lunes, 30 de enero de 2017

Francisco Umbral. Lorca poeta maldito. (Fragmento).


Lorca, poeta maldito. El planteamiento de este libro es ya sugestivo, nuevo y controvertible, en principio. Se trata de una visión de García Lorca -vida y obra- absolutamente distinta de las usuales. Francisco Umbral, partiendo del hecho a estudiar de que la literatura española no ha dado nunca poetas malditos, rastrea y descubre en Federico García Lorca -el español más universal después de Cervantes- una secreta y profunda vinculación con los grandes malditos «oficiales» de las literaturas europeas, en lo que éstos tienen de más auténtica y angustiadamente existencial, lejos del concepto entre burgués y mondaine de maudit. Lorca, revolucionario a nivel político, rebelde a nivel metafísico, es, en lo más hondo, un desarraigado, un angustiado, en la teoría del autor. Su adhesión a las grandes razas malditas de Occidente -gitanos, negros, homosexuales-, su «panteísmo antihedonista», su desgarrón o desdoblamiento psicológico, su «radical tragicismo» y, finalmente, su muerte prematura y brutal, vienen a dibujar la figura de Lorca como la de un grande y nuevo «maldito», en el más profundo y menos peyorativo sentido del vocablo.
Fuente:  EDITORIAL epulibre.

***
(Fragmento).
Francisco Umbral
Lorca, poeta maldito
ePub r1.0
Titivillus 08.03.16
Título original: Lorca, poeta maldito
Francisco Umbral, 1968
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A María-España
Y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
FEDERICO GARCÍA LORCA
(LORCA, poeta maldito. Ya sé que el enunciado es
escandaloso, sorprendente, inexacto, quizá. ¿Inexacto?
Para probar su exactitud, precisamente, voy a escribir
este libro. Lo que dicho enunciado tenga de alarmante, en
principio, nace de dos circunstancias a estudiar: la
primera de ellas es que la literatura española, la poesía
española, no tiene poetas malditos; la otra circunstancia
no es sino la circunstancia misma, personal, del propio
Federico García Lorca; es decir, su vida, que, según los
clisés que se han ido superponiendo, no corresponde
exactamente a lo que se viene entendiendo desde el
siglo XIX para acá por poeta maldito. Examinemos ambos
supuestos.
Quizá el primer escritor europeo a quien puede
rotulársele como maldito es François Villon. Villon es un
maldito anterior al concepto de “maldito”, concepto
decimonónico, romántico, como sabemos. Hasta el
siglo XIX, el artista había sido una criatura decorativa de
la sociedad, un dios menor en quien las aristocracias, de
vuelta de los dioses mayores, creían o fingían creer. Tras
la Revolución francesa, el artista y el poeta empiezan a
encontrarse incómodos en las nacientes sociedades
burguesas, que no necesitan de ellos para nada, aunque,
nostálgicas de lo que han derrotado y derrocado —como
el vencedor es siempre nostálgico de lo que vence o del
vencido—, aún continúan o creen continuar unas
vigencias artísticas y se obligan a un gusto por lo estético
que no es sino simple mimetismo, cada vez más
desganado y con desgana menos disimulada, del gran arte
de las antiguas élites. Y es ya en el XIX, en el siglo de las
revoluciones sociales e industriales, en el siglo de la
beatería científica, cuando el artista se encuentra
declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin
rostro.
Esta jubilación del intelectual y el creador, jubilación
sin retiro y sin agradecimiento ni siquiera formulario de
los servicios prestados, dará lugar a dos actitudes
contrapuestas, de las que arranca todo el arte moderno.
Por un lado, el creador levítico, el que quiere subsistir,
reabsorberse en el orden nuevo, el converso a la nueva
religión de los pragmáticos, decidirá que bien se puede
volver por la puerta de servicio al confortable palacio de
donde se salió por la puerta grande. E, incluso, puede
que se sienta efectivamente ganado por la mística de la
máquina, la política y la sociedad. Converso de
conveniencia o de buena fe, este artista dará lugar a todo
lo que luego se ha llamado arte burgués. A saber, el
neoclasicismo, la pintura impresionista, las odas cívicas
de nuestro Quintana (ejemplo máximo de anti-poeta
maldito), la música de Strauss y toda la literatura y el
teatro de costumbres. El artista ya no es ni siquiera un
dios menor, pero es un sentimental que cose para fuera y
cuando puede —que casi nunca puede— barre para
dentro. La sociedad burguesa le paga para sentirse un
poco más selecta o, sencillamente, para distraerse a ratos
de su ajetreado tejer y destejer lo que luego habría de
llamarse estructuras capitalistas.
Frente a lo que llamo “arte converso” está el arte
rebelde, que tiene como situación-límite, como tipofrontera,
al poeta maldito. Se trata del artista que,
decidido a no servir más a señor que se le pueda morir,
decide hacer su arte contra la sociedad o al margen de la
sociedad. Esta distinción, “contra” y “al margen”, genera
a su vez dos tipos de creación, dos familias de
creadores: al margen de la sociedad trabajan Marcel
Proust, los poetas ingleses, Paul Valéry, Saint-John
Perse, casi todos los poetas españoles contemporáneos
de Federico García Lorca… El arte al margen, que
después se llamaría “de evasión”, degenera casi siempre
en esteticismo, exquisitez, minoritarismo críptico y un
estéril y “danunzziano” “morir por epatar”, que más bien
pudiera trocarse en “epatar para no morir”. Contra la
sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos.
El anarquista es una fuerza centrífuga de pistón
puramente político que no nos interesa estudiar ahora. El
poeta maldito es una fuerza centrípeta que se diferencia
del anarquista en que no destruye o trata de destruir a la
sociedad, sino que se destruye a sí mismo. Frente al mal
como purificación, que es el anarquismo, está el mal por
el mal, que es la mística explícita o implícita de los
malditos y que más tarde razonaría André Gide —un
maldito sin nervio ni clima para serlo, un maldito tardío
— como “acto gratuito”.
El poeta maldito, así, viene a ser un desarraigado, un
desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción
y que hace de ese complejo y esa autodestrucción su obra
de arte. Un tipo radicalmente nuevo, nacido del
Romanticismo, aun cuando tenga algún precedente
solitario, como el ya citado de Villon. El maldito es, con
respecto a sí mismo, un tarado en algún sentido, y, con
respecto de la sociedad, una fuerza disolvente, aunque,
como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y afecte
al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a
identificar al maldito con el suicida. Pero la
autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto
permite al maldito hacer su obra, casi siempre
apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada un
poco artificialmente por esa dirección mortal que el
autor imprime en toda ella consciente o
inconscientemente, hasta terminarla de una manera
violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la obra
de arte no está en cómo termine, sino precisamente en no
terminar.
Si en todas las sociedades de Occidente el
inadaptado —que decimos hoy— había sido
automáticamente reducido de condición, y la máxima
gloria del artista estaba en adaptarse a su tiempo o hacer
que su tiempo se adaptase a él —lo que a nuestros
efectos viene a ser lo mismo—, he aquí que a partir del
siglo XIX nace una raza de grandes inadaptados que hace
precisamente de su inadaptación una mística y una
estética. Ha nacido el arte maldito. Su nómina es tan
obvia como impresionante: Baudelaire, Verlaine,
Rimbaud, Artaud, Allan Poe, Dylan Thomas,
Maiakowski…, en la poesía. En la pintura, Van Gogh,
Toulouse-Lautrec, Modigliani, Gauguin… En la
música… La música, quizá, no tiene otro maldito que
Federico Chopin. Por lo que se refiere a España, ya
hemos dicho que es un país sin malditos, y ahora
trataremos de entender por qué. En todo caso, como
posibles malditos pictóricos están Goya y Solana. Como
posibles malditos literarios, Quevedo, Larra, Valle-
Inclán. Y Lorca.
¿Por qué es España un país sin poetas malditos, por
qué lo es nuestra literatura? La estructura de la sociedad
española, carente de resonancias, mediatizada por lo
religioso, por los tabús del honor y la honra, por los
atavismos más que por las creencias, no parece propicia
a la disparidad ideológica. No es suficientemente fuerte
como para soportar en sí los anticuerpos que son los
malditos. Y como no podría soportarlos, no los produce:
es casi una ley biológica. Por otra parte, las revoluciones
y reformas del mundo han llegado aquí asordadas, con lo
que, al perder virulencia, tampoco han engendrado una
respuesta tan fuerte como la que supone, por ejemplo, el
poeta maldito. El artista, en nuestra sociedad, nunca ha
sido tan endiosado como en otras; y,
compensatoriamente, a la hora del desahucio, también se
siente menos desahuciado. La plena ejecutoria de lo
pragmático, tan vigente en el mundo desde el siglo
pasado, aún no ha llegado entre nosotros a sus últimas
consecuencias, y, en la medida en que seguimos viviendo
de valores entendidos que ya nadie entiende en el mundo,
seguimos respetando —o ignorando— ese valor
entendido que en fin de cuentas era y es todo arte.
Bien sé que sigue sin respuesta definitiva, a pesar de
lo dicho, mi propia pregunta de por qué es la española
una literatura sin poetas malditos. Pero no es esto lo que
mi libro va a tratar de aclarar y, por otra parte, quizá ello
se aclare solo estudiando el caso de ese posible y genial
maldito que fue o pudo ser, para su ventaja o desventaja,
el gran Federico García Lorca. Federico García Lorca, a
quien su vitalismo andaluz ha hieratizado en un busto
sonriente de señorito andaluz listo, reúne en sí tres
condiciones clave del creador maldito: arraigo estético y
humano en los poderes demoníacos o, cuando menos,
daimónicos, como le gustaba decir a Goethe; heterodoxia
sexual y muerte trágica y prematura.
Sobre la historia entera del arte y la cultura de la
humanidad cae un doble rayo de luz y sombra. Del lado
de la luz están los creadores que han aspirado a un orden,
a un redondeamiento del universo, que han creído en la
armonía de las esferas o han necesitado inventarla:
Platón, Goethe, Bach. Del lado de la sombra están los
creadores que han entendido —o no entendido— el
mundo como caos, como desorden, como contingencia:
Heráclito el Oscuro, Beethoven, Sartre. Esta división
casi escolar entre el mal y el bien como fuerzas actuantes
y como concepciones del universo, esta elemental y
necesaria elucidación entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
puede dar lugar a unas subteorías étnicas o geográficas
que, al margen de las históricas, tan debatidas, nos harían
entender, por ejemplo, cómo Andalucía —para traer las
cosas ahora y ya al ámbito concreto de este libro— es
tierra y alma esencialmente dionisíaca. Andalucía vive
de conjurar lo oscuro, lo telúrico, de provocar el
misterio, la magia. Andalucía, como toda región y raza
muy religiosa, vive del demonio, que familiarmente ha
llamado “duende”.
El duende andaluz, el duende de Federico García
Lorca, no es sino una forma convencionalmente simpática
de lo luciferino. Andalucía es Federico y Federico es
Andalucía. Andalucía y Federico, entre tanta luz del Sur,
viven de la sombra.
La heterodoxia sexual —lo que más tarde llamaré
pansexualismo de Lorca—, le sitúa radical y hondamente
—y secretamente— al margen de la sociedad en que
vive, de su sociedad, aun cuando él haya sido
biografiado como criatura eminentemente sociable. No
hay posible integración del individuo cuando el
individuo vive una tragedia sexual íntima.
Y, finalmente, la muerte trágica y prematura del poeta
viene a subrayar, siquiera sea anecdóticamente, pero de
modo brutal, su destino de maldito.
Así, pues, si aceptamos los condicionantes previos
que autorizan a entender la obra y la vida de García
Lorca como la de un posible poeta del mal o poeta
maldito, veamos esquemáticamente de qué modo su
trayectoria vital corresponde a esa figura. Basta para ello
con apuntar que Lorca es el cantor de las tres grandes
razas postergadas de nuestra civilización: los gitanos, los
negros y los homosexuales. Lorca, en Granada, está con
los gitanos frente a la Guardia Civil, frente al orden
establecido. Lorca, en Nueva York, está con los negros,
está con Harlem frente a Wall Street. Lorca, en su Oda a
Walt Whitman y en sus Sonetos del amor oscuro, libro
póstumo, mítico e inédito, canta a la pasión que no se
atreve a decir su nombre. Lorca es, radicalmente, un
hombre en contra. Nada, pues, de voluble señorito
andaluz que toca el piano y escucha la guitarra. Y, como
constante de su dolorido sentir, la pena, manadero de
toda su obra, incluso de la más ingenuista o traviesa. Lo
que el duende es a lo demoníaco —reducción, graciosa
minimización andaluza, diminutivo del mal—, es la pena
a la angustia. El duende como dinámica y la pena como
mística de un poeta de lo oscuro. ¿Demasiado
esteticismo en todo ello? El esteticismo es, precisamente,
la gran denuncia y el gran pecado del maldito. Un
encadenamiento a la belleza, que es el más terrible y
doloroso de los encadenamientos. La belleza como culto
es ya un culto maldito.
En este libro trato de ir dibujando los puntos vividos
donde se denuncia, a lo largo de toda la obra de Lorca,
su condición de maldito. Y hablo sólo de la obra, porque
obra tan reveladora ha de revelarnos al hombre y su
vida.)

***
Francisco Alejandro Pérez Martínez, más conocido como Francisco Umbral (Madrid, 11 de mayo de 1932 - Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007) fue un poeta, periodista, novelista, biógrafo y ensayista español.

Hijo de Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid pero pasó su infancia y adolescencia en Valladolid, provincia de origen materno. Concretamente, en la localidad de Laguna de Duero transcurrieron sus cinco primeros años. Francisco comenzó tarde su formación escolar, a los diez años, pero con once dejó sus estudios -mejor dicho, le echaron- para no volver a retomarlos de forma oficial. Tres años más tarde, empezó a trabajar como botones en un banco.

Estudiante autodidacta, la literatura para él se convirtió en una verdadera maestra. Ya desde muy niño leía todos los libros que caían en sus manos, desde novelas de aventuras hasta las obras de los autores de la Generación del 98. Y de ávido lector se convirtió en escritor, al principio con poesía. Su primeros pasos literarios se vieron publicados en la revista Cisne, del S.E.U.

Umbral comenzó en el mundillo informativo en 1958 de la mano de Miguel Delibes, por aquel entonces director de `El Norte de Castilla`, y en ese diario se formó como periodista. Luego se trasladó a León, donde trabajó para diversos medios, como la emisora `La Voz de León` y el periódico `Proa`.

A comienzos del año 61, dejó las tierras castellanas para instalarse definitivamente en Madrid, donde desarrolló su intensa actividad periodística y literaria.
Como escritor forjó su faceta en distintos géneros, como novela, ensayos, poesía, cuentos, biografías, e incluso teatro, pero en este último no tuvo éxito.

Casado con la fotógrafa María España Suárez Garrido en 1959, tuvo un hijo -Pincho- que falleció con tan solo seis años de leucemia. Este acontecimiento marcó enormemente su vida, como se demuestra en su obra `Mortal y Rosa` (1975), considerada además por los críticos como una de las obras literarias más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

El escritor madrileño colaboró en distintas publicaciones, como `La estafeta literaria`, `Mundo Hispánico`, `Por favor`, `Siesta`, `Mercado Común`, `Bazaar`, `Interviu`, y periódicos como `El Norte de Castilla` (1958), `Ya`, `ABC`, `La Vanguardia`, `El País` (1976- 88), `Diario 16` (1988), y `El Mundo`.

Recibió numerosos premios por sus obras. En 1964 consiguió el Premio Nacional de Cuentos Gabriel Miró con `Tamouré` y fue finalista del premio Guipúzcoa por su novela corta `Balada de gamberros`. Un año más tarde, su cuento corto `Días sin escuela` consigue el Premio Provincia de León. La década de los 60 se completa con el finalista al premio de cuentos Tartessos por `Marilén otoño-invierno`.

En 1975 obtuvo el Premio Carlos Arniches de la Sociedad General de Autores, un año después el Premio Nadal por su obra `Las Ninfas`. Fue premio César Ruano de Periodismo en el año 1980 por su artículo `El trienio`, publicado durante su etapa en el País, y finalista del Premio Planeta en 1985 con `Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo`. En los 90 sus trofeos fueron varios: el Mariano de Cavia por su artículo periodístico `Martín Descalzo`, ya de su etapa en `El Mundo`, y el Premio Antonio Machado con su narración corta `Tatuaje`. En el 92, su novela `La leyenda del César visionario` obtuvo el Premio de la Crítica 1991.
De mediados de la década de los 90 son el Premio Juan Valera de literatura epistolar y el VII Premio Nacional de Periodismo de la Fundación Institucional Española, ambos de 1994. Un año más tarde, sus colegas informativos le distinguieron con el Francisco Cerecedo de la Asociación de Periodistas Europeos.
En 1996 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y un año después el Fernando Lara por `La forja de un ladrón`.
El 97 fue un año exitoso porque el Ministerio de Cultura le otorgó el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y el León Felipe a la Libertad de Expresión.

El 2000 también es año de premios, en esta ocasión obtuvo el Premio Cervantes, uno de los más prestigiosos de las letras hispanas. En el 2003 ganó el Premio Periodismo Mesoneros Romanos.

En el 86 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, a la elección para ocupar el sillón `F` de la Real Academia de la Lengua Española. A pesar de estar bien respaldado por sus padrinos (Cela, a quien consideraba como un padre, Delibes y J.M. de Areilza) los miembros de tan destacada institución eligieron a Sampedro.

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