martes, 31 de enero de 2017

Michael White. Tolkien. Biografía.



AGRADECIMIENTOS

En el nacimiento de este libro han participado muchas personas. Quisiera dar las gracias especialmente a mi agente, Russ Galen, por haberse ocupado de negociaciones a menudo delicadas, y a mis editores de ambas orillas del Atlántico: Alan Samson de Litüe Brown, en Londres, y Gary Goldstein de Alpha, en Nueva York. También me ofrecieron su valiosa ayuda Jude Fisher, Peter Schneider, con sus aportaciones sobre el valor de la literatura, y Josephina Miruvin con su entusiasmo inquebrantable y sus fantásticas pistas sobre contactos de internet.
Quisiera también dar las gracias a Michael Crichton, ya que sin su ayuda este libro lo habría escrito un autor completamente diferente.
Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposa, Lisa, cuyos decisivos comentarios acerca de Tolkien, expresados con la mayor objetividad, me han aportado una visión a la que yo solo no habría llegado.
MICHAEL WHITE, septiembre de 2001. (Fragmento).
 INTRODUCCIÓN
Mi primer contacto con la obra de Tolkien fue relativamente tardío. Tenía ya diecisiete años cuando una compañera de estudios me pasó un ejemplar bastante manoseado de El Señor de los Anillos y me dijo que debía leerlo. Pero, aunque tardé en unirme a las filas de sus devotos seguidores, recuperé a toda velocidad el tiempo perdido al leer ocho veces seguidas el libro más célebre de Tolkien. Tan obsesionado vivía con este cuento de héroes, tragedias y aventuras intemporales, que al terminar de leer el último capítulo no podía refrenar mis deseos de empezar una vez más con el Capítulo Uno.
Al poco tiempo atesoraba todos los datos y detalles que pude encontrar sobre Tolkien. Leí El hobbit, por supuesto, y devoré su traducción de Beowulf, sus novelas Egidio, el granjero de Ham, Hoja de Niggle y otras obras menos conocidas. En 1977, un año después de mi primer contacto con El Señor de los Anillos, me enteré de que por fin se iba a publicar El Silmarillion. Y allí estaba yo, haciendo cola ante mi librería a las ocho de la mañana del día en que salía a la venta, listo para llevarme mi ejemplar, que había dejado encargado previamente. Una hora después me dirigí hacia la parada de autobús para volver a casa, leyendo ya sobre elfos y hombres sin fijarme ni por dónde caminaba, chocando sin querer contra los apresurados transeúntes.
Más o menos por aquella época había empezado a interesarme por la música. Haría mis pinitos con la guitarra y estuve en varios grupos musicales, primero en el colegio y luego en mi primer año de universidad. En contraste total con la moda del momento (por aquel entonces se llevaba lo punk), los grupos que formé tenían nombres como Palantir y componíamos canciones sobre Galadriel en las que cantábamos algunos acordes en elfino. Me produce escalofríos recordarlo. Pero en el fondo tengo claro, desde la distancia que dan los años, que, por muy inmadura que fuese (y lo era, sin duda), mi devoción hacia Tolkien surgió a partir de algo que tenía una fuerza extraordinaria. Algo de la Tierra Media tuvo que resultarme irresistiblemente atractivo para provocarme semejante efecto.
Sólo después descubrí que había millones de personas a las que les había pasado lo mismo y que se habían convertido en acérrimos seguidores de Tolkien; algunas incluso formaron grupos de música dedicados a él y su mundo, con canciones sobre la Tierra Media. Tuve una novia que me introdujo en El Señor de los Anillos, y recuerdo que durante el primer año de universidad entrar en la sala de descanso con un ejemplar del libro debajo del brazo era un señuelo para atraer a las chicas. Incluso supe de una persona, como mínimo, que tras leer a Tolkien se puso a estudiar islandés y llegó a dominarlo. Pero supongo que era inevitable también que hubiera un número cada vez mayor de detractores de Tolkien, simplemente porque su obra arrastraba a multitudes. Se trataba de ir contra la moda, cosa comprensible. Cuando alguien se obsesiona con un tema se hace pesado y a veces hasta molesto para los que no lo están. Tolkien no atrae a todo el mundo, y algunos que sinceramente no sentían nada por El Señor de los Anillos reaccionaron con desdén y cinismo.
El año de mi descubrimiento de Tolkien uno de mis mejores amigos del colegio decidió negarse a caer en el embeleso de El Señor de los Anillos y despotricó contra el «culto insidioso de la Tierra Media», como decía él mismo. No quiso leer el libro, y en vez de eso se dedicó a estudiar con avidez una parodia (reconozco que muy divertida) de National Lampoon titulada El Tostón de los Anillos. Y cuando yo le preguntaba cómo podía decir que una caricatura era divertida si no se había molestado en leer el modelo parodiado, pasaba de mí olímpicamente.
Ni que decir tiene que, pasado el tiempo, mi entusiasmo fue apaciguándose. Poco a poco, el influjo de Tolkien fue desvaneciéndose en mí, las canciones que componía eran sobre el amor, el sexo y la muerte, y, lo que es más importante, empecé a leer muchos más libros. Pero nunca abandoné del todo mi interés por Tolkien. El Señor de los Anillos tenía su sitio en mi corazón, y siempre recordaba con cariño aquella historia. Con poco más de veinte años me trasladé a Oxford, y con el tiempo me hice escritor. Me enteré de más detalles sobre los años de Tolkien allí, y de que él, C. S. Lewis y otros miembros del grupo de Los Inklings solían reunirse en una tasca llamada The Eagle and Child, y me iba allí a tomar una cerveza de vez en cuando con la esperanza de capturar entre sus muros una pizca de inspiración. Por todo ello, cuando me planteé escribir esta biografía, me sentí atraído inmediatamente por la idea.
Sin embargo, incluso antes de que la tinta de mi firma se hubiera secado en el contrato del editor, me di cuenta de que regresar a aquella obsesión de juventud era una labor sembrada de posibles riesgos, puesto que tendría que leer El Señor de los Anillos veinticinco años después de haberlo hecho por octava y última vez. Una parte de mí se moría de ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía angustiado. ¿Y si no me gusta el libro ahora, un cuarto de siglo después?
Cuando en 1977 terminé de leer por octava vez el último capítulo, estaba a punto de entrar en la universidad, era fan de Yes y llevaba el pelo por los hombros. Ahora soy un tipo de mediana edad, casado y con tres hijos, he leído cientos de libros desde aquella época lejana, y sólo oigo a los Yes muy de vez en cuando. ¿Seguiría identificándome con Aragorn? ¿Sentiría aún aquel anhelo por saber más de Gandalf y de los otros istaris? ¿Me preocuparía saber qué les pasó a Frodo y Sam? En muchas ocasiones he releído algunos libros que fueron mis favoritos, y sólo he podido constatar que ya no siento por ellos ni la más mínima atracción. Me pasaría lo mismo con El Señor de los Anillos? ¿Me gustaría más El Tostón, convirtiéndome así en aquel cínico amigo mío del colegio?
En fin, me compré otro ejemplar de El Señor de los Anillos y me lo llevé a casa. Y allí se quedó, encima de la mesa del comedor, durante días y días sin que nadie lo abriera. De ahí pasó al dormitorio, y del dormitorio al cuarto de baño, sin que el lomo se doblara ni una sola vez. Empecé mis investigaciones para escribir el presente libro y a redescubrir informaciones sobre la vida y la época de Tolkien. Y por fin, al cabo de semanas de darle vueltas, decidí abrir la tapa de su obra más excelsa.
Naturalmente, me fascinó una vez más. Conservaba aún casi toda su magia. En realidad, hallé aspectos nuevos en la fábula, impresiones nuevas que me llegaban ahora, detalles que había pasado por alto o que habían tenido poco interés para el joven que fui. No sólo me alegré mucho, sino que además me sentí aliviado ya que, ¿cómo habría podido escribir sobre Tolkien si ya no me gustaba su obra?
Lo cierto es que, después de sumirme de nuevo en el mundo de la Tierra Media y salir con ánimo renovado, me doy cuenta de que mi angustia no tenía fundamento, porque creo que hay personas que aman el mundo de Tolkien y que toda la vida serán seguidores suyos, y también de que hay personas a las que nunca les gustará.
Hoy mi amigo enemigo de Tolkien es un tipo de mediana edad como yo que sigue riéndose de mi fascinación por El Señor de los Anillos. No ha leído nunca el libro (considerado por Waterstone como «el libro del siglo XX»), ni tiene intención de hacerlo. Pero, como se suele decir, «el que lee a Tolkien se hace hobbiadicto».
Durante la fase preliminar de investigación para la elaboración del presente libro mi buscador preferido me reenviaba a unas 450.000 páginas de internet relacionadas con Tolkien o con El Señor de los Anillos; muchas de ellas tienen un alto grado de profesionalidad y son muy entretenidas, pero, al leer gran parte del material «oficial» sobre Tolkien, me sorprendió ver lo ridículamente subjetivo que llegaba a ser, en algunos casos rayano en la pura devoción.
Aunque me considero un seguidor empedernido, me sorprende la actitud superprotectora del material «oficial» o «autorizado» acerca del profesor Tolkien. Las cartas publicadas no cuentan casi nada de su vida privada. Y cualquier dato personal, como su relación con su esposa Edith y su amistad con C. S. Lewis, y algunos de sus compañeros del grupo Inklings están protegidos por un halo de misterio. Ninguna de las descripciones autorizadas cuestiona la motivación profunda de Tolkien ni trata de entender sus demonios particulares. Peor aún, prácticamente no se han estudiado los sentimientos de Tolkien, sus motivaciones o sus opiniones. Como mostrará este libro, Tolkien fue un buen hombre, un hombre recto y moral, leal y muy inteligente, pero no fue un santo.
En otras ocasiones he visto esta clase de deificación. Por ejemplo, cuando investigaba para elaborar la biografía de sir Isaac Newton, descubrí que sus discípulos, por su cuenta y riesgo, mantuvieron oculto durante siglos mucho material que, al salir a la luz, ofrecía la imagen completa del hombre que escribió todos aquellos textos científicos. Otro de los personajes que he estudiado, Stephen Hawking, sigue apareciendo según la imagen que dan de él sus colegas, como un hombre que sobrepasa todo lo imaginable. En ambos casos, descubrí un universo lleno de vida y matices bajo la superficie.
Al escribir este libro no me propuse salir en busca de monstruos. Los únicos que encontré fueron los monstruos de ficción que ya me esperaba. Pero la gente creativa rara vez es anodina, por mucho que sus defensores se esfuercen en dar esa imagen. Me gustaría pensar que los verdaderos seguidores no se conforman con un retrato monocolor de sus héroes. Como aficionado a la obra de Tolkien, espero que estas páginas proporcionen al menos un leve sombreado de matices que ofrezca una imagen más colorida del padre de la Tierra Media, del autor más popular de la Historia.
 1
INFANCIA
El profesor John Ronald Reuel Tolkien pedalea en su bici a toda velocidad. Siente el sudor empapándole el cuello de la camisa. Es una tarde de principios del verano, hace poco ha terminado el año escolar y apenas hay tráfico en The High. A mediodía ya había hecho muchas cosas: tuvo una reunión con una estudiante de postgrado para analizar sus problemas con un texto anglosajón; fue a una papelería de Turl Street a comprar tinta y papel; devolvió un libro en la biblioteca de la facultad y encontró una copia del poema que estaba escribiendo para The Oxford Magazine que había traspapelado la semana anterior en su despacho. Normalmente hace lo posible por ir a comer a casa con los suyos, pero hoy había reunión del claustro y ha tenido que quedarse a almorzar en la facultad. Ahora regresa a casa, para enzarzarse en la farragosa tarea de corregir el montón de exámenes del Certificado que lleva una semana haciendo equilibrios en su escritorio.
Dan las tres en la Torre Garfax, en el centro de Oxford, justo cuando pasa por delante. Apura el pedaleo aún más. Calcula que, como mucho, podrá dedicar dos horas a la corrección antes de volver a la ciudad para asistir a la siguiente reunión del día, en la sala de descanso de los veteranos en Merton College, con una última taza de té. Piensa que, como mucho, conseguirá corregir tres exámenes.[1]
Sigue por Banbury Road, gira a la derecha, luego a la izquierda, y llega al número 20 de Northmoor Road adonde meses atrás, en ese mismo año de 1930, se trasladaron los Tolkien. Al llegar, pasa la pierna por encima del sillín, posa los pies en el suelo sin frenar la bici, cruza con ella la verja lateral y llega hasta la puerta. Se asoma a la cocina para saludar a su esposa Edith, se da cuenta de que Priscilla, su hijita de cinco meses, está despierta y sonriente en brazos de su madre; entra, pellizca cariñosamente en la mejilla a su mujer y le hace unas carantoñas a la niña. Sale, en dos zancadas recorre el pasillo y ya se encuentra en su estudio, en la parte sur de la vivienda.
El estudio de Tolkien es una habitación acogedora con las paredes cubiertas de libros. Las estanterías forman una especie de túnel al entrar y luego se abren a ambos lados, recorriendo las paredes. Desde su escritorio, el profesor puede disfrutar de la vista meridional, el jardín del vecino, justo delante de la mesa; otro ventanal, a su derecha, da al jardincillo de inmaculado césped y a la calle. Encima de la mesa hay un cuaderno y un montón de bolígrafos en un cubilete; a ambos lados, montones de papel: a la izquierda, los exámenes que le quedan por leer (una torre alta), y a la derecha, los que ya ha corregido (un fajo mucho más pequeño).
Tolkien se acomoda ante la mesa, saca la pipa del bolsillo de la chaqueta, la carga y la enciende con esmero exagerado. Dándole las primeras caladas, alcanza el primer escamen del montón de la izquierda, se lo coloca delante y empieza a leerlo.
Corregir los exámenes del Certificado, es decir, el producto de los alumnos de dieciséis años, es una labor tediosa y casi siempre aburrida, pero le ayuda a pagar las facturas y, con una esposa y cuatro hijos a los que mantener, es una manera de completar su salario de profesor. Aunque es una tarea insípida por lo general, Tolkien se la toma muy en serio y lee cada examen con mucho cuidado, prestando atención a todos los detalles. Por eso dedicará la siguiente media hora a uno solo. De tanto en tanto garabatea al margen algún comentario, y muy de vez en cuando marca con una señal el final de un párrafo. Pasa las páginas lentamente. Alrededor de él todo es paz y silencio, sólo interrumpido por la visita de algún pájaro que se posa en el alféizar o por el roce de las hojas en el cristal de la ventana movidas por la brisa.
Al cabo de un rato, Tolkien siente que ha analizado el examen satisfactoriamente y lo coloca en el montón de la derecha. Y coge el siguiente de la izquierda. Durante los siguientes minutos lee las primeras páginas de este segundo examen, hasta que, para su sorpresa, llega a una en blanco. Agradecido ante esta pequeña compensación a sus largos días de trabajo (una página menos que corregir), se recuesta en la silla y echa un vistazo a la habitación. Sin saber por qué, algo le llama la atención en la alfombra, justo al lado de una de las patas de la mesa. Ve que hay un diminuto agujero en la tela, y se queda absorto mirándolo un buen rato. Cuando vuelve a concentrarse en el examen, en la hoja en blanco escribe lo siguiente: «En un agujero en el suelo vivía un hobbit.».
Aunque no tenía ni idea de por qué escribió aquello, y menos aún de lo que iba a suponerle ese desvarío del subconsciente a él, a su familia y al futuro de la literatura inglesa, sí supo que con aquella única frase había escrito algo interesante, tanto que se sintió motivado a «averiguar cómo son los hobbits», como él mismo dijo tiempo después.
Y en ese instante, a partir de una sola frase tal vez fruto del aburrimiento, una frase que quizá llevaba tiempo tratando de hallar expresión, surgió el impulso que condujo a la escritura de El hobbit y El Señor de los Anillos. Junto con El Silmarillion y toda una variopinta colección inmensa de notas sobre la mitología de la Tierra Media, la obra de Tolkien iba a hacerse famosísima en todo el mundo, deleitaría y ofrecería inspiración a millones de personas y desempeñaría un papel fundamental en el nacimiento de un género literario completamente nuevo, el de la ficción fantástica. Pocos años después de aquella tarde señalada, muchos miles de lectores aprenderían infinidad de cosas sobre los hobbits, v en la década de los sesenta los hobbits y el mundo que habitaban serían tan conocidos como cualquier famoso de Hollywood o cualquier figura de la realeza. Para muchos, la Tierra Media es algo más que un reino de fantasía. A partir de lo que podría haber sido sólo una frase suelta anotada en un trozo de papel en el estudio de un anónimo profesor, los escritos de Tolkien iban a cobrar vida propia, a colmarse de fábulas épicas, completas en sí mismas, coherentes e irresistiblemente absorbentes. Una mitología para la mente moderna.
En muchos aspectos, la historia de la familia de J. R. R. Tolkien es de lo más corriente, casi vulgar. Su padre, Arthur Tolkien, fue empleado de banca. Trabajaba en el banco Lloyds, en Birmingham. El padre de Arthur, John, había sido fabricante de pianos y vendedor de partituras, pero cuando Arthur Tolkien se hizo mayor de edad los pianos Tolkien habían dejado de venderse. El negocio cerró y John Tolkien se declaró en bancarrota.
Arthur conocía muy bien los riesgos del trabajo por cuenta propia, lo cual explica en parte su decisión de escoger un empleo seguro en el banco de la ciudad. Pero en aquella sucursal del Lloyds era bastante difícil ascender, así que, a pesar de todo su entusiasmo, Arthur comprendió que su única posibilidad de promoción pasaba por aceptar algún puesto que hubiera quedado vacante por defunción del empleado anterior; cuando, a finales de 1888, le ofrecieron una plaza allende los mares, no tuvo que darle muchas vueltas a la decisión.
El trabajo era en el puesto fronterizo de Bloemfontein, en Sudáfrica. Era un puesto del Banco de África. Arthur sabía que ese empleo podía ser muy prometedor para un joven ambicioso. El Estado Libre de Orange, del que Bloemfontein era la capital, emergía como una importante región minera gracias a los nuevos descubrimientos de oro y diamantes que animaban a los capitalistas europeos y americanos a invertir allí. El único problema de Arthur era que el año anterior de su partida hacia El Cabo se había enamorado de una muchacha de dieciocho años bastante guapa llamada Mabel Suffield. Le había pedido la mano, por lo que si daba ese paso profesional, tendría que dejarla.
La familia de Mabel, los Suffield, no estaban del todo seguros de que el joven Arthur fuese lo mejor para su niña, pero era una opinión que nacía más de una mentalidad esnob que de una observación objetiva del carácter de Arthur Tolkien. En efecto, los Suffield veían a los Tolkien poco más o menos como inmigrantes arruinados (pese a que podían remontarse varios siglos en el árbol genealógico de sus ancestros ingleses para dar con algún rastro de unas remotas raíces de la familia en Sajonia). Pero los Suffield también tenían sus taras sociales. El padre de Mabel era hijo de un pañero que, si bien había sido propietario de su propio negocio, también había fracasado y estaba tan arruinado como Tolkien. Cuando Arthur y Mabel se conocieron, John Suffield trabajaba como viajante para una empresa de desinfectantes llamada Jeyes.
Poco importaban estos detalles a Arthur y Mabel, salvo porque el señor Suffield se negó a que su hija se casara con su enamorado hasta que hubieran pasado dos años desde que el joven Tolkien le propuso el matrimonio, con lo cual, cuando Arthur aceptó el puesto en Sudáfrica, Mabel tuvo que quedarse en casa esperando las cartas de su prometido y que su situación mejorara pronto para que pudiera llevarla con él y casarse por fin.
Arthur no la decepcionó. En 1890 fue nombrado gerente de la sucursal del Banco de África en Bloemfontein, y empezó a ser un hombre con posibles. Con ese nuevo sentimiento de seguridad económica escribió a Mabel Suffield para pedirle que acudiera a África y poder así casarse. Mabel había cumplido veintiún años, y la pareja había mantenido su relación a pesar de la separación de dos años que el padre Suffield les había impuesto, por lo que Mabel decidió en marzo de 1891, desoyendo las críticas de su familia, comprarse un pasaje en el vapor Roslin Gasfe. En poco tiempo, partía rumbo a El Cabo.
Hoy día, Bloemfontein, sita en el corazón del Estado Libre de Orange, es una ciudad más bien insulsa y anodina, pero a finales del siglo XIX, cuando Arthur Tolkien llegó allí por primera vez, era un puñado desorganizado de edificios. La zona sufre el azote del fuerte viento que viene del desierto. Hoy la mayoría de viviendas y centros comerciales disponen de aire acondicionado, pero en la última década del siglo XIX había pocas comodidades y los blancos vivían en condiciones bastante similares a las de los africanos de raza negra que habitan en la actualidad en los arrabales que ciñen el moderno centro urbano de Bloemfontein.
La pareja se casó el 16 de abril de 1891 en la catedral de El Cabo, y disfrutó de una breve luna de miel en un hotel de la vecina Sea Point. Pero en cuanto pasó el entusiasmo de la novedad, Mabel se dio cuenta de que no sería fácil vivir en aquella tierra.
No tardó en sentirse desesperadamente sola, y además no le resultaba fácil hacer amistad con los otros colonos del lugar. La mayor parte de la población era afrikáner, descendientes de colonos holandeses que no se mezclaban mucho con la población inglesa. Los Tolkien conocieron a algunos compatriotas ingleses, los invitaron a casa alguna que otra vez, pero en general Mabel sentía que la ciudad carecía de casi todo en muchos aspectos. Tenía su cancha de tenis, sus tres o cuatro tiendas y un parquecillo, pero nada que ver con el ajetreo de Birmingham ni con el bullicio constante de los grandes núcleos urbanos. Además, no soportaba el clima, aquel calor sofocante, los tórridos veranos y los inviernos gélidos.
Pero no le quedaba otro remedio que esforzarse por adaptarse a aquello. Arthur se dejaba la piel para prosperar en el Banco de África y pasaba muy poco tiempo en casa. Parecía disfrutar con su vida, lo que aún exacerbaba más las cosas. Tenía amigos en el trabajo y siempre andaba muy atareado, así que no le quedaba mucho tiempo para analizar los escasos atractivos que ofrecía la vida en Bloemfontein. Parece ser que no se enteró mucho de la desazón de Mabel, y que tal vez la achacó a una depresión pasajera de la que pronto se repondría.
Mabel trató de mejorar la situación y se entregó por completo a cuidar de su esposo. A veces conseguía llevárselo del banco para ir juntos a dar un buen paseo o a jugar al tenis en el único club social de la ciudad. El resto del tiempo la joven pareja se limitaba a pasar las horas en casa leyendo en voz alta el uno para el otro.
A Mabel la sacudió la sensación de hastío en cuanto descubrió que estaba embarazada de su primer hijo. Los dos estaban encantados, pero ella empezó a preocuparse porque la ciudad no contaba con un centro sanitario adecuado para su situación y la de su bebé. Por eso, sugirió que quizá podrían tomarse un descanso y regresar a Inglaterra para esperar la llegada del niño. Sin embargo, Arthur insistía en que no podía encontrar el momento idóneo para tomarse unas vacaciones, por lo que Mabel pensó que era preferible quedarse en Bloemfontein y no enfrentarse a un viaje tan largo y al parto ella sola, sin el apoyo de su esposo.
El niño nació el 3 de enero de 1892. Le llamaron John, pero tuvieron sus más y sus menos sobre el resto del nombre. Arthur insistía en mantener la tradición familiar de llamar a los chicos «Reuel», tradición que se había aplicado a todos los Tolkien desde hacía generaciones. Por su parte, Mabel prefería Ronald. Al final acordaron darle ambos nombres, y el 31 de enero de 1892 fue bautizado en la catedral de Bloemfontein como John Ronald Reuel Tolkien. De todos modos, nadie le llamó nunca John a secas. Sus padres, y después su esposa, le llamaron siempre Ronald. En el colegio sus amigos solían llamarle John Ronald, y en la universidad era más conocido como Tollers, un epíteto bastante izquierdoso típico de la época. Para los compañeros de trabajo fue siempre J. R. R. T. o, de manera más formal, profesor Tolkien. Para el mundo entero es J. R. R. Tolkien o simplemente Tolkien.
Sus primeros años de vida, su primera infancia en Sudáfrica, fueron todo lo exóticos que cabría imaginar y muy diferentes de lo que habrían sido si hubiera nacido V vivido en Birmingham. Se conocen algunas historias familiares que han sobrevivido al paso del tiempo, que Tolkien narró a sus propios hijos. Por ejemplo, aquella vez en que el mono del vecino se escapó, saltó la valla de los Tolkien y se dedicó a destrozar tres pichis del niño que estaban tendidos al sol. O la vez en que uno de los sirvientes, un mozo llamado Isaak, decidió llevarse al pequeño Ronald a conocer a su familia, que vivía en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los padres Tolkien no le pusieron de patitas en la calle.
Y es que, ciertamente, era un ambiente bastante peligroso para criar a un niño. El clima pasaba de un extremo a otro, y su primer verano africano fue toda una prueba de fuego para Mabel: moscas por todas partes, calor asfixiante a todas horas, además de las mortíferas serpientes que se acercaban por el jardín y de los peligrosos insectos. Cuando John tenía poco más de un año, le picó una tarántula y salvó la vida gracias a que la niñera tuvo el impulso y la habilidad de dar con la picadura y succionar el veneno.[2]
Poco después del nacimiento del niño, la vida mejoró bastante para Mabel. Arthur seguía muy ocupado con su trabajo en el banco, pero en la primavera de 1892 la hermana de Mabel y su cuñado, May y Walter Incleton, llegaron a Bloemfontein. Walter tenía intereses comerciales en Sudáfrica y pensó en pasar una temporada allí para visitar las minas de oro de la región. Mabel tuvo así la compañía que deseaba, y ayuda con el bebé. Aun así, deseaba volver a casa, y cada vez le daba más rabia que Arthur se pasara la mayor parte del día sin ver a su familia. Cuando descubrió que estaba embarazada otra vez, la situación empeoró aún más.
El 17 de lebrero de 1894 nacía Hilary Tolkien. Dar a luz fue un alivio para Mabel, pues el verano había sido especialmente caluroso y ella estaba en plena gestación.
Poco después del parto volvió a tocar fondo: su hermana y su cuñado habían regresado a Europa, y tuvo que hacer frente sola a la crianza de dos niños pequeños, con muy poca ayuda de su esposo. Por suerte para ella, Hilan gozaba de muy buena salud. Sin embargo, Ronald padecía una y otra vez dolencias infantiles: toses que se agravaban por el calor y el polvo del estío, y el viento helado del invierno, seguidas por una serie de problemas cutáneos y de infecciones en los ojos. En noviembre de 1894, Mabel, ansiosa por ir a otro lugar y cambiar de aires, se llevó a los niños a Ciudad de El Cabo a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Arthur, que también necesitaba tomarse un respiro (aunque no lo admitiera), insistía en que no tenía tiempo ni siquiera para unas vacaciones cortas. Y se quedó en Bloemfontein a pasar otro verano insufrible.
Al regresar a casa, Mabel estaba empeñada en que la familia debía descansar durante una larga temporada del polvo y el viento africanos, e intentó convencer a Arthur de que encontrara un hueco para ir a Inglaterra, pues llevaba casi seis años sin ver a su familia y se merecía al menos un año sabático. Pero Arthur no estaba por la labor. Alejarse de su trabajo durante tanto tiempo comprometería su puesto en el banco. Al final decidieron que Mabel y los niños fueran a Inglaterra sin él, hasta el final del verano austral. Si todo iba bien, él acudiría después.
En abril de 1895, Mabel, Ronald y Hilary zarparon de El Cabo a bordo del vapor Guelph. Tres semanas después arribaban a Southampton, donde les esperaba Emily Jane, la hermana menor de Mabel, que para los niños sería tía Jane. Tomaron el tren para Birmingham y se instalaron en una habitación de la pequeña vivienda de los Suffield, en el barrio de King’s Heath.
Casi no tenían sitio. Mabel y sus niños dormían en la misma cama, y vivían con otros cinco adultos bajo el mismo techo: los padres de Mabel, su hermana. Jane, el hermano menor (William) y un inquilino. Edwin Neave, empleado de una aseguradora que, cuando no andaba ligando con Jane, se dedicaba a distraer a Ronald tocando el banjo y cantándole números de musicales. Pero estaban muy a gusto, en comparación con la vida que habían llevado en Orange. El clima era más suave, el viento no silbaba entre los tablones de la casa como si fuera a derribarla de un momento a otro, y no había tarántulas en el jardín ni serpientes venenosas entre la hierba. Mabel echaba de menos a su marido, pero había sido él quien había decidido no acompañarles, y para ella el bienestar de los niños era lo primero.
Como es natural, Arthur también echaba de menos a su familia. Escribía con frecuencia, y les decía lo triste que se sentía por estar lejos de ellos. Pero seguía insistiendo en que no podía dejar el trabajo en ese momento, ni siquiera durante unos meses. Parece que estaba bastante obsesionado con que alguien pudiera quitarle el puesto, lo que habría supuesto un daño irreparable para su carrera profesional.
Entretanto, toda Sudáfrica estaba sumida en el caos político. Los bóers, encabezados por Paul Kruger, amenazaban con sublevarse contra Inglaterra y habían organizado una fuerza guerrillera impresionante desde su base, en el Transvaal. En 1895, mientras Arthur Tolkien administraba las finanzas de los europeos ricos residentes en Bloemfontein, los soldados de Kruger formaron una alianza entre el Transvaal y el Estado Libre de Orange que iba a forzar a los ingleses a la guerra en Sudáfrica en cuestión de años. No eran buenos tiempos para los súbditos británicos que vivían en núcleos comerciales como Bloemfontein. En cierto sentido, Arthur se sentía aliviado de que su familia estuviera lejos de allí, a salvo en Gran Bretaña.
En noviembre de 1895 sufrieron otro repentino revés: Arthur le comunicó a Mabel que había contraído fiebres reumáticas, una enfermedad muy grave. Mabel le suplicó que se tomara un descanso y fuese a Inglaterra con ellos, pero Arthur se negó en redondo. Esa vez argumentó que no podría soportar el frío del invierno inglés.
Cuando llegó el verano a Bloemfontein, Arthur Tolkien empeoró rápidamente. Al enterarse, Mabel decidió regresar a Sudáfrica con los niños. A finales de enero de 1896 hizo los preparativos para el viaje: eligió la fecha y reservó los billetes. El 14 de febrero de 1896, Ronald, con cuatro años recién cumplidos, dictó una carta para su padre en la que le explicaba que le echaba mucho de menos y que deseaba verlo después de tanto tiempo.
Sin embargo, nunca llegó a enviarla, ya que al día siguiente llegó a casa de los Suffield la noticia de que Arthur había muerto tras sufrir una hemorragia. Con el corazón roto, Mabel hizo las maletas inmediatamente, dejó a los niños con sus padres y cogió el primer vapor para El Cabo. Cuando al fin llegó a Bloemfontein, el hombre con el que había estado casada menos de cinco años yacía ya bajo tierra en el cementerio de la ciudad.
Así, a los cuatro años de edad, la vida de Tolkien entraba en una fase nueva. La vida en el ambiente asilvestrado de Bloemfontein dio paso a la creciente industrialización de Birmingham, la segunda ciudad de Inglaterra y uno de los motores del Imperio británico. Se acabó la vista del horizonte a lo lejos, del sol enorme y rojo poniéndose tras las lejanas colinas; se acabaron los juegos a la sombra en medio del calor sofocante y polvoriento de las tardes de enero. En lugar de todo eso, casas adosadas, chimeneas de ladrillo, patios de hormigón y humo de fábricas pasaron a dominar la escena para el joven Ronald.
A pesar de que Arthur se había entregado a su trabajo en cuerpo y alma, había sacrificado su propia salud y había muerto convencido de que no le había sido posible sacar más tiempo para estar con los suyos, dejaba a su esposa y a dos hijos pequeños con muy poca cosa con que rehacer la vida sin él. Había invertido sus ahorros en las minas Bonanza, pero Mabel sólo recibió unos dividendos que ascendían a treinta chelines a la semana, lo que en j 896 apenas llegaba para vivir con lo justo. Su cuñado, Walter Incleton, decidió pasarles a los chicos una pequeña pensión, pero ni los Suffield ni los padres de Arthur disponían de recursos suficientes para ayudar económicamente a la familia. Cuando Arthur murió, Mabel y los dos niños llevaban va más de nueve meses metidos en la diminuta casa de los Suflield, lo cual era una molestia para todos. Había que encontrarles un piso barato de alquiler lo antes posible.
En verano Mabel encontró una casita semiadosada, en el 5 de la calle Gracewell de Sarehole, por aquel entonces un pueblo pequeño a unos dos kilómetros al sur de Birmingham. Hoy día Sarehole es un barrio residencial de la ciudad, con muchos edificios y abarrotado de gente, pero cuando los Tolkien se establecieron allí todavía era un sitio tranquilo y silencioso, lejos del bullicio de la ciudad, rodeado de campos y bosques. La casita era una pequeña construcción de ladrillo sita en el extremo de una pequeña hilera de casas adosadas. A Ronald le encantó el lugar en cuanto lo vio.
De mayor, aún recordaba con cierto detalle aquellos años junto a su hermano y su madre en aquel lugar idílico rodeado de campiña. la casa era pequeña pero agradable, y los vecinos fueron siempre amables con ellos y les ayudaron en lo que pudieron. Hilary sólo contaba dos años y medio cuando se mudaron allí, pero en poco tiempo ya correteaba con su hermano mayor por los campos de alrededor de la casa, y juntos salían a investigar el terreno durante largas horas de aventuras. A veces se acercaban al pueblo más próximo, Hall Green, y poco a poco fueron haciéndose amigos de los niños que vivían allí.
Los dos hermanos estaban muy unidos. Ante la ausencia de padre, eran el uno para el otro la única figura masculina presente. Por ello, tampoco es extraño que ambos estuvieran muy unidos a la madre. El vuelo de la imaginación y la invención de juegos presidieron aquellos días anteriores al colegio. Se imaginaban que un granjero de por allí era en realidad un malvado brujo, y la mojigata campiña inglesa era para ellos una especie de parque temático de la imaginación donde se libraba una batalla por el control de la tierra entre los brujos buenos y los malos. Y se pasaban los largos días del verano encabezando cruzadas y viajes a lugares remotos (los bosques de los alrededores) para proteger a los inocentes frente al ataque de los malvados. Otras veces iban a recoger moras a un lugar que ellos llamaban la Vaguada. Un detalle aún más interesante, porque aparecerá en la obra de Tolkien, era el molino que había al lado de Gracewell. Se encargaban de él un hombre mayor y su hijo, que les parecían especialmente antipáticos. El molinero mayor tenía una larga barba negra y solía ser bastante reposado, pero el hijo, al que los niños llamaban el Ogro Blanco (porque iba siempre embadurnado de harina) les daba, al parecer, bastante miedo y era muy antipático. Casi medio siglo después, aquellos personajes de la infancia cobrarían nueva vida como el zalamero Sandyman, el molinero, y su desagradable hijo Ted.
Todas aquellas fantasías sobre ogros y dragones adquirieron un contorno más definido en cuanto Ronald aprendió a leer. Su madre le animó a la lectura y le introdujo en el mundo de los cuentos infantiles de la época, historias sugerentes como las recién publicadas La isla del tesoro y Alicia en el País de las Maravillas, o cuentos tradicionales como El flautista de Hamelin. De todos ellos, para el Ronald de siete años de entonces, el libro más importante fue uno de Andrew Lang titulado El libro rojo de los cuentos de hadas. Lang era un erudito escocés que había pasado su vida buscando y adaptando cuentos, y escribiendo los suyos propios, y que se hizo famoso por sus antologías. Ronald estaba loco con aquel libro, y leía con regocijo cuento tras cuento, siempre que hablara de dragones, serpientes marinas, aventuras míticas y hazañas de nobles caballeros.
No tardó en convertirse en un ávido lector, y Mabel se dio cuenta enseguida de su entusiasmo y de su aparente don natural para el lenguaje. Ella misma se había ocupado de la educación preliminar de sus dos hijos v cuando Ronald cumplió los siete años, empezó a enseñarle francés y los rudimentos básicos del latín, que él entendía a gran velocidad. Mabel había aprendido sola a tocar el piano y lo hacía bastante bien. Más o menos en aquella misma época intentó que los niños se interesasen por el mundo de la música. Hilary era bastante bueno, pero no Ronald, que parecía no tener aptitudes para el piano.
Es curioso que, aunque Tolkien escribió muchos versos y algunas letrillas de canciones que ponía en boca de sus elfos y hobbits, apenas mostró interés por la música a lo largo de su vida. Casi nunca iba a conciertos. Su futura esposa, Edith, tocaba muy bien el piano, pero raramente se sentaba a escucharla. Y el jazz, el jive y la música pop siempre le parecieron ruidosos e irritantes. Es como si sus gustos artísticos no incluyeran la música en absoluto.[3]
Aquellos años de infancia fueron para Tolkien una época feliz. Le encantaba vivir en Sarehole y había descubierto el mundo de la literatura, que exacerbó aún más su imaginación. Fue un período de su vida que recordó siempre con un cariño especial, un breve interludio de su existencia que, a sus ojos de adulto, rememoraba como la época más feliz y más parecida a un sueño. Por el contrario, de su época en Sudáfrica apenas le quedarían recuerdos y la imagen de su padre, al que casi no había conocido, fue convirtiéndose en una simple sombra que acabaría por desvanecerse. Para Tolkien, su infancia fue esa época de Sarehole junto a su hermano y su querida madre, como si antes de aquello no hubiera ocurrido nada importante.

lunes, 30 de enero de 2017

Francisco Umbral. Lorca poeta maldito. (Fragmento).


Lorca, poeta maldito. El planteamiento de este libro es ya sugestivo, nuevo y controvertible, en principio. Se trata de una visión de García Lorca -vida y obra- absolutamente distinta de las usuales. Francisco Umbral, partiendo del hecho a estudiar de que la literatura española no ha dado nunca poetas malditos, rastrea y descubre en Federico García Lorca -el español más universal después de Cervantes- una secreta y profunda vinculación con los grandes malditos «oficiales» de las literaturas europeas, en lo que éstos tienen de más auténtica y angustiadamente existencial, lejos del concepto entre burgués y mondaine de maudit. Lorca, revolucionario a nivel político, rebelde a nivel metafísico, es, en lo más hondo, un desarraigado, un angustiado, en la teoría del autor. Su adhesión a las grandes razas malditas de Occidente -gitanos, negros, homosexuales-, su «panteísmo antihedonista», su desgarrón o desdoblamiento psicológico, su «radical tragicismo» y, finalmente, su muerte prematura y brutal, vienen a dibujar la figura de Lorca como la de un grande y nuevo «maldito», en el más profundo y menos peyorativo sentido del vocablo.
Fuente:  EDITORIAL epulibre.

***
(Fragmento).
Francisco Umbral
Lorca, poeta maldito
ePub r1.0
Titivillus 08.03.16
Título original: Lorca, poeta maldito
Francisco Umbral, 1968
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A María-España
Y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
FEDERICO GARCÍA LORCA
(LORCA, poeta maldito. Ya sé que el enunciado es
escandaloso, sorprendente, inexacto, quizá. ¿Inexacto?
Para probar su exactitud, precisamente, voy a escribir
este libro. Lo que dicho enunciado tenga de alarmante, en
principio, nace de dos circunstancias a estudiar: la
primera de ellas es que la literatura española, la poesía
española, no tiene poetas malditos; la otra circunstancia
no es sino la circunstancia misma, personal, del propio
Federico García Lorca; es decir, su vida, que, según los
clisés que se han ido superponiendo, no corresponde
exactamente a lo que se viene entendiendo desde el
siglo XIX para acá por poeta maldito. Examinemos ambos
supuestos.
Quizá el primer escritor europeo a quien puede
rotulársele como maldito es François Villon. Villon es un
maldito anterior al concepto de “maldito”, concepto
decimonónico, romántico, como sabemos. Hasta el
siglo XIX, el artista había sido una criatura decorativa de
la sociedad, un dios menor en quien las aristocracias, de
vuelta de los dioses mayores, creían o fingían creer. Tras
la Revolución francesa, el artista y el poeta empiezan a
encontrarse incómodos en las nacientes sociedades
burguesas, que no necesitan de ellos para nada, aunque,
nostálgicas de lo que han derrotado y derrocado —como
el vencedor es siempre nostálgico de lo que vence o del
vencido—, aún continúan o creen continuar unas
vigencias artísticas y se obligan a un gusto por lo estético
que no es sino simple mimetismo, cada vez más
desganado y con desgana menos disimulada, del gran arte
de las antiguas élites. Y es ya en el XIX, en el siglo de las
revoluciones sociales e industriales, en el siglo de la
beatería científica, cuando el artista se encuentra
declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin
rostro.
Esta jubilación del intelectual y el creador, jubilación
sin retiro y sin agradecimiento ni siquiera formulario de
los servicios prestados, dará lugar a dos actitudes
contrapuestas, de las que arranca todo el arte moderno.
Por un lado, el creador levítico, el que quiere subsistir,
reabsorberse en el orden nuevo, el converso a la nueva
religión de los pragmáticos, decidirá que bien se puede
volver por la puerta de servicio al confortable palacio de
donde se salió por la puerta grande. E, incluso, puede
que se sienta efectivamente ganado por la mística de la
máquina, la política y la sociedad. Converso de
conveniencia o de buena fe, este artista dará lugar a todo
lo que luego se ha llamado arte burgués. A saber, el
neoclasicismo, la pintura impresionista, las odas cívicas
de nuestro Quintana (ejemplo máximo de anti-poeta
maldito), la música de Strauss y toda la literatura y el
teatro de costumbres. El artista ya no es ni siquiera un
dios menor, pero es un sentimental que cose para fuera y
cuando puede —que casi nunca puede— barre para
dentro. La sociedad burguesa le paga para sentirse un
poco más selecta o, sencillamente, para distraerse a ratos
de su ajetreado tejer y destejer lo que luego habría de
llamarse estructuras capitalistas.
Frente a lo que llamo “arte converso” está el arte
rebelde, que tiene como situación-límite, como tipofrontera,
al poeta maldito. Se trata del artista que,
decidido a no servir más a señor que se le pueda morir,
decide hacer su arte contra la sociedad o al margen de la
sociedad. Esta distinción, “contra” y “al margen”, genera
a su vez dos tipos de creación, dos familias de
creadores: al margen de la sociedad trabajan Marcel
Proust, los poetas ingleses, Paul Valéry, Saint-John
Perse, casi todos los poetas españoles contemporáneos
de Federico García Lorca… El arte al margen, que
después se llamaría “de evasión”, degenera casi siempre
en esteticismo, exquisitez, minoritarismo críptico y un
estéril y “danunzziano” “morir por epatar”, que más bien
pudiera trocarse en “epatar para no morir”. Contra la
sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos.
El anarquista es una fuerza centrífuga de pistón
puramente político que no nos interesa estudiar ahora. El
poeta maldito es una fuerza centrípeta que se diferencia
del anarquista en que no destruye o trata de destruir a la
sociedad, sino que se destruye a sí mismo. Frente al mal
como purificación, que es el anarquismo, está el mal por
el mal, que es la mística explícita o implícita de los
malditos y que más tarde razonaría André Gide —un
maldito sin nervio ni clima para serlo, un maldito tardío
— como “acto gratuito”.
El poeta maldito, así, viene a ser un desarraigado, un
desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción
y que hace de ese complejo y esa autodestrucción su obra
de arte. Un tipo radicalmente nuevo, nacido del
Romanticismo, aun cuando tenga algún precedente
solitario, como el ya citado de Villon. El maldito es, con
respecto a sí mismo, un tarado en algún sentido, y, con
respecto de la sociedad, una fuerza disolvente, aunque,
como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y afecte
al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a
identificar al maldito con el suicida. Pero la
autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto
permite al maldito hacer su obra, casi siempre
apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada un
poco artificialmente por esa dirección mortal que el
autor imprime en toda ella consciente o
inconscientemente, hasta terminarla de una manera
violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la obra
de arte no está en cómo termine, sino precisamente en no
terminar.
Si en todas las sociedades de Occidente el
inadaptado —que decimos hoy— había sido
automáticamente reducido de condición, y la máxima
gloria del artista estaba en adaptarse a su tiempo o hacer
que su tiempo se adaptase a él —lo que a nuestros
efectos viene a ser lo mismo—, he aquí que a partir del
siglo XIX nace una raza de grandes inadaptados que hace
precisamente de su inadaptación una mística y una
estética. Ha nacido el arte maldito. Su nómina es tan
obvia como impresionante: Baudelaire, Verlaine,
Rimbaud, Artaud, Allan Poe, Dylan Thomas,
Maiakowski…, en la poesía. En la pintura, Van Gogh,
Toulouse-Lautrec, Modigliani, Gauguin… En la
música… La música, quizá, no tiene otro maldito que
Federico Chopin. Por lo que se refiere a España, ya
hemos dicho que es un país sin malditos, y ahora
trataremos de entender por qué. En todo caso, como
posibles malditos pictóricos están Goya y Solana. Como
posibles malditos literarios, Quevedo, Larra, Valle-
Inclán. Y Lorca.
¿Por qué es España un país sin poetas malditos, por
qué lo es nuestra literatura? La estructura de la sociedad
española, carente de resonancias, mediatizada por lo
religioso, por los tabús del honor y la honra, por los
atavismos más que por las creencias, no parece propicia
a la disparidad ideológica. No es suficientemente fuerte
como para soportar en sí los anticuerpos que son los
malditos. Y como no podría soportarlos, no los produce:
es casi una ley biológica. Por otra parte, las revoluciones
y reformas del mundo han llegado aquí asordadas, con lo
que, al perder virulencia, tampoco han engendrado una
respuesta tan fuerte como la que supone, por ejemplo, el
poeta maldito. El artista, en nuestra sociedad, nunca ha
sido tan endiosado como en otras; y,
compensatoriamente, a la hora del desahucio, también se
siente menos desahuciado. La plena ejecutoria de lo
pragmático, tan vigente en el mundo desde el siglo
pasado, aún no ha llegado entre nosotros a sus últimas
consecuencias, y, en la medida en que seguimos viviendo
de valores entendidos que ya nadie entiende en el mundo,
seguimos respetando —o ignorando— ese valor
entendido que en fin de cuentas era y es todo arte.
Bien sé que sigue sin respuesta definitiva, a pesar de
lo dicho, mi propia pregunta de por qué es la española
una literatura sin poetas malditos. Pero no es esto lo que
mi libro va a tratar de aclarar y, por otra parte, quizá ello
se aclare solo estudiando el caso de ese posible y genial
maldito que fue o pudo ser, para su ventaja o desventaja,
el gran Federico García Lorca. Federico García Lorca, a
quien su vitalismo andaluz ha hieratizado en un busto
sonriente de señorito andaluz listo, reúne en sí tres
condiciones clave del creador maldito: arraigo estético y
humano en los poderes demoníacos o, cuando menos,
daimónicos, como le gustaba decir a Goethe; heterodoxia
sexual y muerte trágica y prematura.
Sobre la historia entera del arte y la cultura de la
humanidad cae un doble rayo de luz y sombra. Del lado
de la luz están los creadores que han aspirado a un orden,
a un redondeamiento del universo, que han creído en la
armonía de las esferas o han necesitado inventarla:
Platón, Goethe, Bach. Del lado de la sombra están los
creadores que han entendido —o no entendido— el
mundo como caos, como desorden, como contingencia:
Heráclito el Oscuro, Beethoven, Sartre. Esta división
casi escolar entre el mal y el bien como fuerzas actuantes
y como concepciones del universo, esta elemental y
necesaria elucidación entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
puede dar lugar a unas subteorías étnicas o geográficas
que, al margen de las históricas, tan debatidas, nos harían
entender, por ejemplo, cómo Andalucía —para traer las
cosas ahora y ya al ámbito concreto de este libro— es
tierra y alma esencialmente dionisíaca. Andalucía vive
de conjurar lo oscuro, lo telúrico, de provocar el
misterio, la magia. Andalucía, como toda región y raza
muy religiosa, vive del demonio, que familiarmente ha
llamado “duende”.
El duende andaluz, el duende de Federico García
Lorca, no es sino una forma convencionalmente simpática
de lo luciferino. Andalucía es Federico y Federico es
Andalucía. Andalucía y Federico, entre tanta luz del Sur,
viven de la sombra.
La heterodoxia sexual —lo que más tarde llamaré
pansexualismo de Lorca—, le sitúa radical y hondamente
—y secretamente— al margen de la sociedad en que
vive, de su sociedad, aun cuando él haya sido
biografiado como criatura eminentemente sociable. No
hay posible integración del individuo cuando el
individuo vive una tragedia sexual íntima.
Y, finalmente, la muerte trágica y prematura del poeta
viene a subrayar, siquiera sea anecdóticamente, pero de
modo brutal, su destino de maldito.
Así, pues, si aceptamos los condicionantes previos
que autorizan a entender la obra y la vida de García
Lorca como la de un posible poeta del mal o poeta
maldito, veamos esquemáticamente de qué modo su
trayectoria vital corresponde a esa figura. Basta para ello
con apuntar que Lorca es el cantor de las tres grandes
razas postergadas de nuestra civilización: los gitanos, los
negros y los homosexuales. Lorca, en Granada, está con
los gitanos frente a la Guardia Civil, frente al orden
establecido. Lorca, en Nueva York, está con los negros,
está con Harlem frente a Wall Street. Lorca, en su Oda a
Walt Whitman y en sus Sonetos del amor oscuro, libro
póstumo, mítico e inédito, canta a la pasión que no se
atreve a decir su nombre. Lorca es, radicalmente, un
hombre en contra. Nada, pues, de voluble señorito
andaluz que toca el piano y escucha la guitarra. Y, como
constante de su dolorido sentir, la pena, manadero de
toda su obra, incluso de la más ingenuista o traviesa. Lo
que el duende es a lo demoníaco —reducción, graciosa
minimización andaluza, diminutivo del mal—, es la pena
a la angustia. El duende como dinámica y la pena como
mística de un poeta de lo oscuro. ¿Demasiado
esteticismo en todo ello? El esteticismo es, precisamente,
la gran denuncia y el gran pecado del maldito. Un
encadenamiento a la belleza, que es el más terrible y
doloroso de los encadenamientos. La belleza como culto
es ya un culto maldito.
En este libro trato de ir dibujando los puntos vividos
donde se denuncia, a lo largo de toda la obra de Lorca,
su condición de maldito. Y hablo sólo de la obra, porque
obra tan reveladora ha de revelarnos al hombre y su
vida.)

***
Francisco Alejandro Pérez Martínez, más conocido como Francisco Umbral (Madrid, 11 de mayo de 1932 - Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007) fue un poeta, periodista, novelista, biógrafo y ensayista español.

Hijo de Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid pero pasó su infancia y adolescencia en Valladolid, provincia de origen materno. Concretamente, en la localidad de Laguna de Duero transcurrieron sus cinco primeros años. Francisco comenzó tarde su formación escolar, a los diez años, pero con once dejó sus estudios -mejor dicho, le echaron- para no volver a retomarlos de forma oficial. Tres años más tarde, empezó a trabajar como botones en un banco.

Estudiante autodidacta, la literatura para él se convirtió en una verdadera maestra. Ya desde muy niño leía todos los libros que caían en sus manos, desde novelas de aventuras hasta las obras de los autores de la Generación del 98. Y de ávido lector se convirtió en escritor, al principio con poesía. Su primeros pasos literarios se vieron publicados en la revista Cisne, del S.E.U.

Umbral comenzó en el mundillo informativo en 1958 de la mano de Miguel Delibes, por aquel entonces director de `El Norte de Castilla`, y en ese diario se formó como periodista. Luego se trasladó a León, donde trabajó para diversos medios, como la emisora `La Voz de León` y el periódico `Proa`.

A comienzos del año 61, dejó las tierras castellanas para instalarse definitivamente en Madrid, donde desarrolló su intensa actividad periodística y literaria.
Como escritor forjó su faceta en distintos géneros, como novela, ensayos, poesía, cuentos, biografías, e incluso teatro, pero en este último no tuvo éxito.

Casado con la fotógrafa María España Suárez Garrido en 1959, tuvo un hijo -Pincho- que falleció con tan solo seis años de leucemia. Este acontecimiento marcó enormemente su vida, como se demuestra en su obra `Mortal y Rosa` (1975), considerada además por los críticos como una de las obras literarias más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

El escritor madrileño colaboró en distintas publicaciones, como `La estafeta literaria`, `Mundo Hispánico`, `Por favor`, `Siesta`, `Mercado Común`, `Bazaar`, `Interviu`, y periódicos como `El Norte de Castilla` (1958), `Ya`, `ABC`, `La Vanguardia`, `El País` (1976- 88), `Diario 16` (1988), y `El Mundo`.

Recibió numerosos premios por sus obras. En 1964 consiguió el Premio Nacional de Cuentos Gabriel Miró con `Tamouré` y fue finalista del premio Guipúzcoa por su novela corta `Balada de gamberros`. Un año más tarde, su cuento corto `Días sin escuela` consigue el Premio Provincia de León. La década de los 60 se completa con el finalista al premio de cuentos Tartessos por `Marilén otoño-invierno`.

En 1975 obtuvo el Premio Carlos Arniches de la Sociedad General de Autores, un año después el Premio Nadal por su obra `Las Ninfas`. Fue premio César Ruano de Periodismo en el año 1980 por su artículo `El trienio`, publicado durante su etapa en el País, y finalista del Premio Planeta en 1985 con `Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo`. En los 90 sus trofeos fueron varios: el Mariano de Cavia por su artículo periodístico `Martín Descalzo`, ya de su etapa en `El Mundo`, y el Premio Antonio Machado con su narración corta `Tatuaje`. En el 92, su novela `La leyenda del César visionario` obtuvo el Premio de la Crítica 1991.
De mediados de la década de los 90 son el Premio Juan Valera de literatura epistolar y el VII Premio Nacional de Periodismo de la Fundación Institucional Española, ambos de 1994. Un año más tarde, sus colegas informativos le distinguieron con el Francisco Cerecedo de la Asociación de Periodistas Europeos.
En 1996 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y un año después el Fernando Lara por `La forja de un ladrón`.
El 97 fue un año exitoso porque el Ministerio de Cultura le otorgó el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y el León Felipe a la Libertad de Expresión.

El 2000 también es año de premios, en esta ocasión obtuvo el Premio Cervantes, uno de los más prestigiosos de las letras hispanas. En el 2003 ganó el Premio Periodismo Mesoneros Romanos.

En el 86 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, a la elección para ocupar el sillón `F` de la Real Academia de la Lengua Española. A pesar de estar bien respaldado por sus padrinos (Cela, a quien consideraba como un padre, Delibes y J.M. de Areilza) los miembros de tan destacada institución eligieron a Sampedro.

domingo, 29 de enero de 2017

Alejandro Casona. Las tres perfectas casadas.


 
Tres perfectas casadas.
Un mundo donde se puede ver el florecimiento de profundossentimientos y el papel de la mujer. Un análisis también propio,dándonos cuenta de detalles que puede ser que no tengamos en cuentaen esta lectura. Un análisis de la pareja, también. Un paseo por lossentimientos, desde la más profunda pasión a la crueldad o lacompasión.El mayor análisis es del papel que comenzó teniendo la mujer en elteatro y el que ha acabado teniendo con y a lo largo del paso del tiempo..Carla Tasis

(En la gráfica: el gran actor mexicano Arturo de Córdova en la obra "Las tres perfectas casadas).

Alejandro Rodríguez Álvarez, conocido como Alejandro Casona (Besullo, España, 23 de marzo de 1903 - Madrid, 17 de septiembre de 1965) fue un dramaturgo y maestro español de la Generación del 27. Autor personal, con una lectura mágica del teatro poético surgido del modernismo de Rubén Darío. Su producción dramática guarda cierto paralelismo con la de Federico García Lorca, si bien su poética tiene el regusto amargo de la supervivencia. Comenzó sus estudios en el Instituto Jovellanos de Gijón aunque los continuó en Murcia, donde obtuvo su título de bachiller en 1920. Hijo de maestros, prosiguió la tradición familiar docente pero encendiéndose en él, además, la vocación literaria. Ésta fue incentivada por sus profesores, como Andrés Sobejano y Dionisio Sierra, a quienes conoció en los inicios de sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, y en el Conservatorio de Música y Declamación. En 1920, apareció su primera obra, `La empresa del Ave María-, un romance histórico galardonado en los Juegos Florales de Zamora. Su trabajo como maestro lo convirtió en inspector y, en 1928, fue trasladado por el Ministerio de Instrucción Pública al Valle de Arán. De su unión con Rosalía Martín nació su hija Marta en 1930. Ese año adoptó el seudónimo de Alejandro Casona al firmar de ese modo su libro de poemas, `La flauta del sapo-. En 1931 dirigió el `Teatro del pueblo- o `Teatro ambulante-. Esto le permitió llevar a recónditos lugares de España la adaptación de los clásicos españoles, como por ejemplo `Sancho Panza en la ínsula-. Su obra `Flor de leyendas- le permitió acceder al Premio Nacional de Literatura en 1932, pero su gran consagración la obtuvo con `La sirena varada-, elogiada por el público y la prensa. Fue estrenada en 1934 y relata los problemas entre Ricardo y la sirena María, por los ambientes distintos a los que pertenecen. Esta obra recibió, en 1933, el premio Lope de Vega. En `Nuestra Natasha-, mostró a una doctora enseñando en el reformatorio donde ella misma se formó, donde las autoridades se oponían a esta experiencia por el temor de los lazos afectivos que la profesional había creado con las internas. Fue una obra profunda y exitosa que cosechó infinidad de elogios. Tras el desencadenamiento de la Guerra Civil Española, se dirigió a Francia y, luego, recorrió en gira varios países de Latinoamérica. En México exhibió, en 1937, `Prohibido suicidarse en primavera-. En 1939 se radicó en Buenos Aires, donde trabajó para periódicos, cine y radio. Escribió `Los árboles mueren de pie- y `La dama del Alba-. Ésta se representó el 3 de noviembre de 1944, contando la historia romántica de Angélica, que luego de su casamiento, huyó junto a su amante. En 1945, se estrenó `La barca sin pescados- y, en 1949, surgió `El retrato jovial-, con cinco farsas breves para el `Teatro ambulante- de los años 30. Retornó a España en 1962, donde estrenó el 22 de abril `La dama del Alba-, en el teatro Bellas Artes, de Madrid. En 1964, representó `El caballero de las espuelas de oro-, mostrando el ocaso de Francisco de Quevedo.


LAS TRES PERFECTAS CASADAS.
Al ir a celebrar el aniversario de tres amigos, uno de ellos, Gustavo, comediógrafo, muere en accidente. En una carta póstuma, se descubre que fue amante de las tres esposas.

===
ALEJANDRO CASONA
LAS TRES PERFECTAS CASADAS


ACTO PRIMERO

Saloncillo en casa del senador Javier Guzmán. Puer-ta a foro derecha sobre el vestíbulo. Izquierda, ven-tanal sobre el jardín. Puertas laterales. Derecha, una al despacho. Izquierda., dos: primer término, a las habitaciones interiores; segundo término, salida al jardín. Ambiente confortable; libros, cuadros, teléfono. A la izquierda hacen un rincón amable diván, butacones y una mesita con copas y botellas. A la derecha, una mesa mayor y sillas.
(Al levantarse el telón está en escena JAVIER y su esposa, ADA; MÁXIMO y GENOVEVA, JORGE y LEOPOLDINA; son tres matrimonios felices que celebran su ani-versario de bodas. Ellos, entre los cua-renta y cinco y cincuenta años; ellas, más jóvenes. CLARA, una adolescente, hija de JAVIER y ADA, los contempla son-riente, entre burlona y conmovida,. Tra-jes de noche. Voces y risas antes de le-vantarse el telón.)
JAVIER (Terminando un brindis.).—...Y que la fiesta de esta noche, que nos recuerda a todos el día más luminoso de nuestra vida, se repita cien ¡años más, invariable como nosotros, y leal como este lazo que nos ata, y que nadie podrá desatar jamás. ¡Salud a todos!
ADA.—¡Salud y felicidad!
(Chocan las copas y beben, cruzando cada una la¡ copa con su pareja. Luego se besan, cambiando alguna frase gaUttn,. te, que se pierde entre risas. CLARA ta-rarea burlonamente la "Marcha nup-cial.")
CLARA.—¿Puedo retirarme ya, papá?
JAVIER.—¿Tanto sueño tienes?
CLARA.—Lo que tengo es que preparar mis clases para mañana.
JAVIER.—Déjate ahora de libros. ¡No irás a pensar que nos estás estorbando!
CLARA.—¡Quién sabe! A lo mejor, en el fondo, es que me estáis dando envidia.
JAVIER.—Perdona, hija. Bien comprendo que, para tu juventud, nuestra fiesta ha de resultar un tan-to aburrida.
CLARA.—Por Dios, papá...
JAVIER.—Sí, sí, aburrida. Y no sé si hasta diría gro-tesca.
ADA.—Te estás excediendo. ¿Por qué había de parecerle grotesco que nos queramos?
JAVIER.—Entiéndeme: quiero decir que Clara per-tenece a una generación iconoclasta y deportiva, que no cree en el amor. Lo admite como una fla-queza, romántica de la juventud; pero, pasados los cuarenta años, lo encuentra ridículo.
ADA.—¡Te sigues excediendo, Javier!
JAVIER.—¿Es mucho decir ridículo?
ADA.—Pero es mucho decir cuarenta. Ninguna de nosotras los ha cumplido.
JAVIER.—Perdón, me refería a los maridos.
GENOVEVA.—Tampoco; en realidad, ninguno de nos-otros tiene más que dieciocho años: los de nues-tras bodas.
MÁXIMO.—¡Bravo, Genoveva! De todos modos, me-jor será no hablar de años.
JORGE.—Y si no hablamos de años, ¿de qué se va a hablar en un aniversario?
LEOPOLDINA.—De amor. Es un aniversario de bodas.
JAVIER.—A eso iba. Y quería llamar la atención de estas nuevas generaciones sobre nuestro caso: tres matrimonios que cumplen hoy dieciocho años de servicios, que se quieren como el primer día y que tienen el orgullo de llamarse públicamente felices. ¡Un caso extraordinario!
CLARA.—Nunca lo he dudado yo. Pero di, papá, si tan natural es el amor dentro del matrimonio, ¿por qué, al hablar de vuestro caso, le llamas "un caso extraordinario"?
JAVIER.—¿Yo he dicho extraordinario?
ADA.—Realmente ha sido, por tu parte, un adjetivo poco afortunado.
JAVIER.—¡Es que no he querido decir eso! Lo ex-traordinario de nuestro caso es que tres amigos inseparables nos hayamos casado con tres ami-gas inseparables; que nos hayamos casado el mis-mo día y que el mismo día también celebremos nuestro aniversario.
LEOPOLDINA.—¿Pero, Javier, si nos hemos casado el mismo día, ¿cómo íbamos a celebrar el aniversa-rio en fecha distinta?
ADA.—Decididamente, no estás nada bien en orato-ria esta noche. Y en cuanto a eso de pregonar públicamente nuestro amor, tiene razón Clara si lo encuentra un poco..., ¿cómo diría yo?..., un poco insolente. Nunca se debe alardear de felici-dad: trae desgracia.
MÁXIMO.—Ada tiene razón. Los chinos nunca con-fiesan en voz alta que son felices por miedo a la venganza de los dioses. Y los ricos nunca confie-san que tienen dinero...
JORGE.—Por miedo a que se lo pidan los amigos.
GENOVEVA.—Pero la felicidad no puede robarse.
ADA.—Se envidia, y es lo mismo; trae desgracia. Seamos felices, pero cerremos las ventanas para que nadie se entere. Ni nuestros hijos. Anda, Cla-ra, ve a preparar tus clases.
CLARA.—No, así no. Pero ¿es que de verdad pen-sáis que yo puedo encontrar grotesco el amor de mis padres?
ADA.—No es eso, hija. Pero tienes que preparar tu trabajo, tienes que madrugar...
JORGE.—Y sobre todo, se trata de un aniversario de bodas, ¿comprendes? Ahora saldrán a relucir aquí las anécdotas, las confidencias... Es un tema para personas sensatas.
GENOVEVA.—¡Anécdotas no, por favor, que te co-nozco!
CLARA.—Entonces no se hable más. Lo que yo ten-go que preparar para la Universidad es mucho más sencillo.
MÁXIMO.—Si es para mi clase, te lo perdono.
CLARA.—Es para Historia Natural: "Vida sexual de los protozoarios".
GENOVEVA. (Espantada.)—¿De quién?
CLARA..—De los protozoarios: unos animalitos mi-croscópicos.
GENOVEVA.—¡Ah!..., creí que era una tribu de África.
CLARA.—Tranquilícese, son mucho menos complica-dos. Y más limpios. Los veré luego, antes de sa-lir. Adiós, papá. (Le besa. Se vuelve a todos antes de salir.) Y conste que mi generación tiene tanta fe en el amor como la vuestra. Y que, por mi parte, el día que me case sólo quisiera para ser feliz que mi marido se pareciese a mi padre y a los amigos de mi padre.
(MÁXIMO y JORGE se ponen galante-mente en pie.)
JORGE.—En nombre de los amigos de tu padre, gra-cias.
CLARA.—Felicidades a todos.
(Una graciosa reverencia y sale.)
JAVIER.—Adiós, hija... (La mira ir cariñosamente.) Es una mujercita encantadora.
GENOVEVA.—Dichosos vosotros que tenéis esa hija. Es lo único que a nosotros nos ha faltado.
LEOPOLDINA.—Y a nosotros...
ADA.—Lo que dice más aún en honor vuestro. Ma-trimonios felices, teniendo hijo®, son bastante fre-cuentes. Vosotros no habéis necesitado ni eso.
JAVIER.—Además, nunca es tarde.
GENOVEVA.—¡Son dieciocho años esperando!
JAVIER.—¿Y qué son dieciocho años? ¡No hay que perder la esperanza! Animo..., ¡y a ello!
GENOVEVA (Ruborizada.).—¡Javier!
JAVIER.—Perdón, no he querido decir eso. Lo que quiero decir...
ADA.:—Pero ¿qué has bebido tú esta noche?
JORGE.—Lo que pasa es que, seguramente, no hemos bebido bastante los demás. ¡Bebamos!
(Sirve.)
LEOPOLDINA.—Tú no, tesoro. Ya has bebido cuatro veces en la mesa.
JORGE.—Tres. Y con soda.
LEOPOLDINA.—Con soda, pero cuatro. ¿Crees que no te llevaba la cuenta? Y te has servido salsa tár-tara con los mariscos, sabiendo cómo te sienta. ¡Acuérdate de la urticaria!
JORGE.—Déjate de recuerdos tristes. Una fecha como esta lo merece todo. ¡Bebamos!
JAVIER.—Permitidme otro brindis.
JORGE.—Sin oratoria, ¿eh?
JAVIER.—Sin oratoria. (Están todos en pie, las copas en la mano.) Amigos míos: hoy hace dieciocho años que los seis hemos unido nuestras vidas Dieciocho veces, año por año, nos hemos reunido aquí a celebrar nuestra felicidad. Pero hoy, por primera vez, hay un hueco en nuestras filas. Nues-tro fraternal amigo Gustavo Ferrán, el solterón eterno, el padrino de estas tres bodas, ha faltado por primera vez a esta cita sagrada. ¿Qué puede haberle pasado?
MÁXIMO.—Algo grave tiene que ser para faltar él.
JAVIER.—Ayer recibí un telegrama anunciándome su llegada en el avión de Marsella. Pero el avión llega al atardecer... Y es más de medianoche.
JORGE.—Alguna aventurilla de última hora. Gusta-vo no ha creído nunca en el amor, pero ha vivido siempre para las mujeres.
MÁXIMO.—Brindemos como si estuviera aquí. Su es-píritu está siempre con nosotros. Sirve cham-paña en su copa, Jorge.
GENOVEVA.—Déjate de espíritus. No me gustan nada estas escenas de invocaciones.
JAVIER.—¡Salud, Ferrán, empedernido solterón! ¡Aunque nunca hayas creído en el amor, salud a ti, que has presidido el nuestro!
(Se vuelve hacia el hueco imaginario que habría de ocupar el amigo ausente.)
MÁXIMO y JORGE. (Al mismo tiempo.)—¡Salud!
(Van a beber. ADA, que ka¡ escuchado visiblemente nerviosa, vacila un momen-to; la copa se resbala de su mano y se rompe. Sorpresa.)
JAVIER.—¿Qué ha sido?
LEOPOLDINA.—¿Te sientes nial?
ADA.—Nada..., no sé cómo ha podido ser...
GENOVEVA.—¡Se te ha resbalado la copa de las ma-nos !...
ADA.—No ha sido nada, de veras..., un vahído.
JAVIER.—Pero ¿por qué? ¿Es que no te sientes bien?
GENOVEVA.—¡Te has puesto pálida!
JORGE.—El calor, tal vez...
ADA.—Nada..., ya pasó. Flue como una gasa que se me puso delante de los ojos. Pero ¡qué caras ha-béis puesto todos! Soy yo la que debía asustarme de veros. (Ríe.) ¡Ea, bebamos, amigos!
MÁXIMO.—Falta una copa.
ADA.—No importa; yo beberé en la suya. ¡La copa del rey de Thule! (Ríe nerviosamente.) ¡Salud, Gustavo Ferrán! ¡Salud y alegría a todos!
(Beben en silencio.)
JAVIER.—¿De veras no ha sido nada?
ADA.—Pero ¿no me estás viendo?
LEOPOLDINA.—Seguramente tienes algo al hígado.
ADA.—¡Ea, se acabó! Si volvéis a hablar de eso tendré que enfadarme. A beber. ¡Salud, querido padrino! ¡Salud a ti que no has faltado nunca en nuestras horas felices!
(Ríe más.)
GENOVEVA.—¡Ay, no te rías así!... Me estás conta-giando tus nervios.
(Calla, preocupada de pronto.)
ADA.—¿Yo? ¿Estoy nerviosa yo?
LEOPOLDINA.—Es el calor de aquí dentro. Vamonos un rato al jardín; que sirvan allí el café.
GENOVEVA.—Mejor será; hace una noche deliciosa.
LEOPOLDINA.—No te pondrás a fumar si te dejo solo, ¿verdad, tesoro?
JORGE.—Vete tranquila.
LEOPOLDINA.—Vamos, Ada; y vigílate el hígado, haz-me caso. ¿Quieres apoyarte en mi brazo?
ADA.—¡Ah, eso sí que no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Qué fiesta va a ser esta? Vamonos al jardín, pero a cantar, a reír, domo tres novias felices..., ¡y sin fantasmas! ¡Sin fantasmas solterones!
(Sale riendo. Las otras, con ella. JA-VIER la contempla, ir, preocupado. Pausa.)
JAVIER.—Es extraño..., no parece una risa natural.
MÁXIMO.—Risa de champaña. En cuanto le dé el aire se le pasará.
JORGE.—Pero qué, ¿también tú te has puesto pá-lido?
JAVIER.—Hace un momento decía Ada que alardear de felicidad trae desgracia.
MÁXIMO.—¡Ah!, ¿te has vuelto supersticioso? Pues si no es más que eso acuérdate de que somos invulnerables, nos hemos casado los tres un día tres a las tres de la tarde. El número tres da buena suerte.
(Sonríe.)
JAVIER.—Así sea. ¿Un cigarrillo?
MÁXIMO (Rechazándolo.).—No, gracias.
(JAVIER ofrece a JORGE.)
JORGE.—Tampoco. Acabo de prometerle a Leopol-dina no fumar.
(JAVIER enciende el suyo.)
MÁXIMO.—Sí, Javier; hacer un hogar feliz es una difícil obra de arte. Pero nosotros hemos tenido la fortuna de encontrar tres mujeres que repre-sentan la perfección de tres virtudes.
JAVIER.—Yo las nombraría como los moralistas del dieciocho titulaban ¡sus novelas: con un nombre de mujer y una virtud. "Genoveva, o el pudor", "Leopoldina, o la caridad", "Ada, o la inteligen-cia".
JORGE.—Sí, sí, sin duda. Pero a veces, ¿no os pa-rece que son tres excesos de virtud?
JAVIER.—¿Qué quieres decir?
JORGE.—Sencillamente: tu mujer es la Inteligencia. Muy bien... Pero a veces, ¿no te da un poco de rabia que sea más inteligente que tú?
JAVIER.—Muy amable.
JORGE.—Y tu Genoveva, tan pudorosa, ¿no te re-sulta, a veces, un exceso de castidad?
MÁXIMO.—¡Jorge!
JORGE.—Entiéndeme. Una mujer casada, ¡qué dia-blos!, es una mujer casada; tiene ya que estar de vuelta de muchas cosas. Pues ahí tenéis a Genoveva, igual que el día que salió del colegio. ¡Yo la he visto ruborizarse hasta en el Museo!
MÁXIMO.—Sí, en eso quizá es un poco exagerada.
JORGE.—Y en cuanto a la mía, ¡ya es demasiado caridad. Señor! "Cuidado con las corrientes, tesoro; acuérdate de la urticaria, cielo; ¿te has puesto la bolsa de agua caliente, mi vida?" Y la presión, y el metabolismo, y la infusión de manzanilla... ¡Y tesoro, y tesoro, y tesoro!... ¡No es serio!
JAVIER.—Tienes que comprenderla; es una compen-sación de madre fracasada.
JORGE.—¿Y del librito, qué?
JAVIER.—¿Qué libro?
JORGE.—Que se ha leído veinte veces "La perfecta casada", y ya me tiene hasta aquí de fray Luis de León. ¿Y las obras de beneficencia? Es pre-sidenta de tres sociedades y vocal de catorce li-gas: La Alegría del Huérfano, La Viuda del Náu-frago, El Hogar del Perro Perdido... ¡Qué sé yo! Os juro que es un caso de sadismo al revés: ella quisiera que todo el mundo fuera desgraciado para darse el gusto de consolarlo.
MÁXIMO.—¿Y no te parece hermoso? El otro día.la vi en el jardín curando a unos niños heridos. ¡Parecía una estampa de Santa Isabel de Hun-gría!
JORGE.—Sí, muy bonito; ¡pero aquí no estamos en Hungría! Nuestras mujeres son perfectas, indu-dablemente. Pero ahora os digo yo1..., en serio: y a tres mujeres así, tan perfectas, ¿no es una especie de deber nuestro el traicionarlas?
JAVIER.—¿Traicionarlas? ¿Por qué?
JORGE.—¡Por humanidad! Todo lo que es perfecto es inhumano. ¿O es que también vosotros sois perfectos? De hombre a hombre, Javier, de amigo a amigo: ¿tú no has traicionado nunca a tu mu-jer?
JAVIER.—Te diré... Según lo que se entienda por traicionar.
JORGE.—Lo que entiende todo el mundo, sin filoso-fías. ¿Nunca has conocido a otra?
JAVIER.—En fin..., antes del matrimonio...
JORGE.—Nada, eso no cuenta. Después, después.
JAVIER.—Después..:, no creo.
JORGE.—¡Mentira! Mírame a los ojos.
(JAVIER los aparta.)
JAVIER.—Vamos, si quieres decir pequeñas aventu-ras, sin responsabilidad...; en ese caso, claro...
JORGE (Tranquilizado.).—Menos mal. ¡Ya creí que era yo solo!
MÁXIMO (Sorprendido, a JAVIER.).—¡Ah, ah!.. ¿De modo que tú...?
JAVIER (Modesto.).—Nada; escaramuzas...
MÁXIMO.—¿Y tú?
JORGE.—¿Yo? ¡Oooh! (Gesto largo, con una malicia pueril.) Con todo respeto a Leopoldina, eso siem-pre. Pero ¿qué quieres? El matrimonio es el amor domesticado. ¡Y yo soy un salvaje!
MÁXIMO.—Pero ¿cuándo? ¡Si tú nunca sales de no-che!
JORGE.—Ese es mi truco. Las mujeres creen que sólo se las engaña de noche. Yo soy aficionado a la caza, y me levanto temprano, ¿comprendes? No es tan cómodo, pero es más tranquilo.
MÁXIMO.—Ya, ya, ya. Nunca me había explicado yo por qué eras tan madrugador.
JORGE. (Lírico.)—¡Es la hora de las tórtolas!
(Pequeña pausa.)
JAVIER.—¿Y tú, Máximo...?
MÁXIMO.—Por lo visto, yo debo de ser un caso clí-nico.
JORGE.—Es decir, ¿que tú no...?
MÁXIMO.—Jamás. Yo creo firmemente que la mono-gamia es el estado perfecto del hombre civilizado.
JORGE.—¡Sin sociología, Máximo!
MÁXIMO.—Sin sociología. ¡Genoveva ha llenado to-da mi vida!... Y no me perdonaría a mi mismo si un día la ofendiera con una traición innece-saria y estúpida. Tal vez os parezca grotesco.
JAVIER (Cortés.).—Tanto como grotesco, no. Origi-nal.
JORGE.—Pero, por lo menos, históricamente..., quie-ro decir, ¿antes de Genoveva?
MÁXIMO.—Tampoco; ni antes ni después. Entre to-dos los que conozco, yo tengo el orgullo de ser el único hombre de una sola mujer.
JORGE (A JAVIER, sinceramente asombrado.).—¡Y lo dice tan tranquilo! ¡Qué manera de extinguirse una raza!
MÁXIMO.—Perdón...
DONCELLA.—Señor, Francisco pregunta si puede re-cibirle un momento. Parece que es cosa urgente.
JAVIER.—¿Francisco?... ¿Qué Francisco?
DONCELLA.—El criado del señor Ferrán.
JAVIER.—¡Ah, sí! Que pase. (Sale la doncella.) ¿Qué diablos traerá a estas horas? ...¡Adelante, ade-lante !
FRANCISCO (Nervioso.).—Señor, perdone que les in-terrumpa, pero el caso es grave.
JAVIER.—¿No ha llegado el señor Ferrán?
FRANCISCO.—Ayer recibí un cable suyo de Marsella.
(Mostrándolo.)
JAVIER.—Sí, nosotros también... ¿Y...?
FRANCISCO.—El avión de Marsella tiene la llegada al anochecer. La pizarra del aeropuerto anunció primero un retraso de una hora; luego, cambio de ruta; después, un segundo retraso, sin plazo; tormenta de nieve en los Pirineos. Entonces corrí a la central, pero no me dejaron pasar... Estaban llegando los periodistas... Ustedes saben que los periodistas sólo acuden a donde hay desgracias.
MÁXIMO.—Vamos, calma. Seguramente un aterriza-je forzoso.
FRANCISCO.—Y he pensado que acaso el señor, con su autoridad...
JAVIER.—¿Tienes el número de la central?
FRANCISCO.—Oriente, 23-48.
(JAVIER, nervioso, va al teléfono.)
JORGE.—No creo que sea para intranquilizarse. Es-tos aterrizajes ocurren a cada paso.
JAVIER.—¿Transpirenaica? Aquí, senador Guzmán. Por favor, necesito información sobre el avión de Marsella... ¿Cómo?... ¿Sin noticias a estas ho-ras?... No es posible. Hágame el favor de lla-mar al gerente... ¡No hay órdenes que valgan! ¡Lo exijo! Anote: senador Guzmán, 11-97-Sur. Urgente. Gracias; espero. (Cuelga.) Nada; al pa-recer, tienen órdenes de no dar información.
FRANCISCO.—¿Qué debo hacer yo?... ¿Vuelvo al ae-ropuerto?
JAVIER.—¿Para qué? Vete a casa y espera. Yo te avisaré en. cuanto comunique.
FRANCISCO.—Gracias. Y perdone. Señores...
JORGE.—Adiós, Francisco.
(Sale FRANCISCO. JAVIER pasea pre-ocupado.)
JAVIER.—Tormenta de nieve..., sin noticias... Aho-ra comprendo aquella risa nerviosa. Ada tiene corazonadas, presentimientos...
MÁXIMO.—¿Y adonde vas a parar con eso?
JAVIER.—Fue en el momento en que brindábamos por él, ¿os acordáis? La copa se le cayó de las manos, y le pasó por los ojos como una gasa...
JORGE (Nervioso también.).—Pero ¿qué es lo que estás pensando?
JAVIER.—Nada, perdón,... Es estúpido. (Contempla la copa rota.) Y, sin embargo... (Suena el timbre del teléfono. JAVIER se abalanza al aparato.) ¿Transpirenaica?... ¿Es el gerente?... Sí, aquí Javier Guzmán... Gracias... Necesito una noticia exacta del avión Marsella... No, nada familiar; la persona que me interesa no tiene más familia que sus amigos... Diga; diga... sin miedo... ¿Eh? ¿Noticia confirmada?... (Hace un gesto de calma a los otros, que le interrogan ansiosos con el gesto. Su voz se hace grave.) ¿Y los pasaje-ros?... ¿Todos?... Espere, haga el favor de leer-me la lista del pasaje. Siga..., siga... ¿eh?... A ver, ¿quiere repetirme ese nombre?... Exactamen-te: Gustavo Ferrán, escritor... Nada más... Gra-cias...
(Cuelga el teléfono, lívido.)
JORGE.—¿Muerto?
JAVIER (Afirma con el gesto.).—El avión perdió la ruta, cegado por la nieve, y se ha estrellado en el Alto Garona. No se ha salvado ninguno. (Vuelve a la mesita y bebe.) Es lo único que podía ha-cerle faltar hoy.
(Pausa angustiosa.)
JORGE.—¡Pobre Ferrán!
JAVIER.—El mejor de los amigos. Un verdadero her-mano.
MÁXIMO.—No hay una sola hora solemne de nues-tra vida en que él no estuviera presente. Primer ro, en el colegio; luego, en la Universidad; des-pués, como padrino de nuestras bodas...
JAVIER.—Yo le recuerdo a mi lado, en el sanatorio, mandándome vivir... Con aquellos ojos verdes que no se podían mirar de frente, y aquel me-chón gris que le cruzaba la sien como un plu-mazo.
MÁXIMO.—Era una voluntad puesta en pie. Un hom-bre extraordinario...
JORGE.—Oye... ¿Y tú crees que cuando a Ada se le cayó la copa de las manos...?
JAVIER.—Tal vez en ese momento se desplomaba el avión. ¿Por qué no hemos de creer en el misterio? Yo mismo sentí algo inquietante en el aire.
JORGE.—¿Sí?
(Mira disimuladamente a su alrede-dor, alarmado.)
JAVIER.—También Ferrán era supersticioso; estaba convencido de que había de morir de una muer-te violenta. Tanto, que hace dos años me entre-gó en depósito un sobre lacrado, dirigido a los tres, para después de su muerte...
MÁXIMO.—¿El testamento?
JAVIER.—No; lo que a mí me entregó es una confe-sión.
JORGE.—¿Una confesión? ¡Qué extraño! ...¿Y dón-de está ese sobre?
JAVIER.—En mi caja fuerte.
JORGE.—¿No lo has abierto?
JAVIER.—¡Soy notario de profesión, y era un depó-sito sagrado! (Haciendo ademán de salir.) En fin, amigos; creo que debemos dar la noticia a las mujeres.
JORGE (Que no puede dominar su curiosidad.).— Déjalas; no les amargues la fiesta ahora. ¿De modo que un sobre lacrado, dirigido a los tres?
JAVIER.—"Confesiones de un solterón; sólo para hombres". Así reza el sobre.
JORGE.—Escabroso título... ¿Y dices que está en tu caja fuerte?
JAVIER.—¿Tanta curiosidad tienes?
JORGE.—Te diré... no es simple curiosidad. Quizá sea un deber.
MÁXIMO.—Tiene razón Jorge. ¿Quién sabe lo que puede pedirnos ?
JAVIER.—En ese caso, si los dos estáis conformes...
(Pequeña pausa. Los otros indican que sí. Sale hacia su despacho.)
JORGE.—Te confieso que estoy empezando a ponerme nervioso. ¡Un mensaje lacrado, una fecha solem-ne y un amigo que nos va a hablar desde el más allá! Realmente la situación es novelesca.
DONCELLA (Desde el umbral.).—De parte de las se-ñoras, el café está servido en el jardín.
JORGE.—Dígales que estamos despachando un asun-to urgente..., que en seguida vamos. Y cierre esa puerta.
(Sale la DONCELLA y cierra. A su vez, JORGE entorna la puerta interior de acce. sio al jardín y echa las persianas de la ventana. Vuelve JAVIER con un sobre grande, cuidadosamente lacrado.)
JAVIER.—Aquí están las famosas confesiones, de su puño y letra. (Se sienta, a la mesa grande. JAVIER, frente al publico; los otros, a sus lados.) "A mis queridos amigos Máximo Rojas, Javier Guzmán y Jorge Villamil, al otro lado de la muerte." Podéis comprobar que los sellos están intactos.
JORGE.—Por favor... (Le tiende la, plegadera.) Vea-mos.
JAVIER (Rasga el sobre, saca un pliego manuscrito y lee.).— "Amigos míos: Perdonadme que haya tar-dado tanto tiempo en morir; no ha sido mía la culpa. Tengo hoy cuarenta y cinco años, y hace ya cuarenta que estoy cansado de la vida. Tan cansado, que no he querido tomarme el trabajo de morir por mi cuenta..."
MÁXIMO.—No haría falta ver la firma. ¿Recordáis que ya una vez en el colegio, cuando aún no te-nía catorce años, intentó suicidarse?
JORGE.—Déjate ahora de recuerdos. Adelante.
JAVIER.—"...Para unos he sido un escritor morbo-so; para otros, un libertino' vulgar; y para to-dos, un solterón extravagante y pesimista. Pero hay algo que nadie ha podido negarme nunca: mi independencia orgullosa y mi enorme capacidad de desprecio. Jamás he dicho una mentira que pu-diera favorecerme, ni mucho menos una mentira cobarde. En cuanto a lo que el mundo pueda pen-sar de mí, nada míe importa; con lo que yo pienso de él, estamos en paz..."
MÁXIMO.—¡Es estar viéndole! ¡Un verdadero ro-mántico !
JAVIER.—"...Sólo una cosa he callado siempre; el secreto de mi soltería. Y sólo a vosotros quiero confesárosla, porque sólo vosotros sois capaces de comprenderme. Oíd, amigos, la amarga verdad de mi vida. Y oídla solemnemente... ¡Escuchadme en pie..." (Vacilan un momento, mirándose; al fin se ponen en pie respetuosamente.) "...Yo sé que vosotros habéis hecho una religión de la amistad y del amor. Os lo agradezco y os admiro. Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Porque yo, queridos amigos, yo..." (Se detiene pálida, sin aliento.) ¿Eh?... ¡No es posible!
MÁXIMO.—¿Qué te pasa?
JAVIER.—¡No es posible!...
(No acierta a decir nada más. Con la mamo temblando, deja el papel sobre la mesa. Y se retira, tratando en vano de dominar su emoción. MÁXIMO, impresionado, toma el papel, se cala sus gafas y busca el sitio donde JAVIER dejó la lec-tura.)
MÁXIMO.—"...vuestro optimismo. Porque yo, queri-dos amigos, yo..." ¡No! (Vuelve los ojos aterra-dos a JAVIER, que está de espaldas.) ¡No puede ser!
JORGE (Empezando también a sentirse invadido por un extraño terror.).—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que no puede ser? (Arrebata el pliego a MÁXIMO, que a su vez se retira de la mesa, en dirección contraria a JAVIER. Vuelve, nervioso, el pliego, que ha cogido al revés, y repite el pie.) "...Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Por-que yo, queridos amigos..." (Ligera pausa. Voz lenta y solemne.) "...Yo os he engañado con vues-tras tres mujeres." (Situación: JORGE, helado de asombro, mira alternativamente a JAVIER y a MÁ-XIMO. Cada uno, desde su extremo, contesta a la muda interrogación con un gesto fatalista) ¡Pero esto es inaudito!
JAVIER.—¡Inaudito!...
MÁXIMO.—¡Inaudito!...
JORGE (Sin acabar de digerir.).—Con vuestras tres mujeres... (Al fin, la indignación vence a la sor-presa.) ¡El miserable!... ¿Y para esto nos ha man-dado ponernos en pie?... (Tira furioso el pliego contra la mesa.) ¡Cobarde!... ¿Por qué no se atrevió a decírnoslo vivo y cara a cara?
MÁXIMO.—Calma, Jorge... No levantes la voz.
JORGE.—¡Qué calma, calma!... Es muy cómodo: pri-mero, morirse tranquilamente, y luego, ahí queda eso... ¡Así también lo hago yo! ¡Cobarde! Sólo quisiera ahora poder resucitarle y traerle aquí. ¡Aquí! ¡A dar la cara! ¡Cobarde!...
JAVIER (Abatido.).—Déjalo. Después de esa revela-ción, ¿que nos importa ya él? ¡Lo que importa ahora son ellas!
JORGE.—Tienes razón. (Mordiendo la palabra!.) ¡Ellas!... (Enciende y se deja caer en su asiento.) ¡Ellas!...
(Pausa larga. No se atreven a mirar-se evtre sí. JAVIER y MÁXIMO, hondamen-te abatidos, atentos a su interior. JORGE volcados hacia afuera los nervios, baila los pies, repica los dedos y lanza, gran-des bocanadas de humo, que disuelve a puñetazos. Al fin, JAVIER avanza hacia el centro y aborda la situación, evocan-do tardes difíciles del Senado.)
JAVIER.—Amigos míos: bien comprendo que la si-tuación... es..., no sé cómo decirlo.
JORGE.—Lo que es la situación ya lo sabemos todos. Adelante.
JAVIER.—Acabamos de ser víctimas de una agresión brutal. Doblemente brutal: por ir contra quien va, y por venir de quien viene..., de ese hombre: al que siempre habíamos creído el mejor de los amigos.
JORGE.—Lo creíais vosotros. Yo tenía mis dudas.
JAVIER.—Lo creíamos todos; no tratemos de des-viar culpas. Y sobre todo, no nos dejamos arras-trar a una solución de violencia que tengamos que lamentar mañana.
JORGE.—Pero ¿qué quieres decir? ¿Es que nos lo vamos a tragar así?
JAVIER.—Por lo pronto, se impone una reflexión se-rena.
JORGE.—Yo no tengo nada que reflexionar. Lo que se impone es la acción.
MÁXIMO.—No es un problema tuyo: ¡es de los tres!
JAVIER.—Examinemos primero quién es el agresor. Ahora lo vemos claro; Ferrán era todo él una ne-gación; su única gracia era su cinismo elegante; su único placer, reírse de todo lo que era sagrado para los demás.
MÁXIMO.—Exacto: eso era nuestro amigo.
JORGE.—Entonces, si tan claro lo veíais, ¿por qué era amigo vuestro?
MÁXIMO.—Ese fue nuestro pecado. Le aceptamos por cobardía; y en el fondo, por vanidad.
JAVIER.—Admirábamos en él todo lo que a nosotros nos faltaba, hasta sus vicios.
MÁXIMO.—No le teníamos a nuestro lado por cariño, sino por miedo a tenerle enfrente. ¿Por qué le admirábamos en el colegio?
JORGE.—Porque nos pegaba a todos.
MÁXIMO.—¿Recordáis su crueldad? ¿Recordáis có-mo se reía de nuestro espanto aquel día que le vimos arrancando las alas a una golondrina? ¿Recordáis la frialdad de aquellos ojos verdes?
JAVIER.—Aquellos ojos... Cuando yo era niño y me contaban la historia del Paraíso, siempre me ima-ginaba así los ojos de la serpiente.
MÁXIMO.—Eso era Ferrán: un espíritu satánico. Y bien: ese hombre sin moral, ese amasijo de resen-timiento y de vicio..., ese es el que ahora preten-de destrozar nuestras vidas y tirar su barro sucio contra nuestras mujieres. ¿Por qué hemos de tener más fe en él que en ellas?...
JORGE.—¡Eh!...
MÁXIMO.—¿Qué garantía pueden tener sus palabras? ¿Quién nos asegura que en el fondo de esta acusa-ción no hay también una larva de resentimiento y de venganza?
JORGE.—Pero... ¿contra quién?
JAVIER (Agarrándose al rayo de esperanza que aca-ba de desatar MÁXIMO.).—Contra nuestra felici-dad.
MÁXIMO.—¡O contra nuestras mujeres! ¿Quién sabe lo que ha pretendido de ellas, y cómo se habrá vis-to rechazado?
JAVIER.—¡Eso digo yo!
(Pausa.)
JORGE (Los mira con aire superior y se levanta con un gesto escéptieo.).—Amigos míos, yo comprendo la buena intención de vuestros discursos, pero... ¿para qué nos vamos a engañar? Ferrán sería cualquier cosa, pero un embustero, no. Y menos en esta ocasión. Nadie miente delante de la muer-te. Y, en último caso, ¿a qué hablar más de Ferrán? Vosotros lo habéis dicho: lo que importa ahora son ellas... ¡Ellas!... ¡Las tres perfectas ca-sadas! (Se sienta nuevamente y se vuelve sarcástico a MÁXIMO.) Hombre, ¿quién decía antes que el número tres da buena suerte?
MÁXIMO (Con ira).—¡Qué hermosa ocasión de ca-llar te estás perdiendo!
JAVIER.—Calma, por favor. (Pausa.) En cuanto a ellas, el hecho resulta más increíble aún. Son die-ciocho años de felicidad tranquila sin una som-bra en sus ojos, sin una intención dudosa en sus palabras.
(Suena mimosa, desde el jardín, la voz de LEOPOLDINA.)
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!...
JORGE (En pie mecánicamente, con sarcasmo.).—¡Santa Isabel de Hungría!...
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!... (Acude MÁXIMO a la ven-tana.) ¿Es que no pensáis bajar a tomar el café?
MÁXIMO.—En seguida. Estamos terminando unos asuntos.
LEOPOLDINA.—¿Y Jorge?... ¿Qué tal está mi maridito?
JORGE (Bronco, desde su sitio.).—Mal. Gracias.
LEOPOLDINA.—No estarás fumando, ¿verdad tesoro?
JORGE.—¡Tesoro! ¡Je! "Cuidado con el tabaco, mi amor; acuérdate de la angina." ¡Farsante!
(Se apresura a encender el mayor cigarro que encuentra.)
LEOPOLDINA.—No tardéis, por favor. ¡ Estamos tan solas sin vosotros!
MÁXIMO (Volviendo.).—Ya se fue.
JORGE.—La esposa modelo. Ya te daré yo fray Luis de León. (A JAVIER.) Y a propósito de fray Luis: ¿decíamos ayer...?
JAVIER.—Decía que en cuanto a ellas, el hecho re-sulta más increíble aún. En lo que a mí se refiere, puedo aseguraros que delante de Ada apenas, me atrevía a hablar de Ferrán. No le era simpático. Más aún: creo que hasta le molestaba su pre-sencia.
JORGE.—¿Cuándo tú estabas delante?... ¡Ya! Conoz-co el truco. ¡Lo he hecho yo muchas veces!
JAVIER.—¡Jorge!
JORGE.—Y ahora veo claro lo de la copa... ¿Por qué se le cayó de las manos cuando estábamos hablan-do de él? ¿A qué venía aquella risa nerviosa? Cla-ro, claro, claro: ese era todo el misterio.
JAVIER.—¿Quieres callarte de una vez?
JORGE.—Disculpa.
MÁXIMO.—Parece mentira que tú mismo estés echando leña al fuego. Piensa en lo que han sido siem-pre nuestras mujeres. ¿Cómo crees posible en ellas una traición semejante?
JORGE.—Eso digo yo. ¿Cómo diablos se las han po-dido arreglar? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?... Lo de las vuestras, pase..., pero Leopoldina...
JAVIER Y MÁXIMO. (Al mismo tiempo.)—¡Jorge!...
JORGE.—Perdón..., no sé lo que digo. (Otra pausa difícil. JORGE, hundido en su asiento-, medita en voz alta, sarcástico.) "Cuidado con las corrientes, tesoro... ¿Te has puesto la bolsa de agua calien-te, vida?..." ¡Hipócrita! Y el metabolismo... ¡Je! Y el perro vagabunda... (Tira al suelo su cigarro y lo pisotea, en uwa¡ Crisis de nervios.) ¡Hipócrita! ¡Farsante! (Se arranca el cuello. A gritos.) ¡Aire! ¡Aire! ¡Esa ventana!
MÁXIMO.—No grites así. Pueden oírte. (JORGE res-pira fatigosamente, repitiendo casi sin voz...) ¡ Hipócrita!... ¡ Hipócrita!...
(Pausa.)
JAVIER.—Vamos, calma. Seamos fuertes y pongámonos a la altura de las circunstancias... Si me lo permitís, yo voy a proponeros una solución.
MÁXIMO.—¿Una solución?
JAVIER.—Pongámonos en el peor de los casos: admi-tamos que eso que dice Ferrán... fuera verdad.
MÁXIMO.—¡Pero es que no puede ser verdad!
JORGE (Escéptico.).—Admitámoslo..., por si acaso.
JAVIER.—La situación en que estamos colocados tie-ne dos aspectos: uno social y otro individual. Socialmente somos tres maridos en ridículo. Individualmente, somos tres, hombres desgraciados. Por fortuna, en nuestro caso, el primer aspecto queda descartado.
JORGE.—Descartado..., ¿por qué?
JAVIER.—Porque somos los únicos que lo sabemos. Lo peor de estas situaciones es la mirada com-pasiva de los amigos, la risita disimulada de los que se consideran bien seguros y se creen con derecho a tirarnos la primera piedra.
JORGE.—¡Inconscientes!... Reírse de un marido en-gañado es una imprudencia temeraria.
MÁXIMO.—¿Y qué me importa a mí la opinión de los demás? Mi problema no son ellos quienes han de resolverlo; soy yo mismo.
JAVIER.—Queda, esa segunda parte: nuestra tragedia íntima.
JORGE.—¡Casi nada!
JAVIER.—Por lo menos, no tan grave. Entre un ri-dículo y una tragedia, todo marido civilizado pre-fiere la tragedia antes que el ridículo. Mi propo-sición es ésta: ¿No hemos sido felices hasta hoy con un engaño? Pues bien: seámoslo en ade-lante con un engaño más: engañémonos a nosotros mismos.
JORGE.—¿Qué? A ver, a ver..., aclara eso.
JAVIER.—Echemos esa carta al fuego, como si nun-ca se hubiera escrito, y jurémonos guardar silen-cio. Ferrán ha muerto con su secreto. Ellas guar-daron el suyo. Guardemos nosotros el nuestro... Y respétemenos mutuamente..., puesto que los tres estamos igualmente comprometidos. Esta es mi solución. Ahora vosotros diréis.
(JORGE, después de mirar a uno y otro, se levanta con el mismo gesto escéptico de antes.)
JORGE.—¡Pido la palabra! (Oratorio.) Queridos co-legas... (A un gesto de ellos.) Perdón, queridos amigos. Por mi parte, voto en contra. Cerrar los ojos no es una solución de hombre; es una solu-ción de avestruz. ¿Perdonar decís? ¿Callarnos?... ¡Quiá!... ¡Qué más quisieran ellas! No, compañe-ros, no; hay que averiguar la verdad... ¡Y los datos! Y luego, castigar. ¡La traición conyugal es un delito que se paga caro!
JAVIER.—No pensabas así cuando te dabas esos madrugones... a las tórtolas.
JORGE.—Un hombre es distinto.
JAVIER.—Ya.
JORGE.—Voto por la violencia: es la tradición de nuestra raza. ¿Qué hubiera hecho en este caso Calderón?
JAVIER.—¿Y qué sabía él? Calderón era un clérigo, y murió soltero.
JORGE (Que nunca se lo hubiera imaginado.).—¡No me digas! Entonces, ¿todo aquello del honor?...
JAVIER.—Literatura barroca.
MÁXIMO.—¿Queréis dejar en paz a Calderón y queréis oírme a mí?
JAVIER.—Tú dirás.
MÁXIMO.—He escuchado con tristeza vuestras opi-niones: permitidme ahora que os dé la mía.
Y perdonadme que os hable con toda crudeza. Ami-gos míos..., os compadezco a los dos.
JORGE.—Hombre, muchas gracias. ¿Y tú qué?
MÁXIMO.—A los dos. Te he visto a ti reaccionar por simple vanidad herida, cacareando desafíos como un gallo de corral. Y te he visto a ti soslayar co-bardemente las entrañas, sin más preocupación que salvar las conveniencias. Tenía de vosotros una opinión más alta.
JORGE.—¡Era lo que nos faltaba esta noche!
MÁXIMO (A JORGE.).—Si lo que dice ese papel fuera verdad..., ¿de qué nos serviría tu palabrería epi-léptica de macho ofendido y esa sucia curiosidad de averiguar los datos? (A JAVIER.) ¿De qué nos serviría ese falso consuelo de ser los únicos en conocer nuestra desgracia?
JAVIER.—Ya que hemos perdido la fe, por lo menos... podríamos salvar la paz.
MÁXIMO.—¡Valiente solución! No, amigos, no; si yo pudiera creer que mi mujer no es digna de la fe que tengo en ella, me limitaría a salir de aquí tristemente... y pegarme un tiro a la orilla del río. (Emocionado.) Vosotros, haced lo que que-ráis... Pero yo no tengo otra fe, ni otra esperan-za, ni otra religión que Genoveva. Y esta noche la llevaré del brazo a casa, con más respeto que nun-ca, como a una reliquia que hubieran querido ro-barme. ¡Y nunca le preguntaré nada, porque to-das las palabras de un Ferrán, de cien hombres como Ferrán, no valen el silencio de una mujer honrada! Esta es mi solución.
(Pausa. JAVIER vacila envidiando la fe de su amigo.)
JAVIER.—Realmente..., quizá tengas razón tú...
JORGE.—Allá vosotros. Pero yo he de averiguar toda la verdad. ¡Y los d&tos! El cómo, y el dónde, y el icuándo. ¡Sobre todo el cuándo!
JAVIER.—¿Y qué nos importa el cuándo?
JORGE.—¡ Mucho! Y a ti más que a nadie. Al fin y ai cabo nosotros no tenemos más problema que nues-tras mujeres... Tú, en cambio, tienes una hija...
JAVIER. (Repentinamente pálido, volviéndose.).— ¿Qué quieres decir?
MÁXIMO.—¿Pero es que has perdido la razón, im-bécil?
JAVIER.—¿Qué es lo que te has atrevido a pensar?... (Se acerca a él tembloroso, Agarrándole de Jais so-lapas.) ¡Mi hija es mía!... ¿Lo oyes?... ¿Quién se atreve a dudar de eso?
JORGE (Dándose cuenta de la gravedad de sus palabras.).—No me hagas caso..., estoy trastornado...
JAVIER.—Podéis pensar de mi mujer lo que queráis... ¡Ya no me importa nada!... ¡Pero mi hija es mía!... ¡Mi hija es mía!... ¡Mía!...
(Se le rompe en sollozos la voz. Cae deshecho en un asiento. Pausa.)
JORGE.—Perdóname, Javier..., no quise hacerte mal.
JAVIER (Con un esfuerza para rehacerse.).— Lo sé... Perdonadme vosotros esta escena... No estaba pre-parado para un golpe así. Esa chiquilla es toda la razón de mi vida... ¿Comprendes?
MÁXIMO.—¿Pero es que has podido dudar? Yo co-nozco a tu hija más que tú mismo; la he tenido en mis clases desde niña, y te juro que no hay en ella un solo gesto ni una sola palabra que no sean tuyos.
(Apretándole la mano que tiene so-bre su hombro.)
JAVIER.—Gracias, Máximo...
MÁXIMO.— ¡Ea!, sé fuerte. ¡Muérdete esas lágri-mas... y avergüénzate como yo de haber dudado! (Se oye la voz de LEOPOLDINA, que se acerca tarareando alegremente.) Ellas vienen. ¡Guarda ese so-bre! (A JORGE, imperativo.) Y tú, silencio. ¿Entendido? ¡Silencio!
(JAVIER guarda el sobre en su bolsillo y se rehace. Entra LEOPOLDINA con una sonrisa colegial, totalmente ajena, a la situación.)
LEOPOLDINA.—¡Cu-cu! Conque, jugando al escondi-te, ¿eh?... ¡Muy bonito!. (Amenazando puerilmente con la mano.) ¡Ah, picaros!... ¿Pero es que vais a seguir así toda la noche? ¡Jesús..., qué ca-ras tenéis los tres! ¿Es una broma? ¿O es que ha ocurrido algo serio?
MÁXIMO.—No, nada serio... (Dándole una salida a JORGE.) Tu marido, que se ha sentido un poco in-dispuesto y quería retirarse.
LEOPOLDINA. (Corre a él, con mimo alarmado.)—¿Tú, mi vida? Pero, ¿por qué?... ¿Ves? ¿No te lo de-cía yo? ¡La salsa tártara!
JORGE (Aspero.).—¿Quieres dejarme en paz con tus salsas?
LEOPOLDINA.—Ya te avisé que estaba muy fuerte, y con mostaza inglesa. Tienes los ojos congestio-nados.
JORGE (Empieza a enfurecerse y va subiendo cada vez más el tono.).— Yo tengo los ojos como me da la gana, ¡para eso son míos!
LEOPOLDINA.—Pero ¿por qué me hablas así? No te enfades tú, tesoro...
JORGE (Furioso.).—¡No hay tesoros! ¿O es que yo soy una isla de piratas?
LEOPOLDINA (Retrocede espantada.).—¡Jorge!
MÁXIMO.—No le hagas caso; ha bebido un poco más de lo justo.
LEOPOLDINA.—¿Sin soda?
JORGE.—¡Con pólvora negra! Y se acabaron los mi-mos... ¡y la bolsa de agua caliente!
LEOPOLDINA.—¡Pero, Jorge!
JORGE.—¡Desde hoy voy a dormir con las ventanas de par en par, o desnudo en la terraza! ¡Quiero una salud heroica!
LEOPOLDINA.—No te excites así, mi cielo... ¡Acuér-date de la urticaria!
JORGE (Ululante.).—¡Se acabó la urticaria! ¡Ahora soy un hombre libre!
LEOPOLDINA (Refugiándose, aterrada, junto a MÁXI-MO.).—Pero, ¿a qué vienen esos gritos?
MÁXIMO.—No es nada... Vamos, Jorge, calma...
LEOPOLDINA.—Seguro que es el exceso de trabajo. Siempre se lo digo: madruga demasiado... Y lue-go llega a casa deshecho...
JORGE (Con una galantería siniestra.).—Tranquilíza-te..., "encanto". Desde mañana salgo por la no-che. Es más cómodo. ¡Vámonos a casa!
LEOPOLDINA.—Deja, por lo menos, que me despida.
JORGE.—Sin despedirte.
LEOPOLDINA. — Pero es que me he dejado el abrigo en el jardín...
JORGE.—Mejor. Yo saldré en mangas de camisa. (Terminante, a ADA, GENOVEVA y CLARA, que entran.) ¡Buenas noches a todos! ¡Andando! ¡Y se acabó el metabolismo... y el perro vagabundo! ¡Y fray Luis de León! Ahora vas a ver tú lo que es un hombre! ¡Un hombre!
(Salen, ella delante, él tirándole sus gritos como pedradas. ADA y GENOVEVA miran a sus maridos con asombro.)
ADA.—Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué significa esa escena?
GENOVEVA.—Nunca había oído a Jorge bramar de ese modo.
MÁXIMO.—No es nada, el pobre no está acostumbra-do a beber.
ADA (Incrédula.).—¿De veras? Pues tampoco a vos-otros os veo nada sonrientes. ¿Alguna mala no-ticia?
MÁXIMO.—Cosas de negocios; este Javier no sabe dejar nada para el día siguiente. (A él, con in-tención.) Mañana terminaremos eso!; hazme caso. Ahora lo que te conviene es descanso... (Tendién-dole la mano.) y silencio. Adiós, Ada; mil feli-cidades una vez más. Con toda el alma.
(Le besa la mano.)
ADA.—Gracias, Máximo. Y a vosotros.
MÁXIMO.—Y tú, pequeña, no estudies tanto. La cien-cia no vale la pena; la vida es lo que importa.
CLARA.—Hasta mañana, profesor. ¿A las ocho en el laboratorio?
MÁXIMO.—A las ocho en punto: el profesor Rojas no ha faltado nunca a, su hora. ¿Vamos, Geno-veva?
GENOVEVA.—Tienes la voz cansada..., triste.
MÁXIMO.—¿Triste a tu lado? ¡No seas niña! (Ayudándola a ponerse la piel.) Abrígate, Genoveva; está fresca la noche. Abrígate, querida... Abrí-gate...
(Sale acariciando la mano compañera. Pausa. ADA siente que algo grave se cierne en el aire, JAVIER se acerca len-tamente a CLARA, toma su cabeza entre las manos, acariciándole los cabellos, con-templándola con una ternura nueva y melancólica.)
JAVIER.—Eres linda, hija...
CLARA.—Papá...
JAVIER.—Muy linda... ¡Si tú supieras todo lo que eres para mí!
ADA.—¿Quieres explicarme a qué viene todo esto?
JAVIER (Se vuelve a ella, mirándola severamente un momento.).—Quizá. Déjanos ahora, Clara; ten-go que hablar con tu madre.
CLARA.—¿Subirás luego a darme un beso?
JAVIER.—¡Siempre!
(La besa.)
CLARA.—Buenas noches, mamá.
(Sale. JAVIER se queda contemplándola aún después de haber salido. Pausa larga.)
ADA.—¿Qué negocio era ese tan importante que os ha tenido aquí encerrados toda la noche?
JAVIER.—Qué importa... Nunca te he hablado de ne-gocios.
ADA.—Pero hoy no son simples negocios. Es algo más grave y más hondo: algo de dentro.
JAVIER.—¿Por qué lo piensas?
ADA.—Se lo noté a Máximo en la voz. Lo veo en esos ojos tuyos, que se andan agazapando, sin buscar los míos; lo veo en esas manos que te están temblando. ¿Qué ha ocurrido esta noche?
JAVIER.—Pues bien..., sí. Hemos recibido una triste noticia.
ADA.—¿De quién?
JAVIER (La mira fijamente.).—De Ferrán. Nues-tro querido amigo Gustavo Ferrán... acaba de morir. (Espía la reacción de ADA. Ella palidece, esquiva la mirada, pero se domina con un esfuer-zo de voluntad. Silencio.) ¿Qué dices? ¿Es que no has oído? ¡Nuestro amigo Ferrán acaba de morir! (Nuevo silencio.) ¡Habla! ¡Di algo!...
ADA (Fría.).—¿Y qué quieres que diga yo? Ferrán no era amigo mío; lo era vuestro.
JAVIER.—¡Pero tú sabes cuánto significaba en nues-tra vida! ¡Ayer tomó el avión sólo para venir a darnos un abrazo!... ¡Y ahora, en este mismo mo-mento, está muerto contra la nieve y la noche! Tú no puedes recibir la noticia así... ¡Esa frial-dad no es natural! ¡Habla!
ADA (Serenamente, después de una pausa.).—¿Quie-res que te hable con toda lealtad?
JAVIER.—¡Eso es precisamente lo que pido!
ADA.—Pues bien, me alegro.
JAVIER.—¿Qué dices?...
ADA (Con ira contenida.).—Digo, sencillamente, que me alegro. "Vuestro amigo" Gustavo Ferrán... ¡era un canalla!

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