La liebre dorada
En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia
sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la
distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus
orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos
personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a
volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con
algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el
mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.
El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del
incendio de un bosque, que aterra a las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto
sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos,
de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban
cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo,
como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar
sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el
campo.
De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás
de ella confusamente.
—¿Adónde vamos? —gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.
—Al fin de tu vida —gritaban los perros con voces de perros.
Éste no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que
tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la
liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles,
si permanece muda, frente a interlocutores mudos.
Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La
liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera,
donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las
estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa,
tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso
arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las
botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo,
el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro
ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio
y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel
siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a
través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los
perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento
empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban
o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido,
que conservó en su boca hasta el final de la carrera.
La liebre les gritaba:
—No corran tanto, no corran así. Estamos paseando.
Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento.
Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas
afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a
ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los
perros. Éstos volvieron en sí.
—¿Quién nos puso agua fría en la frente? —preguntó el perro más grande—, y ¿por qué
no nos dio de beber?
—¿Quién nos acarició con los bigotes? —dijo el perro más pequeño—. Creí que eran las
moscas.
—¿Quién nos lamió la oreja? —interrogó el perro más flaco, temblando.
—¿Quién nos salvó la vida? —exclamó la liebre, mirando a todos lados.
—Hay algo distinto —dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.
—Parece que fuéramos más numerosos.
—Será porque tenemos olor a liebre —dijo el perro pila rascándose la oreja—. No es la
primera vez.
La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En
algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.
—¿Quién será ese que nos mira? —preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.
—Ninguno de nosotros —dijo el perro pila, bostezando.
—Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo —suspiró el danés atigrado.
De pronto se oyeron voces que llamaban:
—Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.
Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio
del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco.
Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un
salto huyó.
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