jueves, 31 de marzo de 2011

ADOLFO BIOY CASARES. LA INVENCIÓN DE MOREL

LA INVENCIÓN DE MOREL. Al final del artículo el link para bajar el libro.

ADOLFO BIOY CASARES.



¿LITERATURA DE AVENTURA? ¿LITERATURA FANTÁSTICA? ¿LITERATURA PSICOLÓGICA? ¿LITERATURA SIMBÓLICA? ¿QUé TIPO DE LITERATURA ES LA INVENCIÓN DE MOREL?


Aún después de varios años de haber leído LA INVENCIÓN DE MOREL – y debo confesarlo- no acabo de entenderla, ni tampoco de clasificarla, ¿qué tipo de texto es? ¿Es realmente una novela? ¿Es un relato? ¿Es un cuento largo o una novela corta?

Siempre me ha desconcertado y no me da pena decirlo. ¿Por qué negar que es un texto extraño?

Es cierto también que el texto narrativo siempre me ha seducido. Son de esos textos que uno hubiera querido escribir. Pero, no importa que no acabe de comprenderla en su totalidad. Me parece fantástica la imaginación desbordada de ADOLFO BIOY CASARES e igual su estilo de frase corta y pulida en esta gran obra.

Hubiera podido tomar o retomar algunos conceptos de otros autores para hacer un acercamiento a la INVENCIÓN DE MOREL pero, ¿qué mejor presentación que la hecha por su inseparable y gran amigo Jorge Luis Borges? Transcribo literalmente el prólogo de la edición: - Obras Completas. Novelas. NORMA Literatura.- en palabras de Borges:



“PRÓLOGO

Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset -La deshumanización del arte, 1925- trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que "es muy difícil que hoy que¬pa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior", y en la 97, que esa invención "es prácticamente imposible". En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela "psicológica" y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonablemente disentir. Re¬sumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.

El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, "psi¬cológica", propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, ase¬sinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena aca¬ba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela "psicológica" quiere ser también novela "realista": prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera va¬riedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Qui¬jote, le impone un riguroso argumento.

He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter em¬pírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra abso¬luta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de la¬berintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda supers¬tición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.

Las ficciones de índole policial -otro género típico de este siglo que no puede inventar argumentos- refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodi¬gios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no so¬brenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohibe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:

I have been here before,

But when or how 1 cannot tell:

I know the grass beyond the door,

The sweet keen smell,

The sighing sound,

the lights around the soore...



En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonadas. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: ol¬vidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmen¬te a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.

He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.





Jorge Luis Borges”

http://www.4shared.com/zip/Y9CyinYK/Bioy-Casares-Adolfo-La-Invenci.html

Nota: gracias a todos los amigos latinoamericanos y de Europa que han visitado mi página. J. MÉNDEZ LIMBRICK.




















martes, 22 de marzo de 2011

SOBRE FILOSOFÍA Y ALGO MÁS... TITUS LUCRETIUS CARUS.

SOBRE FILOSOFÍA Y ALGO MÁS... TITUS LUCRETIUS CARUS.




Si hubo alguien que influyó en mi vida literaria - filosófica fue mi amigo el Dr. Paolo Cappelli Gualandi. Jamás olvidaré sus amenas charlas de todos los sábados en su casa de Los Yoses en donde residía.

El Dr. Cappelli me enseñó a sentir un enorme aprecio hacia la filosofía y mucho más hacia la literatura.

Con él hablé y disentí – pocas veces- acerca de la posición literaria y filosófica de algunos autores.

Fiel a su cultura literaria latina amó profundamente a Lucrecio, Virgilio, Dante, Horacio, Catulo y otros grandes literatos y filósofos romanos.

Incansable estudioso en muchas ocasiones que llegué a visitarlo estaba trabajando en su monumental ensayo acerca de Epicuro y por supuesto – e inevitable- también de TITO LUCRECIO CARO.

Es cierto que muchos años antes de conocer a mi amigo Cappelli ya leía acerca de la obra de Lucrecio cuando estudié Literatura Latina en la Universidad de Costa Rica, en una carrera de Filología paralela a la carrera de Derecho y la que nunca terminé y, de lo que hoy me arrepiento profundamente. Pero, no fue hasta que conocí a mi amigo que comenzamos un estudio serio, profundo de Epicuro, Lucrecio y de este perfecto poema: De rerum natura.

De TITO LUCRECIO CARO deseo transcribir parte de aquel trabajo inconcluso porque la muerte le sobrevino antes de terminarlo. Un trabajo que tenía ya pactado editar en varias revistas de literatura y filosofía en Italia. ¿Qué cómo llegó a mis manos? Es sencillo: por la amistad. Yo conservo parte de aquel enorme ensayo (borrador) acerca de Epicuro y en el cual por supuesto se hablaba de Lucrecio como binomio indisoluble.

Aún recuerdo que después de las cenas de todos sábados – por supuesto pasta y vino tinto- como sobremesa (con café negro y atrincherados con sendos paquetes de cigarros en la época que yo fumaba) nos enfrascábamos en maratónicas conversaciones y discusiones acerca de Epicuro – Lucrecio y de Memmio - su amigo íntimo- al que Lucrecio, le dedicó su poema y que el Dr. Cappelli, con una sonrisa mordaz hacía la acotación de: ¿qué pensaría Lucrecio de Memmio que no seguía los preceptos morales y éticos del poema y de la filosofía de Epicuro? ¿Qué pensaría Lucrecio de Memmio que por el contrario llevó toda una vida disoluta, de corrupción política y abandonado a los placeres de “la carne”? ¡A la conclusión que llegábamos es que los políticos después de más de dos mil años no han cambiado demasiado!



He aquí las primeras líneas del trabajo de mi amigo Paolo Cappelli Gualandi:

“TITO LUCRECIO CARO.

(...) De esta manera, la filosofía epicúrea ha podido inspirar y tener una de las más altas manifestaciones poéticas de la latinidad y, tal vez, de toda la historia de la literatura, el himno más apasionado que nunca haya sido compuesto por inspiración de una doctrina filosófica. Ante su grandeza se inclinó Cicerone, acérrimo adversario de la doctrina epicúrea, que tuvo así parece, a su cuidado la edición de la obra dejada a su muerte por el autor, desaparecido prematuramente e, increíblemente, hasta los cristianos no se atrevieron a poner sus manos sobre el poema.

Tito Lucrecio Caro era un ateo militante: la religión sume la humanidad en el mayor infortunio, ofusca la razón de los hombres, les induce a cometer acciones inmorales y crímenes y, por último, esclaviza y humilla al hombre.

El De rerum natura es una de las fuentes más importantes por su fidelidad a la doctrina original, no obstante que, en ciertos lugares, su exposición no sea clarísima.

Los primeros dos libros tratan de la naturaleza de las cosas; el tercero y cuarto tratan de la psicología humana, quinto y sexto conciernen nuestro mundo, uno de innumerables mundos que existe, el origen y el desenvolvimiento de la sociedad humana y la explicación racional de los fenómenos meteorológicos y telúricos....”

Por ser un poema demasiado extenso omito reproducirlo. A todas las personas que deseen leerlo con gusto les puedo mandar la versión digital a sus correos electrónicos el De rerum natura.

Sin embargo, deseo igualmente transcribir de D. José Marchena la introducción y análisis al poema de Lucrecio que Cappelli no realizó por estar más enfocado a la figura de Epicuro.

Dice Marchena:

(Comentario Archivo adjunto)

DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

TITO LUCRECIO CARO

Traducción: D. José Marchena.



DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

I

Cuanto se sabe de la vida de Lucrecio puede decirse o en breves líneas. Fidelísimo sectario de la filosofía de Epicuro, puso sin duda en práctica uno de los preceptos de ésta, el de ocultar la propia existencia a la vista de los contemporáneos y al estudio de la posteridad.

No cabe duda de que nació en Roma el año 95 antes de nuestra era; que pertenecía a la antigua familia patricia de Lucrecia, cuya violación por Sexto Tarquino ,ocasionó la caída de la monarquía, y que murió a los cuarenta y cuatro años.

Se dice, pero sin pruebas, que, siguiendo la costumbre de los jóvenes de las familias ricas de Roma fue a Atenas y estudió allí la doctrina de Epicuro con Zenón, jefe entonces de esta escuela filosófica. Asegura también San Jerónimo que padeció Lucrecio ataques de demencia producidos por un filtro que le dio una mujer celosa, y en sus intervalos lucidos escribió algunos libros, terminando su vida por el suicidio. Puede ponerse en duda este aserto, no sólo porque San Jerónimo escribía tres siglos después de muerto Lucrecio, sino porque el poema LA NATURALEZA, como didáctico y comprensivo de los más arduos problemas que puede investigar el entendimiento humano, es la obra menos propia de una inteligencia enferma.

Si los escritores contemporáneos ó inmediatamente posteriores, a excepción de Ovidio, no citan a Lucrecio ni su poema, debe atribuirse al ardimiento con que en éste se combaten las ideas y prácticas religiosas del paganismo. Ni Horacio ni Virgilio desconocieron el poema de Lucrecio, muy al contrario, sus repetidas imitaciones de éste, a veces copiando no sólo ideal, sino frases, demuestran cuánto lo habían estudiado; pero una obra francamente antipagana, que con tanta energía censuraba las ideas, preocupaciones y supersticiones de la sociedad romana en aquella época, no podía ser elogiada, ni siquiera citada sin ofender los sentimientos, sino de las personas ilustradas, que sabían a qué atenerse respecto a las prácticas y misterios del paganismo,

de la inmensa multitud que creía en ellos.

Guardar silencio y dejar en olvido al airado censor de una idolatría predominante era hasta medida de buen gobierno, quién sabe si recomendada al comensal de Mecenas y al autor de las Geórgicas por los hábiles políticos del reinado de Augusto. Explicaría esta sospecha que Virgilio considere dichoso a quien conoce las causas de las cosas, y no nombre a Lucrecio, que las explica más ó menos erróneamente, pero de un modo nuevo entonces para los romanos.

Vive Lucrecio en los años de la terrible agonía de la. república; desde el principio de las luchas entre Mario y Sila hasta la muerte del sedicioso Clodio, período de grandes calamidades para Roma, en que las guerras civiles desatan todas las ambiciones, todas las codicias, saciadas con la sangre ó el destierro de millares de ciudadanos de los más ilustres; período de corrupción Política y moral, de desdichas públicas y privadas, del que fue testigo y acaso víctima el autor del poema LA NATURALEZA.

Si en éste, consagrado a explicar grandes problemas de física, no tiene ocasiones frecuentes Lucrecio para expresar sus personales sentimientos, tampoco faltan frases y conceptos que permiten formar idea de ellos. Objeto principal de sus enérgicos ataques son la ambición, el amor mundano y las creencias religiosas.

Los desastres de la época en que vivió le aleccionaban bien para condenar la ambición cuyos terribles estragos a la vista tenía. La pintura que hace de los peligros y daños del amor acaso la inspiren sus propios desengaños; quién sabe si la noticia del filtro dado por la mujer celosa, de que antes hablamos, fue errónea explicación de alguna otra calamidad que el amor ocasionó a Lucrecio. Sus invectivas contra esta pasión no son propias de un discípulo del apacible Epicuro, que aconseja dulcemente huir del amor para evitar peligros a la tranquilidad del espíritu, sino de quien ha sufrido acerbas penas y está dolorosamente arrepentido.

Otro sentimiento que palpita en todo el poema a es el odio a las supersticiones religiosas, como si después, de vencidas en su ánimo, se acordara, rencoroso, del tiempo que le habían estado mortificando. No es en este punto la serena razón del filósofo quien habla; la airada elocuencia de sus afirmaciones prueban un espíritu convencido, pero no un ánimo tranquilo.

Sin ambición, y sin amor, que detestaba, sin creencias religiosas, que aborrecía, no podía encontrar Lucrecio, dentro de aquella sociedad descreída otro aliciente a la vida que el ofrecido por la filosofía del deleite, llamada, así la de Epicuro, y no con verdadera propiedad, porque si se encaminaba a encontrar el reposo, la quietud el alma y del cuerpo por una especie de muerte prematura, por el alejamiento de cuanto pudiera causar malestar en el cuerpo y el alma, no faltó quien la interpretase en el sentido de sistema, que permitía y aun ordenaba la satisfacción de los placeres mundanos.

Este equívoco en la interpretación de la filosofía de Epicuro fue sin duda causa ocasional del descrédito, adquirió entre los que no la conocían bien. Lucrecio lo sabía, y expuso en su poema con todo el vigor y toda la osadía de un romano. en época en que las perturbaciones sociales y políticas permitían hablar con completa franqueza, la doctrina de Epicuro. El paganismo no era refugio ni ofrecía consuelo a las almas deseosas de perfección moral, por ser religión a cuyos dioses podía acudirse lo mismo en demanda de vicios que de virtudes, que de unos y otros ofrecía ejemplos el Olimpo. Los que por desengaño ó cansancio de la lucha de las pasiones buscaban mejor vida, acogíanse a los sistemas filosóficos, eligiendo el que más se acomodaba a su temperamento ó educación científica.

Se iba de la religión a la filosofía, porque aquella ningún consuelo ofrecía al alma, víctima de propias ó ajenas ambiciones, como ahora se va de la filosofía a la fe cristiana, porque el cristianismo es una religión y una moral, donde encuentran consuelo y consejo las almas perturbadas por la duda, ó heridas

por las pasiones.

De las escuelas filosóficas de la antigüedad, ninguna se acomodaba mejor al espíritu de Lucrecio, ó débil por la lucha, ó desesperanzado del triunfo, ó vencido por grandes desventuras que el epicureísmo, doctrina triste y severa que preceptuaba la indiferencia para todas las agitaciones mundanas, asilo para las almas tímidas, prudentes ó desalentadas a las que ofrecía como remedio a sus pasiones y temores el quietismo y la vida contemplativa de la naturaleza.



Esta tranquilidad, no exenta de egoísmo, la enaltece Lucrecio en los siguientes versos:



Pero nada hay más grato que ser dueño

De los templos excelsos, guarnecidos

Por el sabor tranquilo de los sabios,

Desde do pueda distinguir a otros

Y ver cómo confusos se extravían

Y buscan el camino de la vida

Vagabundos, debaten por nobleza,

Se disputan la palma del ingenio,

Y de noche y de día no sosiegan

Por oro amontonar y ser tiranos.

¡Oh míseros humanos pensamientos!

¡Oh pechos ciegos! ¡Entro qué tinieblas

y a qué peligros exponéis la vida

Tan lápida, tan tenue! ¿Por ventura

No oís el grito de naturaleza,

Que alejando del cuerpo los dolores,

De grata sensación el alma cerca, Librándola de

miedo y de cuidado?

Lucrecio ha encontrado para sí, en el seno del epicureísmo la paz que pide para su patria y la que desea para su íntimo amigo Memmio, a quien dedica el poema. Su ánimo sólo se apasiona para cantar esta paz firme y constante y enaltecer al fundador, de la doctrina filosófica que se la ha dado.

II

Epicuro fue sin duda quien tuvo mayor número y más fieles discípulos, pero ninguno tan entusiasta como Lucrecio, para quien el filósofo era un dios que ha hecho suceder la calma y la luz a la tempestad y las tinieblas.

Este entusiasmo le induce a escribir un poema sobre asunto de índole más apropiada al raciocinio y a las demostraciones científicas, que al desplegar los vuelos de la imaginación del poeta.

La doctrina de Epicuro, expuesta compendiosamente al final del torno en las tres cartas de este filósofo que forman el Apéndice, es una exposición de la física de Demócrito, para deducir de ella que la materia es eterna aunque no lo sean los cuerpos con ellas formados y que la muerte ó término en todos los seres, incluso el humano, no es más que una transformación, una disgregación de los átomos que la forman, átomos imperecederos, cuyas repulsiones y afinidades son origen de todos los seres animados ó inanimados.

Aunque Epicuro no admite una providencia directora, y menos aún dioses que de continuo se estén ocupando de lo que los seres humanos hacen, no es, sin embargo, ateo. Los dioses en el epicureísmo gozan en mansión de la perfecta tranquilidad a que el sistema filosófico aspira. Son como la representación ideal de la suma quietud Las cosas de este mundo en nada les afectan, y en ningún caso se ocupan de ellas.


Aceptada esta explicación de la divinidad, natural era que el epicúreo Lucrecio clamara contra los dioses del paganismo, cuya intervención en los actos humanos, hasta en los más insignificantes, era continua; y sobre todo contra las supersticiones que tanto acibaraban la vida en la sociedad pagana.

Según Epicuro, el alma era material como el cuerpo y mortal como él, aunque formada por átomos más tenues y sutiles. Para la humanidad no había otra vida que la de este mundo, y la muerte como término de la lucha de las pasiones. Y de las dolencias corporales y espirituales, era un bien que, si no se había de procurar quebrantando las leyes de la naturaleza, tampoco, se debía temer.

No desconoce Lucrecio que de esta física se deducen gravísimos problemas morales, y que si el hombre acaba con la muerte, el premio ó castigo de sus acciones ha de estar en este mundo, y así lo proclama, asegurando que para el malvado están los suplicios y, cuando de ellos logra escapar, el roedor

de su propia conciencia.

El entusiasmo del poeta por, Epicuro, es tan grande, que casi le proclama Dios, y al lado de los demás filósofos le considera sol cuya luz obscurece la de los demás astros. Los principios de su doctrina los estima como infalibles y las objeciones contra ellos las rechaza, sin dignarse a discutirlas.

La idea de hacer un -poema con materia tan árida, de explicar poéticamente lo que sólo se presta a demostraciones científicas, prueba el firme convencimiento del poeta y su deseo de infundirlo también en el ánimo de sus compatriotas y sobre todo de Memmio. Claramente lo manifiesta en el principio

del libro IV cuando dice:

Los sitios retirados del Pierío

Recorro, por ninguna planta hollados;

Me es gustoso llegar a íntegras fuentes,

Y agotarlas del todo; y me da gusto,

Cortando nuevas flores, rodearme

Las sienes con guirnaldas brilladoras,

Con que no hayan ceñido la cabeza

De vate alguno las divinas musas:

Primero porque enseñó cosas grandes

Y trato de romper los fuertes nudos

De la superstición agobiadora;

Después, porque tratando las materias

De suyo obscuras con pieria gracia,

Hago versos tan claros: ni me aparto

De la razón en esto, a la manera

Que cuando intenta el médico A los niños

Dar el ajenjo ingrato, se prepara

Untándoles los bordes de la copa

Con dulce y pura miel, para que pasen

Sus inocentes labios engañados

El amargo brebaje del ajenjo,

Y la salud los torne a este engaño

Y dé vigor y fuerza al débil cuerpo; Así yo ahora,

pareciendo austera

Y nueva y repugnante esta doctrina

Al común de los hombres, exponerte

Quise nuestra sistema con cauciones Suaves de

las Musas, y endulzarlo

Con el rico sabor de poesía:

¡Si por fortuna sujetar pudiera

Tu alma de este modo con enlabios



Armónicos, en tanto que penetras



El misterio profundo de las cosas



Y en tal estudio el ánimo engrandeces!


Poca confianza debía tener Lucrecio en que el epicureísmo en toda su pureza, como lo explicó su autor y como el lo comprendía, tuviese grande aceptación en Roma, y en que los romanos, más preocupados de la vida pública que de la privada, se avinieran de buen grado a cambiar de costumbres y a dedicarse a la filosófica contemplación de la naturaleza, cuando les compara con el niño enfermo a quién se engaña para darle la amarga medicina que ha de curar su dolencia.

La miel de la poesía era sin duda necesaria para convertir en partidarios de la filosofía del deleite, en el buen sentido de esta palabra, a los ciudadanos de los últimos turbulentos años de la república romana, y Lucrecio casi duda conseguir la conversión de su último amigo Memmio.
No era, en efecto, Memmio de los más inclinados por su vida y costumbres a despreciar los placeres y desdeñar los goces de la ambición satisfecha.

Descendiente de una de las familias más ilustres, hijo y sobrino de insignes oradores y orador él mismo, desde muy joven intervino en los negocios públicos. Nombrado para gobernar la Bitynia, llevó con 61 al gramático Nicias y al poeta Catulo, siguiendo la costumbre de los personajes políticos de entonces, para quienes era a la vez útil y honroso contar entre sus allegados literatos de fama. A. su vuelta a Roma le acusó César. Defendióse enérgicamente, prodigando las alusiones a las poco edificantes costumbres de su adversario. Acusador a su vez en no pocas ocasiones, quiso impedir el honor del triunfo a Lúculo, el vencedor de Mitrídates. Fue questor y pretor, y llegó hasta pretender la dignidad de cónsul en lucha con otros tres candidatos.

Acusados él y sus contrincantes por emplear el soborno, todos fueron condenados a destierro, y desterrado murió.

Esto por lo que hace a la vida pública de Memmio; la privada no fue más tranquila ni más conforme con las predicaciones de Epicuro y de Lucrecio. Sus costumbres licenciosas tuvieron bastante resonancia para que se aluda a ellas en libros que han llegado a nosotros. Se sabe que pretendió a la esposa de Pompeyo, hija de César, y que ésta entregó a su marido la carta amorosa de Memmio; se tiene noticia de otro escándalo aun más ruidoso, el de no haberse podido celebrar una fiesta pública, que sin duda debía presidir Memmio, porque, según dice Cicerone en una de sus cartas a Atico, estaba ocupado en mostrar otros misterios a la mujer de M. Lúculo, y añade: « El nuevo Menelao lo ha tomado a mal, y ha repudiado a su Helena.» Cicerone le tacha también de perezoso, diciendo de él: «este orador ingenioso y de frase seductora, esquiva la molestia de hablar y hasta la de pensar.» Amante de la literatura y del arte griego, corno lo eran entonces todos los romanos que presumían de cultos, en Atenas, donde se refugió cuando el destierro, cultivó también la poesía, y sus versos, si no brillaban por la inspiración, abundaban en licencias.

no siempre poéticas.

Tal era el, personaje a quien quiso convertir Lucrecio al epicureísmo, y que, si adoptó esta doctrina, fue en el sentido de los que entendía la filosofía, del deleite, no como Lucrecio y Epicuro sino como sistema que autorizaba la satisfacción de vicios y pasiones.


III

Tan grande es el entusiasmo de Lucrecio por la doctrina de Epicuro y tan profundo el deseo de convencer a los demás de su certeza, que constantemente acude a su razón y a su ingenio para exponer poéticamente un asunto refractario a la poesía.

Si con tanta pasión expone un sencillo tratado de física, no es tanto por amor a la ciencia como por las deducciones que de ella hace.

La base de la física de Epicuro consiste, como ya hemos dicho en que el universo es eterno y a materia de que está formado se deshace y rehace por virtud de combinaciones de átomos y conforme a leyes naturales preexistentes. Los fenómenos de la naturaleza tienen por éste sistema, a juicio de los epicúreos, tiene explicación racional, y la intervención en ellos de los dioses del paganismo, origen de toda clase de supersticiones y terror de las almas cae por tierra. Esto es lo que extingue el miedo a los poderes celestiales, lo que devuelve la paz los espíritus perturbados, lo que entusiasma a Lucrecio, lo que le infunde tan poderoso aliento para propagar su doctrina, lo que trasciende en todo el, poema de LA NATURALEZA.


Ciertamente el materialismo de Lucrecio es contrario a todos los cultos, pero sus ataques son contra, el paganisrno y no contra las doctrinas espiritualistas, que desconocía, Pone un error frente a otro error, un materialismo científico frente a un materialismo religioso, y si en sus afirmaciones no podían seguirle los doctores del cristianismo, de sus argumentos contra la religión pagana mas de una vez se valieron.

Además, ni Epicuro ni Lucrecio niegan en absoluto, la existencia de un poder divino; lo que hacen es negarle su intervención en los actos de la naturaleza y da la humanidad. Lucrecio lo explica claramente

diciendo:



Pues la naturaleza de los dioses

Debe gozar por si con paz profunda

De la inmortalidad; muy apartados





De los tumultos de la vida humana,

Sin dolor, sin peligro, enriquecidos

Por sí mismos, su nada dependientes

De nosotros; ni acciones virtuosas

Ni el enojo y la cólera les mueven.


Podrá asegurarse que este poder ocioso es perfectamente

inútil, pero no peor que la falange de

dioses del, paganismo con intervención perpetua y

caprichosa en los actos humanos.

Pero empieza Lucrecio su poema entonando un himno a Venus tan naturalmente inspirado, que no puede creerse sea servil imitación de las acostumbradas invocaciones a la divinidad puestas al frente de esta clase, de monumentos literarios. Para algunos es una flagrante contradicción del poeta enemigo de los dioses; para otros una hábil concesión hecha a las supersticiones populares; para Mr. Martha, que ha escrito un excelente estudio de Lucrecio y su poema «no hay en esta invocación ni inconsecuencia, ni engaño, ni desfallecimiento de la propia incredulidad. Venus es para Lucrecio el símbolo de la generación, el poder fecundo de la naturaleza, que propaga y conserva la vida en el mundo.

Y bien podía Lucrecio cantar esta Venus universal sin, contradecirse puesto que en todo su poema había de ser objeto de su culto filosófico. El poeta proclama, al comenzar, uno de los principios más importantes de su sistema, y a poco que se levante el velo de la alegoría y se investigue el oculto sentido

de esta personificación divina, advertíase que las bellas imágenes inspiradas en el culto nacional encubren una profesión de fe y un dogma fundamental

de la filosofía epicúrea.»



Fuerza da a esta opinión el hecho de seguir al himno a Venus y al elocuente ruego para que ponga término a las sangrientas guerras civiles de los romanos,

la declaración de fe materialista que contienen los siguientes versos:



...............Serán materia de mi canto
La mansión celestial, sus moradores;
De qué principios la naturaleza
Forma todos los seres; cómo crecen,
Cómo los alimenta y los deshace
Después de haber perdido su existencia;
Los elementos que en mi obra llamo
La materia y los cuerpos genitales,
y las semillas, los primeros cuerpos,

Porque todas las cosas nacen de ellas.

El elogio de Epicuro que sigue a esta profesión de fe materialista fúndase principalmente en haber osado este filósofo levantar la vista hacia las mansiones celestiales y declarar guerra sin tregua al fanatismo que de ellas venía a oprimir la vida humana.

No es el entusiasmo por el descubrimiento de verdades científicas que inspira a, Lucrecio; es el entusiasmo por haber vencido las supersticiones del paganismo. Oigamos lo que de Epicuro dice:



El valor extremado de su alma

Se irrita más Y más con la codicia

De romper el primero los recintos

Y de Natura, las ferradas puertas,

La fuerza vigorosa de su ingenio

Triunfa y se lanza más allá los muros

Inflamados del mundo, y con su mente

Corrió la inmensidad, Pues victorioso

Nos dice cuáles cosas nacer pueden,

Cuales no pueden, cómo cada cuerpo

Es limitado por su misma esencia:

Por lo que el fanatismo envilecido

A su voz es hallado con desprecio,

¡Nos iguala a los dioses la victoria!


Bien se ve que no es la física de Demócrito, tomada por Epicuro como arma de combate contra la perniciosa influencia de la religión pagana en las costumbres públicas y privadas, sino la victoria contra esta influencia, el triunfo de ideas y sentimientos irreligiosos lo que a juicio de Lucrecio iguala a los hombres coro los dioses. Supone Lucrecio en su maestro una ira contra el fanatismo pagano que ni de los escritos que de Epicuro« quedan ni de lo que se sabe de su tranquila existencia» y morigeradas costumbres puede deducirse. El iracundo es Lucrecio, y se explica la calma del filósofo griego, y el arrebato del poeta romano por el distinto carácter del paganismo en Grecia y Roma. Entre los griegos era esta religión casi una leyenda poética, porque los poetas adornaban a los dioses con nuevos atributos siempre que acomodaba a su fantasía. No era sin duda el Olimpo mansión de buena vida y costumbres; pero tampoco aterrorizaba a los fieles con la amenaza de terribles é inmediatos dolores. El culto tributado a los dioses del paganismo griego, símbolos de las grandes fuerzas naturales y de las pasiones humanas, era un culto, agradable y simpático, pues las ceremonias religiosas convertíanse en fiestas populares.

La incredulidad Do tenía motivo para encolerizarse. Contra deidades que sufrían con paciencia ó indiferencia las negaciones de los filósofos y las burlas de los satíricos.

Pero el paganismo en Roma tenía otro carácter. Con los pueblos vencidos habían ido a la ciudad eterna sus dioses y sus cultos, y con dioses y cultos las supersticiones más extravagantes y hasta las más odiosas. Tales dioses, interviniendo en todos los actos de la vida, civil y doméstica. dioses sin bondad ni justicia, ni seriedad , que vengativos ó crueles entreteníanse en mortificar a los hombres, a veces por puro capricho, debían ser odiados por todas las almas elevadas, y de aquí que la impiedad de Lucrecio sea más violenta que la de Epicuro, y que su fanatismo científico parezca inspirado por una especie de venganza personal contra las supersticiones de sus compatriotas.

Añádase a esto lo poco que los romanos atendían a la religión durante el agitadísimo período de las guerras civiles, cuando Lucrecio escribía su poema, y en rigor, siendo los dioses tan indiferentes a los males de la patria, motivo tenía el pueblo de Roma Para cuidarse le ellos lo menos posible, y razón había para que la incredulidad creciese. La protesta contra los dioses en los infortunios públicos y privados era tan frecuente en la antigüedad, que se lee hasta en las obras de los escritores menos impíos.

Y no se crea que el escepticismo religioso de la parte más culta de la sociedad romana, de aquella que mas fácilmente podía leer la obra de Lucrecio, excusaba a éste de la vehemencia con que anatematiza las supersticiones, Porque frecuentemente, ante las contrariedades de la vida, volvían a incurrir en aquellas los mismos que se burlaban antes del Olimpo y sus dioses. Lucrecio pretende, pues, con toda la energía de un espíritu convencido, librar a sus compatriotas de la pesada servidumbre religiosa, diciéndoles que las supersticiones han sido causa de crímenes, como lo eran los sacrificios humanos para conseguir de los dioses los que estos no podían hacer; porque ni el mundo es creación de ellos ni de ellos depende lo que en la naturaleza sucede conforme a leyes fijas y preexistentes, leyes físicas de cuya exposición se vale para destruir la terrible fantasmagoría de la religión pagana, sin cuidarse de que aniquila un error por medio de otro, de que arroja de los altares los ídolos, no a nombre de las ideas espiritualistas de Anaxágoras y Platón, sino al de un tristísimo y desconsolador materialismo.

Para Lucrecio. el origen de las religiones es el terror que al hombre inspiran los fenómenos naturales. La humanidad no sabía explicarlos sino atribuyéndolos a un poder sobrenatural, a un poder divino; explicados estos fenómenos, como él creo que lo están, por medio del sistema físico de Epicuro, las religiones no tienen base ni razón de ser. Pero mientras el terror religioso dura, el alma humana no podrá vivir en paz ni gozar las dulzuras de una existencia tranquila. Así se comprende que, al atacar a los dioses, lo hiciera Lucrecio en defensa de su propio reposo y con todo el vigor de quién defiende lo que le es más caro, tanto, que el miedo a que atribuye la religión es el que produce su incredulidad. Lucrecio, sin embargo, no es ateo. Admite y proclama, como su maestro Epicuro, divinidades, pero colocándolas tan apartadas de éste mundo y tan ajenas a lo que en él pasa, que no exigen ni adoración ni templos. En verdad, nada hay pedir a quien nada ha de dar, Lucrecio, como Epícuro, niegan la existencia de las divinidades con pasiones humanas del paganismo; pero no la providencia de Sócrates, ni la de los estoicos, ni que haya una potestad divina única y universal, sino que ésta se encuentre fraccionada entre distintos dioses que ejerciendo un poder mezquino, injusto y capricho atormentan a la humanidad.

La teología de Epicuro y Lucrecio es sin duda inaceptable; pero más inaceptable es la del paganismo, y siempre tendrá aquélla el mérito de haber servido para combatir errores ya manifiestos Y reducir el problema de la vida del universo a los términos precisos de hacerla depender de un poder divino creador y director, ó de un ciego ó inconsciente mecanismo.

El sentimiento universal y la ciencia rechazan que todo dependa de casual atracción ó repulsión de los átomos, pero Do debe olvidarse que, conforme con los móviles de la doctrina epicúrea, el sentimiento universal rechaza también los poderes ocultos, dañinos y ridículos que dictaban su voluntad a los hombres por medio de los oráculos y los augures; que la religión verdadera combate, como Epicuro y Lucrecio, las supersticiones paganas cuando en cualquier forma renacen, y que la ciencia moderna ha progresado cuando, conforme a la

doctrina epicúrea, creyó en las leyes invariables del universo.

IV

Asunto capital del libro tercero del poema LA NATURALEZA es el gran problema de la vida futura Lucrecio expone en él todos los argumentos de los antiguos materialistas para demostrar que no hay más vida que la de este mundo; que en ella encuentran los actos humanos premio ó castigo, y por tanto suprime y niega en absoluto el infierno, combatiendo el instintivo temor a la muerte, que es, según dice, un bien, porque conduce al eterno reposo, a la perfecta tranquilidad, y nos libra de las penalidades de este mundo. La fe y el entusiasmo con que predican los espiritualistas la esperanza en una vida futura, vida que para el justo es de perpetua dicha, la emplea Lucrecio en sostener que siendo el atina material como el cuerpo, con él perece, y que el destino del hombre se cumple en la tierra.

Téngase en cuento, para juzgar este famoso libro tercero, arsenal de donde sacaron sus argumentos los materialistas del siglo XVIII, cuales eran las ideas predominantes en la antigüedad acerca del alma y de la vida futura. Excepción hecha de las doctrinas de Pitágoras y de Platón, las escuelas filosóficas y las religiones de la antigüedad proclamaban el principio de la materialidad del alma, y a lo más concedían que fuese de materia incorruptible. Lucrecio, pues, acepta, una doctrina generalmente admitida, y deduce de ella la consecuencia lógica de que el atina perece con el cuerpo, y el ser humano se extingue en este mando como todos los demás seres, obedeciendo a la ley universal de la transformación de la materia.

La idea de la vida futura en la antigüedad era vaga y confusa, y para los filósofos romanos resultaba una especie de privilegio en favor de las clases ilustradas. En éstas ningún crédito tenía el infierno del paganismo pintado por los poetas de acuerdo con una religión interesada en mantener las supersticiones populares, y Cicerón y Séneca censuran a los epicúreos por perder el tiempo en combatir lo que nadie defendía. Además, los cuadros de desolación y de miseria que para condenados y justos ofrecía el paganismo en la vida futura, más bien eran causa de terror que de esperanza en la divina justicia, y difícilmente podían aceptarse como base de moral pública y privada.

Los tipos fabulosos que expían, sus maldades en el Averno, no resultan víctimas de la justicia, sino de la venganza de los dioses, vencidos en su intento de lucha contra las divinidades. La especie de inmortalidad admitida por algunos filósofos para los hombres célebres no llegaba al vulgo, privado de premio ó castigo en la vida futura, que para él era eterna y obscura noche de miserias y sufrimientos. Así se comprende que Lucrecio estime esta vida futura

causa de espanto, y diga Con toda violencia estirparemos De raíz aquel miedo de Aqueronte Que en su origen la humana vida turba.

Pero si esta vida futura era poco halagüeña para el vulgo, respondía en cierto modo a las aspiraciones del alma humana, no satisfecha de s " peregrinación en este mundo ni convencida de que debe volver a la nada. Lucrecio encuentra una supervivencia que es continuación de las aflicciones terrenales, encuentra también el miedo al aniquilamiento absoluto del hombre con la muerte, y combate la vida futura, y combate este miedo proclamando que con la muerte acaba todo y que la muerte es un bien supremo, por ser el término de las desdichas humanas.

Ni Lucrecio ataca las ideas espiritualistas de Platón, de las cuales prescinde, ni las creencias del vulgo, de largo tiempo atrás desacreditadas. Sus argumentos van dirigidos a la masa social que ni alcanza las sublimidades de la filosofía, ni cree en las supersticiones vulgares; pero que no ha substituido con otras creencias las perdidas, y dudosa é insegura, acude corno refugio, en las tribulaciones de la vida, a una religión que no satisface su sentimiento ni su conciencia. Para tranquilizar estos espíritus vacilantes y, en bien suyo, según asegura, expone Lucrecio los razonamientos contra el temor a la muerte y contra la vida futura.

No debe perderse de vista que si, conforme a nuestra moral religiosa, el temor a la vida futura es saludable, porque en ella ha de encontrarse el premio ó el castigo, y de tal suerte dicha vida alienta la virtud y contiene el pecado, la idea de una supervivencia ajena a toda regla de justicia, supervivencia temerosa para justos y malvados, necesariamente corrompía las costumbres; porque no encontrando los hombres fuera de este mundo premio a su abnegación y a sus sacrificios, procuraban satisfacer aquí sus pasiones, y codiciaban la riqueza y los honores, sin cuidarse de los medios para lograrlos, y apelando hasta a los más reprobados procedimientos. Cuanto más temían a la muerte, después de la cual nada grato esperaban, mayor era su anhelo por los placeres de la vida. Sin hacer esta distinción esencial; sin advertir la inmensa diferencia que existe entre la vida futura, según la moral cristiana y la del paganismo, no se comprenderán bien los argumentos de Lucrecio contra una supervivencia sin justicia, que tan funestas pasiones engendraba en esta vida.

Las ideas materialistas de Lucrecio, fundadas en ser el alma corpórea y sufrir las mismas vicisitudes que el cuerpo, nada valen frente al espiritualismo moderno; pero contra las preocupaciones y supersticiones antiguas, tienen fuerza incontrastable. Una de éstas, nacida sin duda de la creencia instintiva en la inmortalidad del alma, era la de la prolongación de la vida dentro del sepulcro, y el temor a los sufrimientos en esta silenciosa existencia, si no se habían cumplido los ritos fúnebres, temor disipado por la doctrina epicúrea de Lucrecio, según la cual la muerte era la insensibilidad absoluta del cuerpo y del alma, no debiendo preocuparse nadie de lo que ha de sucederle después de la muerte, que para el epicureísmo es un sueño eterno. No admitiendo este sistema una causa ordenadora del universo, naciendo por acaso y muriendo lo mismo, ni cabe en él conformarse con la voluntad divina, ni resignarse, como los estoicos, que también negaban la inmortalidad del alma, a una ley suprema, a un orden establecido por los dioses Verdad es que entre los epicúreos desempeña a veces la naturaleza el papel de divinidad creadora y ordenadora; porque la idea de una cansa primera tiene tan profundas raíces en el entendimiento humano, que se abre paso aun a través del Poema materialista de Lucrecio.

La NATURALEZA, pues, censura a los hombres el temor a la muerte en los siguientes versos, que contienen toda la moral del libro tercero:


Si de repente, en fin, la voz alzara

Naturaleza, y estas reprensiones

A cualquier de nosotros dirigiera;

¿Por qué ¡oh mortal! te desesperas, tanto?

¿Por qué te das a llanto desmedido?

¿Por qué gimes y lloras tú la muerte?

Si la pasada vida te fue grata,

Si como en vaso agujereado y roto

No fueron derramarlos tus placeres,

E ingrata pereció tu vida entera,

¿Por qué no te retiras de la vida

Cual de la mesa el convidado ahíto;

¡Oh necio! y tomas el seguro puerto

Con ánimo tranquilo? Si, al contrario,

Has dejado escapar todos los bienes

Que se te han ofrecido, y si la vida

Te sirve de disgusto, ¿por qué anhelas

Multiplicar los infelices días

Que en igual de, placer serán pasados?

¿Por qué no pones término a tus penas

y a tu vida más bien? Pues yo no puedo

Inventar nuevos modos de deleite

Por más esfuerzos que haga: siempre ofrezco,

Unos mismos placeres: si tu cuerpo

No se halla aún marchito con los años

Ni tus ajados miembros se consumen,

Verás, no obstante, los objetos mismos,

Aun cuando en tu vivir salgas triunfante

De los futuros siglos, y aunque nunca

A tu vida la muerte sujetare.

¿Qué responder á, la naturaleza,

Si no que es justo el pleito que nos pone

Y es clara la verdad de sus palabras?

Mas si sumido alguno en la miseria

Al pie de su sepulcro se lamenta,

¿No será su clamor mucho más justo

Y nos reprenderá con voz robusta?

« Vete de aquí, insensato, con tus llantos;

No me importunes más con tus quejidos»:

A este otro, empero, que los años rinden,

Que en sus últimos días aun se queja:

<¡Insaciable, dirá, tú, que has gozado

De todos los placeres de la vida,

Aun te arrastras en ella! Con sumido

En los deseos del placer ausente,

Despreciaste el actual, y as¡ tu vida,

Se deslizó imperfecta y disgustada,

Y sin pensarlo se paró la muerte

En tu misma cabeza, antes que lleno

Y satisfecho de la vida puedas

Retirarte: la hora es ya llegada:

Deja tú mis presentes; no son propios

De la edad tuya: deja resignado Que gocen otros,

como es ley forzosa.»

Con razón, a mi ver, reprendería,

Y con razón se lo echaría en cara,

Porque a la juventud el puesto cede

La vejez ahuyentada, y es preciso

Que unos seres con otros se reparen:

Ninguna cosa cae en el abismo

Ni en el Tártaro negro: es necesario

Que esta generación propague otra;

Muy pronto pasarán amontonados,

Y en pos de ti caminarán: los seres

Desaparecerán ahora existentes,

Como aquellos que, hubiesen precedido.

Siempre nacen los seres unos do otros,

Y a nadie en propiedad se da la vida;

El uso de ella se concede a todos.

Después de proclamar con tanta energía la ley de la, renovación universal en virtud de la cual la muerte es indispensable para crear nuevos seres, Lucrecio procura borrar de la mente de sus conciudadanos la idea de una segunda vida que, cual la presentaba el paganismo más servía de terror que de consuelo. Para Lucrecio: los suplicios del infierno pagano son representaciones simbólicas de las pasiones humanas que en este mundo encuentran su castigo Nuestras pasiones y nuestros vicios en ellas mismas llevan la pena, Y el infierno lo tenemos en nuestra propia conciencia. Prescindiendo de las conclusiones del poeta contra la vida futura, la idea de que el castigo es inseparable de la falta tiene un profundo sentido moral, y de ella y del consejo para consolar a los temerosos de la muerte, de que recuerden que ningún hombre, por grande que haya sido, dejó de cumplir esta ley de la naturaleza, se

han valido no pocos insignes moralistas, que no pueden ser tachados de materialistas ni de panteístas.
Para apartar de la imaginación el miedo a la muerte, y tan entusiasmado con la esperanza de llegar a la nada como a otros entusiasma la idea de la inmortalidad: recomienda Lucrecio a los que temen el fin de su vida el estudio de la naturaleza, que nos enseña de donde venimos y a dónde vamos, produciendo en el ánimo el convencimiento del destino humano, con el cual pueden y deben afrontarse serenamente las adversidades de esta vida pasajera.

Ni el vulgo de los epicúreos, ni aun las personas distinguidas de la secta, amaban con tanta vehemencia pensar a toda hora en las tristes últimas consecuencias de la doctrina epicúrea; pero Lucrecio era un sectario convencido, incapaz de retroceder ante ningún resultado, por desolador que fuese.

V

Lejos de ser fatalista, afirma Lucrecio de un modo resuelto la libertad humana, y en esta afirmación se fundan los principios de moral que hallamos, no formando un cuerpo de doctrina, sino diseminados en el poema.

Condena, pues, el desbordamiento de las pasiones, tan contrario a la salud del cuerpo y tranquilidad del espíritu a que debe aspirar todo buen epicúreo, y entre las que merecen su agria censura descuellan en primer término la ambición y el amor.

Nada tan opuesto a la impasibilidad a que debe aspirar el sabio, según Epicuro, como, los impulsos de la ambición, la vida agitada de la política, la lucha constante y desapoderada por arrebatar el poder público a quien lo ejerce; por defenderlo, una vez conquistado. Lucrecio tenía a la vista las sangrientas consecuencias de estas luchas, pues vivió en el período más turbulento de la república romana, y sus anatemas contra los ambiciosos tienen la viveza y la vehemencia que sólo puede inspirar a un alma apasionada el horror del mal presente, el tristísimo espectáculo de ver a la patria desgarrada por sus propios hijos. Como los estoicos más severos condena Lucrecio el inmoderado deseo de riquezas, de honores, de fama, que turba la paz de los hombres y de los pueblos.

La misma energía con que describe los estragos de la ambición la emplea Lucrecio en pintar los del amor, como si al convencimiento del filósofo uniera la triste experiencia del que ha sido víctima de ambas pasiones.

«Lucrecio, dice Mr. Martha en su libro antes citado, nos presenta las miserias y vergüenzas del amor en corto número de versos que condensan cuanto sobre este asunto han podido decir, como tristemente cierto, los moralistas antiguos y modernos. Me atrevo a asegurar que en ninguna literatura se encontrará un cuadro, que en su breve y enérgica sencillez sea más perfecto, de un sentimiento más intenso y de frases más profundas y trascendentales. Para comprenderlo bien es preciso figurarse cuáles eran los sentimientos antiguos y romanos; el desdén a la mujer, el desprecio a cuanto llamamos galantería, la indignación cívica contra el lujo y las modas extranjeras griegas ú orientales, el respeto a la fortuna paterna, que no se debía malgastar en locuras, y a la dignidad del ciudadano, quien debía dedicarse a viriles ocupaciones; todos estos sentimientos los expresan en rápidas y enérgicas frases los siguientes

versos»:

Agrega a los tormentos que padecen

Sus fuerzas agotadas y perdidas,

Una vida pasada en servidumbre,

La hacienda destruida, muchas deudas,

Abandonadas las obligaciones,

Y vacilante la opinión perdida:

Perfumes y calzado primoroso

De Scion que sus plantas hermosea;

Y en el oro se engastan esmeraldas

Mayores y de verde más subido,

Y se usan en continuos ejercicios

De la Venus las telas exquisitas,

Que en su sudor se quedan empapadas;

Y el caudal bien ganado por sus padres

En cintas y en adornos es gastado:

Le emplean otras veces en vestidos

De Malta y de Scion: le disipan

En menaje, en convites, en excesos,

En juegos, en perfumes, en coronas,

En las guirnaldas, pero inútilmente;

Porque en el manantial de los placeres

Una cierta amargura sobresalta,

Que molesta y angustia entonces mismo;

Bien porque acaso arguye la conciencia

De una vida holgazana y desidiosa,

Pasada en ramerías; ó bien sea

Que una palabra equivoca, tirada

Por el objeto amado, como flecha,

Traspasa el corazón apasionado

Y toma en él fomento como fuego;

Ó bien coloso observa en sus miradas

Distracción hacia él mirando a otro,

Ó ve en su. cara risa mofadora.

No Censura Lucrecio los excesos de la pasión amorosa a nombre de la virtud, sino por lo que perturban 1a tranquilidad del espíritu y de aquí que recomiende, como remedio una prudente inconstancia. Tampoco comprende en sus anatemas el amor puro y constante, el amor en el matrimonio, que para el poeta es el origen del primer contrato social.

VI

El mérito de Lucrecio en la parte científica de su poema didáctico consiste en haber sido uno de los primeros romanos que se ocuparon de la ciencia en forma especulativa; pero en el fondo, todo el sistema físico que expone es el de Epicuro, parafraseándolo para hacerlo más comprensible. Este sistema, Compuesto de hipótesis acertadas y erróneas, tiene el defecto capital y común a los sistemas científicos en la antigüedad de no haberse formado, procediendo del estudio de los fenómenos, a la investigación de las causas, sino determinando éstas más ó menos caprichosamente, y explicando aquéllos conforme a las causas imaginadas.

Epicuro adopta la teoría atómica de Demócrito; para él todo depende de las atracciones ó repulsiones de los átomos que forman el universo, que constituyen en el hombre su cuerpo y alma. Este sistema es, sin duda, un progreso científico, en cuanto explica más ó menos felizmente los fenómenos de la naturaleza, no por la - voluntad de los dioses, sino como resultado de leyes naturales; pero sus consecuencias morales son Peligrosas, y explican que la física epicúrea haya tenido en tiempos relativamente modernos partidarios apasionados y desdeñosos contradictores, según se la estime por sus principios científicos ó por sus conclusiones irreligiosas.

No es de admirar que Lucrecio, siguiendo a su maestro Epicuro, se equivoque en problemas tan arduos como el de las causas finales, el de la formación del hombre, el del origen de las ideas; problemas mucho más debatidos en Tiempos recientes que lo fueron en la antigüedad, y que en todas las épocas ha procurado, inútilmente, resolver la ciencia. En cuestiones de menos dificultad, como por ejemplo, la explicación del sueno, se pone en evidencia el erróneo método de la física antigua, que hasta pretende explicar fenómenos imaginarios, como el de la cansa del miedo que el gallo inspira al león, porque de aquél salen átomos que, ofendiendo las pupilas de la fiera, la acobardan. Hipótesis fantásticas como ésta, producidas por la falta de observación, abundan en la antigüedad. Menos perdonables son en Epicuro los errores astronómicos, porque la astronomía estaba en su tiempo mucho más adelantada de como él la expone. Pero Epicuro se valía de las ciencias exactas, no como fin, sino como medio para demostrar su sistema filosófico del indiferentismo, que había de producir la paz del espíritu, y si adoptó la física de Demócrito, fué porque, dando origen material al universo, suprimía la intervención divina y don ella el fanatismo religioso, librando al hombre de supersticiones que perturbaban su alma. Lo mismo hizo Lucrecio, importándolo poco cualquier explicación de los fenómenos de la naturaleza, con tal de que en estos sea innecesaria la intervención de los dioses. Del desdén de los epicúreos por el cultivo de las ciencias participa Lucrecio, y da pruebas de ello en no pocos pasajes de su poema, como por ejemplo, cuando rechaza la opinión favorable a la existencia de los antípodas; pero en cambio, no pocas veces expone grandes descubrimientos. La teoría atómica, tan parecida a la moderna teoría molecular, fue, como ya hemos dicho, un enrome adelanto para la física. Según ella, el espacio era infinito y está poblado de mundos. Admite, la existencia del vacío, porque sin él la constante movilidad de los átomos sería imposible, y llama la atención la exactitud con que Lucrecio explica algunas leyes naturales, como la de que en el vacío no influye, la pesantez de los cuerpos, y pesados y ligeros caen con igual celeridad, ó al hablar de las tempestades la, diferente rapidez con que llega a nosotros la luz Y el sonido. No son menos notables los conocimientos fisiológicos que Lucrecio demuestra en su poema, y también muy dignos de atención sus presentimientos acerca de la formación del mundo, de los animales antidiluvianos y de las especies que han desaparecido, enunciando la lucha por la existencia, fundamento de la teoría de la selección natural de Darwin.

La historia del universo y del hombre está expuesta, en el quinto libro del poema, entremezclada con los grandes problemas de la física, de la religión y de l& moral, que trata el autor con un atrevimiento y una, confianza en su acierto verdaderamente admirables. En la parte física sigue con docilidad los preceptos de: su maestro. Respecto a la primitiva vida del hombre en el mundo y al principio de la civilización y de las sociedades, sus ideas son más originales, si bien en cuanto a la organización social, y política, a la, aparición del poder público y al origen, de la propiedad, se limita a generalizar la primitiva historia de Roma, aplicándola a la humanidad entera.

Domina en todo el poema LA NATURALEZA un sentimiento de tristeza que nace de la índole de la filosofía epicúrea. La apatía, la indiferencia, consideradas como base de una vida tranquila y feliz, apaga todas las actividades del espíritu; y si a esto se añade la creencia de Lucrecio en el próximo fin ¡del mundo, compréndese que estas ideas de desolación y muerte, sin esperanza, alguna en mejor vida futura, den un tinte sombrío a la inspiración del gran poeta para quien el mundo, forma. do por casuales contactos de átomos, y la humanidad víctima constante de sus pasiones, están cercanos á, desaparecer, confundidos en la ciega, continua y tumultuosa agitación de los átomos.



jueves, 17 de marzo de 2011

ALFONSO CHASE. MAESTRO DE LA TENSIÓN LÍRICA.


ALFONSO CHASE BRENES.
MAESTRO DE LA TENSIóN LÍRICA.








La primera ocasión que leí la poesía de Alfonso Chase fue para mí una sorpresa y admiración que todavía conservo incólume. Estaba en la Universidad de Costa Rica allá por los años 70 y sí, al leer sus poemas y su particular prosa me hicieron meditar por muchos años el mensaje implícito en su poética y visión de mundo. Siempre me he asombrado de su sensibilidad, su inteligencia y sus imágenes “de extracción surrealista” – como señala Duverrán - pero, a la vez de una gran profundidad.

Al pasar el tiempo nos conocimos y –lo confieso- es un placer hablar con Alfonso porque, Alfonso es un ameno conversador e incluso posee un fino humor negro cuando hace comentarios literarios y de la misma vida cotidiana. Su cultura en poesía, cuento y novela deja a cualquiera perplejo. Es un lector infatigable y un escritor de una gran lucidez.

Además, es un conocedor de nuestra Literatura Costarricense como pocos. Recordemos la selección, prólogo y notas que hiciera de RELATOS ESCOGIDOS de Yolanda Oreamuno (Editorial Costa Rica 1977) en donde hace alarde del profundo conocimiento de la autora de LA RUTA DE SU EVASIÓN.

Alfonso es uno de los grandes escritores que tiene Costa Rica en la actualidad.
Recuerdo que en Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica cuando se hizo una antología de poesía para nosotros los estudiantes de Estudios Generales, el poema que se escogió de Alfonso fue SOLEDAD SONORA (del libro Cuerpos – 1972-) y el que deseo transcribir íntegro a los amigos blogueros de Costa Rica e Hispanoamérica, Estados Unidos, Rusia, Dinamarca y otros países europeos.

Yo diría que SOLEDAD SONORA es uno de los poemas más hermosos escritos por un poeta costarricense. Sus imágenes, su ritmo cadencioso, la concatenación de las imágenes, el fluir del discurso poético lo hacen un poema único que me recuerda mucho a los poetas como Homero Aridjis, José Emilio Pacheco y otros gigantes literarios mexicanos.



La poesía actual es muy diferente a la poesía de hace 30 ó 40 años atrás, los lineamientos y el discurso poético han cambiado e incluso su estética. La poesía actual ha dejado de ser “intimista” y los jóvenes han tomado otros derroteros en su ARS POÉTICA. Es una poesía más preocupada por la COLECTIVIDAD y no por el UNO por el YO o al menos es más EXTERIORISTA.

Sin embargo, “algo” que no cambia ni cambiará NUNCA es la tensión lírica del DISCURSO QUE DEBE TENER TODO POEMA. Y Alfonso Chase a lo largo de este poema lo logra con maestría.



Alfonso Chase Brenes nació en Cartago en 1945. Realizó estudios de Literatura y Ciencias Sociales. Fue Director de publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. Ha trabajado en periodismo. Ha obtenido varios premios literarios. Premio Nacional de Poesía 1966 por su libro Los Reinos de mi mundo, y Premio Nacional de Novela en 1968 por Los juegos furtivos y Premio Editorial Costa Rica (1995) y Premio Nacional de Novela en 1996 con El Pavo real y la mariposa.



La poesía de Alfonso Chase – ligada en su principio a la expresión mágica de un mundo íntimo, de raíz surrealista señala una evolución posterior hacia la poesía militante. Su poesía revela – en la obra de su generación- un mayor dominio de la expresión y de la cultura poética. (Carlos Rafael Duverrán).



Obra poética: Los reinos de mi mundo (1966), Arbol del tiempo (1966), Para escribir sobre el agua (1970), Cuerpos (1972).



SU PRIMERA NOVELA.

De Los juegos furtivos escrita en 1967 se lee lo siguiente en la contratapa y publicación de su cuarta reedición, Editorial Costa Rica 1983:



“Los juegos furtivos” escrita en 1967, es una novela que desde su publicación suscitó serias polémicas por los sucesos y los ambientes descritos por el autor, que venían a aportar un mundo hasta la fecha inédito en nuestra literatura, como es el universo del adolescente contemporáneo, con todas las inquietudes, frustraciones, anhelos y también todo el mundo oscuro que pervive en las relaciones familiares, amistosas y sexuales. Ahora reeditada casi diez años después, cobra insólita actualidad por lo contemporáneo de su mensaje y por lo claro que nos parece el mundo que apenas se vislumbraba para esas fechas”.



Sin embargo, ante la posibilidad de transcribir un fragmento de su novela LOS JUEGOS FURTIVOS y un poema del libro CUERPOS, me he decidido por este último como dije en líneas anteriores.



SOLEDAD SONORA

A Marjorie Ross



Vaso me has hecho. Vaso que quiebran en la noche

tus manos poderosas. Agua vacía que se derrama

sobre mi médula y mis nervios y mi boca.

Entre las sombras voy buscando mis silencios de niño

y aquella fe que no se agota

en la desmemoria continua de mis actos.

Un diluvio eterno te desgasta el rostro

y te hace humano como el árbol o el pan o como el musgo.

Dueño de la víspera te busco. Señor que es lámpara

y abismo y en sí mismo resplandece

mientras su propia luz incombustible

engendra la tiniebla, el caos, las voces

que se gritan improperios y alabanzas

y se estallan como dardos

en un punto infinito.

Creador y destructor

mano de fuego que se lanza contra el tiempo

y derribando imperios y señores crea

la tierra nueva, la ignota latitud, la isla,

el desconocido cielo solo y trastrocado

sobre el que habita la carne, lo finito,

la dolorosa belleza de los niños y el grito

mojado en sangre de los hombres.

Emboscado en mi orilla te acorralo, te persiguen

mis pasos y mis y mis huellas tiemblan

mientras el aire las atrapa y las regresa a ti

como razón o testimonio.

contra nadie combato y en la lucha quedan mis palabras

y mis ojos desparramados sobre el aire.

comienzas en mí mismo y te terminas

allí donde mis fuerzas y palabras quiebran

toda extensión viviente, todo asomo de luz,

toda ventana y todo templo.

En el lugar en que se pudren las palabras

y todo asomo de resurrección está baldío

crece la hierba y crecen los musgos en las piedras

y hasta los pájaros trinan y en su canto resucitan

las hojas secas y el milagro de vivir

carcome lentamente las lágrimas posibles.

Mis dedos son palabras y mis frases armas

para llegarme hasta tu llama.

pocos saben mi lucha. Este crecer en sombras

en la noche y ese caer sobre las mismas sombras

cuando a mi grito respondes.

Todo está lleno de ti. Creces como un árbol.

Ramificas sobre el aire

y hechas frutos cansados que se pudren

en la soledad de armarios solos.

Eres la luz y en la tiniebla manifiestas tu esplendor.

Emboscado en mi angustia te acorralo.

Te destrozan mis dedos, te llama mi garganta.

Dentro de un túnel oscuro voy gritando

y en la oscuridad mis sílabas se pierden.

No tienes templo. No hay extensión finita

que pudiera contenerte. Solo el hombre o mujer devienen templos

en sus venas cuando el amor se llega por su sangre.

Tú les llenas las manos y los ojos de soles nunca vistos

y engendras en los vientres rostros que pueden contemplarte

en la edad de la nube o en la oscuridad de la piedra,

mientras la hierba crece sobre nuestros cuerpos

y el poder de la noche nos olvida

como a niños que tientan las paredes

de un laberinto ciego

y ellos se miran en espejos, toman té,

escriben palabras y cincelan informes

o asesinan o bendicen cañones, submarinos, fábricas,

y el día se desespera de mirar y rueda

sobre sí mismo envuelto en llamas.

¿Qué puedo hacer si me he perdido en tu silencio

y me respondes con el eco del viento y de las hojas?

Cerca de mí quedas muy lejos. Cada mañana que me embiste

y cada noche que abandona mi cuerpo

en tu esencia son iguales.

Vaso me has hecho. Agua insuficiente.

En ti no existe el tiempo. Solo persiste tu voz

lejana de la mía y este silencio eterno

derramado sobre objetos y personas.

Algo queda de ti cuando me acerco a un cuerpo.

Cuando boca a boca puedo percibirte

y en la perfección del otro me reclino.

Vaso me has hecho. Tristeza cristalina

que se quiebra en la tibieza elemental de un tacto.

Hay un rincón de silencios en que reposan tus palabras.

Siempre un hurgar continuo de mis dedos por tu sombra.

No estás en mí y estando entre los otros te hago mío.



Oaxaca, 1968.



jueves, 10 de marzo de 2011

MUERTE EN VENECIA. NOVELA. THOMAS MANN


“MUERTE EN VENECIA” DE THOMAS MANN:
UN PLANTEAMIENTO FILOSóFICO Y MORAL.




La temática de Muerte en Venecia no es nueva en la literatura: el homosexualismo. Lo que es nuevo en la novela es la perspectiva de su análisis. Thomas Mann nos plantea que los valores SON RELATIVOS.
Además, nos plantea el concepto de belleza, ¿adónde reside? ¿En lo masculino, en lo femenino ó en ambos sexos? ¿Lo bello está en el “objeto contemplado” o en el que contempla? ¿Cómo se define lo bello? ¿Una mujer puede ver belleza en otra mujer? ¿Un hombre puede ver belleza en otro hombre? Y si es así: ¿ por qué no lo decimos o no lo expresamos? ¿Por qué la sociedad nos dice que está malo ver “Belleza” en alguien de nuestro mismo sexo? (Al menos la sociedad en que se desarrolla la novela). ¿Qué es bello?

Independientemente de todas las teorías Freudianas, filosóficas y estético-literarias y simbólicas que puedan suscitar la obra de Mann, LA PREGUNTA ¿por qué el maduro Gustav Aschenbach encuentra lo “bello” en un joven de nombre Tadzio? Gustav SE cuestiona ¿es esto correcto? La respuesta para la sociedad sería que “no” pero, para Gustav Aschenbach SÍ, ES LO CORRECTO, al protagonista no le cabe ninguna duda.

ESTE es el planteamiento CENTRAL de Muerte en Venecia: el rompimiento de los valores tradicionales de: belleza y moral. Porque Gustav Aschenbach no solo viola las normas de lo bellamente hermoso sino que las encuentra en un joven y no en una mujer.

Pienso que ESE es el planteamiento MÁS IMPORTANTE de Muerte en Venecia: TODO VALOR ES RELATIVO. Thomas Mann le da importancia a este tópico y de este tópico giraran las demás reflexiones filosóficas y simbólicas (en este caso religiosas y morales). Y la transgresiones a estas REGLAS DE LO BUENAMENTE ESTABLECIDO se ven simbolizadas en la enfermedad y muerte del protagonista como castigo al pecado cometido al final de la novela, o el abucheo DEL PÚBLICO (en este caso la sociedad) a su último concierto al inicio de la novela NO SON más QUE LA PREMONICIóN de los cuestionamientos POR romper reglas de lo que DEBE SER en la música o EL DEBER SER EN SOCIEDAD.

“Muerte en Venecia” no es una historia de amor sino que es un TEXTO LITERARIO que nos invita a la introspección humana, a la reflexión DE QUE LOS VALORES EN TODAS LAS SOCIEDADES SON ABSOLUTAMENTE RELATIVOS y que los valores son cambiantes como la Humanidad.

LA PELÍCULA.

Llevada magistralmente por Visconti a la pantalla es sin lugar a dudas una obra maestra. Lo que siempre me ha maravillado es la perfección con que Visconti por medio de imágenes transmite esa atmósfera que reside en el texto literario. Visconti no le quita ni hace que le sobre nada a la novela: su película es un fiel reflejo de la obra de Mann.

J. MÉNDEZ LIMBRICK.



Transcribo literalmente un comentario de Esteban Ierardo:



Muerte en Venecia. El retorno de la proximidad dionisíaca, por Esteban Ierardo

Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti es uno de los picos del creador italiano inicialmente vinculado al neorrealismo, y también es una de las gemas más depuradas de la historia del cine. Gustav Aschenbach, encarnado por el convincente Dick Bogarde, es un músico que busca un renacer en Venecia durante una crisis espiritual. Su modelo es el gran compositor y director de orquesta austríaco Gustav Mahler. Lo obra viscontiana es adaptación, prolongación y cocreación de La muerte en Venecia (1911) del monumental Thomas Mann. En el ensayo que sigue a continuación combinamos con libertad el momento cinematográfico y el literario, en un solo latido común. Anverso y reverso de una única historia de una fuerza olvidada, pero siempre próxima.

E.I



MUERTE EN VENECIA El retorno de la proximidad dionisíaca

Por Esteban Ierardo

I

El artista tose, fatigado por un sentimiento de declinación, con la conciencia de un íntimo decaer. El caer desde una seguridad eclipsada, la pérdida de la cadencia de un arte (y una consiguiente visión del mundo), antes seguro de sí.

Antes, el artista se alzaba sobre la fortaleza de una roca, tapizada de flores. Lo firme y lo bello en un solo ritmo. Roca y flor, firmeza y delicadeza como pilar de un arte refinado, pulcro, apolíneo. La contemplación y busca, por el rigor de la disciplina, de una forma bella, espiritual e ideal. Luminosa.

El artista de la forma bella es primero el escritor Gustav Aschenbach en La muerte en Venecia de Thomas Mann. Mann: el explorador de lo que se descompone y que, a la vez, hurga alguna nueva fuente de poder creador. El artista, Aschenbach, en su duplicación expansiva, en su continuación cinematográfica, en Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti, es también Gustav Aschenbach. Pero ahora transfigurado en músico, en un compositor en el que, disfrazado, palpita un Gustav Mahler revivido por mandato de la admiración profesada por el director italiano al creador de la sinfonía Titán.

Intentaremos aquí acercarnos al destino del Aschenbach combinando, en una sola palpitación, la historia imaginada por Mann, la narración literaria, y su prolongación cinematográfica. El artista Aschenbach (escritor bajo la pluma de Mann; músico, un Mahler velado, ante la lente viscontiana) vivió, o creyó vivir, cerca de la frente luminosa de Apolo.

Pero la luz del dios griego solar nace de lo oscuro. Del abismo, en el que corren los felinos ilimitados del otro dios, que gobierna desde lo abismal: Dioniso. Su abismo es exaltación, sensualidad, placer embriagante, desmesura que traspasa y disuelve la moral del decoro, y la forma de lo bello pulcro.

Y el dios abismal puede replegarse en la distancia. Pero vuelve, siempre vuelve, desde su lejanía, que es en realidad una proximidad olvidada. El músico, el artista, Aschenbach, siempre sospechó esa proximidad. Y finalmente la recordará, en una última mañana en las playas de Venecia...

II

El hombre piensa en algo remoto, en figuras que se ocultan. El ayer es doloroso, un lugar de esperanzas heridas. Por eso, Aschenbach prefiere esperar lo que el mar todavía protege tras la línea lejana de agua. El "vaporetto" avanza mientras suena el Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler. Y, finalmente, la ciudad de la Iglesia de Santa Maria della Salute, del gran canal y la Plaza de San Marcos pinta su silueta en el espacio. El músico respira ya cerca de Venecia. De la Serenissima. Busca una regeneración. Un renacer. El deseo de otra mañana anima las sonrisas forzadas de un hombre aún no totalmente resignado al derrumbe.

Aschenbach llega a la ciudad de los canales con el recuerdo disimulado, pero candente, de su último concierto. El público no fue entonces un raudal de aplausos. Por el contrario: fue un vendaval de abucheos. Recriminaciones. El poder de un acto creador no debiera depender de la aprobación del crítico y del auditorio. Pero el músico Gustav Aschenbach (inspirado, como ya advertimos, en Gustav Mahler en la versión viscontiana) no puede prescindir del clamor de la aprobación. Cuando ésta falta, la vejez y el debilitamiento se aceleran. Un desorden, un disturbio en su potencia creadora debió de justificar el rechazo. Quizá sea necesario el renacimiento.

¿Qué mejor entonces que el viaje a la ciudad de las construcciones que se humedecen y compenetran con lo líquido, con el agua como símbolo de la fuente de juvencia, de un resurgir desde la recuperación de un manantial creador?

El desmoronamiento que carga Aschenbach, que tizna sus pómulos avejentados, late en sincronicidad con una perturbación exterior que pulula por la ciudad. Venecia es asediada por los primeros signos de la llegada de la peste, de las garras amenazantes del cólera. La gradual contaminación de los edificios históricos y de las playas del Lido, de la Venecia elegida por la avidez turística, es reprimida mediante un "perverso secreto de la ciudad" (1). Luego, en una iglesia, Aschenbach sentirá la propagación de lo malsano y silenciado: "un sacerdote de vestiduras ricamente adornadas oficiaba, cantando entre nubes de incienso que velaban las macilentas llamitas de los cirios, y al dulce y penetrante aroma del sacrificio parecía sumarse poco a poco... el olor de la ciudad enferma" (2).

Aschenbach se aloja en el Hotel Des Bains. El compositor pregunta al maitre del hotel, o un cantante callejero, pero no recibe respuesta sobre el porqué de los olores inquietantes. Sólo en una agencia de viajes, un empleado le revela lo silenciado: el mal contaminante nace en Asia; y los bacilos de la peste son trasportados luego por el siroco a la capital de la vieja república veneciana. Ya en el pasado, Venecia había recibido la visita de los virus destructores. Su iglesia icónica, Santa Maria della Salute, nace como invocación a lo divino para su intervención protectora ante las terrible mordeduras de la peste (3).

Y Aschenbach recibe un consejo: debe marcharse cuanto antes para evitar quedar encerrado en la ciudad tras una eventual cuarentena. Pero el compositor, por motivos que luego recordaremos, opta por continuar en Venecia. Gesto que atenta contra la razón, que estira una fisura por la que fluirá el placer de lo no racional que lo visitará gradualmente. Y esta decisión lo hace cómplice del secreto. Secreto de mirada extraviada, perversa, refractaria al reconocimiento de la verdad; por eso su diferencia respecto al otro secreto ancestral de los misterios de iniciación que ocultaban primero una verdad secreta destinada luego a ser luminosa revelación. Doble ocultamiento: el intrínseco derrumbe de Aschenbach, de su estética, de su concepción del mundo; y el despliegue de los biombos y máscaras que disimulan la amenaza pestífera. Este último ocultamiento promueve una explicación ineludible, pero también banal: hacer pública la realidad de una Venecia apestada significaría el fracaso del negocio turístico.

Pero la oclusión de la verdad obedece tal vez a otra razón, más sutil: ocultar la presencia de lo pestilente es negación de la mortalidad humana, de su poder que marca al hombre con la humillación de la enfermedad, y de una muerte degradante. Ocultar la mortandad que se avecina para escapar de la realidad contundente del hombre como sujeto destinado a la desmaterialización, a la desaparición de sus manos antes sólidas. Como ocurre también en La máscara de la muerte roja de Poe: en su castillo fortificado el príncipe Próspero y sus cortesanos se zambullen, durante la edad media, en un jolgorio continuo mientras afuera, extramuros, la peste negra tritura. Succiona cuellos antes bañados por la miel de la salud.

Es el verano de 1911. Por eso, también el ocultamiento de la enfermedad y el contagio se amalgama, desde lo subterráneo, con la ceguera de la belle epoque, con su felicidad despreocupada, de caderas bamboleantes y sonrisas bobaliconas, mientras, por debajo de los pies que bailaban, aumentaba la presión de las contradicciones que finalmente explotará con rabia devastadora en la Primera Guerra Mundial.

Y la ciudad bajo la sombra de la peste es asimismo posible anticipación de un caos, de un hervor que muta o disuelve. Mas como preámbulo de una recreación. Es el proceso que entrevió Artaud en El Teatro y la peste (4). La peste destruye la forma estable, ordenada. Pero para liberar las llamas de una fragua inconciente, un lugar más originario para una revelación que, en su periplo veneciano, Aschenbach, el músico de la pulcra belleza espiritual, descubrirá en los bordes de la peste y la muerte. Lo disoluto, lo pestífero disolvente abre lo que antes era una superficie bella y cerrada a una verdad más primaria y cercana.

III

Aschenbach es ejemplo del burgués decadente del que Thomas Mann ensaya una radiografía medular. Sade vive en el límite de la razón y sus pretensiones de saber total, y la liberación del goce sensorial y el instinto. Mann también respira en una zona liminar: en la frontera entre lo que se desmorona y lo nuevo que muestra un rostro totalmente opuesto a un pasado ya perdido. El ayer que se desangra es el del burgués como figura producida por la modernidad de la revolución protestante, principalmente en su expresión calvinista. Lo nuevo es la figura del capitalista del mercantilismo voraz, el de la ávida acumulación del néctar de las nuevas ganancias. Néctar viciado por la explotación. El despeñamiento que Aschenbach vive en Venecia reproduce el destino declinante de un tipo social. Lo que declina es la pasada armonía entre la acción económica en este mundo material del burgués y sus apetencias culturales, su deseo de absorción de bienes simbólicos refinados. Deseo estrangulado luego por la hiedra capitalista.

El protoburgués vivía (o se imaginaba vivir) en el equilibrio entre lo terrestre y la salvación. En la archicomentada La Ética protestante y el origen del capitalismo, Max Weber recuerda la fórmula de Calvino: la salvación del burgués piadoso surge a través del trabajo en este mundo. Mediante la labor productiva que se desempeña con ahínco y austeridad, desde una autocontención espiritual frente a la tentación del enriquecimiento excesivo. En la modernidad protestante el triunfo económico es signo de una predestinada salvación celeste. El éxito en la economía doméstica, burguesa, es propedéutica o preparación para el regreso al paraíso perdido allende este mundo humano e histórico. Lo económico burgués preludia un logro religioso. El pragmatismo, y el ascenso o éxito social mediante las profesiones liberales, no se contraponen todavía a la realización espiritual.

En la opera prima de Thomas Mann, en sus Buddenbrook, su personaje central, Hanno Buddenbrook, corporiza el divorcio de la productividad material y la avidez espiritual. Hanno se horroriza ante la saga explotadora que escriben ya los capitalistas del desenfreno de la plusvalía. Y sin resultado feliz intenta el pasaje o metamorfosis de su acción como comerciante hacia la música. Pero esta nueva condición ya no tiene frente a sí al "oyente estético" nietzscheano, al oído que escucha la trascendencia poética de lo musical. La sociedad definitivamente pierde todo sueño de comunidad (como lo ratifica Ferdinand Tönnies en su clásica Comunidad y sociedad). El nuevo individuo burgués, el de la apoteosis capitalista, no sólo escinde lo utilitario de la gratuidad del regocijo estético; también multiplica la separación entre los seres. El otro se convierte ahora en instrumento o víctima de una razón instrumental.

Pero en este ocaso sin nueva mañana, Thomas Mann no escapa a la contradicción o a la incapacidad para asumir la muerte final del antiguo burgués sensible ante lo bello. Extinción irreparable que vomita, en la ficción, el sino trágico del escritor Aschenbach, expresado en la propia resonancia de la traducción de su apellido: "arroyo de cenizas": el último discurrir de las cenizas de un fuego ya pasado; los últimos estertores de una reacción desesperada del creador ante un mundo que sólo tolera el arte mercancía o un vendible artista fetiche.

En sus Consideraciones de un apolítico (1918) (5) Mann no se despide con contundencia de una burguesía ilustrada, ya devenida espectro sin escenario o teatro donde representarse a sí misma. Por un lado, un Mann de credo democrático, que luego asumirá con estoicismo su exilio en Estados Unidos durante la inundación de su Alemania de Goethe y Schiller por el lodo nazi, se enfrenta a un esquivo objeto de pensamiento: "lo alemán". Lo alemán es por excelencia el "abismo", es "el campo de batalla para las contradicciones europeas"; es la ebullición autoritaria incapaz de una pacífica armonización democrática de intereses contrapuestos. Y el Mann de Consideraciones... es el libre pensador que, en el capítulo "La condición burguesa" (Burgerlichkeit) imagina un renovado heroísmo burgués que recupera su fuerza de autotrascendencia en un trabajar al límite, sin desfallecer. Pero aun esta redención agónica del ethos burgués oculta la decadencia ya consumada en el tribunal sin nuevas apelaciones de la historia. Por eso, su hermano, Heinrich, el escritor pro galo, versallesco, lo conmina a reconocer la definitiva catástrofe: el triunfo del bourgeois capitalista, imperialista, y cultor de la Realpolitik y la deshumanización que trae la Alemania posbismarkiana (6).

El antiguo burgués de la acción exterior, pero también del jardín interior, es ya un cristal ennegrecido, atrapado en el cofre de un pasado cerrado. La vieja interioridad burguesa es apabullada por la lógica extrovertida y utilitaria del mercantilismo exacerbado. Para renacer, el pretérito interior burgués, abierto todavía al flujo de lo suprasensible, necesitaría de un pacto con una potencia extraordinaria, demoníaca, nigromántica. Es lo que Mann comprende a través de su Doktor Faustus, escrito en 1947 (7). El músico que ya late bajo la ola quebrada de lo decante, Adrian Leverkühn, consuma el pacto fáustico necesario. La invocación final del diablo como única savia nutriente para el artista extraviado en un mundo ensordecedor donde ya no es posible escuchar una inspiración sobrehumana. La imposibilidad del artista para sumergirse en subterráneas corrientes creadoras necesita la mediación de lo diabólico. Necesita de un Mephisto propiciador. Pero que impone un costo: "...te estará prohibido el amor carnal, cálido, humano". El arte burgués que exaltó la forma ordenada, pulcra, paga ahora el precio de su impotencia creadora en el mundo ya dominado por los vampiros del capital desespiritualizado.

Fausto-Leverkühn recupera el origen sensual, turbulento, demoníaco de la creatividad, luego de un largo olvido y negación, pero sólo por lo mediación de lo diabólico; que ya no es lo diabólico romántico, luciferino, generosa energía desbordada en castillos llameantes que, antes, el artista recorría libremente. Lo diabólico que ahora impera es negatividad regresiva que procede de la incapacidad creativa del artista. De un artista confundido porque ya no es capaz de un encuentro espontáneo con las ráfagas creadoras. El músico fáustico manniano, luego de la caída del Aschenbach de La muerte en Venecia, vuelve a crear, pero como sombra iluminada por una luz opaca.

IV

En su novela, Mann enfunda a su escritor Gustav Aschenbach en cualidades burguesas específicas como la disciplina y la valoración de la belleza. Desde su juventud, Aschenbach recibe los primores de la fama. El goce de la notoriedad pública que nace en el individuo del Renacimiento, ávido de reconocimiento, tal como lo destaca Burckhardt en su clásica obra La cultura del Renacimiento. Pero la fama convive con una exposición continua. Aschenbach vive así en una "tensión constante", que se aviva por la constitución no robusta del escritor y por su pertenencia a "una generación en la que no escaseaba el talento, sino la base física que éste precisa para florecer: una generación acostumbrada a dar muy pronto lo mejor de sí misma, y cuya capacidad creadora rara vez resiste al paso de los años" (8). Una innata predisposición a la extenuación biológica sugiere un modo de la decadencia vital. Frente a la que Aschenbach resiste; resiste mediante la escritura de sus grandes y exigentes obra de madurez, como Federico de Prusia; Maya; o el ensayo Espíritu y arte, cercano a la filosofía del arte schilleriana de Las Cartas sobre la educación estética del género humano. Todo lo exultante existe como un " 'a pesar de', y adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y a la debilidad física" (9). La resistencia creadora frente a la extenuación física y las turbulencias del alma fermenta el heroísmo último del burgués que combate en la "tensión extrema", como un ser flagelado, como un asaeteado San Sebastián. El último heroísmo desangrado, el de Aschenbach-Mann, ya sabe que lo que impera es la asfixia. La sofocación que produce un materialismo que todo lo anega con sus exigencias de acciones utilitarias, con el agobio de las manipulaciones instrumentales.

La antigua apertura burguesa al arte, su voluntad de armonía entre un mundo de utilidades y de placeres estéticos, naufraga. Pero, aun así, el escritor no renuncia a "una conducta entrañable puesta al servicio, rígido y vacío, de la forma" (10). No queda entonces más que un "heroísmo que no fuera el de la debilidad".

El trabajo en condiciones de presiones extremas o el resistir en el culto de la forma bella es el refugio último de un burgués que, por la escritura, protege la pulcritud de lo bello. Protección a través de la disciplina. Remanente de la virtud burguesa de viejo cuño, que actuaba disciplinadamente para buscar su salvación trasmundana.

Y la forma no es ineludible producto de un intelecto ordenador, de un conocimiento que ordena, clasifica, define. Por el contrario, voluntad y pasión reafirman en Aschenbach "esa noble pureza, sencillez y simetría compositivas que, a partir de entonces, imprimieron a sus obras un sello ostensible, y hasta deliberado de maestría y clasicismo" (11).

Clasicismo: por medio de la forma bella, visible, se adhiere a una estética particular: el sueño de la figura pulida, perfecta. Un ansía de perfección presente tanto en el Aschenbach escritor en la novela manniana como en su duplicación en el músico de la versión fílmica viscontiana. En ambas versiones, Aschenbach caerá finalmente desde el altar de las formas depuradas hacia algo otro. En el relato de Mann ya se presiente, en el capítulo II, el desangramiento del sueño de la forma estética estilizada del clasicismo. Su ética no vive del saber conceptual como tal, sino del culto a " una sencillez y simetría compositivas". Pero el apego a la forma encubre ya su disolución futura. Porque la exaltación de la forma: "¿no supone a su vez una simplificación, la reducción del mundo y del alma a un estado de candor ético y también, por consiguiente, un reafirmarse en dirección al mal, a lo prohibido y moralmente inadmisible?" (12).

Desde una hermenéutica simbólica, la forma es patrimonio del dios solar y apolíneo. Cuya sosegada belleza, su orden y ética racionales, disimula su origen en el "mal", en "lo inmoral", o "antimoral" de un dios anterior, más profundo, originario: Dionisio y su noche amorfa. El velado influjo seductor del "mal", de lo "prohibido", de lo "moralmente inadmisible", es ya sospecha de la embriaguez, de un poder creador que no puede respirar en el único reino, puro, apolíneo, clásico, de la forma perfecta.

V

En Muerte en Venecia de Luchino Visconti la forma también se quebrará ante la irrupción de una realidad amorfa, dionisíaca, de un "mal" más poderoso que cualquier ética del orden. De ese orden como plexo solar de lo burgués, como necesidad de escapar de lo caótico e incomprensible.

Lo burgués que cae, como en Mann, es también centro magnético de varias de las obras esenciales de Visconti. El artista italiano, el "aristócrata marxista", recrea primero, desde la lente del neorrealismo, la novela I Malavoglia de Giovanni Verga en La terra trema (1947). Y luego el pasaje por la turbulencia familiar en Rocco y sus hermanos (1960) desemboca en El gatopardo (1963), en la que Don Fabrizzio (Burt Luncaster) suda dolor entre las ruinas de la vieja aristocracia cercada por lo burgués degrado en sus trajes de oropeles mercantilistas. Lo burgués del viejo cuño que se derrumba es representado en la trilogía viscontiana compuesta por La caída de los dioses (1969), Luis II de Baviera, el rey loco (1973), y la propia Muerte en Venecia (1971). En el primer film mencionado, bajo la inspiración vaga en la familia Krupp, dueña de una fuerte industria del acero antes de la Segunda Guerra Mundial, lo burgués cede y pacta con el ascendente barbarismo nacionalsocialista. Luis II de Baviera (1845-1886), protagonista del segundo film, se convirtió en rey al suceder a Maximiliano II. Sólo contaba a la sazón con 18 años. Luis fue el gran mecenas de Wagner. En Munich, capital constitucional de su reino, cumplía con desdén sus estrictas obligaciones de gobierno. Pero su verdadero mundo era el repudio por un tiempo ya aherrojado por el pragmatismo creciente de la burguesía capitalista, lo burgués de la mera exterioridad. Luis reaccionó ante el prosaísmo desde el amor por la fantasía, por el mundo poético, ávido de intensidades artísticas. Y construyó varios castillos para darle expresión y refugio arquitectónico a su nostalgia por una existencia engalanada por hadas, sueños fantásticos y aventuras románticas. Su gradual ruptura entre su universo espiritual y lo pedestre de su tiempo histórico supuso, para algunos, su posible asesinato para reconducir los carros del reino hacia las demandas del mundo "real" y antipoético.

La desaparición de Luis II es metáfora también de un nuevo fragmento desprendido del viejo cielo burgués que Visconti revivió en sus relatos visuales, en su parábola descendente.

VI

En una Venecia cercada por la peste, el músico Aschenbach no quiere todavía renunciar a la estética de lo bello. Y menos aún cuando en el hotel descubre, como una inesperada fulguración de una belleza ideal, a un joven polaco, llamado Tadzio, flanqueado por una dama, su madre (Silvia Magano), tres hijos, y un jovencito. En diversos lugares, la playa, el ascensor o el salón del hotel, el compositor (Dick Bogarde) dirige miradas extasiadas al bello joven y cree recibir una sonrisa condescendiente como respuesta. Un gesto ambiguo que atiza su admiración hipnótica ante el joven. Se siente entonces amenazado por el enamoramiento. Decide escapar, marcharse de Venecia. Regresará a Munich. Pero, en la estación de tren, su baúl es extraviado. Por lo que encuentra una placentera excusa para permanecer en la ciudad que conoció el nacimiento de los lienzos de El Veronés.

El músico se reencuentra así con Tadzio. Un efigie siempre muda, un aparente signo visible de la pervivencia de la forma bella, clásica, apolínea, entre vientos negros de fealdad.

Desde su primer encuentro con el joven Tadzio, Aschenbach renueva su fe en la realidad de una belleza celeste que alumbra lo terrestre, de lo eterno que centellea en lo temporal. La realidad de una luz no mancillada por el fango de lo inseguro y mutable de este mundo. Por eso, defiende todavía con ahínco su estética apolínea ante Alfred (su interlocutor en una refinada discusión sobre el arte y su sentido, posiblemente inspirado en Arnold Schoenberg, o Adrian Leverkühn del Doktor Faustus).

El diálogo entre Aschenbach y Alfred es el núcleo filosófico del film. La colisión de dos experiencias disímiles sobre el arte. Aschenbach asegura que "la creación de la belleza y la pureza es un acto espiritual", y que sólo dominando todos los sentidos es posible alcanzar "la sabiduría, la verdad y la dignidad humana".

La belleza pura como ideal es ajena a lo bello sensible percibido por los ojos físicos. Y el arte, "el principio más sublime de la educación", forja al artista como un "modelo ejemplar", como "modelo de equilibrio y fortaleza".

El artista debe liberarse de la sensualidad que lo desvía de la forma bella ideal. Esa forma que Apolo entregaba en sueños a sus escultores, o que Platón sitúa en el mundo de las ideas bajo el resplandor de la Idea de la belleza en sí. Pero Alfred disiente: "la belleza surge de los sentidos", y el talento es un "don divino". Es "enfermedad divina", que crea a través del "estallido repentino, malsano y pecaminoso de los dones naturales". Las alas del arte se baten con turbulencia. Necesitan del brío del "mal". Porque, caso contrario, no existiría el estallar repentino del acto creador. El talento se ahogaría en la impotencia. Y frente al equilibrio apolíneo que ordena, separa, y no mezcla, no abre corrientes de contaminaciones creativas, sorpresivas, Alfred insiste en la ambigüedad de la música. Ambigüedad de lo musical porque su forma compositiva siempre es invadida por lo sensual y no racional.

Aschenbach así continúa la estética fundacional de Occidente: la Grecia del primado de la luz y la forma armoniosa. La sensibilidad subyugada por el orden universal, por el cosmos de las formas ordenadas, y por las proporciones armoniosas de un cuerpo humano estilizado. Aschenbach se embebe de clasicismo. Émulo de Winckelmann, comparte su ponderación de lo clásico griego y de su sencilla y austera nobleza. La forma y su equilibrio le obsequian el don de lo bello al mundo. Y el artista debe difundir su energía purificadora, desde un ascetismo que lo acerque a la pureza de una bella idealidad espiritualizada. Y entonces el músico será así autocontención. Disciplina. Un cielo límpido en los ojos y un pulso firme que escribe en el pentagrama. Un orden estricto que expulsa las escorias de lo feo y turbulento.

Frente a la deidad de Apolo brillando en las reflexiones de Aschenbach, Alfred agita el fuego desproporcionado. Defiende la inspiración demoníaca del arte (que Aschenbach niega airado). En esta otra visión del origen del acto artístico no hay reposo ni quietud. El ángel demoníaco inspirado, el Lucifer que regala la música poderosa, incendia los subsuelos del alma. El arte sólo es auténtico cuando nace como estallido. No como forma que busca luego su depuración o clausura. El arte es primero fulguración violenta, sólo después figura fluida, abierta que, siempre, debe eludir una perfección final. Alfred (antes del pacto fáustico del Leverkühn atrapado por una impotencia creadora inicial) es mensajero no asumido del dios negado por la hegemonía apolínea. Es vocero del Dionisio que regresa. Con el ardor que quema los límites. Las figuras equilibradas. Las geometrías ceñidas a una proporción racional. Frente a la fe en lo clásico de Aschenbach, la liberación luciferina de la potencia creadora. Pero Aschenbach se engaña. Cree ser el heraldo de la forma pura, espiritual. Pero su música ya insinúa una no asumida entrega a la exaltación desproporcionada, sensual, embriagante. Para demostrárselo, Alfred toca en el piano un fragmento de la música de Aschenbach-Mahler, que devela esa subyacente sensualidad creativa. Lo que anuncia también que las bacantes, las mujeres del dios de la vid, del estallido repentino, sensual, eruptivo, se aproximan y aprestan a realizar su sacrificio. Un acto sacrificial al que luego aludiremos, desde la novela de Mann y un sueño donde regresa una furia, y una embriaguez reprimidas…

VII

Aschenbach quiere navegar con las velas de lo bello apolíneo. Pero la nube del sueño bello se ennegrece lentamente. Múltiples signos de fisuras rasgan ya aquella nube. Cuando el músico llega a Venecia se encuentra con personajes y ambientes que destilan lo grotesco: un gondolero indolente, un viejo bufón, calles sucias y lóbregas. La fealdad que muerde el aire. Y un hombre que se desploma, apestado, en la estación del tren.

Pero ya dentro del círculo de lo decadente, de lo enfermizo y grotesco, Aschenbach se embarca en una particular forma de la esperanza: en una salvación profana a través de la contemplación de lo apolíneo. La repetida contemplación del joven Tadzio, en diversos ámbitos, en diversos momentos del día y la noche. Benjamín habló del surrealismo como liberación de un inconciente creador. Un acto emancipador que definió como "iluminación profana". Aschenbach busca su salvación profana que nace del Eros. Del impulso deseante que demanda la repetida proximidad de Tadzio, como compensación de los peligros de Thanatos. El compositor entonces trata de embellecerse. Acude a una peluquería para teñirse las cañas, el pelo y el bigote. Su rostro disimula sus asperezas mediante el maquillaje facial, y sus labios se tiznan con pintura labial. Su renacida y discreta belleza busca la atención del eros juvenil.

Pero las miradas subyugadas que Aschenbach le dedica a Tadzio nada deben a una atracción homosexual. El músico visita un prostíbulo. Una bella joven se le ofrece como apetecible perla sensual. Sin embargo, el compositor no puede disfrutar del encuentro erótico hombre-mujer. Imposibilidad que, en apariencia, ratificaría una clara inhibición del goce con lo femenino por la primacía del impulso homosexual. Pero, visto desde otra mirada, la impotencia de Aschenbach es quizá fijación definitiva en un objeto de deseo contemplativo, en el estilo del Banquete platónico, en la admiración de una sensualidad que, desde lo bello sensible, abre a lo bello inteligible, a la belleza en sí, pura, perfecta, extracorpórea.

Por eso, Tadzio no nutre el deseo de un encuentro sexual, sino la contemplación de un arquetipo ideal, donde lo sensual es sólo la escalera que guía al artista erotizado hacia la idealidad formal. Pero, a su vez, , y de forma paradojal, lo sensual es atracción o recuperación de los sentidos, de la embriagante pasión ante la belleza visible; hacia el "mal" del goce sensorial.

Tadzio, para los ojos de Mann o Visconti, es arquetipo antes que persona. Es lugar de un valor impersonal y universal bajo la apariencia de una singularidad humana. Tadzio es lo universal del ideal de belleza. La impersonalidad del joven se denota a través de su silencio continuo. Su no participación en el lenguaje, su no decir, su no participar de las palabras que definen al hombre como sujeto parlante. Tadzio se sustrae así de lo verbal. Y vive como encarnación arquetípica de lo bello. Y también ejemplariza la superación de los opuestos que gobiernan el mundo terrestre. De ahí la ambigüedad, la androginia, la indefinición, la integración en Tadzio de lo masculino y femenino, antes separados.

El repetido ver del cuerpo bello, del efebo radiante, andrógino, es ascenso hacia lo bello verdadero, hacia el esplendor de una forma perfecta. Por eso la proximidad de la puerta hacia lo ideal es celosamente protegida por Aschenbach. Por eso, con desesperación persigue a Tadzio por el laberinto de las callejuelas venecianas. Pero esta persecución ya está contaminada. La peste contamina, mezcla la ciudad bella, con la turbulencia no gobernable por la razón. Y el perseguir del músico también es experiencia contaminadora; es la busca de lo bello, pero no desde el salto hacia lo ideal puro, sino desde un creciente caer en el deseo incontrolado, en la embriaguez. En el desenfreno. En el "mal". Que no puede identificarse con la ética de las "formas debidas".

VIII

La gradual emergencia de lo que desborda la forma es afín a la acción de la música. Aun cuando la sucesión musical suene como bella melodía, la música es fuerza que nunca puede ser representada, ni detenida, en ninguna forma visible.

Y en el film de Visconti, el Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler libera sus anacondas que hechizan al oído con delicados timbres poéticos. Alfred toca las primeras notas del cuarto movimiento de la cuarta sinfonía, también de Mahler. Cuando ocurre el encuentro de Aschenbach con Tadzio se escucha el contraalto de la tercera sinfonía mahleriana. En la plaza, en la cercanía del joven, Aschenbach, ante una mesa y unos papeles, acaso escribe nueva música. Y el propio Tadzio aporrea unos acordes de la Para Elisa de Beethoven en un piano. En la escena del encuentro del efebo eslavo, su familia y Aschenbach con unos músicos callejeros, se entona la canción popular napolitana La rista. Y en la suprema secuencia final de Muerte en Venecia fluye la delicada ambrosia de la canción de cuna de Mussorgski.

El impacto esencial de lo musical en el film es posible prefiguración del triunfo o regreso de la música (y su condición no formal) como nervio del mundo.

El Aschenbach de la versión de Visconti late desde la persona y la música de Mahler. Y en el trasfondo de la redacción de la novela de Mann ya palpitaba la influencia mahleriana. Con su esposa Katia Mann, Thomas vivió en Venecia un período de vacaciones en la primavera de 1911, mientras llegaban las noticias continuas de la salud crítica del gran músico austríaco que moriría poco después. También en esos momentos llegaba desde el norte de Venecia los olores de una peste acechante.

En el film de Visconti se consuma el deslizamiento explícito del artista-escritor al artista-músico mahleriano. De ahí la interpolación en flasback de la escena de un Aschenbach más joven, sin bigotes, que comparte una bucólica escena campestre con su esposa, inspirada en Alma Mahler, y su hija. Nueva indicación velada del protagonismo del Aschenbach-Mahler en la obra del realizador de La caída de los dioses.

El Mahler histórico se elevó como compositor post-romántico esencial que frecuentó principalmente la canción (lied) y la sinfonía. Entre sus diez sinfonías (la última inconclusa) sobresale la número 1, Titán. Mahler admiraba profundamente a Anton Bruckner. Gustaba de la composición heterogénea que unía diversas fuerzas inspiradoras: marchas, fanfarrias y melodías populares. Su condición de judío, y el advenimiento posterior a su muerte del nazismo, implicó la postergación de su reconocimiento hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Directores como Leonard Bernstein, Otto Klemperer, Bruno Walter, fogonearon vivamente el renacimiento de su esplendor orquestal. Hijo de un posadero judío, creció entre la violencia paterna que, sin embargo, fue sensible a la dignidad de la belleza artística por lo que lo estímulo a iniciar su formación musical. Luego de su pasaje por el Conservatorio de Viena fue director de varios teatros de ópera (como en Praga o Budapest), hasta que en 1897 alcanzó el cargo de Kapellmeister de la Ópera de corte de Viena, pero a condición de renegar de su judaísmo heredado y convertirse al catolicismo. Su personalidad era compleja, y detonante de relaciones hostiles con sus músicos, a los que martirizaba con extensos y agobiantes ensayos. No dudaba en despedir a intérpretes reconocidos. Cosechó así odio entre los músicos y el público. Su última representación en el Teatro de Viena, antes pletórico de entusiastas concurrentes, desembocó en una sala casi despoblada.

En 1902 se casó con Alma Schindler, mujer educada en un muy refinado ambiente artístico, hija del pintor Emil Jakob Schindler, amigo de Gustav Klimt. Mahler tuvo dos hijas con ella. María Anna, que murió de escarlatina; y Anna que sobrevivió, y se convertiría en escultora. Mahler, que profesaba veneración por Alma, afirmó que el célebre Adagietto de la quinta sinfonía, pasajes de la octava sinfonía, y el segundo tema de la sexta, son "retratos musicales" de Alma (13). El músico inspirado por una pulsión femenina, recuerda así el poder creador del vientre, de lo subterráneo, lo oscuro sin forma. Sitio de gestación emparentado con el Dionisio que traspasa, supera y contiene aun la forma más bella y perfecta.

IX

Ni el más cerrado granito impide finas hendiduras, que se dilatan y expanden cuando lo que regresa es una culebra de cabeza quemante. Incendiaria. Culebra de lo dionisíaco, lo demoníaco. El mal como paradójico bien. Paradoja que dispensa los dones creadores.

En el capítulo V de la novela de Mann, Aschenbach, sumido en un sueño, es visitado por la furia de un antiguo culto dedicado a Dioniso. En la mitología clásica, las bacantes, las ménades, son las nodrizas de Dioniso. En su juventud, Hera enloquece al dios. Es su venganza por el nacimiento espurio de Dionisio cuya madre mortal fue inundada de placer por la lujuria de Zeus. Dioniso se convierte así en dios extático. Desbordado siempre por su locura divina, recorre los bordes del mundo conocido. Es dios nómada, extático, un "dios extranjero". Dios que también regresa a Tracia, su posible patria. Y luego a Grecia, y a Tebas, la ciudad de las siete puertas, en la que es rechazado por Penteo, su rey. Pero, tal como lo narra Eurípides en su última obra trágica, Las bacantes, el dios llegado de lejos es adorado y seguido por las mujeres, encabezadas por Agave, que siguen su llamado, trasgreden los límites de lo urbano, de la polis, diadema de lo civilizado. Una vez en el bosque, se convierten en la encarnación mítica de las mujeres del dios. Y le rinden su tributo. Un sacrificio. El sacrifico de un macho cabrío. Beben entonces su sangre caliente. Comen la carne cruda.

Y en un sueño que experimenta Aschenbach ve "un tropel de seres humanos y animales, un torbellino, una turba frenética que iba inundando la ladera con cuerpos y llamaradas confundidos en un delirante vértigo de rondas. Tropezando con sus vestimentas de pelleja que, excesivamente largas, pendían de un cinturón grupos de mujeres agitaban panderos sobre sus acezantes cabezas, echadas para atrás; blandían antorchas chisporroteantes y puñales desenvainados; llevaban serpientes de agudas lenguas asidas por la mitad del cuerpo, o bien, ululando, portaban sus senos en ambos manos. Vio hombres velludos, con taparrabos de piel de fiera y cuernos en la frente, doblar la nuca y agitar brazos y piernas al son de broncíneos címbalos y del furioso redoblar de unos timbales, mientras imberbes efebos aguijaban macho cabrios con varas hojosas..." (14). Todos estaban poseídos mientras comían de la carne de los machos cabríos y lamían su sangre. Y él, Aschenbach, el soñador, "el durmiente ya estaba entre ellos y dentro de ellos, poseído también por el dios extranjero". Y: "De este sueño se despertó enervado, deshecho, enteramente a merced del demonio" (15).

Las ménades también regresan con su furia en una sala de concierto moderna en una ficción cortazariana (16).

Y con el regreso de la exaltación musical dionisiaca, con su culto primitivo, el ideal de la forma bella, perfecta, autosuficiente de Aschenbach sucumbe. Ahora ha sido invadido, o rescatado, por lo demoníaco, por la noche del "dios extranjero". Apolo, lentamente, reconoce su nacimiento en el vientre de una divinidad que libera el placer embriagante, lo extático y demoníaco; que abre al aparente "pecado", al "mal", al "descarrío", como lo sugiere también la interpolación, poco de después del sueño de Aschenbach, de un significativo pasaje del Fedro platónico: "Porque la Belleza, Fedro, tenlo muy presente, sólo la Belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fedro, el camino del artista hacia el espíritu. Pero ¿crees acaso, querido mío, que algún día puede obtener la sabiduría y verdadera dignidad humana aquel que se dirija hacia lo espiritual a través de los sentidos? ¿O crees más bien (te dejo la libertad de decirlo) que es éste un camino peligroso y agradable al mismo tiempo, una auténtica vía de pecado y perdición que necesariamente lleva al descarrío? (17). La Belleza como manifestación sensible entrega lo divino; conduce a la sencillez y a la grandeza de la forma ideal. Pero el goce de esta mediación sensible determina a la vez que los poetas, los artistas, no puedan escapar de su sometimiento a lo sensual, a la pasión, al eros enardecido por lo bello visible, por una forma bella que ahora "conducen a la embriaguez y al deseo", y al abismo. Una profundidad abismal que, a diferencia de lo que supone la meditación platónica, no es acaso regresiva, sino restitución de una fuerza próxima y olvidada, de una creatividad más visceral.

El regreso a lo primitivo, como antigüedad de lo sacrificial y dionisíaco, como eco de una verdad primaria olvidada, late también en el sueño de Hans Castorp, el gran personaje que atraviesa los esfuerzos y proyectos pedagógicos de Setembrini y Naphta en La montaña mágica. En su capítulo "Nieve", Castorp, en un momento de recuperada soledad, atraviesa con sus esquíes las laderas de montañas, envueltas en vivos mantos blancos. Se maravilla ante la majestuosidad de los solitarios paisajes nevados. Y, al descansar ante una cabaña, sueña. Sueña primero en un paisaje idílico, en un ámbito rural, en el que conviven armoniosamente la naturaleza, hombres, mujeres y cabras. Luego, arriba hasta las columnas de un templo abandonado. Se encuentra allí con un joven efebo (posible paralelo o duplicación de Tadzio). Luego de deslumbrarlo con su presencia seráfica, el rostro del muchacho adquiere un viso sombrío, e indica a la lejanía. Como si señalara el retorno de algo olvidado, reprimido. Es el preludio de la escena que evidencia la reemergencia, desde lo inconciente, de las prácticas más arcaicas de sacrificio humano de las mujeres de Dioniso (18).

Pero, más allá de la situación sacrificial, aquí se hace patente nuevamente la visibilidad de la proximidad de lo arcaico, lo abismal, una fuerza primaria, salvaje, que absorbe o desborda la perfección de lo bello o racional. Es el regreso de lo sensual, del goce sensorial que disuelve todo forma pura, racional, ideal, de belleza. Y, paralelamente, el derrumbe del anhelo de una forma musical perfecta es padecido por el Aschenbach viscontiano cuando sufre el rechazo del público predispuesto sólo a las cadencias de la armonía. Allí donde el auditorio convencional repudia una aberración, Alfred celebra el regreso del compositor a la fuente de la vehemencia y la sensualidad creadoras. El retorno a la pasión, a los sentidos, a la fuerza de las ménades y su dios.

La caída del ideal de la forma bella y perfecta es un acto de violencia. Un estallar repentino. Acaso por eso, en las playas del Lido, Aschenbach presencia lo violento desintegrador. Una lenta sucesión de provocaciones se inicia entre el frágil Tadzio y su amigo-amante. El joven Jaschu golpea entonces con meticulosa brutalidad a la efigie de lo bello, aparentemente invulnerable en su cielo de radiante belleza solar, en su delicado frescor de juventud ajeno a la contaminación del mal. Luego de su arrebato de furia, Jaschu busca la reconciliación. La reconciliación que propone acaso el Dioniso de la agresión devastadora contra el sueño de la belleza inocente, de la armonía que olvida su origen en el acto de la violencia creadora.

Tadzio rechaza la reconciliación. Pero comprende la realidad más primaria. Que regresa para recordarle sus límites…

El músico contempla la escena, agobiado por la desesperación y la impotencia. Su cuerpo tiembla ya por los signos de la peste que se han infiltrado en su sangre. Suda. Sufre convulsiones. Pero su padecer es sólo secundariamente físico. Su tortura es la comprobación final de la ilusión de la verdad perfecta devorada por la fuerza enigmática, sin rostro ni figura. La fuerza exaltada, creadora, de lo dionísiaco. Pero como último consuelo, y tal vez como cumplimiento de un destino redentor, le es concedido al músico, otrora discípulo de la perfección apolínea, el don del ver un destello de verdad.

El joven Tadzio, lo bello apolíneo con su disfraz humano, recuerda. Yo no puede escapar de lo que recuerda: de su origen en lo que no tiene forma. Regresa entonces al mar. Hunde sus pies en las espumas de lo líquido, del agua, símbolo ancestral de la fuente, del comienzo de lo vivo y la forma desde una matriz húmeda. Sin forma.

Y el cuerpo de Tadzio, que siempre fue escultura viviente de la forma bella, recompone su postura escultural. Ya no es lo estatua del Apolo de los brazos caídos, reconcentrado en su propio poder y en la radiación de su luz solar. Ahora, extiende un brazo. Señala la lejanía. En la mañana soleada y marina, le muestra al músico, por primera vez, el lugar que escapa a la materia signada por la figura bella. Señala un lugar lejano que late más allá de la forma visible. Pero que, a la vez, es la proximidad de la fuerza no contenida por ninguna forma, de la que brotan el paisaje, la luz y la sombra. El joven que ahora indica el origen extraño de la belleza; origen que palpita entre magnolias misteriosas y oscuras.

Aschenbach llegó a la ciudad de los canales en pos de regeneración. De un nuevo nacer. Pero encuentra al fin el reflejo de una verdad siempre sospechada. Temida. Y entonces quizá entreve el velado origen turbulento y próximo de la belleza. Y la visión del origen oscuro de las bellas manchas felinas no es un don gratuito. Por eso Visconti gusta sentenciar: "Quien ha visto con sus ojos la belleza ya está condenado a morir". Por eso, el rey y el poeta del relato borgeano El espejo y la máscara, que ven lo bello, deben pagar el precio. El exilio del poder del primero, su despeñamiento en la mendicidad anónima; y la muerte del segundo a través de una daga de plata (19).

La contemplación final de la belleza (que incluye su misteriosa matriz no bella) es lo que ya no permite vivir dentro del mundo del equilibrio y el orden.

Luego de recorrer el tifus de la decadencia, Aschenbach en su muerte recibe el consuelo. Consolatio final para el músico de la caza frustrada de lo bello desde la disciplina de un "arte espiritual". Consolatio con el último suspiro del artista, con su difundirse, tras largas tempestades de frustración, en el agua. Agua oscura. Proximidad oscura, hirviente, del dios olvidado, del Dioniso de la vid, de lo felino y abismal, el Dioniso del que nacen las formas. Proximidad de una música que no goza con la perfección, sino con la creación desde el desborde. Desde los tambores de la embriaguez. (*)

(*) Fuente: Esteban Ierardo, "Muerte en Venecia. El retorno de la proximidad dionisíaca", editado aquí de manera original.


Citas:


(1) Thomas Mann, La muerte en Venecia, Barcelona, Ed. Edhasa, 2005, p.91 (trad. Juan José del Solar).


(2) Ibid., p.92.


(3) En 1630, la peste diezma el 30 por ciento de la población veneciana. Entonces, mediante un concurso público, el Senado de la República promovió la construcción de una basílica que sería consagrada a la Virgen. Su intención original era la invocación de la intervención divina para acelerar la extinción de la peste. El proyecto elegido fue el de Longhena. La iglesia votiva de Santa Maria della Sallute fue erigida entre 1631 a 1687 en la Plaza San Marcos. Parte de sus rasgos arquitectónicos acusan la influencia del gran arquitecto del Renacimiento: Palladio.


(4) Ver Antonin Artaud, "El teatro y la peste", en El teatro y su doble, Córdoba, ed. Fahrenheit.


(5) Ver Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, ed. Grijalbo.


(6) Heinrich Mann le reprocha a su hermano: "¿Pero desde qué sueños estás hablando? ¿De qué años eres, cuándo y dónde vivías? Observas al pasar que la palabra bourgeois ha sido internacionalizada por la época capitalista, ¿pero sabes exactamente que la propia cosa, que el propio bourgeois se ha internacionalizado, que en Alemania está en su casa, como en cualquier otra parte? ¿Has estado durmiendo? Se te ha pasado por alto, mientras dormías, la evolución del burgués alemán -mejor dicho, su trasformación directa y como producido por la varita de Circe-, su deshumanización y su desespiritualización, su endurecimiento para convertirse en el bourgeois capitalista-imperialista? El burgués duro, eso es el bourgeois. Ya no existe el burgués espiritual. Hablas de épocas ya pasadas, en todo caso 1850, pero no de 1900. En el ínterin existió Bismarck, en el ínterin hubo el triunfo de la Realpolitik, el templado y el endurecimiento de Alemania para convertirse en el Reich; la cientifización de la industria y la industrialización de la ciencia; la reglamentación, enfriamiento y hostilización de la relación patriarcalmente humana, que llega a ser imposible, de empleador y empleado, en virtud de la ley social; emancipación y explotación; ¡poder, poder, poder! ¿Qué es hoy día la ciencia? Una dura y estrecha especialización con fines de lucro, explotación y dominación. ¿Qué es la instrucción? ¿Acaso humanitarismo? ¿Amplitud, bondad? No, nada sino un medio para obtener ganancias y poder. ¿Qué es la filosofía? Acaso no es aún un medio para ganar dinero, pero sí una especialización duramente delimitada, en el estilo y espíritu de la época. ¡Míralo a tu 'burgués alemán' actual, a ese propietario imperialista de minas, que no vacilaría en sacrificar mil personas, y aun el doble, con tal de anexarse Briey y convertirse en amo del mundo! Te lo repito, has estado durmiendo, sigues durmiendo, estás hablando en sueños", citado en Fernando Bayon, Thomas Mann y el desencantamiento de las tradiciones alemanas, en Revista Hamic, año 2005, parte 18.


(7) Thomas Mann, Doktor Faustus, Barcelona, Plaza Janés editores, 1991 (trad. J. Farrán y Mayoral).


(8) Thomas Mann, La muerte en Venecia, op.cit, p.29.


(9) Ibid., p.30.


(10) Ibid., p. 31.


(11) Ibid., p.33.


(12) Ibid., p.34.


(13) En la Viena donde se consumó y desarrolló el matrimonio entre Gustav y Alma Mahler, la mujer sufría postergación aun cuando evidenciara notables cualidades creativas. Por eso, y como parte de las cláusulas matrimoniales, Alma debió renunciar a su camino personal en la pintura y la música para consagrarse especialmente a su esposo, con el que colaboraba como lectora de pruebas y copista. Alma se hartó finalmente de su papel subalterno. Se enamoró del entonces joven Walter Gropius, arquitecto creador de la Bauhaus. Sus principales condiciones artísticas centelleaban en el piano. Sus virtudes como compositora eran limitadas. Sólo dejó 16 lieders. Luego de la muerte de Mahler en 1911, y de una larga secuencia de affaires, murió en 1964, tras el disgusto que causaron sus manifestaciones de simpatía por el fascismo mussoliniano.


(14) Thomas Mann, La muerte en Venecia, op.cit, p.110-111.


(15) Ibid, p. 112.


(16) Ver Julio Cortázar, "Las Ménades", en Final de juego, en Cuentos completos, v.1, Buenos Aires, ed. Alfaguara, pp. 317-326.


(17) Platón, Fedro, citado en Thomas Mann, La muerte en Venecia, op.cit, p.117.


(18) Ver Thomas Mann, "La nieve", en La montaña mágica, Barcelona, Plaza Janés Editores, pp. 492-496 (trad. Mario Verdaguer).


(19) Ver J.L. Borges, "El espejo y la máscara", en Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, v. III, p.45-47.



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