jueves, 30 de abril de 2020

Jorge Luis Borges El aprendizaje del escritor


Jorge Luis Borges

El aprendizaje del escritor

 Título original: Borges on Writing

Jorge Luis Borges, 1972
Traducción: Julián Ezquerra
Diseño de cubierta: Eduardo Ruiz

  INTRODUCCIÓN

 Muchos lectores se han interesado tanto por las complejidades metafísicas de Borges que han olvidado que también tuvo que enfrentar el mismo problema que enfrentan todos los escritores: sobre qué escribir, de qué material hacer uso para escribir. Esta es acaso la tarea fundamental que un escritor debe enfrentar, puesto que marcará su estilo y moldeará su identidad literaria.

Borges escribió acerca de una amplia gama de temas, pero en su trabajo más reciente ha vuelto a su punto de origen. Los nuevos cuentos de El Aleph y otros cuentos[1] y El informe de Brodie están basados en la experiencia del joven que vivió en los suburbios de Palermo, en la zona norte de Buenos Aires. En un largo ensayo autobiográfico publicado en inglés en 1970, Borges describió esta parte de la ciudad como hecha de «casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido a esa zona como barriada. En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo».
Esta es la clásica situación del escritor. Borges, heredero de una línea distinguida de patriotas argentinos, con sangre inglesa en las venas y héroes militares por ancestros, se encontró, por motivos ajenos a su voluntad, viviendo en una comunidad decadente donde todas las crudezas del Nuevo Mundo eran tristemente evidentes. En Palermo, la guerra entre civilización y barbarie se peleaba todos los días.
Por un tiempo, Borges mantuvo a Palermo fuera de su conciencia literaria. Casi todo joven escritor rehúye escribir sobre la vida que lo rodea. Cree que es aburrida o vergonzosa. El padre es el hastío; la madre, el regaño; el barrio, la decadencia y el tedio. ¿A quién puede interesarle? Por eso el joven escritor a menudo prefiere un tema exótico y lo presenta de un modo sofisticadamente complejo y oscuro.
En alguna medida, Borges hizo lo mismo. Aunque escribió algunos cuentos sobre Buenos Aires, se concentró principalmente en temas literarios. «Vida y muerte le han faltado a mi vida» ha escrito; también se ha referido a sí mismo como «contaminado de literatura». Los resultados, en su escritura temprana, eran predecibles. En un momento determinado, intentó «imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos». Después intentó otro enfoque: llenó su obra con tantas expresiones argentinas como pudiera encontrar y, como dijo, «introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron».
Y luego, mediante algún proceso misterioso e inexplicable, aunque con cierta evidencia de madurez, Borges empezó a dirigir su atención a la vida del Palermo suburbano. Después de los laberintos y los espejos, la especulación filosófica respecto del tiempo y la realidad, que ocuparon buena parte de su escritura temprana, Borges volvió cada vez más a su propio patio trasero, y describió el proceso como estar «volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes». Esto es también relevante para nosotros, en Nueva York, porque el patio al que se refiere Borges, la ciudad moderna, es también nuestro patio trasero. Buenos Aires podría ser el prototipo del centro urbano del siglo veinte, sin historia ni carácter, sin ruinas incas ni aztecas, sin foro romano ni acrópolis. Como Los Ángeles, Calcuta, San Pablo o Sídney, es una extensión urbana que clama por que alguien le otorgue expresión.
Pero antes de que Borges pudiera lidiar con su patio trasero, tuvo que barrer el detritus acumulado. Esto significa principalmente que tuvo que desarmar el romanticismo del gaucho, en quien recaía la supuesta representación del carácter argentino. Tuvo que ir más allá de la dependencia fácil del color local a la que recurrió buena parte de la literatura gauchesca. Y lo hizo mediante la simple observación: las anchas pampas se convirtieron para él simplemente en una «distancia desmesurada» donde «la casa más cercana era una especie de mancha en el horizonte». Los gauchos pasaron a ser sencillamente peones de campo.
Una vez hecho este trabajo preliminar, una vez que Borges reveló las cosas tal como eran en el campo, fue entonces capaz de hacer lo mismo por la ciudad, y en el proceso se convirtió en su portavoz. Esa es una de las causas de la universalidad de Borges. Sus observaciones son siempre claras y directas; basta citar algunos fragmentos para demostrarlo. Aquí está el inicio de «Historia de Rosendo Juárez», escrito en 1969:
Serían las once de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela.
Nótese la autenticidad: no dice que el bar estaba en una zona inhóspita o remota de la ciudad; no, está en la esquina de Bolívar y Venezuela, que es decir en la esquina de Christopher y la Séptima Avenida, o Wabash y Monroe. El mundo que nos ofrece es un mundo real: no es una farsa, ni un montón de mitos prematuros, ni retazos de color local. También adviértase el detalle acerca del bar, que antes fue un almacén. Esto demuestra que el autor anduvo por la zona lo suficiente para conocer su tema. Pueden confiar en él.
Con igual economía y competencia introduce un personaje:
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca;
Muchos de los atributos de la vida argentina están resumidos aquí, en unas pocas palabras de descripción física.
El camino abierto por Borges tiene importancia para lectores y escritores de todas partes. Borges ha demostrado que un escritor puede enfrentarse a sus experiencias de vida. No hay nada de qué avergonzarse. Recientemente ha escrito: «He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa a la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz».
Borges es un escritor mundial porque conoce todas las reglas y conoce cómo y cuándo romperlas. Su vida literaria ha sido una larga lucha para liberar la palabra, para darle una vitalidad nueva en una época en la que se ve constantemente amenazada. Borges es un mago del lenguaje, pero como los mejores prestidigitadores y poetas, nos hace sentir, cuando el truco es revelado y el poema dicho, que estuvo siempre ahí, en algún lugar inexpresado dentro nuestro.
Carlos Fuentes ha escrito de Borges que sin su prosa, hoy no habría novela hispanoamericana moderna. Pero su influencia se ha extendido más allá de los confines de América Latina: Borges ha ayudado a escritores del mundo entero. Esa es la razón por la que fue invitado en la primavera de 1971 a hablar varias veces a los estudiantes inscriptos en el programa de escritura de la Universidad de Columbia. Su ceguera le impidió leer el trabajo de los estudiantes, pero con la ayuda de sus colegas y de su traductor, Norman Thomas di Giovanni, pudo discutir sobre su propia obra y, a partir del ejemplo, ayudar a otros con las suyas. En cada ocasión, Borges y di Giovanni se quedaron durante aproximadamente dos horas, y la audiencia, constituida por estudiantes y profesores, se mantuvo lo más reducida posible para garantizar cierto grado de intimidad.
A fin de evitar la repetición innecesaria, se decidió que cada una de estas reuniones fuera principalmente dedicada a un solo tema: a la escritura de ficción, de poesía y de traducción. A los presentes se les entregaron copias de uno de los cuentos de Borges, «El otro duelo», media docena de poemas y varios ejemplos de la obra de Borges traducidos por di Giovanni y otros. Para el seminario de ficción, di Giovanni leyó el cuento línea por línea y Borges interrumpió cada vez que quiso hacer comentarios o discutir sobre asuntos técnicos. Después tuvo lugar una conversación general y Borges explicó cómo transformó gradualmente su material en un cuento. Para el encuentro de poesía, se siguió el mismo método: di Giovanni leyó los poemas lentamente permitiendo los comentarios de Borges. En el momento de las preguntas, Borges discutió la utilidad de las formas métricas tradicionales y la necesidad de conocer la propia herencia literaria. El seminario sobre traducción, naturalmente, involucró a di Giovanni más íntimamente como participante, quien explicó la manera en que trabajaron juntos para pasar los cuentos y los poemas de Borges al inglés. Cada una de las tres ocasiones fue informal. El humor y la modestia de Borges ayudaron a hacerlas agradables, como lo hicieron el carácter no pretencioso y directo de di Giovanni. Las tres reuniones, entonces, otorgaron a los estudiantes de Columbia y a sus profesores la posibilidad de examinar de cerca la obra de un autor mayor con el beneficio de sus propios comentarios.
El texto de este libro está basado en las transcripciones de una grabación magnetofónica de las tres reuniones. La corrección editorial se mantuvo al mínimo con el fin de preservar el sabor de las ocasiones reales.
Después de la última de sus visitas a la Facultad de Artes, Borges asistió a una recepción preparada conjuntamente para él, los estudiantes y los profesores del programa de escritura. Allí habló en general de la situación del joven escritor, ya sea en Buenos Aires o en Nueva York, y estos comentarios están incluidos en el apéndice.

Nueva York, junio 1972

miércoles, 29 de abril de 2020

Lo que siguió . BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




Una de las características de la obra de Borges es que cada uno de sus libros está unido a un grupo de personas que giran alrededor de una determinada mujer. (A su ma­nera, era un homme à femmes.)
Los cuentos y artículos de la Historia universal de la in­famia están inmersos en la atmósfera de S. D.; los cuen­tos del libro El Aleph, en la de E. C. Es como si él no só­lo se hubiera enamorado de una mujer, sino del ambiente que rodeaba a esa mujer («Todo alude a ti», carta a E. C). [Imagen 21]
Por cierto tiempo buscó resonancias mías en algunas de mis amigas. Él nunca cortaba definitivamente una re­lación y, cuando se desvanecía el amor por una mujer, continuaba enamorado de los momentos líricos que ha­bía tenido con ella.
Estas constelaciones de personas marcan etapas en el desarrollo intelectual y moral de Borges.
En 1949, a pedido de él, volví a ver a Cohen-Miller. En la entrevista no hubo nada nuevo: el analista se limitó a repetir lo que ya me había dicho, aunque con cierta desgana. También la había en mí y acaso en el mismo Borges: no es improbable que me guardara rencor.
Una tarde del verano de 1950 se presentó en casa y me dijo que me preparara, que dentro de dos horas pasaría a recogerme, en taxi, para ir a Constitución y tomar un tren hasta la estancia de los Bioy en Pardo, en el centro de la provincia de Buenos Aires.
En ese entonces él estaba escribiendo un argumento de película con Bioy Casares y pensaba trabajar duran­te la estadía. Opuse una leve resistencia. Le dije que los Bioy no me habían invitado. Él contestó que no impor­taba, que había hablado esa mañana con Adolfito, que los Bioy iban a estar encantados. Por mi parte, yo tenía cierta curiosidad por ver una estancia por dentro. (Vic­toria Ocampo me había llevado, como era su costumbre con los recién llegados a Mar del Plata, a ver La Armonía y El Boquerón.) Borges me había dicho que La Armonía y El Boquerón no eran verdaderas estancias; ahora añadió que Rincón Viejo, la estancia de los Bioy en Pardo, aun­que no tan imponente como las fincas de Mar del Plata, era más «real». Luego dijo que él sólo había visto una es­tancia de veras, El Hervidero, en las márgenes orientales del río Uruguay, donde mi abuelo había tenido campos. Y me habló de un tajamar de piedra que yo había oído nombrar en mi casa.
Es probable que dijera todo esto para quitarme mi in­hibición de persona pobre, aunque creo que era sincero en su admiración por El Hervidero.
Llegamos. Adolfito nos estaba esperando en la estación y, como Georgie había asegurado, se mostró encantado de verme.
Rincón Viejo es una estancia como tantas otras de la pampa argentina, con casas bajas que se confunden con la llanura. En el casco había un jardín bastante amplio y, en uno de los extremos, una casita para huéspedes, con dos cuartos unidos por un pasillo y un cuarto de baño en el medio. Por supuesto, en las paredes de los cuartos y en el pasillo había estantes con libros. Mi cuarto era espa­cioso, con una cama de matrimonio y una ventana enre­jada por la que entraba el canto de los grillos y el olor de la tierra mojada.
Tras la nueva visita a Cohen-Miller y haber sido prác­ticamente raptada, imaginé que Borges tenía ciertas in­tenciones. Habría sido lógico que viniera a charlar a mi cuarto, pero no lo hizo. Se despidió de mí en la puerta del dormitorio con un brusco «Buenas noches» que no deja­ba lugar a más.
A la mañana siguiente iniciamos nuestra vida de campo. Los padres de Adolfito, el doctor Adolfo Bioy y su mujer, Marta Casares, estaban también allí. El mes que pasé lo recuerdo como muy agradable. Me traían el desayuno a la cama, algo que yo sólo había disfruta­do e iba a disfrutar en hoteles. Un rato después bajaba al jardín y Silvina y yo jugábamos con una medicine ball. Varias veces invitamos a Georgie a que participa­ra. Él lo hacía de mala gana. Por lo general, la gran pe­lota se le caía de las manos. La causa no era su mala vista, sino una especie de voluntad de no participar que se había apoderado de él no bien llegamos a Rincón Viejo.
Aunque le gustaba mucho nadar, nunca quiso acom­pañarnos cuando nos zambullíamos en el gran tanque australiano. Al caer la tarde, Silvina y yo salíamos a caballo. Borges nunca nos acompañó y no se interesó en los progresos que yo hacía como jinete.
Por la tarde, los dos hombres trabajaban en el argu­mento de cine. Tampoco se acercaba Borges al doctor Bioy, por quien sentía, sin embargo, una franca simpatía.
Sin embargo, iba a ocurrir algo que nos acercó física­mente.
Estábamos en 1950 e iban a pasar diez años antes de que Fidel Castro y los Beatles pusieran de moda las bar­bas y las melenas. Marta Casares, la elegante, sofisticada y muy bonita madre de Adolfito, estaba un poco choca­da, después de cuatro o cinco días, por la barba de Georgie, que empezaba a crecer en manchones, como la de al­gunos grabados de Sancho Panza.
Adolfito me llamó a solas una tarde y me dijo que a su madre le incomodaba la desaliñada barba de Borges. En Buenos Aires, Georgie tenía un barbero que iba a su casa a afeitarlo todas las mañanas, ya que él no se sabía afeitar. Adolfito me preguntó: «¿Te atreves a hacerlo?» Le dije que sí, siempre que me explicara minuciosamente los pasos a dar. Así lo hizo.
A la mañana siguiente me trajeron una palangana, ja­bón de afeitar, toallas y una maquinita.
Georgie no opuso resistencia. Hice lo que pude, sor­prendida por la cantidad de recovecos que puede tener la barba de un hombre. Por momentos creía haber terminado, pero aparecían nuevas zonas pilosas bajo la nariz, junto a las orejas, en el pescuezo...
Esta precaria operación se repitió dos o tres veces, has­ta que me encontraron un reemplazante más capaz.
Éste fue el contacto físico más íntimo que iba a haber entre Jorge Luis Borges y Estela Canto.
Entre 1944 y 1949 yo había firmado todos los petito­rios, protestas, reclamos para detener el fascismo que veíamos avanzar, y que circulaban en los ambientes intelectuales de tendencia liberal. Yo era, como los integran­tes de esos grupos, apasionadamente proaliada y detes­taba al peronismo, al cual veía como una continuación del fascismo. Naturalmente, odiaba la guerra y estaba ho­rrorizada por los campos de concentración; estos senti­mientos se exacerbaban por el hecho de vivir en un país con un gobierno que simpatizaba con los nazis y que pru­dentemente esperó la terminación de la guerra en Euro­pa y el suicidio de Hitler para declarar la guerra al Eje. Todo esto era humillante.
Así, cuando un grupo de mujeres me pidió la firma pa­ra un llamado en favor de la paz (el llamado de Estocolmo, creo), firmé sin vacilar. Por supuesto, no ignoraba que detrás de ese llamado estaba la Unión Soviética. Yo había admirado la heroica lucha del pueblo ruso contra el nazismo, aunque había muchas cosas en la URSS que no me gustaban. En el caso, firmé por la paz. Lejos esta­ba de suponer que esa inocente firma iba a tener tanto in­flujo en mi vida.
En marzo de 1950, al volver de la estancia de los Bioy, solicité el visado para ir a Estados Unidos. Mi hermano, que trabajaba ahora en las Naciones Unidas, me había invitado a ir. Había muchos motivos personales por los cua­les yo deseaba ir a Estados Unidos. Con el triunfo de Pe­rón, el panorama intelectual de la Argentina se había ensombrecido. Quería cambiar de aire, olvidar experien­cias personales desagradables.
Todavía recuerdo el aire molesto de Steven Winthrop (creo que ése era su nombre), el simpático cónsul de Es­tados Unidos, que me recibió en sus oficinas en los altos del Banco de Boston. Habían pasado dos meses desde el momento en que yo había presentado mi solicitud de vi­sado. A mister Winthrop no le gustó nada tener que decirme: «Your application has been refused» («Su solici­tud ha sido rechazada»). Todavía me llena de vergüenza recordar las dos lágrimas que me cayeron. Salí contenien­do el llanto. Pero fui consciente de una cosa: el gran país defensor de la libertad me negaba el derecho a opinar que la guerra era una atrocidad. La negativa del visado era un castigo para los nativos poco sumisos que nos atrevíamos a usar el libre albedrío. No me sentí humillada, sino fu­riosa. Esa furia iba a llevarme al campo opuesto.
Esa tarde salí caminando por Florida hacia el Norte y me dirigí a la casa de María Rosa Oliver. Ella, comunista militante, no se sorprendió en lo más mínimo de lo que había pasado. Y esto me hizo entender vagamente algu­nas cosas.
Esa noche fui a comer a casa de los Bioy, donde no en­contré la rápida comprensión de María Rosa. Adolfito y Silvina -y quizá Borges por influjo de ellos- no se indignaron, como yo había previsto, y prefirieron cambiar de tema. Nunca más volví a comentar el incidente con ellos.
Rememoré entonces algunos episodios minúsculos de esos meses del fin de la guerra. El frente alemán se había desmoronado y para festejarlo había habido una reunión en la librería inglesa Mackern's. Los escritores más im­portantes estaban allí y la librería estaba decorada con banderitas inglesas, norteamericanas y francesas. Noté que no había una sola banderita de la URSS y le pregun­té al gerente de Mackern's a qué se debía la ausencia, bas­tante conspicua, de este aliado no insignificante. Me con­testó: «No la he puesto porque temo que no les guste». «¡Pero si todos son aliados!», exclamé yo con beatífica in­genuidad, echando una mirada a los invitados, entre quienes estaban María Rosa Oliver y Enrique Amorim. Le pregunté al gerente si tenía banderitas con la hoz y el martillo. Me respondió que sí, que estaban en el sótano y que, si ése era mi deseo, podía bajar a buscarlas. Así lo hice. Volví y puse las banderitas rojas al lado de las otras sin que nadie hiciera el menor comentario. (Supongo que gestos como éste, más que una militancia concreta, influ­yeron para que se me viera como a un demonio rojo.)
Con mis amigos seguía quejándome de la estúpida ac­titud norteamericana al negarme el visado. No siempre hallaba eco. Algunas personas pensaron que yo hacía mal al comentar el punto, que debía sentirme culpable y que­darme callada. Ésta es una actitud argentina muy corrien­te, incomprensible para el país que me negó el visado: en Estados Unidos se sacan las cosas a luz, por desagrada­bles que sean; en la Unión Soviética se ocultan severamente, y en esto la occidental, oficialmente cristiana y pazguata Argentina se parece mucho más a la execrada Unión Soviética que al Amo del Norte, ante el cual hay que doblegarse sin chistar.
Dos semanas después vinieron a verme unas represen­tantes del Movimiento por la Paz. Una de ellas era una pintora conocida. Me dijeron que iba a realizarse un Congreso por la Paz en Sheffield y que me invitaban a parti­cipar. Acepté.
El Congreso se reunió finalmente no en Sheffield, sino en Varsovia, donde pasé unos quince días. Ni los cielos grises, ni el frío ya intenso en el mes de noviembre, ni la ciudad en escombros, ni las mujeres trabajando ruda­mente en las calles pudieron apagar, ni siquiera dismi­nuir, el llameante entusiasmo de aquel Congreso. Sentí que en los pueblos había una voluntad de paz y de vida.
De regreso, pasé por Praga. La feérica ciudad barroca me impresionó mucho menos que la destruida Varsovia. Ya en París, la delegación argentina regresó y yo me que­dé. Iba a pasar un año en Europa y en ese tiempo sólo le escribí una carta a Borges desde la Zona Dantesca de Rávena. Él apreció mucho esta referencia. Probablemente hubiera podido quedarme en Europa, pero mi madre es­taba muy enferma. Mi hermano, que se había unido a mí, y yo, decidimos volver.
Mi madre murió en 1954. Los Bioy estaban en Euro­pa, donde habían adoptado una chica. Borges vino a vi­sitarme y salimos a caminar por el primer puente de Constitución. Yo estaba abrumada por la pérdida y Bor­ges había hablado mucho con mi madre, que había intentado consolarlo de sus desdichados amores conmigo. Yo hubiera querido que él hablara de mi madre, que dijera algo sobre ella; no podía alejarme de la atmósfera en que estaba. Supongo que él intentó distraerme, pero esta vez los chismes literarios, sus ocurrencias, sus salidas, caían en el vacío. Yo no quería y no podía distraerme de mi do­lor. Cualquier intento de distraerme era sentido como un atentado contra mi intimidad.
En mi ausencia, Borges había seguido visitando a mis amigas. En algún caso logró transferir su amor por mí. Buscaba las cualidades de una mujer en otra y a veces creía encontrarlas. Algunas de estas amigas se portaron con él mejor que yo, pero no fueron recompensadas..., según ellas.
Una noche, comiendo en La Corneta del Cazador con un escritor inglés de paso, éste preguntó a Borges si Delfina Mitre, la Mística Práctica, escribía poesía. Borges, como defendiéndose de una agresión, contestó: «No! She is poetry» («No, ella es poesía»). Aunque se prescindía del hecho de que Delfina escribía poemas muy bonitos en in­glés, ella quedó halagada con la definición.


En 1955 cayó Perón. En aquel fin de invierno hubo mucha euforia en las calles céntricas de Buenos Aires. Después de unos días tormentosos, que Borges en un poe­ma habría de definir ampulosamente como «las épicas lluvias de septiembre», salió un radiante sol de primave­ra y la parte pensante, pudiente, los estudiantes, la Igle­sia (en ese momento contraria a Perón, que había hecho pasar una ley instituyendo una gran ciudad jardín dedi­cada a la prostitución, con jubilaciones para las meretri­ces y otros adelantos; también había hecho aprobar una ley de divorcio), salieron a manifestar. En la plaza de Ma­yo flameaban las banderas argentinas y grupos de uru­guayos -el Uruguay había proclamado el triunfo de la su­blevación por sus radios- blandían las banderas de su país, tan orgulloso de su constante, aunque endeble, de­mocracia.
El tiempo acompañaba la luz que se había hecho en las almas. La gente cantaba en las calles, los estudiantes entonaban lemas y todos tuvimos la sensación, cuando el general Lonardi pronunció desde la casa de gobierno su célebre frase, «Ni vencedores ni vencidos», que la Argen­tina volvía a ser el país que siempre debió haber sido, un país culto, democrático, que podía desempeñar un papel preponderante en el mundo por su riqueza y sus méritos. «Al cabo de doce años, Perón se fue a los caños», canta­ban los adolescentes, aludiendo al hecho de que Perón se había refugiado con cierta premura en una cañonera pa­raguaya.
La Argentina emergía de aquella ruidosa pesadilla de­magógica. En esos días de exaltación nadie pudo adivi­nar que se iniciaba la época más tenebrosa en toda la historia del país. Los «vencedores» no se limitaron a ser vencedores, sino que quisieron vengarse de los «venci­dos». Éstos a su vez, conscientes de ser más numerosos, entorpecieron los proyectos de los vencedores. A los dos meses de gobierno, el general Lonardi, tras un golpe pa­laciego, tuvo que renunciar. Lonardi era hombre de los poderosos grupos clericales, muy agradable personal­mente y con tendencias nacionalistas, lo cual sin duda lo volvía más simpático a las clases populares. El hombre que lo sustituyó, el general Pedro Aramburu, era un libe­ral que quince años después habría de pagar con una muerte atroz el haberse atrevido a sustituir a Perón.
De todos modos, las clases bien pensantes estaban eufó­ricas y creían que en pocos meses la casa se pondría en or­den. El gobierno convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente, un medio para tantear el estado de ánimo del pueblo. Por supuesto, el partido peronista quedó exclui­do de las urnas y Perón dio la orden de votar en blanco.
Los primeros cómputos llamaron a la realidad: los vo­tos en blanco, la «nevada», como la llamó el pueblo, do­blaron fácilmente al partido más votado. Y esto sólo en la capital. La cosa estaba clara. Si la democracia era lo que debía ser la democracia -un gobierno para el pueblo elegido por el pueblo-, los supuestos demócratas estaban en falta y se convertían, de hecho, en totalitarios, Borges, este «hombre de sentencias, de libros y de cánones», se unió a los grupos que seguían creyendo que había que imponer la democracia a sangre y fuego.
Por ese entonces Borges se sometió a una operación en los ojos que lo dejó sin poder leer y viendo con dificul­tad las caras de las personas que tenía enfrente. Esto, el hecho de haber sido traducido con clamoroso éxito en el extranjero y algunos traspiés sentimentales, lo acercaron a su madre. La Revolución Libertadora -como se autotituló el golpe de Estado militar que derrocó a Perón- lo nombró director de la Biblioteca Nacional.
Él estaba encantado con el cargo, aunque práctica­mente no hizo nada por la Biblioteca. No tenía la menor idea de lo que era una organización administrativa y su vista no le permitía trabajar. De todas maneras, se sentía honrado por suceder en el cargo a Groussac y a Lugones.
La Revolución Libertadora, que debió habernos acer­cado, nos alejó. Yo me acerqué a la izquierda, una iz­quierda que, a decir verdad, sobrenadaba sobre la reali­dad del país. En ese momento pensé que no había solución para la Argentina si las masas peronistas no eran integradas. La alternativa, fatalmente, era la violencia mi­litar. Borges se plegó a los puntos de vista de su madre. Es decir, quería una Argentina como la de 1910, y se ne­gó a ver que esto ya no era posible.
Entre tanto, vertiginosamente, los honores empezaron a llover sobre él. Su fama crecía sin cesar. Dictó cursos de inglés antiguo en la Universidad de Buenos Aires. A esos cursos asistía una muchachita llamada María Kodama, hija de un japonés y una uruguaya.
De todos modos, Borges solía venir a casa. Incluso, por unas breves semanas, hubo como un resurgimiento de la antica fiamma. En uno de esos encuentros me dijo que fi­nalmente había logrado tener relaciones sexuales com­pletas con una mujer, una bailarina muy bonita, aunque no era inteligente ni del medio social en que a él le gustaba moverse. La relación, al parecer, no tuvo mayor tras­cendencia, aunque el nombre de ella figura en alguna de las dedicatorias. Se refería a ella con cierto recato y un dejo de vergüenza.
Ella no formaba parte del grupo de sus amigos y esto facilitó tal vez las cosas. Asimismo, su falta de inteligen­cia tal vez le quitara a él inhibiciones. La historia fue una especie de salto en el vacío. En los veintitantos años si­guientes no volvió a nombrarla.
Poco después me dijo que estaba enamorado de otra mujer, ésta sí vinculada a los medios literarios. Con ella hizo un viaje a Chile. Afirmaba estar muy enamorado de esta mujer, pero ella se casó con otro poco después.
Él guardaba rencor a las mujeres de quienes había es­tado enamorado o creído estarlo cuando se casaban. No podía perdonarlas. Se hubiera dicho que esas mujeres tenían que estar esperando, en un gineceo imaginario, que él las eligiera. Yo no fui excepción. Más que la política, me alejó de él el hecho de haberme casado.
Una vez Borges me llamó por teléfono y le noté la voz confundida. Me dijo: «He marcado tu número por error, inconscientemente. Quería llamar a otra persona. Eso quiere decir que deseo verte».
Nos citamos en la confitería St. James, en Córdoba y Maipú, a dos cuadras de su casa, porque sus problemas visuales ya no le permitían alejarse.
Le conté que un curioso personaje, un francés que de­cía haber estado en la Resistencia, había intentado robar­me el manuscrito de El Aleph. El francés, Jean de Milleret, se había presentado en casa de mi hermano una tarde, diciendo que quería hablar conmigo de Borges, pues estaba preparando un libro sobre él. Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos años, rubio, de an­teojos. Trajo unos bombones y nunca terminaba de des­pedirse. Había en su persistencia una especie de pregunta que no se formulaba, una oscura insinuación sexual, como la de esos hombres que siguen a una mujer en la calle, a cierta distancia, y empiezan a inquietar.
Jean de Milleret volvió una segunda vez, me tomó unas fotos y trajo de nuevo bombones (que no me gustan). Quería que le contara cosas sobre Borges. Creo que suponía que me había acostado con Georgie y esto le exci­taba. Imprudentemente, cometí el error de decirle que guardaba el original de El Aleph en un cajón del escrito­rio. Milleret solicitó verlo y me preguntó si podía tenerlo dos o tres días: deseaba analizar la extraña letra de Bor­ges. Le entregué el manuscrito.
Milleret no tenía teléfono. Pero me había dejado su di­rección la primera vez que vino. Pasaron unas semanas sin que diera señales de vida. Finalmente le conté a mi marido lo que había pasado. Él se las arregló para reco­brar el manuscrito, y hasta el día de hoy no sé cómo lo hizo.
También Borges tenía algo que contarme sobre Mille­ret. Éste, que pretendía haber sido herido en la guerra en una pierna, usaba un bastón. Borges me contó que Mille­ret había extraído un estoque o una daga de ese bastón (no pudo ver qué era) y, como en broma, lo había apun­tado e incluso pinchado. Esto le había parecido bastante raro a Georgie.
Jean de Milleret publicó un año después un libro de conversaciones con él -Entretiens avec J. L. Borges- que pasó sin pena ni gloria.
No terminaron aquí las desventuras con El Aleph.
Un crítico uruguayo, que iba a escribir un libro mal informado y farragoso sobre Borges, vino a verme y me pidió que le prestara el manuscrito de El Aleph, según él, para ver la «escritura» de Borges. Escarmentada por lo que me había ocurrido con Milleret, le di unas foto­copias del principio y del fin del cuento. Esas fotocopias fueron publicadas en revistas universitarias de Estados Unidos.
Le conté todo esto a Georgie y le dije: «Pienso vender el manuscrito cuando estés muerto, Georgie». Él lanzó una carcajada y dijo: «Caramba, ¡si yo fuera un perfecto caballero iría ahora mismo al cuarto de caballeros y, al cabo de unos segundos, se oiría un disparo!». El Aleph lo vendí de todos modos, pero cuando él estaba en vida.
El incidente de Milleret nos llevó a hablar de The Aspern Papers, la novela breve de Henry James que descri­be el interés de un joven, admirador del escritor Aspern, al enterarse de la existencia de una solterona vieja que ha guardado cartas inéditas del escritor. El joven está dis­puesto a hacer cualquier cosa por conseguirlas: incluso hace la corte a la anciana dama. En broma le dije: «Algún día yo voy a ser como esa anciana dama».
(Como se ve, cumplo con lo anunciado.)


A partir de 1961, los viajes a distintos lugares del mun­do se repitieron sin pausa. Los diarios publicaron una fo­tografía de Borges y su madre en Houston, Texas. Leonor Acevedo, entonces de unos ochenta y cinco años, se man­tiene erguida y desafiante a un costado; Georgie, de se­senta y dos años, se apoya en un bastón, pero tiene la cabeza muy echada hacia atrás, como consciente de su im­portancia.
Las facciones de Borges sufren un cambio a partir de esos días. La cara gorda, informe, se va marcando, la na­riz se afila, la cabeza se yergue aún más y desaparece la mueca del ciego que tuerce la cara para fijar una imagen. Se instala una especie de serenidad y los ojos parecen dis­tinguir algo entre sus brumas. Es verdad que uno de los párpados cae ominosamente, pero la serenidad se va acentuando con el tiempo. Empieza a enflaquecer y la fi­gura se estiliza. Quince o veinte años después iba a lograr una total espiritualización del físico, una apariencia as­cética, como de sacerdote budista.
El cambio físico se inicia a partir de ese viaje a Esta­dos Unidos. Él mismo iba a comentarme esto varias ve­ces, enterado tal vez de mi afición por los cuerpos ma­gros: «¡Caramba, yo era una persona muy desagradable! ¡Era obeso!». Me enteré más tarde que, en Estados Uni­dos, en todas las partes en que había hablado la capaci­dad de las salas había sido colmada y hubo que habilitar anexos. Grupos entusiastas lo habían seguido a la salida como si fuera una estrella de cine.
Los estudiantes norteamericanos, aunque él se queja­ba de su ignorancia, lo irritaban menos que los jóvenes politizados de su país.


El éxito dio aplomo a Borges. Iba a ser más benévolo, más feliz. Sus bruscos zarpazos de tigre se espaciaron. Después de tantos «prodigios», como su Ulises, estaba al fin en Ítaca, no «verde y humilde», sino dorada y esplen­dorosa.
Desorientado, un poco mareado, sin saber muy bien lo que le pasaba, pero ya afirmando sus patas, el tigre esta­ba en libertad.
Borges, un hombre muy desprendido en asuntos de di­nero, lo tenía ahora y podía gastarlo sin limitación, aun­que sus gustos seguían siendo muy sobrios. A medida que se le hacía incómodo salir a la calle, no sólo por sus pro­blemas visuales, sino por culpa de la gente que quería be­sarlo, tocarlo, estrujarlo, pedirle que escribiera un garabato, etc., tomó la costumbre por las mañanas de dar audiencia en su casa, como el personaje que era. Ni a él ni a doña Leonor (sea dicho en su honor) se les ocurrió mudarse a una casa más de acuerdo con esa celebridad que seguía creciendo. Tenían ahora los medios para ha­cerlo, pero la ostentación no atraía ni al hijo ni a la ma­dre. Georgie llegó a decir una vez a un periodista extran­jero, sorprendido por la modestia de la casa, que el lujo le parecía «guarango».
En cuanto a doña Leonor, fue para ella una culmina­ción el día en que la imponente Victoria Ocampo (quien, como una reina, no visitaba ni siquiera a sus más íntimos amigos) entró en la salita. Del acontecimiento se toma­ron numerosas fotos que aparecieron varias veces en los diarios, dando la sensación ilusoria de que Borges y Victoria eran muy amigos. En las fotos Borges aparece sen­tado, las manos apoyadas en el bastón, con aire entre has­tiado y distante; Victoria tiene una actitud solícita; los ojos de Leonor Acevedo brillan como dos carbunclos: se le rendía al fin la pleitesía que ella siempre creyó mere­cer. El lugar más importante de la plaza San Martín no era el enorme Palacio Paz, convertido en Círculo Militar, ni el Palacio Anchorena, convertido en Ministerio de Re­laciones Exteriores, ni el suntuoso Plaza Hotel. El centro de esa plaza se había desplazado unos cincuenta metros: estaba en el sexto piso de Maipú 994. Desde aquí doña Leonor iba a asumir, dirigir y disfrutar la gloria de su hi­jo. Ella creía ser el principal artífice de esa gloria. Y tal vez no se equivocaba.


La leyenda ha hecho de Borges un erudito insondable, conocedor de todas las literaturas, lector de todos los li­bros. Borges conocía a fondo la poesía inglesa y algunos prosistas ingleses; le interesaba la Biblia y la religión ju­día; no desdeñaba la musulmana. La religión cristiana lo dejaba frío y era más bien hostil al catolicismo, aunque veía con simpatía el estilo de vida de los protestantes; el hinduismo y el budismo le interesaron de pasada y nun­ca les dedicó su tiempo.
En literatura sus gustos iban por el lado de lo insólito, lo raro, lo escondido. Sus preferencias no siempre toma­ban en cuenta lo específicamente literario o el sentido profundo de una obra. Nunca ha habido un crítico más arbitrario. Había decretado que Joseph Conrad era el pri­mer novelista del mundo, pero reconocía al mismo tiem­po que no era lector de novelas. Algunos relatos largos (nouvelles) de Conrad lo habían divertido y eso bastaba. Todos los grandes novelistas ingleses, con excepción de Stevenson (cuyo valor él magnificaba), quedaban relega­dos frente a esta preferencia. Dos relatos largos de Conrad -Heart of darkness y The end of the tether (El corazón de la oscuridad y El fin de la amarra)- le habían llamado la atención. Lo conmovía el abismo en que había caído el personaje principal del primer relato, que ha practicado la antropofagia y debe ocultarlo a la mujer que lo espera. En el segundo lo emocionaba el capitán ciego que con­ducía su barcaza por los estuarios laberínticos de un río asiático, aferrado al timón y siguiendo las indicaciones de un grumete nativo.
En la literatura francesa prefería, por ejemplo, Bouvard y Pécuchet a Madame Bovary. Había tenido un entu­siasmo por Léon Bloy, pero apenas prestaba atención a la pléyade de narradores franceses del siglo XIX y prin­cipios del XX.
La literatura italiana empezaba y terminaba en Dante, lo cual es un buen comienzo, pero es un fin bastante pre­cipitado.
La literatura española tenía su máximo representante en Quevedo, que influyó poderosamente (ante todo con sus sonetos) en los poemas de su madurez. Al lado de Quevedo los otros grandes nombres parecían nivelados y sólo se reconcilió con Cervantes en su edad madura, co­mo él mismo lo ha dicho. Entre los españoles contempo­ráneos manifestó admiración e incluso simpatía por Mi­guel de Unamuno y Cansinos Assens. Federico García Lorca y su poesía suscitaban en él una animosidad casi personal y solía burlarse sangrientamente de Ortega y Gasset. Había una frase de La rebelión de las masas que provocaba en él una hilaridad convulsiva. Atosigado, la repetía de memoria: «Me dijo cierta damita en flor, estre­lla de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia ma­drileña...».
La literatura alemana se reducía para él a Schopenhauer, Heine y a alguno que otro romántico (Jean Paul, Tieck, Novalis); el resto era borrado, Goethe incluido.
Al parecer, la literatura rusa no tenía nada que decir­le. De Pushkin y Gógol a Chéjov, pasando por Tolstoi y Dostoievski, sólo se salvaba un cuento breve de Pushkin: La dama de pica.
A pesar de estas limitaciones pasaba por ser un lector universal, y lo era. Entre los modernos ingleses veneraba al gran trío. Chesterton, Shaw y Wells. Pero más de una vez lo oí atacar con saña a Virginia Woolf y D. H. Lawrence. No escatimaba las pullas a Proust y fingía ignorar la existencia de Thomas Mann.
No era un erudito. Era un hombre de gustos definidos, a veces atrabiliario, siempre original. En los tiempos de que estoy hablando se desarrolló en él una intensa afición por la llamada «literatura» anglosajona, o sea los textos que narran las riñas, choques armados, escaramuzas y desafíos entre las tribus que poblaban las islas Británicas en los primeros siglos de la Edad Media. El origen de es­ta inusitada pasión era la metáfora de «los seis pies de tie­rra inglesa», siempre citada por él, y que designa la se­pultura que obtendrá el extranjero que se ha atrevido a desafiar a un rey anglo. Y lo embelesaba el relato de las desventuras de Edith Cuello de Cisne, que busca a su amante entre los cadáveres tendidos en un campo de batalla y lo reconoce por la cicatriz de la mordedura que ella le ha hecho en el pescuezo en medio de los transportes de una noche de amor.
No había ningún personaje llamativo, ninguna Edith Cuello de Cisne, en los textos anglosajones que Borges em­pezó a estudiar y enseñar en la década de los sesenta. En general, lo que se narra es el desafío de un jefe de tribu a otro, la respuesta de éste y la consiguiente batalla. A veces es una sepultura la que habla, contando las hazañas del hé­roe allí enterrado. Los personajes son difícilmente recono­cibles. No hay un argumento claro; no siempre sabemos cuál es el motivo del combate. El inglés antiguo en que es­tán escritos estos textos es un idioma gutural, pedregoso, que raspa las gargantas de quienes tratan de pronunciar­lo. No existe la rima, sino la aliteración. Lo que se cuenta es breve, preciso y, en general, cruel. Imaginamos hombres grandes, de barbas y melenas rubias, con cascos adorna­dos con cuernos, cubiertos de pieles y blandiendo pesadas espadas. Pero esta imaginación se nutre en otras fuentes. Aquí no hay nada preciso en relación a lugares o ropas. Las historias son, en su mayoría, paganas. El cristianismo iba a cambiar los nombres de las deidades, no las antiguas costumbres. Las batallas se suceden y asistimos a encontro­nazos de grupos reducidos que no luchan por una idea, co­mo si el placer de la lucha prevaleciera sobre su motivo. El hombre pelea por pelear y tiene razón el que gana, aunque no la tenga.
Borges comentó algunas veces que había similitud en­tre estos choques ciegos en Nortumbría o Mercia y las pe­leas de compadres, gauchos matreros o cuchilleros de la mitología pampeana y rioplatense. La Ilíada abunda en esta clase de combates, pero los aqueos luchan por reco­brar a Helena o los troyanos por conservarla. Y los reyes y guerreros que intervienen están bajo la advocación de algún dios que los protege y les infunde tal o cual virtud. A Borges los combates de La Ilíada distaban de gustarle tanto como los tediosos entreveros entre jefes de tribus anglosajonas. Ni que decir que él, con su talento y origi­nalidad, volvía atractivas las clases de anglosajón. Creo improbable que algunos de sus oyentes hayan vuelto so­bre estos textos cuando él no estaba allí para infundirles el necesario dramatismo.
En todo linaje hay antepasados que se pierden (casi to­dos) y unos pocos que, por algún motivo claro o miste­rioso, influyen en un destino. La herencia manifiesta en Borges era conspicua: su abuela paterna y su madre. Su abuela era el mundo; su madre, la voluntad de arraigar­se, de ser argentino ante todo. Las dos tendencias estu­vieron siempre contrapuestas en él. Y es probable que los torpes, confusos entreveros de los anglos del siglo X y las riñas de maleantes criollos -que fascinaban a su madre- lo hayan llevado al intento de unificar en un símbolo las dos vertientes más marcadas de su ser. Él ponía pasión en esto, una pasión que tal vez explique el gusto de este literato enrarecido por las espesas aventuras de Harold, Beowulf o el rey Knut. Este interés habría sido lógico en un investigador de lenguas, en un filólogo atento a las transformaciones del lenguaje, pero Borges se sentía atraído por el valor literario (que él era el único en ver) de la balbuciente «literatura» anglosajona.
En estos años vi poco a Borges. Los supuestos gobier­nos democráticos de la Argentina, tanto el de Frondizi que, mediante artimañas, consiguió el apoyo de los pero­nistas, como el de Illia, con los peronistas vedados, ter­minaron inevitablemente en golpes militares. Yo milita­ba en el periodismo de izquierda y tenía esporádicos contactos con mis antiguos amigos. De todos modos, su­cedieron en esos años cosas -la crisis del Caribe y la rup­tura del bloque socialista, entre otras- que me hicieron comprender que las ideas políticas de izquierda eran uti­lizadas de acuerdo a los intereses nacionales de la Unión Soviética. Me sentía bastante desorientada hacia 1964-1965. Leí en el diario un día, a finales de 1965, que Bor­ges, a quien no veía desde hacía dos o tres años, iba a pre­sentar el libro de un amigo. Fui a la presentación. Al terminar, el público lo rodeó. Me abrí paso como pude y dije: «Georgie». No fue necesario añadir: «Soy Estela Canto.»
Dejó de lado a sus admiradores, me asió del brazo y me invitó a salir. Al ver las caras de la gente mi vanidad, algo maltrecha esos días, se sintió halagada.
Salimos y empezamos -cuándo no- a caminar. Él se apoyaba en mi brazo y marchaba como si viera, como en sus buenos tiempos. Yo me puse a hablarle de mis frustradoras experiencias con el comunismo argentino. Es­to era una novedad. Nunca había hablado con él de po­lítica, salvo de aquello en que estábamos enteramente de acuerdo: el peronismo, el nazismo, etcétera. Él me escu­chaba, atento, sin hacer preguntas. Marchamos unas veinte cuadras y entramos al Richmond de Florida. Mientras traían mi whisky con hielo y el vaso de leche para él, Georgie se levantó, como siempre, y se dirigió al teléfono. Volvió con aire nervioso; cinco minutos des­pués me pidió que lo acompañara hasta su casa. Al lle­gar a la confitería St. James, a dos cuadras de su casa, me propuso que entráramos. Así lo hizo. Pedimos el whisky y la leche. Mientras esperábamos, él se levantó a telefonear. Unos siete minutos después se abrió una de las puertas de la St. James y entró una señora menuda, de pelo blanco desmelenado, en batón, que se precipitó sobre nuestra mesa.
Al llegar vociferó: «¡Georgie: te están esperando!»
Él se puso colorado, después palideció y tartamudeó: «Madre: aquí está Estela Canto». Doña Leonor me golpeó el hombro -podía pasar por una palmada- y me dijo: «¿Cómo estás? ¡Vamos, Georgie!».
Él llamó al mozo, pagó la cuenta y doña Leonor salió, se­guida por su hijo, que apenas alcanzó a despedirse de mí.
Quedé sola en la confitería un rato: aún no había ter­minado mi whisky.
A la mañana siguiente, Borges me llamó a casa de mi hermano. Nos vimos y me dijo que su madre estaba muy nerviosa, que tenía arterioesclerosis y que si alguna vez lo llamaba por teléfono lo hiciera a la Biblioteca Nacio­nal. Precaución inútil, puesto que yo nunca lo llamaba a su casa.
Sin embargo, a partir de ese momento -diciembre de 1965- empezó a llamarme constantemente. Yo no dispo­nía ahora de las noches; pero nos veíamos de mañana o de tarde.


Buenos Aires seguía presa de sus fiebres políticas. Yo es­taba en una situación difícil. Después de haberme alejado de mis amigos liberales y conservadores, que me aprecia­ban literariamente, me veía ahora abandonada por los de la izquierda ortodoxa, que nunca me habían apreciado y para quienes, al haber perdido el «glamour» de mis con­tactos con la oligarquía, yo ya no era utilizable.
También se habían producido cambios en la vida de Borges. Él ya era una figura mundial. Sus compatriotas lo habían aceptado, no por haberlo leído o entendido, si­no porque Europa y Estados Unidos lo consideraban un gran escritor. Quizás nunca haya sido más clara nuestra pusilanimidad que en este caso: el argentino admiraba ya a Borges, pero para asumirlo tuvo que llegarle con una etiqueta extranjera.
Estos cambios se reflejaban en la actitud de él y en la de la gente. Pasear por Florida, yendo de Corrientes a pla­za San Martín, del brazo de Borges era como desfilar por la pasarela de un teatro de revistas. La gente se apartaba con aire de veneración y poniendo cara de circunstancias; se oían cuchicheos; algunos transeúntes lo señalaban con el dedo; otros lo seguían dos o tres cuadras sin atreverse a abordarlo. Era como pasear hoy con Diego Maradona o Julio Iglesias. En Florida, tal vez por esa condición de escenario que siempre ha tenido, la gente no osaba ha­blarle. Pero en las calles laterales le metían un lápiz en la mano para que trazara un garabato en un pedazo de pa­pel encontrado de apuro; algunas jovencitas pedían permiso para besarlo y, antes de que llegara, actuaban abriéndose camino a codazos. (Lo sé porque los he reci­bido.) Él, que todavía disfrutaba de sus caminatas, pre­fería barrios más alejados, donde su presencia no era tan conspicua. Pero aceptaba esta admiración espontánea, que tanto había anhelado. Él, que por pudor y humoris­mo disminuía sus méritos literarios, gozaba con el cáli­do reconocimiento de este público indistinto.
Esto ocurría justamente cuando la gente se conmovía ante su ceguera, con esa peculiar ternura que inspiran las desdichas de los grandes y los poderosos. Lo cierto es que ya no volvió a ser desdichado.
Sus enemigos estaban bastante apabullados. Un gru­po nacionalista encabezado por Arturo Jauretche, escri­tor que lo conocía de los tiempos de Florida y Boedo, y que era un hombre de talento, limitado por sus pasiones políticas, se estableció frente a la Biblioteca Nacional.
Todo el tiempo, unos altavoces emitían marchas y vo­ciferaban consignas destinadas a amedrentar a Borges. El director de la Biblioteca Nacional nunca se amedren­tó. No pidió custodia para la Biblioteca ni dejó de entrar y salir a las horas acostumbradas, solo y tanteando con su bastón. Como si aquella bulla no tuviera nada que ver con él.
También entre los estudiantes de Filosofía y Letras hu­bo un conato de resistencia a lo que él representaba.
Según él, la ignorancia literaria solía disfrazarse con ampulosas disquisiciones políticas y sociológicas. Una vez, cuando tomaba exámenes en la Facultad, a una alumna le tocó hablar de Shakespeare. La alumna se refirió a las tensiones sociales en la Inglaterra isabelina, al desprecio que tenían las clases dirigentes de entonces por actores, comediógrafos y poetas.
Aunque esto podía ser una introducción al tema dado, Borges la interrumpió, recordándole que estaba dando un examen de literatura y debía ceñirse a la obra literaria de Shakespeare. La muchacha guardó silencio. Él, tra­tando de ayudarla, le preguntó: «¿No ha oído hablar de Romeo y Julieta, de Hamlet?»
La muchacha contestó que sí, pero que esas historias no tenían el más mínimo interés. Lo fundamental era la situación de la lucha de clases en la Inglaterra isabelina.
La alumna no aprobó el examen.
Conozco esta anécdota a través de la versión de Bor­ges. Él creía en la ingenuidad de la alumna. Sin embar­go, no es imposible que la escena haya sido preparada. Acaso la alumna no tuviera interés en aprobar, sino en pescar a Borges en franco delito de reaccionarismo.
En realidad se produjo el choque entre dos puntos de vista que no tenían por qué estar en total desacuerdo, pe­ro que las pasiones del momento llevaron a un enfrentamiento.
Para Borges el medio social de un escritor poco o na­da tenía que ver con su obra; y si lo tenía era un dato que no le interesaba; en todo caso, él no quería que tuviera que ver. Para la alumna, la obra literaria sólo existía co­mo reflejo de ciertas realidades sociales.
Es probable que, si ahondáramos el tema, nos encon­tráramos con que los dos tenían razón y falta de razón, y que el diablo de la pasión política había metido la cola.


Él se interesó entonces, e iba a interesarse hasta el fin de sus días, en las literaturas nórdicas y anglosajonas.
Un día me preguntó tímidamente si me gustaría estu­diar el anglosajón. El tema no me atraía, pero le dije que sí. Tratado por él, cualquier tema era interesante, inclu­so el anglosajón. Y nunca me ha molestado la idea de aprender algo.
Para él, el alumno era un pretexto: se enseñaba a sí mismo y descubría metáforas inesperadas en aquel «idioma del alba», como lo llamó alguna vez. Para el alumno era la posibilidad de intimar con el pensamien­to de este hombre original. De estar junto a las fuentes de su inspiración. El anglosajón podía no interesar: Borges, interesado en el desafío de un guerrero a otro gue­rrero, descubría valores éticos en alguna fórmula que, sin él, habría parecido opaca. Valorizaba, recreaba, y el alumno asistía al surgimiento de nuevos sentidos en un texto indiferente.
Las primeras clases las dimos en la confitería St. Ja­mes y en la Biblioteca Nacional. Así transcurrió todo el verano. Una vez me preguntó si mi hermano no se inte­resaría en estudiar esta lengua. Consulté, obtuve una res­puesta afirmativa y Borges empezó a ir a casa de mi her­mano a dar sus clases. (Daba clases a un grupo de alumnos en su casa, pero, en nuestro caso, prefería dar las clases en la St. James, en Chile y Tacuarí o en la Bi­blioteca Nacional.) Dos veces, durante estas clases, sonó el teléfono. Cuando atendí, se oyó una voz perentoria: «Soy Leonor Borges. ¿Está ahí Georgie?». Lo llamé, ce­rré la puerta y esperé que terminara de hablar.
En esto estábamos cuando Borges, una tarde del oto­ño de 1966, nos dejó plantados a mi hermano y a mí: no vino a darnos la clase. Y no llamó por teléfono ni se dis­culpó en los días siguientes. Fue como si de pronto se lo hubiera tragado la tierra, o quisiera dar esa impresión.
No lo llamé; no interrogué; no averigüé. Pedir expli­caciones era obligarlo a inventar aclaraciones del hecho de su desaparición. Ese hecho era la explicación en sí. Sé reconocer los signos. Y, por supuesto, uní su desapa­rición a las dos llamadas de su madre y al día en que ha­bía aparecido, meses atrás, desmelenada y en batón, en la St. James.
Tal vez en alguna zona de su alma doña Leonor seguía creyendo que yo estaba interesada en su hijo. Yo había dado pruebas de que no era así, pero quizás esto fuera di­fícil de creer para Leonor Acevedo.
Unos meses después, en una comida, un amigo dijo de sopetón: «¿Saben ustedes que se casa Borges?». Le dije que no lo creía, ya que él no se iba a casar sin el consentimiento de doña Leonor. «Esta vez lo tiene», contestó mi amigo. «Se trata de una mujer muy distinta de todas las que ha conocido hasta ahora. Es una docente jubilada de La Plata, es viuda, tiene casi sesenta años y dos hijos ma­yores. Parece que él la ha conocido en su juventud.»
Fue la primera información que tuve sobre la señora Elsa Astete Millán. Unos meses después me enteré, por el diario, del casamiento de Borges. En una fotografía se lo veía avanzando por la nave, central de la iglesia, con la cabeza levantada, más envuelto en nubes que nunca. De la mujer que iba a su lado no recuerdo nada, ni la cara, ni el cuerpo, ni el vestido, ni el sombrero, aunque la miré con curiosidad. No había nada chocante ni llamativo en ella. Una de esas caras como se ven a centenares en autobuses, confiterías y calles, una cara que habría deso­rientado a Sherlock Holmes. Ni siquiera parecía vieja: era una mujer de edad indefinida.
Las referencias que tuve de ella por parte de las perso­nas más diversas, escritores, gente de sociedad y de ser­vicio, argentinos y extranjeros, coincidían en una cosa: la absoluta inadecuación de la señora Astete para desempe­ñar el papel de mujer de Borges. En una ocasión alguien intentó defenderla, señalando que él no podía verla. La respuesta fue: «Es verdad, no la ve, pero la oye». Otros comentaban la incapacidad de esta señora de interesar­se en nada que fuera literario. El arte empezaba y termi­naba para ella en el momento en que descolgaba una gui­tarra y cantaba un tango o un estilo.
En todo caso, Elsa Astete tenía una elevada opinión de su propio intelecto y de sus capacidades como entertainer. Esto se puede explicar. Elsa Astete había nacido y, se ha­bía criado en la ciudad de La Plata, fundada en 1882 y con­vertida en capital de la provincia de Buenos Aires. La Pla­ta, con su universidad y sus diagonales, con su importante museo paleontológico, ha sido cuna de grupos intelectua­les y de notables escritores argentinos. La Plata se ha des­tacado «literariamente», no socialmente. Los intelectuales de La Plata estaban a la altura de los de Buenos Aires; las altas esferas sociales de La Plata están formadas por personas con aspiraciones aristocráticas y maneras provincia­nas, que pierden fácilmente el rumbo. En La Plata el tono social está dado por las mujeres de los militares de altos mandos, de los miembros del Jockey Club -por lo general políticos- y de los gerentes de los bancos. Nada podía igua­lar el desprecio de las damas porteñas terratenientes por los intentos de elegancia de estas señoras, en caso de ha­berlas visto, algo que nunca ocurrió. Las damas platenses estaban rodeadas de una conspiración de silencio, el arma más poderosa en la Argentina.
Elsa Astete sintió, cuando se le ofreció este inesperado casamiento, que todas las puertas del «gran mundo» se abrían ante ella. Es más, creyó que se le abrían por mé­rito propio. ¿Acaso no había triunfado donde tantas otras habían fracasado?
En contra de lo que podría suponerse, su actitud no fue de aprobación ante lo que no entendía, sino que se puso en rival de su marido. Una amiga norteamericana me escribió una carta contándome la consternación ge­neral que sobrevino en una reunión en que se esperaba oír a Borges. La señora Borges había desenfundado una guitarra y se había puesto a cantar. La voz no era excep­cional, la interpretación tampoco y nadie entendía la le­tra de las canciones. Mi amiga terminaba la descripción con estas palabras: «She is plain and dowdy» («Es insig­nificante y de aspecto doméstico»).
Al parecer, las relaciones entre ellos fueron malas des­de el principio.
Aquí entramos en el terreno de la conjetura. Aunque él había logrado tener relaciones físicas con una o dos mujeres, se me ocurre que, en este caso, el carácter de la se­ñora Borges debe de haber dificultado las cosas. Ella es­peraba un matrimonio normal y ha de haber quedado hu­millada y defraudada. Lo cual explicaría en parte su actitud competitiva.
En todo caso, el malestar entre ellos aumentaba y llegó, al parecer, a la agresión material en Massachusetts. La se­ñora Borges habría abofeteado a su marido, que salió a la calle y fue encontrado dos horas después, sentado en el banco de un parque, mojado por la lluvia y muy agitado.
Cuentan que tuvo que recurrir a una estratagema cuando finalmente quiso separarse de su cónyuge. Espe­ró un momento en que ella había salido, llamó por teléfono a su traductor al inglés, Norman Di Giovanni; entre los dos eligieron los libros favoritos de Borges, alguna ro­pa, metieron todo en valijas, tomaron un taxi y no se refugiaron en Maipú 994, donde seguía viviendo doña Leo­nor, sino que fueron al aeroparque y subieron a un avión con destino a la provincia de Córdoba. Desde allí, bien es­condido y con asesoramiento legal, Borges inició el trá­mite de separación.
El apartamento de la calle Belgrano, donde vivían, quedó en poder de Elsa Astete, que recibió también una buena indemnización. A partir de ese momento ella desapareció de la vida de Borges y todas las tentativas de los periodistas por sacarle alguna declaración o comen­tario han sido, hasta ahora, vanas. El mismo vigor que Elsa Astete había puesto en participar de la vida de Bor­ges, y en dirigirla, la puso ahora en borrarse, como si la envolviera una cortina de vergüenza.
El casamiento de Borges es, objetivamente, un miste­rio. Mucho más que si se hubiera llevado a cabo en secre­to y no con toda la prensa desplegada y sus flashes.
Entramos de nuevo en terreno conjetural. La conjetu­ra es lícita y es, en cierto modo, una imitación de su ma­nera, tan inclinada a las hipótesis.
¿Por qué este hombre de sesenta y siete años, una edad con recuerdos, pero sin porvenir, ya glorioso, con costum­bres asentadas, extravagantes, pero cómodas para él, se lanza a la aventura de un matrimonio como un joven inexperto que quiere fundar una familia y establecerse en la vida?
Es importante recordar la frase que me dijo a mí y re­pitió a otros, tres años después, cuando ya se había sepa­rado de su mujer. El escritor norteamericano Donald Ya­tes me confesó que había usado casi las mismas palabras hablando con él: «Cuando me casé yo ya sabía que la co­sa iba a ser un desastre. No tenía ganas de hacerlo. Pero me había metido en el asunto y era difícil echarse atrás».
Hay en esta frase dos cosas que llaman la atención: 1) La premonición. En todas las circunstancias impor­tantes de su vida, Borges tenía premoniciones. En El Aleph, la mujer amada, Beatriz Viterbo, ya está muerta. En el momento en que me escribía que El Aleph iba a ser el primero de una larga serie de cuentos, ya Beatriz (que iba a sacarlo del infierno) había muerto para él. 2) El so­metimiento a un destino aciago que nos destruye, pero al cual no nos oponemos. Uno arruina su vida por acatar una convención que se sabe que es disparatada y que ni siquiera afecta profundamente. La actitud de Borges al casarse repite la actitud de Dahlmann, el pro­tagonista de su cuento El Sur. Dahlmann, ese argentino «un poco voluntario», acaba de sufrir un accidente y, en consecuencia, una penosa intervención quirúrgica. Es­te accidente es idéntico al que sufrió el autor en 1939, cuando se golpeó la cabeza contra el batiente de una ventana y la herida se infectó. Dahlmann, ya recupera­do, va a una estancia del Sur. Ese Sur, unido a la liber­tad recobrada, lo lleva a la más estúpida de las muertes. En un almacén cercano a la estación, donde entra a co­mer un bocado para hacer tiempo, tres muchachones, desde una mesa, empiezan a provocarlo tirándole boli­tas de miga de pan. El bolichero, al recomendarle que se vaya, y un gaucho viejo adormilado en un rincón, que le arroja un cuchillo, precipitan la tragedia. Dahlmann, un hombre de ciudad y convaleciente, que no tiene idea de lo que es un duelo a cuchillo, acepta el desafío. Sabe que es la muerte, pero hay un mandato y ya no puede echar­se atrás.
Lo que parece implícito en este cuento es el valor de Dahlmann, que acepta la provocación. Pero si miramos las cosas de cerca, vemos que el gesto de valor le es impuesto y no responde a un coraje consciente, sino a una cobardía: el temor «al qué dirán». Dahlmann hace ofren­da de su vida por no atreverse a rechazar un duelo absurdo y perdido de antemano, por miedo a parecer cobarde.
Borges fue a un casamiento que -según él mismo di­jo- sabía que iba a ser un infierno (también lo fue para su mujer, sin duda) por no atreverse a infringir una convención. Pensó que su deber era sacrificarse.
No es difícil suponer de dónde venía ese mandato. En el cuento hay un viejo gaucho que le arroja un puñal a Dahlmann. En el casamiento, la «pampa sufrida y macha que estás en los cielos», como siempre, le impuso su vo­luntad. Y añade: «No sé si eres la muerte, sé que estás en mi pecho».
Es harto posible que doña Leonor, que en ese momen­to frisaba los noventa años, haya estado preocupada an­te la idea de dejar solo a su hijo. Acaso alarmada por la renovada amistad de su hijo conmigo, haya decidido cor­tar por lo sano. Ella necesitaba contar con una mujer apagada y manejable por los años que le quedaban de vi­da. No es difícil imaginarla hablando con algún amigo, entre los muchos que simpatizaban con ella, en busca de la candidata adecuada. Cuando la candidata resurgió de las brumas del pasado, podemos imaginar a doña Leonor diciendo: «Georgie: ¿por qué no te casas con ella?». Para Georgie esta frase era un mandato ineludible, como el cu­chillo que el viejo gaucho le tira a Dahlmann.
Pero doña Leonor se equivocó. La nueva señora Borges no era dócil y no estaba dispuesta a pasar inadvertida. El matrimonio fue causa de sufrimientos, humillaciones y pérdida de dinero. Asimismo, puso una nota grotesca en la vida de Borges.
Lo que sorprende aquí es la actitud indefensa, el some­terse atado de pies y manos a una voluntad que no es la suya, el meterse en el brete sabiendo que el mazazo le es­pera al final. Cuando debió tomar una de las decisiones más importantes en la vida de un hombre, no fue capaz de decidir por sí mismo y se doblegó ante una voluntad otra.
Esta actitud vencida de antemano en el caso de su ma­trimonio debe ser analizada si se quieren entender las se­ñales que él nos dio a través de su literatura. Su casa­miento fue un disparate total, un acto de locura que sorprende en un hombre lúcido y de edad avanzada. Es­ta actitud, pasiva y femenina, era la de las doncellas en los siglos pasados, que se casaban con quien les imponía su familia, sin atreverse a imaginar una posible rebelión. Y esto explica el gusto de Borges por un escritor muy dis­tinto a él en su prosa y sus temas: Henry James. Las mu­jeres de Henry James nunca se rebelan, sino que acatan cualquier situación, por humillante, dolorosa o absurda que sea. Es como si su valor consistiera precisamente en aguantar una situación inaguantable. También lo predis­ponía su nacionalidad a esta resignación. Borges fue a su casamiento como una doncella burguesa del siglo XIX.
Hay que decir también, en descargo de doña Leonor, que durante toda su vida él había soñado en casarse, aun­que el matrimonio se le aparecía tan lejano e inalcanza­ble como las mujeres de quienes se enamoraba. El man­dato había virado de rumbo: ahora debía casarse. Y lo hizo con una mujer que no lo excitaba y que él recorda­ba vagamente de su juventud, sin contar que los años, las costumbres, el medio social, las aspiraciones, la vida vi­vida los había ido separando. Y esto, más que las diferen­cias intelectuales en que se ha insistido, impedía toda co­municación entre Borges y Elsa Astete.
Leonor Acevedo había creído dejar a su hijo protegi­do. En su afán de buscar una mujer manejable, agrade­cida por el gran honor que se le hacía y -conditio sine qua non- una mujer de quien su hijo no estuviera enamora­do, cometió un error garrafal e hizo vivir a Borges la úni­ca aventura grotesca de su vida. Las peripecias del matri­monio de Borges se parecen a los incidentes hilarantes de una tira cómica.
El matrimonio duró poco, apenas tres años (escaso tiempo para un matrimonio argentino). Y, como en el tango, él «volvió con mamá otra vez».
Después de su desprendido y abnegado esfuerzo, con la conciencia tranquila, doña Leonor pudo comprobar que ninguna mujer era capaz de sustituirla ante su hijo. (No contaba con la infinita paciencia, la devoción y la fle­xibilidad del Japón: pero esto no lo vio y su triunfo le dio fuerzas para vivir hasta los noventa y nueve años.)


Las mujeres han sentido en algún momento que el va­lor pertenece al mundo de los hombres, que ellos desig­nan con esta palabra una actividad dura y cruel, pero que ellos aprecian. Son los hombres quienes tienen «el cuchi­llo». Ser hombre es matar, es provocar. El tierno mundo femenino debía horrorizarse ante las refriegas sangrien­tas de los hombres. Para las mujeres del tiempo de Leo­nor Acevedo ser hombre era tener la capacidad de afron­tar un duelo a cuchillo en un momento dado. Aquí culminaba la idea de la virilidad. Y no se les hubiera ocu­rrido jamás que, detrás o más allá de la fachada de los cuchilleros, pudiera haber otra forma de hombría. El hecho de que no lo pensaran revela, en las mujeres argentinas de esa generación, el profundo desprecio en que tenían al hombre como tal. Y es posible que ese desprecio de las mujeres, al ser vivido por los hombres, haya contribuido al desmoronamiento de la moral, a ese marasmo y esa fal­ta de responsabilidad que caracterizan a los hombres de estas latitudes.
En el cuento El Sur hay una concepción del valor y es­to nos lleva una vez más a indagar qué era el valor para Borges.
Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, tiene, en este sentido, cierta semejanza con El Sur de Bor­ges. No hay ningún valor en los hermanos que matan a Santiago Nazar ante la pasividad de todo el pueblo, que contempla el espectáculo. Se lo mata porque la conven­ción, en la cual nadie cree, establece que hay que matar­lo. El tema -los dos hermanos buscando a Santiago Na­zar para matarlo- le habría gustado a Borges, sobre todo por la fuerza ciega que los mueve.
En estas historias hay un desplazamiento, una defor­mación, una caricatura del valor. Los personajes de La in­trusa, el de El Sur, también los de Crónica de una muerte anunciada actúan como títeres. Es un rito que se sigue, un rito en un idioma que ya nadie entiende. Una misa va­cía. Es religión, aunque residual y pervertida.
Los hombres de La intrusa no son valientes. Uno de los hermanos, asustado por la presencia de una mujer que perturba la relación entre ellos, la mata por celos y por susto. Esos celos y ese susto se husmean en el aire de sequedad viril que se respira en el cuento. Dahlmann, en El Sur, muestra su íntimo quebrantamiento como «hom­bre» en el mismo gesto con que se somete a la represen­tación de una virilidad impuesta de afuera y no asumida desde adentro, para que «no se piense mal de él», para «no dar que hablar».
Cuando iba acompañado de sentido, el valor era recha­zado por Borges. Él sólo admitía el valor sin connotacio­nes morales, o sea, el arrojo físico.
Hagamos un intento por rastrear los orígenes de este concepto del valor.
Uno de los primeros libros de Borges joven fue Evaris­to Carriego. Evaristo Carriego era uno de los amigos que asistían a las tertulias literarias de Jorge Borges. Algunos de estos escritores, o aspirantes a escritores, se destaca­ron como periodistas. Georgie recuerda a uno solo: Eva­risto Carriego. Al leer el prólogo de este libro, «Palermo de Buenos Aires», vehemente, desbordante, barroco, adi­vinamos que detrás de la trémula atracción del autor por los compadres, está Evaristo Carriego. En todo caso, Bor­ges nos dice que debe a Carriego el haber conocido a uno de los personajes que más le han impresionado en su vi­da: Nicolás Paredes, y pasa a describirlo: «Paredes es el criollo rumboso, en entera posesión de su realidad: el pe­cho dilatado de hombría, la presencia mandona, la mele­na negra insolente, el bigote flameado, la grave voz usual que deliberadamente se afemina y arrastra en la provo­cación, el sentencioso andar, el manejo de la posible anéc­dota heroica, del dicharacho, del naipe habilidoso, del cu­chillo y la guitarra, la seguridad infinita... es el varón de los asados homéricos y del contrapunto incansable». Y más adelante: «Por Nicolás Paredes conoció Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios te libre».
Sorprende en este maestro de la adjetivación el «pecho dilatado de hombría», la «seguridad infinita» del perso­naje. El atuendo teatral que se describe no revela, por cierto, «seguridad infinita», sino el deseo de dar la sensa­ción de esa seguridad. El autor describe un personaje de sainete, pero en ningún momento parece sentir esa tea­tralidad. El disfraz usado para crear distancia y ocultar la inseguridad es visto como la veste real. Arrastrado por Carriego, el tembloroso muchacho recién desembarcado, conminado a integrarse a su bárbaro país, encontró la sa­lida en la admiración por esta virilidad hiperbólica de chambergos, melenas insolentes y asados homéricos. El mundo del hombre adulto le está vedado en todos sus pla­nos, ese mundo de duelos a cuchillo y puntual asistencia «a la casa de zaguán rosado como una niña... cielo de va­rones, no más». Él queda fuera. Y estas figuras viriles se le imponen al punto que no advierte el primum movens de todas ellas, desde el gaucho Martín Fierro y los orille­ros hasta los diez mil cornudos que matan y lloran en los tangos: una self pity ilimitada. Años más tarde, cuando se impuso el tango-canción y esta self pity era palmaria, él se tapó las orejas y abominó de Carlos Gardel para pre­servar su imagen mítica de compadres recios, con «pe­chos dilatados de hombría».
Estos personajes han dado una puñalada, han matado en un duelo criollo, han dado cuenta de una mujer, pero siempre porque ha habido un amigo que los ha traicionado, unas leyes rígidas que no los entienden o una mu­jer que ha preferido a otro hombre. Para estos varones, este último delito debe pagarse con la vida. La mujer que prefiere a otro, siempre «traiciona» y es malvada. En cambio, el hombre que la mata o que mata al amigo trai­dor es un hombre bueno, cabal, honrado, arrastrado al delito por la perfidia de los otros. Las quejas de este vir­tuoso asesino son copiosas. Martín Fierro también se queja y se considera víctima, pero éste es un aspecto que Borges no ve o prefiere no ver.
Verdad es que él decía que los tangos «modernos» (hay que entender aquí los posteriores a 1920) habían perdi­do su brío. Yo creo que ésta era una excusa que él se daba y que le hacía atender a unos pocos y determinados tangos malevos para no ver la blandura llorosa que ha ha­bido en el tango de todos los tiempos.
Borges, impulsado por Carriego y las imágenes de compadres de sainete, no advirtió lo obvio: la cobardía del personaje tanguero. Y hasta tal punto el consenso popular no quiere ver la cobardía de este personaje enternecedor, que su cuento Hombre de la esquina rosada, re­lato de un crimen solapado, es por lo general citado como una historia de malevos recios, como si nadie lo hubiera leído.
Borges quería que el tango fuera lo que el tango nun­ca ha sido: una briosa toma de posesión. Privado de su contexto social, de sus lupanares, de hombres que no tie­nen más trabajo que actuar como matones de algún po­lítico o hacerse mantener por una mujer del oficio, pierde su sentido. El tango es una protesta de la hez de la so­ciedad por una realidad social de la cual no puede y no quiere librarse. En muchos tangos, lejos de haber un de­safío, está la nostalgia de una inalcanzable vida burgue­sa. Por eso los gauchos y compadres de Borges son en ge­neral ajenos al sentir popular. Sus personajes no lloran ni se quejan. Las cosas se hacen como podrían hacerlas esos ásperos guerreros de Nortumbría que provocaban a un duelo a muerte por el placer de pelear o por «seis pies de tierra inglesa». Pero el gaucho no domina su destino, si­no que es dominado por él. Aquí el relato de la acción es anterior a la acción y la determina. Gauchos y matreros son «literarios» en la misma medida en que Napoleón no podía ser «literario» para Hölderlin: «No puede vivir y quedar en el poema: vive y queda en el mundo» (Buonaparte).


Vuelvo al relato personal. A partir de 1975, cuando em­pezó a viajar con María Kodama, lo vi con cierta regula­ridad. No tanta como hubiera deseado. Habíamos comprado una casita en Punta del Este y yo vivía ahora a medias entre el Uruguay y la Argentina.
En esa época tuve la sensación de ver a un hombre que se está librando de su vieja piel y aún no se mueve bien dentro de la nueva. Era más inesperado que nunca y se permitía ahora contradecir antiguas afirmaciones.
Contaré una anécdota que, pese a ser de los últimos días de 1985, dará una idea cabal de lo que quiero decir.
Él siempre había admirado a Leopoldo Lugones. Durante años yo había intentado infructuosamente minar su lealtad a esta figura literaria tan sobreestimada.
Él había decidido admirar a Lugones y en las Obras Completas de 1972 lo evoca con admirativa docilidad. Era una actitud canónicamente establecida. Y repetía con escandalizado asombro la contestación que le había dado una nieta de Lugones, al serle presentada, cuando él, con encomiástica coquetería, le había dicho: «¿De modo que usted es nieta de Lugones?» Y había recibido esta res­puesta poco amena: «¡Sí! ¡Y la hija del torturador!»*.


Él pensaba probablemente que yo estaba cegada por mis ideas políticas -Lugones había sido un hombre de ex­trema derecha, un admirador de Hitler y Mussolini, un nacionalista ultracatólico, un militarista-. Borges tenía ideas hechas sobre el valor literario de este poeta, cono­cía versos de memoria y no tenía intenciones de cambiar de opinión. En una ocasión me había citado un verso que le gustaba especialmente: «Una suave tristeza de dejarte me hizo saber que te quería.»
Yo había protestado. No podía haber ninguna «suave tristeza» cuando se descubre el amor. Sólo exaltación o angustia. «Suave tristeza» se puede sentir al separarse de un amigo; el amor avasalla.
Una noche de noviembre de 1985 -una de las últimas veces que lo vi- fuimos a comer al hotel Dora, a pocos metros de su casa. Yo había llevado conmigo el Lunario sentimental de Lugones. «Durante muchos años», le dije, «he querido comentar estos poemas contigo». Leí unos cuantos poemas al azar.
Borges se ruborizó, se movió incómodo en su asiento; finalmente dijo: «Sí, es cierto, son horribles. Vamos, lee otros». Leí otros. La impresión se confirmó.
Cuando salimos del restaurante dijo algo que yo ya le había oído varias veces, pero con una nueva entonación: «¡Pensar que la gente de mi generación creía que escribir bien era escribir como Lugones!». Esta vez la frase sona­ba como una excusa. Y añadió, reflexivamente: «¿Sabes una cosa, Estela? En esos versos no hay una sola percep­ción real. Está buscando la rima, el efecto, y eso es todo. Ahí no hay nada sentido, vivido».
Me pregunto si se refería sólo a Lugones, si no pensaba también en algunos escritos suyos que ya no le gustaban.
También me dijo una vez que la casa de unos amigos tenía algo uncanny; no lo sentía en las personas que vi­vían en esa casa, pero sí en las tensiones que se habían suscitado entre ellas.
A tientas, trataba de emerger de su mundo acostum­brado. Lo había conmovido volar sobre el polo Norte en un viaje París-Tokio. Mientras esperaba en el aeropuerto le habían tomado, al parecer, unas fotografías y le habían endilgado unas declaraciones hechas tres años antes que habían producido muy mal efecto en Buenos Aires.
Borges llamaba a su ama de llaves, Fanny, que corroboraba la historia: «Esas declaraciones son falsas, señor Borges, como son falsas las fotografías. Usted aparece ahí con el bastón egipcio, cuando el que llevó en ese viaje era el cayado irlandés». Fanny daba también otros informes sobre los datos falsos de los periodistas y hasta de los escritores que visitaban a Borges: la casa estaba exactamen­te como la había dejado doña Leonor y nunca había ha­bido sobre la cama de ella un batón lila, «como inventó el señor Vargas Llosa en un artículo».
Como participando del desprendimiento general, Bep­po, el gato blanco, había muerto. Beppo era el gato de Fanny, pero Borges se había encariñado con él y lo había hecho suyo. Acariciaba interminablemente la piel sedo­sa mientras respondía a las preguntas, inteligentes o ton­tas, de sus diarios visitantes. Quería a Beppo y creo que sus manos echaron de menos la piel del animal.
En esos últimos meses, todo en Borges tendía a la li­bertad. Él, tan atado a los mandatos, se daba cuenta de que nada lo apremiaba y que podía elegir. Era algo así como esa salida del infierno que tanto había preocupado en su edad madura; ahora veía por delante la paz melancó­lica y el fulgor de esos ángeles que cruzan a veces el cie­lo del purgatorio. Quería librarse de las últimas adheren­cias. Su deseo de libertad era tal que a veces partía a Europa en secreto, sin despedirse de sus amigos.
Los objetos, las personas que habían formado parte de su vida, se alejaban. Él los sentía «de más». Hasta la leal Fanny, legada por su madre, ama de llaves y en parte secretaria eficiente, en parte enfermera, empezaba a for­mar parte de eso que él sentía como el pasado. Fanny no era una atadura, sino una necesidad, pero su subcons­ciente tal vez la sentía como atadura.
Siempre me ha preocupado el destino de esas mujeres que sirven fielmente, durante treinta o cuarenta años, en una casa y que, cuando ésta se deshace, quedan, en el me­jor de los casos, con una magra pensión que les permite vivir con los parientes que quieran recibirlas. Es verdad que, en la Argentina, se les hace el honor de incluir su nombre en los avisos fúnebres.
Creo que lo natural habría sido que Georgie le dejara ese apartamento que, pese a sus dimensiones, podía ser una especie de pequeño museo de Borges. Le dije una vez: «¿No hay algún manuscrito que le puedas dejar a Fanny?». Me contestó con el tono rápido y evasivo con que solía contestar las preguntas molestas: «No, no, no hay absolutamente nada». Insistí. «¿Cómo, cómo es po­sible? Tu madre era muy cuidadosa. ¿Cómo ha dejado ti­rar así tus escritos?» «Bueno..., así es..., así es.» Y no se habló más del asunto.
Pero quedaban «cosas», como se vio cuando personas allegadas vendieron papeles de él en la casa Sotheby's de Nueva York, donde yo misma había vendido en mayo de 1985 el manuscrito de El Aleph.
La actitud de Borges con Fanny fue egoísta e irreflexi­va. Fue un descuido de este hombre cuidadoso en otros planos. Pero Fanny era el recuerdo de un mundo que que­ría dejar atrás.
Una vez habíamos hablado de la felicidad. Él me ha­bía dicho que no pasaba un solo día sin tener por lo me­nos un momento de felicidad. Y yo le había contestado: «Entonces eres un hombre feliz, Georgie». Y me pregun­té si la felicidad a la que se refería no tenía nombre y ape­llido, el nombre y apellido de María Kodama.
Él había creído perder la felicidad. En la segunda par­te del poema 1964 hay una alusión a mí. Dice: «Ya no se­ré feliz» y habla de la puerta de una esquina del Barrio Sur a la que vuelve incesantemente:

Sólo me queda el goce de estar triste.
Esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

En el intervalo se había enamorado de otras mujeres. Conmigo él había creído posible la felicidad del amor rea­lizado. Ahora la felicidad de que hablaba era otra. Una fe­licidad más apropiada a su naturaleza profunda.


Finalmente se produjo el encuentro. Una tarde en que yo me demoraba, llegó María Kodama.
Era un ser con escaso elemento terrestre, casi carecía de lo que los hindúes llaman tamas. Elusivo y algo fan­tasmal. Me llamó la atención que se trataran de «usted». El trato de ella era reverencial, como si no hubiera entre ellos la intimidad que uno imaginaba debía existir des­pués de tantos años y viajes juntos. De alguna manera no eran amigos: se mantenía entre ellos la distancia entre el Bardo Profético y la Discípula Reverente. En él había una nueva serenidad, como nunca la había tenido conmigo u otras mujeres que lo atrajeron.
Él, siempre tenso, estaba cómodo.
Hablaron de los pormenores de un viaje inminente: bancos, cambios, pasajes, traveller-cheques, etc. De pron­to él me preguntó: «¿Qué te parece María?». Me vi en un apuro y contesté rápidamente, queriendo expresar la sen­sación que tenía en el momento: «Me hace acordar a tu hermana Norah.»
«¿Cómo? ¡Norah no tiene los ojos oblicuos!», exclamó él.
«Yo tampoco los tengo del todo oblicuos -dijo María-. Sólo soy japonesa a medias».
Mascullé algo para explicar que me refería a un pare­cido espiritual. La cosa quedó ahí.
Dos días después me envió una invitación para asistir con él y María a la presentación de su último libro, publi­cado por Alianza Editorial, en el Plaza Hotel. No pude ir.
Iba a verlo por última vez en noviembre de 1985, una noche ventosa, fresca para ese mes, durante uno de esos ramalazos invernales que a veces llegan a la Argentina en plena primavera. Leímos poco. En el living la atmósfera era fría.
Se leyó una vez más el poema de Leda y el Cisne y yo volví a notar su excitación sexual al repetir los versos:

Did she put on his knowledge with his power?

Muchos han atribuido frialdad sexual a este hombre que, a los ochenta y seis años, una edad en que la mayo­ría de los seres humanos ha olvidado el sexo, se excitaba con las crípticas palabras de un poema leído y releído en la adolescencia. Y esto muestra hasta qué punto tenía Borges la literatura en la sangre. Este poema les había si­do leído a Norah y a él, en versión expurgada, por su abuela. Quizás él presintió lo que faltaba, lo averiguó des­pués y esa excitación de la infancia se prolongaba sin cor­tarse jamás, entraba en un laberinto y afloraba intacta en el umbral de la muerte. Para él, sexo y muerte eran her­manos. Lo que la gente interpretaba como «frialdad» pro­venía de un exceso de carga psíquica. La literatura siem­pre tuvo «temperatura» para él. Esto no es fácil de entender para los profanos.
No seguimos leyendo. Él se puso de pie, miró hacia la ventana que no veía e hizo algunas consideraciones so­bre «la patria». Repitió: «¿Qué es la patria? Unos nom­bres, algunos lugares que ya no existen...».
Tuve la vaga sensación de que quería decirme algo. Ya habíamos tocado el tema de la patria, pero ahora lo de­jaba flotando en el aire, como sugiriéndome una pregun­ta que yo no supe hacer.
Cambié de tema. «¿Cómo te la imaginas a María Kodama?», le pregunté.
«Oh, ¡alcancé a verla!»
Por el tono comprendí todo lo que ella significaba pa­ra él.
Era una revelación. Él solía hablar de mujeres de quie­nes había estado enamorado. Muchas veces estos enamo­ramientos eran creaciones mentales. Contaba sus cuitas, relataba anécdotas en relación con estas mujeres. Pero en este «alcancé a verla» había un tono actual y afirmativo, como quien se refiere a un hecho logrado. También dijo algunas frases sobre Norah en un tono deprecatorio, como dando por sentado que en Norah había algo irrecu­perable, aunque no volvió a hablar de las alucinaciones de su hermana.
Salimos, atravesamos la calle y entramos al restauran­te del hotel Dora.
Aquí volvió a nombrar a María: era ella quien había des­cubierto, una noche en que estaban cerrados todos los res­taurantes de la ciudad, que se podía comer en este hotel. Era típico de él aprovechar cualquier circunstancia para nombrar a la persona de quien estaba enamorado. Si la nombraba en relación con algo tan banal, era porque ella ya formaba parte de él. Estuve a punto de decirle. «Georgie, ¿por qué no te casas con María?» Pero no lo hice.
Ésa fue la noche, creo, en la que me reconoció que los poemas de Lugones eran «horribles», desprovistos de sen­timientos reales. Sin embargo, él se había sometido a la co­rriente que convertía a aquel hombrecito de quevedos y po­lainas en un gran poeta. Que se atreviera a hablar así era prueba de la nueva libertad que había alcanzado.
Subimos de nuevo a su casa y seguimos leyendo. De pronto, vi que se movía, incómodo. Lo miré. Estaba lívi­do. Le agarré la mano, que estaba fría y colgaba inerte en la mía. «¿Te sientes mal?», le pregunté. «Acompáñame a mi cuarto», dijo.
Él nunca había necesitado guía en aquellos cuartos que conocía a ciegas. Llegamos, encendí la luz y él se echó en la angosta cama. «¿Quieres que llame a alguien?», le dije. «Llámala a Fanny», me dijo.
La llamé. Fanny se plantó frente a él unos momentos. Me pareció que no era la primera vez que tenía una indisposición de esta clase: Fanny no estaba mayormente asustada.
Me despedí y no llamé al día siguiente para no dar la impresión de que atribuía importancia a ese malestar.
Llamé a los dos días y él vino al teléfono. Le dije que me iba al Uruguay. Él me dijo que en pocos días salía pa­ra Europa con María.
Un mes después, en el Uruguay, un amigo, Delfín Garassa, me dijo que Borges estaba siguiendo un tratamien­to en Ginebra.
En abril, los diarios publicaron la noticia de su casamien­to con María Kodama. Me alegré. Era como si Borges hu­biera cruzado el Rubicón, se hubiera afirmado al fin en lo que él era. Poco importa cuál haya sido el carácter de la re­lación entre los dos. En cualquier caso, era una relación ele­gida por él, libremente aceptada por ella, una relación en la cual no intervenían convenciones, falaces intentos de cam­bio de vida, sustos o errores, como las otras veces.
Yo fui importante en su vida, pero María estaba en condiciones de darle lo que nadie le había dado hasta en­tonces: una plena entrega espiritual. Borges, en su silla de ruedas y con María detrás, tenía una expresión feliz, casi de éxtasis. Había llegado a Ginebra, la ciudad que amaba su abuela protestante, la ciudad libre.


Borges quería estar orgulloso de su país, el país que no sólo es fatalidad sino elección. Lo imaginó, lo creó a su manera. Y, de pronto, se encontró con que todo lo que ha­bía soñado era ajeno a la realidad. Era demasiado perceptivo para creer, como muchas mujeres del medio so­cial en que se movía, que Perón había «destruido a la Argentina». Si Perón había hallado eco en la Argentina era porque estaba adecuado a la realidad del país. Y aunque nunca lo reconoció, lo tuvo que vivir. Y se fue alejando de la patria nueva, tal como ésta se le presentaba.
«Todos despotrican contra las convenciones -solía de­cir Borges-, pero las acatan.»
Sin embargo, ni su literatura, ni su absurdo primer matrimonio, ni el segundo, breve y logrado, tuvieron al­go que ver con la convención.
Al llegar de Europa, a los veinte años, bajo el peso de la historia que me contó Cohen-Miller, el joven, humilla­do, se había sometido. Todos los temas de esta época hablan de sumisión a la muerte que cree llevar en sí. Pero se las arregla para hacerse una trampa. Como en el caso de la cautiva de su cuento Historia del guerrero y de la cautiva, decide que ese sometimiento es una elección.
Con los años, el éxito fue ocupando el sitio del amor en este hombre condenado a vivir sin él. Esto lo fue libe­rando.
Borges quiso ser argentino y lo fue porque, como él di­ce, «ser argentino es un compromiso que hemos tomado libremente».
Durante el campeonato mundial de fútbol le sorprendió que la alegría por el triunfo argentino (obtenido mediante un soborno en 1978) fuera celebrado por las multitudes porteñas con bombos, platillos y matracas. ¿Por qué esta afirmación tan ofensiva para expresar la alegría? El grose­ro bochinche tenía para él las peores asociaciones: el peronismo. Pero tuvo que darse cuenta de que esta bulla no era exclusiva de ese detestado partido político. Los argen­tinos tienden a expresar la alegría con ruidos.
En los últimos años, Borges, libre ya de limitaciones de dinero o de familia, empezó a buscarse a sí mismo por el ancho mundo, junto a un exótico lazarillo. Al parecer, María Kodama tampoco tenía lazos que la ataran a nin­gún lugar.
Un tabú argentino -originado seguramente en el carác­ter voluntario del patriotismo local- considera que un ar­gentino no puede ser cosmopolita sin traicionar a su pa­tria. Sobre esta base se volvía imposible apreciar el valor de la obra de Borges, ya que la importancia de ésta con­siste en que un pensamiento laberíntico, producto de la experiencia única de un argentino muy raro y de circuns­tancias muy particulares, expresó valores universales.
Esto era difícil de ser aceptado en su patria. Pero final­mente lo fue, sin ser entendido, en estos decenios finales de un siglo que ya no se preocupa por entender.


He llegado al final de estos recuerdos. Podría prolon­garlos. Pero a Borges le gustaba la brevedad y abrevio en su honor. Hay anécdotas que no cuento, personas que no nombro. Sé que hay mujeres que fueron más o menos im­portantes en su vida. Alguna, en un exceso de recato, no ha querido ser nombrada en estas páginas; otras tienen los instrumentos literarios requeridos para contar ellas mismas su relación con él.
Al ir a morir a Ginebra, Borges parece decirnos que la Argentina es un país que merece encajar dentro del or­den mundial, no unas extensiones de tierra al sur del océano con habitantes que nunca han tenido suficiente fuerza espiritual para hacerse ver por los otros. Con su estrafalario modo de ser y a través de su enrarecida lite­ratura, Borges hizo conocer a su país.
Y como Droctulf, el guerrero longobardo apóstata, vuelve a una ciudad que es «medida». La derrota electo­ral del peronismo le hizo creer que la Argentina había vuelto a ser como él quería que fuera. Pero tampoco se sintió a gusto en el nuevo país democrático, con hombres poco instruidos, sin audacia y sin golpe de vista, que empezaron a manejar el país con maniobras de comité po­lítico provinciano. Él quería esplendor y dignidad para su patria y no los encontraba aquí. Y cuando un periodis­ta le preguntó por teléfono a Ginebra desde Buenos Ai­res, practicando el habitual chantaje patriótico, si no con­sideraba que su presencia en la Argentina representaba un «patrimonio cultural» del que su país no podía pres­cindir, Borges contestó: «Soy un hombre libre».
Y lo era al fin.



* Leopoldo Lugones hijo fue un pionero en la aplicación de la pica­na eléctrica, instrumento que iba a dar fama mundial a la Argentina cincuenta años más tarde, durante los gobiernos represivos. Como tantas veces ocurre, la nieta del poeta nacionalista e hija del torturador de comunistas era izquierdista militante.

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