INTRODUCCIÓN EL IMPERIO REALISTA por María Teresa Gramuglio
El imperio realista es el tomo VI de la Historia crítica de la literatura argentina según el plan general de la obra. Los lectores habrán percibido que el criterio que preside la concepción de cada volumen combina el recorte de un segmento cronológico con lo que se propone como una dominante de orden literario en ese período. En este caso, el recorrido temporal se inicia a fines del siglo XIX y culmina en los años treinta del siguiente. La dominante refiere a la emergencia y consolidación de la hegemonía del realismo, como poética y como actitud, fundamentalmente en la narrativa y en el teatro. De ahí la presencia en los capítulos de los autores, géneros y formaciones que fueron los exponentes más significativos de esa tendencia: Sicardi, Payró, el sainete, el teatro social, Boedo, las revistas de izquierda, Gálvez, Lynch. Ya hacia el final del período, los textos de Arlt, con las fantasías de transgresión de su mundo imaginario, con las formas atípicas de representación metafórica y los desvíos del orden temporal-causal en el discurso narrativo, imprimieron en las convenciones del realismo una torsión singular que se extremó en su obra dramática hasta forzar los límites que esa poética había fijado en el teatro nacional.
El conjunto de los trabajos permite vislumbrar una hipótesis: que el momento del “imperio realista” resultó decisivo en la formación de la literatura argentina moderna. Se verifica entonces un crecimiento efectivo del espacio de la cultura letrada, que se materializó en el aumento de la presencia del libro nacional y en la multiplicación de canales de difusión de la producción literaria, desde los teatros a las revistas; estos factores, sumados a otros proyectos editoriales y culturales, han sido unánimemente señalados por sus protagonistas y por los estudios posteriores como indicadores elocuentes de la verdadera aparición del teatro y de la novela nacionales. Una rápida mirada al momento anterior brinda argumentos en favor de esa hipótesis.
Los cambios sociales ocurridos en las últimas décadas del siglo XIX habían generado políticas culturales implementadas desde el Estado que tendían a formar a los ciudadanos alfabetizados requeridos por el proyecto modernizador. El éxito de esta estrategia se tradujo en la aparición de un nuevo público lector que en su mayoría se mantuvo ajeno al espacio tradicional de la cultura letrada, y que canalizó su recién adquirida destreza en periódicos, folletos y folletines entre los que descollaron los vinculados con el criollismo. Mientras este formidable proceso daba origen a un circuito de cultura popular que prácticamente carecía de antecedentes en el pasado, el espacio de la cultura letrada, ligado al libro como objeto específico, se mantuvo estable y casi estático. (1) En los primeros años del siglo XX el ímpetu del fenómeno criollista empezó a declinar, y su relevo fue tomado por los folletines sentimentales, cuyo apogeo se sitúa entre 1917 y 1925. (2) Coexistiendo con ese pasaje, muy pronto empiezan a advertirse los signos de un desplazamiento que dará a la literatura en formas cultas un espacio que, sin llegar a ser comparable en magnitud con el que disfrutaron aquellas expresiones populares, fue sin embargo lo suficientemente consistente como para que en él la novela y el teatro encontraran un público capaz de sostener una producción regular. El realismo literario resultó inseparable de este desplazamiento. En primer lugar, porque sus procedimientos tradicionales, ya sedimentados en la literatura occidental, sumados a las amplias zonas de contacto entre sus ficciones y las del folletín, resultaban funcionales a las disposiciones y expectativas de los nuevos lectores que ingresaban en el universo de la cultura letrada. Luego, porque aquí, como en todas partes, la seducción del referente propia de las poéticas miméticas las torna particularmente adecuadas para tramitar las necesidades de reconocimiento y autoconciencia que se agudizan en los momentos en que el cambio social hace de la sociedad un problema para sus integrantes. Esta hipótesis deja en pie un gran interrogante.
¿Era ese desplazamiento parte de estrategias culturales disciplinadoras tendientes a reprimir los efectos social y culturalmente peligrosos que una elite primero asombrada y luego francamente irritada, así como poco después otros sectores más nuevos del campo literario, atribuían a los folletines populares? No parece acertado suscribir un punto de vista tan unilateral. Por normalizadores y conformistas —y hasta oportunistas— que puedan parecer hoy muchos textos y proyectos vinculados con la tendencia realista, ese punto de vista no solamente no haría justicia a las convicciones democratizadoras y a la voluntad de comprensión y de denuncia que animaba a muchos de sus protagonistas. Tampoco haría justicia al potencial cognoscitivo y crítico, por lo tanto también liberador, que supone el acceso a la cultura letrada, ni a la capacidad de las nuevas generaciones de lectores para desarrollarlo.
Se acepte o no aquella hipótesis, como ninguna poética puede comprenderse cabalmente si no es en relación con un contexto específico, la mayoría de los trabajos contenidos en este volumen busca vincular las diversas manifestaciones del realismo con las transformaciones de la Argentina que incidieron en la configuración del campo literario. Esas transformaciones favorecieron, entre otros cambios, el surgimiento de nuevos actores culturales y tipos de escritor, el crecimiento del público lector, los avances en el proceso de profesionalización de los escritores, la diversificación de los géneros, y la formulación de proyectos literarios y culturales más variados y hasta opuestos entre sí. Junto a estos aspectos, y siempre en torno a la dominante propuesta, se trató de registrar además la incorporación de nuevas zonas de la representación y de la subjetividad, y de explorar algunos territorios vecinos del imperio realista, como el regionalismo y la novela histórica. Estas ampliaciones no implican que hayamos buscado la exhaustividad: expresiones muy relevantes de la literatura de esos mismos años, algunas afines a la poética del realismo y otras ajenas o decididamente enfrentadas a ella, como el ensayo de interpretación nacional del Centenario y de los años treinta, las vanguardias de los años veinte, un autor como Ricardo Güiraldes o una revista como Sur, precisamente porque escapan a la dominante de que se ocupa este volumen, son estudiados en otros cuya articulación los integra mejor.
El primer capítulo introduce la materia central con una aproximación al concepto de realismo y algunas reflexiones sobre sus avatares en la literatura argentina, con una breve referencia a las polémicas que suscitó, en particular en su erizada relación con las vanguardias. En los capítulos siguientes, a los temas y autores ya mencionados se suman otras decisiones menos previsibles. Por ejemplo, la de incluir la poesía entre los géneros alcanzados por la actitud realista, cuando se sabe muy bien que el de la poesía es el menos referencial de los lenguajes. Las razones se fundan, en este caso, en una de las concepciones del realismo que se exponen en el capítulo primero: la que lo vincula con las poéticas de mezcla y con los discursos que incorporan el registro del presente, incluso en sus aspectos más prosaicos y hasta irrisorios. Menos previsibles aún resultan los capítulos dedicados a Criterio y Hugo Wast, a los viajeros culturales y a Arturo Cancela.
En el primer caso, quisimos iniciar la discusión sobre un sector muy poco transitado en los estudios literarios y culturales argentinos, interrogando dos fenómenos disímiles pero relacionados: la extraordinaria difusión que alcanzó una narrativa supuestamente realista que se caracteriza por su escasa densidad estética y el proyecto cultural de una publicación católica que, habiendo empezado por promover manifestaciones literarias menos decepcionantes, les brindó a la narrativa de Wast y a ficciones de características similares un sólido apoyo. La cuestión de los viajeros culturales, por su parte, vuelve sobre la larga serie de visitantes que desde el siglo XIX plasmaron imágenes de la Argentina que resultaron decisivas para algunas de las construidas en la literatura nacional; la hipótesis que subtiende la propuesta es que la Argentina que vieron los viajeros de las primeras décadas del siglo XX inspiró buena parte de los tópicos del ensayo de interpretación de los años treinta, y modeló incluso ciertas representaciones muy características de la narrativa de este período. ¿Y qué decir sobre Arturo Cancela, cuyas ficciones “funambulescas”, aunque refieran de un modo casi directo y extremadamente crítico a hechos culturales y políticos bien conocidos, como el mismo asunto de los visitantes extranjeros o el yrigoyenismo, distan con tanta evidencia de los parámetros realistas? A la pregunta se puede responder con otra: ¿dónde poner a Cancela?
Tal vez solamente junto a Macedonio Fernández; es casi tan inclasificable como éste, aunque lo diferencia de Fernández, además de su nacionalismo reaccionario, la menor intensidad de sus ideas literarias. En cuanto a las muchas omisiones, no sólo se deben al carácter inevitablemente incompleto de cualquier historia literaria que aspire a ser, como ésta, una historia crítica, y por lo tanto rechace el catálogo y adopte ciertos criterios de selección; se deben también, en el caso particular de este volumen, al propósito deliberado de evitar acumulaciones enciclopédicas para centrar los capítulos en torno de unos pocos nombres y temas que se juzgan suficientemente representativos. Entre esas omisiones, una de las más lamentables es la del caudaloso repertorio de publicaciones constituido por la literatura criollista, los folletines sentimentales, el radioteatro y otras manifestaciones pertenecientes al circuito de consumo popular, que combinaron algunos tópicos y procedimientos del realismo con elementos costumbristas, por lo general en el marco del paradigma tardorromántico sentimental. Incluir capítulos sobre esos materiales, en muchos casos más adecuados a los estudios culturales que a la crítica literaria —por imprecisas que sean hoy las fronteras entre unos y otra—, hubiera conferido a este tomo dimensiones inmanejables. En cuanto a las diversas reformulaciones del realismo en la literatura de los años cuarenta y cincuenta, así como a los nuevos problemas que plantea su visible recuperación en manifestaciones literarias, artísticas y culturales de nuestro tiempo, ellos quedan, como se comprenderá, fuera de los límites del período que abarca este volumen. (3)
El objeto central de El imperio realista, o si se quiere su tema, guarda una curiosa pero explicable vinculación con el proyecto general de esta obra. Ambos, realismo e historia literaria, son formas discursivas estrechamente asociadas en las concepciones literarias del siglo XIX y hace ya tiempo cuestionadas. Al respecto, Fredric Jameson señaló con razón que la historia literaria tradicional puede ser vista como una subespecie del realismo narrativo, en tanto mantenía ciertos criterios de representación propios de ese paradigma, en particular el orden temporal y el sujeto unificado, que se traducían en los criterios cronológicos y en el privilegio otorgado a la figura del autor.
Ese sujeto y ese ordenamiento son los que están hoy en crisis. Pero no solamente eso. También está en crisis el paradigma ideológico y cultural según el cual una historia de la literatura unipersonal era, a la vez que una exigencia para la consolidación de la nacionalidad, la coronación de una carrera académica. Por estas razones, el rechazo de los ordenamientos que se apoyan en concepciones teleológicas y totalizantes, el modelo de una empresa colectiva formada por trabajos monográficos y articulada sobre ciertos núcleos que se consideran relevantes, el acento puesto sobre la dimensión crítica más que sobre las informativa y explicativa, son las formas en que tiende a manifestarse en esta disciplina la crisis de grandes relatos que se suele considerar definitoria de nuestro tiempo.
Resulta evidente, además, que este tipo de soluciones teóricas y formales convoca tanto al lector común interesado por la literatura y la cultura y sus historias, que fue el destinatario casi natural de las historias de la literatura tradicionales, como a otros lectores bastante más próximos al especialista: pues para unos y otros se requiere, desde el estilo mismo de las exposiciones, la disposición de suplir tanto las elipsis del relato como los vacíos de la información. El proyecto de la Historia crítica de la literatura argentina revela una clara conciencia de estas transformaciones. No obstante, en este volumen se mantienen algunos criterios tradicionales: hay varios capítulos centrados en un autor y se busca sugerir, aunque sea parcialmente, un cierto hilo cronológico que organice el complejo entramado de condiciones sociales, espacios culturales, tradiciones e innovación que sustentan la evolución literaria. Si me fuera permitido parafrasear a Hayden White, diría que esta decisión apunta, desde mi perspectiva personal, a restaurar un cierto deseo, y al mismo tiempo a mostrar cómo pienso que las cosas son. Y también a expresar, eludiendo las actuales imposiciones de la academia, la nostalgia por aquellos miles de lectores comunes que siguieron durante meses la aparición de las dos ediciones de Capítulo. (4) No puede faltar, en esta Introducción, el agradecimiento explícito a los colaboradores, que respondieron con entusiasmo y generosidad a la convocatoria y fueron comprensivos con nuestras sugerencias. Son todos investigadores y profesores universitarios, estudiosos de los temas que aquí han desarrollado.
Cada uno de ellos asumió su condición de autor, y como responsable del volumen respeté en lo posible, aun en casos de disidencia, los diversos enfoques críticos, ideas y estilos: de ahí la impresión de heterogeneidad que puede causar el conjunto, a pesar de que el trabajo final de edición intentó alcanzar una cierta unidad de tono que fuera perceptible. Por último, las muchas falencias que no dejarán de advertirse son de mi exclusiva responsabilidad. 1- Este proceso ha sido brillantemente analizado en Adolfo Prieto, El discurso crio- llista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. 2- Sobre la emergencia y características de los folletines sentimentales y de su público, ver Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985. 3- Para algunos desarrollos teóricos y críticos de estas reformulaciones, ver Laura Scarano, Los lugares de la voz, Melusina, 2000, y José Luis de Diego, ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, La Plata, Al Margen, 2001. 4- Ver María Teresa Gramuglio, “Historias de la literatura argentina: pasión y deseos”, Punto de vista, XIII, 36, Buenos Aires, diciembre de 1989. DESTIEMPOS EL REALISMO Y SUS DESTIEMPOS EN LA LITERATURA ARGENTINA por María Teresa Gramuglio I Sobre el concepto de realismo Como tantos conceptos utilizados en la historia de la literatura, la palabra realismo ha significado cosas tan diversas que de ella podría decirse lo que Arthur O. Lovejoy dijo del romanticismo: que ya no significa nada. (1) A esta situación común se agregan algunas dificultades específicas. En primer lugar, que el término realismo proviene de la filosofía, donde tiene una trayectoria larga y compleja. Luego, que tanto el problema de la relación del arte con la realidad como la “actitud realista” —entendiendo por tal el propósito de imitar una realidad, sea natural o ideal— se instalaron en el pensamiento y el arte occidentales muchos siglos antes de que surgiera, en un momento particular del siglo XIX, el que fue reconocido como el realismo por antonomasia: el que tuvo su centro en Francia y su momento polémico más alto con la pintura de Gustave Courbet. (2) En literatura, ese realismo reúne un conjunto de nombres bien conocidos, entre los cuales, más allá de las recolocaciones que han realizado historiadores y críticos, sobresalen los de Stendhal, Balzac, Flaubert y Zola. (3) Por sobre la complejidad y aun la relatividad de la noción de realismo, habría, en principio, dos grandes modos de considerarlo en el arte: bien como esa actitud que busca alcanzar alguna semejanza con lo real, y por lo tanto como una modalidad que atraviesa los siglos, o bien como un concepto que remite a un período delimitado de la historia del arte y de la literatura, y por lo tanto como una modalidad específica del siglo XIX.
En ambos casos, el término realismo convoca una serie de palabras que pertenecen a una misma constelación semántica: imitación, mímesis, verosimilitud, representación, referencialidad. Son palabras que indican algún tipo de relación entre dos órdenes heterogéneos: uno, el universo de “lo real”, que se supone externo y objetivo; el otro, el del lenguaje, sea verbal o visual. En ambos casos, haya o no formulaciones explícitas de una poética realista, lo que subyace es una cierta confianza en el vínculo entre signo y referente. Esto último, sin embargo, no debería conducir a suponer que los escritores realistas creían ingenuamente en una relación sin problemas entre “las palabras y las cosas”. A pesar de las declaraciones arrogantes (las de Balzac, por ejemplo, proponiéndose “copiar toda la sociedad, abarcándola en la inmensidad de sus agitaciones”, o las de Zola, afirmando que el novelista experimental sueña hacerse “amo de la vida para dirigirla”), para los grandes realistas, es decir para los inventores y los maestros, no para los repetidores epigonales, ése era exactamente el problema a resolver: cómo crear una forma que lograra la ilusión de representar lo real. (4) Desde sus revulsivos orígenes, las controversias en torno del realismo parecen no tener fin. A eso han contribuido, en el siglo XX, tanto las prescripciones normativas de Georg Lukács, para quien las manifestaciones posteriores a los grandes modelos decimonónicos, siempre acosadas por el fantasma de la decadencia, dejan escapar la realidad “verdadera” o “esencial”, como las denigraciones a que lo sometieron diversas corrientes críticas posteriores. En esos dos registros reside quizá la causa de que cualquier aproximación actual al realismo que insinúe algún reconocimiento no se atreva a prescindir de innumerables salvedades, ironías y reticencias.
Georg Lukács opuso dogmáticamente la perspectiva integradora del realismo a la visión fragmentaria de las vanguardias, que consideraba una herencia de los errores del naturalismo. Desde una posición favorable a las vanguardias, Roland Barthes, en El grado cero de la escritura (1953), empezó por considerar la escritura realista como un fracaso, tanto a nivel de la forma como de la teoría, para finalmente condenarla en S/Z (1970) al lado malo de su conocida división entre lo legible y lo escribible, una evaluación que no le impidió reescribir Sarrasine, la novela de Balzac, desde un aparato de códigos semántico-estructurales tendiente a “diseminar [el texto]… en el campo de la diferencia infinita”. Pocos años después, Leo Bersani sostuvo en uno de sus ensayos más difundidos que la novela realista del siglo XIX, con sus procedimientos orientados a brindar una representación coherente del mundo, reprime brutalmente el deseo que subvierte el orden social. (5) Como replicándole, Fredric Jameson, en cambio, propuso una lectura de la relación entre realismo y deseo en la obra de Balzac que recuerda parcialmente algunos argumentos de Q. D. Leavis: los obstáculos que pone la novela realista a la realización del deseo implicarían, por un lado, como sugiere Leavis, una forma de conocimiento de la “superficie resistente” de lo real, pero funcionarían, por el otro, como una tortuosa formación compensatoria que busca superarlos; apuntarían por lo tanto a preservar el objeto fantaseado de las usuras de la historia y de la “roca firme” de lo real contra la que choca inexorablemente. (6) Estos pocos ejemplos revelan que las controversias sobre el realismo siguieron abiertas durante el siglo XX. Y tal vez lo seguirán estando: pues son innegables sus retornos en la narrativa y el arte, sean o no tributarios de estéticas posmodernas, así como su innegable vitalidad actual en diversas expresiones de la cultura popular y de los medios masivos. Cuestiones de forma: el realismo en la “larga duración” No sería pertinente internarse aquí en estas cuestiones. Pero sí lo es acudir a algunos autores ya clásicos que brindan puntos de partida más adecuados para los contenidos de este volumen. Para la perspectiva que considera el realismo como una actitud que atraviesa los siglos, el primero de ellos es Mijail Bajtin.
Cuando escribe sobre la novela y la vincula con los géneros “cómico-serios” que se remontan a la Antigüedad, o cuando escribe sobre Rabelais y la cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Bajtin encuentra en esos períodos tempranos formas que representan la realidad o que se refieren a ella de un cierto modo. (7) De un cierto modo: esto quiere decir que no se trata, para Bajtin, exclusivamente de una cuestión temática, es decir de contenidos referidos al “vil presente” o a los aspectos más bajos o materiales de la realidad, sino de las formas o modos que reviste la representación.
El mundo mostrado con precisión hasta en sus detalles más ínfimos, y aun los episodios fantásticos de Rabelais, tienen siempre, dice Bajtin, un carácter “individual, nominal, perfectamente concreto”. Y agrega más adelante: “cada objeto quiere, por así decirlo, ser llamado con un nombre propio”. Y con eso alude a un procedimiento usual del realismo: personas, lugares y objetos no aparecen en los textos realistas “clásicos” como abstracciones ni como alegorías, sino en sus detalles concretos como entes individuales, lo que viene a significar, en sus términos, “reales”. Se podría pensar que el énfasis sobre el nombre propio explica la desmesurada pretensión de Balzac de hacerle la competencia al Registro Civil. El segundo autor que contribuye a esta reflexión sobre el realismo desde una perspectiva de “larga duración” es Erich Auerbach en su gran libro Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. El título no haría más que confirmar el valor otorgado al concepto aristotélico de mímesis, aun cuando Auerbach sea muy escueto al respecto cuando afirma, en el epílogo, que su libro se ocupa de “la interpretación de lo real por medio de la representación literaria o ‘imitación’”. Pese a su brevedad, el enunciado parece sugerir que si se trata de interpretar y de representar, la imitación o mímesis dista de ser considerada una mera copia de lo real.
Pero lo más relevante es que para Auerbach, como para Bajtin, el realismo se vincula con una cuestión formal: en este caso, con el ataque a la regla clásica de la separación de niveles, según la cual a “lo real, cotidiano y práctico” le corresponde en literatura un género estilístico bajo, y a lo sublime, heroico o trágico, un estilo elevado. No es que en esta concepción los “contenidos” estén del todo ausentes, como lo prueba la referencia a lo “cotidiano y práctico”, pero lo decisivo es la relación que se establece con los preceptos estilístico-formales. Para Auerbach, el cristianismo, o mejor dicho, el relato de la vida de Cristo, al mezclar lo cotidiano y vulgar con lo trágico más alto y sublime, introduce el primer cuestionamiento radical de la teoría de los niveles.
El segundo y más importante se produciría con el realismo del siglo XIX, en los textos de Stendhal, Balzac y Flaubert, de los Goncourt y de Zola, es decir, de los realistas paradigmáticos franceses. Se trataría aquí de una verdadera derrota de la norma clásica, largamente preparada por la novela de costumbres y el drama burgués, la comédie larmoyante, el Sturm und Drang, y que irrumpirá con fuerza en el romanticismo, aunque en Mimesis Auerbach no analice con detalle todas estas manifestaciones.
El realismo moderno Tanto para Bajtin como para Auerbach la actitud realista recorre toda la literatura occidental, y en eso coinciden con los autores que la han rastreado desde sus manifestaciones más tempranas en la Antigüedad hasta la novela inglesa del siglo XVIII, pasando por la épica española, los fabliaux, la picaresca, y otras expresiones.
Pero como ha señalado Ian Watt —otro de los autores indispensables para reflexionar sobre el realismo literario—, estas emergencias no resultarían constantes. (8) Si bien se mira, los exponentes sobresalientes de la tradición de la mímesis que explora Auerbach confirmarían la precisión de Watt: en la Odisea se pasean los dioses, en la boca del gigante Pantagruel cabe un mundo, y lo que Leo Spitzer llamó el “perspectivismo lingüístico” del Quijote incide en la vacilación de los nombres propios. (9) Ian Watt desplaza la cuestión del realismo a otro lugar: la coloca en un registro epistemológico, para luego inferir de allí aspectos formales. No considera el “realismo eterno” de la literatura, sino que lo vincula con etapas tempranas de la modernidad occidental. En otras palabras, Watt se refiere al realismo moderno, pero su marco temporal es anterior al siglo XIX. Parte de la comprobación de que a principios del siglo XVIII tres novelistas ingleses, Daniel Defoe, Samuel Richardson y Henry Fielding, inauguraron una forma nueva de novela. Pese a las diferencias de las respectivas escrituras y a que no constituían una escuela, el juicio posterior consideró que lo que distingue a Robinson Crusoe, Pamela y Tom Jones de las ficciones precedentes es su “realismo”. Se hace necesario, en consecuencia, definir ese término y ello no podría limitarse a una cuestión de contenidos o temas (los aspectos “bajos” de la vida humana), pues de ese modo no se distinguirían los rasgos más originales de la nueva forma.
“El realismo de la novela —afirma Watt— no reside en la clase de vida que representa sino en la manera como lo hace”. Estas novelas realistas ponen de manifiesto más que cualquier forma anterior el problema de la relación entre la obra literaria y la realidad. Es por eso que se trata de un problema epistemológico. Debieron existir algunas condiciones para que tales innovaciones ocurrieran, y ellas provendrían de los desarrollos de la filosofía moderna. Es en este campo donde Watt registra el cambio en la significación del término realismo, desde el uso por los escolásticos medievales, para quienes las cosas reales eran los universales, es decir, las clases o abstracciones y no los objetos particulares, al significado moderno, que sostiene que lo real son los objetos singulares. Entia sunt realia: tal la fórmula de los nominalistas, para quienes lo real eran los entes o cosas, y los universales, meros nombres o términos del lenguaje y no entidades existentes.
A partir de ese cambio semántico y en un proceso que puede seguirse desde Descartes hasta Hume, el realismo filosófico moderno postuló que el conocimiento es conocimiento de objetos singulares por parte de un sujeto individual, y su método implicaba que la realidad puede ser descubierta por el individuo a través de la mente o de los sentidos. Es este giro del pensamiento filosófico el que Watt pone en relación de convergencia —no de causalidad— con la novela realista moderna, y cuando se hacen fechas, un dato conocido viene a abonar sus hipótesis: el Quijote (1605-1615), al que muchos críticos consideran la primera novela moderna, es prácticamente contemporáneo del Discurso del método (1637). Estas formulaciones de Watt concuerdan con las observaciones de Bajtin acerca del realismo de Rabelais, quien se refería a objetos y lugares individuales, “con nombre propio”. Sugieren además que en cuanto a su carácter irreverente y antitradicional, realismo filosófico, realismo literario y novela moderna marchan en una misma dirección.
En palabras de Watt: “El espíritu general del realismo filosófico era crítico, antitradicional e innovador; su método fue el estudio de las particularidades de la experiencia, llevado a cabo por un investigador individual, que, al menos en teoría, se había liberado de las hipótesis del pasado y de las creencias tradicionales. Y este método ha conferido importancia particular a la semántica y al problema de la correspondencia entre las palabras y la realidad. Estos rasgos del realismo filosófico tienen analogías con los rasgos distintivos de la forma de la novela…” En consecuencia, el realismo literario moderno, con su género privilegiado, la novela, debía resolver los problemas formales que le planteaba la representación de esas “particularidades de la experiencia”. Uno de los procedimientos que se imponen es la descripción minuciosa y circunstanciada, es decir, particularizada, de ambientes y objetos, que se complementa con la presentación y caracterización de los personajes. Individualizar a un personaje requiere, además de caracterizarlo, darle un nombre, ya que el nombre propio constituye una marca de la identidad personal. Los nombres de los personajes, aun cuando a veces conserven cierta intención alegórica, tienden cada vez más, como señala Watt, a parecerse a los que tienen los individuos comunes en la vida corriente, pues la motivación de este procedimiento es que los personajes sean vistos como sujetos singulares y no como abstracciones. En el mismo sentido trabajan el tiempo y el espacio.
El primero comienza a tener una delimitación y una notación cada vez más precisas y acordes con los parámetros de la vida humana: las novelas realistas son “fechadas”, y su tiempo es el del calendario y no un tiempo fabuloso. El espacio, a su vez particularizado y referido a lugares localizables en el mapa, entra en sistema con las descripciones vívidas y cuajadas de detalles (ambientes, objetos, ropas, olores, atmósferas) para constituir lo que en el siglo XIX se llamó el milieu. Estos procedimientos se fueron afinando lentamente. Alcanzaron una articulación canónica con Balzac y en ellos se asienta, en buena parte, lo verosímil del texto realista. (10) El realismo moderno supuso además una reorientación del lenguaje literario que podría sintetizarse señalando que la función referencial tendió a predominar con más énfasis que en otros géneros narrativos anteriores, como el romance. (11) Contrariando la tradición que otorgaba el mayor valor a la belleza que los artificios retóricos conferían a los textos, debió preocuparse más por la adecuación entre las palabras y las cosas para lograr sus efectos de verosimilitud. Watt señala que Defoe, Richardson y Fielding utilizaron un lenguaje despojado, menos figurativo que el de las ficciones anteriores. No es entonces casual que estos primeros realistas hayan sido criticados por su manera de escribir torpe, incorrecta e ignorante de las convenciones.
Es que el realismo moderno europeo fue un estilo nuevo, practicado por un tipo de escritores también nuevos; escritores formados a menudo en la escritura periodística, el “género del presente” por excelencia, y surgidos en el formidable proceso de crecimiento del nuevo público lector que otorgó sus preferencias a la nueva poética. Más allá del paradigma del siglo XIX Todos estos y otros aspectos cristalizaron, entonces, en el realismo del siglo XIX, que René Wellek explora para construir un concepto referido a un período y no como un estilo literario que puede ocurrir en cualquier época. (12) Es ese realismo decimonónico, precisamente, el que Georg Lukács elevó a categoría de paradigma, descalificando como formalista y decadente todo el arte posterior, desde Flaubert hasta Proust, Joyce, Kafka y las vanguardias. “Todo gran arte, desde Homero en adelante, es realista en cuanto es un reflejo de la realidad”. “Toda la verdadera y gran literatura es realista”: como se desprende de estas afirmaciones, la noción de realismo, para Lukács, llegó a confundirse con la categoría misma de obra de arte. Aunque fuertemente arraigadas en la tradición humanista clásica, las teorizaciones lukacsianas estuvieron de hecho atadas a un franco compromiso con las necesidades políticas y las estrategias culturales del Partido Comunista de la URSS. Por ello, si bien sus prescripciones influyeron poderosamente en la reflexión teórica y en las realizaciones artísticas de escritores e intelectuales afines a la causa del socialismo, no es improbable que el ya mencionado dogmatismo normativo del más grande crítico literario marxista, sumado a su obstinado rechazo de las mejores expresiones de la vanguardia, haya contribuido, por otra parte, a provocar el descrédito del realismo en importantes artistas y pensadores del siglo XX. (13) Pero para sintetizar los criterios aquí expuestos en una fórmula que traspase los límites estrechos del modelo lukacsiano se podría afirmar que el realismo literario moderno es una forma que se manifiesta principalmente en los géneros de mezcla que se ocupan del presente con una intención cognoscitiva y crítica, como la novela y el drama, pero no sólo en ellos.
Más que pretender la reproducción o reflejo de alguna realidad por medio de un conjunto invariable de procedimientos, aspira a alcanzar una representación verosímil a partir de los medios y técnicas siempre renovados que le brinda, en su ya larga trayectoria, la evolución interna de la literatura misma en su interacción con los cambios en todos los planos del pensamiento y de la vida cultural y social. Una síntesis tan escueta de una noción tan compleja exigiría cantidad de precisiones adicionales que aquí habrán de reducirse a una breve observación: la de que buena parte de las evaluaciones del realismo provenientes de teóricos y críticos de izquierda, lejos de limitarse a la ponderación de sus presupuestos estéticos, giran en torno de sus alcances cognoscitivos y pragmáticos, y por ende, políticos. En pocas palabras, ponen en juego cuestiones referidas al conocimiento y a la verdad en el arte, y a la posibilidad de que ese conocimiento encierre un potencial crítico capaz de liberar energías transformadoras. Los creadores auténticos del realismo, desde Gustave Courbet hasta Bertolt Brecht, se caracterizaron por experimentar nuevos procedimientos para lograr representaciones de lo real que, por su misma novedad, produjeran conocimiento e indujeran al cambio.
Por esa razón, las polémicas sobre el realismo tuvieron, en momentos en que esas transformaciones de la sociedad se consideraban necesarias e inminentes, un alto voltaje político que hoy se ha extinguido. II La veta realista en la literatura argentina: surgimiento, puntos de fractura y apogeo Una hipótesis célebre de David Viñas propone que la literatura argentina se inicia con la violación inscripta en El matadero. (14) Si esto fuera así, habría que admitir también que la literatura argentina nace realista. Porque lo que caracteriza el texto de Esteban Echeverría es otra violación: la mezcla, la hibridez genérica y lingüística que se materializa en su derivar entre varios registros, el de la sátira política, el de la idealización romántica, el de la representación cruda de aspectos brutales de la realidad, el del cuadro de costumbres, el de la forma “cuento”, todos ellos apuntando a la crítica del presente que es otro de los rasgos sobresalientes del realismo. (15) Por otra parte, el desfasaje entre el momento de la escritura (alrededor de 1840) y el de la publicación póstuma (1871) hace que El matadero pueda ser visto como un texto emblemático de los destiempos del realismo en la literatura nacional. El despuntar del realismo, que se produce así en pleno comienzo del romanticismo iniciado también por Echeverría, no encontró ni una tradición narrativa local en la cual asentarse, ni, dadas las condiciones de violencia que predominaron desde la Independencia y que se acentuaron bajo el régimen rosista, una esfera pública que posibilitara el ejercicio y la circulación de la crítica del presente en un texto literario.
(16) El extemporáneo nacimiento resultó así una especie de veta abortada, que discurrió por otros canales más o menos subterráneos o censurados, y que afloró esporádicamente en tramos parciales de la escasa producción novelística del siglo XIX, sean los intentos de Vicente Fidel López —La novia del hereje (1846), La loca de la Guardia (1848)— o la más estructurada Amalia de José Mármol (1851-1855). De modo que nuestras primeras manifestaciones narrativas, pese a que intentan resolver en la ficción conflictos actuales de la realidad social, como la temprana Soledad de Bartolomé Mitre (1847), no alcanzaron a plasmar una sólida corriente de representación realista. Naturalismo y novela El realismo inició un camino más promisorio en la literatura argentina de la mano del naturalismo, en la década del ochenta del siglo XIX. Surgieron entonces novelas más decididamente orientadas hacia la representación crítica del presente, desde La gran aldea de Lucio V. López (1884) a La Bolsa de Julián Martel (1890), y escritores que cultivaron el género de modo más sistemático, como Eugenio Cambaceres, Segundo Villafañe y Carlos María Ocantos. Esto no significa que fueran ya escritores netamente profesionales ni que sus ficciones alcanzaran una impecable realización formal. Seguían teniendo, como dijo Ricardo Rojas de Juan María Gutiérrez, “algo de casero en su reputación, como la de casi todos nuestros escritores, por la falta de perfección estética, de universalidad filosófica y de genio creador en sus escritos”. (17) Los cuatro libros de Eugenio Cambaceres brindan una síntesis ilustrativa del dificultoso acercamiento a la forma novela. Los dos primeros le valieron el ser reconocido por sus contemporáneos como el “fundador de la novela argentina”, juicio que ratificó la generación de Contorno. Sin embargo, esa calificación fue cuestionada en una larga reseña publicada en la revista Martín Fierro. (18) Según el crítico martinfierrista, Cambaceres se habría equivocado al dejarse tentar por el juicio de sus contemporáneos, pues sus facultades más originales residían en las disposiciones para la sátira y la crítica de costumbres que practicó en Pot-pourri (1881) y Música sentimental (1884), y no para las construcciones de largo aliento, a la manera de Zola, que intentó después. Aunque se proclamó “sectario de la escuela realista”, ni la formación ni el genio de Cambaceres lo habilitaban para la novela: de ahí que las dos que produjo —Sin rumbo (1885) y En la sangre (1887)— apenas si merecerían ese nombre. Su antecedente más cercano, concluye, estaría en el Alberdi de La moda, discípulo a su vez de Mariano José de Larra, y los más lejanos en Aristófanes, Marcial y Quevedo.
Pero aun cuando esta discutible filiación fuera acertada, las debilidades que el crítico señala podrían atribuirse, más que a la falta de genio del escritor, a que el cuadro de costumbres a la manera de Larra era un género ya afianzado en la literatura latinoamericana, y le brindaba por lo tanto un punto de partida relativamente sólido, mientras que la novela era la forma para la que carecía de un firme suelo local. Pese a todas estas limitaciones, nuevamente convergen novela y realismo literario, aunque en condiciones totalmente diversas a las de la emergencia europea. De ellas, la más notable es el contraste entre la ya más que centenaria trayectoria del realismo moderno y la carencia de desarrollos novelísticos propios. De modo que si fueron los textos europeos los que funcionaron como modelos para nuestros novelistas, ello ocurrió precisamente en el momento en que el realismo (y la filosofía positivista que a él se asociaba) empezaba a ser cuestionado por las nuevas tendencias de fines del siglo XIX. Este desencuentro es otro indicador de los “destiempos” del realismo en la literatura argentina.
Si se piensa que la década de 1880, que ve surgir junto a las obras mencionadas el folletín de Eduardo Gutiérrez y los intentos naturalistas de Antonio Argerich, Manuel Teófilo Podestá y Martín García Mérou, es también la de la publicación de Azul… (1888), de Rubén Darío, se podrá advertir que la literatura nacional presenta solapamientos y articulaciones específicas, propias de las peculiares condiciones de su formación. El realismo que se va perfilando desde los años ochenta, que encuentra un antecedente todavía informe pero productivo en el intento de Francisco Sicardi, no será, por lo tanto, post romántico, como el que construye René Wellek en su conceptualización netamente ceñida al desarrollo europeo, sino post-modernista, en el tradicional sentido latinoamericano del término. (19) Y se tornará “imperial”, hegemónico, apelando a los procedimientos ya cristalizados del siglo XIX en las primeras décadas del siglo XX, es decir, en plena emergencia de las vanguardias históricas europeas y coexistiendo, en el ámbito local, con la copiosa producción de narraciones criollistas y sentimentales que circulaban en folletín. Aun con tales “destiempos”, existen sin embargo para esta emergencia condiciones insoslayables que conviene recordar: por un lado, el momento en que ella se produce muestra con claridad que las expresiones más significativas del realismo tienden a afirmarse de manera orgánica, o en otras palabras, menos esporádica, cuando las vivencias del cambio convierten la sociedad en un objeto problemático para un número significativo de personas. Luego, que la novela aparece cuando se alcanza una cierta estabilidad institucional y social que a su vez hace posible que surja, por más reducido que sea, un público capaz de apreciar las nuevas manifestaciones que ofrecen la literatura y el arte. Esto explica que se haya afirmado que también el teatro nacional, aunque acredite antecedentes que se remontan a la colonia, nace en este momento en que se forma un público capaz de reconocerse en él y sostenerlo.
(20) Es este público el que aseguró también el éxito de una revista como Caras y caretas, donde se publicaron los relatos entre costumbristas y realistas que su fundador, José S. Álvarez (Fray Mocho), escribió entre 1898 y 1903. Hegemonía y transformaciones La línea zigzagueante del realismo se dibuja con mayor nitidez entre Fray Mocho y Payró, para constituir en adelante, con Gálvez, con Quiroga, con Lynch, con el sainete y el teatro social, con Boedo, con Arlt, la tendencia dominante de las primeras cuatro décadas del siglo XX que es materia de este volumen. Si es cierto que ese dominio fue tempranamente cuestionado por los escritores de Martín Fierro en los años veinte, no es menos cierto que en 1944, al celebrar la aparición de Las ratas de José Bianco, Borges todavía lamentaba “en la novelística del país… el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez”.
(21) Ese lamento parecía ignorar, extrañamente, no sólo las renovaciones que Arlt había producido justamente sobre la “mera verosimilitud sin invención” de la tendencia realista, sino sobre todo los golpes de gracia que le venían asestando, desde mediados de los años treinta, sus propias ficciones y las de sus compañeros en la revista Sur, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, o, desde otra estética, Eduardo Mallea. Con menos arbitrariedad, Julio Cortázar señaló el cambio en 1948, reconociendo la emergencia de un nuevo “imperio” en la novela: el del orden poético por sobre lo que él llamaba el orden enunciativo del lenguaje, que “es instrumental, sometido al referente”. (22) Pero si se atiende a la lección de Jakobson que subyace en este diagnóstico, se admitirá que se trata de una cuestión relacional, de énfasis, y que ese orden “enunciativo” en que se relata un mundo donde “se cumplen destinos, accidentes, situaciones complejísimas” permanece muy vivo, aunque subordinado. En otras palabras, que los aspectos referenciales y la crítica del presente (y también de momentos del pasado que de una u otra manera revierten sobre el presente) tienen una fuerte incidencia tanto en la nueva novela que se despliega desde Mallea hasta Sabato, e incluso en el mismo Bianco, como, unos años después, en la propia Rayuela de Cortázar (1963).
La declinación de la hegemonía del realismo, en consecuencia, no acarrearía lisa y llanamente su extinción sino sus transformaciones, que se intensificaron, al compás de los descubrimientos de la novela norteamericana, de las experimentaciones más vanguardistas de los europeos y de la revitalización de algunas tendencias latinoamericanas, en buena parte de la mejor narrativa y el arte argentinos de la segunda mitad del siglo XX. Sus formulaciones más convencionales, en cambio, persistieron en diversas expresiones del regionalismo, del teatro de tesis y de la novela social. (23) III Polémicas y defensas en la literatura argentina Desconocemos las causas por las cuales Echeverría nunca publicó El matadero. Tampoco sabremos nunca cómo habría sido la recepción de los lectores contemporáneos. Pero más allá de las circunstancias políticas, el juicio póstumo de Gutiérrez sobre su “desnudo realismo” brinda un indicio significativo de las razones de la autocensura que Echeverría se impuso y de los posibles rechazos que hubiera suscitado. No porque los lectores no estuvieran acostumbrados a lo brutal y a lo soez, que abundaban en la prensa y en otras expresiones populares de la Argentina rosista, sino porque El matadero forzaba los límites de las mezclas autorizadas por las preceptivas del romanticismo para la literatura culta. Se convierte así en el equivalente silenciado y sin lectores de aquellos textos ignorantes de las convenciones que hicieron la fortuna de los primeros realistas modernos.
El preludio naturalista La recepción del naturalismo en la Argentina permite suponer que la de El matadero no hubiera sido pacífica, y no solamente por las polémicas que este avatar del realismo suscitaba en Francia. El conocido episodio de la interrupción de la publicación de La taberna de Émile Zola en el folletín de La Nación después de la primera entrega (agosto de 1879) evoca la autocensura echeverriana. Pero las circunstancias habían cambiado, y se calcula que un año después se vendieron en Buenos Aires mil quinientos ejemplares de Nana en francés. En 1882 se encargaron otros tantos de Pot bouille, por lo que se juzgó innecesario traducirla para publicarla en folletín. Los datos son reveladores acerca del nivel cultural y social del inicialmente restringido círculo de lectores de estas novelas de Zola, muy distinto del que poco después haría posible el “imperio realista” en el teatro y la novela nacionales. Otra diferencia destacable es que si bien los comienzos del naturalismo en Francia ocurrieron alrededor de 1865, su incidencia en la literatura argentina se produjo en sincronía con los años en que alcanzó su apogeo en aquel país (1880-1885). Cambaceres, el exponente más reconocido del naturalismo argentino, pertenecía a ese círculo social restringido, y sus primeros libros tuvieron un notable succès de scandale entre quienes podían descifrar las claves culturales y sociales entretejidas en las anécdotas. Las polémicas acerca de las tesis naturalistas y las referidas al mismo Cambaceres se multiplicaron, y los campos del debate tendieron a definirse en términos más ideológicos que estéticos. Como era de prever, los liberales más progresistas por lo general apoyaron el naturalismo, pero destacados escritores de la clase dirigente, como Miguel Cané, Lucio V. Mansilla y Martín García Mérou lo rechazaron en nombre del buen gusto. Fue en cambio atacado con unanimidad por inmoral, disolvente y no argentino (¿pero qué literatura lo era, salvo la gauchesca?) por católicos y conservadores.
(24) De batallas poéticas y políticas Las polémicas sobre el realismo en la Argentina pertenecen en rigor al siglo XX, y conocieron dos momentos de mayor intensidad: uno, iniciado en el marco de las disputas entre Florida y Boedo, culmina en los años treinta. Las colaboraciones de Borges en Sur, verdadero manifiesto disperso contra las prescripciones de la poética realista, sumadas a las ficciones narrativas que publicó desde mediados de esa década, son su herencia más conspicua. (25) El segundo, en los años sesenta, se proyecta sobre el fondo de los debates internacionales acerca de realismo socialista, realismo crítico y vanguardias que recorrían el campo de la izquierda, estimulados por la revisión de los dogmas que se produjo a partir del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS en 1956. (26) En este caso, los términos de la polémica legitimaron las nuevas expresiones que en la novela y el teatro argentinos cruzaban procedimientos y actitudes críticas propias del realismo con las renovaciones formales de la vanguardia.
Y uno de sus resultados más sensatos, después de poco convincentes proclamaciones de “realismo sin fronteras”, fue el reconocimiento de que no necesariamente toda obra de arte debía ser realista para que se admitiera su calidad estética. Los ataques recíprocos entre boedistas y martinfierristas son bastante conocidos, así como las diferentes posiciones y disposiciones culturales que predominaban en los dos grupos, incluidas las exhortaciones vanguardistas formuladas en algunas revistas de izquierda. (27) Pero esa apelación, que invocaba los antecedentes ilustres de Vladimir Maiakovski, de Bertolt Brecht y de algunos escritores norteamericanos, no fue el rasgo dominante en la literatura de izquierda de esos años. Aunque por lo primario de muchas formulaciones —debido por lo general al escaso capital cultural de los autores— sería tentador relegarlas a un piadoso olvido, las polémicas que por entonces se suscitaron en torno del realismo formaron parte de un debate crucial del siglo XX, revelador de un haz de conflictos que desbordan lo exclusivamente estético para involucrar cuestiones ideológicas que remiten a los campos político y social. En 1930, un libro de Julio Fingerit tuvo la originalidad de colocar la cuestión del realismo en un terreno acotado a lo literario que lo sustraía precisamente a esos conflictos. (28) Reúne artículos sobre el realismo, el naturalismo, la novela, la literatura infantil, Sigmund Freud, Waldo Frank y otros escritores norteamericanos y europeos que muestran un conocimiento notable de las tendencias contemporáneas, sin que las ideas de Fingerit alcancen a otorgar unidad al conjunto. Registra con claridad, sin embargo, la polémica que estaba en el aire y los términos que ponía en juego: “Hay una disputa sobre la novela; sobre los límites de la novela, sobre la realidad en la novela. Es sólo un aspecto de la gran disputa que hay sobre el arte… Y esta disputa es sólo una parte de la gran disputa sobre el conocimiento…”. Como lo han hecho tantos defensores del realismo desde la izquierda, Fingerit negaba el naturalismo y desde sus propias concepciones estéticas rechazaba la copia: “No podemos imitar de veras; sólo podemos recrear.
Cuando una obra parece copia del natural, sólo es porque es superficial”. Propuso entonces, en lugar de la mímesis, una teoría diferente: el sueño como modelo para el arte. Esto no significaba para Fingerit suscribir los postulados surrealistas, puesto que a su juicio los surrealistas no hacían sino imitar el mundo de los sueños. Lo que debe hacer en cambio el artista, sostenía, es servirse del método de libertad creadora que le enseñan las figuras del sueño, para manifestar así en su arte “el sentido entero de la realidad”. Sin que él lo señale explícitamente, estas ideas de Fingerit parecen advertir la semejanza entre las operaciones del lenguaje poético y las del lenguaje de los sueños tal como lo analiza Freud. Del lado de Boedo: realismo y revolución Una propuesta semejante no podía tener eco entre los boedistas, tal como se infiere de las referencias al realismo incluidas en los libros de dos de sus escritores más representativos. (29) En 1935, ya iniciado el reinado de la doctrina del realismo socialista, se publicó El arte y las masas de Elías Castelnuovo, que desarrolla un ataque insistente a las ideas, la literatura e incluso la persona de León Tolstoi —hasta entonces integrante, junto con Guyau y Plejánov, del “catecismo estético” de Boedo— en nombre de las verdades del materialismo dialéctico, o de lo que por ello entendía el autor.
El asunto central de Castelnuovo es destacar la necesidad de que el arte esté al servicio de la revolución y demostrar que para ello debe adherir a una estética que sea accesible a las masas. Estas prescripciones se asientan en una concepción instrumental de la belleza, que ejemplifica con motores, vacas, toros y mujeres: “Un motor que funciona perfectamente posee un sonido bello y agradable”, lo que no debe ser interpretado como un arrebato futurista de Castelnuovo, sino que vendría a demostrar con toda evidencia que la belleza posee “un sentido fundamentalmente práctico y utilitario”. En un sentido estricto, Castelnuovo no se ocupa del realismo, pero su manera de entender la relación entre arte y sociedad depende absolutamente de una idea simplificada de la mímesis: como la burguesía es una clase refinada, supone, el arte burgués es también refinado; como el proletariado es una clase rústica, su arte también debe serlo, así como la música de los negros del Congo es triste porque ellos “vegetan en la mayor indigencia y en la mayor esclavitud”, mientras que la música de “los negreros de Nueva York” rezuma satisfacción y frivolidad. Si por un lado esta correspondencia entre arte y clase social parecería, en consecuencia, ineluctable, por el otro Castelnuovo enfatiza que lo esencial para que el arte sirva a la revolución es el conocimiento de la realidad, y que ese conocimiento requiere “contracción y estudio”. “Se es tanto más realista cuanto más se profundiza la realidad”, sostiene. Y eso solamente sería posible con el método adecuado que brinda el materialismo dialéctico. En consonancia con esos principios, Castelnuovo desprecia el dominio de los recursos técnicos y de los procedimientos artísticos, algo que considera propio de los partidarios del “arte por el arte”. Quienes se internan en esas búsquedas, aunque se proclamen revolucionarios, resultarían servidores objetivos de la burguesía y defensores del orden capitalista.
Con un lenguaje que muestra a las claras su irritación ante las expresiones filosóficas y artísticas que desafían su capacidad de intelección, un lenguaje plagado, como sus ficciones, de figuras tomadas de la patología médica (fetos, vómitos, tubérculos, lombriz solitaria, etcétera), rechaza drásticamente las innovaciones formales de las vanguardias, a las que considera, lisa y llanamente, deformaciones: falsas revoluciones que se apartan de la debida fidelidad a los contenidos de la realidad social. Sólo cuando esos contenidos de la realidad cambien, dictamina, podrá el arte renovarse. Seis años después, Álvaro Yunque reformuló con menos virulencia ideas semejantes bajo una dicotomía que se autorizaba en los versos de Martín Fierro: “El arte intención y el arte sonido”. Hizo de ella el eje de una historia de la literatura argentina que rastreaba las obras que buscaron tomar partido en los conflictos vividos: tal su concepto de “literatura social”, sinónimo en el presente de “literatura proletaria”, y opuesto al arte de la burguesía, “inactual, extemporáneo, deshumanizado, apolítico, arte por el arte”, que “enfrenta al proletariado”. Para Yunque no es la belleza lo que define el arte. Muy por el contrario, belleza y arte pueden llegar a ser términos excluyentes. En consonancia con esta convicción, sostuvo que el dominio de los procedimientos sería, más que innecesario, nocivo: “La técnica es el verdadero enemigo del arte, no la inepcia”. El corolario forzoso y forzado de estas premisas es que sólo la literatura realista es revolucionaria, porque la literatura proletaria, para lograr eficacia, debe ser popular. A la luz de tales postulados, la dicotomía inicial se reinstala en el análisis final de Florida y Boedo: “Los jóvenes agrupados en Boedo tenían un instinto realista —o sea revolucionario de la literatura”. Y más adelante: “…los de Boedo querían transformar el mundo y los de Florida se conformaban con transformar la literatura”. Es esta la oposición que llegó a ser clásica en las batallas estéticas e ideológicas del siglo XX: revolucionarios versus vanguardistas, con su arsenal de denominaciones para cada bando: arte proletario, realistas, socialistas; arte burgués, arte por el arte, decadentes, formalistas. Puesto en otras palabras: el realismo, como arte proletario y revolucionario, aspiraría a conocer la realidad para transformarla. Y para llegar al pueblo al que está destinado, para ser efectivamente popular, ese arte no debe ser artificioso sino sencillo. En este punto Yunque, que al hacer la historia de la literatura argentina había sido capaz de brindar algún juicio acertado, sorprende con la radicalidad de sus elecciones estéticas. A “la poesía arrítmica y gongorizante” de los escritores de izquierda con pretensiones vanguardistas —seguidores de los Esenin y de los Maiakovski —, opone, como paradigma de poesía proletaria, las coplas de un obrero publicadas en un periódico sindical, en las cuales “palpita la rebelión de la pobreza”. Una de ellas: “Más asco que entre la sopa hallar un pelo de vieja, más asco que quien se queja y usa del amo la ropa, más que tamango de tropa, más que el olor al dinero, más que barro de chiquero, lo podrido o con orín, más asco que todo, en fin, más asco me da un carnero”. De estos dos exponentes del pensamiento de Boedo sobre la cuestión del realismo podría concluirse, reformulando una sentencia conocida, que en ciertos casos una defensa puede ser el mejor ataque.
Aun así, no sería acertado ignorar unos planteos que, con toda su brutalidad, traducían a su manera posiciones de la estética oficial del Partido Comunista de la URSS, que eran difundidas a través de una densa red de publicaciones y de otras actividades de divulgación. Porque no eran el producto aislado de unas mentes poco sutiles, sino parte de una ortodoxia prestigiosa, dejaron una larga huella en la compleja problemática de la relación entre estética y política y mantuvieron por años, contra el deseo de los mejores vanguardistas, la ruinosa oposición entre vanguardia y revolución. En ella, esta concepción del realismo ocupó un lugar estelar. Del lado de Sur: el realismo como nacionalismo Pese a las controversias que suscita el proyecto de Sur, resultará comprensible que el propósito dominante de poner al día la literatura argentina dando a conocer lo mejor de la extranjera contemporánea, sumado a una concepción diferente de la literatura, haya conducido a una escasa atención a estas cuestiones, si se exceptúa la mencionada campaña de Borges y su decidida postulación de una nueva poética de la narración. Con todo, un colaborador asiduo de la revista, Carlos Mastronardi, desplegó un verdadero y sabroso ataque al realismo que fue recogido en Formas de la realidad nacional. (30) En perceptible sintonía con el Borges de Sur, Mastronardi reconoció la existencia en nuestro medio de “la superstición documental”, pero no se aplicó a demoler las falacias de la ilusión referencial sino que inscribió su crítica en el marco del debate entre nacionalismo y cosmopolitismo. En otras palabras, no rechazó el realismo por razones estéticas ni asociándolo con la izquierda, sino por sus exigencias nacionalistas que juzgaba insostenibles: “Quienes aconsejan el realismo, la adopción de temas y ambientes locales… no perciben que nuestro potencial humano sufrió mudanzas profundas y que Europa anda por las calles”. Ese afán nacionalista de “realismo descriptivo” conducía finalmente, a su juicio, a algo todavía peor: el regionalismo, una corriente en definitiva “irrealista”, que estima “que nada hay de sustantivo y firme en las comarcas ya tocadas por la técnica de procedencia ultramarina”. Si bien esas ideas críticas no le impidieron escribir el extraordinario poema “Luz de provincia”, donde celebró a su Entre Ríos natal, Mastronardi deploraba con mordacidad las consecuencias nefastas del mandato realista: “A despecho de la opinión dominante, no es aventurado afirmar que nuestra literatura adolece de regionalismo. Cada provincia habla con la voz de numerosos personeros, no hay particularidad silvestre que no tenga su pertinente alejandrino, y estos últimos años nos benefician con una especie de avasallante lirismo geográfico”. El realismo, insistía Mastronardi, es la forma mezquina del nacionalismo en literatura.
El realismo redimido Poco después de la publicación del libro de Yunque, una conferencia pronunciada por Héctor P. Agosti en Montevideo y varias veces reeditada tuvo el mérito de levantar el nivel del debate en el campo de la izquierda argentina. (31) Al corpus tradicional, que se centraba en Marx, Engels y Plejánov, le aportó una combinación novedosa de algunas ideas de Ortega y Gasset sobre la “deshumanización del arte” con las categorías de Lukács. Los juicios negativos de este último sobre las vanguardias eran compartidos por Agosti, como lo atestiguan las expresiones con que se refiere a ellas: “epígonos”, “delirios irracionales”, “subjetivismo orgulloso”, “secuaces”. Apeló además a una metaforización de la historia del arte del siglo XX que encontraba un “oscuro medioevo” en la primera posguerra, cuando las vanguardias convirtieron el realismo en “mala palabra”, y auguraba un Renacimiento con la feliz emergencia de uno nuevo. ¿En qué consistía ese Nuevo Realismo defendido por Agosti? No, por supuesto, en una repetición del tradicional, “detenido en la corteza de los fenómenos”, sino en uno capaz de captar “la trama sutil y endiabladamente dialéctica de la realidad esencial”. Como se ve, en esta definición de inocultable raíz lukacsiana se trataba nuevamente de la dimensión gnoseológica del arte, cuyo fundamento filosófico sólo podía brindar ahora el materialismo dialéctico. Para caracterizar ese realismo adecuado a los cambios reclamados por los tiempos, Agosti propuso algunas adjetivaciones que lo precisaran, como “dinámico” y “suprasubjetivo”. Resulta por lo tanto sorprendente que, al llegar el momento de las definiciones, reaparezcan dos fórmulas bien conocidas del siglo XIX: “los personajes típicos en circunstancias típicas” (Engels) y “la traducción de la realidad a través del temperamento” (Zola). Con todo, fue mérito indiscutible de Agosti admitir por fin que no es posible exigir, en nombre del realismo, la “uniformidad de los medios expresivos”, ya que una misma estética común puede admitir diversidad de poéticas o soluciones formales. A partir de esta comprobación, desmanteló la oposición entre realismo y arte abstracto para postular, con un giro casi hegeliano, la “superación hereditaria” del arte abstracto en el nuevo realismo. Se convirtió así en precursor involuntario de las posiciones que a partir de los años sesenta legitimarían los cruces entre realismo y experimentación formal, que en diversas prácticas artísticas anularon de hecho el enconado divorcio entre vanguardia estética y vanguardia política. Bajo la impronta de la apertura pionera de Agosti, cuya línea de pensamiento, si bien más refinada, no se separó de la ortodoxia comunista, la exposición más relevante sobre la renovación de la problemática del realismo en la literatura argentina elaborada desde la izquierda fue la de Juan Carlos Portantiero. (32) El estancamiento del debate cultural que significaron los diez años del primer peronismo, más la cerrada obediencia del Partido Comunista a los preceptos estalinistas retrasaron en la Argentina la atención hacia las renovaciones en el pensamiento marxista que se habían iniciado en la segunda posguerra europea y que se intensificaron con el “deshielo” en los años cincuenta. Resulta entonces sintomático que el libro haya aparecido a principios de una década que asistió a intensas recolocaciones en el campo de la izquierda argentina, una de las cuales tuvo como protagonista al mismo Portantiero, y ya en un plano más específico, a la multiplicación de publicaciones y traducciones donde los debates sobre el realismo circulaban como una cuestión candente y terminaron por desmantelar los términos de la ortodoxia partidista. (33) Sea cual fuere la relación entre estos fenómenos, lo cierto es que las huellas de Agosti se revelan tanto en la tentativa de legitimar la poética de escritores vinculados con el Partido Comunista como en el rescate de las vanguardias para el nuevo realismo, si bien Portantiero se muestra más comprensivo con ellas a la hora de valorar tanto sus logros estéticos como sus intenciones políticas. En ese talante, escribe: “Los mejores portavoces de la vanguardia, quienes verdaderamente la habían sentido como forma de ‘revolución’ contra estructuras que no compartían, quienes menos se dejaron tentar por los elementos decadentistas, finalizaban su experiencia en ella y pasaban a otro plano: el de la racionalidad del marxismo, el de la praxis que superaba el punto de vista de la alienación.
[…] El camino de un realismo surgido no como prolongación de la vanguardia, sino como su superación dialéctica, a partir de los elementos valiosos aportados por ella en el terreno del lenguaje y del conocimiento”. Pero en un giro curioso, esta sensibilidad hasta entonces tan poco frecuente hacia las vanguardias en el campo de la izquierda argentina retorna sin embargo a la reivindicación de Boedo como la fuente nutricia donde debía abrevar toda renovación del realismo. “Culturalmente —afirma Portantiero— Boedo tiene una importancia tan grande que toda la literatura de izquierda en la Argentina (es decir, todo el cuerpo vivo de la narrativa argentina) está marcada con su sello”. Lamentará entonces que las nuevas manifestaciones que considera más valiosas entre las que intentan “ubicar la novela en un diálogo con la realidad”, a su juicio las de Beatriz Guido y de David Viñas, hayan adherido al “compromiso” y no al realismo. Porque la literatura comprometida, según Portantiero, al ignorar el antecedente nacional de Boedo, habría obturado la continuidad con esa tradición, aislándose así del “cuerpo vivo” que alimentaría la única posibilidad de una comunicación con el pueblo. “El terrorismo de Castelnuovo —opina— sigue siendo, como actitud, más valioso que el de Solero, o que el de Viñas en Los años despiadados…” Y concluye: “Sólo a través del realismo, la izquierda —desde Boedo hasta los ‘comprometidos’— superará el desgarramiento de su separación con el pueblo. Porque el realismo obliga al intelectual a una elección; lo libra de la ambigüedad, lo inserta en la historia”. ¿Se podría leer en estas sentencias una profecía de la actual reivindicación de los excesos de Castelnuovo? No parece posible. La apelación a Boedo sugiere la búsqueda de una tradición en la que pueda afirmarse la necesaria sutura de la escisión entre los intelectuales y el “pueblo-nación”. Aunque también aquí se descubren las huellas de Agosti, la evolución posterior de las posiciones políticas de Portantiero tampoco autoriza a leer en sus propuestas una subordinación invariable a la línea dogmática del Partido Comunista. Puestas en su contexto, evocan más bien algunas metáforas conocidas: canto del cisne o búho de Minerva, estas exhortaciones sobre el realismo surgieron en la Argentina cuando su estrella declinaba. Porque lo cierto es que, justamente a partir de 1961, la consagración internacional de Borges, la aparición de Rayuela, el cambio de situación de la literatura latinoamericana promovido por el boom y, por último, las realizaciones literarias y artísticas que hacia fines de la década buscaron fusionar vanguardia estética y vanguardia política, crearon un escenario que terminó por desplazar la perspectiva de los análisis de Portantiero. Y cuando la violencia y el terror arrasaron ese escenario sesentista, el debilitamiento de la exigencia vanguardista en la literatura y el arte y el eclipse del imperativo revolucionario en el horizonte de la izquierda hicieron que los términos de las polémicas sobre el realismo cambiaran para siempre. 1- En “On the discrimination of Romanticisms”, citado por René Wellek, Concepts of Criticism, New Haven and London, Yale University Press, 1963. 2- Según René Wellek (op. cit.), en Francia el término realismo se utilizó por primera vez en literatura en 1826, pero el significado habitual no cristalizó hasta mediados del siglo, con el debate en torno de Courbet y la actividad de novelistas menores como Champfleury y Duranty. 3- Para un desarrollo complementario de estos aspectos, ver Raymond Williams, Keywords, Nueva York, Oxford University Press, 1983. 4- H. de Balzac, La Comédie Humaine, París, Conard, 1912. Prólogo, traducción de Valeria Castelló Joubert y Emilio Díaz Bernini, mimeo. Émile Zola, El naturalismo, Barcelona, Península, 1972. 5- Leo Bersani, “Le réalisme et la peur du désir”, Poétique, 22, París, abril de 1975. 6- Fredric Jameson, The Political Unconscious, Ithaca, Cornell University Press, 1981. Para los argumentos de Q. D. Leavis, Fiction and the Reading Public (1932), Londres, Chatto and Windus, 1965. Para otra referencia a las posiciones de Jameson acerca del realismo, Perry Anderson, Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000. 7- Mijail Bajtin, Esthétique et théorie du roman, París, Gallimard, 1978; La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza Editorial, 1987. 8- Ian Watt, The rise of the Novel, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1957. 9- Leo Spitzer, “Perspectivismo lingüístico en El Quijote”, en Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1968. 10- Sobre el concepto de verosímil, ver Le vraisemblable, Communications, Nº 11, París, 1968. 11- El término romance designa ficciones narrativas en prosa o en verso que contienen elementos legendarios y maravillosos. 12- René Wellek (op. cit.) despliega el concepto a partir del análisis de la definición de realismo como “representación objetiva de la realidad social contemporánea”, y atendiendo a un contexto histórico europeo que lo coloca en oposición polémica al romanticismo y al clasicismo. 13- Lukács introdujo categorías centrales para la consideración del realismo, entre ellas la de “tipo” como instancia de mediación entre lo particular y lo universal. Ver, además de su monumental Estética, Ensayos sobre el realismo, Buenos Aires, Siglo XX, 1965, Significación actual del realismo crítico, México, Era, 1963. Para las polémicas suscitadas por sus posiciones, ver entre otros, Theodor W. Adorno, “Lukács y el equívoco del realismo”, en Realismo: ¿mito, doctrina o tendencia histórica?, Buenos Aires, Tiempo contemporáneo, 1969; George Steiner, “Georg Lukács y su pacto con el demonio: una crítica liberal” y Harold Rosenberg, “Georg Lukács y la tercera dimensión”, en Lukács, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969. 14- David Viñas, Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1974. 15- Noé Jitrik, “Forma y significación en El matadero de Esteban Echeverría”, en El fuego de la especie, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971. 16- Sobre la “línea de novelas frustradas” y la tardía emergencia del género en América Latina, ver Mariano Picón Salas, De la conquista a la independencia [1944], Caracas, Monte Ávila, 1991. Para el caso argentino, Ricardo Rojas, Historia de la literatura argentina [1917-1922], tomo III, Buenos Aires, Kraft, 1957. 17- Ricardo Rojas, op. cit., tomo IV. 18- H. Carambat, “El fundador de la novela argentina”, Martín Fierro, Segunda época, Año I, Nº 5/6 (15 de mayo-15 de junio de 1924) y Nº 7 (25 de julio, 1924). 19- Sobre Libro extraño de Sicardi como punto de partida para la novela realista, ver el trabajo de Graciela Salto en este volumen. 20- Para completar los datos de esta aproximación desde excelentes perspectivas críticas, ver Capítulo. Historia de la literatura argentina, Buenos Aires, CEAL, tomos 2 (1980), 3 (1981) y 4 (1982). 21- Sur, Nº 111 (enero de 1944). 22- Julio Cortázar, “Notas sobre la novela contemporánea”, Realidad, Buenos Aires, año III, vol. 3 (marzo-abril de 1948). 23- Para el repertorio de textos y autores que ilustrarían estas hipótesis, véanse, además de los ya mencionados volúmenes 2, 3 y 4 de Capítulo, los trabajos de Josefina Delgado, Beatriz Sarlo y Jorge Lafforgue sobre la novela, el cuento y el teatro, respectivamente, en Capítulo. Historia de la literatura argentina, op. cit., vol. 1, 1980. Para una perspectiva complementaria, David William Foster, Social Realism in the Argentine Narrative, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1986. Un inventario más completo, pero de insatisfactorio desarrollo crítico, en Fernando Alonso y Arturo Rezzano, Novela y sociedad argentinas, Buenos Aires, Paidós, 1971. 24- Para la recepción del naturalismo ver Rita Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina (1880 1900), Amsterdam-Atlanta, Rodopi, 1998; Iñaki Liaño Vesga, “El naturalismo en la literatura argentina y su reflejo en la prensa de la época”, CELEHIS, Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, UNMdP, Año V, Nº 6-7-8, Mar del Plata, 1996. Claude Cymerman, “La acogida del naturalismo en Argentina: la polémica engendrada por la obra de Eugenio Cambaceres”, Arquivos do Centro cultural português, vol. XXXI (separata), París, 1992. Andrés Avellaneda, “El naturalismo y Eugenio Cambaceres”, Capítulo. Historia de la literatura argentina, op. cit., vol. 2. 25- Ver Beatriz Sarlo, “Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo”, Punto de vista, V, 16, Buenos Aires (noviembre de 1982). María Teresa Gramuglio, “Bioy, Borges y Sur. Diálogos y duelos”, Punto de vista, XII, 34 (julio-septiembre de 1989); íd., “Una década dinámica. Posiciones, transformaciones y debates en la literatura argentina alrededor de los años treinta”, en Manuel Cattaruzza (comp.) Nueva historia argentina, tomo VII, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. 26- Sobre la crisis de la ortodoxia estalinista del Partido Comunista argentino ver Horacio Crespo, “Poética, política, ruptura”, en Susana Cella (dir.), La irrupción de la crítica. Historia crítica de la literatura argentina, vol. 10, Buenos Aires, Emecé, 1999. 27- Ver, en este mismo volumen, los trabajos de Adriana Astutti, y de Alejandro Eujanián y Alberto Giordano. 28- Julio Fingerit, Realismo, Buenos Aires, M. Gleizer editor, 1930. Julio Pablo Fingerit (1901-1979) estudió en los Estados Unidos. Fue escritor, profesor y funcionario en el área educativa. Se convirtió al catolicismo. Colaboró en diversas publicaciones, entre ellas Criterio y fue el primer director de Número. 29- Elías Castelnuovo, El arte y las masas. Ensayos sobre una nueva teoría de la actividad estética [1935], Buenos Aires, Claridad, s/f. Álvaro Yunque, La literatura social en la Argentina. Historia de los movimientos literarios desde la emancipación nacional hasta nuestros días, Buenos Aires, Claridad, 1941. 30- Carlos Mastronardi, Formas de la realidad nacional, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1961. Aunque publicado en esa fecha, el libro recoge artículos escritos en años anteriores. 31- Héctor P. Agosti, Defensa del realismo (1945), Buenos Aires, Lautaro, 1963. Esta edición incluye “Los problemas de la novela”, una conferencia de 1940 en la que el autor refuta las ideas de Ortega y Gasset sobre la novela y revierte la “deshumanización del arte” oponiéndole una “rehumanización” por medio de un nuevo realismo. 32- Realismo y realidad en la narrativa argentina, Buenos Aires, Procyón, 1961. Sobre el alcance político de la intervención estética de este libro, ver el ya mencionado trabajo de Horacio Crespo. Sobre su contexto de aparición, Horacio Tarcus, “El corpus marxista”. Véanse además los trabajos de Sergio Olguín y Claudio Zeiger sobre narrativa. Todos en Susana Cella (dir.), La irrupción de la crítica. Historia crítica de la literatura argentina, op. cit. 33- A la profusión de artículos y debates publicados en las revistas de la época se debe sumar la traducción de textos clave de la estética marxista: Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico, México, Era, 1963; Roger Garaudy, Hacia un realismo sin fronteras, Buenos Aires, Lautaro, 1964; Galvano della Volpe, Crítica del gusto, Barcelona, Seix Barral, 1966, y de otros autores, especialmente italianos, como Antonio Gramsci, Mario de Micheli, Paolo Chiarini, Carlo Salinari.

