domingo, 30 de octubre de 2016

JOSEFINA VICENS. Novela: LOS AÑOS FALSOS. (Fragmento).

1911-1988
Escritora que, como Juan Rulfo, sólo publicó dos libros y, sin embargo, es uno de los pilares de las letras mexicanas contemporáneas. Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico "Torerías" y en la revista "El Sol y Sombra", en los que firmó como Pepe Faroles.

Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie "Voz viva de México" . En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. Sus amigos cercanos la llamaban "La peque".


Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
Sin lo que el vivir reclama.

El hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de ti,
de tu voz,
de tu presencia
Y por esta cruel ausencia,
vivo a distancia de mí.

Vivir así de esta suerte,
No se si es vida o es muerte



Los años falsos
Este vivir no es vivir,
es tan sólo un existir
sin lo que el vivir reclama:
el hoy, el aquí, el mañana.
Vivo a distancia de tí,
de tu voz, de tu presencia,
y por esta cruel ausencia
vivo a distancia de mí.
Vivir así, de esta suerte,
no sé si es vida o es muerte.

--Josefina Vicens (Luis Alfonso, frente a la tumba de su padre/doble)
 Los años falsos

I

TODOS HEMOS VENIDO A verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario.
    Como siempre, yo no hago absolutamente nada. Me cruzo de brazos. Estoy de visita con mi corbata negra. Vengo a verme, me recibo en silencio y me agradezco las flores que traje: hortensias, mis predilectas. Esas hortensias tumultuosas, apretadas, jóvenes, cuyo color está casi por despuntar, pero que aún no se sabe si serán azules o lilas o rosadas.
    Ellas —mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperantemente iguales— son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cortan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz; podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente la rejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas, sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que "escombran". Cuando terminen se bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos negros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran. O tal vez, en efecto, recen. Eso ya no me incumbe. Rezan por él. Lo demás sí, sobre todo porque nunca quedo conforme. Una tumba no es una cocina, pero ellas la arreglan y la frotan y la pintan como si lo fuera. Tres eficaces y activas amas de casa arrancándome las hojas secas, que son precisamente las que me gustan, y podándome la bugambilia para que no tape nuestro nombre y no trepe por la cruz y la oculte.
    No digo que la cruz no sea bonita. Yo mismo la diseñé, muy ligera para que no le pesara demasiado. Pero ahora prefiero que la bugambilia la abrace y esconda, porque desde allí me gustan más las flores que las piedras. Como no tiene objeto que lo diga, dejo que hagan lo que quieran. A lo mejor a él le gusta que se luzca su cruz y que no se tape su nombre. No lo dudo. Mejor dicho, tengo la seguridad de que le agrada porque recuerdo aquellas tarjetas de visita, de las que mandaba hacer varios cientos, y en las que aparecían su nombre, su aparente puesto oficial, su domicilio y sus teléfonos, todo con letras y números grandes, de complicado trazo. Las daba a cualquiera, con cualquier motivo. Por eso, claro, ahora no debe gustarle que la bugambilia tape su nombre realzado en la lápida de mármol.
    Si él hubiera podido escogerla habría sido más grande, con alguna alegoría y una extensa leyenda que hablara del eterno desconsuelo de su esposa y sus hijos, y de la pérdida irreparable que su muerte constituía para ellos. También mi mamá la hubiera preferido con juramentos y frases de dolor. Pero a mí me pareció más serio poner únicamente su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
    Ahora me alegro de haberlo hecho, porque así quedó bien. Nuestro nombre, el de los dos, Luis Alfonso Fernández, sin más. Aunque las fechas no me correspondan a mí y el nombre casi no le pertenezca a él porque le fue disminuido y denigrado desde que nació: el niño "Ponchito", el joven "Poncho" y después, para todos y para siempre, "Poncho Fernández". Nadie le decía Luis Alfonso, ni Luis, ni Alfonso, ni Fernández, a secas. En realidad agregaron el apellido al diminutivo convencional del nombre y con los dos formaron un apodo permanente, cariñoso sin duda, pero que a mí me parecía despectivo. No fui nunca el hijo de don Luis Alfonso o del señor Fernández. Lo fui de "Poncho Fernández" siempre, desde aquel tiempo en que serlo era una especie de éxtasis, de trémula y secreta dicha, hasta este tiempo clausurado, que no me pertenece y que no transcurre.
    Y ahí siguen mi mamá y mis hermanas, lavando las letras de nuestro nombre y cortándome las amarillas, las rumorosas hojas secas que son precisamente las que más me gustan.

 II

HACE UNOS DÍAS VINE a vernos, solo. Había llovido. La bugambilia, aglomerada y espesa, estaba húmeda todavía y destacaba insolente junto a los alcatraces ya muertos pero erguidos aún en los cuatro floreros de las esquinas. Yo no traje esos alcatraces. Debe haber sido mi mamá, quien también viene con frecuencia, sola, para poder decirnos después, suspirando profundamente:
    —Hoy fui al panteón y estuve hablando de ustedes con su padre.
    Siempre dice lo mismo y siempre ocurre lo mismo: mis hermanas bajan la cabeza y yo sonrío. Entonces ella me pregunta:
    —¿Por qué te ríes?
    Sin dejar de sonreír la miro fijamente y no le contesto.
    Una de mis hermanas, cualquiera de las dos, indistintamente, me reprocha:
    —Siquiera contesta, Luis Alfonso, no seas grosero.
    Y de inmediato mi madre la reconviene:
    —No le hables así a tu hermano.
    Y guardamos silencio. Ninguna de las tres puede "hablarme así" porque ahora yo soy el hombre que sostiene la casa. Eso soy nada más. Pero eso ha acabado con todo.
    La mejor prueba es que aquí estoy, ahora, con los brazos cruzados, mientras ellas pintan mi reja de alambrón. La van a dejar horriblemente verde. Ojalá llueva antes de que la pintura se seque.

 III

CUANDO VENGO SOLO NO es para hablar con él sino para... no sé qué.
    Me siento en la tumba de nuestra vecina, una pobre solterona (Esperanza Larios) a quien nadie recuerda. Algunas veces le pongo flores. Si hubieran dejado un pedazo de tierra en torno al monumento, podría sembrarle un codito de mi bugambilia. Pero debe haber sido únicamente la tía rica que heredó a sus sobrinos y éstos se lo agradecieron con un pesado y costoso mausoleo sobre el que nunca han puesto una flor. Yo le quito la tierra con mi pañuelo y me siento a contemplar desde allí mi nombre en la lápida.
    Casi nunca le hablo ni le reprocho nada. ¿Para qué? Permanezco en silencio, cerca, mirándolo únicamente.
    Sólo una vez pasó algo y tuve que reírme. Fue por la lagartija. Salió de la bugambilia y corría por todas partes: por la reja, por la lápida, por la cruz; se metía a los floreros, salía, y luego recorrió en toda su extensión, una y otra vez, la tierra que lo cubre y que está sembrada de un pasto fino. Yo iba calculando: ahora está sobre su cabeza, ahora en los pies, ahora la tiene en el pecho. Y empecé a sentir una leve vibración, primero, y después cosquillas francas, intolerables, que me hicieron reír a carcajadas.

 IV

COMO REÍAMOS ANTES, CUANDO solamente éramos tú y yo, rodeados de todos los demás. Nadie entraba. Y yo, desde adentro siempre, no podía percibir que si a nadie permitías la entrada era para que yo permaneciera mientras tú te salías.
    —Voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo, tal vez regrese más temprano.
    Regresabas a la hora que querías, naturalmente, y me encontrabas dormido. Un niño se cansa pronto de un solo pensamiento y yo no me permitía ningún otro. Al día siguiente, cuando mi mamá se levantaba, yo iba a tu cuarto muriéndome de vergüenza por no haberte esperado despierto. Pero entonces eras tú el que dormías, fatigado de lo que ahora yo lo estoy. Me acostaba a tu lado y contemplaba interminablemente, con una especie de arrobo, tu pelo desordenado, tus cejas pobladas, la barba crecida, las pestañas, la boca entreabierta, el pecho que subía y bajaba con el ritmo de tu sueño. Después, con mucha cautela para no despertarte, me iba acercando a ti.
    ¡Jamás he vuelto a sentir igual tibieza! Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme. No era el calor espeso y cerrado de los abrazos de mi madre, que me asfixiaba, y que ella agravaba con frases mimosas y tontas, exactas a las que después les decía a las gemelas. Tú me hablabas. Mi mamá hablaba solamente. Yo no entendía que pudieras dormir con ella, en la misma cama. Cuando te preguntaba por qué lo hacías, me contestabas que las mujeres eran muy miedosas y que las asustaba la oscuridad. No supiste nunca que en las noches, cuando no estabas en casa, yo seguía a mi madre como una sombra, esperaba a que estuviera sola en alguno de los cuartos, entraba sigilosamente, apagaba la luz y me escabullía sin el menor ruido. Dejé de hacerlo cuando me convencí de que se aguantaba el miedo y, por el contrario, pensando que yo lo tendría, me gritaba que no me asustara, que la luz volvería en un momento, que mi ángel de la guarda estaba conmigo, y no sé cuántas cosas más. Yo sabía, porque tú me lo habías dicho, que la miedosa era ella, y que si hablaba tanto era para darse valor con su propia voz, no para tranquilizarme. Como también me dijiste muchas veces: "Déjala que hable, hijo, a las mujeres les gusta hacer ruido", la dejaba hablar, cerraba los ojos, muy apretados, y pensaba en ti.
    Igual que en este momento: hace media hora que está diciendo que se le olvidó traer ese polvo que es tan bueno para tallar el mármol; que lo dejó sobre la mesa de la cocina; que ella tiene que acordarse de todo porque con “esas hijas” no puede contar; que ya están en edad de ayudarla; que nunca va a poder descansar…
    Mis hermanas no protestan ni se defienden. Simplemente la dejan hablar, pero no creo que lo hagan, como yo lo hacía, para pensar en ti.

 V

ELLAS TE RECUERDAN MUY vagamente, no porque fueran demasiado pequeñas cuando sucedió todo —tenían nueve años—, sino porque tú nunca las tomaste en cuenta. ¡Y cómo disfrutaba yo ese desdén! Cuando nacieron lo único que te entusiasmó fue que eran dos. Hablabas de eso con tus amigos, ameritando tu virilidad y justificando que en los seis años anteriores no hubieras tenido hijos. Yo estaba horrorizado con la llegada de esas dos niñas tan flacas, tan feas y tan iguales, pero como todos opinaban que eran preciosas, que parecían dos muñecas, empecé a temer que me suplantaran. Entonces, para evitar que tú las quisieras yo fingía quererlas. Sólo cuando estabas presente, y con verdadera repugnancia, las besaba y les decía las mismas palabras tiernas que mi madre les dedicaba. Ahora comprendo que obedecía a un instinto oscuro, turbio, femenino, para provocar tus celos. Y lo lograba.
    —¡Deja en paz a esos monigotes!
    —No les digas así, papá, pobrecitas.
    —Estás igual que tu madre. Vámonos a dar una vuelta.
    El corazón me latía apresurado. En ese momento me hubiera lanzado a tus brazos y te hubiera confesado que detestaba a las niñas. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, me atrevía a seguir el juego:
      —¿Las llevamos? Tú cargas a una y yo a la otra.
    Te enfurecías, que era precisamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas.
    —¡Qué somos viejas, o sus nanas, o qué! ¡Ándale, vámonos!
    Antes de salir, disimulando mi felicidad, lanzaba a las pobres niñitas una mirada de gratitud. Eran mi instrumento para lograr tu atención exclusiva y tu compañía.
    Todos los días le pedía a Dios que regresaras temprano y esperaba tu llegada con una excitación extraña. Me gustaba ver la transformación que se operaba en la casa desde el justo momento en que tú entrabas. Todo empezaba a funcionar; todo sonaba; todo se movía: en un sentido si llegabas contento, en otro, si enojado. Parecía que personas y objetos estuviéramos silenciosos, contenidos, inmóviles, esperando que aparecieras, porque tú traías la fórmula para que todos cobráramos vida. Mi mamá empezaba a moverse de un lado a otro para servirte; las gemelas, según tu estado de ánimo, eran llevadas a sus cunas o volaban por los aires, lanzadas por tus brazos velludos, entre carcajadas, en unos estúpidos juegos de acrobacia que pudieron matarlas, pero contra los que mi madre nunca protestó no obstante el evidente terror que le causaban. Yo también sentía miedo, pero no de lo que pudiera pasarle a las niñas, sino del remordimiento que sentirías o del cuidado que tendrías que prestarles si por tu culpa se lastimaran.
    A medida que crecían nos íbamos desinteresando más y más de ellas. Hasta que las pobres admitieron inconscientemente que la familia estaba dividida: de un lado, el prepotente y ruidoso mundo de los hombres; del otro, el sumiso y mínimo de las mujeres. En el nuestro, ni mi madre ni ellas tenían nada que hacer.
    Después, cuando las necesité tanto, cuando lo comprendí todo y quise compensarlas de esa infancia desleída y arrinconada a que las sometimos, ya no fue posible.
    Por eso ven con naturalidad que yo permanezca aquí, con los brazos cruzados, mientras ellas limpian nuestra lápida y podan nuestra bugambilia para que no oculte la cruz que te diseñé, muy ligera para que no te pesara demasiado.
    Tal vez no debió ser tan ligera. Debes sentirte mal. Es curioso, pero no se me había ocurrido hasta hoy. Tú me lo hiciste notar en este momento porque lo pensé con tus palabras:
    —¡Esa cruz de señorita que me pusiste encima!
    ¿Pero es que no entiendes todavía? ¿Te la puse a ti? ¿La cargas tú?
    Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida.
    Un día cualquiera, por algo que sucede o por alguien que lo ordena, uno deja de ser lo que era. Deja de respirar o sigue respirando. Es igual. Otros miden el cuerpo, lo colocan en una caja negra con forros de raso blanco, lo meten en una fosa honda y lo cubren de tierra. O miden el cuerpo, lo visten con un traje de luto, lo llevan a un sitio extraño y ahí lo dejan, a la intemperie. Allá abajo el cuerpo espera quieto y a su tiempo empieza a vivir su transformación. Acá se queda quieto también, sorprendido, atemorizado, invadido, pero no se transforma ni se aniquila: permanece igual y ya no es igual.
    No protestes por tu "cruz de señorita" ni por tu lápida concisa. Hoy es nuestro aniversario, no me obligues a hablar. Cállate y deja que esas mujeres que me heredaste aliñen nuestra tumba, eficientemente.

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