domingo, 30 de octubre de 2016

JOSEFINA VICENS. Novela: LOS AÑOS FALSOS. (Fragmento).

1911-1988
Escritora que, como Juan Rulfo, sólo publicó dos libros y, sin embargo, es uno de los pilares de las letras mexicanas contemporáneas. Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico "Torerías" y en la revista "El Sol y Sombra", en los que firmó como Pepe Faroles.

Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie "Voz viva de México" . En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. Sus amigos cercanos la llamaban "La peque".


Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
Sin lo que el vivir reclama.

El hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de ti,
de tu voz,
de tu presencia
Y por esta cruel ausencia,
vivo a distancia de mí.

Vivir así de esta suerte,
No se si es vida o es muerte



Los años falsos
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
sin lo que el vivir reclama:
el hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de tí,
de tu voz, de tu presencia,
y por esta cruel ausencia
vivo a distancia de mí.
Vivir así, de esta suerte,
no sé si es vida o es muerte.

--Josefina Vicens (Luis Alfonso, frente a la tumba de su padre/doble)
 Los años falsos

I

TODOS HEMOS VENIDO A verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario.
    Como siempre, yo no hago absolutamente nada. Me cruzo de brazos. Estoy de visita con mi corbata negra. Vengo a verme, me recibo en silencio y me agradezco las flores que traje: hortensias, mis predilectas. Esas hortensias tumultuosas, apretadas, jóvenes, cuyo color está casi por despuntar, pero que aún no se sabe si serán azules o lilas o rosadas.
    Ellas —mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperantemente iguales— son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cortan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz; podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente la rejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas, sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que "escombran". Cuando terminen se bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos negros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran. O tal vez, en efecto, recen. Eso ya no me incumbe. Rezan por él. Lo demás sí, sobre todo porque nunca quedo conforme. Una tumba no es una cocina, pero ellas la arreglan y la frotan y la pintan como si lo fuera. Tres eficaces y activas amas de casa arrancándome las hojas secas, que son precisamente las que me gustan, y podándome la bugambilia para que no tape nuestro nombre y no trepe por la cruz y la oculte.
    No digo que la cruz no sea bonita. Yo mismo la diseñé, muy ligera para que no le pesara demasiado. Pero ahora prefiero que la bugambilia la abrace y esconda, porque desde allí me gustan más las flores que las piedras. Como no tiene objeto que lo diga, dejo que hagan lo que quieran. A lo mejor a él le gusta que se luzca su cruz y que no se tape su nombre. No lo dudo. Mejor dicho, tengo la seguridad de que le agrada porque recuerdo aquellas tarjetas de visita, de las que mandaba hacer varios cientos, y en las que aparecían su nombre, su aparente puesto oficial, su domicilio y sus teléfonos, todo con letras y números grandes, de complicado trazo. Las daba a cualquiera, con cualquier motivo. Por eso, claro, ahora no debe gustarle que la bugambilia tape su nombre realzado en la lápida de mármol.
    Si él hubiera podido escogerla habría sido más grande, con alguna alegoría y una extensa leyenda que hablara del eterno desconsuelo de su esposa y sus hijos, y de la pérdida irreparable que su muerte constituía para ellos. También mi mamá la hubiera preferido con juramentos y frases de dolor. Pero a mí me pareció más serio poner únicamente su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
    Ahora me alegro de haberlo hecho, porque así quedó bien. Nuestro nombre, el de los dos, Luis Alfonso Fernández, sin más. Aunque las fechas no me correspondan a mí y el nombre casi no le pertenezca a él porque le fue disminuido y denigrado desde que nació: el niño "Ponchito", el joven "Poncho" y después, para todos y para siempre, "Poncho Fernández". Nadie le decía Luis Alfonso, ni Luis, ni Alfonso, ni Fernández, a secas. En realidad agregaron el apellido al diminutivo convencional del nombre y con los dos formaron un apodo permanente, cariñoso sin duda, pero que a mí me parecía despectivo. No fui nunca el hijo de don Luis Alfonso o del señor Fernández. Lo fui de "Poncho Fernández" siempre, desde aquel tiempo en que serlo era una especie de éxtasis, de trémula y secreta dicha, hasta este tiempo clausurado, que no me pertenece y que no transcurre.
    Y ahí siguen mi mamá y mis hermanas, lavando las letras de nuestro nombre y cortándome las amarillas, las rumorosas hojas secas que son precisamente las que más me gustan.

 II

HACE UNOS DÍAS VINE a vernos, solo. Había llovido. La bugambilia, aglomerada y espesa, estaba húmeda todavía y destacaba insolente junto a los alcatraces ya muertos pero erguidos aún en los cuatro floreros de las esquinas. Yo no traje esos alcatraces. Debe haber sido mi mamá, quien también viene con frecuencia, sola, para poder decirnos después, suspirando profundamente:
    —Hoy fui al panteón y estuve hablando de ustedes con su padre.
    Siempre dice lo mismo y siempre ocurre lo mismo: mis hermanas bajan la cabeza y yo sonrío. Entonces ella me pregunta:
    —¿Por qué te ríes?
    Sin dejar de sonreír la miro fijamente y no le contesto.
    Una de mis hermanas, cualquiera de las dos, indistintamente, me reprocha:
    —Siquiera contesta, Luis Alfonso, no seas grosero.
    Y de inmediato mi madre la reconviene:
    —No le hables así a tu hermano.
    Y guardamos silencio. Ninguna de las tres puede "hablarme así" porque ahora yo soy el hombre que sostiene la casa. Eso soy nada más. Pero eso ha acabado con todo.
    La mejor prueba es que aquí estoy, ahora, con los brazos cruzados, mientras ellas pintan mi reja de alambrón. La van a dejar horriblemente verde. Ojalá llueva antes de que la pintura se seque.

 III

CUANDO VENGO SOLO NO es para hablar con él sino para... no sé qué.
    Me siento en la tumba de nuestra vecina, una pobre solterona (Esperanza Larios) a quien nadie recuerda. Algunas veces le pongo flores. Si hubieran dejado un pedazo de tierra en torno al monumento, podría sembrarle un codito de mi bugambilia. Pero debe haber sido únicamente la tía rica que heredó a sus sobrinos y éstos se lo agradecieron con un pesado y costoso mausoleo sobre el que nunca han puesto una flor. Yo le quito la tierra con mi pañuelo y me siento a contemplar desde allí mi nombre en la lápida.
    Casi nunca le hablo ni le reprocho nada. ¿Para qué? Permanezco en silencio, cerca, mirándolo únicamente.
    Sólo una vez pasó algo y tuve que reírme. Fue por la lagartija. Salió de la bugambilia y corría por todas partes: por la reja, por la lápida, por la cruz; se metía a los floreros, salía, y luego recorrió en toda su extensión, una y otra vez, la tierra que lo cubre y que está sembrada de un pasto fino. Yo iba calculando: ahora está sobre su cabeza, ahora en los pies, ahora la tiene en el pecho. Y empecé a sentir una leve vibración, primero, y después cosquillas francas, intolerables, que me hicieron reír a carcajadas.

 IV

COMO REÍAMOS ANTES, CUANDO solamente éramos tú y yo, rodeados de todos los demás. Nadie entraba. Y yo, desde adentro siempre, no podía percibir que si a nadie permitías la entrada era para que yo permaneciera mientras tú te salías.
    —Voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo, tal vez regrese más temprano.
    Regresabas a la hora que querías, naturalmente, y me encontrabas dormido. Un niño se cansa pronto de un solo pensamiento y yo no me permitía ningún otro. Al día siguiente, cuando mi mamá se levantaba, yo iba a tu cuarto muriéndome de vergüenza por no haberte esperado despierto. Pero entonces eras tú el que dormías, fatigado de lo que ahora yo lo estoy. Me acostaba a tu lado y contemplaba interminablemente, con una especie de arrobo, tu pelo desordenado, tus cejas pobladas, la barba crecida, las pestañas, la boca entreabierta, el pecho que subía y bajaba con el ritmo de tu sueño. Después, con mucha cautela para no despertarte, me iba acercando a ti.
    ¡Jamás he vuelto a sentir igual tibieza! Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme. No era el calor espeso y cerrado de los abrazos de mi madre, que me asfixiaba, y que ella agravaba con frases mimosas y tontas, exactas a las que después les decía a las gemelas. Tú me hablabas. Mi mamá hablaba solamente. Yo no entendía que pudieras dormir con ella, en la misma cama. Cuando te preguntaba por qué lo hacías, me contestabas que las mujeres eran muy miedosas y que las asustaba la oscuridad. No supiste nunca que en las noches, cuando no estabas en casa, yo seguía a mi madre como una sombra, esperaba a que estuviera sola en alguno de los cuartos, entraba sigilosamente, apagaba la luz y me escabullía sin el menor ruido. Dejé de hacerlo cuando me convencí de que se aguantaba el miedo y, por el contrario, pensando que yo lo tendría, me gritaba que no me asustara, que la luz volvería en un momento, que mi ángel de la guarda estaba conmigo, y no sé cuántas cosas más. Yo sabía, porque tú me lo habías dicho, que la miedosa era ella, y que si hablaba tanto era para darse valor con su propia voz, no para tranquilizarme. Como también me dijiste muchas veces: "Déjala que hable, hijo, a las mujeres les gusta hacer ruido", la dejaba hablar, cerraba los ojos, muy apretados, y pensaba en ti.
    Igual que en este momento: hace media hora que está diciendo que se le olvidó traer ese polvo que es tan bueno para tallar el mármol; que lo dejó sobre la mesa de la cocina; que ella tiene que acordarse de todo porque con “esas hijas” no puede contar; que ya están en edad de ayudarla; que nunca va a poder descansar…
    Mis hermanas no protestan ni se defienden. Simplemente la dejan hablar, pero no creo que lo hagan, como yo lo hacía, para pensar en ti.

 V

ELLAS TE RECUERDAN MUY vagamente, no porque fueran demasiado pequeñas cuando sucedió todo —tenían nueve años—, sino porque tú nunca las tomaste en cuenta. ¡Y cómo disfrutaba yo ese desdén! Cuando nacieron lo único que te entusiasmó fue que eran dos. Hablabas de eso con tus amigos, ameritando tu virilidad y justificando que en los seis años anteriores no hubieras tenido hijos. Yo estaba horrorizado con la llegada de esas dos niñas tan flacas, tan feas y tan iguales, pero como todos opinaban que eran preciosas, que parecían dos muñecas, empecé a temer que me suplantaran. Entonces, para evitar que tú las quisieras yo fingía quererlas. Sólo cuando estabas presente, y con verdadera repugnancia, las besaba y les decía las mismas palabras tiernas que mi madre les dedicaba. Ahora comprendo que obedecía a un instinto oscuro, turbio, femenino, para provocar tus celos. Y lo lograba.
    —¡Deja en paz a esos monigotes!
    —No les digas así, papá, pobrecitas.
    —Estás igual que tu madre. Vámonos a dar una vuelta.
    El corazón me latía apresurado. En ese momento me hubiera lanzado a tus brazos y te hubiera confesado que detestaba a las niñas. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, me atrevía a seguir el juego:
      —¿Las llevamos? Tú cargas a una y yo a la otra.
    Te enfurecías, que era precisamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas.
    —¡Qué somos viejas, o sus nanas, o qué! ¡Ándale, vámonos!
    Antes de salir, disimulando mi felicidad, lanzaba a las pobres niñitas una mirada de gratitud. Eran mi instrumento para lograr tu atención exclusiva y tu compañía.
    Todos los días le pedía a Dios que regresaras temprano y esperaba tu llegada con una excitación extraña. Me gustaba ver la transformación que se operaba en la casa desde el justo momento en que tú entrabas. Todo empezaba a funcionar; todo sonaba; todo se movía: en un sentido si llegabas contento, en otro, si enojado. Parecía que personas y objetos estuviéramos silenciosos, contenidos, inmóviles, esperando que aparecieras, porque tú traías la fórmula para que todos cobráramos vida. Mi mamá empezaba a moverse de un lado a otro para servirte; las gemelas, según tu estado de ánimo, eran llevadas a sus cunas o volaban por los aires, lanzadas por tus brazos velludos, entre carcajadas, en unos estúpidos juegos de acrobacia que pudieron matarlas, pero contra los que mi madre nunca protestó no obstante el evidente terror que le causaban. Yo también sentía miedo, pero no de lo que pudiera pasarle a las niñas, sino del remordimiento que sentirías o del cuidado que tendrías que prestarles si por tu culpa se lastimaran.
    A medida que crecían nos íbamos desinteresando más y más de ellas. Hasta que las pobres admitieron inconscientemente que la familia estaba dividida: de un lado, el prepotente y ruidoso mundo de los hombres; del otro, el sumiso y mínimo de las mujeres. En el nuestro, ni mi madre ni ellas tenían nada que hacer.
    Después, cuando las necesité tanto, cuando lo comprendí todo y quise compensarlas de esa infancia desleída y arrinconada a que las sometimos, ya no fue posible.
    Por eso ven con naturalidad que yo permanezca aquí, con los brazos cruzados, mientras ellas limpian nuestra lápida y podan nuestra bugambilia para que no oculte la cruz que te diseñé, muy ligera para que no te pesara demasiado.
    Tal vez no debió ser tan ligera. Debes sentirte mal. Es curioso, pero no se me había ocurrido hasta hoy. Tú me lo hiciste notar en este momento porque lo pensé con tus palabras:
    —¡Esa cruz de señorita que me pusiste encima!
    ¿Pero es que no entiendes todavía? ¿Te la puse a ti? ¿La cargas tú?
    Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida.
    Un día cualquiera, por algo que sucede o por alguien que lo ordena, uno deja de ser lo que era. Deja de respirar o sigue respirando. Es igual. Otros miden el cuerpo, lo colocan en una caja negra con forros de raso blanco, lo meten en una fosa honda y lo cubren de tierra. O miden el cuerpo, lo visten con un traje de luto, lo llevan a un sitio extraño y ahí lo dejan, a la intemperie. Allá abajo el cuerpo espera quieto y a su tiempo empieza a vivir su transformación. Acá se queda quieto también, sorprendido, atemorizado, invadido, pero no se transforma ni se aniquila: permanece igual y ya no es igual.
    No protestes por tu "cruz de señorita" ni por tu lápida concisa. Hoy es nuestro aniversario, no me obligues a hablar. Cállate y deja que esas mujeres que me heredaste aliñen nuestra tumba, eficientemente.

viernes, 28 de octubre de 2016

Josefina Vicens. Novela. El libro vacío. (Fragmento). Premio Xavier Villaurrutia. Año: 1958.


Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores es un premio literario mexicano establecido en 1955, por iniciativa de Francisco Zendejas Gómez, escritor y crítico literario.1 El premio se otorga cada año al mejor libro editado en el país.2
Se concedió de manera retroactiva en su primera entrega a Pedro Páramo, novela del escritor Juan Rulfo. Sociedad de Amigos de Xavier Villaurrutia fue el nombre original de la instancia calificadora que lo concede, y más tarde -tras la muerte de Alfonso Reyes (1959), uno de sus integrantes más destacados- se denominó Sociedad Alfonsina Internacional (SAI). En la actualidad, las instituciones que otorgan el Premio Xavier Villaurrutia son la Sociedad Alfonsina Internacional y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), a través del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) de México.
Su propósito ha sido el de estimular y difundir la producción de las letras mexicanas. Cobra especial renombre por ser un premio que los propios escritores otorgan a sus colegas. Se entrega cada año, durante el mes de febrero, y premia cualquier obra que sea considerada merecedora del galardón por el jurado, siempre que sea publicada en México. En ocasiones se ha premiado a más de un escritor, y a veces no se ha premiado una obra sino una trayectoria. Fuente: Wikipedia.

 ***
Josefina Vicens
 El libro vacío
*Ganadora con esta novela el prestigioso premio Xavier Villaurrutia del año 1958.
CARTA PREFACIO DE OCTAVIO PAZ

Recibí tu libro. Muchas gracias por el envío. Lo acabo de leer. Es magnífico: una verdadera novela. Simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa. Es admirable que con un tema como el de la «nada» —que últimamente se ha prestado a tantos ensayos, buenos y malos, de carácter filosófico— hayas podido escribir un libro tan vivo y tierno. También lo es que logres crear, desde la intimidad «vacía» de tu personaje, todo un mundo —el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía—. ¿Naturalismo? No, porque las reflexiones de tu héroe, siempre frente a la pared de la nada, frente al muro del hecho bruto y sin significación, traspasan toda reproducción de la realidad aparente y nos muestran la conciencia del hombre y sus límites, sus últimas imposibilidades. El hombre caminando siempre al borde del vacío, a la orilla de la gran boca de la insignificancia (en el sentido lato de esta palabra). Y aquí deseo anotar una reflexión al vuelo: literatura de gente insignificante —un empleado, un ser cualquiera—, filosofía que se enfrenta a la no-significación radical del mundo y situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos: ¿no son estos los rasgos más significativos del pensamiento y el arte de nuestro tiempo? ¿No es esto lo que se llama el «espíritu de la época»?
Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío (más allá de las imperfecciones o debilidades que los diligentes críticos encuentren en tu obra). Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que «nada tiene que decir»? Nos dice: «nada», y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro «individualista» resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general.
Y ahora quiero confiarte algo personal: la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer a la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido y procurado expresarlo en muchos textos de ¿Águila o Sol? y en algunos poemas de otros libros. No digo esto por vano afán de precisión literaria sino por el simple placer de señalar una coincidencia. Ahora que reina en tanto espíritu la discordia y la ira divisora, es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien y que realmente hay afinidades entre los hombres. Creo que los que saben que nada tienen lo tienen todo: la soledad compartida, la fraternidad en el desamparo, la lucha y la búsqueda.
Gracias de nuevo por El libro vacío, lleno de tantas cosas, tan directo y tan vivo.
Septiembre de 1958


  A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente.



 No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: «tienes que hacerlo…, tienes que hacerlo». De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No: del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor.
Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo semejante, muy semejante.
Al decir «hacérmelo perdonar», me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, contenido por mí, pero nunca vencido. Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose. Pero, a veces me he preguntado: ¿quién a quién? Llega a perderse todo sentido. Lo único que preocupa es que no se alcancen. Sin embargo debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo.
¡Ah, quisiera poder explicar lo patético de este enlace! No sé si es esta mitad de mí, esta con la que creo contar todavía, esta con la que hablo, la que, agotada, se ha sometido a la otra para que todo acabe de una vez, o si es la otra, esa que rechazo y hostigo, esa contra la que he luchado durante tanto tiempo, la que por fin se yergue victoriosa.
No sé; de todos modos es una derrota. Pero tal vez una derrota buscada, hasta anhelada. ¿Cómo voy a saberlo ya? Sé que solamente bastaría un momento, este, o este, o este… cualquier momento. Pero ya han pasado varios; ya han pasado los que gasté en decir que podrían ser los finales. Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más… y yo habría vencido.
Bueno, no yo, no yo totalmente; pero sí esa mitad de mí que siento a mi espalda, ahora mismo, vigilándome, en espera de que yo ponga la última palabra; viendo cómo voy alargando la explicación de la forma en que podría vencer, cuando sé perfectamente que el explicar esa forma es lo que me derrota.
No escribir. Nada más. No escribir. Ésa es la fórmula. Y levantarme ahora mismo, lavarme las manos y huir. ¿Por qué digo huir? Simplemente irme. Tengo que ser sencillo. Debo irme. Así no tengo que explicar nada. Debo poner un punto y levantarme. Nada más. Un punto común y corriente, que no parezca el último. Disfrazar el punto final. Sí, eso es. Aquí.
Eso es, pero ¿para quién? Deseo aclarar esto. (Es sólo un pequeño, momentáneo retorno, después me iré.) Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo. Parece lo mismo, ya sé que parece lo mismo. ¡Es desesperante! Sin embargo, sé que no es igual. Por lo contrario, sé que es absolutamente distinto, terriblemente distinto. Porque el dejar de hacerlo quiere decir haber caído y, no obstante, haber salido de ello. Es la verdadera victoria. El no hacerlo es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas.
¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo. Ahora pienso que lo importante, lo valioso sería precisamente no hacerlo. Esa lucha, esas heridas de que hablé antes tan… ampulosamente, no son más que el escenario y el decorado de la actitud.
¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?
Es mucho más fácil: sencillamente no escribir.
Pero entonces resulta que queda en la sombra, oculta para siempre, la decisión de no hacerlo. Y esa intención es la que me interesa esclarecer. Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo. Perdonen. Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte:

 Hoy he comparado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles. Creí que era más fácil. Pensé, cuando decidí usar este sistema, que cada tres o cuatro noches podría pasar al cuaderno dos una parte seleccionada de lo que hubiera escrito en éste, que llamo el número uno y que es una especie de pozo tolerante, bondadoso, en el que voy dejando caer todo lo que pienso, sin aliño y sin orden. Pero la preocupación es sacarlo después, poco a poco, recuperarlo y colocarlo, ya limpio y aderezado, en el cuaderno dos, que será el libro.
No; creo que no lo haré nunca.
Me sorprende poder escribir: «creo que no lo haré nunca». Pero esta noche estoy tranquilo, sereno, resignado mansamente al fracaso. También me sorprende poder escribir la palabra «mansamente», aplicándola a mí mismo, porque la tenía reservada para mi madre. Pensaba: cuando yo la describa en alguna parte del libro, usaré varias veces el término «mansamente». A costa de esa palabra tengo que revelarla. Para mí había preparado otras. Hoy no importa usar aquélla. Esta noche soy verídico. (No me gusta esta última palabra: es dura, parece de hierro, con un gancho en la punta. En el cuaderno dos la suprimiré.) Soy sincero. Esta noche soy sincero.
Sé que no podré escribir. Sé que el libro, si lo termino, será uno más entre los millones de libros que nadie comenta y nadie recuerda. A veces repito mi nombre: José García. Lo veo escrito en cada una de las páginas. Oigo a las gentes decir: «el libro de José García». Sí, lo confieso. Hago esto con frecuencia y me gusta hacerlo. Pero de pronto, violentamente, se rompe todo.
¡Qué absurdo, Dios mío, qué absurdo! Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea, ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? ¿Quién es ese José García que quiere escribir, que necesita escribir, que todas las noches se sienta esperanzado ante un cuaderno en blanco y se levanta jadeante, exhausto, después de haber escrito cuatro o cinco páginas en las que todo eso falta?
Hoy descanso. Hoy digo la verdad. No podré escribir jamás. ¿Por qué entonces esta necesidad imperiosa? Si yo lo sé bien: no soy más que un hombre mediano, con limitada capacidad, con una razonable ambición en todos los demás aspectos de la vida. Un hombre común, exactamente eso, un hombre igual a millones y millones de hombres. ¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo? ¿Por qué habita esta espléndida urgencia en tan modesto, oscuro sitio?
Pensé que era fácil empezar. Abrí un cuaderno, comprado expresamente. Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados, puse: CAPÍTULO I.—MI MADRE. Pero inmediatamente sentí el temor. No, no puedo comenzar con eso. Parecería que como no tengo nada importante qué decir empiezo por los primeros pasos, por el balbuceo. Pensarían que para no caer me aferro a la falda de mi madre, como cuando era niño.
Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás, y por lo tanto puedo relatar lo que quiera: mi madre, mi infancia, mi parque, mi escuela. ¿Es que no puedo recordarlos? Los escribo para mí, para sentirlos cerca otra vez, para poseerlos. El niño, como el hombre, no posee más que aquello que inventa. Usa lo que existe, pero no lo posee. El niño todo lo hace al través de su involuntaria inocencia, como el hombre al través de su congénita ignorancia. La única forma de apoderarnos hondamente de los seres y de las cosas y de los ambientes que usamos, es volviendo a ellos por el recuerdo, o inventándolos, al darles un nombre. ¿Qué sabía de mi madre cuando tenía yo nueve años? Que existía, solamente. «Mamá está durmiendo…, mamá ha salido…, mamá se va a enojar…» Éramos entonces demasiado reales, demasiado actuales para poder darnos cuenta de lo que éramos y de cómo éramos.
Pero claro, yo mentía deliberadamente. No escribo para mí. Se dice eso, pero en el fondo hay una necesidad de ser leído, de llegar lejos; hay un anhelo de frondosidad, de expansión. Entonces pensé que no podía usar situaciones y sentimientos personales que reducirían, que localizarían el interés. Y empezó la lucha por atrapar el concepto, la idea amplia, de entre el montón de paja acumulado en mi cuaderno número uno. Es lo difícil. Del párrafo anterior, por ejemplo, me gusta esto: «regresar, por el recuerdo, para poseer con mayor conciencia lo que comúnmente sólo usamos». Pienso: ¡en torno a esto, en torno a esto hay que poner algo! Pero la frase se me queda así, seca, muerta, sin el calor que tiene cuando la empleo para justificarme.
Alguna vez creí que no era bueno el sistema de tener dos cuadernos. Para el número dos no encontraba nada digno, nada suficientemente interesante y logrado. Tiene que ser directo, decidí, y me puse a escribir con valor, sin titubeos, resuelto a empezar. Al día siguiente tuve que volver al antiguo método. Sólo había escrito:
«Estoy aquí, tembloroso, preparado, en espera de la idea que no llega. Es un momento difícil. Al principio uno no sabe cómo hacer para atrapar a los lectores desde la primera palabra. A los lectores o a uno mismo. Uno puede ser su lector, su único lector, eso no tiene importancia. Escribo para mí; que quede bien entendido.
Escucho con avidez los ruidos de la casa; dirijo la mirada a todas partes. De alguna tendrá que venir una sugestión, un recuerdo, una voz…
¡Los ruidos! ¿Qué puedo recibir de ellos, conocidos hasta el cansancio? Hay uno: el murmullo tierno de una mujer que va y que viene haciendo cosas mínimas. Por el número de pasos sé perfectamente en dónde se encuentra y a dónde se dirige. En la cocina, el discreto ruido personal se acompaña de otro, peculiar y molesto. Parece que el simple hecho de que alguien entre en la cocina pone en movimiento los platos, los cubiertos, la llave del agua. Hay un tintineo y un gotear enervantes. Además, fatalmente, algo cae. Menos mal si se rompe, porque entonces el ruido termina pronto y tiene una especie de justificación dramática. Lo terrible es cuando caen esas tapas de peltre o aluminio que siguen temblando en el suelo, en forma ridícula, y que no sufren daño alguno con el golpe. Es inevitable; cuando ella entra a la cocina tengo que permanecer quieto, prevenido para que no me sorprenda el estrépito. Esto me hace perder tiempo pero, debo decirlo, en el fondo me agrada encontrar una excusa para quedarme un rato en blanco, para legalizar un momentáneo descanso.»
Eso era todo. Naturalmente no lo utilicé. No tiene interés. No sé cómo empecé a hablar de esos ruidos domésticos que de tan oídos nadie escucha ya. Salió tal vez por el miedo que tengo a lo que ocurre después: ella que se acerca y entra en mi habitación secándose las manos. Luego, todavía húmedas, las pone sobre mi cabeza, y pregunta, como todas las noches:
—¿Estás cansado?
Antes de oír mi respuesta lanza una mirada al cuaderno, casi vacío. ¿Para qué ve el cuaderno? ¿Para qué me pregunta? ¿Cómo voy a contestarle que sí, que estoy rendido, exhausto de no haber escrito una sola línea? ¿Cómo lo va a entender si ella, mientras tanto, ha hecho una serie de cosas rudas; ha caminado por toda la casa, llevando, trayendo, lavando, limpiando…? ¿Cómo va a entender que esas cosas, que se pueden hacer pensando en otras, no agotan como las que no pueden hacerse ni pensando constante, profunda, desgarradoramente en ellas mismas?
Lo real, lo que se ve, no obstante, es que ella ha trabajado y yo no. Que ella viene a preguntarme si estoy cansado y que yo no sé qué contestarle. Entonces hago a un lado, rabioso, el cuaderno, me irrita su ternura y aun sabiendo que no existe, simulo percibir un fondo irónico en su pregunta, y contesto con violencia:
—¿Cansado de qué? Ya lo has visto, no he hecho nada. ¡Tú, en cambio, debes estar rendida! ¡Desde hace dos horas estás haciendo cosas importantes!
Permanece callada un momento. Después dice:
—Importantes no, pero hay que hacerlas… Y sí, estoy cansada. Buenas noches.
¡Ya está! ¡Ahora la vergüenza de haber sido injusto! La severidad, la razón, la eficacia están con ella siempre. Todo lo limpio y claro le pertenece. Es, ha sido toda su vida, un bello lago sin el pudor de su fondo. Se asoma uno a él y lo ve todo; lanza uno la piedra y puede contemplar su recorrido y el sitio en que por fin se detiene. No queda nunca zozobra ni duda; sólo remordimiento.
Y después buscar la reconciliación, dar la excusa… Lo mejor es recurrir a explicaciones comunes: fatiga, nervios. Aunque la realidad sea bien distinta. Me gustaría decirle:
—Te trato mal porque me molesta tu equilibrio, porque no puedo tolerar tu sencillez. Te trato mal porque detesto a las gentes que no son enemigas de sí mismas.
Pero… ¡cómo voy a decirle esto a quien vive sostenida por su propia armazón, alimentándose de su rectitud, del cumplimiento de su deber, de su digna y silenciosa servidumbre!
Pero tampoco puedo decirle:
—Perdóname, tienes razón. Te trato mal porque he pasado toda la noche empeñado en hacer algo imposible, superior a mis fuerzas… porque lo sorprendiste y me avergoncé.
No puedo porque provocaría una de esas escenas sentimentales que la obligan a decir cosas falsas, en las que ella no cree y que me dan la impresión de que me están untando pomadas en la cara:
—No lo tomes así, no te desesperes… ¡Claro que puedes escribir! Lo que pasa es que hoy estás cansado, mañana saldrá mejor, ya lo verás.
¡Mentira! En el fondo ella tampoco cree que yo pueda escribir un libro; ¡ni le importa que escriba o no! Es decir, no le importa lo que escriba. Le gustaría que pudiera hacerlo, pero sólo como forma de tranquilizarme. Todo lo ve al través de mi cuerpo: mi peso, mi estómago, mi garganta… No se decide a interponerse directamente, pero tiene un sordo rencor porque intuye mi desaliento.
Un día se atrevió, el único:
—¡Deja ya esa locura, te estás acabando! ¡No sé por qué te empeñas en escribir!
¡La hubiera matado en ese momento!
Pero todo lo hace por mi bien, por lo que ella cree que es mi bien. Lo comprendo perfectamente; por eso es más difícil la situación, porque no puedo evitar tratarla con aspereza cada vez que me ve escribiendo y me interroga, creyendo halagarme.
Y después las explicaciones, las excusas, la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consolado y confesarle lo que no quiero confesar a nadie. Entonces me da miedo hablar. Quisiera que bastara con acercarme a ella y mirarla profundamente. ¡Las palabras! Las palabras que tienen que explicarse, que matizarse, que contestarse. ¡Y pedirle perdón! Esto es lo que temo, porque entonces afirma sus ideas, que son justas, pero que no lo son. Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo.
Mi abuela me pidió perdón un día; un perdón tierno y altivo que no olvidaré nunca. Yo era su nieto preferido y merecía la distinción porque ella era mi abuela preferida. Cierto que no conocía a la otra, que vivía en España y que no me interesaba lo más mínimo, pero tenía buen cuidado de hacerlo notar:
—Mis hermanas dicen que tenemos otra abuelita…, la tendrán ellas…, para mí tú eres la única.
Lo decía para halagarla, pero cuando un día recibimos de España una carta de luto, anunciando que mi abuela había muerto, yo sentí un extraño remordimiento. Esto me hizo recordarla mucho más tiempo del que mis hermanas, que nunca la negaron, emplearon en olvidarla por completo.
Mi abuelita me decía unas cosas que cuando estábamos solos me gustaban, pero que me avergonzaban en presencia de mis hermanas o de los muchachos vecinos. Siempre me comparaba con flores. Parecía que no había belleza en el mundo más que en las flores. Pero eso daba a su ternura un tono excesivamente femenino, que yo no podía tolerar más que en la intimidad:
—¡Mi rosita de Castilla, mi rosita de Jericó, mi botón de rosa!
Yo no me atrevía a pedirle que no me dijera en público esas cosas. Un día, sin embargo, fui rodeándola con preguntas:
—Abuela, ¿qué es Jericó?
—Jericó, hijo, es donde se dan las rosas más bonitas.
Seguramente ella no sabía dónde estaba Jericó, porque inmediatamente explicaba:
—Son unas rosas preciosas, lo dicen los libros. Tú eres mi rosita de Jericó.
—Pero… abuela. ¡No me digas así, por favor…!
No había forma. Ella se reía de estos brotes de hombría, me abrazaba y volvía a llamarme su rosita de Castilla, de Jericó y de otros lugares que ahora no recuerdo.

jueves, 27 de octubre de 2016

Reflexiones sobre el libro “Los amores imaginarios” Por: Enrico Pugliatti.



    Reflexiones sobre el libro “Los amores imaginarios”
Por: Enrico Pugliatti.

La impecabilidad de las ediciones de la Euned, en muchos casos hay que decirlo, denota una labor de edición digna de ser mencionada. Nos complace deslizar los dedos por el  papel editorial y contemplar los amplios blancos que dignifican la impresión. Todo un acierto de Euned.
Repasamos los poemas publicados en “Los amores imaginarios” de Gustavo Arroyo, un domingo de octubre, donde la ciudad se aburre en los centros comerciales y no hay llamadas a mi celular. Los amigos son pocos, así como las sorpresas de la vida.
Nos centramos en este libro. El volumen está conformado en cinco partes. Como dijimos, la edición de Euned es ejemplar, aunque para nuestra sorpresa, pillamos algunos cambios bruscos en el tamaño de la tipografía (p. 51, últimas cinco líneas, y toda la p. 51, p. 55, línea 3 de p. 56, p. 81, etc.), lo cual amerita corregirse.
El tono de la poesía de Arroyo es grave, confesional. Nos referimos a sus fortalezas y luego a lo que concebimos para nosotros como debilidades.
Como fortalezas, el poeta Arroyo es valiente en mostrarnos la sombra, incluso cuando cierta retórica no logra ocultarla. 
Nos atrae en algunas ocasiones esa cualidad sombría de sus versos. Incluso esa opaca dilucidación de su cosmos personal. Por ejemplo, en “Prénoms”, que es una prosa poética, encontramos un acierto: “Creo que el único destino es seguir hundiéndome, hasta que la arena me llene la boca, hasta que tenga que comer aceras y vitrinas”. Y nos ha dejado la idea de que el poema “Movimiento letánico de la renegación” es una fuerte exposición que debió mantenerse como modelo para el mismo autor, solo quitándole algunas reiteraciones como: “Actúo por convicción / odio por defecto”. Pues, el poema empieza ya diciendo: “Maldito sea tu nombre, Ciudad…” Y las maldiciones se continúan. Evidentemente este es un poema que tiene fuerza propia y que fluye desde una necesidad de ser fidedigno con lo que se experimenta.  Las maldiciones obviamente son reproches, las búsquedas fallidas, las humillaciones impunes… Nos conmovió.
Las debilidades las encontramos en cuanto a su personal concepción de lo que es la poesía. Tal vez hoy se redunde en un concepto tan amplio que todo cabe si el poema tiene una disposición versicular o si la carátula nos avisa que nos enfrentaremos a un poemario. Pero mantenemos siempre la duda cartesiana, ante tal amplitud. Y decimos esto por cuanto el poeta, que tiene bastante asomo de sinceridad para escribir sus poemas, nos impide acceder a esta por un conceptualismo grisáceo que lamentamos. Los siguientes dos versos son muestra de ello: “La guerra es una noche hambrienta / que se deshace en postergaciones sangrantes”. La pregunta es: ¿qué nos quiso decir, si incluimos ya en el significado de la palabra “guerra” lo sangrante? El esfuerzo aquí por imaginar cualquier cosa  es inútil si no nos hirió el verso con la gozosa sencillez que le pedimos a los poetas, aunque se declaren en guerra contra el mundo.
Tampoco es afecto el poeta a cierta musicalidad requerida en todo poema, a cierto ritmo desprovisto de esfuerzos de dicción, como en el siguiente caso: “La sorpresa tras el exabrupto terminará en lágrimas”. La dificultad de emitir tal verso por la evidente cacofonía asfixia todo intento de comunicación. Y creo que el poeta no se propuso deliberadamente tal resultado. En general, es la poesía de este libro descuidada en el trabajo de su elaboración lingüística, pues por más conceptual que sea la poesía, no implica esto que la hagamos pasar por un memorando administrativo.
Por otro lado, una evidente revisión ulterior le hubiera aportado al poeta la necesidad de podar o suprimir algunas “astucias” como las siguientes: “Cansancio de mi olor: / del olor de mis ingles / que, con ayuda de mis manos, / se me ha hecho vicio explorar / en lugares públicos; / del olor de mis manos, / que cuando no huelen a mis ingles / huelen a desinfectante o alcohol…” (p. 34). Creemos que con solo el primer verso ya era suficiente para que el lector imaginara el resto, pues la insistencia en la descripción del hábito personal lo encontramos irrelevante y la forma de expresarlo es tan poco literaria como la acción misma.
La misma indicación anterior vale para poemas muy extensos que probablemente pierden enfoque por un afán narrativo. “Estoy en Montevideo, / y aclaro no ser natural, sino turista” … “insisto en el carácter incierto y opaco / de los negocios que me trajeron a esta tierra” (pp. 10-11 “Incierta administración portuaria”). “En estos tiempos, que no son los últimos por más que intenten vendernos la idea, el recuerdo de los dioses bárbaros ha sido traído a colación, mediante juegos electrónicos en línea” (p. 29, “El único trono decente”. Son muchas las ocasiones en que la escritura no pasa el límite del común lenguaje hablado o protocolario y eso no redunda en lo que esperamos de un poeta. Por lo menos, no en nuestro acaso. Aunque la falange de amigos del lema de Todo Vale justifiquen otra veleidad, como tal vez sea una gran veleidad la nuestra la de analizar textos y comentarlos. Véase la siguiente descripción en catarata: “Todavía / en contadas ocasiones / y con extrema dependencia / del ángulo que forman / las sombras carentes de interés, / pienso en la consejería culinaria, / en el hecho más cierto hoy que antes / de que mi tío tenía razón / en su manera particular de cocinar el arroz / y esconder los secretos”. Un lenguaje reticente y protocolario que no emociona.
El poeta, cuando no se deja determinar por su retórica –que no la debiera necesitar porque aspira a la confesión genuina–, logra esos momentos por los que es válido abrir un libro. Por ejemplo, “Ventajas del oportuno aseguramiento contra riesgos infantiles” (pp. 72-73) tiende a ser algo más que pura conceptualización. Nos trata de emocionar en algo que puede ser poesía. Visión de la infancia. Pero los dos primeros versos son un renglón de prosa cortada: “El horror de los caballos de carrusel /consiste en que no parpadean…” Hubiéramos apuntado mejor: “Los caballos de carrusel no parpadean / y eso era horrible para un simple niño…” Sin embargo, esa es nuestra visión de los hechos. Y no somos poetas.
Salvamos otras líneas, a nuestro modo de ver la poesía, y son las siguientes: “No esperaba recordar así tu olor. / Había limitado mi felicidad / al hecho de percibir tu olor sin la presencia, / a punta de retroceder cintas mentales”. Solo por los tres primeros versos sabemos que el poeta de este libro tiene sensibilidad y que lucha por cristalizarla, pero añadir el cuarto verso es un despropósito. Traiciona con exceso de detalle lo que fue una buena evocación. Quizá la mejor del libro.
Resumen. A  este libro le falta más labor y poda. La extensión de los poemas no es meritoria de por sí. El conceptualismo es enmascaramiento si no toca las fibras del lector. Sabemos lo que son aforismos, pero no estamos en este campo. El poeta debe vencer el lenguaje y no enmarañarnos en recuentos, justificaciones…
A todo esto, podría seguir mis reflexiones, siempre innecesarias y humildes, porque no busco más que dialogar con lo que leo y agradezco al escritor que visito y también discuto con él, como con un amigo, pero me detengo aquí. Quiero ahora oír algo de Bach, pues los domingos mi afligen de manera particular. Yo siempre he dicho que Bach y los antidepresivos.
Salgo al patio y me saluda mi perra “Endora”, mi única compañía. “Endora” le puse por aquella famosa serie de televisión. Y creo que en el fondo mi perra es una bruja que a veces conversa conmigo sin que yo la entienda.

Jaime Torres Bodet. IV. EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA.


IV


     EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA

     A PARTIR de 1833 los aprendizajes de Balzac pueden considerarse concluidos. Concluidos hasta el punto —muy improbable— en que los aprendizajes dejan de serlo, pues en rigor aprendemos mientras vivimos…
     Pero, si limitamos la connotación del vocablo a su valor de preparación —de preparación para la obra definitiva— podemos asegurar que 1833 marca el final del aprendizaje, lento y profundo, del escritor. Al mediar aquel año, Balzac estaba ya en aptitud de efectuar el balance de su pasado y de revisar el programa de su futuro. En lo sentimental, su pasado era una figura conmovedora: Laura de Berny. En lo material, una lucha constante con el destino, una carrera intrépida contra el tiempo. Deudas, acreedores, liquidaciones. Y otra vez deudas y acreedores. Y acreedores y deudas, sin término ni perdón. En lo literario, una larga época de tanteos, de errores, de ensayos, de libros que le avergüenzan. Un silencio fecundo: el del impresor en su taller de la calle Marais-Saint-Germain. Y una nueva etapa, la del aprendizaje fructuoso, iniciada en 1829 con El último chuán. Después, un ansia de conocer, por experiencia propia, todos los registros del género novelesco y de tocar todas las teclas del piano ante el cual la vida lo colocó: el cuento, la novela corta, el relato filosófico, el análisis autobiográfico, el episodio de evocación histórica, la novela de caracteres, la de aventuras, la de costumbres, la provinciana, la parisiense, la militar…
     Entre todos esos esfuerzos para vencer al mundo —y para descubrirse a sí mismo— una cosecha de magistrales realizaciones. En el cuento: La grenadière, El recluta, Un episodio bajo el terror. En la novela corta: Gobseck, La obra maestra desconocida y, sobre todo, El coronel Chabert. En la novela de dimensiones más ambiciosas: Eugenia Grandet y, sobre todo, La piel de zapa. Ésta, en resumen, es el germen de todo lo que veremos crecer más tarde en la inmensidad de su gran Comedia. ¡Concepción admirable! Plantea un apólogo oriental, dramático y tenebroso, dentro de la atmósfera de Occidente. Tanto —o más— que la amargura de Schopenhauer, anuncia ese libro a Nietzsche. Su desenlace recuerda al siglo que lo inspiró la frustración del anhelo, pues el talismán se reduce a cada triunfo de la apetencia. Si pidiéramos de una vez todo cuanto deseamos, desaparecería la piel de zapa y, con ella, desapareceríamos también nosotros.
     En cuanto al programa de su futuro, Balzac preveía dos largas fidelidades: la fidelidad a la obra que había prometido a su hermana Laura y la fidelidad a la interesante desconocida que le escribía, desde Wierzchownia, las cartas de «la extranjera». Desconocida, la extranjera dejó de serlo para Balzac ese mismo año. Se vieron en Neufchatel, el 26 de septiembre. La condesa había persuadido a su esposo. Se detendrían algunas semanas en Suiza, durante el viaje que hicieron ambos aquel verano. Enterado del viaje, Balzac olvidó la pluma. Bajo un nombre ficticio, «el marqués de Entraigues», fue a saludar a la que llamaba «su ángel amado». Cinco días duró aquella extraña y recíproca indagación. Cinco días, más o menos sacrificados a la presencia del conde Hanski; cinco días bastante breves para no darles la ocasión de contradecirse; y bastante largos para que Balzac obtuviera un beso y la esperanza de una posesión menos cerebral.
     ¿Cómo era Evelina Hanska? Desde el punto de vista de la apariencia física, su retrato más difundido, pintado por Daffinger en 1835 —dos años después del encuentro de Neufchatel— nos la presenta con una pompa no desprovista de barroquismo. Un amplio vestido de terciopelo; un escote más planisférico que insular, todo nieve y rosa, blandura y nácar; un peinado de rizos simétricos y brillantes, en cuyas ondas se adivina la huella ardiente de las tenazas del peluquero; una frente imperiosa; dos ojos grandes y bien rasgados; una boca cerrada sobre su enigma, y que parece digna de paladearlo; una pesada cadena de oro, para sostener los impertinentes con cuyo mango la mano —ancha y voluntariosa— juega sin alegría. Única lágrima confesable —y, probablemente, única lágrima verdadera— la gota trémula de una perla señala, e ilustra a un tiempo, el broche que da al escote más realce que discreción.
     Todos los detalles del retrato de Daffinger (salvo la mano, demasiado consciente de su dominio) son los detalles de una mujer hermosa. El conjunto ya no lo es. Sobran telas, rizos, volutas, curvas, adornos. Presentimos que tantos metros de terciopelo no habrían sido necesarios para un cuerpo menos robusto. Por lo que el escote asegura, nos damos cuenta de que la robustez prometida acabará sin tardanza en obesidad.
     ¿Quiso en verdad a Balzac Evelina Hanska? Todo se ha dicho sobre ese idilio, venerable casi por prolongado: desde los elogios de la señora Korwin-Piotrowska, para quien Evelina fue la inspiradora insustituible, hasta los vejámenes de Octavio Mirabeau. Es posible que no mereciese Evelina ni estos vejámenes ni aquellos ditirambos. «La extranjera» existe en la historia de la literatura, sólo porque Balzac la amó.[8] Fue ella lo que Balzac aceptó que fuese: una promesa distante, la dirección de un ser ante el cual quejarse, un pretexto para sentirse amado, un personaje compuesto por el autor como los héroes más singulares de sus relatos; menos real para él, a veces, que la señora Marneffe o la prima Bela, aunque, a fuerza de creer en su fantasía, el novelista acabó por ser la víctima de su invento, el esclavo de su criatura, y, al final de la vida, un cardíaco Pigmalión.
     Después de la entrevista de Neufchatel, Honorato volvería a encontrar, en Ginebra, a Evelina Hanska. Pasó con ella la Navidad de 1833. Se despidieron el 8 de febrero de 1834. Transcurrieron, así, cuarenta y cuatro días de intimidad —más o menos disimulada— entre el creador y su obra menos sumisa.
     La condesa tiene —o finge— celos retrospectivos. Honorato exalta la figura de Laura de Berny; pero no vacila en asegurar a Evelina que, «desde hace tres años, su vida ha sido tan casta como la de una doncella». Se olvida, entonces, de María du Fresnaye y, acaso, de varias otras. Los amantes, porque ya lo son, no habitan el mismo albergue. El de Balzac —el Hotel del Arco— se convierte en lo que llamaban los comisarios de aquellos días «el teatro del adulterio». Pobre teatro, mucho menos famoso que el cuarto parisiense bajo cuya lámpara escribió Balzac tantas cartas cordiales «a la extranjera». Evelina no puede —y no quiere— separarse del Conde Hanski. El conde ha decidido, a su vez, excursionar por Italia y pasar más tarde, en Viena, una temporada bastante larga. El presidio del novelista —instalado en París de nuevo— no le permite acompañar a su amiga hasta Nápoles y Florencia. Pero Viena está cerca de Wagram. Y Balzac se propone allegar material informativo para La batalla, la novela guerrera que no terminará nunca. Una carta imprudente, indiscreta, demasiado efusiva, interceptada por el marido de la extranjera, pone todo en peligro súbitamente. El novelista aguza su ingenio e inventa una absurda historia. El Conde Hanski la admite por elegancia, o por indolencia, o, más bien, por debilidad frente a su mujer.
     El 9 de mayo de 1835, Honorato toma el camino de Austria. En Viena, lo recibe Metternich, el padre de aquel príncipe seductor a quien el hombre de letras no pudo substituir en los favores de la marquesa de Castries. A principios de junio, Honorato regresa a Francia. Visita —en La Bouleaunière, a su enamorada de siempre, Laura de Berny, muy enferma ya en esa época, espectro de lo que fue. Desde entonces hasta agosto de 1843 (por espacio de más de ocho años), el correo será la única relación efectiva entre Balzac y Evelina Hanska.
     ¿Pudo creer «la extranjera» en la fidelidad material de su novelista? Las razones para desconfiar de esa lealtad no dejaban de ser visibles. En 1836 murió Madame de Berny. Honorato no estuvo presente en su cabecera, para recibir un último adiós. Sus manos no cerraron los ojos de la «Dilecta». Sus pasos no la siguieron hasta la tumba. Y no porque el escritor estuviese entonces abrumado por las tareas de La comedia humana. Volvía de Italia. Le había acompañado, en Turín, un pajecillo tan encantador como sospechoso, Carolina Marbouty, mujer mucho más que libre. Disfrazada de hombre —el disfraz no engañaba a nadie— fue tomada, en determinados salones, por Jorge Sand.
     La vejez y la declinación dolorosa de la «Dilecta», la ausencia de «la extranjera», explican la audacia de Carolina. Pero Carolina Marbouty no era la única en inquietar a la vigilante condesa Hanska. Antes que Carolina —y después de ella— otra mujer conquistó a Balzac: Sarah Lowell, «una bacante rubia», a quien los balzacianos evocan sin omitir el título de su esposo: el conde Guidoboni-Visconti.[9] Esta nueva condesa inauguró uno de los refugios más célebres de Honorato: la casa que alquiló, con el nombre de «la viuda Durand», en la calle de las Batallas, ubicada en Chaillot. Chaillot no era entonces un barrio céntrico y populoso. Era un suburbio apacible, como —en México— Tacubaya, en las postrimerías del porfirismo. En su casa de la calle de las Batallas recibió Balzac ciertas noches a Sarah Lowell, en un boudoir parecido al de Paquita Valdés, la «muchacha de los ojos de oro».
     Sarah Lowell no fue una visitante rápida de Balzac. Fue su guía, su colaboradora, su huésped… Y, si liemos de creer al memorialista de Balzac mis a nu, la madre de un hijo del escritor: Leonel-Ricardo, nacido en Versalles el 29 de mayo de 1836.
     Para servir los intereses de la familia Guidoboni-Visconti, Honorato tuvo que ir a Milán en 1837. Y, para huir de la policía —que uno de sus acreedores, Werdet, había lanzado sobre sus huellas—, Balzac se ocultó ese año, en junio, en casa de la condesa. Libre de aquella persecución, porque Sarah Lowell le prestó las sumas indispensables para apaciguar a Werdet, Honorato decide explotar los yacimientos argentíferos de Cerdeña. Se embarca en Marsella y se detiene, durante la primavera de 1838, en las minas de Argentara y de la Nurra. Según lo han comprobado después otros financieros, menos novelescos pero más ricos, sus hipótesis eran justas. Sin embargo, el proyecto de Balzac quedó en proyecto.
     De nuevo en Francia, otra mujer lo cautiva: Elena de Valette. Con ella recorre los pintorescos lugares de la Guérande. Ella le inspira algunas de las páginas de Beatrix. Y está su sombra tan asociada con la de Sarah en el ánimo de Honorato, que la dedicatoria de esa novela plantea a los balzacianos algunos problemas de exégesis, arduos de resolver. Releamos la admirable dedicatoria: «A veces, el mar deja ver una flor marina: obra maestra de la naturaleza. El encaje de sus redes, tintas en púrpura, rosa, violeta y oro, la frescura de sus vivientes filigranas, su tejido de terciopelo, todo se marchita en cuanto la curiosidad la recoge y la expone sobre la playa… Como esa perla de la flora marina, quedaréis aquí, sobre la arena delgada y blanca… escondida por una ola, y diáfana solamente para algunos ojos, tan amigos como discretos»… El homenaje estaba sin duda rendido a Sarah, pero las imágenes marítimas hacen pensar en Elena. Evelina Hanska debió preguntarse qué musas suscitaban esos arpegios verbales y oceanógraficos, raros después de todo, en la prosa de su corresponsal.
     En 1841, cinco años después de la desaparición de Laura de Berny, el Conde Hanski murió. Balzac y «la extranjera» podrán finalmente unir sus destinos. Por lo menos, así lo piensa Balzac. «La extranjera» parece menos apresurada. En 1843, para persuadirla, Honorato irá a San Petersburgo. Otro viaje. Y otro regreso a París, a donde llega con el invierno. Su salud flaquea por todas partes. Vivió —ha dicho alguien— de cincuenta mil tazas de café. Y murió de ellas. El doctor Nacquard tiene que cuidarlo de una aracnitis. Pero La comedia humana no se interrumpe, ni se interrumpe tampoco su inagotable correspondencia con «la extranjera». Va a visitarla, en Dresden, en agosto de 1845. Pasea con ella por Italia. La instala en París, de incógnito, por espacio de unas semanas. Esto último encoleriza a Madame de Brugnol, medio concubina y medio ama de llaves del novelista. Tal señora, cuya partícula nobiliaria era tan artificial y tan discutible como la usurpada por Honorato, se llamaba realmente Luisa Breugnot. Obligó a Balzac a comprarle —y a muy buen precio— algunas cartas de la señora Hanska, caídas entre sus manos.
     Piafan los meses, como corceles impacientes. Distante otra vez la señora Hanska, siguen amontonándose las cuartillas, las cartas, los borradores y las pruebas de imprenta, sobre la mesa del escritor. En septiembre de 1847, Balzac pasa unos días con Evelina en su castillo de Wierzchownia y, después, en Kiev. Regresa a París en febrero de 1848, a tiempo para presenciar las jornadas revolucionarias del 21 y del 22 y la caída de Luis Felipe. Con la edad, los viajes y las novelas no se detienen. Balzac vuelve a Wierzchownia durante el otoño de 1848. Dedica su invierno, en Ucrania, a los amores de la condesa. Su corazón hipertrofiado lo atormenta cada vez más. Sobreponiéndose a tales padecimientos, sigue a Evelina en su viaje a Kiev. El 14 de mayo de 1850 la pareja se casa al fin. El matrimonio se efectúa en Berditcheff, en la Iglesia de Santa Bárbara.[10]
     Mientras tanto, la casa que Balzac preparó amorosamente en París, rue Fortunée —¡hay nombres que resultan sarcásticos!— había ido poblándose con objetos y muebles de lujo. Los recién casados llegan a esa casa en la noche del 21 de mayo. Llaman. Nadie responde. Por las ventanas, se ve el brillo de los candiles. Alguien debe estar en el interior. Un cerrajero se decide a violar la puerta. El misterio se explica: el mayordomo de Balzac se había vuelto loco.
     Todo lo que toca a Balzac se hace balzaciano inmediatamente. Todo lo que vive parece haber sido soñado por su febril imaginación. Peto nada tan balzaciano como el período que precede a su muerte. Desde el 21 de mayo hasta la noche del 17 al 18 de agosto de 1850, en que falleció, la existencia del novelista es una agonía tremenda y desmesurada. Una peritonitis lo abruma el 11 de junio. Hidrópico y sitibundo, el enfermo reclama, no a los doctores del París elegante que lo rodea, sino a Bianchon, el Dr. Bianchon: uno de los personajes más conocidos de su Comedia humana. Por supuesto, Bianchon no acude. Y Balzac perece, mientras la señora Hanska descansa en su apartamiento, si es que descansa. La madre de Honorato es quien lo vela, durante las últimas horas; esa madre de la que dijo, en un grito sacrílego, que le había odiado desde antes de nacer.[11] El 21 de agosto se celebraron las honras fúnebres, en la iglesia de San Felipe. El entierro se llevó a cabo, el mismo día, en el cementerio del Père-Lachaise, tantas veces evocado en la obra del novelista. Allí, entre las frondas del Père-Lachaise, había paseado largamente durante su juventud, en los tiempos en que escribía su primer drama: aquel Cromwell que no logró interesar al señor Andrieux. Allí, uno de sus personajes (acaso él mismo, encarnado en el cuerpo de Eugenio de Rastignac) acompañó hasta la tumba, una tarde del mes de febrero de 1820, al padre de Delfina de Nucingen, el viejo Goriot. Desde allí, había lanzado el político en cierne su célebre desafío a la gran ciudad: «¡Ahora, a nosotros dos!»…
     París hizo honor al reto. Para rendir el último tributo al creador de Eugenio de Rastignac, se habían reunido en el Père-Lachaise hombres como Victor Hugo, Sainte-Beuve, Berlioz, Chassériau, Henri Monnier, Ambroise Thomas y Alejandro Dumas. El primero dijo su oración fúnebre: «El señor de Balzac era uno de los primeros entre los más grandes y uno de los más altos entre los mejores… Todos sus libros forman un solo libro —viviente, luminoso, profundo, en el que vemos ir y venir, y marchar y moverse, con no sé qué de azorado y terrible, confundido con lo real, toda nuestra civilización contemporánea. Libro maravilloso que el poeta intituló Comedia y que hubiera podido llamar Historia; libro que adopta todos los estilos y toma todas las formas, que deja atrás a Tácito y que va hasta Suetonio, que atraviesa a Beaumarchais y llega hasta Rabelais. Libro de imaginación y de observación, que prodiga lo verdadero, lo íntimo, lo burgués, lo material, lo trivial, y, por momentos, a través de todas las realidades —rasgadas súbita y ampliamente— deja entrever de pronto el ideal más sombrío y también más trágico. A hurto suyo, quiéralo o no, el autor de esa obra inmensa y extraña pertenece a la fuerte estirpe de los escritores revolucionarios. Balzac va a la meta derechamente, lucha cuerpo a cuerpo con la sociedad moderna; arranca a todos alguna cosa: la ilusión a unos, la esperanza a otros y a éstos un grito de pasión… Semejantes féretros demuestran la inmortalidad. En presencia de ciertos muertos ilustres, se siente con mayor precisión el destino divino de la inteligencia del hombre, que cruza la tierra para sufrir y purificarse. Y nos decimos: es imposible que quienes fueron genios durante su vida no sean almas después de su muerte».
     Nosotros, también, detengámonos un instante. ¡Qué fuga la de Balzac! Su imperio fue el de la prisa. A caballo, en diligencia —y hasta en trineo— hemos tratado en vano de perseguirle. Nos queda, de la inútil carrera, un asomo de taquicardia. Y eso que, intencionalmente, nada hemos dicho acerca de una infinidad de episodios de su existencia. Por ejemplo, no hemos hablado de cierta «Revue Parisienne» que le costó múltiples sinsabores. No nos hemos referido tampoco, hasta ahora, a los pleitos que entabló; ni hemos mencionado, siquiera, a algunas otras mujeres que lo estimaron o, por lo menos, se interesaron en su destino. La más popular de todas fue la señora de Girardin. La más elocuente y la más discreta, una Luisa incógnita. Incógnita para él —y más, todavía, para nosotros. Fue, sin embargo, ella quien recibió, en 1836, algunas de sus cartas más emotivas: las que delatan su angustia frente a la muerte de la Dilecta. Por cuanto atañe a los pleitos, intentó uno —muy importante y sonado— contra Buloz, el dictador de las dos revistas francesas más afamadas de aquella época: La Revue de Paris y la Revue des Deux Mondes. Honorato ganó el proceso; pero su victoria le enemistó con toda una serie de literatos, dóciles a Buloz.
     Si la vida de Balzac hubiera consistido exclusivamente en la sucesión de aventuras, derroches y ruinas que hemos sintetizado, tal sucesión bastaría para explicarnos su prematura fatiga y, tal vez, su muerte. Pero todas esas aventuras, todos esos derroches y todas esas ruinas no fueron nada por comparación con el drama esencial de su inteligencia: la fabricación novelesca y apresurada de un mundo inmenso, la elaboración moral de una sociedad. Porque el exuberante y pródigo personaje que llamamos Honorato Balzac se enamoraba, viajaba, leía, se divertía, iba y venía sólo en los entreactos de aquel gran drama. La verdadera pieza ocurría lejos del público, en la soledad del laboratorio donde el autor, a razón de quién sabe cuántas páginas por hora, construía su interminable Comedia humana.
     Veamos, ahora, por años, crecer esa producción.[12] Fueron, en 1834, La duquesa de Langeais, La búsqueda de lo absoluto, El padre Goriot, Un drama a la orilla del mar. En 1835: La muchacha de los ojos de oro, Melmoth reconciliado, El contrato matrimonial, El lirio en el valle, Seraphita. En 1836: La interdicción, Facino Cane, La misa del ateo, Los empleados, La solterona, La confidencia de los Ruggieri, El hijo maldito, obra principiada cinco años antes. En 1837: Gambara, El gabinete de antigüedades, César Birotteau, La casa Nucingen. En 1839: Massimilla Doni, Los secretos de la princesa de Cadignan, Pierrette, Pedro Grassou. En 1841: Un tenebroso asunto, El martirio calvinista, Úrsula Mirouet, Memorias de dos recién casadas. En 1842: La falsa amante, Una iniciación en la vida, Alberto Savarus, Una doble familia (comenzada en 1830), Otro estudio de mujer, La Rabouilleuse. En 1843: Honorina, Las ilusiones perdidas. En 1844: La mujer de treinta años (principiada en 1828), Modeste Mignon, La musa del departamento, Gaudissart II. En 1845: Los pequeños burgueses (obra póstuma), Un hombre de negocios, Un príncipe de la bohemia, El cura de aldea, Los cómicos sin saberlo, Los campesinos, Pequeñas miserias de la vida conyugal. En 1846: La prima Bela. En 1847: El diputado de Arcis, El primo Pons, Esplendores y miserias de las cortesanas. En 1848: El reverso de la historia contemporánea.
     Semejante fecundidad constituye un indiscutible prodigio. Sobre todo si consideramos que no era Balzac un prosista fácil. Pretendía a las excelencias del estilista. Agobiaba a los impresores con pliegos enteros de correcciones que modificaban constantemente sus manuscritos. Corregía, suprimía, agregaba. Todas esas alteraciones equivalían, a veces, a una monstruosa y no siempre hábil recreación. ¡Qué diferencia entre su abundancia, tan difícil y tan abrupta, y la abundancia —fácil y tersa— de Jorge Sand! Ésta era un río, vigoroso y tranquilo, cuando no un lago. Aquélla era una cascada, un torrente avasallador; sin orden, sin armonía, sin disciplina.
     Balzac dominaba su idioma, seguramente. Y dominaba todos los léxicos contenidos en el vocabulario plástico de un idioma: el léxico del juez, el del abogado, el del médico de provincia, el del agiotista, el del perfumista, el del músico, el del notario, el del empleado, el del financiero… Sí; dominaba su idioma tanto como Gautier o como Victor Hugo. Pero no gozaba, como ellos, de ese dominio. Sufría y penaba en él. Esto nos permite entender por qué razones su gloria de novelista fue, inicialmente, menos francesa que europea y occidental. Para quien disfrutaba con la lectura de Chateaubriand —no digamos ya de Voltaire—, un capítulo de Balzac debió ser, en 1850, una tortura del espíritu. Balzac lo advertía. O lo adivinaba. Pero, cuanto más lo advertía, más se empeñaba en adornar y en pulir su estilo. Y cuanto más lo adornaba, más pesado lo hacía y menos sutil.
     Nada de cuanto afirmo nos da derecho para pensar que Balzac no era, en sus mejores momentos, un gran prosista. Pero lo era un poco a pesar suyo. Lo era cuando la fuerza de su alucinación interior no le daba tiempo para substituir al epíteto inevitable el adjetivo declamatorio. Entonces lograba sorprendentes aciertos: páginas en las que tocamos, como en las estatuas de Miguel Ángel, los músculos de la vida. No quiero hablar de su estilo. Si me he referido a él, aunque sea someramente, es sólo para insistir todavía más sobre el titánico esfuerzo de un escritor que, a pesar de tantas dificultades, lanzó al mundo una obra de ese tamaño y de esa profundidad.
     Por otra parte, en La comedia humana, las dificultades formales no fueron nunca las más dramáticas. Otras, menos aparentes —y que el estilo no siempre exhibe— eran más graves. Una ante todo: la necesidad de la observación. ¿A qué horas vio y escuchó Balzac a los millares de hombres y de mujeres que sus novelas nos representan? Su fantasía era gigantesca. Pero partía siempre de un dato exacto, de una presencia para otros imperceptible, de una base eficaz en la realidad. Tuvo que hablar, por tanto, con militares y con notarios, con inventores y con obispos, con sabios y con dementes, con usureros y con pintores, con aventureros y con hetairas. No lo hizo, por cierto, como lo harían después los naturalistas: para tomar un registro inmediato y circunstanciado de sus palabras. En ese sentido, estrecho y tristemente profesional, Balzac no fue jamás un naturalista. Sus procedimientos eran distintos. Veía, oía, y —sin andamios de apuntes previos y minuciosos— comenzaba a andar su imaginación. Pero, para que funcionara bien esa máquina misteriosa, tenía él que haber visto, primero, ciertos perfiles o ciertos gestos; escuchado, primero, ciertos reproches o ciertas risas. Por rápidos que fueran sus alambiques, por completa que nos parezca la transmutación de los materiales que en ellos vierte, la singular reacción de los elementos que elaboró debe haber requerido de él mucho tiempo, mucha paciencia y mucha humildad.
     Se ha negado que fuese Balzac un observador. En un excelente estudio, Jules Romains ha llegado a decir que algunos novelistas «viven con intensidad extraordinaria todos esos trozos de experiencia —innúmeros y heteróclitos— de que está hecha la existencia del hombre». «Semejantes escritores» —añade— «tienen un ritmo incomparable, de emoción y de absorción. En algunas horas, viven la vida entera de un empleado, de un obrero, o de un militar». Y concluye: «No vacilaré en proclamar que seres así constituidos son supranormales. Su parentesco no se encuentra entre los eruditos y los ratones de biblioteca, sino entre los videntes, entre los mediums, entre todos los que presentan cierta ampliación —más o menos prodigiosa— de nuestras facultades ordinarias. Tal fue, eminentemente, el caso de Balzac. Tuvo, en verdad, poco tiempo para vivir. De una existencia relativamente corta, la mayor parte la dedicó, dentro de un cuarto cerrado, a sus tareas de escritor. Pero vivió algunos años de experiencia y de una experiencia cuyo ritmo fue sobrenatural, como es sobrenatural la velocidad de los acontecimientos que alojamos, a veces, en nuestros sueños».
     Retendremos, para analizarla más tarde, esta dichosa comparación entre el ritmo de la fantasía balzaciana y la rapidez del sueño. Por lo pronto, atendamos a algo que Jules Romains no resuelve muy claramente. ¿Fue o no Balzac un observador? Siempre he pensado que no es la pura observación lo que predomina en Balzac. Sin embargo, no me decido a considerarla, en su obra, como virtud de segundo término. Aun aceptando la tesis que acabo de resumir, quedaría una circunstancia: las facultades de Balzac (adivinatorias más que reproductivas) le permitieron observar mucho más de cerca y mucho más de prisa de lo que suelen hacerlo otros escritores. Pero observó; observó sin tregua. Y si no hubiera sido un observador en extremo fiel, no habría llegado a ser un inventor tan audaz de cuanto observaba.
     Observar, e inventar simultáneamente; observar quizá lo que había inventado; modelar después, pluma en mano y sobre el papel, esas alucinaciones tan realistas ¿no era aquel solo esfuerzo un trabajo en verdad enorme?… Pues bien, semejante esfuerzo, el autor se encargó muy pronto de complicarlo, y de aumentarlo incesantemente.
     Hemos aludido a sus pretensiones formales y a sus torpezas y abusos como escritor. ¡Cuán deleznables resultan tales dificultades junto a otras, que emanaron del más personal y más hondo propósito de Balzac: alojar a toda una época de su pueblo y a todo un sector biológico de la historia en los diversos departamentos de un edificio simétrico, lógico, indestructible —Escorial impreso— al que poder llamar La comedia humana! Porque Balzac, más que el Napoleón de las letras que había soñado ser, fue —en la intención, por lo menos— el Felipe II de la novela, adorador de un absolutismo del pensamiento capaz de catalogar todas las pasiones, de inmovilizar todos los anhelos y de imponer una jerarquía mental a todos los caracteres. Por algo, en el prefacio de su obra monumental, exaltó, como lámparas de su ingenio, a la religión y a la realeza. Si algo en la literatura del siglo XIX evoca el hábito del monje, es la bata severa con que envolvía su corpulencia para escribir. Y si algo, dentro de esa literatura, evoca el plano del Escorial, es el programa —rígido y simple— que el escritor escogió, en 1845, para los veintiséis volúmenes que habían de ofrecer lo mejor de su producción.
     Imaginó tres secciones. Una, la más importante (y, por así decirlo, la nave central de todo el edificio), llevaría como título Estudios de costumbres. Contendría ciento cinco novelas, distribuidas en seis series complementarias: las Escenas de la vida privada, con treinta y dos relatos; las Escenas de la vida de provincia, con diecisiete; las Escenas de la vida parisiense con veinte; las Escenas de la vida política, con ocho; las Escenas de la vida militar, con veintitrés y las Escenas de la vida en el campo, con cinco. A ambos lados de esa nave central, concibió dos secciones. Una de ellas, a la que dio el nombre de Estudios filosóficos, debía abarcar veintisiete relatos. La otra, a la que otorgó el título de Estudios analíticos, no abarcaría sino cinco. En total, ciento treinta y siete textos, de los cuales Balzac concluyó ochenta y cinco. A esos ochenta y cinco, conviene agregar, como lo aconseja Bouteron, seis novelas que se impusieron a él mientras escribía las restantes, pues —por fortuna— hasta en el Escorial novelesco surge de pronto lo imprevisible. Esas seis novelas, rebeldes al plan primitivo, fueron La prima Bela, El primo Pons, Un hombre de negocios, Gaudissart II, Las pequeñas miserias de la vida conyugal y El reverso de la historia contemporánea. Dos de ellas —La prima Bela y El primo Pons— cuentan entre las realizaciones más admirables del novelista.
     ¿De qué modo entrar en una construcción tan inmensa, aparentemente tan ordenada y, de hecho, tan laberíntica? Como si se tratase de visitar una gran ciudad —y eso es, en el fondo: una gran ciudad— Bouteron nos propone tres «guías»: la de Anatole Cerfberr y Jules Christophe (Repertorio de «La comedia humana»), aparecida en 1887; la del vizconde de Spoelberch de Lovenjoul (Historia de las obras de Balzac), publicada en 1888 y la de William Hobart Royce (Una bibliografía de Balzac), editada en 1928. El mismo Bouteron nos sugiere tres métodos de turista para pasear por las calles, avenidas y plazas de La comedia humana. Uno es el método topográfico. Dos novelas tienen como escenario el París antiguo; cuarenta y nueve el París del novecientos; cinco los alrededores de París. Treinta y cinco se desarrollan en provincia: tres en Normandía, dos en Bretaña, siete en Turena, y así sucesivamente… Otro es el método histórico. Ciertas novelas relatan hechos acaecidos antes de 1800; otras, sucesos del tiempo de Napoleón; otras describen la Francia de Luis XVIII; otras la época de Carlos X; otras, el reinado de Luis Felipe.
     El tercer método parece, a primera vista, más sugestivo. Se basa en una enumeración de los temas: la cartomanciana, los comerciantes, las cortesanas, la Escuela Politécnica, los funcionarios… La lista sigue, muy seriamente, por orden alfabético de profesiones o de manías.
     En realidad, ninguno de estos tres métodos resiste a la crítica del lector. En efecto ¿cómo limitar el material histórico y geográfico de la vida? Hay novelas que principian durante el Imperio y continúan bajo el gobierno de Luis XVIII. Otras, comenzadas en provincia, acaban en París. En cuanto a los temas, la clasificación resulta más arbitraria todavía. El tema central de El primo Pons no es la música, ciertamente. Y ¿dónde insertar la novela de Louis Lambert? Bouteron la sitúa a la vez en dos anaqueles distintos: el de la ciencia y el de la locura.
     Todo esto comprueba la inutilidad de querer buscar una llave maestra para deslizarnos, con el menor esfuerzo posible, en el mundo onírico de Balzac. Pero también demuestra la ingenuidad del propio Balzac, enamorado de un plan teórico al que en vano pretendió conferir un rigor científico impracticable. Concebida como el Escorial de la novela novecentista, La comedia humana no tiene nada, en su vehemencia, de la frialdad desdeñosa y abstracta del Escorial. Monárquico y religioso, Balzac no fue, por supuesto, el Felipe II que mencionamos al medir su propósito absolutista. Ni fue tampoco, a pesar de sus reiteradas declaraciones, el Cuvier o el Saint-Hilaire de esa zoología social en cuyas «especies» nos invitan a meditar sus admiradores más abnegados y más celosos. La comedia humana no es un herbario, ni un catálogo, ni un museo. Ante todo, y sobre toda otra cosa, es un testimonio artístico. Su autor la imaginó cuando muchas de sus secciones ya estaban hechas. Fue, sin duda, un rasgo genial el imaginarla, puesto que así consiguió Balzac entender —y hacer entender— la unidad profunda de toda su creación. Por eso, la frase clave del prefacio escrito en 1842 no me parece ser la que tantos citan (la que señala el parecido entre la naturaleza y la sociedad; parecido del cual se desprendería, lógicamente, todo un sistema que Balzac elogió sin pausa y al que raras veces se sujetó) sino ésta, más humilde y más efectiva: «La casualidad es el mayor novelista del mundo». Sólo que Balzac se apresura a contradecirse. Y, al titularse «el secretario» de la casualidad francesa del siglo XIX, habla en seguida de un inventario de tipos, de caracteres, de vicios y de pasiones. Usa el vocabulario de un profesor de estadística. Da la impresión de que va a emprender el censo de su país.
     Lo que emprendió —y realizó— no fue un censo, sino una mitología. Porque los avaros que Francia tuvo, en París o en provincia, durante el siglo XIX, desaparecieron definitivamente, al morir, y nadie se acuerda de ellos. Pero el avaro Grandet, el mito del avaro Grandet, sigue existiendo y actuando hoy entre nosotros: lo mismo en Francia que en el Japón, en Londres como en México, en el Perú como en Dinamarca… De todos los padres apasionados que Francia conoció en los años de Luis XVIII ¿cuántos viven como el padre Goriot, mito sublime de la paternidad, hermano del viejo Lear, padre sin esperanza frente a lo Eterno? Inventores, los hubo en Europa durante el romanticismo (y Balzac en primer lugar); pero ¿quién de todos se impone a la fantasía de los lectores contemporáneos como el Maese Frenhofer de La obra maestra desconocida o el Baltasar Claes de La búsqueda de lo absoluto? Por todas partes, presencias míticas. Mitos vivientes; mitos vividos; realidad transmutada en sueño; pesadillas de carne y hueso; verdad y alucinación.
     La comedia humana es, positivamente, la prodigiosa cantera (cuando no el botánico almácigo) de toda la novela contemporánea. Resulta posible, pero tan difícil como posible, precisar una situación, una perspectiva novelesca, que no hayan sido previstas, aprovechadas conscientemente (o imaginadas, al menos, intuidas como en un sueño) por la fantasía técnica de Balzac. Archivo de caracteres, de atmósferas, de costumbres, su obra es también un repertorio inagotable de asuntos, de posibilidades, de crisis, propuesto casi con ironía al talento de sus dóciles herederos. ¿No ofrece ya Madame Bargeton, en los primeros capítulos de Ilusiones perdidas, un esquema de la futura Madame Bovary?… «Usaba su vida —nos dice Balzac, adivinando a Flaubert— en perpetuas admiraciones y se consumía en extraños desdenes. Si pensaba en el bajá de Janina, hubiese querido luchar con él en su serrallo… Le daban ganas de hacerse hermana de Santa Camila y de irse a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando a los enfermos. Tenía sed de cuanto no era el agua límpida de su vida, oculta entre las hierbas». A este respecto, procedería buscar en Balzac a muchos de los personajes y de las ideas de que se sirvió tesoneramente Flaubert. No hablemos, por lo pronto, de Homais, a quien preparan, en La comedia humana, tantas siluetas fláccidas de provincia. Insistamos en Madame Bovary. En La piel de zapa, al visitar la casa del anticuario, Rafael admira un viejo rabel. En seguida, con una sumisión libresca no muy distinta de la que Flaubert atribuye a Emma, coloca ese instrumento en las manos de una dama feudal y se complace en imaginarse en el trance de declararle un amor ferviente, cabe una gótica chimenea «en cuya penumbra el consentimiento de una mirada» se perdería… ¿No es ése el mecanismo —de proyección al absurdo— tan mal usado por la esposa de Bovary? Hay más aún En la misma obra, encuentro otro precedente de Flaubert, relativo éste a las aventuras de sus dos tontos inolvidables: Pécuchet y Bouvard. «Blandamente arrullado por un pensamiento de paz» —escribe Balzac— Rafael (con sólo haber visto las miniaturas de un misal manuscrito) se sentía otro; poseído de nuevo por el amor de las ciencias y del estudio, «aspiraba a la obesa vida monjil, exenta de penas y de placeres, se acostaba en el fondo de una celda, y, por la ojiva de su ventana, se ponía a contemplar las praderas, los bosques y los viñedos de su monasterio»… No es otra, en Bouvard y Pécuchet, la fugitiva manía de los dos célibes, su bovarismo intelectualista.
     No sólo los asuntos de algunos cuentos de Maupassant y de no pocas historias de Alfonso Daudet, sino los de algunas grandes creaciones de Thomas Mann (como Los Buddenbrook) están asimismo en germen —y podría decirse acotados— en La comedia humana. Acabo de referirme a Los Buddenbrook, crónica de la decadencia de una familia. ¿No son eso, también. Los parientes pobres?… Incluso los problemas ideales de Dostoyevski, los que más apreciamos en su talento, Balzac los tocó un instante, con mano quizá furtiva, pero descubridora. Por descuido, o por prisa, o por simple disparidad de temperamento, en ocasiones los hizo a un lado. Uno de ellos es el de la culpabilidad del que inventa un crimen, aunque se abstenga de cometerlo. Se trata, nada menos, que del tema esencial de Los hermanos Karamásov. Balzac lo plantea, de paso, en un cuento (La posada roja) escrito en 1831. Próspero Magnan, un joven médico militar en las guerras de la Revolución francesa, piensa enriquecerse con la fortuna de otro huésped de la posada: el alemán Walhenfer. Para robarle la maletilla en que lleva Walhenfer cien mil francos (o su equivalente, en joyas y en oro), Magnan decide matarlo durante la noche. Toma un bisturí de su estuche y se acerca al lecho en que aquel fortuito vecino descansa apaciblemente. En el momento de levantar el brazo para perpetrar su atentado, una voz secreta detiene a Magnan. Huye de sí mismo. Por la ventana que abrió previamente para escapar, salta al camino próximo. Pasea bajo los árboles. La frescura y la paz de la noche le infunden calma. Siente vergüenza de su proyecto. Vuelve entonces al cuarto de la posada, se acuesta y duerme. Mientras duerme, cree oír el rumor de algo que gotea en la sombra húmeda. Se inquieta. Trata de llamar… pero le rinde otra vez el sueño. A la mañana siguiente, se averigua que Walhenfer fue asesinado con el bisturí de Magnan. Lo mató un amigo de éste, que había pasado la noche en la misma alcoba, que vio sus preparativos y resolvió consumarlos por su cuenta. Todo acusa a Magnan: el bisturí utilizado para el delito y, más aún, su paseo nocturno, descrito por diferentes testigos e inexplicable como no sea por una sola razón: esconder en el campo, bajo una encina, la maletilla de la víctima. Sobre todo, lo acusan sus propias vacilaciones, sus propias dudas. El tribunal militar lo condena a ser fusilado. Y el cuento sigue. Termina en un ambiente menos interesante, de herencia, de notaría y de tentativas de matrimonio. Pero lo que importa aquí es advertir cómo, hasta en un relato sin especial trascendencia, Balzac descubre el tema original, la semilla del drama psicológico ilustrado después, milagrosamente, por Dostoyevski: la responsabilidad de la sola idea, la culpabilidad moral de quien, jurídicamente, podría estimarse no responsable. La coincidencia es tanto más valiosa cuanto que Balzac pone en labios de Magnan estas palabras, dignas de figurar como epígrafe en Los hermanos Karamásov: «No soy inocente… ¡Siento que he perdido la virginidad de mi conciencia!».
     «Calibán genial» llamó Paul Souday al autor de La Rabouilleuse, oponiéndolo a Ariel, que —a su juicio— encarnaba mejor Stendhal. ¿Cómo aceptar tan injusta antítesis? Había, en Balzac, un sociólogo fabuloso. De ello hablaremos más largamente. Pero ese sociólogo obedecía a la voluntad de un poeta insigne. Mientras creía estar escribiendo la historia del siglo XIX, lo que sus manos trazaban no era la historia, sino la leyenda de aquella época.

Fuente:
     Título original: Balzac

     Jaime Torres Bodet, 1959

     Editor digital: IbnKhaldun

     ePub base r1.2

martes, 25 de octubre de 2016

Robert Louis Stevenson. EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS.


EN DEFENSA DE LOS OCIOSOS.
(Fragmento).

Título original: An Apology for Idlers
Robert Louis Stevenson, 2009
Traducción: Belén Urrutia

 En defensa de los ociosos
Boswell: Cuando estamos ociosos, nos aburrimos.
Johnson: Eso sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; pero si todos estuviéramos ociosos, no nos aburriríamos. Nos entretendríamos mutuamente.
En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad. Se suele admitir que la presencia de personas que se niegan a tomar parte en la gran carrera de obstáculos por un poco de calderilla no hace más que insultar y desalentar a quienes participan. Un individuo cabal (como tantos que vemos) toma su decisión, opta por la calderilla y, con esa enfática expresión tan americana, «va a por ella». Y, mientras este hombre va ascendiendo trabajosamente por la senda marcada, no es difícil comprender su resentimiento cuando ve que, junto al camino, hay personas cómodamente tendidas sobre la hierba del prado, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes tocó una fibra muy sensible de Alejandro. ¿Dónde estaba la gloria de haber conquistado Roma si cuando aquellos turbulentos bárbaros se precipitaron en el Senado encontraron allí a los Padres sentados en silencio e indiferentes a su hazaña? Es descorazonador haberse esforzado para escalar escarpadas cumbres y, al llegar arriba, encontrar que la humanidad permanece indiferente a tu proeza. De ahí que los físicos condenen a quienes se ocupan de lo que no entra en las leyes de la física, que los financieros no toleren más que superficialmente a los que no entienden de alzas y bajas de valores, que los literatos desprecien a los iletrados, y que los de todas las profesiones coincidan en su desprecio hacia quienes no desempeñan ninguna.
Sin embargo, no es ésta la mayor dificultad del asunto. Nadie va a la cárcel por hablar en contra de la laboriosidad, pero puede ocurrir que todos te den de lado si dices insensateces. En la mayor parte de los temas, la principal dificultad está en tratarlos bien; por lo tanto, recuerde que esto es una apología. Ciertamente, se pueden presentar muchos argumentos sensatos en favor de la diligencia, pero también se puede decir algo en contra, y eso es lo que quiero hacer en esta ocasión. Exponer un argumento no implica necesariamente que se haya de ser indiferente a todos los demás, lo mismo que haber escrito un libro de viajes por Montenegro no significa que su autor no haya estado nunca en Richmond.
No cabe duda de que las personas deben poder entregarse al ocio en la juventud. Pues aunque alguna vez haya un lord Macaulay que acabe sus estudios con todos los honores y en su sano juicio, la mayoría de los muchachos pagan un precio tan alto por sus medallas que salen al mundo en bancarrota y no se recuperan. Y lo mismo puede decirse de todo el tiempo que un muchacho pasa educándose, o soportando que le eduquen. Debió de ser un anciano insensato el que en Oxford se dirigió a Johnson en estos términos: «Joven, aplíquese ahora a los libros con diligencia y adquiera un buen caudal de conocimientos, porque cuando pasen los años su estudio le resultará fatigoso». Aquel caballero parecía no darse cuenta de que para cuando un hombre tiene que usar gafas y no puede caminar sin apoyarse en un bastón, aparte de leer hay muchas otras cosas que resultan fatigosas y no pocas imposibles. Los libros están muy bien a su manera, pero son un pálido sustituto de la vida. Parece una pena permanecer sentado, como la dama de Shalott, mirando en un espejo de espaldas al bullicio y la fascinación de la realidad. Y si un hombre lee demasiado, como nos recuerda una vieja anécdota, apenas le quedará tiempo para pensar.
Si vuelve la vista atrás y recuerda su propia educación, estoy seguro de que no serán las horas plenas, intensas e instructivas en que hizo novillos lo que lamente, sino, más bien, algunos ratos tediosos de duermevela en clase. Por mi parte, asistí a muchas horas de clase en mi tiempo. Aún recuerdo que el giro de la peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad y que estilicidio no es un crimen. Pero aunque no me gustaría desprenderme de esas migajas de ciencia, no les doy el mismo valor que a ciertos retazos de conocimiento que adquirí en las calles mientras hacía novillos. No es éste el momento de extenderme sobre ese gran lugar de educación que era la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año produce muchos anónimos maestros en la Ciencia de las Facetas de la Vida. Baste con esto: si un muchacho no aprende en la calle es porque no tiene aptitudes para aprender. Además, el que falta a clase tampoco tiene que estar siempre callejeando; si lo prefiere, puede encaminarse hacia los barrios ajardinados de las afueras y salir al campo. Entonces puede echarse cerca de unos lilos, junto a un arroyo, y fumar pipa tras pipa mientras escucha la melodía del agua sobre los guijarros. En los arbustos cantará un pájaro. Y quizá ahí pueda entregarse a agradables pensamientos y vea las cosas desde una nueva perspectiva. Si esto no es educación, ¿qué es? Podemos imaginar que el Sabio Mundano[1] se acercaría a amonestarle y que tendría lugar la siguiente conversación:
—Eh, muchacho, ¿qué haces aquí?
—Pasando el rato, señor.
—¿No es hora de estar en clase? ¿Y no deberías estar aplicándote con diligencia a tus libros para adquirir conocimientos?
—Es que así también aprendo, con su permiso.
—¡Menuda manera de aprender! ¿Y qué aprendes, si me lo puedes decir? ¿Matemáticas?
—No, desde luego que no.
—¿Metafísica?
—Tampoco.
—¿Alguna lengua?
—No, ninguna lengua.
—¿Un oficio?
—Tampoco es un oficio.
—Pues entonces, ¿qué es?
—Es que como pronto me llegará el momento de ir de Peregrinación, señor, quiero saber qué es lo que hacen los demás en mi caso y dónde están las peores Ciénagas y Espesuras del Camino; y también qué clase de Bastón es el más adecuado para él. Además, me he echado aquí, junto al agua, para aprenderme de memoria una lección que mi maestro me ha enseñado a llamar Paz o Contento.
Al escuchar esto, el señor Sabio Mundano no pudo contener la indignación y, esgrimiendo su bastón con gesto amenazador, respondió de esta guisa: «¡Menuda manera de aprender! ¡Yo haría que el verdugo azotara a todos los granujas de tu calaña!».
Y continuó su camino, colocándose la corbata con un crujido de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.
Ahora bien, la opinión del señor Sabio Mundano es la más extendida. A un hecho no se le llama hecho, sino habladuría, si no entra en alguna de las categorías escolásticas. La búsqueda del conocimiento ha de ir en alguna dirección reconocida, etiquetada con un nombre; de lo contrario, no es más que holgazanería, y ni siquiera mereces el asilo de pobres. Se supone que todo conocimiento está en el fondo de un pozo, o en el extremo de un telescopio. En su madurez, Sainte-Beuve consideraba que toda la experiencia era como un gran libro en el que estudiamos durante unos años antes de partir de aquí; y le parecía que era indiferente si leías el capítulo XX, que es el cálculo diferencial, o el XXXIX, que es escuchar a la banda tocar en el parque. De hecho, una persona inteligente que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, sin perder nunca la sonrisa, adquirirá una formación más auténtica que muchos otros en una vida de heroicas vigilias. Ciertamente, hay una clase de conocimiento frío y árido en las cimas de la ciencia formal y laboriosa, pero es simplemente mirando a tu alrededor como aprenderás los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras que otros abarrotan su memoria cargándola de palabras inservibles, la mitad de las cuales se les habrán olvidado antes de que acabe la semana, el que no asiste a clase puede aprender algún arte verdaderamente útil: tocar el violín, apreciar un buen cigarro puro o hablar con naturalidad y acierto a toda clase de personas. Muchos de los que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo sobre una rama u otra del conocimiento aceptado salen del estudio con un aire envejecido de búho y se muestran secos, torpes e irritables en las ocasiones mejores y más brillantes de su vida. Muchos amasan una gran fortuna, pero siguen siendo vulgares y de una estupidez patética hasta el fin de sus días. Y, entre tanto, ahí está el ocioso que comenzó la vida con ellos… convendrá conmigo que ofrece una imagen completamente distinta. Ha podido ocuparse de su salud y su espíritu; ha pasado mucho tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si bien nunca se ha adentrado en lugares muy recónditos del gran Libro, lo ha hojeado y leído de pasada con gran provecho. ¿No renunciaría el estudioso a algunas raíces hebreas y el hombre de negocios a algunas de sus monedas por algo del conocimiento de la vida en general y del Arte de la Vida que posee el ocioso? Además, el ocioso tiene otra característica aún más importante que éstas. Me refiero a su sabiduría. Quien haya contemplado con frecuencia la pueril satisfacción que sienten otras personas por sus aficiones verá las propias con una indulgencia irónica. No se le escuchará entre los dogmáticos. Mostrará una gran y serena tolerancia con toda suerte de personas y opiniones. Puede que no descubra verdades extraordinarias, pero tampoco se identificará con apasionadas falsedades. Su forma de ser le lleva por un camino poco frecuentado, pero agradable y llano, que se llama la Senda del Lugar Común y que conduce al Mirador del Sentido Común. La vista que se domina desde ahí, si no sublime, es agradable, y mientras que otros contemplan Oriente y Occidente, el Demonio y el Amanecer, él se contentará con percibir una suerte de hora matinal sobre todas las cosas terrenas, con un ejército de sombras precipitándose en todas direcciones hacia la gran luz de la Eternidad. Las sombras y las generaciones, los estridentes doctores y las estruendosas guerras, todos se pierden juntos en el silencio y el vacío definitivos; pero, por debajo de todo esto, desde las ventanas del Mirador, se puede ver un gran paisaje verde y apacible, muchos salones iluminados por el fuego de las chimeneas, buena gente riendo, bebiendo y amándose, como lo hacían antes del Diluvio y de la Revolución Francesa, y al viejo pastor contando su historia bajo el espino.
Una diligencia excesiva en el colegio o en la universidad, en la iglesia o en el mercado, es síntoma de una vitalidad deficiente, y la facultad para el ocio implica un apetito universal y un marcado sentido de la identidad personal. Hay un tipo de personas apagadas, muertas en vida, que apenas son conscientes de vivir, excepto en el ejercicio de alguna ocupación convencional. Si las llevas al campo, o las subes a un barco, verás que añoran su mesa de trabajo o su estudio. Carecen de curiosidad; son incapaces de entregarse a estímulos fortuitos; no obtienen placer alguno en el mero ejercicio de sus facultades, y a menos que la Necesidad las espolee, permanecen inmóviles. Es inútil hablar con gente así; no pueden estar ociosas, porque su naturaleza no es lo suficientemente generosa, y pasan en una especie de coma las horas que no están dedicadas a bregar frenéticamente para obtener oro. Cuando no es necesario que vayan a la oficina, cuando no tienen hambre ni les apetece beber, todo el mundo vivo está vacío para ellos. Si tienen que esperar un tren durante, por ejemplo, una hora, entran en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, cabría suponer que no hay nada que mirar ni nadie con quien hablar; que estaban paralíticos o enajenados; y, sin embargo, es muy posible que en su trabajo se esfuercen a su manera y que tengan buen ojo para detectar un error en un documento o un cambio en la bolsa. Han pasado por el colegio y la universidad, pero siempre tenían la vista fija en la medalla; se han movido por el mundo y mezclado con personas inteligentes, pero todo el tiempo estaban pensando en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera ya demasiado limitada, han estrechado y empequeñecido la suya aún más con una vida enteramente de trabajo y nada de juego; hasta que los encontramos a los cuarenta años con la atención embotada, la mente vacía de cualquier elemento de distracción, y ni un pensamiento que pulir contra otro, mientras esperan el tren. De niño, se podría haber encaramado a los vagones; a los veinte años, habría mirado a las chicas; pero ahora la pipa se ha consumido, la caja del rapé está vacía, y mi caballero está sentado en un banco muy tieso y con ojos lastimeros. No me parece que esto sea el Éxito en la Vida.
Pero no es sólo la propia persona la que sufre por estar siempre ocupada, sino también su esposa y sus hijos, sus amigos y allegados, y hasta la gente que viaja con él en el tren o en un carruaje. La constante devoción a lo que un hombre llama su trabajo sólo se mantiene a costa de una indiferencia constante hacia muchas otras cosas. Y no es en absoluto seguro que el trabajo sea lo más importante que alguien tiene que hacer en la vida. Parece claro en una valoración imparcial que muchos de los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos en el Teatro de la Vida los representan intérpretes fortuitos y que el mundo en general los toma por fases de ociosidad. Pues en ese Teatro representan un papel y desempeñan funciones importantes para el resultado general no sólo los activos caballeros, las doncellas cantarinas y los diligentes violines de la orquesta, sino quienes miran y aplauden desde los bancos. Sin duda dependemos en gran medida de la atención de nuestro abogado y nuestro corredor de bolsa, de los guardias y guardavías que nos permiten trasladarnos rápidamente de un lugar a otro, y de los policías que patrullan las calles para nuestra protección, pero ¿no tendremos un pensamiento de gratitud en el corazón para otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos cruzamos con ellos o que nos amenizan la comida con su agradable compañía? El coronel Newcome[2] ayudó a su amigo a perder su dinero; Fred Bayham tenía la fea costumbre de pedir camisas prestadas; con todo, era preferible tropezar con ellos que con Mr Barnes. Y aunque Falstaff no solía estar sobrio ni era muy honrado, creo que podría nombrar a uno o dos adustos barrabases de los que el mundo podría haber prescindido mucho mejor. Hazlitt dice que se sentía más obligado a Northcote, que nunca le había hecho algo que pudiera considerar un servicio, que a todo su círculo de ostentosos amigos, pues estaba convencido de que un buen compañero era el mayor benefactor. Sé que hay personas en el mundo incapaces de sentir gratitud si cuando se les hace un favor no es a costa de dolor y dificultades. Pero esto demuestra un temperamento mezquino. Si un hombre nos envía seis hojas de papel llenas de los cotilleos más entretenidos o pasamos media hora agradablemente, quizá incluso con provecho, leyendo un artículo suyo, ¿nos parecerá que el servicio habría sido mayor si hubiera escrito el texto con su propia sangre, como un pacto con el diablo? ¿Pensaremos realmente que tendríamos que estar más agradecidos a nuestro corresponsal si nos hubiera estado maldiciendo todo el tiempo por nuestra falta de oportunidad? Los placeres son más beneficiosos que los deberes porque, como la compasión, no son obligados y son por ello doblemente benditos. Para un beso hacen falta dos personas, y de una broma quizá puedan disfrutar veinte; pero un favor, cuando hay en él un elemento de sacrificio, se confiere con dolor y entre personas generosas se recibe con turbación. No hay deber que infravaloremos tanto como el de ser felices. Siendo felices, sembramos en el mundo beneficios anónimos que permanecen ignorados incluso por nosotros mismos y que, cuando se manifiestan, no sorprenden a nadie tanto como al propio benefactor. El otro día un muchacho que iba descalzo y en harapos perseguía una canica calle abajo con un aire tan alegre que puso de buen humor a todos los que pasaban; una de esas personas, que antes había estado atenazada por pensamientos incluso más sombríos de lo habitual, detuvo al muchacho y le dio unas monedas mientras le decía: «Ya ves, a veces éste es el resultado de mostrarse alegre». Si antes había mostrado alegría, ahora mostraba alegría y desconcierto. Por mi parte, aplaudo que se fomente en los niños la sonrisa, y no las lágrimas; no quiero pagar para ver lágrimas más que en el escenario; sin embargo, estoy dispuesto a costear generosamente la mercancía opuesta. Es mejor encontrar a un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Esa persona irradia buena voluntad y cuando entra en una estancia es como si se hubiera encendido otra vela. No debe interesarnos si son capaces de demostrar el teorema de Pitágoras; hacen algo mejor: demuestran en la práctica el gran Teorema de la vida que merece ser vivida. Por lo tanto, si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, debe estar ociosa. Es un precepto revolucionario, pero gracias al hambre y al asilo de pobres, no resultará fácil abusar de él, y, dentro de unos límites prácticos, es una de las verdades más incontestables de todo el Cuerpo Moral. Observe por un momento a uno de esos individuos tan diligentes. Siembra prisa y cosecha indigestión; su inversión es una actividad desbordante y el interés que recibe a cambio es una gran desazón nerviosa. Bien se aísla completamente de todo contacto con los demás y vive recluido en una buhardilla, con unas toscas zapatillas y un pesado tintero, bien entra en contacto con la gente de forma apresurada y brusca, en una contracción de todo su sistema nervioso, para descargar su mal humor antes de volver al trabajo. No me interesa cuánto trabaja ni lo bien que lo haga, es una maldición en la vida de otras personas. Serían más felices si estuviera muerto. En el Negociado de Circunloquios les resultaría más fácil arreglarse sin sus servicios que soportar su humor irritable. Envenena la vida en su fuente. Es preferible que un sobrino bribón te arruine de golpe a que un tío malhumorado te atormente cada día.
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