sábado, 30 de junio de 2018

Bret Easton Ellis American Psycho. LIBROS QUE ESTÁN PROHIBIDOS EN LA ACTUALIDAD.


Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 7 de marzo de 1964) es un novelista estadounidense, considerado el mayor exponente de la Generación X en literatura, y uno de los autores posmodernos más relevantes de la actualidad. 
Escritor polémico, ha dejado a pocos lectores indiferentes, suscitando críticas negativas y positivas por igual. Ha sido considerado por algunos críticos como el nuevo Ernest Hemingway, para luego ser relegado a un segundo plano por muchos debido a la supuesta frialdad y escabrosidad de su prosa. Es además, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante y académico.

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Esta novela de Bret Easton Ellis constituye una de las críticas más feroces que un escritor norteamericano ha hecho a su propio país: una sociedad autocomplaciente y orgullosa de si misma. Para su denuncia, el autor ha escogido un camino arriesgado: Patrick Bateman, el protagonista, no es un rebelde ni un paria; Patrick es un joven de éxito que, sin embargo, también es capaz de violar, torturar y asesinar. Como dijo Fay Weldom, American Psycho es de alguna forma el oscuro complemento de La hoguera de las vanidades, por cuanto descubre aquellos puntos negros de la vida de los supuestos triunfadores que la novela de Tom Wolfe quiso obviar.




Bret Easton Ellis


American Psycho




Título original: American Psycho
Bret Easton Ellis, 1991
Traducción: Mariano Antolín Rato
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(Fragmento).

Inocentes

«PERDED TODA ESPERANZA AL TRASPASARME» está garabateado con letras rojo sangre en la fachada del Chemical Bank cerca de la esquina de la calle Once con la Primera Avenida y está escrito con caracteres lo bastante grandes como para que se vea desde el asiento trasero del taxi cuando éste avanza a sacudidas entre la circulación que deja Wall Street y justo cuando Timothy Price se fija en las palabras se detiene un autobús, con el anuncio de Les Misérables en el costado, tapándole la vista, pero a Price, que trabaja con Pierce & Pierce y tiene veintiséis años, no parece que le importe porque le dice al taxista que le dará cinco dólares si sube el volumen de la radio —«Be My Baby» suena en la WYNN— y el taxista, negro, no norteamericano, así lo hace.

Tengo recursos para dar y vender —está diciendo Price—. Soy creativo, soy joven, no tengo escrúpulos, estoy motivado a tope, soy ingenioso a tope. En esencia lo que digo es que la sociedad no puede permitirse el lujo de prescindir de mí. Soy una buena inversión. —Price se tranquiliza, continúa mirando por la sucia ventanilla del taxi, probablemente la palabra «MIEDO» de un grafiti escrito con un spray en la fachada de un McDonald’s de la esquina de la Cuarta con la Séptima—. Lo que quiero decir es que se mantiene el hecho de que a nadie le importa un pito su trabajo, que todo el mundo odia su trabajo, que yo odio mi trabajo, que me has dicho que odias el tuyo. ¿Qué puedo hacer? ¿Volver a Los Ángeles? No es una alternativa. Me cambié de la Universidad de California en Los Ángeles a la de Stanford para soportar esto. ¿Quiero decir que soy el único que piensa que no gana el suficiente dinero? —Como en una película, aparece otro autobús, otro cartel de Les Misérables remplaza a la palabra…, no es el mismo autobús porque alguien ha escrito la palabra «BOLLERA» encima de la cara de Eponine. Tim suelta bruscamente—: Tengo un piso aquí, tengo una casa en los Hamptons, por el amor de Dios.

Los padres, tío. Es por los padres.
No me la compré gracias a ellos. ¿Quiere subir el volumen de una jodida vez?
Esto no puede sonar más alto —puede que diga el taxista.
Timothy lo ignora y continúa irritado
Podría soportar el vivir en esta ciudad si les pusieran Blaupunkt a los taxis. Puede que hasta sistemas sintonizadores dinámicos ODM III o ORC II. —En este punto la voz se le ablanda—. Cualquiera de ellos. Son modernos, amigo mío, modernísimos.
Se quita del cuello el walkman de aspecto muy caro, y sigue quejándose.

Odio quejarme, de verdad que lo odio, de la basura, los desperdicios, la enfermedad, de lo sucia que está esta ciudad y sabes y yo sé que es una pocilga… —Sigue hablando mientras abre su nuevo attaché Tumi de piel de becerro que compró en D.F. Sanders. Mete el walkman dentro del attaché junto a un teléfono plegable portátil inalámbrico tamaño cartera (antes tenía un NEC 9000 Porta portátil) y saca el periódico de hoy—. En el de hoy, sólo en el de hoy…, vamos a ver…, modelos estranguladas, bebés tirados desde el techo de los edificios, niños asesinados en el metro, una reunión comunista, un jefe de la Mafia liquidado, nazis… —recorre las páginas con excitación—, jugadores de béisbol con sida, más porquería de la Mafia, atascos, vagabundos sin casa, diversos maníacos, enjambres de maricones llenando las calles, madres de alquiler, la supresión de una serie televisiva, niños que consiguen entrar en un zoológico y torturan y queman vivos a varios animales, más nazis…, y el chiste es, la gracia final es, que todo eso pasa en esta ciudad…, no en otro sitio, exactamente aquí, te traga, espera un momento, más nazis, atascos, atascos, vendedores de bebés, mercado negro de bebés, bebés con sida, bebés yanquis, un edificio que cae encima de un bebé, un bebé maníaco, atascos, un puente que se hunde… —Deja de hablar, respira a fondo y luego dice tranquilamente, con los ojos fijos en un mendigo de la esquina de la Segunda con la Quinta—: Ése hace el número veinticuatro de los que he visto hoy. Llevo la cuenta. —Luego pregunta, sin echar ni un vistazo—: ¿Por qué no llevas el blazer de estambre azul marino y los pantalones grises? —Price lleva un traje de lana y seda con seis botones de Ermeregildo Zegna, una camisa de algodón con puños franceses de Ike Behard, una corbata de seda de Ralph Lauren y zapatos de cuero de Fratelli Rossetti.

viernes, 29 de junio de 2018

Ballard James G - Galaxia 20 - El Mundo Sumergido. LITERATURA DE RESCATE.


James Graham Ballard (Shanghai, China, 18 de noviembre de 1930 - 19 de abril de 2009) fue un escritor inglés de ciencia ficción con escritos que, en su gran mayoría, describen mundos distópicos. 

Hijo de padres ingleses, durante la Segunda Guerra Mundial fue encerrado junto con su familia en un campo de concentración japonés, experiencia que relataría en su obra `El imperio del sol`, propuesta para el Booker Prize y ganadora del Guardian Fiction Prize, y que acabó siendo llevada al cine Steven Spielberg en la película homónima. 

En 1946, su familia se traslada a Gran Bretaña e inicia estudios de medicina en la Universidad de Cambridge, aunque no los completará. A continuación, trabaja como redactor en un periódico técnico y como portero del `Covent Garden` antes de incorporarse a la RAF como piloto en Canadá. Una vez licenciado, trabaja durante seis años como adjunto a la dirección de una revista científica para pasar, más tarde, a dedicarse por completo a la literatura. 

Sus primeros cuentos datan de 1956 y en los años 60 se convierte en uno de los autores de referencia de la llamada nueva ola de la ciencia ficción inglesa. Su literatura desarrolla la problemática del siglo XX, ya sean las catástrofes medioambientales o el efecto en el hombre de la evolución tecnológica. 

En su primera novela, `El mundo sumergido` (1962), imagina las consecuencias de un calentamiento global que provoca que los casquetes polares se derritan, una de la primeras obras de clima ficción. Le siguieron `El viento de ninguna parte` (1962), `La sequía` (1965) y `El mundo de cristal` (1966), ambientada en un área boscosa de África occidental que está, literalmente, cristalizándose. 

En 1973 publicó `Crash`, una meditación turbadora y explícita sobre la relación entre el deseo sexual y los coches, y que provocó un tenso debate sobre los límites de la censura contra la «obscenidad» cuando David Cronenberg la adaptó al cine en 1996. La película `Crash` estuvo a punto de no poder ser estrenada en Inglaterra. Tras `Crash`, llegaron `La isla de cemento` (1974), `Rascacielos` (1975), `Compañía de sueños ilimitada` (1979) y `Hola, América` (1981). 

En 1984, Ballard llegó a un público mucho más amplio con la obra autobiográfica `El imperio del sol`, la historia de un niño en tiempos de guerra que, luego, continuó en `La bondad de las mujeres` (1991). `El día de la creación`, otra novela situada en África, se publicó en 1987, y `Desbocado` lo hizo en 1988. 

Sus siguientes novelas fueron `Fuga al paraíso` (1994), un relato apocalíptico que transcurre en un atolón del Pacífico, `Noches de cocaína` (1996) y `Super-Cannes` (2000), ambas reelaboraciones de la novela negra clásica en una decadente Costa del Sol, la primera, y en la Riviera, la segunda. Ballard fue también un autor de relatos muy prolífico y, en 1996, apareció su colección de ensayos y reseñas `Guía del milenio para el usuario`
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Nos encontramos ante una novela que no se parece en nada a cualquier historia de catástrofes que pueda conocer el lector ocasional de CF. Aquí no hay una sociedad que haya sobrevivido a los embates del ambiente y esté empezando una lenta reconstrucción, ni Kerans es un héroe que vaya deshaciendo entuertos sobre una lancha a motor a golpe de ametralladora por las calles de ese Londres antidiluviano (de hecho, cuando tiene que enfrentarse físicamente a algún contratiempo es vencido sin problemas). No. Ballard elige su camino, mostrándonos a Kerans como una persona perfectamente cuerda, explorando lo que le está pasando y asumiendo ese cambio que se produce en su interior. Al final de la novela Kerans se adentra en la jungla que está cubriendo de nuevo el planeta, en paz consigo mismo a pesar que su muerte se da por segura. 

Seguramente estamos ante la mejor novela de Ballard que, cuando está lejos del experimentalismo de ciertos relatos y de los excesos de alguna de sus novelas posteriores (tengo en mente Crash), es un escritor inteligente, de prosa envolvente y onírica, capaz de hacernos ver un descenso a la locura como algo completamente necesario. Y como toda su literatura, engancha. Una vez que te ha pillado, ya no podrás escapar.
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Mares, pantanos y lagunas cubren la mayor parte de la Tierra. El aumento de la temperatura ha propiciado un clima tropical, de manera que la flora y la fauna proliferan de forma extraordinaria y el mundo parece volver al triásico. Los pocos humanos deben desplazarse en embarcaciones y sobrevivir con los escasos restos de civilización que pueden encontrar en los pisos más altos de los rascacielos ahora sumergidos. Viven continuamente amenazados por animales, insectos y enfermedades, que ahora son difíciles de combatir. En este mundo, Kerans intenta sobrevivir, aunque muchas veces parece más el aliado que el enemigo de una naturaleza que intenta eliminar al hombre. Sin embargo, más allá de la aventura, el desarrollo psicológico de los personajes encuentra su reflejo en imágenes maravillosas y sorprendentes, pues la lucha se plantea también dentro de cada persona y entre ellas, porque el infortunio común no es obstáculo para seguir con envidias, rivalidades y egoísmos.
El mundo de sumergido de J. G. Ballard, forma parte de una serie de cuatro libros que narran las distintas formas en las que el mundo es destruido. El mundo sumergido (1962), El viento de ninguna parte (1962), La sequía (1965) y por último, El mundo de cristal (1966) quizá la más peculiar de todas.

(Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti).
(Fragmento).

1

En la playa del Ritz


PRONTO haría demasiado calor. Kerans se asomó al balcón del hotel, poco después de las ocho, y observó cómo el sol subía detrás de las matas espesas, las gimnospermas gigantes que se amontonaban sobre los techos de los almacenes abandonados, a cuatrocientos metros de distancia, en el lado oriental de la laguna. El implacable poder del sol atravesaba las frondas tupidas y oliváceas, y los rayos refractados y romos martilleaban el pecho y los hombros desnudos de Kerans, que transpiraba ahora. Kerans se puso un par de lentes oscuros, protegiéndose los ojos. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta elipse creciente que se extendía en abanico a lo largo del horizonte oriental, como una colosal bola de fuego, transformando con sus reflejos la superficie plúmbea e inerte de la laguna en un brillante escudo de cobre. Al mediodía, cuatro horas más tarde, el agua parecería un fuego encendido.
Comúnmente, Kerans se despertaba a las cinco, y llegaba al laboratorio biológico a tiempo para trabajar cuatro o cinco horas antes que el calor fuese intolerable, pero esta mañana se resistía a abandonar el refugio herméticamente cerrado y fresco de las habitaciones del hotel. Había empleado dos horas sólo en el desayuno, y luego completó seis páginas de su diario, retrasando deliberadamente la partida hasta que el coronel Riggs pasase por el hotel en la lancha, sabiendo que entonces seria demasiado tarde para ir al laboratorio. El coronel tenía la costumbre de quedarse charlando una hora, principalmente cuando podía animarse con unas pocas rondas de aperitivo, y no se iría antes de las once y media, hora del almuerzo en la base.

Por alguna razón, no obstante, Riggs se había retrasado. Quizá había dado un rodeo más largo que de costumbre por las lagunas próximas, o esperaba a que Kerans llegara al laboratorio. Durante un instante Kerans pensó en tratar de comunicarse con Riggs mediante el transmisor de radio del salón, pero el aparato estaba sepultado bajo una pila de libros, y tenía la batería descargada. La primera emisión matutina de alegres canciones populares y noticias locales —el ataque de dos iguanas a un helicóptero la noche anterior, los últimos informes sobre temperatura y humedad— se había interrumpido bruscamente, y el cabo encargado de la estación de radio en la base le había protestado a Riggs. Pero el coronel sabía que Kerans deseaba cortar, inconscientemente, todo lazo con la base —el cuidadoso descuido de la pila de libros que ocultaba el aparato contrastaba de un modo demasiado obvio con el orden minucioso de Kerans en todo lo demás— y aceptaba con tolerancia esa necesidad de aislamiento Kerans se apoyó en la barandilla del balcón —el agua estancada, diez pisos más abajo, reflejó los hombros angulosos y el perfil aquilino— y observó una de las innumerables perturbaciones térmicas. La tempestad irrumpía en un monte de helechos enormes, a orillas del arroyo que nacía en la laguna. Atrapadas entre los edificios de alrededor y los estratos de inversión a treinta metros sobre el agua, las bolsas de aire se calentaban rápidamente y estallaban subiendo como globos aerostáticos, dejando detrás un vacío que detonaba de pronto. Las nubes de vapor que flotaban sobre el arroyo se dispersaban en unos pocos segundos, y un violento tornado en miniatura azotaba las plantas de veinte metros de altura abatiéndolas como cerillas. Luego, también bruscamente, la tempestad se desvanecía, y las grandes columnas de los troncos flotaban juntas en el agua como caimanes perezosos.

jueves, 28 de junio de 2018

AURORA VENTURINI. NOVELA: LAS PRIMAS. LITERATURA DE RESCATE.


Aurora Venturini nació en 1922 en La Plata, Buenos Aires, Argentina. Se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata. Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón, de quien fue amiga íntima y con quien trabajó. En 1948 recibe de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación, por El solitario. Formó parte de las Ediciones del Bosque de La Plata, junto a María Dhialma Tiberti y otros grandes escritores de esa ciudad. Estudió psicología en la Universidad de París, ciudad en la que se autoexilió durante 25 años tras la Revolución Libertadora. En París vivió en compañía de Violette Leduc y trabó amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco, en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. Estuvo casada con el historiador Fermín Chávez. Fue profesora de filosofía en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield. Ha traducido y escrito trabajos críticos sobre poetas como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, François Villon y Arthur Rimbaud, traducciones por las cuales recibió la condecoración de la Cruz de Hierro otorgada por el gobierno francés. En 2007 recibió el Premio de Nueva Novela Página/12 por su libro Las primas.

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Las primas es un implacable descenso a los infiernos de una familia disfuncional: Yuna padece afasia, Betina es paralítica, Petra, enana y Karina, retrasada. Las cuatro son las primas. Viven en un universo barrial, tortuoso y femenino, donde los hombres funcionan como una amenaza, las artes y la cultura son una promesa de ascenso social y los vínculos sanguíneos se fortalecen mediante el secreto, la venganza y la tragedia. 
Ya lo dijo Tolstói: -Todas las familias felices se parecen, cada familia infeliz es infeliz a su manera-. La familia de Yuna, la narradora de esta originalísima novela que en 2007 se alzó con el Primer Premio de Nueva Novela organizado por el periódico argentino Página/12, tiene un motivo particular para sentirse desdichada: las cuatro primas que componen el elenco familiar -no faltan ni la tía loca ni la madre autoritaria ni el padre ausente- son minusválidas, son deformes, y están atravesadas por la estupidez y la tragedia. En Las primas, Aurora Venturini -todo un descubrimiento para la literatura de su país a pesar de sus 87 años-, hace suyo el mandato faulkneriano de contar una historia con la voz de una idiota para inmiscuirse en los recovecos de una familia de clase media. 
Así, a través de la prosa salvaje de Yuna, que se vale del diccionario para redondear las frases que su debilidad mental le impide completar, Venturini despunta las pasiones ocultas de estas cuatro mujeres, unidas por lazos maltrechos pero cercadas por los mitos de la sociedad argentina de los años 1940. 
Feroz y sarcástica, Las primas, sin embargo, es algo más que un viaje vertiginoso a los confines de la intimidad hogareña. Con su estilo torrencial, ajeno a las convenciones del buen decir, es también una manera de entender el lenguaje como un reparo ante el abismo, ante la locura que crece y se ensancha en manteles sucios y vasos vacíos. Como en toda familia. 
Por Diego Gándara.

Fuente:
Premio nueva novela 2007
Primera edición: abril de 2009
© 2007, Aurora Venturini
© 2009, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.

(Fragmento).



Primera parte

La infancia minusválida

Mi mamá era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un mal portado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra. En tercer grado la llamaban la señorita de tercero pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familiae. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa muy consecuente, sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.
Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los veinte años. Esta confesión me avergüenza y sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades, yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.
Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes por no decir que no éramos normales.
Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.
Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie.
A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.

Betina sufre un mal anímico

Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.
Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.
Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo.
Cuando Betina daba vueltas alrededor de la mesa rumruneando, empecé a observar que arrastraba una colita que salía por la abertura del espaldar y el asiento de la silla ortopédica y me dije debe ser el alma que se le va escurriendo.
Volví a interrogar a la sicóloga esta vez si el alma tenía relación con la vida y ella me dijo que sí, y aún agregó que cuando faltaba, la gente moría y el alma iba al cielo si había sido buena o al infierno si hubiera sido mala.
Rum... rum... rum seguía arrastrando el alma que cada día notaba más larga y con lamparones grises y deduje que pronto se le caería y Betina moriría. Pero a mí no me importaba porque me daba asco.
Cuando llegaba la hora ele las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah... ah... ah... gemía la sucia infeliz.
Yo la agarraba de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces callaba. Qué culpa tenía yo de los errores de mis padres. Tramé pisarle la cola de alma. El relato del infierno me contuvo.

Yo leía el catecismo de comulgar y «no matarás» se me había grabado a fuego. Pero un golpecito hoy, otro mañana, crecían la cola que los demás no veían. Sólo yo la veía y me regocijaba.

miércoles, 27 de junio de 2018

Agota Kristof El gran cuaderno Claus y Lucas - 1. LITERATURA DE RESCATE.

LITERATURA DE RESCATE

Agota Kristof nace en 1935 en Csikvand, Hungría. Desde 1956 vive en la Suiza francófona. Antes de consagrarse como escritora de lengua francesa trabaja en una fábrica primero y luego en la Escuela de Teatro de Neuchâtel. 
Su primera novela, El gran cuaderno, publicada en 1987 por Éditions du Seuil y en 1995 por Seix Barral, obtuvo un gran éxito de crítica y público y fue galardonada con el Premio Livre Européen (Libro Europeo). Esta afortunada ópera prima protagonizada por dos hermanos fue traducida al alemán, al español y al catalán, al igual que La prueba y La tercera mentira que conjuntamente con la primera obra conforman una brillante trilogía de facetas múltiples donde se entremezclan sin distinguirse ficción, realidad y mentiras. 
Con la más reciente Ayer, publicada en España por Seix Barral, Agota Kristof renueva su búsqueda alrededor del tema de la identidad, un núcleo conceptual y vital siempre presente en su obra tanto sean novelas como piezas radiofónicas, escritos teatrales y poesía.

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Dos hermanos gemelos, idénticos, pues nadie los distingue, son llevados por su madre a casa de la abuela, en la Pequeña Ciudad, debido al hambre y a los intensos bombardeos a que está sometida la capital. La abuela tiene un huerto y realiza toda clases de ventas lucrativas, en unos momentos en los que las patatas valen más que las joyas. Todos la conocen como la Bruja.

Los dos hermanos sobreviven en medio de la gran guerra que asola Europa. Pese a la barbarie existente son capaces de encontrar, ellos solos, el código moral que les guíe y, aunque parezca increíble, aprovechan el tiempo y aprenden, en condiciones tan difíciles como las que viven. Consiguen un cuaderno grande, y con un diccionario y una Biblia, cada día, estudian cálculo, ortografía, composición y ejercitan la memoria. Escriben también una composición, se la corrigen uno al otro y la más valorada pasa a engrosar las historias de El Gran Cuaderno.
Fuente:
Título original: Le grand cahier
Agota Kristof, 1986
Traducción: Ana Herrera Ferrer
Editor digital: jtv_30
ePub base r1.0

martes, 26 de junio de 2018

JORGE LUIS BORGES. REVISTA SUR.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937.



Letras hispanoamericanas
LUIS GREVE, MUERTO

Equívoco destino literario el de Bioy Casares. No light but rather darkness visible murmuran con perplejidad sus lectores y los unos reprenden esa tiniebla que suponen irresoluble y los otros adoran esa tiniebla que suponen deliberada. Ambos están en el error: ni la oscuridad de los pasajes acriminados sobrevive a la relectura ni Bioy Casares busca para su obra los híbridos placeres de la incoherencia. Su falsa oscuridad, alguna vez, está hecha de elipsis; en general, de explicaciones y precisiones. El público enviciado en ciertas costumbres (favorable o aciaga connotación de determinadas palabras, hábito de enfilar tres epítetos, hábito de hacer coincidir los momentos intensos con las salidas o las puestas del sol...) no entiende al escritor que prescinde de ellas y lo juzga cubista o superrealista. Inevitablemente, eso ha acontecido con Bioy. Honrosa o no, puedo asegurar que esa atribución es del todo falsa. Me consta que ser profesionalmente joven no le parece menos absurdo que ser profesionalmente arcaico y que los almanaques no intervienen en su problema estético. Me consta que sin el menor esfuerzo ha rehusado las más inevitables tentaciones de nuestro tiempo: el arte al servicio de la revolución, el arte al servicio de la policía y del neotomismo, el fraudulento arte popular con metáforas (Fernán Silva Valdés, García Lorca), el retorno a Góngora, el retorno a Enrique Larreta, los deleites morosos y vanidosos de la tipografía. Es quizá el único poeta argentino que no se ha dedicado jamás unaplaquette de 12 ejemplares en papel del Japón, numerados de Aries a Pisces.

De las piezas que integran Luis Greve, muerto, hay muchas que absolutamente me gustan —Catarsis, El azúcar y los muertos, Alejamiento, Los novios en tarjetas postales, El desertor—, pero sospecho que su encanto es indemostrable a quienes no lo sienten. En cambio, Cómo perdí la vista y Luis Greve, muerto pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura, son indudables. Se trata de dos cuentos fantásticos, pero no caprichosos. Un hombre negro, del tamaño de una rata, y casi inmortal, es la materia del primero; un fantasma entrevisto en el restaurant de Constitución, la del segundo. Bioy Casares logra que no sean increíbles. Logra también —lo cual es quizá más difícil— que no borren los personajes comunes que los rodean.

Nuestra literatura es muy pobre de relatos fantásticos. La facundia y la pereza criolla prefieren la informe tranche de vie o la mera acumulación de ocurrencias. De ahí lo inusual de la obra de Bioy Casares. En Caos y en La nueva tormenta la imaginación predomina; en este libro —en las mejores páginas de este libro— esa imaginación obedece a un orden. Nada tan raro como el orden en las operaciones del espíritu, ha dicho Fénelon.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937.

viernes, 22 de junio de 2018

Edward George Earl Bulwer-Lytton La raza futura. (Fragmento). LITERATURA DE RESCATE.


Una fantasía futurista que describe la pesadilla terrorífica de una sociedad en la que el hombre no puede ni sentir ni pensar. Un relato que hará que nos estrezcamos. Vril, el poder de la raza venidera es una obra que presenta la deshumanización de una sociedad en la que la tecnología y la manipulación del lenguaje por parte del poder sirven para anular la capacidad de pensar y de sentir del hombre. Este libro se incluye dentro de una tradición de utopías negativas que se remonta a autores como Jonathan Swift o a algunas novelas de H. G. Wells, George Orwell o Aldous Huxley. El autor británico Edward Bulwer-Lytton (1803-1879), reconocido como uno de los autores más significativos durante la época victoriana, es considerado con esta obra pionero de la ciencia-ficción y de la narrativa fantástica.


Edward George Earl Bulwer-Lytton


La raza futura





Vril, El poder de la raza venidera






Título original: The Coming Race
Edward George Earl Bulwer-Lytton, 1871
Traducción: Jorge A. Sánchez




Nota del traductor





La raza futura es una obra maestra de la sátira utópica y un extraordinario logro de la imaginación profética. Anticipa con extraordinaria precisión el moderno surgimiento de la mujer, los desarrollos de la energía nuclear y la tecnología láser, y los terribles genocidios étnicos que llevarían a cabo pretendidas razas superiores. Una de las primeras novelas de ciencia ficción de la literatura inglesa. En La Raza futura, lord Lytton representa a un vulgar hombre de nuestro tiempo atrapado por accidente en un país subterráneo habitado por una raza varios cientos de años por delante de nosotros en la evolución. Y, esta teoría de la evolución, introduce algo así como un método científico en la novela moderna." George Bernard Shaw
«Hace ya bastante tiempo que hemos aprendido a reverenciar el fino intelecto de Bulwer. Podemos coger una cualquiera de las producciones de su pluma con la seguridad de que, al leerla, las más salvajes pasiones de nuestra naturaleza, nuestros más profundos pensamientos, las más brillantes visiones de nuestra fantasía y las más ennoblecedoras y elevadas de nuestras aspiraciones serán, a su debido turno, encendidas en nuestro interior». Edgar Allan Poe
La novela La raza futura, cuya traducción al castellano ofrecemos a nuestros lectores, es una exploración del porvenir; tanto más sorprendente cuanto fue escrita (1871) en una época en que la ciencia, la mecánica y la electricidad se encontraban en un estado casi embrionario. En esta obra, Lord Lytton se revela como escritor de clara intuición, rayana en clarividencia; no de otra manera hubiera podido desplegar ante el lector un panorama del desenvolvimiento humano tan avanzado; el cual, si cuando escribió la obra pudo considerarse como fantasía irrealizable, hoy, ante los progresos de las ciencias, de la mecánica, de la electricidad aplicada y, sobre todo, de la aeronáutica y la radio, nos ha de parecer no sólo realizable, sino en curso de realización.
El hecho mismo de situar en el centro de la tierra el escenario y el medio ambiente del relato es, en cierto modo, simbólico; parece como si el autor quisiera indicar que la humanidad, para alcanzar el grado de perfección de la raza futura y más avanzada, cuyo cuadro nos presenta, tendrá que adentrarse más en sí misma; que ha de descubrir todos los poderes en ella latentes; pues sólo así obtendrá la fuerza Vril (tema central de la obra) con la cual conseguirá dominar no sólo a la naturaleza de las cosas, sino también a la naturaleza inferior del hombre, a la vez que ayudará a éste a descubrir el ser espiritual superior, que realmente es y que, con el tiempo, habrá de manifestarse.
En estos tiempos de luchas enconadas, de intereses contra intereses, de ideales contra ideales, y de los sistemas políticos entre sí, el panorama de la raza futura, tal como nos la presenta Lord Lytton, puede ser como luz proyectada sobre el caos en que la humanidad se debate, y haga pensar en un método mejor y más eficaz que la violencia, para solucionar los conflictos entre naciones y establecer las relaciones humanas sobre una base más justa, más racional y más firme, que permita reanudar el avance de la civilización. La obra está llena de sugerencias, dignas de que los pensadores las tomen en cuenta.
Sir Edward George Bulwer Lytton, primer Barón de Lytton, nació en Londres en 1803 y murió en Torquay, Devonshire, Inglaterra, en 1873. Desde temprana edad se manifestó como poeta y dramaturgo. Obtuvo la medalla del Canciller, que se concedía en la Universidad de Cambridge a los poetas noveles, por un poema que compuso. Actuó en política; fue elegido repetidamente miembro del Parlamento; y en 1858 fue Ministro de las Colonias con un gobierno conservador. Se le concedió el título de Barón en 1866.
Fue un escritor muy versátil. Algunas de las muchas novelas debidas a su pluma, han sido traducidas a varios idiomas; entre las más conocidas figuran: Los últimos días de Pompeya y Rienzi. Otra obra notable, por su profundidad, es Zanoni, en la cual Lord Lytton se nos revela como estudiante de la filosofía ocultista. En La Raza Futura se nos presenta como profeta y como intuitivo de gran profundidad y clara percepción.



Capítulo 1





Soy nativo de los Estados Unidos de Norteamérica. Mis antepasados abandonaron Inglaterra durante el reinado de Carlos II, y mi abuelo se distinguió algo en la Guerra de la Independencia. Mi familia, por tanto, gozaba por su alcurnia una posición social algo encumbrada y, como además era opulenta, a los miembros de la misma se les consideraba como poco apropiados para el servicio público. Así, al presentarse mi padre como candidato al Congreso, fue decididamente derrotado por su sastre. Después de este fracaso, intervino poco en política y dedicó la mayor parte del tiempo a su biblioteca. Yo era el mayor de tres hijos y fui enviado a la edad de dieciséis años al viejo país; en primer lugar para que completara mi educación literaria y en segundo para que me iniciara en los negocios, entrando a trabajar en una casa de Liverpool. Mi padre murió poco después de cumplir yo veintiún años. Como quedé en situación económica muy desahogada y era muy aficionado a los viajes y aventuras, renuncié por el momento a la persecución del todopoderoso dólar y me dediqué a recorrer el mundo sin rumbo fijo.
En el año 18 —me encontraba casualmente en…— y fui invitado por un ingeniero, con quien había trabado relaciones, a visitar las profundidades de una mina cuya explotación él dirigía.
El lector comprenderá, si es que sigue este relato, las razones que tengo para ocultar todo indicio acerca del paraje a que me refiero y hasta quizás me agradezca que me abstenga de toda descripción que pueda hacer posible el descubrimiento del mismo.
Permítaseme, por tanto, que me limite a decir que acompañé al ingeniero al interior de la mina y quedé tan extrañamente fascinado por las sombrías maravillas de la misma y tan intensamente interesado en las exploraciones de mi amigo, que decidí prolongar mi estancia en aquellos parajes y durante algunas semanas descendí diariamente a las bóvedas y galerías, formadas por la naturaleza y por el arte, en las entrañas de la tierra.
El ingeniero estaba convencido de que en el nuevo pozo, cuya abertura se había comenzado bajo su dirección, se encontrarían yacimientos de mineral mucho más abundante y rico que los descubiertos hasta entonces. Al profundizar este pozo, dimos un día con un precipicio, cuyos lados aparecían erizados de rocas al parecer chamuscadas, como si en un lejano pasado hubiese sido abierto por fuegos volcánicos. Mi amigo se hizo bajar metido en una especie de jaula, después de haber probado la respirabilidad de la atmósfera por medio de una lámpara de seguridad. Permaneció cerca de una hora en el abismo. Cuando subió estaba muy pálido y una ansiosa expresión meditativa ensombrecía su rostro; algo muy ajeno a su carácter ordinario, el cual era franco, jovial y despreocupado.


A mis preguntas, contestó secamente que el descenso era poco seguro y que no prometía ningún resultado. Se suspendió todo ulterior trabajo en el pozo y volvimos a las secciones más conocidas de la mina. Durante el resto de aquel día el ingeniero pareció dominado por un pensamiento fijo. Se mostró extraordinariamente taciturno y en sus ojos se descubría una expresión de espanto y confusión, como si hubiera visto un fantasma. Durante la velada, mientras nos encontrábamos solos, sentados en el alojamiento cerca de la bocamina que habíamos compartido durante casi un mes, dije a mi amigo:
«Dígame francamente, qué ha visto usted en el precipicio; estoy seguro que ha sido algo extraño y terrible. Sea lo que quiera, ha dejado su mente en estado de dudas. Sí es así, dos cabezas valen más que una. Tenga confianza en mí».
El ingeniero hizo cuanto pudo para evadir mis preguntas; pero como mientras hablaba bebía, casi sin darse cuenta, el contenido de una botella de brandy en cantidad a la que no estaba acostumbrado, pues era hombre sobrio, su reserva fue desapareciendo paulatinamente. Quienes quieran guardar secretos deben imitar a los animales y beber solamente agua. Al fin, dijo:
«Se lo diré todo. Cuando la jaula paró me encontré sobre el borde de una roca; debajo el precipicio descendía en plano inclinado a considerable profundidad, cuya oscuridad mi lámpara no podía penetrar. Pero del fondo llegaba, con indecible sorpresa para mí, una luz fija y brillante. Si se hubiera tratado de algún fuego volcánico, habría sentido seguramente el calor del mismo. No obstante, aunque de esto no me cabía duda, creí de la mayor importancia para nuestra seguridad, que debía aclarar lo que hubiese. Examiné, pues, los costados del precipicio y vi que podía aventurarme, por las proyecciones y bordes irregulares de las rocas, a lo menos hasta cierta distancia. Salí de la jaula y descendí. A medida que me acercaba más y más a la luz, el precipicio se ensanchaba, hasta que por fin, ante mi inenarrable asombro, vi en el fondo del abismo, un ancho camino nivelado, iluminado hasta donde alcanzaba la vista, por lo que me parecieron lámparas de gas artificial, colocadas a trechos regulares como en las anchas avenidas de una gran ciudad; oí, además, a distancia, como el zumbido de lo que parecían voces humanas. Me consta, naturalmente, que no trabajan mineros rivales en esta sección del país. ¿De quién podían ser tales voces? ¿Qué manos humanas pudieron nivelar el camino y alinear aquellas lámparas?
«La superstición corriente entre los mineros, según la cual los gnomos o espíritus malignos habitan en las entrañas de la tierra, empezó a apoderarse de mí. Temblé ante la idea de descender más y enfrentarme con los habitantes de aquel valle infernal. De todos modos no hubiera podido descender sin cuerdas; puesto que desde el punto en que me encontraba, las paredes del precipicio se ensanchaban en forma de bóveda, lo que hacía imposible todo descenso. Con alguna dificultad volví atrás. Ahora se lo he contado todo».
«¿Volverá usted a descender?».
«Debiera descender pero siento que no me atrevo».

«Un compañero de confianza divide por la mitad las dificultades del viaje y duplica el valor. Iré con usted. Nos proveeremos de sogas de resistencia y longitud adecuada y… perdóneme; pero no debe usted beber más esta noche. Nuestras manos y pies han de estar mañana firmes y seguros».

jueves, 21 de junio de 2018

Edward George Earl Bulwer-Lytton. LITERATURA DE RESCATE: ZANONI.


Edward George Earl Bulwer-Lytton, Primer Baron Lytton (25 de mayo de 1803 - 18 de enero de 1873). Novelista, dramaturgo y político inglés. Lytton fue un popular escritor de su tiempo que acuñó frases como `La pluma es más fuerte que la espada` y `perseguir al todopoderoso dólar`. Hoy se recuerda mejor su tópico: `Era una oscura y tormentosa noche...`.En 1822 ingresó en el Trinity College, Cambridge, pero enseguida se trasladó al Trinity Hall. En 1825 ganó un premio de poesía, la Chancellor`s Medal for English Verse. Al año siguiente se licenció en Artes, publicando un librito de poemas: Weeds and Wild Flowers. Pasó brevemente por el ejército y, contra los deseos de su madre, contrajo matrimonio con Rosina Doyle Wheeler. Su madre, entonces, le retiró la asignación económica, y Lytton tuvo que ponerse a trabajar. En 1836, tras una tormentosa relación, se separó de su mujer. Tres años más tarde ella publicaría una novela en la que caricaturizó a su marido. Estos ataques se prolongarían durante años. 

En 1831 resultaría elegido para el Parlamento, puesto que conservó durante nueve años. Su carrera política se prolongó en el tiempo, y no hizo más que prosperar, haciéndole merecedor, entre otros nombramientos, del de Secretario de Estado para las Colonias (1858). 

Su carrera literaria se inició en 1820, con sus primeros poemas. Escribió en una gran variedad de géneros, incluyendo ficción histórica, misterio, novela romántica, ocultismo y ciencia-ficción. 

Aunque ya era muy popular en su tiempo, por ser un fino estilista victoriano, la prosa de Bulwer-Lytton ha perdido muchos lectores hoy en día, debido a su estilo anacrónico y en exceso acicalado, si bien su libro `Los últimos días de Pompeya` es todavía muy leído. 

De sus relatos macabros, como la novela Zanoni o los cuentos Strange story y La casa de los espíritus, señaló H. P. Lovecraft, en su ensayo `El horror sobrenatural en literatura`, que pese a sus fuertes dosis de retórica y de huero romanticismo, el éxito de sus escritos es innegable merced a su habilidad para tejer una cierta clase de singular encantamiento.

ZANONI-.
Edward Bulwer Lytton, el célebre autor de Los últimos días de Pompeya, realizó algunas sobresalientes incursiones en la literatura fantástica, como Zanoni o A Strange Story. La larga sombra del vampiro ha oscurecido a los demás inmortales góticos, como Fausto, el Judío Errante, o Zanoni, el cual pertenece a una sociedad secreta -más antigua que los Rosacruces- que utilizaba el poder de la vida eterna para buenos propósitos. El personaje central de la narración es un ser misterioso, de origen desconocido, de quien se cuentan cosas extraordinarias, que vive consagrado a sus estudios herméticos hasta que se enamora de la bella Viola Pisani, ídolo de la ópera de Nápoles. Desde ese momento, los amantes estarán sometidos a toda suerte de vicisitudes, un drama mágico que concluye durante los días del Terror, bajo el imperio de Robespierre y la sombra ominosa de la guillotina.

Fuente:

Enrico Pugliatti.

miércoles, 20 de junio de 2018

MEMPO GIARDINELLI EL DÉCIMO INFIERNO.








MEMPO GIARDINELLI



EL DÉCIMO INFIERNO

(Fragmento)

Otra novela de Giardinelli que se lee de una sentada. Como sucedió con su ya clásica LUNA CALIENTE, quien se atreva a internarse en esta brutal historia de amor, pasión y maldad se divertirá horrores. Con EL DÉCIMA INFIERNO, Mempo Giardinelli se ha salido tranquila y alegremente de todos los parámetros y preocupaciones tradicionales de la literatura latinoamericana para echarse una zambullida en lo que puede llamarse lo gozosamente atroz. 

Muchos se quedarán esperando la otra vuelta de tuerca que justifique, en términos morales, la incandescencia que en estas páginas se narra, pero el protagonista lo dice claramente: no hay justificación alguna, a no ser que se eche la culpa una vez más al calor del Chaco... Esto emparenta la obra con otras novelas giardinellianas, pero EL DÉCIMO INFIERNO es mucho más cruel y, al mismo tiempo, infinitamente más asombrosa. 

¿Cuántos no hemos deseado matar al que toca a la puerta por enésima vez equivocadamente? ¿O a la vieja vecina chismosa? ¿O al presuntuoso júnior que se nos cerró con el coche deportivo? En esta impresionante novela, la violencia resulta ser infierno y cielo al mismo tiempo. Mientras se vive, mientras se ejecuta, se siente como si fuera el cielo, pero en el momento en que el personaje se detiene a reflexionar, sabe que está perfectamente ubicado en el infierno. No es ésta una novela tradicional. Ni remotamente...

E.P

novela








Uno



En todo momento supe que lo que hacía era horroroso, pero lo hice. Una vez que me lancé por esa cornisa del Infierno, como una bola en el bowling que adquiere velocidad y fuerza a medi­da que se desliza, no me detuve más. No impor­taba cuántos pitotes iba a voltear. Sólo importa­ba rodar.
Un hombre que está por cumplir cincuenta años y se siente hecho, en el sentido de que ya hizo las cosas que quiso y pudo, y entonces está entre aburrido y desasosegado, no tiene más que dos alternativas: o empieza a disponerse a la ve­jez, satisfecho por lo que hizo o frustrado por todo lo que no logró; o dispara sus últimos car­tuchos y lo hace a todo o nada. Yo decidí esto úl­timo. Y Gris me hizo la pata. La muy incons­ciente.
Les diré: Resistencia es una ciudad que mijuadre llamaba Peyton Place, por una serie que fue muy famosa en los primeros años de la tele­visión en blanco y negro: La Caldera del Diablo, no sé si se acuerdan. Bueno, igual que Peyton Place, Resistencia es un pueblo norteamericano, sólo que equivocado de lugar en los mapas y rodeado de un cinturón de pobreza impresionante, de esos que los norteamericanos jamás dejan ver. Allí nunca pasa nada, hasta que un día pasa de todo. El calor nos vuelve locos, y ésa es la única explicación a las cosas que pasan, cuando pasan. Yo no sé lo que provoca, pero una noche -porque generalmente todo sucede de noche- enloquece­mos. Se te acaba el dinero, o la cerveza, o te har­taste de ver las mismas boludeces en la tele, y sentís que debes hacer algo. Romper algo, tirar todo abajo, gritarle a tu vecino, pegarle a tu mujer, no sé, algo.
Yo estaba cansado, pero no era un hombre in­feliz. Antes de los cincuenta ya me había divor­ciado dos veces, mis hijos estudiaban uno en la Universidad de Buenos Aires y el otro en la Na­cional de Córdoba, y yo vivía solo en una casa muy grande, en cuyo piso superior tenía un lindo departamento, una especie de enorme loft. En la planta baja vivía mi madre, ya viejita, al cuidado de una correntina sesentona muy dulce y eficien­te que se llamaba Rosa. Las dos eran muy religio­sas y vivían sus vidas simple y tranquilamente, tan virtuosas como soporíferas. Yo tenía un buen trabajo, independiente y rentable, que me permi­tía ser lo que en una ciudad como Resistencia se califica enjundiosamente como un excelente hi­jo. Todo mi pecado era la relación secreta que mantenía con Gris. Casada, ella. Y con mi mejor amigo.
No me vengan con moralinas: todo estaba bien y desde hacía cuatro años ésa era una rela­ción perfecta. Griselda es una mujer fantástica. No sólo porque es bella, sino porque no hay na­die en el mundo con quien pueda divertirse uno tanto: su inteligencia es rápida y brillante y a su agudeza le añade la gracia, el ángel de su actitud y una inmensa sabiduría que siempre me descon­cierta y fascina. Y todo eso, perdónenme, es una mezcla explosiva. Apasionada y loca en la intimi­dad, ella también estaba harta de representar el papel de la irreprochable dama burguesa resistenciana. Cuando empezamos a ser amantes ella ya había dejado de ir al Club de Ikebana, no participaba del Patronato de Cancerosos y ni siquie­ra iba más a las reuniones de la Cooperadora Es­colar del Santísima Trinidad. Ya no quería perder el tiempo inventándose actividades, ni pedir más permiso ni sentir más culpas por nada. Gris lo que quería era divertirse, gozar, vivir en movi­miento y ser amada. Todo lo que el buenazo de Antonio no le daba.
Habíamos empezado casi de casualidad, ha­cía exactamente cuatro años, pero no les voy acontar cómo empezó todo. No hace falta. Sí créanme que fue sensacional, excitante y que en toda mi vida yo no había conocido una mujer así, tan fogosa, ni había sentido semejante ca­lentura. Jamás me había entregado a una mujer como me entregué a ella, ni había visto que una mujer fuera capaz de tanta entrega, tanta totali­dad afectiva, quiero decir. Nos conocíamos des­de mucho tiempo atrás, por lo menos diez años, y creo que nunca habíamos tenido fantasías mu­tuas. Por represión social o por lo que fuera, du­rante una década fuimos casi asexuados el uno para el otro. Hasta que un día, pum, estalló algo, una bomba, y bajo los escombros nos liamos co­mo enredaderas, fundidos como dos metales en un caldero.
Griselda tenía unos años menos que yo. Nun­ca sabía si siete u ocho, porque ella siempre mentía la edad y su gracia para hacerlo era absoluta, incomparable. Desnuda sobre la cama, le encantaba que yo simplemente la mirara, masturbándome lenta y suavemente, mientras ella se movía como una contorsionista, sensual co­mo una diosa, a la vez que me preguntaba, desa­fiante, si yo sería capaz de cambiarla por dos chicas de veinte. Y después se me lanzaba enci­ma y me recorría el cuerpo con la lengua, dete­niéndose en mis partes más sensibles, las costi­llas, las axilas, la entrepierna, las orejas, y me ordenaba que me quedara quieto y me poseía con una fineza, con una calidad que no sería yo capaz de describir. Se montaba sobre mí y gira­ba las caderas hacia los lados, en círculos, y le gustaba que yo le acariciara los pechos suave­mente, adoraba que yo jugara con sus pezones gordos, de madraza que ha dado vida, y cerraba los ojos y me pedía que le dijese cosas chanchas, que la insultase, que le dijera suavemente que era la puta más puta de todo el Chaco. Era fantástica: estaba pendiente de su placer pero tam­bién del mío, y yo miraba su sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda antes de posar, como imaginar a la Virgen María en el momento de amamantar a Jesucristo. Y de pronto me gritaba que le diera mi leche, que se la diera toda, que me secara completamente para ella y me decía que ella era agua, que era el mar, que viera cómo se derramaba toda, y temblaba y me exigía que no me silenciara, que le jurara que la amaba y que se lo dijera salivándole la oreja, y yo así lo hacía porque era cierto, porque la amaba más que a nada en el mundo y porque además me en­canta hablar mientras lo hago y sabía que Griselda alucinaba de que yo pudiera hacer el amor y hablar tanto al mismo tiempo.
No hace falta decir más: nos amábamos y al cabo de los primeros encuentros, de los tres o cuatro primeros meses, cuando vencimos la cul­pa, empezamos a enhebrar los lazos más profun­dos del amor: la amiga que también era, el con-sejero que también yo era, las interminables char­las acerca de los hijos (sus dos muchachas son ya adolescentes, aunque menores que los míos), los chismes de la ciudad que tanto nos divertían, los amigos comunes y sus frustraciones, el Club Náu­tico, el pequeño universo provinciano en que nos movíamos. Y por supuesto hablábamos de nues­tro secreto, que era nuestra fuerza, porque desde el comienzo nos habíamos juramentado a que ninguno hablaría con nadie, pero absolutamente nadie, de esa relación. De lo único que jamás ha­blábamos, el nombre que jamás se pronunciaba, era por supuesto el de Antonio. Quien además de mi amigo y su marido, era mi socio en la Inmo­biliaria Nordeste Argentino, S.A.
Por supuesto, él lo sabía. Al menos yo siempre estuve convencido de que lo sabía. Una mujer co­mo Griselda puede engañar a todo un pueblo, por supuesto, pero no a su marido, y sobre todo si el marido no es un tonto. Y Antonio no lo era. Nunca entendí por qué procedía así, pero la ver­dad es que jamás hizo un mínimo gesto, jamás le hizo preguntas a ella ni manifestó enojo alguno conmigo. Jamás. Siempre aceptó todo en silen­cio. Era cornudo y se lo bancaba. A mí eso me desesperaba y a veces, de la rabia, sentía ganas de decírselo, ganas de gritarle que me estaba re­cogiendo a su mujer y que no fuera tan pelotudo, me daban ganas de zamarrearlo preguntándole por qué mierda se lo bancaba. La verdad es que no puedo decir exactamente desde cuándo él sa­bría lo nuestro, pero yo sé que lo sabía. Y Gris también sabía que él sabía. Pero de eso no hablá­bamos.
Esto que les cuento es una cretinada, abyec­ción pura, ya lo sé. Pero me he propuesto narrar las cosas como fueron. Nada de tener cuidados ni disimular. Al pan, pan, etcétera... Fue todo tan explícito y evidente cuando lanzamos a rodar la bola de bowling sobre la pista, que todavía me da gracia la pobre inocencia de la gente. Ni siquiera me parece tierna; me parece estúpida. Porque aquí la gente suele creer en lo que no debe y se traga cuanto sapo hervido le ponen en la sopa. Está demasiado extendida, es demasiado popular la imbecilidad urbana como para que uno vaya a tenerles piedad. Eso es tarea de los políticos, o de los curas, que mienten siempre y prometen lo que ni siquiera conocen. De modo que al menos aquí, lo más conveniente es ser obvio. Las sutile­zas son demasiado para ciertos pueblos. Usted no puede darle caviar a las gallinas.
El caso es que una tarde, después de hacer el amor y terminar exhaustos como dos ciclistas que corrieron el Tour de France, nos fumamos un pucho y yo le dije, de modo casual, como ju­gando:
-Deberíamos matar a tu marido.

Y Griselda, sin reparar en la enormidad de mis palabras, como si lo importante hubiese sidoque yo no pronunciara el nombre de mi amigo, y sin detenerse a reprocharme nada, ni siquiera sorprendida, simplemente dijo: -¿Y cómo lo haríamos?

Fuente:
1999, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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