CONDE
DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXX . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES.
DÍA 17.
Nota: La magnanimidad del Conde y su venganza se anuncia al final de este capítulo.
(Fragmento).
El
minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas,
alargó la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después
dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas
palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su
querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya no contaba los
minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos
en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido
que él mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las
once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles
pronunciase estas palabras: «El representante de la casa de
Thomson y French.»
Y
ya tocaba su boca con el arma.
De
pronto sonó un grito..., era la voz de su hija... Al volverse y ver
a Julia, la pistola se escapó de sus manos.
‑¡Padre
mío! ‑exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría‑.
¡Salvado! ¡Os habéis salvado!
Y
se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.
‑¡Salvado,
hija mía! ‑murmuró Morrel‑. ¿Qué quieres decir?
‑Sí;
mirad, mirad‑repuso la joven.
Morrel
cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le
había pertenecido.
A
un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil
quinientos francos, finiquitado.
Y
del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo
de pergamino en que se leía esta frase: «Dote de Julia.»
Morrel
se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este
momento daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su
interior como si la campana sonase en su propio corazón.
‑Veamos,
hija mía ‑le dijo‑ cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has
hallado esta bolsa?
‑En
una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea
de un quinto piso muy pobre.
‑¡Pero
esta bolsa no es tuya! ‑exclamó Morrel.
Julia
alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.
‑¿Y
has ido sola a esta casa? ‑le preguntó Morrel después de
haberla leído.
‑Manuel
me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la
calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, ya no estaba cuando
volví.
‑¡Señor
Morrel! ‑gritó una voz en la escalera‑. ¡Señor Morrel!
‑Es
su voz ‑murmuró Julia.
Al
mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la
emoción.
‑¡El
Faraón!
‑exclamó‑. ¡El
Faraón!
‑¿Qué
es eso? ¿El
Faraón?
¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.
‑¡El
Faraón,
señor...!, lo señala el vigía del puerto..., está entrando
ahora mismo.
Morrel
volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su
inteligencia se negaba a dar crédito a tantos sucesos
increíbles, maravillosos.
Pero
entonces llegó también su hijo exclamando:
‑¡Padre
mío! ¿Cómo decíais que El
Faraón
se ha perdido? El vigía lo señala, y dicen que está entrando
en el puerto.
‑¡Amigos
míos! ‑exclamó el naviero‑, si eso fuera cierto,
tendríamos que atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible!
¡Imposible!
Pero
lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que
tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico
diamante.
‑¡Ah,
señor! ‑dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo
esto? ¿El
Faraón?
‑Vamos,
hijos míos ‑dijo Morrel levantándose‑. Vamos a verlo,
y que Dios se apiade de nosotros si es mentira.
En
medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel,
que no se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la
Cannebière. En el puerto había mucha gente congregada. Y la
muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.
‑¡El
Faraón! ¡El Faraón!
‑exclamaban todas las voces.
En
efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas
palabras escritas en la popa en letras blancas: El
Faraón, de Morrel a hijos, de Marsella,
completamente igual al Faraón,
y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba
sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente daba sus
órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al
señor Morrel.
Ya
no era posible dudarlo. El
Faraón
estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus
voces tan inesperado suceso.
Cuando
Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad,
presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se
ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba
enternecido la escena murmurando:
‑Que
seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has
hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como lo
beneficio.
Y
con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó
su escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la
multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de
desembarcadero, gritó tres veces:
‑¡Jacobo!
¡Jacobo! ¡Jacobo!
Se
aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente aparejado,
a cuyo puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se
puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría,
repartía a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo,
como si buscase, para darle gracias, a su desconocido protector.
‑Ahora
‑murmuró el desconocido‑, adiós, bondad, humanidad y
gratitud..., adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma.
He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los
buenos..., ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para
castigar a los malvados.
Y
al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase
otra cosa para hendir la superficIe de las aguas.