LIMITACIÓN Y FUERZA DE LA LITERATURA
Bastan unas cuantas notas para
que Debussy cree una atmósfera sutil e inefable que un escritor no
podrá lograr jamás, cualquiera sea el número de páginas que
escriba. Todo escritor conoce esa desazón, esa tristeza que lo
invade cuando siente las limitaciones de su arte. Y quizá haya sido
la causa por la que en épocas en que un determinado arte alcanza
prestigio sumo los escritores hayan querido acercarse a la música o
a la pintura; como ahora proliferan los que imitan al cine.
Estas tentativas serían
grotescas si no fuesen mortales. Porque el intento de escribir una
novela que se parezca al cine consiste en algo así como si un
submarino, subyugado por el prestigio de la aviación, lograse dar
saltitos fuera del agua mediante la ayuda de una hélice y un par de
alitas. Sus torpes hazañas nos harían sonreír con tierna ironía,
considerando que ese submarino, en lugar de descender a las
profundidades oceánicas, donde es rey y señor, intenta vanamente
copiar a aparatos que se proponen otros fines, que tienen otras
posibilidades, pero también otras limitaciones.
Cada arte tiene sus objetivos y
sus límites. Y, cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una
debilidad sino una fuerza, del mismo modo que para empujar un mueble
nos apoyamos en algo que resista. Esa radical limitación del teatro,
que lo obliga a representar una ficción entre tres paredes, es
también la causa de su intensidad. Y tan malo (y tan ingenuo) es que
el teatro trate de imitar al cine, ahora que el cine es prestigioso,
como fue para el cine imitar al teatro, cuando era un arte
vergonzante y bisoño.
En estos
últimos tiempos, escritores seducidos por la técnica
cinematográfica, quieren trasladarla al libro. Algunos, porque al
escribir ya están pensando en las ventajas (bastardas) de una
filmación, en cuyo caso nada tienen que hacer en este pequeño
análisis; pero otros, y esto sí que interesa aquí, porque suponen
que el cine es el arte de nuestro tiempo y su técnica, por lo tanto,
la técnica narrativa que de una manera o de otra debe prevalecer.
Con este criterio singular, el hombre tendrá que resignarse a que no
se produzcan obras como las de Proust, Virginia Woolf o Faulkner,
todas esencialmente
literarias,
irreductibles a cualquier otro medio de expresión que no sea el
novelístico, como lo prueban los siempre fallidos intentos de
llevarlas al cine. Para no hablar del Ulises de Joyce.
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