión. Una fotografía nos lo muestra muy joven todavía, y por una vez sonriente, con el kimono de algodón abierto por el pecho, igual en todo a sus compañeros de carga. Sólo un joven sevillano de hace algunos años, en la época en que el turismo aún no había ganado por la mano a la fiebre religiosa, habría podido sentir la misma embriaguez enfrentando, en una de las blancas calles andaluzas, el paso de la Macarena con el de la Virgen de los Gitanos. De nuevo aparece la misma imagen orgiástica de Mishima, aunque esta vez descrita por un testigo, durante uno de los primeros grandes viajes del escritor, perplejo dos noches seguidas ante el magma humano del Carnaval de Río, y no decidiéndose hasta el tercer día a sumergirse en aquella muchedumbre enroscada y amasada por la danza. Pero aún es más importante el momento inicial de rechazo o de miedo vivido por Honda y Kioyaki, cuando huyen ante los gritos salvajes de los esgrimidores de kendo, que Isao y el propio Mishima lanzaron más tarde a pleno pulmón. En todos los casos, un repliegue o un temor que precede al abandono desordenado o a la disciplina exacerbada, que son una misma cosa.
La costumbre es iniciar un esbozo de este género con la presentación del ambiente familiar del escritor; si yo no la he seguido es porque ese fondo apenas importa, porque ni siquiera hemos visto perfilarse sobre él la silueta del personaje. Como toda familia que ya ha salido, desde hace varias generaciones, del anonimato popular, ésta impresiona sobre todo por la extraordinaria variedad de rangos, de grupos y de culturas que se entrecruzan en ese ambiente que, visto desde fuera, parece bastante fácil de asediar. En realidad, como tantas familias de la gran burguesía europea de la época, el linaje paterno de Mishima apenas sale del campesinado hasta comienzos del siglo XIX, para acceder a los títulos universitarios, entonces escasos todavía y muy apreciados, o a cargos más o menos elevados como funcionarios del Estado. El abuelo fue gobernador de una isla, pero se retiró a consecuencia de un asunto de corrupción electoral. El padre, empleado de ministerio, era considerado como un burócrata moroso y comedido que compensaba con su vida circunspecta las imprudencias del abuelo. Sabemos poco de él; sólo un gesto que nos sorprende: en tres ocasiones, durante sus paseos a través del campo, a lo largo de la vía férrea, levantó, nos dice, al niño en sus brazos, a un metro apenas del expreso que pasaba furiosamente, dejando que el pequeño fuese afectado por aquellos torbellinos de velocidad, sin que éste, ya estoico o tal vez petrificado, lanzase un solo grito. Extrañamente, aquel padre poco cariñoso, que habría preferido ver a su hijo haciendo carrera en el funcionariado y no en la literatura, sometía al niño a una prueba de aguante muy semejante a las que Mishima se impondría a sí mismo años después[4].
La madre presenta unos contornos más nítidos. Nacida en una de esas familias de pedagogos confucianos que representan tradicionalmente la médula misma de la lógica y de la moralidad japonesas, fue al principio casi privada de su hijo aún muy pequeño, que pasó a manos de la aristocrática abuela paterna, mal casada con el gobernador de la isla. Hasta mucho después no tendrá ocasión de recuperar al niño; luego se interesará por sus trabajos literarios de adolescente embriagado de literatura; pensando en ella, a los treinta y tres años, edad tardía en el Japón para pensar en un matrimonio, Mishima se decide a recurrir a una intermediaria a la antigua usanza, para que aquella madre, a la que se creía erróneamente cancerosa, no tuviese el pesar de morir sin ver asegurada la continuación del linaje. La víspera de su suicidio, Mishima dio a sus padres lo que él sabía su último adiós en su casita puramente nipona, modesto anejo de su ostentosa villa a la occidental. La única referencia importante que poseemos de aquella ocasión es la de la madre, típica de toda solicitud maternal: «Parecía muy fatigado…». Sencillas palabras que recuerdan hasta qué punto aquel suicidio no fue, como creen los que nunca han pensado en tal final para sí mismos, un brillante y casi fácil gesto, sino un ascenso extenuante hacia lo que aquel hombre consideraba, en todos los sentidos de la palabra, su fin propio.



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