Textos
recobrados
1956-1986
Jorge Luis
Borges
NOTA
DEL EDITOR
Los Textos recobrados reúnen las colaboraciones de
Jorge Luis Borges dispersas en diarios, revistas, libros y folletos, e integran
junto con Borges en Sur, Borges en El Hogar, La biblioteca de Babel (prólogos) y El círculo secreto (prólogos) la obra del escritor
compilada después de su muerte, y no incluida en los cuatro volúmenes de sus Obras completas.
Textos recobrados 1956-1986 recoge en la primera parte los
escritos sobre temas literarios, entre ellos: artículos, poemas, notas,
discursos, dos reseñas bibliográficas, una traducción, cuatro prólogos, dos epílogos,
dos resúmenes de conferencias y una charla. En la segunda parte que titulamos
“Miscelánea”, publicamos notas, cartas, discursos y opiniones sobre diversos
temas: el peronismo, la censura, la Biblioteca Nacional, el conflicto del
Beagle, las Malvinas, la realidad del país, y el agradecimiento al Premio
Cervantes entre otros. Recogemos además una serie de notas sobre lugares de la
Argentina, que Borges realizó para la Secretaría de Turismo. Para la tercera
parte del libro, “Encuestas, Entrevistas, Declaración y Solicitada”, hemos
seleccionado entre los innumerables reportajes aparecidos en la prensa, seis
encuestas y nueve entrevistas, en las que Borges se refiere a temas literarios,
una declaración por la libertad en Cuba y una solicitada sobre Israel agredida.
Finalmente en
“Otros textos (1926-1932)” agregamos tres colaboraciones que no pertenecen al
período de este libro y que fueron reunidas tras la publicación original de Textos recobrados 1919-1929 y 1931-1955:
un
poema de la revista Cartel, 1926, una nota de la revista Síntesis, 1927, omitida por error, y la
respuesta a una encuesta realizada por el semanario Mundo
Israelita, 1932.
Los textos se
ordenan cronológicamente de acuerdo con su fecha de producción, y cuando no la
llevan, se considera la de su publicación, que se indica con un asterisco al
pie. Las notas de Borges llevan sus iniciales, y las del editor, Nota del
Editor (N. del E.). Al final del libro, se agregan un índice temático y un
índice alfabético de los textos que publicamos.
AGRADECIMIENTOS
Agradecemos a
María Kodama, que ha puesto a nuestra disposición los documentos que integran
la colección de la Fundación Internacional Jorge
Luis Borges,
y a Irma Zangara, que ordenó y fotocopió dicho material.
Agradecemos
también a las siguientes personas que nos permitieron el acceso a varios
textos: Víctor Aizenmann, Lucio Aquilanti, Emilio Basaldúa, Alberto Casares,
Julio Chiappini, Soledad Constantini, Betina Edelberg, Ida Fanelli, Alicia
Jurado, Bernardo Ezequiel Koremblit, Nora Longhini De Medel, Jorge López Anaya,
May Lorenzo Alcalá, Annick Louis, Samuel César Palui, el embajador Luis Felipe
Seixas Correa y Miguel de Unamuno. Agradecemos además a Martín Hadis por su
contribución.
Hemos
recurrido también a las siguientes instituciones, cuyo apoyo por parte de la
dirección y su personal, agradecemos: Academia Argentina de Letras, Archivo
General de la Nación, Biblioteca de la Bolsa de Comercio, Biblioteca del
Concejo Deliberante, Biblioteca del Congreso, Biblioteca Nacional (Sección Hemeroteca),
Cedinci, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires,
Fundación Bartolomé Hidalgo, Instituto de Literatura Argentina de la
Universidad de Buenos Aires, Museo del Cine, Museo Varig de Porto Alegre,
Universidad Nacional de La Plata y Universidad Nacional de Rosario.
Con la ayuda
de Juan Antonio y Ana Saráchaga hemos podido encontrar material inédito en la
biblioteca de Carlos Luis Codesal, legada por su viuda Febe Gaidou a Unicef.
NOTA
DE UN MAL LECTOR
Ortega
continuó la labor iniciada por Unamuno, que fue de enriquecer, ahondar y
ensanchar el diálogo español. Éste, durante el siglo pasado, casi no se
aplicaba a otra cosa que a la reivindicación colérica o lastimera; su tarea
habitual era probar que algún español ya había hecho lo que después hizo un
francés con aplauso. A la mediocridad de la materia correspondía la mediocridad
de la forma; se afirmaba la primacía del castellano y al mismo tiempo se quería
reducirlo a los idiotismos recopilados en el Cuento de
cuentos y al fatigoso refranero de Sancho. Así, de paradójico modo, los
literatos españoles buscaron la grandeza del español en las aldeanerías y
fruslerías rechazadas por Cervantes y por Quevedo… Unamuno y Ortega trajeron
otros temas y otro lenguaje. Miraron con sincera curiosidad el ayer y el hoy y
los problemas o perplejidades eternos de la filosofía. ¿Cómo no agradecer esta
obra benéfica, útil a España y a cuantos compartimos su idioma?
A lo largo de
los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por
establecer, pese a las “imperfectas simpatías” de que Charles Lamb habló, una
relación parecida a la amistad. No he merecido esa relación con los libros de
Ortega. Algo me apartó siempre de su lectura, algo me impidió superar los
índices y los párrafos iniciales. Sospecho que el obstáculo era su estilo.
Ortega, hombre de lecturas abstractas y de disciplina dialéctica, se dejaba
embelesar por los artificios más triviales de la literatura que evidentemente
conocía poco, y los prodigaba en su obra. Hay mentes que proceden por imágenes
(Chesterton, Hugo) y otras por vía silogística y lógica (Spinoza, Bradley).
Ortega no se resignó a no salir de esta segunda categoría, y algo —modestia o
vanidad o afán de aventura— lo movió a exornar sus razones con inconvincentes y
superficiales metáforas. En Unamuno no incomoda el mal gusto, porque está
justificado y como arrebatado por la pasión; el de Ortega, como el de Baltasar
Gracián, es menos tolerable, porque ha sido fabricado en frío.
Los estoicos
declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo,
por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a
Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado.
Cuarenta años
de experiencia me han enseñado que, en general, los otros
tienen razón. Alguna vez juzgué inexplicable que las generaciones de los
hombres veneraran a Cervantes y no a Quevedo; hoy no veo nada misterioso en tal
preferencia. Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra
a Ortega y Gasset.
Buenos Aires,
enero de 1956
* En revista Ciclón, La Habana, Volumen 2, Nº 1, enero de 1956.
ANÁLISIS
DEL ÚLTIMO CAPÍTULO
DEL
“QUIJOTE”
Este examen ya
ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho. Hoy ensayaremos algo
distinto, el examen técnico de ese capítulo, párrafo por párrafo. Antes
convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo, volver al momento en que
llegamos al último capítulo, ya que este capítulo exige, para ser plenamente
sentido, la carga emocional de los capítulos anteriores. Exige que sintamos a
don Quijote y a Sancho como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo final,
no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros.
Empiezo ahora el examen:
“Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo,
y del testamento que hizo, y su muerte.”
Aquí Cervantes
renuncia instintivamente a toda sorpresa. Cervantes anuncia que don Quijote, su
amigo y nuestro amigo, va a morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la
muerte del héroe y hace que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:
Como las cosas humanas no sean
eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su
último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no
tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y
acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que
le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba,
se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue
visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin
quitársele de la cabecera Sancho Panza su buen escudero.
En este primer
párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos de Cervantes, del individuo
Cervantes, que del arte general de la novelística. Escribe Cervantes que todas
las cosas tocan alguna vez a su acabamiento y su fin, y que don Quijote no
estaba exento, por privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no
es cierto, ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre
sujeto a la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido
inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta, ya que,
a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una ficción para
Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un individuo, un mortal, un
hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo destacar en este primer párrafo
palabras como fin y melancolía,
palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos decir,
causan la muerte del héroe.
Éstos, creyendo que la
pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y
desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles
procuraban alegrarle, diciéndole el Bachiller que se animase y levantase para
comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que
mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su
propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino
y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar.
En este
párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura, los otros personajes
siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el mundo ilusorio que abandonará
don Quijote. Al recorrer este segundo párrafo, sentimos otra vez la gravitación
del mundo fantástico que nos ha acompañado en el decurso de la obra. Para que
esta gravitación sea más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a
quienes siempre descreyeron de tales imaginaciones… Las últimas líneas sugieren
un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros fueron “realmente”
comprados por el Bachiller o si los inventó para dar valor y ánimo a don
Quijote. En el primer caso, serían ficciones de primer grado; en el segundo,
ficciones de segundo grado, sueños de un sueño.
Pero no por esto dejaba don
Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos del médico, tomóle el pulso, y no le
contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma,
porque la del cuerpo corría peligro.
Cervantes,
para que creamos en la gravedad del estado de don Quijote, alega el testimonio
del médico. ¿Pero quién es el médico? Un sueño más, una persona que no existía
dos líneas antes. Ahora, sin embargo, por obra de aquella suspensión de la
incredulidad de que habla Coleridge, nos convence de que don Quijote está
realmente grave y a punto de morir.
Oyóle don Quijote con ánimo
sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales
comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante.
El llanto de
estas personas viene a significar nuestra tristeza y también la tristeza de
Cervantes, que sabe que va a separarse de ese compañero de tantos años.
Fue el parecer del médico que
melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo,
porque quería dormir un poco.
La frase “el
parecer del médico” hace que imaginemos a éste como distinto de Cervantes. No
se nos dice qué melancolías y desabrimientos estaban acabando a don Quijote; se
atribuye a un tercero este parecer.
Hiciéronlo así, y durmió de un
tirón, como dicen, más de seis horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina
que se había de quedar en el sueño.
Sabemos que el
Quijote fue concebido como una larga fábula, cuyo
remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar al capítulo
final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para que Alonso Quijano
recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a ser Alonso Quijano? ¿Qué
extraña aventura idearé para sacarlo del mundo fantasmagórico que habitó tanto
tiempo? ¿Qué artificio urdiré para curar a aquel a quien no curaron los azotes,
las desventuras y, lo que es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin
duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a
algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos
pasa al dormir, de qué mundo desconocido regresamos al despertar? Cervantes
recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el que ocurrirá la
salvación buscada.
Despertó al cabo del tiempo
dicho, y dando una gran voz, dijo: “Bendito sea el poderoso Dios, que tanto
bien me ha hecho. En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian
ni impiden los pecados de los hombres”.
Esta larga
declaración de don Quijote, esta declaración quizá inverosímil, tiene un
propósito preparatorio. Al leerla, adivinamos que don Quijote va a revelar que
está curado de su locura. El hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo
que vendrá después.
Estuvo atenta la sobrina a las
razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo
menos en aquella enfermedad, y preguntóle: “¿Qué es lo que vuesa merced dice,
señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de
los hombres?”. “Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que
en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
pecados.”
Aquí se
declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello sea más
verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta altura de la novela,
ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote es para nosotros no sólo un
amigo querido sino también un santo.
“Yo tengo juicio ya libre y
claro sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi
amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco
sus disparates y sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha
llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo
otros que sean luz del alma.”
Cualquier otro
autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley,
combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte
ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos
contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y
también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es
triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha
sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y
también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que
cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos
adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica
realidad.
“Yo me siento, sobrina, a punto
de muerte; querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido
mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no
querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos
amigos…”
Alonso Quijano
está en posesión de su cordura. No lo ha abandonado aquella virtud que lo
acompañó a lo largo de sus empresas y que no fue tocada por la locura; hablo de
su coraje. Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta
aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre
valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo
miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo.
Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de
la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de
arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene
a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también
fantástica.
“… al cura, al Bachiller Sansón
Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi
testamento.” Pero deste trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los
tres. Apenas los vio don Quijote cuando dijo…
La sobrina
pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra ese trámite; las personas
entran y con ello evidencian que les inquieta la suerte de don Quijote.
Palabras como testamento y confesión
resultan patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de
hechicerías y de ínsulas.
“Dadme albricias, buenos
señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a
quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de
Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las
historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el
peligro en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios,
escarmentando en cabeza propia, las abomino.”
Alonso
Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han sido necedades y
humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se alegra porque ha
encontrado la verdad, aunque esta verdad venga a aniquilar toda su vida.
Cuando esto le oyeron decir los
tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le
dijo: “Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la
señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de
ser pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa
merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos”.
En este
párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de papeles. Ahora don
Quijote está de parte de la realidad y los otros están, o fingen estar o siguen
estando por inercia, de parte de la ficción.
“Los de hasta aquí —replicó don
Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con
ayuda del cielo en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda
priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un
escribano que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de
burlar el hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me
confiesa, vayan por el escribano.”
Un escribano y
un confesor, es decir, dos personas cotidianas y prosaicas; dos personas que
nada tienen que ver con el mundo de Ariosto y de las novelas de caballerías.
Don Quijote vuelve a la realidad, a la realidad que pronto tendrá que dejar
para ser borrado o transformado por la muerte.
Miráronse unos a otros,
admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer;
y una de las señales por donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con
tanta facilidad de loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras
muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les
vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Una
superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están ya cerca de la
muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí,
inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco.
Hizo salir la gente el Cura, y
quedóse sólo con él y confesóle.
Cervantes no
nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don Quijote, aunque pudo haberlo
inventado; ahora no nos dice cómo fue la confesión del héroe. Hay aquí otro
intervalo de oscuridad. Estas dos ignorancias o fingidos escrúpulos del autor
hacen que prestemos más fe a los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses,
estos dos intervalos de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.
El Bachiller fue por el
escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho
(que ya sabía por nuevas del Bachiller en qué estado estaba su señor), hallando
a la Ama y a la Sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar
lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el Cura diciendo: “Verdaderamente se
muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos
entrar, para que haga su testamento”. Estas nuevas dieron un terrible empujón a
los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de tal
manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil profundos
suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en
tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y en tanto que fue
don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable
trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos
cuantos le conocían.
Una sombra, en
una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante si en su patria perduran
la virtud y la cortesía. Se advierte que estas dos virtudes fueron virtudes
cardinales para el poeta; también lo fueron para Cervantes. Durante todo el libro
hemos sido testigos del valor de Alonso Quijano; ahora se habla también de su
cortesía y de la bondad que significa esa cortesía.
Entró el escribano con los
demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento, y ordenado su alma
don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren,
llegando a las mandas, dijo: “Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que
Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha
habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le
haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno
después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será
bien poco, y buen provecho le haga…”.
La lucidez de
don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un mundo alucinatorio, pero
ahora que vuelve al mundo real recuerda vívidamente todas las circunstancias de
esa larga etapa anterior. Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que
se le haga justicia.
“… ¡Ay! —respondió Sancho
llorando—: no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva
muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es
dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben
que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y
vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de
alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más
que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa,
diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuánto más
que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria
derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy, ser vencedor
mañana”.
Estas palabras
han sido curiosamente interpretadas por Unamuno, que entiende que don Quijote,
al perder su locura, se la traspasa a Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho
no ha conocido a Alonso Quijano sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a
hablarle de esta manera. Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir,
y recurre a palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo
son. No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora es
vano invocar hechiceros y Dulcineas.
“Así es —dijo Sansón—, y el
buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.” “Señores —dijo don
Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros
hogaño.”
Algo
inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.
“Yo fui loco, y ya soy cuerdo;
fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el
Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la
estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Ítem,
mando toda mi hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina, que está
presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere
menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que
se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi Ama me ha
servido, y más veinte ducados para un vestido.”
Otra
circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba sus irrisorias hazañas,
el Ama había trabajado en su casa y no le habían pagado nunca. Esta invención
de que mientras ocurre una cosa, ocurran otras que no sepamos, es una de las
habilidades de la novela, y está bien aquí.
… Cerró con esto el testamento,
y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse
todos, y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde
hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo.
Alonso Quijano
tenía que morir después de haber dicho ciertas cosas, pero haberlo hecho morir
inmediatamente hubiera resultado un poco mecánico. Cervantes, para mayor
verosimilitud, lo hace durar unos días más.
Andaba la casa alborotada; pero
con todo comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que
esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que
es razón que deje el muerto.
Se anticipa la
muerte de don Quijote en el olvido de estas personas que, sin embargo, tanto lo
quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya están olvidándolo. Este olvido
acentúa y agrava su soledad.
En fin, llegó el último de don
Quijote, después de recibidos todos los sacramentos, y después de haber
abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse
el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de
caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan
sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y
lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se
murió.
El libro
entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote. Los
autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que,
según su propia declaración, no era padre sino padrastro de don Quijote, deja
que éste se vaya de la vida de una manera lateral y casual, al fin de una
frase. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última
crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un
pudor y Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.
* En Revista
de la Universidad de Buenos Aires, Quinta Época, Año 1, Nº 1,
enero-marzo de 1956.1
Y en:
Páginas de Jorge Luis Borges
seleccionadas por el autor, Buenos
Aires, Celtia, 1982.
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