viernes, 26 de abril de 2024

LA VIA DE LA NARRACIÓN ALESSANDRO BARICCO (de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021)

 



Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de

cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres

veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo

teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos

buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo

Barnum.

La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar

sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene

algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas

fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso

químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo?

El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección

impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión

inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el

profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda

la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad

del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar

plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara

posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que

me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la

situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al

hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella

clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me

hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más

atención a las historias marinas.

Turín, abril de 2022

1

Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del

mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un

agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta

que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de

una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se

genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus

del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada

en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un

campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos

magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias.

2

Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la

vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o

incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio.

3

La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso

rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una

intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma

alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un

espacio.

4

Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos

historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que

adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí

mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de

ejemplo.

El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero

negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces

maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo

parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por

la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula)

La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se

asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas

en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes)

El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve

obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese

movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea,

Viaje al fin de la noche, la Recherche)

La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento,

aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El

resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora.

(Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios)

5

El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo

figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una

taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar

enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias

definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que

llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa

infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre

historias y libertad.

6

Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de

determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en

modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de

una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les

dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la

traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo

magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin

captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de

una historia, perdiéndose su corazón.

7

En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el

diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable,

por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura

irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un

héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como

la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los

siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya

Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la

narrativa propiamente dicha.

8

Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad,

la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse.

Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir.

Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí

misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de

reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de

hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.

9

Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla.

Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato,

la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia

vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un

espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto,

una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del

relato se llama trama.

10

No hay peor error que confundir trama e historia.

11

La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por

determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una

línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que

ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se

puede hacer.

12

En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más

elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino

simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al

disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia

forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es

espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida

una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los

mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es

imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana,

consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una

representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su

versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la

superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la

naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo.

En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de

historias.

13

Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de

intensidad.

Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las

significan, mapas que las representan.

Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un

último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que

ver con la magia.

Intermedio

Brevísimo ensayo

sobre El viaje del

escritor, de

Christopher Vogler

El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los

últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a

principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic

Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). Cualquiera que haya asistido a una

escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la

cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases

«científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una

especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba

esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con

esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire.

Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y,

lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único

modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada

hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo,

logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo

llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar

inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler,

funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que

el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar

a su compañera de pupitre. Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una

secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de

guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios

del siglo XX, cambia poco las cosas.

Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes,

explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del

héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien

definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la

rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta

solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada

una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones

posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene

toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición

del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no

debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy

articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En

resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización. Pero, al final, dice Vogler,

nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también,

y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si

uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un

fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado

está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con

su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una

proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo

como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén.

Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un

fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto

de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase

sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio

como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y

poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante

despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos

producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe.

La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un

personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama

trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a

aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino

una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo,

subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas

donde no rige ninguna ley. Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así

una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo

que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo

consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de

sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen

la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su

sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se

siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato

negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante

recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que

llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para

combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede

ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un

narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que

detenerse en ese punto es triste e imperdonable.

Más aún: es peligroso. Este es quizás el aspecto más importante. En el método

Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera

saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera

página del libro, tan orgulloso de sí mismo:

Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un

atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una

fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las

inquietudes universales.¹

Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin

demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del

viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura

que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder

universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias

preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes.

Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un

destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo

tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para

su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar

a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood.

Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe,

lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro,

históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante,

que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está

contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un

inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el

que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente

individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente

las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de

veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las

consignas del vencedor.

Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo

VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe

coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación,

que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia

el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la

idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad

estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e

incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura

ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada

civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y

guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores

mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han

llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el

perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. Cuando, por el

contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de

manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre

todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino

escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del

todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del

poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que

los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras

figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como

historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra

tiene algo que ocultar.

Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En

cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una

insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y

el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después.

Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de

libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma

perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo

hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto

de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir,

la libertad.

Fin del intermedio.

14

Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El

estilo.

15

El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un

material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando

el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la

prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración.

16

El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una

extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se

convierte en sonido.

17

Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente,

pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big

bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de

sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el

peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas.

Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.

18

En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en

realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento

interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.

19

El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las

historias, la tierra de la realidad.

20

Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el

flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra.

21

Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales.

Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente,

reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento.

Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración,

pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve

a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido

de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción

íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra

parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no

todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias.

Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración.

22

Hay casos aún más minimalistas.

La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un

gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía.

23

Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente

entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número

limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las

huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y

no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este

desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y

ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha

atribuido.

24

Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una

visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o

incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y

dónde no.

Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para

acogerlas y manejarlas sin hacernos daño.

Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un

jeroglífico legible.

No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo

crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la

tienen.

25

Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se

perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas

vibraciones misteriosas del mundo.

Apostilla

La Narración

como Vía

De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma

decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las

manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy

deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas

enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de

dónde vienen?

Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración,

tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y

que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la

forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que

vienen de lejos? En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja

a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones

argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no

hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz?

Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una

zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia

ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas,

que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de

realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho

tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir.

La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y,

al final, pronunciada.

Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. El inconsciente, afirmaba, no es el

contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una

existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior.

También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos

imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más

bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el

cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las

páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía

que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía,

rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado.

¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización?

Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo

de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas

que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la

multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente

de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. En una zona de la que

tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y

materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo,

convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar

el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas

tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las

páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa

un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la

conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo

inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa

soldadura.

Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a

narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para

iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y

considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una

cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos

pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la

luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí

misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. El

cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían

entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta

espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del

cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una

especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera

meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su

repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato

encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales,

soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta

boca abajo.

Escribir un relato como participar en una ceremonia del té.

Fin.

[←1]

Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción

de Jorge Conde, p. 43.

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