jueves, 31 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. LA NATURALEZA IMITA AL ARTE. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.

LA NATURALEZA IMITA AL ARTE





Al revés de ciertos individuos que pronuncian con aire de importancia meras frivolidades, Oscar Wilde dijo a menudo cosas importantes con aire de decir frivolidades: «La naturaleza imita al arte».
Una persona admirable engendra a su alrededor multitud de imitaciones. Pero los héroes literarios engendran más encarnaciones que los héroes reales, por la mayor pureza e intensidad que suelen alcanzar. Werther produjo infinitos Werthers.
Este proceso no tiene fin: Dostoievsky crea un personaje que se inspira en un ser real como Napoleón, pero a su vez Raskolnikov produce en la realidad una multitud de pequeños Raskolnikov. Proust pinta a cierto género de snobs que de alguna manera eran existentes, pero esos snobs se multiplican entre los lectores y admiradores de Proust, que terminan por convertirse en personajes proustianos. Los que a su vez son descritos por otro artista, ya que el arte se hace sobre todo a partir del arte.

Y así ad infinitum.
EDITORIAL EMECÉ, 1976.

miércoles, 30 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. UNIVERSALIDAD CIENTÍFICA E INDIVIDUALIDAD ARTÍSTICA. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.

UNIVERSALIDAD CIENTÍFICA E INDIVIDUALIDAD ARTÍSTICA





Dijo Poincaré con gran elegancia: la matemática es el arte de razonar correctamente sobre figuras incorrectas. Ya que nadie pretende (ni es necesario) que el triángulo rectángulo dibujado en el pizarrón sea el auténtico triángulo platónico para el que rige el teorema: es apenas una burda alusión, un grosero mapa para guiar el razonamiento.
Totalmente inversa es la situación del arte, en que precisamente lo que importa es ese diagrama personal y único, esa concreta expresión de lo individual. Y si alcanza la universalidad es esa universalidad concreta que se logra no rehuyendo lo individual sino exasperándolo. ¿Qué más exasperadamente personal que un cuadro de Van Gogh?
Si la ciencia puede y debe prescindir del yo, el arte no puede hacerlo; y es inútil que se lo proponga como un deber. Palabras más o menos, decía Fichte: En el arte los objetos son creaciones del espíritu, el yo es el sujeto y al mismo tiempo el objeto.
Y Baudelaire, en el Art Romantique, afirma que el arte puro es crear una sugestiva magia que involucra al artista y al mundo que lo rodea. Agregando: «Prestamos al árbol nuestras pasiones, nuestros deseos o nuestra melancolía; sus gemidos y sus cabeceos son los nuestros y bien pronto somos el árbol. Asimismo, el pájaro que planea en el cielo representa de inmediato nuestro inmortal anhelo de planear por encima de las cosas humanas; ya somos el mismo pájaro,»
También lo decía Byron:
Are not mountains, waves and skies a part
of me and my soul, as I of them?
Esas misteriosas grutas que suelen verse detrás de las figuras de Leonardo, esas azulinas y enigmáticas dolomitas detrás de sus ambiguos rostros ¿qué son sino la expresión indirecta del espíritu del propio Leonardo? Como los movimientos y gestos de un actor ajeno a la vida de Shakespeare sin embargo se convierte en Hamlet y por lo tanto en Shakespeare cuando lo animan las ficciones del príncipe de Dinamarca. Y es en este sentido que debe interpretarse el notorio aforismo de Leonardo, cuando dice que la pintura es cosa mental, pues para él mental quería decir no algo meramente intelectual sino algo subjetivo, algo propio del artista y no del paisaje que pinta; el arte era para él «un idealismo de la materia». ¿Cómo pedirle así objetividad al arte?
Sería como pedir que el cuarteto 135 de Beethoven no parezca de Beethoven. Y ya que para el gran arte no se trata de parecer sino de ser, eso sería tan monstruoso y descabellado como pedir ¡que no sea de Beethoven!
No puede explicarse esta doctrina de los «objetivistas» sino como consecuencia del prestigio e imperialismo de la ciencia, de la creencia dogmática en un universo externo que el artista, como el científico, deba describir con la misma fría imparcialidad. De modo que el escritor de novelas describiría la vida o las vicisitudes de un hombre como un zoólogo las termites: indagando las leyes de esas sociedades, describiendo sus costumbres y viviendas, sus lenguajes y danzas nupciales. Y como bien dice Moravia, la tercera persona en que esas historias eran narradas se asemejaba a la tercera persona en que se describían, en los libros de ciencias naturales, las costumbres y caracteres de los mamíferos o reptiles; y aun cuando deformara o transfigurara esa realidad objetiva, esas deformaciones o alteraciones eran consecuencia de simples diferencias de estilo o de técnica verbal (en general reprobables) y no de realidad. En ningún momento se le cruzaba por la imaginación que la realidad de uno no era de ningún modo la realidad de otro, como sin embargo es obvio, ya que la realidad Balzac-mundo no es la misma que la realidad Flaubert-mundo. En tanto que para el novelista actual no sólo ya existe la conciencia de ese hecho decisivo sino de que para cada personaje la realidad es distinta: al variar su visión de ella, su punto de vista, lo que él le entrega al mundo externo y lo que de él recibe.

En suma: si por realidad entendemos (como debemos entender) no sólo esa externa realidad de que nos habla la ciencia y la razón sino también ese mundo oscuro de nuestro propio espíritu (por otra parte, infinitamente más importante para la literatura que el otro), llegamos a la conclusión de que los escritores más realistas son los que en lugar de atender a la trivial descripción de trajes y costumbres describen los sentimientos, pasiones e ideas, los rincones del mundo inconsciente y subconsciente de sus personajes; actividad que no sólo no implica el abandono de ese mundo externo sino que es la única que permite darle su verdadera dimensión y alcance para el ser humano; ya que para el hombre sólo importa lo que entrañablemente se relaciona con su espíritu: aquel paisaje, aquellos seres, aquellas revoluciones que de una manera u otra ve, siente y sufre desde su alma. Y así resulta que los grandes artistas «subjetivos», que no se propusieron la tonta tarea de describir el mundo externo, fueron los que más intensa y verdaderamente nos dejaron un cuadro y un testimonio de él. En tanto que los mediocres costumbristas, que quizá los acusaban de limitarse a su propio yo, ni siquiera lograron lo que se proponían.

martes, 29 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. LAS PRETENSIONES DE ROBBE-GRILLET

LAS PRETENSIONES DE ROBBE-GRILLET





Si Robbe-Grillet se limitara a escribir sus relatos, algunos de los cuales alcanzan momentos fascinantes, nada tendríamos que objetar, y señalaríamos su presencia como una de las más curiosas dentro de la compleja variedad de la novela contemporánea.
Pero no es así: este escritor sostiene, nada menos, que su literatura es la literatura de hoy y sobre todo la del futuro, siendo todo lo demás una suerte de aberración. Entonces tenemos el derecho a examinar sus realizaciones y sus teorías.
El principio fundamental de que parte este narrador es que existen dos maneras de escribir una novela: En la de antes (cuando él dice «antes» quiere decir, modestamente, antes de RG) el autor desciende o pretende descender al alma de sus personajes mediante el tradicional método del análisis psicológico, analizando la conciencia como un químico hace con una materia cualquiera; ésta es la que podríamos denominar una «literatura psicologista y pretendidamente profunda».
La otra, la novedosa, consciente de que esa pretensión es falsa, que es imposible descender al alma de los personajes mediante el análisis, que es ridículo hablar de una conciencia que nadie ha visto ni verificado, procede exactamente al revés, limitándose a dar una visión externa de los personajes, como pudiera hacerlo una cámara cinematográfica, registrando la superficie de los rostros y seres que nos rodean, describiendo sus gestos, sus voces, sus silencios, sus distancias. Aquí, el escritor, como un espectador más, no abre juicio sobre lo que pueda pasar en el interior de esos personajes, no averigua ni intenta averiguar nada más allá de esa descripción de la conducta.
Veamos ahora los sofismas y arrogancias que se hallan en la posición de RG.
En primer término, el objetivismo es una vieja tendencia que se encuentra en la literatura por lo menos desde Maupassant y Flaubert, hasta el punto que cuando después de la primera guerra mundial aparece una escuela más radical en Alemania hubo que llamarlo, modestamente, «nuevo objetivismo». Parcial o inteligentemente (pues se lo usaba cuando era menester y no con manía totalitaria) podemos encontrarlo en Joyce, en Hemingway, en Kafka, en Camus y en cantidad de otros escritores. Todo gran novelista de nuestro pasado inmediato, al lado del clásico descenso al interior de sus personajes (luego veremos la legitimidad de este procedimiento), practicó cada vez que lo consideró conveniente o eficaz el método conductista, o sea la descripción del comportamiento del personaje sin agregar nada sobre los impulsos anímicos que pudiera haber detrás. Y particularmente Hemingway.
En segundo término, no es cierto que haya que optar entre una psicología analítica o una psicología conductista. El análisis psicológico es la última consecuencia de una concepción atomista del mundo, que la mentalidad científica vino imponiendo sobre todas las disciplinas desde el Renacimiento. Esa mentalidad abstracta derivada de las ciencias físicas, cometió en lo que al hombre se refiere un error tras otro: el hombre era el átomo de la sociedad («individuo» significa átomo), lo que es una primera equivocación, ya que el hombre no existe sino en relación, en comercio perpetuo con sus semejantes; y la conciencia del hombre era un compuesto que podía ser analizado en sus componentes indivisibles, del mismo modo que una sustancia compleja es reducida por el químico a moléculas y éstas finalmente a átomos. Frente a esta concepción atomista del mundo se empezó ya a reaccionar en el Romanticismo con la concepción organicista, y tanto las comunidades humanas, como los complejos psíquicos fueron vistos como una totalidad indivisible, que debían ser aprehendidos y juzgados como una estructura. El ejemplo más sencillo es el de la melodía, que está compuesta por notas sueltas y que sin embargo no puede ser reducida a ellas, como se lo prueba cuando la melodía es trasladada a un tono más alto: sigue siendo la misma melodía y sin embargo sus elementos constitutivos no son los mismos. En la estructura, la totalidad es previa a las partes, a la inversa de lo que pasa con la concepción atomista.
Ahora bien: el conductismo, desde este punto de vista, supone una concepción más ajustada a la realidad que el análisis psicológico, pues al tomar al hombre en su conducta total, en sus manifestaciones globales, participa de esta posición totalizadora que es propia del estructuralismo. Pero comete una nueva equivocación, a su vez, pues no sólo es legítimo hablar de movimientos externos sino que también existen estructuras internas en la conciencia, como es el caso de un complejo y, en general, de una vivencia cualquiera. La precariedad de la concepción conductista la podemos valorar con un solo ejemplo: observando los movimientos y la conducta externa de un escritor que escribe sobre una página no podremos jamás conocer sus sentimientos, sus ideas, su manera de sentir y describir el mundo. De modo que si no completamos la tarea con un examen de su interior no pasaremos jamás a una auténtica ciencia psicológica.
¿Por qué habremos de renunciar a esa internación en el alma del personaje? SÍ yo soy un hombre de ciencia y quiero estudiar a los monos, es natural que deba hacerlo sobre la única fuente de información de que dispongo, que son los movimientos que el animal hace al buscar una banana, al pelarla, al comerla, al disputarla con otros animales de su cercanía, etc. Si soy un psicólogo que quiere estudiar el alma de un hombre, sería bastante tonto al ceñirme a esa metodología óptima para monos o ratones, ya que dispongo de otras inapreciables ventajas: preguntarle a mi hombre sobre lo que siente y piensa, oír sus sueños, hipnotizarlo y escuchar sus frases, etc. Pero si soy novelista, entonces ya el famoso conductismo es ya no sólo una equivocación sino una falacia, pues es harto sabido que los personajes fundamentales de una novela salen del corazón del propio autor, y es muy tonto o muy mal escritor o muy candoroso si hace la comedia de la prescindencia o la objetividad. Pero a esto me referiré en otra parte.
Resumiendo, pues, no tenemos por qué pasar de los átomos a los monos. El hombre no es un átomo, pero tampoco es un mono.
Y no veo la ventaja de escribir novelas como si lo fueran.
El auténtico dilema no es ése. El auténtico dilema es el de la vieja concepción mecanicista y abstracta del atomismo con la nueva concepción fenomenológica de la existencia. Desde Husserl sabemos que es apócrifa y abstracta la separación entre el sujeto y el objeto, y que ni el yo existe sin el mundo que lo rodea ni el mundo sin el yo. Y el novelista de hoy debe dar la descripción total de esa interacción y debe mostrar la sutil trama que vincula lo más profundo de la subjetividad de un ser humano con lo más externo de la objetividad: en el árbol que pinta Van Gogh está su autobiografía, pero el escritor va más allá pues puede valerse de instrumentales que desdichadamente no tiene el pintor a su alcance para describir los abismos de su conciencia y el mundo de sus sueños: riqueza portentosa que el llamado objetivismo extremo tiene fatalmente que perder.
Este predicador del rigor que es RG, en cambio, reaccionando contra el mero análisis psicológico nos propone otras precariedades. El protagonista de La jalousie, por ejemplo, podría describir la realidad con el uso de sus cinco sentidos y además con su inteligencia, con sus ideas, con sus manías y preconceptos, tal como hace un auténtico ser humano, no como una célula fotoeléctrica o una cámara cinematográfica. ¿Quién se lo impide? ¿Qué desea RG, lograr un efecto fantasmagórico semejante al que se logra en ciertas pinturas de Chirico y de los cubistas, o un método riguroso de descripción del mundo? Si fuera lo primero, nada tendríamos que decir, como nada decimos ante el admirable Kafka; pero sus teorías pretenden más bien que él escribe así porque es lo «único» que un novelista puede y debe hacer, porque lo demás es apócrifo, porque el análisis psicológico es una falacia, etc. Pero ¿quién le pide que haga análisis psicológico? ¿Y quién le prohíbe usar además de la vista y el oído su inteligencia, su intuición y sus ideas al narrador de La jalousie? ¿Qué, es idiota? ¿Es un mono o un cobayo? ¿Cuándo se ha visto que un individuo, celoso o no, y sobre todo celoso, no tenga ideas, no razone, no cavile, no saque conclusiones, no tenga hipótesis y teorías? ¿En nombre de qué objetividad escamotea todo esto? Supongamos que el narrador no quiera o no pueda inferir las ideas de su mujer, sus propósitos, y mucho menos la del presunto amante ¿pero qué clase de psicología le impide escribir sobre sus propias presunciones e hipótesis? Me temo que aquí lo que sucede es, simplemente, que se trata de un truco más para aumentar la ambigüedad del relato y para agregar un interés ilegítimo. Porque las ambigüedades y el misterio que existe en Faulkner o Dostoievsky o Kafka no se debe, obviamente, a recursos de iluminación o a escamoteos, sino al profundo y último misterio de la existencia del hombre.
Pero no paran aquí las inconsecuencias de este predicador de la verdad y de los hechos.
Una rigurosa descripción de la realidad externa debería hacerse con todos los sentidos. Pero, cosa singular, en RG predomina en forma abrumadora la descripción visual, el más intelectual y abstracto de los sentidos; a veces se oyen voces y algún ruido; casi nunca, que yo recuerde, hay sensaciones táctiles u olfativas. Si tenemos presente que el viejo método del análisis es un resultado de la mentalidad científica, resulta significativo que este escritor elija precisamente el más intelectual de los sentidos, ese sentido que por algo figura en toda la historia de la filosofía con palabras como «especulación», «idea» e «intuición»; y también conviene recordar que Locke distinguía las cualidades primarias de las secundarias, que las primarias eran las de forma, distancia y dimensión que son las típicas que toma en cuenta la ciencia fisicomatemática y el escritor RG; mientras que las secundarias son las de esos sentidos inferiores que precisamente están ausentes o casi ausentes en sus novelas. Lo que significaría que este enemigo aparente de la ciencia clásica entra por la ventana a su sagrado recinto después de haber salido ostentosamente por la puerta. Que los escritores «bárbaros» norteamericanos, narradores en muchos sentidos primitivos en el buen sentido de la palabra, hombres de hechos más que de introspecciones, de puñetazos más que de análisis psicológicos, escribieran novelas donde casi priva la pura narración «eterna y conductista, es natural y fue en muchos sentidos expresión de autenticidad, así como fuente de vitalización por una novelística que en Europa estaba esterilizada por el bizantinismo. Pero que un francés cartesiano, que para colmo es ingeniero, presuma de rebelión contra la abstracción científica empleando otro método abstracto y empleando el más abstracto de los sentidos, eso es un singular fenómeno psicoanalítico que sólo podía darse en París.
Pero sigamos con sus inconsecuencias filosóficas y metodológicas.
De acuerdo con la doctrina de la total prescindencia del autor, no se comprende por qué escribir precisamente La jalousie. Una novela en que el autor no interviniese tendría que ser una vasta, qué digo, una total descripción del universo entero; y para limitamos a la tesis conductista, de todo lo visible, audible, palpable, gustable y olible. Cualquier selección de un tema sobre otro, de un objeto sobre otro, de un ser humano sobre el vecino, sería una intolerable intervención del autor (mucho menos tolerable que las pequeñísimas intervenciones que RG abomina en los escritores que no practican su doctrina). En tales condiciones, el señor RG no debería escribir más que una sola novela, más bien una suerte de infinito mazacote que debería incluir todos los caballos, árboles, escarabajos, verjas, aleros, tranvías, televisores y uñas. Pero no así como así: tendría que describir equitativa, impasible y pacientemente cómo son las ramas de esos árboles, qué color tienen esas orejas y esos televisores, qué formas geométricas (sí sinusoides o garabateadas, si secciones cónicas o más bien parecidas a un rinoceronte, si alabeadas o planas), qué olor (nauseabundo o interesante, poderoso o más bien imperceptible, asqueroso o delicado, perfumado o tendiente a lo pantanesco) tienen esos dedos, esos tranvías, esos gasómetros, aquel señor que, qué casualidad, aparece en lontananza al lado del chef de cocina que, qué desdicha, se le ha ocurrido aparecer en ese momento. Pero no bastaría. Tendría que describirnos, de acuerdo con los cánones sagrados de la conducta externa, sí ese chef, ese señor, aquella normalista, mueven los brazos (cuántos grados, en qué dirección, con qué azimut), con qué rapidez (cuántos centímetros por segundo) el antebrazo izquierdo, mientras el derecho se mantiene a 50 grados de inclinación respecto a la vertical del gasómetro que se ve a la mano derecha del tubo dentífrico (no olvidar, por favor, la marca del dentífrico, el perfume que exhala, si está abierto o cerrado, qué clase y qué formas de abolladura muestra, la cantidad de milímetros que muestra de dentífrico fuera del tubo, etc.). No deberá ahorrarnos los movimientos de ese brazo mientras describe sucesiva o simultáneamente (maldita necesidad del discurso sucesivo) los movimientos de los otros brazos y piernas, de los tranvías y diferentes vehículos que acierten a pasar, así como el desplazamiento de caballos, muías, acémilas, perros, gatos, cebras (si estamos en el zoológico, y tarde o temprano tendremos que estar, dada la condición infinita del producto), nenes de corta edad, nodrizas que los acompañan, conscriptos que acompañan a las nodrizas, moscas y mosquitos, cucarachas y grillos. Mediante reglas milimetradas y compases, tener sumo cuidado en ofrecernos un cuadro completo de sus respectivas distancias mutuas y dimensiones. Y eso, claro, a cada segundo. ¿Y por qué a cada segundo? ¿Qué clase de privilegio está queriendo revelar a esa especie de división del tiempo? ¿Qué odiosa intervención de los prejuicios del autor se está manifestando? No señor: cada décimo de segundo, cada centésimo, cada diezmillonésimo de segundo. Atareado con un gasómetro o una estación de servicio (realidad riquísima a simple vista, que no creo pueda ni deba despacharse en menos de cien mil páginas en cuerpo ocho) no le perdonaremos que olvide o pase por alto los apasionantes hechos que mientras tanto tienen lugar allí o en otras partes del mundo. Porque ¿en virtud, de qué derecho nos ofrecerá este rincón del universo y no, por ejemplo, el atractivo paisaje de Villa María, los igualmente legítimos y acaso apasionantes suburbios y quintas de algún pueblecito de Massachusetts? ¿Por qué este crimen y no aquel amor? ¿Por qué este cornudo y no aquel adolescente?
Ustedes me dirán que esto es una caricatura y una exageración. Pero yo no tengo la culpa si RG me ofrece una teoría que, de ser llevada rigurosamente hasta sus últimas instancias, es por sí misma una caricatura.
Naturalmente, a pesar de lo que diga en sus manifiestos, en la práctica tiene que sosegarse, y aprovechando la enorme capacidad que los hombres tienen para absorber sofismas y para tragar falacias, RG no lleva a cabo su grandioso programa panóptico y se limita a darnos un drama en un lugar determinado. ¡Abominable intervención del autor! ¡Enorme crimen de lesa objetividad!
Estamos, pues, en un pueblecito del África y tenemos ante nosotros un buen par de amantes. Hemos prescindido sensatamente, como cualquier autor del bien tiempo viejo, de las cebras, escarabajos y gasómetros que mencionamos más arriba. Qué se le va a hacer. La obra de arte es el intento de dar, en dimensiones finitas, una realidad que es esencialmente infinita. Esto lo sabíamos. Lo que no sabíamos es que RG participara de esta anomalía.
Estamos, pues, frente al par de amantes o de presuntos amantes, observándolos desde la amarga posición geométrica del cornudo. ¿Qué hacemos ahora? Es harto sabido que un individuo carcomido por los celos no es el ser más apto para guardar una ecuánime actitud descriptiva del universo. Es sumamente dudoso que observe y describa con la misma minuciosa ansiedad la distancia que existe en un momento dado entre las manos de los dos presuntos amantes, en la semioscuridad, que, digamos, la distancia que hay en el retículo de una plantación de tomates en los alrededores. Por curioso que parezca, sin embargo, RG le concede a su protagonista esta especie de tranquilo cinemascope, lo que es, naturalmente, una radical falsificación de la realidad. Lo que pasa es que, con la conciencia culpable de haber intervenido para elegir un pueblo, un drama, un personaje y un momento, necesita probar de alguna manera que mantiene su doctrina de la descripción impasible y total, dándonos con la misma exactitud datos sobre la posición del cuerpo de su Mujer con relación al del señor sospechoso y datos sobre el desarrollo de la agricultura en el África Central. Todos comprendemos que un drama terrible podría ganar en patetismo mediante la descripción tranquila y externa de hechos y cosas que forman su estructura: por ejemplo, las manos de los amantes, por ejemplo la posición de sus cuerpos en el momento en que se despiden allá abajo, en el auto. Grandes maestros de la novela contemporánea, desde Hemingway hasta Kafka, han mostrado cómo esa pseudo objetividad produce un terrible y devastador efecto sobre el lector; pero evidentemente no es éste el caso de RG, que sólo en contadas ocasiones alcanza esa fascinante y poética atmósfera de los objetos indiferentes que rodean o están en medio de un drama. Por lo general, nos aburre con sus reiteradas e inútiles descripciones matemáticas.
Hay, todavía, otra inconsecuencia de índole más profunda y filosófica. Un empirismo consecuente, que es lo que en filosofía correspondería a su descripción sensorial, no se compagina con el uso de universales como «árbol» o «caballo». No puede sino manejarse con un lenguaje que contiene universales, que son o ideas platónicas o, según el punto de vista aristotélico, abstracciones obtenidas a partir de infinitos caballos e infinitos árboles. En cualquiera de los dos casos, esto demuestra la imposibilidad de escribir nada con pretensión de usar únicamente lo perceptible. Con una actitud meramente perceptiva no ya es imposible escribir una novela sino, lisa y llanamente, vivir como ser humano. Ya que lo que caracteriza a un ser humano no es la simple actitud de mirar sino la de ver, poner atención y voluntad, tener propósitos y prejuicios, mal o bien moverse con una concepción de la realidad; no sólo moverse, como lo haría un animal, con la sola ayuda de los sentidos y de algunos instintos y reflejos condicionados sino también con la inteligencia, con su facultad coordinadora, con sus intuiciones emocionales (sin las cuales no tendría conocimiento de la belleza ni de la justicia), con sus intuiciones metafísicas (sin las cuales no tendría sentido de su soledad y de su comunidad, de su finitud y de su muerte, de la ausencia o presencia de Dios). Sería un simple ser zoológico, sin ese mínimo siquiera de concepción del mundo que ya tiene un niño.
Ahora, por qué un protagonista que al menos en su rigurosa reducción filosófica sería un subhombre pueda ser considerado no sólo como la única clase de personaje humano que puede aparecer en una novela sino como portavoz de la gran literatura actual es para mí un fenómeno que sólo puede ser explicado en nuestro país por el snobismo hacia todo lo que proviene de París, y allá por el snobismo tout court.
Quedaría todavía por examinar la furia antimetafórica de RG, pues para él todo lo que no sea un lenguaje literal y sustantivo es repudiable, pues tiene que ver con ese mundo de la psicología profunda que considera apócrifo y escarnece. Esto me llevaría ahora muy lejos, pues tendría que probar que, desde Vico, todos saben que la metáfora no es un adorno ni una hinchazón del lenguaje, sino la única manera que tiene el hombre de expresar sus verdades emocionales más profundas. Pero eso lo dejaremos para otro lugar.
Digamos, en resumen, que a las inconsecuencias filosóficas y a la vasta pretensión estética se une en el caso de RG su mala fe. Pues él sabe, como todos, que el autor no puede estar sino presente: elige un tema y no otro, elige este personaje y no aquél. Elige esos dos personajes que deben estar en una plantación lejos del poblado para que pueda suceder el equívoco viaje de los presuntos amantes. Elige no sólo sus personajes, sino su carácter, las palabras que pronuncian o susurran. Incluso las elige con suma astucia. Incluso se presta al efecto sobre el lector, en el caso de los celos, esa omisión de lo que la inteligencia analítica del protagonista podría agregar. No, no lo dice: conviene que el lector sea trabajado por la ambigüedad. Ni más ni menos que lo que hace el maestro del genero conductista, el autor de El halcón maltes, Pero él tiene derecho, pues únicamente pretende escribir una novela de intriga, una narración policial donde los trucos no sólo están permitidos sino que son la esencia misma del género. Pero ¿es con trucos de esa clase como puede pretenderse hacer la gran literatura de nuestro tiempo? Ya me lo veo a este violento profeta de la mirada bruta, a este enemigo de la lucidez y del análisis, estudiando el juego de su novela con la astucia y la lucidez y el cálculo con que se construyen charadas, novelas policiales o narraciones fantásticas.
Repito, en fin, que no niego la fascinación que por momentos alcanza. Una fascinación que tampoco es original, porque es la de ciertos cubistas, así como la de algunos metafísicos de Chirico.


Es la belleza de ciertos films de Antonioni. Pero eso lo logra no porque sea consecuente con su pretenciosa doctrina sino porque en definitiva se deja conducir por su sensibilidad y por su intuición, no por su manía métrica. Y si por momentos alcanza así una suerte de fantasmagórica belleza, es a pesar de su filosofía, no por ella.

lunes, 28 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. LIMITACIÓN Y FUERZA DE LA LITERATURA. El escritor y sus fantasmas.

 

LIMITACIÓN Y FUERZA DE LA LITERATURA





Bastan unas cuantas notas para que Debussy cree una atmósfera sutil e inefable que un escritor no podrá lograr jamás, cualquiera sea el número de páginas que escriba. Todo escritor conoce esa desazón, esa tristeza que lo invade cuando siente las limitaciones de su arte. Y quizá haya sido la causa por la que en épocas en que un determinado arte alcanza prestigio sumo los escritores hayan querido acercarse a la música o a la pintura; como ahora proliferan los que imitan al cine.
Estas tentativas serían grotescas si no fuesen mortales. Porque el intento de escribir una novela que se parezca al cine consiste en algo así como si un submarino, subyugado por el prestigio de la aviación, lograse dar saltitos fuera del agua mediante la ayuda de una hélice y un par de alitas. Sus torpes hazañas nos harían sonreír con tierna ironía, considerando que ese submarino, en lugar de descender a las profundidades oceánicas, donde es rey y señor, intenta vanamente copiar a aparatos que se proponen otros fines, que tienen otras posibilidades, pero también otras limitaciones.
Cada arte tiene sus objetivos y sus límites. Y, cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una debilidad sino una fuerza, del mismo modo que para empujar un mueble nos apoyamos en algo que resista. Esa radical limitación del teatro, que lo obliga a representar una ficción entre tres paredes, es también la causa de su intensidad. Y tan malo (y tan ingenuo) es que el teatro trate de imitar al cine, ahora que el cine es prestigioso, como fue para el cine imitar al teatro, cuando era un arte vergonzante y bisoño.
En estos últimos tiempos, escritores seducidos por la técnica cinematográfica, quieren trasladarla al libro. Algunos, porque al escribir ya están pensando en las ventajas (bastardas) de una filmación, en cuyo caso nada tienen que hacer en este pequeño análisis; pero otros, y esto sí que interesa aquí, porque suponen que el cine es el arte de nuestro tiempo y su técnica, por lo tanto, la técnica narrativa que de una manera o de otra debe prevalecer. Con este criterio singular, el hombre tendrá que resignarse a que no se produzcan obras como las de Proust, Virginia Woolf o Faulkner, todas esencialmente literarias, irreductibles a cualquier otro medio de expresión que no sea el novelístico, como lo prueban los siempre fallidos intentos de llevarlas al cine. Para no hablar del Ulises de Joyce.

domingo, 27 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. LITERATOS Y ESCRITORES. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.

LITERATOS Y ESCRITORES





«La profesión de escritor tiene un lado penoso, que consiste en que el trabajo lo obliga a uno a mezclarse con una serie de literatos. Paca guardar las apariencias, una o dos veces por año, hay que concurrir a una reunión y pasar varias horas en compañía de críticos, autores radiales y gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerga que sólo pueden entender los literatos. Unicamente después de proceder a una purificación de fondo puede uno recobrarse y caminar con la cabeza en alto, como un ser humano.» (E. Caldwell)
EMECÉ EDITORES, 1976.

sábado, 26 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. El escritor y sus fantasmas.

PLANES Y OBRAS





Dostoievsky se propuso escribir un folletito didáctico contra el alcoholismo en Rusia, que se llamaría Los borrachos: terminó por salirle Crimen y Castigo.
En cuanto a sus personajes, podemos presumir que no siempre los centrales son los que más profundamente lo representan. Podríamos creer que el intelectual Raskolnikov es el portavoz de su autor, dividido como él, y hombre de ideas. Pero a último momento le surgió, parece, ese siniestro Svidrigailov que seguramente encarna la parte más tenebrosa del autor, al lado de quien el criminal Raskolnikov es un alma de dios.
EMECÉ EDITORES. 1976.

viernes, 25 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. Capillas Literarias. El escritor y sus fantasmas.

 

CAPILLAS LITERARIAS





Creo que Thomas Mann dice, en alguna de sus novelas, que el hombre solitario es capaz de enunciar más originalidades y más tonterías que el hombre social. Esto vale también para la literatura. Cierto aislamiento, cierto bárbaro aislamiento, como siempre tuvo el artista en los Estados Unidos, es fértil para la creación de algo fuerte y novedoso. No es necesario, como lo prueba gente como Proust o como Tolstoi; tampoco es suficiente, como lo prueba tanto idiota aislado. Digo, con muchos «ciertos» y «quizá», que de vez en cuando es bueno y fertilizante, como ha sido fertilizante para la ultrarrefinada literatura europea la inyección de esa sangre de escritores como Hemingway.
En Buenos Aires, como en París, padecemos esas galerías de espejos que son las capillas. Y así sucede que la mayor parte de sus integrantes (falsamente multiplicados por los espejos, como en esos negocitos mezquinos de hoy en día) no hacen literatura sino literatura de literatura, una especie de literatura a la segunda potencia, únicamente apta para iniciados y exquisitos conocedores.
Y por eso se rieron del Martín Fierro. Casi siempre, prefieren el ingenio al simple genio.

jueves, 24 de mayo de 2018

Ernesto Sabato..SOBRE LOS PERSONAJES TOMADOS DE LA REALIDAD EXTERNA

SOBRE LOS PERSONAJES TOMADOS DE LA REALIDAD EXTERNA

(Fragmento. El escritor y sus fantasmas).

Los personajes profundos de una novela salen siempre del alma de] propio creador, y sólo suelen encontrarse retratos de personas conocidas en los caracteres secundarios o contingentes. Pero aun en ellos es difícil que el escritor no haya proyectado parte de su avasalladora personalidad. También podríamos compararlos a esas piedrecitas que colocadas en una atmósfera sobresaturada de sulfato de cobre se cubren con cristales azules que nada tienen que ver con la naturaleza de la piedra. Así, cuando Proust o Faulkner toman como modelo un pequeño individuo terminan por cubrirlo con la materia de sus propios deseos y problemas, de sus propios sentimientos y obsesiones. Por eso los personajes de un escritor poderoso tienen siempre un aire de familia: todos son en definitiva hijos del mismo progenitor. Y hasta en aquellos casos en que buscaron un personaje para zaherirlo o satirizarlo, un poco se zahieren o satirizan a sí mismos, con esa tendencia masoquista que casi invariablemente tienen estos grandes neuróticos.

Emecé Editores. 1976. 

miércoles, 23 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.EL ARTE COMO CONOCIMIENTO.

 

EL ARTE COMO CONOCIMIENTO

Desde Sócrates, el conocimiento sólo podía alcanzarse mediante la talón pura. Al menos ése tía sido el ideal ¿e lodos los racionalismos hasta los románticos, en que la pasión y las emociones son reivindicadas como fuente de conocimiento, momento en que llega a afirmar Kierkegaard que «las conclusiones de la pasión son las únicas dignas de fe».

Los dos extremos, por supuesto, son exagerados y el dislate proviene de aplicar un criterio válido para las cosas a los hombres, y recíprocamente. Es de toda evidencia que la rabia o la mezquindad no agregan nada al teorema de Pitágoras, y tratándose de este tipo de verdades habría que decir, como el doctor Johnson:
No levante la voz, caballero: mejore los argumentos.
Pero también es evidente que la razón es ciega para los valores; y no es mediante la razón ni por medio del análisis lógico o matemático que valoramos un paisaje o una estatua o un amor. La disputa entre los que señalan la primacía de la razón y los que defienden el conocimiento emocional es, simplemente, una disputa acerca del universo físico y del hombre. El racionalismo (no olvidemos que abstraer significa separar) pretendió escindir las diferentes «partes» del alma: la razón, la emoción y la voluntad; y una vez cometida la brutal división pretendió que el conocimiento sólo podía obtenerse por medio de la razón pura. Como la razón es universal, como para todo el mundo y en cualquier época el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, como lo válido para todos parecía ser sinónimo de La Verdad, entonces lo individual era lo falso por excelencia. Y así se desacreditó lo subjetivo, así se desprestigió lo emociona] y el hombre concreto fue guillotinado (muchas veces en la plaza pública y en efecto) en nombre de la Objetividad, la Universalidad, la Verdad y (lo que fue más tragicómico) en nombre de la Humanidad.
Ahora sabemos que estos fanáticos de las ideas claras y distintas estaban candorosamente equivocados, y que si sus normas son válidas para un pedazo de silicato es tan absurdo querer conocer el hombre y sus valores con ellas como pretender el conocimiento de París leyendo su guía de teléfonos y mirando su cartografía. Ahora cualquiera sabe que las regiones más valiosas de la realidad (las más valiosas para el hombre y su destino) no pueden ser aprehendidas por los abstractos esquemas de la lógica y de la ciencia. Y que si con la sola inteligencia no podemos siquiera cerciorarnos que existe el mundo exterior, tal como ya lo demostró el obispo Berkeley, ¿qué podemos esperar para los problemas que se refieren al hombre y sus pasiones? Y a menos que neguemos realidad a un amor o a una locura, debemos concluir que el conocimiento de vastas regiones de la realidad está reservado al arte y solamente a él.

martes, 22 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. V. CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA.

 

V. CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA

Ahora estamos en condiciones de apreciar debidamente el sentido y la trascendencia de la novela actual, y de juzgar hasta qué punto se equivocan algunos de sus críticos. Hace unos treinta años, T. S. Eliot afirmó que el género había terminado con Flaubert y Henry James. En una forma o en otra, diferentes ensayistas reiteraron ese juicio funerario. Fenómenos tan considerables como Proust, Joyce y Kafka no los arredran, pues raramente los autores de esquemas racionales se dejan apabullar por los simples hechos: si velocísimos caballos no le impidieron a Parménides demostrar que la realidad es inmóvil ¿cómo Kafka le va a estorbar la tesis a Eliot?
Ocurre que con frecuencia se confunde transformación con decadencia, porque se enjuicia lo nuevo con los criterios que sirvieron para lo viejo. Así, cuando algunos sostienen que «el siglo XIX es el gran siglo de la novela», habría que agregar «de la novela novecentista»; con lo que su aforismo se haría rigurosamente exacto, pero también completamente tautológico.
Es bastante singular que se pretenda valorar la ficción del siglo XX con los cánones del siglo XIX, un siglo en que el tipo de realidad que el novelista describía era tan diferente a la nuestra como un tratado de frenología a un ensayo de Jung (y por motivos muy análogos). Y si siempre constituyó una tarea más bien destinada al fracaso la clasificación de la obra literaria en géneros estrictos, en lo que a la novela se refiere ese intento es radicalmente inútil, pues es un género cuya única característica es la de haber tenido todas las características, y en haber sufrido todas las violaciones. Un género al que, como Valéry murmuró con evidente asco, tous les écarts l’appartiennent. No obstante, a esos teóricos les parece sano establecerse en el siglo pasado y negar el presente, como aquellos que se consideraban cabeza para arriba en Europa y no podían comprender la existencia de caballeros cabeza abajo en Nueva Zelandia, Tendencia natural y psicológicamente muy explicable ésta de convertir en absoluto la propia relatividad, pero filosóficamente de escaso valor, para no decir que apenas alcanza para la ironía.
Abandonemos, pues, de una buena vez el espíritu del pasado y, de acuerdo con el examen realizado, sinteticemos los atributos centrales de nuestra novelística:
1. Descenso al yo. A la inversa de los escritores del siglo pasado, que se proponían fundamentalmente la descripción objetiva del mundo externo, el novelista de hoy se vuelve en un primer movimiento hacia el misterio primordial de su propia existencia (subjetivismo) y en un segundo movimiento hacia la visión de la totalidad sujeto-objeto desde su conciencia (fenomenología). Ya veremos en su oportunidad cuál es la situación y el valor de los llamados «objetivistas» actuales.
2. El tiempo interior. La ficción que añoran esos críticos era espacial y su tiempo era el cosmológico, el de los relojes y almanaques. Al sumergirse en el yo, el escritor debe abandonarlo, pues el yo no está en el espacio sino que se despliega en el tiempo anímico que corre por sus venas y que no se mide en horas ni minutos sino en esperas angustiosas, en lapsos de felicidad o de dolor, en éxtasis.
Adviértase que este hecho no es gratuito ni bizantino, como podría inferirse de algunas de las críticas superficiales a la actual novelística. Es consecuencia de la rigurosa necesidad de verdad que acosa al novelista de hoy: el hombre y sólo el hombre es el centro de su creación, y el examen y descripción de su realidad no pueden ser hechos sin grave falsificación, en un tiempo que no es humano sino astronómico.
3. El subconsciente. En el descenso al yo no sólo tenía que enfrentarse el novelista con la subjetividad a que ya nos tenía acostumbrados el romanticismo (Werther, Adolphe) sino con las regiones profundas del subconsciente y del inconsciente. Esa sumersión en zonas tenebrosas produce muy a menudo una tonalidad fantasmal, esa tonalidad nocturna que recuerda al sueño o la pesadilla y que revela la común raíz de novelas como El Proceso y cuadros como los de Van Gogh, Chirico o Rouait. ¿Cómo pedirle a estas novelas aquellas figuras bien delineadas, precisas y «reales» a que nos tenía acostumbrados la vieja novelística? En ese subsuelo no rige la ley del día y la razón sino la ley de las tinieblas.
4. La ilogicidad. En este mundo nocturno no es válido el determinismo del mundo de los objetos, ni su lógica. Al explorar y describir esos abismos, el novelista de hoy se ve obligado así a abandonar el viejo instrumental de la razón y de las ciencias naturales, tan caro al espíritu del siglo XIX, Y debe «perder» los atributos de coherencia y claridad que aquella mentalidad consideraba como supremos.
5. El mundo desde el yo. Desaparece la vieja y abstracta división entre el sujeto y el objeto. Y con ella el concepto de mundo y de paisaje tal como lo concebía el novelista de antes. Ese mundo y ese paisaje que, como el escenario en las obras de teatro, existía independientemente de los personajes y era algo así como la escenografía en que iban a representarse sus acciones y sentimientos. En la novela actual, o al menos en sus manifestaciones más representativas, la escena va surgiendo desde el sujeto, junto con sus estados de alma, con sus visiones, con sus sentimientos e ideas.
6. El Otro. Acaso porque, como decía Kierkegaard, alcanzamos la universalidad indagando nuestro propio yo, en virtud de esa dialéctica existencial, se empezó a advertir la existencia del Otro en la medida en que más el hombre parecía hundirse en sus propios abismos. Sea por lo que sea, nuestra época ha sido la del descubrimiento del Otro. Descubrimiento de trascendencia para el pensamiento, pero de mucho más importancia para la novela, ya que su misión es la de ocuparse del yo en su relación con las otras conciencias que lo rodean. De este modo, a la objetividad naturalista de un Balzac, o de la pura subjetividad de los románticos, también de estirpe naturalista, la ficción avanzó hacía la intersubjetividad, hacia una descripción de la realidad total desde los diferentes yos.
7. Leí comunión. Al prescindir de un punto de vista supra-humano, al reducir la novela (como es la vida) a un conjunto de seres que viven la realidad desde su propia alma, el novelista tenía que enfrentarse con uno de los más profundos y angustiosos problemas del hombre: el de su soledad y su comunicación.
8. Sentido sagrado del cuerpo. Como el yo no existe al estado puro sino fatalmente encarnado, la comunión entre las almas es intento híbrido y por lo general catastrófico entre espíritus encarnados. Con lo que el sexo, por primera vez en la historia de las letras, adquiere una dimensión metafísica. El derrumbe del orden establecido y la consecuente crisis del optimismo, ese famoso optimismo de la Locomotora y la Electricidad, agudiza este problema y convierte al tema de la soledad en el más tremendo de la literatura contemporánea, El amor, supremo y desgarrado intento de comunión, se lleva a cabo mediante la carne; y así, a diferencia de lo que ocurría en la vieja novela, en que el amor era sentimental, mundano o pornográfico, ahora asume un carácter sagrado.
Y si, como dijo Unamuno, mediante el amor sabemos cuánto de espiritual tiene la carne, también por su mediación comprendemos cuánto de carnal tiene el espíritu. De tal modo que el siglo que vivimos es el tiempo en que el espíritu puro ha sido reemplazado, en lo que a la problemática del hombre se refiere, por el espíritu encarnado.
9. El conocimiento. Como consecuencia de todo esto, la literatura ha adquirido una nueva dignidad, a la que no estaba acostumbrada: la del conocimiento. Pues mientras se creyó que la realidad debía ser aprehendida por la sola razón, la literatura parecía relegada a una tarea inferior, heredera vergonzante de la mitología y de la fábula, actividad tan adecuada a la mentira como la filosofía y la ciencia a la verdad; pasatiempo, artificio, o, en el mejor de los casos, creadora de belleza: jamás justificable ante las instancias del conocimiento y de la verdad. Pero cuando se comprendió que no toda la realidad era la del mundo físico, ni siquiera la de las especulaciones sobre la historia o las categorías; cuando se advirtió que también formaban parte de la realidad (y en lo atinente al hombre, de manera capital) los sentimientos y emociones, entonces se concluyó que las letras eran también un instrumento de conocimiento, y acaso el único capaz de penetrar en el misterioso territorio del hombre con minúscula. Hasta el punto que cuando los nuevos filósofos quieren cumplir con las exigencias rigurosas del existencialismo, deben renunciar a sus tratados abstractos para humildemente escribir ficciones.
En suma, la novela del siglo XX no sólo da cuenta de una realidad más compleja y verdadera que la del siglo pasado, sino que ha adquirido una dimensión metafísica que no tenía. La soledad, el absurdo y la muerte, la esperanza y la desesperación, son temas perennes de toda gran literatura. Pero es evidente que se ha necesitado esta crisis general de la civilización para que adquirieran su terrible y desnuda vigencia; del mismo modo que cuando un barco se hunde los pasajeros dejan sus juegos y sus frivolidades para enfrentar con los grandes problemas finales de la existencia, que sin embargo estaban latentes en su vida normal.
La novela de hoy, por ser la novela del hombre en crisis, es la novela de esos grandes temas pascalianos. Y, en consecuencia, no sólo se ha lanzado a la exploración de territorios que aquellos novelistas ni sospechaban, sino que ha adquirido una grande dignidad filosófica y cognoscitiva. ¿Cómo con semejantes descubrimientos, con dominios tan vastos y misteriosos por recorrer, con el consiguiente enriquecimiento técnico, con su trascendencia metafísica y con lo que representa para el angustiado hombre de hoy, que ve en la novela no sólo su drama sino que busca su orientación, cómo puede suponerse que es un género en decadencia? Por el contrario, pienso que es la actividad más compleja del espíritu de hoy, la más integral y la más promisoria en ese intento de indagar y expresar el tremendo drama que nos ha tocado en suerte vivir.
EMECÉ EDITORES. AÑO 1976.

lunes, 21 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. II. LA REBELIÓN DEL HOMBRE CONCRETO. (Fragmento).

 

II. LA REBELIÓN DEL HOMBRE CONCRETO

Lo que en germen había hecho su aparición en el romance cobra toda su fuerza en las artes al finalizar el siglo XVIII, cuando el racionalismo dominaba por todas partes. El romanticismo surge como siempre el espíritu dionisíaco, cada vez que la sociedad está segura de haberlo liquidado. Así, en medio de aquel mundo que había hecho un mito de las ideas claras y distintas, aparecen esos artistas solitarios que son para la comunidad lo que los sueños para el individuo, los que ejecutan, en sus obras los secretos e infinitamente deseados actos de esa comunidad. En medio de una sociedad refinada y convencional, del mismo modo como en los sueños reaparecen los enigmas primitivos, ese arte vuelve su mirada hacia las selvas Áfricanas, hacia el mundo de los niños y los locos, •hacia el inexplicable universo nocturno. El sueño, la videncia y la locura son los instrumentos que estos románticos utilizarán para ese descenso a los infiernos que más tarde, y más despiadadamente, llevará a cabo el alma sombría de Rimbaud.
El artista romántico es el desajustado, el extranjero en una patria que no le corresponde, el anarquista que asume en su propio espíritu o en el espíritu de sus personajes novelescos la defensa del hombre concreto.

Lewis Mumford muestra cómo esa tentativa tenía que resultar históricamente un fracaso. Profetas prematuros del desastre, pagaron con el alcoholismo, el manicomio o el suicidio su levantamiento contra una sociedad aún lo bastante potente y prestigiosa como para aniquilarlos con el desprecio, el silencio o la ironía. Sus mensajes flotaron en el vasto océano del siglo XIX, hasta que pudieron ser hallados y justicieramente interpretados: por fin había llegado la hora de su arte. No del arte como un lujo sino como un instrumento de la verdad.

La rebelión instintiva de los artistas románticos tuvo de pronto la ayuda de una fuerza que venía del campo mismo de la mentalidad combatida. Una fuerza que se segregaba violenta y contradictoriamente del seno mismo de la filosofía racionalista.

Desde el Renacimiento la ciencia se lanzó a la conquista del mundo externo, su objeto era develar las leyes que rigen su funcionamiento para ponerlas al servicio del hombre: la electricidad, que con el rayo provocaba el pavor y la destrucción, era así canalizada por la raza humana, con virtiéndola en esclava de sus deseos.

Para ello había que prescindir del yo, había que indagar el orden universal tal como es, no como lo imaginamos en medio del pavor o la pasión. Había que indagarlo fríamente, mediante la pura razón (esa razón cuyas leyes también son independientes de nuestros deseos) y merced a la implacable y objetiva observación de los hechos.

El resultado lo conocemos: fue el dominio del universo, pero al precio de un total sacrificio del yo, de una total humillación de sus atributos más entrañables. La preocupación esencial de la ciencia consistió en quitar al hombre del centro, en des-antropomorfizar el mundo. Y desde Copérnico para adelante no sólo lo logró sino que se jactó de lograrlo. Y hasta qué punto esta filosofía o, más bien, este espíritu general del tiempo llegó a dominar tiránicamente sobre la realidad entera lo prueba el hecho de que terminara por imponerse en aquello que por su misma esencia es nada más que humano: la novela; llegándose a proclamar como su ideal supremo la prescindencia del autor, la absoluta objetividad. Lo que, naturalmente, y por suerte, no pasó de ser una candorosa ilusión de nuevo rico.

Pero las cosas habían llegado demasiado hasta el extremo para que no tuvieran que empezar a retroceder. Al adolescente entusiasmo de los técnicos empezó a oponerse, por fin, la creciente sospecha de que ese tipo de mentalidad podía ser funesto para el ser humano. Y lo que los artistas románticos habían intuido oscuramente fue enunciado en forma cabal por el filósofo Sören Kierkegaard. Frente al frígido museo de símbolos algebraicos sobrevivía el hombre carnal que se preguntaba para qué servía todo el gigantesco aparato de dominio universal si no era capaz de mitigar su angustia, ante los dilemas de la vida y de la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas se planteó el problema de la existencia del hombre. Y frente al conocimiento objetivo se reivindicó el conocimiento del hombre mismo, conocimiento trágico por su misma naturaleza, un conocimiento que no podía adquirirse con el auxilio de la sola razón sino además —y sobre todo— con la ayuda de la vida misma y de las propias pasiones que la razón descarta.

Nietzsche se preguntó: «¿Debe dominar la vida sobre la ciencia o la ciencia sobre la vida?», y ante este interrogante característico de su tiempo, afirmó la preeminencia de la vida. Respuesta típica de todo el vasto insurgimiento que comenzaba. Para él, como para Kierkegaard, como para Dostoievsky, la vida del hombre no puede ser regida por las abstractas razones de la cabeza sino por aquellas que Pascal había denominado les raisons du coeur. La vida desborda los esquemas rígidos, es contradictoria y parado; al, no se rige por lo razonable sino por lo insensato. ¿Y no significa esto proclamar la superioridad del arte sobre la ciencia para el conocimiento del hombre? Ya que precisamente el arte es la indagación y la expresión de lo individual y concreto.

Kierkegaard, ese anarquista de la filosofía, colocó sus bombas en los cimientos de la catedral hegeliana, culminación y gloria de la racionalidad occidental. Pero al atacar a Hegel en rigor ataca al racionalismo entero, con la santa injusticia de los revolucionarios, pasando por alto sus matices y variedades, hasta alcanzar finalmente a la conducta simplemente razonable. Ya habría tiempo (como lo hubo) para indemnizar los daños laterales. Contra el Sistema, defiende la radical incomprensibilidad de la criatura humana: el existente es irreductible a las leyes de la razón, es el loco dostoievskiano que escandaliza con sus tenebrosas verdades; ese endemoniado (pero ¿qué hombre no lo es?) que nos convence que para el ser humano el desorden es muchas veces preferido al orden, la guerra a la paz, el pecado a la virtud, la destrucción a la construcción. Ese extraño animal es contradictorio, no puede ser estudiado como un triángulo o una cadena de silogismos; es subjetivo, y sus sentimientos son únicos y personales; es contingente, un hecho absurdo que no puede ser explicado. Ya Pascal había expresado patéticamente: «Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y en la que me sucederá, el pequeño espacio que ocupo y hasta que veo, sumergido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me asombro de verme aquí y no allá, porque no hay razón para encontrarme aquí más bien que allá, ahora y no antes. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y mediación de quién me han sido destinados este lugar y este tiempo?»

No hay respuesta genuina para estos interrogantes en el Sistema, que al querer comprender al hombre con minúscula lo aniquila. Pues el Sistema se funda en esencias universales, y aquí se trata de existencias concretas.

Así, del Universo abstracto se desembocó de nuevo y brutalmente en el Uno Concreto.

Pero, en realidad, en el propio Hegel existían ya los elementos de su negación, ya que el hombre no era para él aquella entelequia de los iluministas, ajeno a la tierra y a la sangre, ajeno a la sociedad misma y a la historia de sus vicisitudes; sino un ser histórico, que va haciéndose a sí mismo, realizando lo universal a través de lo individual. Este sentido histórico del hombre, sin embargo, se hará una genuina reacción contra el racionalismo extremo en su discípulo Karl Marx, al convertir la criatura humana no sólo en proceso histórico sino en fenómeno social: «El hombre no es un abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el estado, la sociedad». Y la conciencia del hombre es una conciencia social: el hombre de la ratio era una abstracción, pero también es una abstracción el hombre solitario. Convertido en una entelequia por los racionalistas del género de Voltaire, alienado por una estructura social que lo ha convertido en simple productor de bienes materiales, Marx enuncia los principios de un nuevo humanismo: el hombre puede conquistar su condición de «hombre total» levantándose contra la sociedad mercantil que lo utiliza.

Resulta superfluo llamar la atención sobre las semejanzas que esta doctrina manifiesta con relación al nuevo existencialismo, que, después de Husserl, logrará superar el subjetivismo de Kierkegaard: su interés por el hombre concreto, su rebelión contra la razón abstracta, su idea de la alienación, su reivindicación de la praxis sobre la ratio.

Así nos encontramos que de la doble vertiente que proviene de Hegel, la del extremo subjetivismo de Kierkegaard y la del socialismo de Marx, se llegará a una síntesis que darán en nuestro siglo los filósofos de la existencia; cualesquiera sean las consideraciones despectivas que sobre estos pensadores hagan los que en nombre de Marx establecieron una nueva Escolástica en la Rusia de Stalin.
EMECÉ EDITORES. 1976.

domingo, 20 de mayo de 2018

Ernesto Sabato.III. NO CRISIS DEL ARTE, SINO ARTE DE LA CRISIS.

 

III. NO CRISIS DEL ARTE, SINO ARTE DE LA CRISIS

En este momento crucial de la historia se produce uno de los fenómenos más curiosos; se acusa al arte de estar en crisis, de haberse deshumanizado, de haber volado todos los puentes que lo unían al continente del hombre. Cuando es exactamente al revés, tomando por un arte en crisis lo que en rigor es el arte de la crisis.

Hay, por supuesto, un arte deshumanizado, pero es precisamente el que culmina y lleva hasta sus últimas consecuencias el espíritu peculiar de la sociedad que termina; todos podemos reconocerlo en la helada geometría de ciertos pintores y escultores. En tanto que ese arte que proviene en línea directa del romanticismo y que, a través de los fauves, de Gauguin y Van Gogh, de los expresionistas y surrealistas desemboca en el expresionismo no figurativo y finalmente en el arte neo-figurativo, ése no sólo es arte deshumanizado sino que es el baluarte levantado por los hombres más sensibles y más lúcidos (junto a la novela actual) contra una sociedad deshumanizadora.
Lo que sucede es que se partió de una falacia. Para Ortega, por ejemplo, la deshumanización del arte está probada por el divorcio existente entre el artista y su público. No advirtiendo que pudiera ser exactamente al revés, que no fuera el artista el deshumanizado, sino el público. ¿O es que para Ortega es cuestión de número? Es obvio que una cosa es la humanidad y otra bien distinta el público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie, moldeados por una educación estandardizada, embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y cosificados por un «arte» de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el artista es el Único por excelencia, es el que gracias a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun así estará más cerca del hombre concreto que un razonable amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, acorralado y desesperado, termina por huir al África o a las selvas de Misiones, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia muerte. ¿Indica todo eso, por ventura, que es él quien está deshumanizado?
«Si nuestra vida está enferma —escribe Gauguin a Strindberg— también ha de estarlo nuestro arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes… Vuestra civilización es vuestra enfermedad.» Toda la joven generación de 1900, las «fieras» que escandalizan los salones, provienen de Gauguin y particularmente del torturado espíritu de Van Gogh. Son discípulos de ese Gustave Moreau que decía: «¿Qué importa la naturaleza en sí? El arte es la persecución encarnizada de la expresión, del sentimiento interior».
Lo que hace crisis no es el arte sino el caduco concepto burgués de la «realidad», la ingenua creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué frecuencia!— no puede concluirse sino lo que se concluye: que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la angustia y la soledad. ¿Cómo no creer que ha volado todos los puentes que lo unen al mundo comunal?
El arte de cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa época tiene de la verdadera realidad; y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y en un ethos que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados por la vida eterna, este universo transitorio no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un concepto profundo y no es, como algunos candorosamente creyeron, incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma «realista», pues para ese tipo efe cultura profana, interesada fundamentalmente en esta vida, la realidad por excelencia, la «verdadera» realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo reaparece, y por los mismos motivos, un arte hierático, ajeno al espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la civilización burguesa, con una clase utilitaria que sólo cree en este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al naturalismo. Ahora, en su crepúsculo, asistimos a la reacción violenta de los artistas contra la civilización burguesa y su Weltanschaung. Convulsivamente, incoherentemente muchas veces, revela que aquel concepto de la realidad ha llegado a su término y no representa ya las más profundas ansiedades de la criatura humana.
Ya dijimos que el objetivismo y el naturalismo de la novela fueron una manifestación más (y en el caso de la novela, paradojal) de ese espíritu burgués. Con Flaubert y con Balzac, pero sobre todo con Zola, culmina esa estética y esa filosofía de la narración, hasta el punto que por su intermedio estamos en condiciones no sólo de conocer las ideas y vicios de la época sino hasta el tipo de tapizados que se acostumbraba. Zola, que hizo la reducción al absurdo de esta modalidad, llegó hasta a levantar prontuarios de sus personajes, y en ellos anotaba desde el color de sus ojos hasta la forma de vestir de acuerdo con las estaciones. Gorki malogró en buena parte sus excelentes dotes de narrador por el acatamiento a esa estética burguesa (que él creía proletaria), y afirmaba que para describir un almacenero era necesario estudiar a ciento para entresacar los rasgos comunes; método que notoriamente es el de la ciencia, que permite obtener lo universal eliminando los particulares: camino de la esencia, no de la existencia. Y si Gorki se salva casi siempre de la calamidad de poner en escena prototipos abstractos en lugar de tipos vivos es a pesar de su estética, no por ella; es por su instinto narrativo, no por su desatinada filosofía.
Aduchas décadas antes que Gorki se entregara a esta concepción, en su propia patria, un genio poderoso terminaba de destruirla y abría las compuertas de toda la literatura de hoy. Porque el tiempo existencial no marcha a la par para todo el mundo ni para cualquier clase de personas; los siglos que terminan al unísono, a almanaque y silbatos de sirena, son los siglos de los astrónomos, no los de los seres humanos. Y mucho menos los de los genios. Y así como todavía hoy tropezamos con escritores que viven en el siglo XIX, Dostoievsky abría en ese siglo las compuertas del siglo XX. En las Notas desde el subterráneo, su héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con el máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí.» Y en las pocas páginas de esa narración revolucionaria no sólo se rebela contra la trivial realidad objetiva del burgués sino que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
Ese desplazamiento hacia el yo profundo, ahondamiento de una actitud romántica, se hace luego general en toda la gran literatura que sobreviene: tanto en ese vasto ejercicio solipsista que es la obra de Marcel Proust como en la obra aparentemente objetiva de Franz Kafka. Un personaje de Julien Green comenta: «Escribir una novela es en sí mismo una novela, de la que el autor es el héroe. El cuenta su propia historia, y si se representa a sí mismo la farsa de la objetividad es porque es muy novicio o muy tonto, puesto que no alcanzamos a salir jamás de nosotros mismos.» Una novela de Faulkner se llama Mientras yo agonizo. Y, en general, sus ficciones son narradas desde la perspectiva de cada uno de sus personajes-yos; y no ya esos yos omniscientes y divinos sino seres defectuosos o simples idiotas. Pues la novela puede ser lo que Shakespeare dice que es la vida:
a tale
told by an idiot, full of sound and fury.
Pero no todos lo entienden así. Y Wladimir Weidlé, en su conocido ensayo afirma que asistimos al «ocaso de la novela», porque el artista de hoy «es impotente para entregarse por completo a la imaginación creadora», obsesionado como está por su propio ego; y frente a los grandes novelistas del siglo XIX, dice, «a esos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera; a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el propio Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender su propio yo, hipnotizados por sus desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas.»
El ensayo de Weidlé se refiere «al porvenir de las letras y las artes». Pero más bien debería considerarse como una profecía de su pasado

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