martes, 5 de septiembre de 2017

JOHN MILTON. Poeta. Por: Harold Bloom.


JOHN MILTON

 Aunque aquí sólo tengo espacio para un breve resumen de El Paraíso perdido de Milton, pienso que un libro sobre cómo leer y por qué debería decir algo útil sobre el mayor poeta de la lengua inglesa después de Shakespeare y Chaucer. Satán, el héroe - villano del poema de Milton, es un personaje muy shakespeariano en cuyo "sentido del mérito herido" - después de que Dios lo deja a un lado por Cristo - resuena claramente la herida psíquica de Yago cuando Otelo lo relega a favor de Casio. También Macbeth y Hamlet se infiltran en Satán. Shelley observó que el diablo le debía todo a Milton; habría podido añadir que el Diablo de Milton le debía muchísimo a Shakespeare. Adán expulsado del Paraíso debía haber sido una tragedia sobre la Caída; así había concebido originalmente Milton lo que en cambio se transformó en el poema épico El Paraíso perdido. Sospecho que, habiéndose topado con las extrañas sombras de los héroes - villanos de Shakespeare, Milton retrocedió al darse cuenta de que la épica heroica aún le estaba abierta pero el drama trágico en inglés había sido usurpado para siempre.
 El difunto C. S. Lewis, a quien muchos fundamentalistas norteamericanos reverencian como autor del tratado dogmático Simple cristiandad, aconsejó al lector del Paraíso perdido empezar por "un saludo matinal de odio por Satán". En mi opinión, así es como no hay que empezar a leer el poema. Milton no era tan herético como Christopher Marlowe o William Blake, pero sí claramente una "secta de uno solo" y un protestante muy herético a buen seguro. Era mortalista; creía que alma y cuerpo morían juntos y juntos resucitaban, y negaba también el relato ortodoxo de la creación desde la nada. El Paraíso perdido identifica la energía con el espíritu; Satán está sobrado de ambos, pero desde luego también lo está Yago. Y también - y a un punto abrumador - lo está John Milton, aunque se cuida de hacer de Satán a la vez un doble y una parodia de sí mismo. En tono irónico, y en contra de C. S. Lewis y otros críticos defensores de la Iglesia, uno podría argumentar que Satán representa un cristianismo más ortodoxo (aunque invertido) que el de Milton. Satán no identifica energía con espíritu, por mucho que encarne la fusión de ambos; exclama: "¡Mal, se tú mi bien!" Uno esperaría que Milton, prácticamente un muggletoniano (secta visionaria y muy radical de protestantes heréticos) hubiera sido tan taimado como para hacer de Satán a la vez un héroe auténtico (de cariz más shakespeariano que clásico) y un papista maquinador, con una baja apreciación de las naturalezas humana y angélica.
 La clave para internarse en El Paraíso perdido está en la manera de leer al espléndido Satán; pues acaso la mayoría de los lectores actuales vean en la obra una vasta película de ciencia ficción proyectada en un cine cósmico. El gran director soviético Sergei Eisenstein fue el primero en señalar cuánto hay en El Paraíso perdido que prefigura al cine, si consideramos el uso brillante que hace Milton del montaje. Yo siento por el poema un amor apasionado, pero me preocupa que no sobreviva a esta era de información visual en la que sólo Shakespeare, Dickens y Jane Austen parecen capaces de sobreponerse al tratamiento televisivo y cinematográfico. Milton exige mediaciones: es erudito, alusivo y profundo. Como a James Joyce y Jorge Luis Borges en nuestro siglo, la ceguera estimuló en él la riqueza verbal barroca y la claridad visual, ninguna de las cuales es fácil de trasladar a la pantalla. Los difusos montajes de nuestra época no acogerían bien El Paraíso perdido.
 Las mediaciones son necesarias en primer lugar para el lector común, ya que los personajes de Milton, pese a su colorido shakesperiano, no son seres humanos reconocibles - como ocurre en las obras de Shakespeare o Jane Austen. Tampoco son los grandes grotescos de Dickens. O bien son dioses y ángeles, o son humanos idealizados (Adán, Eva, el Sansón de Sansón agonista). He aquí a Satán en su cariz más impresionante: se despierta, en un lago en llamas del infierno, para encontrarse rodeado de seguidores atónitos y traumatizados. Cristo acaba de derrotarlos en la Guerra del Cielo. El Cristo de Milton, una especie de general Patton al frente de una carga de blindados angélicos, se ha montado al ardiente Carro de la Deidad Paternal, versión cosmológica del tanque Merkabá israelí, y a fuerza de furia y fuego ha echado al Abismo a los ángeles rebeldes. Cuando los ángeles flameantes dan en el fondo, el impacto enciende el Infierno en el reino que hasta entonces fuera el Caos. La lectora o el lector han de concebir cómo se sentirían si se despertaran con esas catastróficas legiones en un estado de tan sublime incomodidad. Así admirarán mejor el auténtico heroísmo de Satán cuando vuelve en sí y contempla los maltrechos rasgos de su amante Belzebú (los ángeles miltonianos son andróginos, tanto los caídos como los celestiales).
 Satán contempla a Belzebú, decía, y con soberbia inmediatez tiene que superar una crisis narcisística, pues Milton deja claro que el rebelde era el más hermoso de los ángeles. Si el amado Belzy tiene este aspecto del demonio, ¿qué aspecto tendré yo?, debe pensar Satán. Pero, como general heroico (aunque derrotado) no se permite decirlo:

Sí, tú eres aquél; pero cuan caído y diferente
del que revestido de un trascendente esplendor
en los felices Reinos de la Luz, brillabas más
que miríadas de otros: Sí, eres el que una alianza mutua,
una sola idea y un solo parecer, igual esperanza
y los peligros de una Gloriosa Empresa
unieron una vez a mí, y al que el infortunio ha unido
en igual ruina: ya ves en qué Abismo estamos,
caídos desde aquella altura; tanto más fuerte
demostróse él con su Rayo. ¿Y quién hasta entonces
conocía el poder de esas atroces Armas? Sin embargo,
a pesar de ellas, a pesar de todo cuanto en su cólera
el Potente Víctor pueda infligirme, no me arrepiento ni cambio,

aunque mi lustre externo haya cambiado, ese ánimo inmutable,
ese desprecio soberano, conciencia del mérito ofendido,
que me hizo alzarme a combatir contra el poderosísimo
y a feroz contienda arrastrar conmigo
a la fuerza innumerable de Espíritus armados
que desprecian su gobierno y, prefiriéndome a mí,
a su poder supremo se opusieron con poder adverso
en dudosa Batalla en los Llanos del Cielo,
e hicieron temblar su trono. ¿Qué se ha perdido
más que el campo de batalla? No todo está perdido.
Voluntad inconquistable, estudio de la venganza,
odio inmortal y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?
Ni su cólera ni su poder me arrebatarán jamás
esa Gloria. No he de inclinarme a pedir gracia
con rodilla suplicante, ni deificaré su poder,
cuyo Imperio el terror de este Brazo acaba de
poner en duda, y mostrar que ciertamente no era grande,
porque sería una ignominia y una afrenta aún mayor
que esta caída; puesto que por Destino y por la fuerza
de los Dioses esta sustancia Empírea no puede morir,
ya que en la experiencia de este gran suceso,
sin mermar en Armas, hemos ganado mucho en previsión,
podemos con más esperanza de éxito decidirnos
a librar por fuerza y engaño una Guerra eterna,
irreconciliable, a nuestro gran Enemigo,
que ahora triunfa y, en el colmo de su gozo,
reinando solo conserva la Tiranía del Cielo.

 Los estudiosos de Milton que se consideran partidarios de Dios (el Dios pomposo y tiránico que aparece como personaje en El Paraíso perdido pero no es la visión herética de Dios del propio Milton) suelen comentar este pasaje diciendo que no dice la verdad. Si el trono de Dios se estremeció, fue por efecto del feroz ataque armado de Cristo. Este argumento ortodoxo no carece de encanto, pero Satán está desesperado, como lo estaría cualquier comandante vencido, y por lo tanto su hipérbole se puede comprender. Lo mejor de su gran pieza oratoria no es hiperbólico:

...y valor de no ceder ni someterse nunca:
¿significa algo más no ser vencido?

 Es decir: se ha perdido el campo de batalla, pero queda el valor; ¿y qué otra cosa importa siempre y cuando uno no reconozca estar vencido? Se puede negarle heroísmo a Satán si uno es defensor del Dios de Milton, pero no si es un lector auténtico de Milton. El propio Milton editorializa más adelante que Satán está "alardeando en voz alta", pero reconoce que el ángel apóstata está sufriendo. Es tan inconveniente burlarse de su "conciencia del mérito ofendido" como de la de Yago. Satán tiene un genio considerablemente menor que el de Yago, pero trabaja en escala más grandiosa: no precipita a un general valiente pero limitado, sino a toda la humanidad.
 He reconocido que el lector común de nuestra época requiere mediación para apreciar plenamente El Paraíso perdido, y me temo que, en términos relativos, los que hagan el intento serán pocos. Es una lástima, y una gran pérdida cultural. ¿Por qué leer un poema épico tan difícil y erudito? Se podría aducir el argumento meramente histórico; así como Dante es el poeta - pro feta central del catolicismo, Milton es el principal poeta protestante. Aunque en muchos aspectos nuestra cultura y nuestra sensibilidad - y hasta la religión de los Estados Unidos - son más post - protestantes que protestantes, resulta difícil comprenderlas sin alguna idea clara del espíritu del protestantismo. En El Paraíso perdido ese espíritu llegó a la apoteosis, y el lector arriesgado hará bien en arrostrar sus dificultades.

lunes, 4 de septiembre de 2017

WILLIAM SHAKESPEARE. Poeta. Por: Harold Bloom.


WILLIAM SHAKESPEARE

 Si pudiera ser mejorada en tanto poesía, "Tom O'Bedlam" encontraría sus rivales en los sonetos y los dramas de Shakespeare. Más adelante me ocuparé de discutir con cierto detenimiento cómo leer Hamlet; aquí me vuelvo ahora hacia algunos Sonetos. Dado que, como dijo Borges, Shakespeare era todo el mundo y nadie, de los Sonetos podemos decir que son a la vez autobiográficos y universales, personales e impersonales, irónicos y apasionados, bisexuales y heterosexuales, íntegros y heridos. Éste es el momento apropiado para prevenir al lector contra el dogma literario cada vez más inútil según el cual el "yo" que habla en un poema es siempre una máscara o una persona y no un ser humano. El "yo" de los Sonetos de Shakespeare es el dramaturgo y actor William Shakespeare, creador de Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago y Cleopatra. Cuando leemos los sonetos estamos escuchando una voz dramática, una voz a un tiempo similar y diferente a la de Hamlet. La diferencia consiste en que escuchamos al propio Shakespeare, que no es enteramente una creación de él mismo. Sin embargo sigue habiendo una similitud entre el "Will" de los Sonetos y Hamlet o Falstaff; compungido, labra toscamente su autopresentación, aun si no puede modelarla por completo. La meditativa voz de los Sonetos de Shakespeare se cuida muy bien de distanciarse de su sufrimiento, a veces incluso de su humillación. En el conjunto oímos una historia que podría tildarse de traición; pero nunca oímos hablar de la muerte del amor, aunque existen sobradas razones para que muera.
 De todos los fenómenos inquietantes de la literatura, no hay para mí ninguno más inquietante que el equilibrio de Shakespeare entre la autoalienación y la autoafirmación:

Mejor será ser malo que malestimado,
cuando el no serlo gana de serlo condena,
perdido el justo gozo, que no al propio agrado
de uno se mide, sino por mirada ajena.

Pues, ¿a qué van los ojos de otros con veneno
a hacer guiño a los brincos de mis fantasías,
o a ser de mis miserias míseros espías,
que hagan malo a su antojo lo que estimo bueno?

No, yo soy lo que soy; y los que me reprochen,
contando están sus propias faltas en mis sobras;
puedo ir derecho, aunque ellos de través atrochen;
Sus pútridas ideas no han de hacer mis obras;
Si no es que a todo extienden esta triste ley:
todo hombre es malo, y en su mal él es el rey. 7

 Éste es el soneto 121 de una secuencia de 154; ignoramos si el propio Shakespeare los dispuso en el orden presente, pero parece probable. Aquí nos vamos acercando al final de los 126 sonetos dirigidos a un apuesto noble joven, presumiblemente el patrono de Shakespeare (algunos creen que también su amante), el conde de Southampton. Me gustaría recomendarle este soneto al presidente William Jefferson Clinton, pero pienso que no tendré la oportunidad. Es la expresión más poderosa de nuestra lengua sobre la situación de ver la actividad erótica propia condenada por "los ojos de otros con veneno" ("false adultérate eyes", en el original); ojos de quienes se comportan "de través" ("themselves are betel"). Y ojalá hubiera podido leerse por televisión, a menudo y en voz alta, durante la reciente orgía nacional de virtud alarmada que se manifestó a través de voceros y congresistas. Pero, puesto que a mí me concierne cómo leerlo bien y por qué, paso ya a un examen atento de su dicción magníficamente cargada.
 Si bien es posible que por "malo" ("vile") Shakespeare se refiera a un estado de bajeza moral, la palabra (como él bien sabía) lleva en sí la noción de bajo valor o precio, y por lo tanto tiene ciertas connotaciones de inferioridad social. En parte, la complejidad del cuarteto inicial se centra en "se mide". ¿Se relaciona el giro con "malo" o con "el justo gozo"? Como Shakespeare lo mantiene en una deliberada ambigüedad, debemos leerlo de las dos maneras. La amarga ironía de "Mejor será ser malo que malestimado/ cuando el no serlo gana de serlo condena" significa, entre otras cosas, que poco importa que la conducta propia sea deplorada, porque aun si uno es realmente virtuoso los demás pueden pensar diferente. Pueden considerarlo malo, con lo cual uno se quedará sin el placer que debería darle el amor. Con todo, con su ironía amarga, la otra lectura es más interesante. Puede que tales observadores midan el "justo gozo", pero la medición o juicio será de ellos y no de Shakespeare, quien sabe que su amor es casto. No hay nada en las siguientes diez líneas del soneto que resuelva esta ambigüedad.

 7 Todas las traducciones de sonetos de Shakespeare que se reproducen son de Agustín García Calvo.

 Los burlones observadores se vuelven objeto de burla cuando, entrometidos, hacen "guiño a los brincos de mis fantasías" como si estuvieran animando el desempeño sexual de Shakespeare. De miseria más abundante que la que saludan con guiños en Shakespeare, son reos de mala voluntad, ya estén acusando de mala una relación inocente o moralizando contra una relación real. Una vez más Shakespeare se abstiene de decirnos exactamente qué quiere que creamos. A cambio nos sobresalta con una declaración asombrosa: "No, yo soy lo que soy". Ni a él ni a sus lectores podía pasar inadvertida la alusión al Éxodo, 3:14, donde Moisés le pregunta a Yahvé quién es, y éste dice "Yo soy el que soy". La frase en hebreo - ehyeh asher ehyeh - es un audaz juego de palabras con el nombre de Yahvé y literalmente significa "yo seré [siempre y en todo lugar] yo seré". Como es de presumir que Shakespeare no sabía esto, su "soy lo que soy" significa sobre todo "Soy como soy", pero por medio de una blasfemia considerable. Él nunca publicó los sonetos: tal vez el 121 sea un poema independiente sin referencia necesaria a la relación homoerótica con el apuesto joven noble. En todo caso no lo sabemos, y este desconocimiento fortalece el poema.
 Como en Medida por medida, su sublime y cáustico adiós a la comedia, Shakespeare no refrenda ni niega la sombría fórmula final: todo hombre es malo, y en su mal él reina.
 La ira se convierte en un furor controlado en el soneto 129, un lamento que sólo apunta a la traición de la famosa e innominada Dama Oscura:

Despilfarro de aliento en derroche de afrenta
es lujuria en acción; y hasta la acción, lujuria
es perjura, ultrajante, criminal, sangrienta,
brutal, sin fe, extremosa, presa de su furia;

disfrutada no más que despreciada presto;
más que es razón buscada, y no bien poseída,
más que es razón odiada, como cebo puesto
adrede a volver loco al que a beber convida,

en la demanda loco, loco en posesión,
habido, habiendo y en haber poniendo empeño;
gloria dada a probar; probada, perdición;
antes, gozo entrevisto, y después, un sueño.

Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos
de huir de un cielo que a este infierno arroja a todos.

 La furiosa energía de estos versos es casi un redoble de tambor, una letanía por el deseo que no augura sino más deseo, y mayor desastre erótico. No hay personajes en el poema; el bello joven está muy lejos, y hasta la Dama Oscura sólo está presente por implicación. La lujuria es heroína y villana de esta pieza nocturna del espíritu: lujuria masculina por el "infierno" que se menciona al final, siendo "infierno" un término de argot isabelino - jacobino para vagina. En el soneto 129 llega a la apoteosis el antiguo tópico de la tristeza - después - del - coito, pero a mayor precio que el del despilfarro de aliento ("spirit"). El lenguaje está tan turbado que evade su aparente adhesión a la creencia renacentista de que cada acto sexual acorta la vida del hombre. En ese "infierno" el lector puede oír una reminiscencia de enfermedad venérea, anunciadora de una preocupación shakesperiana que aparecerá en muchas de las obras teatrales, Troilo y Crésida y Timón de Atenas en particular. Esa misma, se diría, es la carga final del más que irónico soneto 144:

Dos tengo amores de catástrofe y amparo,
como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo, claro,
mi genio malo una mujer morena mora.

Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
tienta a mi ángel bueno a abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando.

Y si se hará mi ángel diablo o no, conmigo
temerlo puedo, no decirlo a lo derecho;
mas siendo míos ambos y uno de otro amigo,
un ángel en infierno de otro me sospecho.

Pero eso nunca lo sabré, y en dudas peno,
hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno.

"Me inspiran hora a hora" significa algo así como "me tientan perpetuamente". Está claro que el bello y joven "mejor ángel" no es célebre por su pureza, y "diablo del infierno" designa popularmente la cópula. "Sospecho" es lacónico, porque no hay en juego aquí sospecha alguna; mientras que "hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno" se refiere menos al final de la aventura que a la transmisión de sífilis al joven por la Dama Oscura, con la sugerencia de que Shakespeare ya a ha recibido de ella el obsequio.
¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él:

¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho
que mil ajenas sombras se te trasparecen?

domingo, 3 de septiembre de 2017

WALT WHITMAN. Por: Harold Bloom.


WALT WHITMAN

 Los monólogos dramáticos de Tennyson y Browning representan un modo mayor de la poesía, introspectivo y al cabo sin esperanza en nada excepto una personalidad fuerte con sus poderes de resistencia y desafío. Tanto "Ulises" como "Childe Roland a la Torre Oscura fue" están modelados por la tradición poética inglesa, desde el Hamlet de Shakespeare y el Satán de Milton hasta el romanticismo. Los dos grandes contemporáneos norteamericanos de Tennyson y Browning fueron Walt Whitman y Emily Dickinson, ambos originales y con una relación mucho más equívoca con la tradición inglesa. Si, como sostengo, una razón primordial para la lectura es el fortalecimiento de la propia personalidad, tanto Dickinson como Whitman son poetas esenciales. La religión norteamericana de la Confianza en Sí, invención crucial de Ralph Waldo Emerson, triunfa en ambos, aunque de formas asombrosamente diferentes. Emerson enseña la autoconfianza: no te busques fuera de ti mismo. El Canto a mí mismo de Walt Whitman es una consecuencia directa de esa exhortación. Más evasivamente, los poemas líricos de Emily Dickinson llevan la autoconfianza a un tono más alto de conciencia que el de cualquier otra poesía posterior a Shakespeare.
 Como he apuntado ya, en Shakespeare la conciencia extraordinaria descuella en la facultad de oírse a sí mismo, por así decirlo, sin quererlo: tales los casos de Hamlet, Yago, Cleopatra o Próspero. Dickinson mantiene este atributo, pero con frecuencia Whitman intenta ir más allá. El choque de oírse a uno mismo consiste en que uno captura una inesperada otredad. Sobre todo en Canto a mí mismo, y en la elegía "Mientras crecía con el Océano de la Vida", Whitman divide su ser en tres: "yo", el "yo real" o "mí mismo" y el "alma". Esta cartografía psíquica es altamente original, y difícil de asimilar al modelo freudiano o a cualquier otro mapa de la mente. No obstante, es una de las razones fundamentales por las que debemos leer a Whitman, poeta sutil y matizado que en nada se ajusta a lo que suponen de él la mayoría de sus exégetas.
 Aunque él se proclama poeta de la democracia, en su tono mejor y más característico Whitman es un poeta difícil, hermético y elitista. No es preciso que dudemos del amor que siente por los lectores que proyecta tener, pero a menudo su autorretrato es una persona, la máscara a través de la cual canta. No hay un único Walt Whitman real; con frecuencia el poeta (en tanto opuesto al hombre) es más autoerótico que homoerótico, y mucho más "el cantante solitario" que el celebrante de los humillados y ofendidos (aunque también se preocupa por ser esto). No quiero sugerir que Whitman es un prestidigitador, sino que aquello que da, su sentido de los panoramas democráticos, a veces lo retira: su arte es una lanzadera. Pero siempre hay una riqueza: entre los poetas norteamericanos, sólo Dickinson y él manifiestan la "florabundancia" que más tarde imitaría Wallace Stevens.
 Como mejor conocemos (o creemos conocer) a Whitman es bajo la identidad de "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", pero ese personaje o máscara es el bardo de Canto a mí mismo. Whitman hilaba mucho más fino; aunque diga otra cosa, es un poeta de una dificultad sorprendente. Puede que su obra parezca fácil, pero es delicada y evasiva.

Vienen a mí los días y las noches y vuelven a marcharse
pero no son el Mí mismo.

Aparte del empujón y el tironeo está lo que yo soy,
divertido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario,
que mira desde arriba, erguido, o inclina un brazo en descanso impalpable
para observar curioso qué vendrá a continuación, con la cabeza ladeada,
a la vez en el juego y fuera de él, y mirando y asombrado.

 Tan lleno de gracia como solitario, este encantador "mí mismo" está en paz, aunque una pizca receloso de posibles intrusiones. Whitman empieza Canto a mi mismo con un abrazo, más gimnosófico que homoerótico, entre su ser exterior y su alma, que en gran medida parece ser para él un enigma pero puede considerarse como carácter o ethos en contraste con la personalidad o la tosca identidad "masculina". Claro que el yo real o "mí mismo" sólo puede mantener con el alma whitmaniana una relación negativa:

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti
y tu no te rebajarás ante él.

 El sujeto de "creo" es el "yo" de Canto a mí mismo o personalidad poética de Whitman. El "otro que soy" es el "mí mismo": su personalidad verdadera, interior. Whitman teme que puede haber humillación mutua entre el personaje y su propio yo, en apariencia sólo capaces de entablar un vínculo amo - esclavo, sadomasoquista y al cabo destructivo para ambos. Al lector le cabe inferir que "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", nace para impedir una tan segura destrucción mutua. Whitman conoce muy bien a su  persona poética, ya que (según Vico) sólo conocemos aquello que hemos hecho nosotros mismos. También conoce a su yo interior o "yo real", pasmosamente bien si pensamos cuan pocos poseen ese conocimiento. Lo que Whitman apenas si conoce es eso que llama "mi alma"; "creer en" no significa conocer sino dar un salto de fe. El alma whitmaniana, de modo similar al alma de Norteamérica, es un enigma y, pese al armonioso abrazo que abre Canto a mí mismo, el lector nunca siente que Whitman esté cómodo con ella. Llegamos a pensar que el "mí mismo" es la parte mejor y más antigua de Whitman - que se remonta a antes de la Creación -, mientras que el alma pertenece a la naturaleza, o es el elemento desconocido de la naturaleza. Leyendo a Whitman aprendemos explícitamente lo que muchos norteamericanos parecen saber de manera implícita: que el alma norteamericana no se siente libre a menos que esté sola, o "sola con Jesús", como dicen nuestros evangelistas. Whitman, que era su propio Cristo, compartía sin embargo ese impulso del alma de su país y lo transformó en el que acaso sea el mayor de sus muchos y variados poderes: una fuerza que, al unísono con su alma, desafía la naturaleza.

Tremenda y deslumbrante, qué pronto me mataría la aurora
si yo no fuera capaz, ahora y siempre, de que de mí naciera la aurora.

Nosotros también ascendemos, tremendos y deslumbrantes como el sol,
formamos nuestra propia aurora, oh mi alma, en la paz y la frescura del alba.

 El movimiento desde el yo (el personaje Walt Whitman) al nosotros, mí mismo y alma juntos, es el triunfo de este amanecer sublime. Supremo escritor norteamericano (más grande aún que Emily Dickinson y Henry James), Whitman trasciende la limitación de considerar que su alma es incognoscible. Lo que se juega entre la naturaleza y él es el dominio, y aquí el resultado favorece al poeta. La indicación de cómo leer este pasaje debería hacer hincapié en la audacia del "ahora y siempre", una declaración inusitadamente titánica de autoconfianza. Ahora y siempre, la pregunta "¿Cómo leer?" me resulta cada vez más cautivante. Una lectura paciente y profunda de Canto a mí mismo nos ayuda a entrar en la verdad de que "el qué es incognoscible". Un niño le pregunta a Whitman: ¿Qué es la hierba? y el poeta no puede responder. "Yo tampoco lo sé", dice. Con todo, el no - saber estimula al poeta para lanzarse a una maravillosa serie de símiles:

Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con
esperanzada tela verde.
O el pañuelo de Dios,
una prenda fragante dejada caer a propósito,
con el nombre del dueño en alguna punta, para que
lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿de quién?

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra.
O un jeroglífico uniforme
que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,
crezco por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, piel roja, senador, inmigrante, a todos
me entrego y a todos los recibo.

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.
Te usaré con ternura, hierba curva.
Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes,
acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría,
acaso hayas brotado de los ancianos, o de niños arrancados
del regazo de la madre,
y ahora eres el regazo de la madre.

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado
de los cabellos blancos de las madres ancianas,
más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,
demasiado oscura para haber brotado de sus ásperos paladares. 6

 "La bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde" lleva a pensar que el verdor lozano es un emblema de lo que Ralph Waldo Emerson había designado como "lo Nuevo": una afluencia trascendente de energía espiritual fresca. Para Whitman, "lo Nuevo" emerge del abrazo simbólico entre el yo que se da por sentado y el alma desconocida, abrazo con que se abre el poema y la obra de la vida. La relación que mantiene con el alma es esperanzada pero, a la manera epicúrea, consciente de sus límites. El enigmático título Hojas de hierba combina la hoja, metáfora central de la poesía de Occidente, aceptación homérica de la brevedad de la vida individual, con la imagen - proveniente de Isaías y los Salmos - de que toda carne, como la hierba, dura dolorosamente poco. No obstante, trasciende los sombríos presentimientos de mortalidad para convertirse en afirmación de una sustancia que hay en nosotros y prevalece. "Y son innumerables las hojas erguidas o dobladas en los campos", escribe Whitman poco antes de la serie de sospechas en torno a qué puede ser la hierba. El inmenso encanto de "el pañuelo de Dios, / una prenda fragante dejada caer a propósito" deja paso a visiones de la hierba misma como niña, como uniforme jeroglífico que disuelve las diferencias sociales y raciales, y a la espléndida - pero Homérica - originalidad del "Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas".

 6 Traducción de Jorge Luis Borges. He modificado la traducción del verso "If I could not now and always...". La versión de Borges es: "si yo no fuera capaz, aquí y ahora..." (N. del T.)

 De la más surrealista de las transmutaciones de la hierba ("Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado/ de los cabellos blancos de las madres ancianas") surge un estilo que prefigura el de Hemingway. Necesitamos leer a Whitman por la conmoción de perspectivas nuevas que nos proporciona, pero también porque sigue profetizando los enigmas no resueltos de la conciencia norteamericana. Y un mundo que se vuelve cada vez más norteamericano también necesita leerlo, no sólo para comprendernos sino para entender mejor en qué se está convirtiendo.

viernes, 1 de septiembre de 2017

ROBERT BROWNING. Poeta. Por: Harold Bloom.


ROBERT BROWNING

 A lo largo de muchos años enseñé que en la capacidad de oírse a sí mismos (como desde fuera, por así decirlo) radicaba la originalidad de los personajes mayores de Shakespeare, sin recordar dónde había encontrado esa noción. Mientras escribía el párrafo anterior de pronto me vino a la mente un contemporáneo de Tennyson, el filósofo John Stuart Mill, que en su ensayo «¿Qué es poesía?" (1833) dice acerca de un aria de Mozart: "La imaginamos oída al pasar". También la poesía, da a entender Mill, es algo que se oye como de pasada, o casualmente, más que en el sentido habitual de oír. Me vuelvo ahora hacia una obra maestra del verdadero rival de Tennyson, Robert Browning, hoy en día muy descuidado a causa de las auténticas dificultades que presenta. "Childe Roland a la torre oscura fue" toma el título de un fragmento de canción que canta Edgar en la escena cuarta del tercer acto de El rey Lear de Shakespeare:

Childe Rowland a la torre oscura fue
y dentro la voz decía: "Fim, fam, fem,
sangre británica ya se empieza a oler".

 Éste es Edgar en su abyecto disfraz de vagabundo "Tom el loco rabioso", un mendigo a la Tom O'Bedlam, a veces llamado hombre de Abraham. Se supone que Edgar está citando una balada antigua, pero nunca se ha encontrado esa balada y yo sospecho que la espantosa rima la escribió Shakespeare. Más adelante en este capítulo citaré y discutiré la más grande canción loca de la lengua inglesa, la anónima "Tom O'Bedlam", descubierta en un álbum literario de recortes de 1620, un poema tan magnífico que me gustaría poder atribuirlo a Shakespeare sólo para añadirle mérito. Como sea, escribiera o no Shakespeare la tonada de Edgar, ésta le inspiró a Browning el más asombroso de sus monólogos dramáticos:

I
Primero pensé que ese viejo tullido
mentía a mansalva, recelosos como estaban
sus malignos ojos de ver el efecto de su embuste
en los míos, y su boca apenas capaz de permitirse
reprimir el júbilo, que ceñía y hostigaba
los bordes, de haber cobrado una víctima más.

II
¿Qué otra cosa podía proponerse, con ese bastón?
Qué, sino detener con sus mentiras y enlazar
a los viajeros que lo encontraran clavado allí
y le preguntaran el camino? Imaginé qué risa
de calavera estallaría, qué muletas iban a gozar
escribiendo mi epitafio en la vía polvorienta.

III
Eso si a su consejo yo me desviaba
por esa senda ominosa que, todos concuerdan,
esconde la Torre Oscura. Y sin embargo accedí
a enfilar por donde él señalaba: no por orgullo
ni esperanza renovada de divisar el fin,
mas por alegría de que un final hubiera al menos.

IV
Pues, aunque con la arrancia por el ancho mundo,
con la búsqueda de largos años, mi esperanza
había menguado a fantasma incompetente ya para lidiar
con la dicha bullanguera que traería el éxito,
apenas pude ahora refutar el salto que el corazón
me dio al avistar en su horizonte el fracaso.

 ¿Quién es exactamente este personaje desesperanzado que nos habla con tal elocuencia desesperada? Un childe es un joven noble, aún no ungido caballero pero candidato a serlo; pero Roland sólo quiere ser apto para fracasar en la tradición de quienes lo han precedido en la búsqueda de la Torre Oscura. En ningún momento se nos dice quién o qué habita la Torre, aunque cabe presumir que sea el ogro cuyas palabras eran "Finí, fam, fem, / sangre británica empiezo a oler". Truculenta perspectiva, aunque no más sombría que la apabullante tierra baldía por donde avanza el negativamente heroico Childe Roland:

X
Seguí la marcha, pues. No había visto nunca, creo,
naturaleza más famélica e innoble; nada prosperaba:
ni una flor - ¡mucho menos cedros en un bosque! -,
sino espinos y cizaña propagaban sus especies
de acuerdo con ley propia, sin nadie, se hubiera dicho,
que les temiera; un abrojo se habría dado por tesoro.

XI
¡No! Penuria, letargo y amargura, extrañamente
eran la dote de esa tierra. "Cierra los ojos
si no quieres ver", decía la naturaleza disgustada;
"si no hay quien lo remedie, mi caso está perdido.
La cura del lugar será el fuego del Juicio:
calcinará la tierra y librará a mis prisioneros."

XII
Si el tallo de algún maltrecho cardo descollaba
por sobre los demás, era decapitado; de lo contrario
los celos se imponían. ¿Qué originaba las grietas y carcomas
en las ásperas hojas de acedera, heridas como para hundir
toda esperanza de verdor? Como si un bruto hubiera andado
pisándoles la vida, con intenciones brutales.

XIII
La hierba, por su parte, era escasa como el pelo
de un leproso; flacas briznas secas asomaban
en el barro, cuyo sostén parecía sangre coagulada.
Llegado vaya a saberse cómo, un rígido caballo ciego,
en piel y huesos, se alzaba estupefacto.
¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!

XIV
¿Vivía? Lo mismo habría podido ser cadáver,
Con ese pescuezo rojo, endurecido, descarnado,
y los ojos cerrados bajo el cabestro herrumbroso;
rara vez convive así el dolor con lo grotesco;
nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena.

 Si, de cabalgar al lado de Roland, nosotros veríamos un paisaje tan deforme y ruinoso como él, es materia de discusión. Si bien ese caballo horrendo, ni del todo vivo ni muerto, parece incontrovertiblemente descrito, ¿gritaríamos nosotros? "¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!" o pasaríamos a la pueril reflexión siguiente:

nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena

 Nadie deja a un niñito solo con un gato herido, y uno se pregunta cuan seguro es dejar que Childe Roland viaje solo. Desesperado por su propia visión, Roland intenta convocar imágenes de sus precursores en la búsqueda de la Torre Oscura, pero sólo recuerda amigos queridos caídos en desgracia como traidores. "¡De vuelta pues a mi sendero en penumbras!", exclama; pero quizá convenga saber que el lector debería cuestionar lo que el joven noble ve. La inclemente Tierra baldía de T. S. Eliot parece hospitalaria comparada con este paisaje:

XX
¡Qué insignificante y despreciable a la vez!
achaparrados alisos se hincaban a todo lo largo;
sauces empapados caían sobre ellos en un arrebato
de desesperación muda, cual suicidas en tropel:
el río que les había causado todo el mal,
cualquiera fuese, corría sin inmutarse un ápice.

XXI
Cuando empecé a vadearlo, por los santos, cómo
temí apoyar el pie en la mejilla de un muerto,
o sentir que la vara que empuñaba para sondear pozos
se enredara en una cabellera o una barba. Tal vez
lo que ensarté fuese una rata de agua, pero ¡aj!
el grito que oí parecía de un recién nacido.

XXII
Me alegró mucho llegar a la otra orilla.
Pensé que sería una región mejor. ¡Vano presagio!
¿Quiénes eran los combatientes - y qué guerra libraban -
cuyas violentas pisadas podían hacer del suelo húmedo
semejante tremedal? Sapos en un estanque envenenado
o gatos salvajes en una jaula al rojo vivo.

XXIII
Tal habría debido ser la pelea en aquel caído circo.
¿Qué los agolpaba allí, teniendo libre todo el llano?
Ni una pisada conducía a las hórridas caballerizas,
ni una salía. Locas maquinaciones les afectaban
los sesos, sin duda, como a esos esclavos que los turcos
arrojan a un pozo, cristianos mezclados con judíos.

XXIV
Y como a un estadio de distancia, ¡todavía más!
¿Cuál era el uso dañino de esa rueda - o freno,
que no rueda -, de esa rastra apta para enrollar
cuerpos de hombres como seda? Tenía todo el aire
del tormento de Tofet, dejado en la tierra al descuido
o para que se le afilaran los dientes oxidados.

XXV
Luego venía una extensión de cepas, antaño un bosque,
después pantano, se habría dicho, y ahora mera tierra
desesperada y exhausta; (¡así el idiota se complace
en hacer una cosa y estropearla, hasta que cambia
de humor y empieza de nuevo!) Dentro de un acre,
marjal, arcilla, escombros, arena y simple muerte negra.

XXVI
Tan pronto filas de manchas, coloridas o sombrías,
como parches donde alguna delgadez del suelo
rompía en musgo o una sustancia como abscesos;
venía luego un roble con parálisis y una hendedura
como una distorsionada boca cuyo borde se parte
en un jadeo moribundo, y muere al retraerse.

 Aquello que somos, y que sólo nosotros podemos ver (reflexión Emersoniana ésta), impulsa al lector a encontrar en el Roland de Browning un buscador en tal estado de ruina que sería difícil descubrirle un equivalente literario. Durante la marcha por su infierno, Dante se cuida de evitar efectos tan atrozmente equívocos como "¡aj!/ el grito "que oí parecía de un recién nacido" La rastra de la estrofa xxiv podría ser un instrumento de tortura, pero el lector se siente cada vez más escéptico. Al parecer, es el propio Roland quien quebranta y deforma todo cuanto ve y quien, en consecuencia, no consigue divisar el objeto de su búsqueda hasta que es demasiado tarde:

XXVII
¡Y siempre igualmente lejos de la meta!
¡Nada en la distancia salvo el crepúsculo, nada
que orientara mis pasos adelante! Mientras pensaba así,
un gran pájaro negro, amigo del alma de Apolión,
pasó volando, el ancha ala de dragón imperturbable,
y me rozó la gorra: tal vez el guía que buscaba.

XXVIII
Pues al alzar los ojos, no sé cómo, a pesar
de la penumbra, vi que todo alrededor la llanura
había dejado lugar a unas montañas - palabra ésta que agracia
a las feas alturas y peñascos que ahora me cerraban
la vista. ¡Cómo me sorprendieron! ¡Qué dilema!
Salir del cerco aquél no era cuestión más fácil.

XXIX
Pero a medias me pareció reconocer una artimaña
dañina que había sufrido, sabe cuándo Dios
- en una pesadilla, acaso. Allí se terminaba, pues,
la posibilidad de avanzar por ese lado. Cuando, a punto ya
de abandonar, una vez más, se oyó un chasquido,
como cuando se cierra la trampa, ¡y uno está atrapado!

 De ningún modo parece posible que ese gran pájaro negro sea amigo del alma del Apolión que en la Revelación de San Juan el Divino (9:11) es caracterizado como "ángel del abismo sin fondo". En toda la poesía inglesa conozco poquísimos efectos tan sublimemente perturbadores como los de las estrofas que cierran este poema de Browning:

XXX
La idea me abrasó de pronto: ¡Ese era el lugar!
Las dos colinas de la derecha se agachaban
como toros en lucha trabados por los cuernos; mientras
que a la izquierda, una alta montaña pelada... Necio,
caduco, ¡adormilado en el gran momento
tras prepararte toda una vida para la visión!

XXXI
¿Qué había en medio sino la Torre misma?
La redonda torreta baja, ciega cual corazón de tonto,
hecha de piedra castaña, sin parangón
en todo el mundo. Así el elfo burlón de la tormenta
señala al piloto el invisible risco contra el cual
da la nave sólo cuando ya han saltado las cuadernas.

XXXII
¿No ver? ¿Tal vez a causa de la noche? ¡Bien,
si es por eso, volvió el día! Antes de que se marchara,
el sol agonizante alumbró a través de una grieta:
las colinas, como gigantes de caza, barbilla en mano
miraban a la presa acorralada. - ¡Y ahora acabemos
de una vez! ¡A clavarle la espada hasta la empuñadura!

XXXIII
¿No oír? ¡Cuando había ruido por doquier! Crecía
como un repique de campana. En mis oídos, nombres
de todos los aventureros extraviados, pares míos.
- Qué fuerte había sido uno, y otro audaz, y otro
afortunado; sin embargo, desde hacía tanto, ¡todos
perdidos! ¡Todos! Dobló en un instante un dolor de años.

XXXIV
Allí se alzaban, en línea en las laderas, reunidos
para verme por postrera vez, ¡marco viviente para
un último retrato! En una cortina de llamas los vi
a todos y los reconocí. Y no obstante, sin arredrarme,
me llevé el cuerno a los labios y soplé.
Childe Roland a la Torre Oscura fue.

 Desde "La idea me abrasó" - al comienzo de la estrofa xxx - hasta "En una cortina de llamas los vi/ y a todos los reconocí", uno está con Roland en lo que William Butler Yeats habría de llamar el Estado del Fuego. Después de haberse preparado toda la vida entera para reconocer el lugar último de su juicio, uno sólo acierta a comprender dónde está cuando ya es demasiado tarde. ¿Qué o quién es el ogro con el cual se enfrenta ahora Roland? Este majestuoso poema nos dice que no hay ogro alguno; sólo está la Torre Oscura: "¿Qué había en medio sino la Torre misma?" Y la torre es una especie de perplejidad kafkiana o borgiana; no tiene ventanas ("ciega cual corazón de tonto") y es por completo corriente y a la vez única. Si algo circunda a Roland en la Torre no son ogros, sino las sombras de sus precursores, la Banda de hermanos que emprendieron la búsqueda fatídica. Quizá sólo a medias consciente, Roland buscaba, no el mero fracaso, sino un enfrentamiento directo con todos los buscadores fracasados que lo precedieron. En el sombrío ocaso oye algo que parece el repique de una gran campana pero, magníficamente, reúne voluntad y coraje para lo que será su momento final. Desafiante, Roland hace sonar su cuerno (slug - born: en el siglo dieciocho, el jovencísimo poeta - falsificador Thomas Chatterton había escrito erróneamente slogan - "consigna" - para referirse a una trompeta), a la manera en que suena la "trompeta de una profecía" en las líneas finales de la "Oda al viento del oeste" de Shelley:

¡Lleva mis pensamientos muertos por el mundo
como hojas mustias para avivar un nuevo nacimiento!
Y, por el encanto de estos versos,

Esparce, como chispas y cenizas de una hoguera
inextinta, mis palabras entre la humanidad!
¡Sé por mis labios para la tierra que aún duerme

la trompeta de una profecía! Oh, Viento,
si el invierno llega, ¿puede tardar la primavera?

 Después de "y soplé", Browning no pone dos puntos sino punto, lo cual, es evidente, indica que el concluyente "Childe Rolanda la Torre Oscura fue" no es el mensaje de la trompa. Visto que la idea le vino en una pesadilla, acaso ese final signifique que el poema es cíclico y Roland debe soportarlo todo una y otra vez. Pero yo no creo que el lector común lo tome así, y el lector común tiene razón. El mayor monólogo dramático de Browning no se resuelve en una desesperación cíclica; aunque nihilista y responsable de su ruina, en el enfrentamiento final con todos los predecesores que fracasaron en la Torre Oscura el buscador recupera el honor. No hay ningún ogro; sólo hay otros individuos y un yo entre ellos. En las cuatro últimas estrofas despunta un aire exultante, y esta gloria es tanto del lector entregado como de Childe Roland. Pese a la desesperanza y el cortejo suicida del fracaso, hemos renovado y aumentado nuestra personalidad. La profundidad del descenso que lleva a cabo el poema legitima su música final de triunfo.

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