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miércoles, 5 de noviembre de 2025

INTRODUCCIÓN EL IMPERIO REALISTA por María Teresa Gramuglio




 INTRODUCCIÓN EL IMPERIO REALISTA por María Teresa Gramuglio 

 El imperio realista es el tomo VI de la Historia crítica de la literatura argentina según el plan general de la obra. Los lectores habrán percibido que el criterio que preside la concepción de cada volumen combina el recorte de un segmento cronológico con lo que se propone como una dominante de orden literario en ese período. En este caso, el recorrido temporal se inicia a fines del siglo XIX y culmina en los años treinta del siguiente. La dominante refiere a la emergencia y consolidación de la hegemonía del realismo, como poética y como actitud, fundamentalmente en la narrativa y en el teatro. De ahí la presencia en los capítulos de los autores, géneros y formaciones que fueron los exponentes más significativos de esa tendencia: Sicardi, Payró, el sainete, el teatro social, Boedo, las revistas de izquierda, Gálvez, Lynch. Ya hacia el final del período, los textos de Arlt, con las fantasías de transgresión de su mundo imaginario, con las formas atípicas de representación metafórica y los desvíos del orden temporal-causal en el discurso narrativo, imprimieron en las convenciones del realismo una torsión singular que se extremó en su obra dramática hasta forzar los límites que esa poética había fijado en el teatro nacional.

 El conjunto de los trabajos permite vislumbrar una hipótesis: que el momento del “imperio realista” resultó decisivo en la formación de la literatura argentina moderna. Se verifica entonces un crecimiento efectivo del espacio de la cultura letrada, que se materializó en el aumento de la presencia del libro nacional y en la multiplicación de canales de difusión de la producción literaria, desde los teatros a las revistas; estos factores, sumados a otros proyectos editoriales y culturales, han sido unánimemente señalados por sus protagonistas y por los estudios posteriores como indicadores elocuentes de la verdadera aparición del teatro y de la novela nacionales. Una rápida mirada al momento anterior brinda argumentos en favor de esa hipótesis. 

Los cambios sociales ocurridos en las últimas décadas del siglo XIX habían generado políticas culturales implementadas desde el Estado que tendían a formar a los ciudadanos alfabetizados requeridos por el proyecto modernizador. El éxito de esta estrategia se tradujo en la aparición de un nuevo público lector que en su mayoría se mantuvo ajeno al espacio tradicional de la cultura letrada, y que canalizó su recién adquirida destreza en periódicos, folletos y folletines entre los que descollaron los vinculados con el criollismo. Mientras este formidable proceso daba origen a un circuito de cultura popular que prácticamente carecía de antecedentes en el pasado, el espacio de la cultura letrada, ligado al libro como objeto específico, se mantuvo estable y casi estático. (1) En los primeros años del siglo XX el ímpetu del fenómeno criollista empezó a declinar, y su relevo fue tomado por los folletines sentimentales, cuyo apogeo se sitúa entre 1917 y 1925. (2) Coexistiendo con ese pasaje, muy pronto empiezan a advertirse los signos de un desplazamiento que dará a la literatura en formas cultas un espacio que, sin llegar a ser comparable en magnitud con el que disfrutaron aquellas expresiones populares, fue sin embargo lo suficientemente consistente como para que en él la novela y el teatro encontraran un público capaz de sostener una producción regular. El realismo literario resultó inseparable de este desplazamiento. En primer lugar, porque sus procedimientos tradicionales, ya sedimentados en la literatura occidental, sumados a las amplias zonas de contacto entre sus ficciones y las del folletín, resultaban funcionales a las disposiciones y expectativas de los nuevos lectores que ingresaban en el universo de la cultura letrada. Luego, porque aquí, como en todas partes, la seducción del referente propia de las poéticas miméticas las torna particularmente adecuadas para tramitar las necesidades de reconocimiento y autoconciencia que se agudizan en los momentos en que el cambio social hace de la sociedad un problema para sus integrantes. Esta hipótesis deja en pie un gran interrogante.

 ¿Era ese desplazamiento parte de estrategias culturales disciplinadoras tendientes a reprimir los efectos social y culturalmente peligrosos que una elite primero asombrada y luego francamente irritada, así como poco después otros sectores más nuevos del campo literario, atribuían a los folletines populares? No parece acertado suscribir un punto de vista tan unilateral. Por normalizadores y conformistas —y hasta oportunistas— que puedan parecer hoy muchos textos y proyectos vinculados con la tendencia realista, ese punto de vista no solamente no haría justicia a las convicciones democratizadoras y a la voluntad de comprensión y de denuncia que animaba a muchos de sus protagonistas. Tampoco haría justicia al potencial cognoscitivo y crítico, por lo tanto también liberador, que supone el acceso a la cultura letrada, ni a la capacidad de las nuevas generaciones de lectores para desarrollarlo. 

 Se acepte o no aquella hipótesis, como ninguna poética puede comprenderse cabalmente si no es en relación con un contexto específico, la mayoría de los trabajos contenidos en este volumen busca vincular las diversas manifestaciones del realismo con las transformaciones de la Argentina que incidieron en la configuración del campo literario. Esas transformaciones favorecieron, entre otros cambios, el surgimiento de nuevos actores culturales y tipos de escritor, el crecimiento del público lector, los avances en el proceso de profesionalización de los escritores, la diversificación de los géneros, y la formulación de proyectos literarios y culturales más variados y hasta opuestos entre sí. Junto a estos aspectos, y siempre en torno a la dominante propuesta, se trató de registrar además la incorporación de nuevas zonas de la representación y de la subjetividad, y de explorar algunos territorios vecinos del imperio realista, como el regionalismo y la novela histórica. Estas ampliaciones no implican que hayamos buscado la exhaustividad: expresiones muy relevantes de la literatura de esos mismos años, algunas afines a la poética del realismo y otras ajenas o decididamente enfrentadas a ella, como el ensayo de interpretación nacional del Centenario y de los años treinta, las vanguardias de los años veinte, un autor como Ricardo Güiraldes o una revista como Sur, precisamente porque escapan a la dominante de que se ocupa este volumen, son estudiados en otros cuya articulación los integra mejor. 

 El primer capítulo introduce la materia central con una aproximación al concepto de realismo y algunas reflexiones sobre sus avatares en la literatura argentina, con una breve referencia a las polémicas que suscitó, en particular en su erizada relación con las vanguardias. En los capítulos siguientes, a los temas y autores ya mencionados se suman otras decisiones menos previsibles. Por ejemplo, la de incluir la poesía entre los géneros alcanzados por la actitud realista, cuando se sabe muy bien que el de la poesía es el menos referencial de los lenguajes. Las razones se fundan, en este caso, en una de las concepciones del realismo que se exponen en el capítulo primero: la que lo vincula con las poéticas de mezcla y con los discursos que incorporan el registro del presente, incluso en sus aspectos más prosaicos y hasta irrisorios. Menos previsibles aún resultan los capítulos dedicados a Criterio y Hugo Wast, a los viajeros culturales y a Arturo Cancela.

 En el primer caso, quisimos iniciar la discusión sobre un sector muy poco transitado en los estudios literarios y culturales argentinos, interrogando dos fenómenos disímiles pero relacionados: la extraordinaria difusión que alcanzó una narrativa supuestamente realista que se caracteriza por su escasa densidad estética y el proyecto cultural de una publicación católica que, habiendo empezado por promover manifestaciones literarias menos decepcionantes, les brindó a la narrativa de Wast y a ficciones de características similares un sólido apoyo. La cuestión de los viajeros culturales, por su parte, vuelve sobre la larga serie de visitantes que desde el siglo XIX plasmaron imágenes de la Argentina que resultaron decisivas para algunas de las construidas en la literatura nacional; la hipótesis que subtiende la propuesta es que la Argentina que vieron los viajeros de las primeras décadas del siglo XX inspiró buena parte de los tópicos del ensayo de interpretación de los años treinta, y modeló incluso ciertas representaciones muy características de la narrativa de este período. ¿Y qué decir sobre Arturo Cancela, cuyas ficciones “funambulescas”, aunque refieran de un modo casi directo y extremadamente crítico a hechos culturales y políticos bien conocidos, como el mismo asunto de los visitantes extranjeros o el yrigoyenismo, distan con tanta evidencia de los parámetros realistas? A la pregunta se puede responder con otra: ¿dónde poner a Cancela?

 Tal vez solamente junto a Macedonio Fernández; es casi tan inclasificable como éste, aunque lo diferencia de Fernández, además de su nacionalismo reaccionario, la menor intensidad de sus ideas literarias. En cuanto a las muchas omisiones, no sólo se deben al carácter inevitablemente incompleto de cualquier historia literaria que aspire a ser, como ésta, una historia crítica, y por lo tanto rechace el catálogo y adopte ciertos criterios de selección; se deben también, en el caso particular de este volumen, al propósito deliberado de evitar acumulaciones enciclopédicas para centrar los capítulos en torno de unos pocos nombres y temas que se juzgan suficientemente representativos. Entre esas omisiones, una de las más lamentables es la del caudaloso repertorio de publicaciones constituido por la literatura criollista, los folletines sentimentales, el radioteatro y otras manifestaciones pertenecientes al circuito de consumo popular, que combinaron algunos tópicos y procedimientos del realismo con elementos costumbristas, por lo general en el marco del paradigma tardorromántico sentimental. Incluir capítulos sobre esos materiales, en muchos casos más adecuados a los estudios culturales que a la crítica literaria —por imprecisas que sean hoy las fronteras entre unos y otra—, hubiera conferido a este tomo dimensiones inmanejables. En cuanto a las diversas reformulaciones del realismo en la literatura de los años cuarenta y cincuenta, así como a los nuevos problemas que plantea su visible recuperación en manifestaciones literarias, artísticas y culturales de nuestro tiempo, ellos quedan, como se comprenderá, fuera de los límites del período que abarca este volumen. (3) 

El objeto central de El imperio realista, o si se quiere su tema, guarda una curiosa pero explicable vinculación con el proyecto general de esta obra. Ambos, realismo e historia literaria, son formas discursivas estrechamente asociadas en las concepciones literarias del siglo XIX y hace ya tiempo cuestionadas. Al respecto, Fredric Jameson señaló con razón que la historia literaria tradicional puede ser vista como una subespecie del realismo narrativo, en tanto mantenía ciertos criterios de representación propios de ese paradigma, en particular el orden temporal y el sujeto unificado, que se traducían en los criterios cronológicos y en el privilegio otorgado a la figura del autor. 

Ese sujeto y ese ordenamiento son los que están hoy en crisis. Pero no solamente eso. También está en crisis el paradigma ideológico y cultural según el cual una historia de la literatura unipersonal era, a la vez que una exigencia para la consolidación de la nacionalidad, la coronación de una carrera académica. Por estas razones, el rechazo de los ordenamientos que se apoyan en concepciones teleológicas y totalizantes, el modelo de una empresa colectiva formada por trabajos monográficos y articulada sobre ciertos núcleos que se consideran relevantes, el acento puesto sobre la dimensión crítica más que sobre las informativa y explicativa, son las formas en que tiende a manifestarse en esta disciplina la crisis de grandes relatos que se suele considerar definitoria de nuestro tiempo. 

Resulta evidente, además, que este tipo de soluciones teóricas y formales convoca tanto al lector común interesado por la literatura y la cultura y sus historias, que fue el destinatario casi natural de las historias de la literatura tradicionales, como a otros lectores bastante más próximos al especialista: pues para unos y otros se requiere, desde el estilo mismo de las exposiciones, la disposición de suplir tanto las elipsis del relato como los vacíos de la información. El proyecto de la Historia crítica de la literatura argentina revela una clara conciencia de estas transformaciones. No obstante, en este volumen se mantienen algunos criterios tradicionales: hay varios capítulos centrados en un autor y se busca sugerir, aunque sea parcialmente, un cierto hilo cronológico que organice el complejo entramado de condiciones sociales, espacios culturales, tradiciones e innovación que sustentan la evolución literaria. Si me fuera permitido parafrasear a Hayden White, diría que esta decisión apunta, desde mi perspectiva personal, a restaurar un cierto deseo, y al mismo tiempo a mostrar cómo pienso que las cosas son. Y también a expresar, eludiendo las actuales imposiciones de la academia, la nostalgia por aquellos miles de lectores comunes que siguieron durante meses la aparición de las dos ediciones de Capítulo. (4) No puede faltar, en esta Introducción, el agradecimiento explícito a los colaboradores, que respondieron con entusiasmo y generosidad a la convocatoria y fueron comprensivos con nuestras sugerencias. Son todos investigadores y profesores universitarios, estudiosos de los temas que aquí han desarrollado.

 Cada uno de ellos asumió su condición de autor, y como responsable del volumen respeté en lo posible, aun en casos de disidencia, los diversos enfoques críticos, ideas y estilos: de ahí la impresión de heterogeneidad que puede causar el conjunto, a pesar de que el trabajo final de edición intentó alcanzar una cierta unidad de tono que fuera perceptible. Por último, las muchas falencias que no dejarán de advertirse son de mi exclusiva responsabilidad. 1- Este proceso ha sido brillantemente analizado en Adolfo Prieto, El discurso crio- llista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. 2- Sobre la emergencia y características de los folletines sentimentales y de su público, ver Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985. 3- Para algunos desarrollos teóricos y críticos de estas reformulaciones, ver Laura Scarano, Los lugares de la voz, Melusina, 2000, y José Luis de Diego, ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, La Plata, Al Margen, 2001. 4- Ver María Teresa Gramuglio, “Historias de la literatura argentina: pasión y deseos”, Punto de vista, XIII, 36, Buenos Aires, diciembre de 1989. DESTIEMPOS EL REALISMO Y SUS DESTIEMPOS EN LA LITERATURA ARGENTINA por María Teresa Gramuglio I Sobre el concepto de realismo Como tantos conceptos utilizados en la historia de la literatura, la palabra realismo ha significado cosas tan diversas que de ella podría decirse lo que Arthur O. Lovejoy dijo del romanticismo: que ya no significa nada. (1) A esta situación común se agregan algunas dificultades específicas. En primer lugar, que el término realismo proviene de la filosofía, donde tiene una trayectoria larga y compleja. Luego, que tanto el problema de la relación del arte con la realidad como la “actitud realista” —entendiendo por tal el propósito de imitar una realidad, sea natural o ideal— se instalaron en el pensamiento y el arte occidentales muchos siglos antes de que surgiera, en un momento particular del siglo XIX, el que fue reconocido como el realismo por antonomasia: el que tuvo su centro en Francia y su momento polémico más alto con la pintura de Gustave Courbet. (2) En literatura, ese realismo reúne un conjunto de nombres bien conocidos, entre los cuales, más allá de las recolocaciones que han realizado historiadores y críticos, sobresalen los de Stendhal, Balzac, Flaubert y Zola. (3) Por sobre la complejidad y aun la relatividad de la noción de realismo, habría, en principio, dos grandes modos de considerarlo en el arte: bien como esa actitud que busca alcanzar alguna semejanza con lo real, y por lo tanto como una modalidad que atraviesa los siglos, o bien como un concepto que remite a un período delimitado de la historia del arte y de la literatura, y por lo tanto como una modalidad específica del siglo XIX.

 En ambos casos, el término realismo convoca una serie de palabras que pertenecen a una misma constelación semántica: imitación, mímesis, verosimilitud, representación, referencialidad. Son palabras que indican algún tipo de relación entre dos órdenes heterogéneos: uno, el universo de “lo real”, que se supone externo y objetivo; el otro, el del lenguaje, sea verbal o visual. En ambos casos, haya o no formulaciones explícitas de una poética realista, lo que subyace es una cierta confianza en el vínculo entre signo y referente. Esto último, sin embargo, no debería conducir a suponer que los escritores realistas creían ingenuamente en una relación sin problemas entre “las palabras y las cosas”. A pesar de las declaraciones arrogantes (las de Balzac, por ejemplo, proponiéndose “copiar toda la sociedad, abarcándola en la inmensidad de sus agitaciones”, o las de Zola, afirmando que el novelista experimental sueña hacerse “amo de la vida para dirigirla”), para los grandes realistas, es decir para los inventores y los maestros, no para los repetidores epigonales, ése era exactamente el problema a resolver: cómo crear una forma que lograra la ilusión de representar lo real. (4) Desde sus revulsivos orígenes, las controversias en torno del realismo parecen no tener fin. A eso han contribuido, en el siglo XX, tanto las prescripciones normativas de Georg Lukács, para quien las manifestaciones posteriores a los grandes modelos decimonónicos, siempre acosadas por el fantasma de la decadencia, dejan escapar la realidad “verdadera” o “esencial”, como las denigraciones a que lo sometieron diversas corrientes críticas posteriores. En esos dos registros reside quizá la causa de que cualquier aproximación actual al realismo que insinúe algún reconocimiento no se atreva a prescindir de innumerables salvedades, ironías y reticencias. 

 Georg Lukács opuso dogmáticamente la perspectiva integradora del realismo a la visión fragmentaria de las vanguardias, que consideraba una herencia de los errores del naturalismo. Desde una posición favorable a las vanguardias, Roland Barthes, en El grado cero de la escritura (1953), empezó por considerar la escritura realista como un fracaso, tanto a nivel de la forma como de la teoría, para finalmente condenarla en S/Z (1970) al lado malo de su conocida división entre lo legible y lo escribible, una evaluación que no le impidió reescribir Sarrasine, la novela de Balzac, desde un aparato de códigos semántico-estructurales tendiente a “diseminar [el texto]… en el campo de la diferencia infinita”. Pocos años después, Leo Bersani sostuvo en uno de sus ensayos más difundidos que la novela realista del siglo XIX, con sus procedimientos orientados a brindar una representación coherente del mundo, reprime brutalmente el deseo que subvierte el orden social. (5) Como replicándole, Fredric Jameson, en cambio, propuso una lectura de la relación entre realismo y deseo en la obra de Balzac que recuerda parcialmente algunos argumentos de Q. D. Leavis: los obstáculos que pone la novela realista a la realización del deseo implicarían, por un lado, como sugiere Leavis, una forma de conocimiento de la “superficie resistente” de lo real, pero funcionarían, por el otro, como una tortuosa formación compensatoria que busca superarlos; apuntarían por lo tanto a preservar el objeto fantaseado de las usuras de la historia y de la “roca firme” de lo real contra la que choca inexorablemente. (6) Estos pocos ejemplos revelan que las controversias sobre el realismo siguieron abiertas durante el siglo XX. Y tal vez lo seguirán estando: pues son innegables sus retornos en la narrativa y el arte, sean o no tributarios de estéticas posmodernas, así como su innegable vitalidad actual en diversas expresiones de la cultura popular y de los medios masivos. Cuestiones de forma: el realismo en la “larga duración” No sería pertinente internarse aquí en estas cuestiones. Pero sí lo es acudir a algunos autores ya clásicos que brindan puntos de partida más adecuados para los contenidos de este volumen. Para la perspectiva que considera el realismo como una actitud que atraviesa los siglos, el primero de ellos es Mijail Bajtin. 

Cuando escribe sobre la novela y la vincula con los géneros “cómico-serios” que se remontan a la Antigüedad, o cuando escribe sobre Rabelais y la cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Bajtin encuentra en esos períodos tempranos formas que representan la realidad o que se refieren a ella de un cierto modo. (7) De un cierto modo: esto quiere decir que no se trata, para Bajtin, exclusivamente de una cuestión temática, es decir de contenidos referidos al “vil presente” o a los aspectos más bajos o materiales de la realidad, sino de las formas o modos que reviste la representación. 

El mundo mostrado con precisión hasta en sus detalles más ínfimos, y aun los episodios fantásticos de Rabelais, tienen siempre, dice Bajtin, un carácter “individual, nominal, perfectamente concreto”. Y agrega más adelante: “cada objeto quiere, por así decirlo, ser llamado con un nombre propio”. Y con eso alude a un procedimiento usual del realismo: personas, lugares y objetos no aparecen en los textos realistas “clásicos” como abstracciones ni como alegorías, sino en sus detalles concretos como entes individuales, lo que viene a significar, en sus términos, “reales”. Se podría pensar que el énfasis sobre el nombre propio explica la desmesurada pretensión de Balzac de hacerle la competencia al Registro Civil. El segundo autor que contribuye a esta reflexión sobre el realismo desde una perspectiva de “larga duración” es Erich Auerbach en su gran libro Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. El título no haría más que confirmar el valor otorgado al concepto aristotélico de mímesis, aun cuando Auerbach sea muy escueto al respecto cuando afirma, en el epílogo, que su libro se ocupa de “la interpretación de lo real por medio de la representación literaria o ‘imitación’”. Pese a su brevedad, el enunciado parece sugerir que si se trata de interpretar y de representar, la imitación o mímesis dista de ser considerada una mera copia de lo real.

 Pero lo más relevante es que para Auerbach, como para Bajtin, el realismo se vincula con una cuestión formal: en este caso, con el ataque a la regla clásica de la separación de niveles, según la cual a “lo real, cotidiano y práctico” le corresponde en literatura un género estilístico bajo, y a lo sublime, heroico o trágico, un estilo elevado. No es que en esta concepción los “contenidos” estén del todo ausentes, como lo prueba la referencia a lo “cotidiano y práctico”, pero lo decisivo es la relación que se establece con los preceptos estilístico-formales. Para Auerbach, el cristianismo, o mejor dicho, el relato de la vida de Cristo, al mezclar lo cotidiano y vulgar con lo trágico más alto y sublime, introduce el primer cuestionamiento radical de la teoría de los niveles.

 El segundo y más importante se produciría con el realismo del siglo XIX, en los textos de Stendhal, Balzac y Flaubert, de los Goncourt y de Zola, es decir, de los realistas paradigmáticos franceses. Se trataría aquí de una verdadera derrota de la norma clásica, largamente preparada por la novela de costumbres y el drama burgués, la comédie larmoyante, el Sturm und Drang, y que irrumpirá con fuerza en el romanticismo, aunque en Mimesis Auerbach no analice con detalle todas estas manifestaciones. 

 El realismo moderno Tanto para Bajtin como para Auerbach la actitud realista recorre toda la literatura occidental, y en eso coinciden con los autores que la han rastreado desde sus manifestaciones más tempranas en la Antigüedad hasta la novela inglesa del siglo XVIII, pasando por la épica española, los fabliaux, la picaresca, y otras expresiones. 

Pero como ha señalado Ian Watt —otro de los autores indispensables para reflexionar sobre el realismo literario—, estas emergencias no resultarían constantes. (8) Si bien se mira, los exponentes sobresalientes de la tradición de la mímesis que explora Auerbach confirmarían la precisión de Watt: en la Odisea se pasean los dioses, en la boca del gigante Pantagruel cabe un mundo, y lo que Leo Spitzer llamó el “perspectivismo lingüístico” del Quijote incide en la vacilación de los nombres propios. (9) Ian Watt desplaza la cuestión del realismo a otro lugar: la coloca en un registro epistemológico, para luego inferir de allí aspectos formales. No considera el “realismo eterno” de la literatura, sino que lo vincula con etapas tempranas de la modernidad occidental. En otras palabras, Watt se refiere al realismo moderno, pero su marco temporal es anterior al siglo XIX. Parte de la comprobación de que a principios del siglo XVIII tres novelistas ingleses, Daniel Defoe, Samuel Richardson y Henry Fielding, inauguraron una forma nueva de novela. Pese a las diferencias de las respectivas escrituras y a que no constituían una escuela, el juicio posterior consideró que lo que distingue a Robinson Crusoe, Pamela y Tom Jones de las ficciones precedentes es su “realismo”. Se hace necesario, en consecuencia, definir ese término y ello no podría limitarse a una cuestión de contenidos o temas (los aspectos “bajos” de la vida humana), pues de ese modo no se distinguirían los rasgos más originales de la nueva forma. 

“El realismo de la novela —afirma Watt— no reside en la clase de vida que representa sino en la manera como lo hace”. Estas novelas realistas ponen de manifiesto más que cualquier forma anterior el problema de la relación entre la obra literaria y la realidad. Es por eso que se trata de un problema epistemológico. Debieron existir algunas condiciones para que tales innovaciones ocurrieran, y ellas provendrían de los desarrollos de la filosofía moderna. Es en este campo donde Watt registra el cambio en la significación del término realismo, desde el uso por los escolásticos medievales, para quienes las cosas reales eran los universales, es decir, las clases o abstracciones y no los objetos particulares, al significado moderno, que sostiene que lo real son los objetos singulares. Entia sunt realia: tal la fórmula de los nominalistas, para quienes lo real eran los entes o cosas, y los universales, meros nombres o términos del lenguaje y no entidades existentes. 

A partir de ese cambio semántico y en un proceso que puede seguirse desde Descartes hasta Hume, el realismo filosófico moderno postuló que el conocimiento es conocimiento de objetos singulares por parte de un sujeto individual, y su método implicaba que la realidad puede ser descubierta por el individuo a través de la mente o de los sentidos. Es este giro del pensamiento filosófico el que Watt pone en relación de convergencia —no de causalidad— con la novela realista moderna, y cuando se hacen fechas, un dato conocido viene a abonar sus hipótesis: el Quijote (1605-1615), al que muchos críticos consideran la primera novela moderna, es prácticamente contemporáneo del Discurso del método (1637). Estas formulaciones de Watt concuerdan con las observaciones de Bajtin acerca del realismo de Rabelais, quien se refería a objetos y lugares individuales, “con nombre propio”. Sugieren además que en cuanto a su carácter irreverente y antitradicional, realismo filosófico, realismo literario y novela moderna marchan en una misma dirección. 

En palabras de Watt: “El espíritu general del realismo filosófico era crítico, antitradicional e innovador; su método fue el estudio de las particularidades de la experiencia, llevado a cabo por un investigador individual, que, al menos en teoría, se había liberado de las hipótesis del pasado y de las creencias tradicionales. Y este método ha conferido importancia particular a la semántica y al problema de la correspondencia entre las palabras y la realidad. Estos rasgos del realismo filosófico tienen analogías con los rasgos distintivos de la forma de la novela…” En consecuencia, el realismo literario moderno, con su género privilegiado, la novela, debía resolver los problemas formales que le planteaba la representación de esas “particularidades de la experiencia”. Uno de los procedimientos que se imponen es la descripción minuciosa y circunstanciada, es decir, particularizada, de ambientes y objetos, que se complementa con la presentación y caracterización de los personajes. Individualizar a un personaje requiere, además de caracterizarlo, darle un nombre, ya que el nombre propio constituye una marca de la identidad personal. Los nombres de los personajes, aun cuando a veces conserven cierta intención alegórica, tienden cada vez más, como señala Watt, a parecerse a los que tienen los individuos comunes en la vida corriente, pues la motivación de este procedimiento es que los personajes sean vistos como sujetos singulares y no como abstracciones. En el mismo sentido trabajan el tiempo y el espacio. 

El primero comienza a tener una delimitación y una notación cada vez más precisas y acordes con los parámetros de la vida humana: las novelas realistas son “fechadas”, y su tiempo es el del calendario y no un tiempo fabuloso. El espacio, a su vez particularizado y referido a lugares localizables en el mapa, entra en sistema con las descripciones vívidas y cuajadas de detalles (ambientes, objetos, ropas, olores, atmósferas) para constituir lo que en el siglo XIX se llamó el milieu. Estos procedimientos se fueron afinando lentamente. Alcanzaron una articulación canónica con Balzac y en ellos se asienta, en buena parte, lo verosímil del texto realista. (10) El realismo moderno supuso además una reorientación del lenguaje literario que podría sintetizarse señalando que la función referencial tendió a predominar con más énfasis que en otros géneros narrativos anteriores, como el romance. (11) Contrariando la tradición que otorgaba el mayor valor a la belleza que los artificios retóricos conferían a los textos, debió preocuparse más por la adecuación entre las palabras y las cosas para lograr sus efectos de verosimilitud. Watt señala que Defoe, Richardson y Fielding utilizaron un lenguaje despojado, menos figurativo que el de las ficciones anteriores. No es entonces casual que estos primeros realistas hayan sido criticados por su manera de escribir torpe, incorrecta e ignorante de las convenciones. 

Es que el realismo moderno europeo fue un estilo nuevo, practicado por un tipo de escritores también nuevos; escritores formados a menudo en la escritura periodística, el “género del presente” por excelencia, y surgidos en el formidable proceso de crecimiento del nuevo público lector que otorgó sus preferencias a la nueva poética. Más allá del paradigma del siglo XIX Todos estos y otros aspectos cristalizaron, entonces, en el realismo del siglo XIX, que René Wellek explora para construir un concepto referido a un período y no como un estilo literario que puede ocurrir en cualquier época. (12) Es ese realismo decimonónico, precisamente, el que Georg Lukács elevó a categoría de paradigma, descalificando como formalista y decadente todo el arte posterior, desde Flaubert hasta Proust, Joyce, Kafka y las vanguardias. “Todo gran arte, desde Homero en adelante, es realista en cuanto es un reflejo de la realidad”. “Toda la verdadera y gran literatura es realista”: como se desprende de estas afirmaciones, la noción de realismo, para Lukács, llegó a confundirse con la categoría misma de obra de arte. Aunque fuertemente arraigadas en la tradición humanista clásica, las teorizaciones lukacsianas estuvieron de hecho atadas a un franco compromiso con las necesidades políticas y las estrategias culturales del Partido Comunista de la URSS. Por ello, si bien sus prescripciones influyeron poderosamente en la reflexión teórica y en las realizaciones artísticas de escritores e intelectuales afines a la causa del socialismo, no es improbable que el ya mencionado dogmatismo normativo del más grande crítico literario marxista, sumado a su obstinado rechazo de las mejores expresiones de la vanguardia, haya contribuido, por otra parte, a provocar el descrédito del realismo en importantes artistas y pensadores del siglo XX. (13) Pero para sintetizar los criterios aquí expuestos en una fórmula que traspase los límites estrechos del modelo lukacsiano se podría afirmar que el realismo literario moderno es una forma que se manifiesta principalmente en los géneros de mezcla que se ocupan del presente con una intención cognoscitiva y crítica, como la novela y el drama, pero no sólo en ellos. 

 Más que pretender la reproducción o reflejo de alguna realidad por medio de un conjunto invariable de procedimientos, aspira a alcanzar una representación verosímil a partir de los medios y técnicas siempre renovados que le brinda, en su ya larga trayectoria, la evolución interna de la literatura misma en su interacción con los cambios en todos los planos del pensamiento y de la vida cultural y social. Una síntesis tan escueta de una noción tan compleja exigiría cantidad de precisiones adicionales que aquí habrán de reducirse a una breve observación: la de que buena parte de las evaluaciones del realismo provenientes de teóricos y críticos de izquierda, lejos de limitarse a la ponderación de sus presupuestos estéticos, giran en torno de sus alcances cognoscitivos y pragmáticos, y por ende, políticos. En pocas palabras, ponen en juego cuestiones referidas al conocimiento y a la verdad en el arte, y a la posibilidad de que ese conocimiento encierre un potencial crítico capaz de liberar energías transformadoras. Los creadores auténticos del realismo, desde Gustave Courbet hasta Bertolt Brecht, se caracterizaron por experimentar nuevos procedimientos para lograr representaciones de lo real que, por su misma novedad, produjeran conocimiento e indujeran al cambio.

 Por esa razón, las polémicas sobre el realismo tuvieron, en momentos en que esas transformaciones de la sociedad se consideraban necesarias e inminentes, un alto voltaje político que hoy se ha extinguido. II La veta realista en la literatura argentina: surgimiento, puntos de fractura y apogeo Una hipótesis célebre de David Viñas propone que la literatura argentina se inicia con la violación inscripta en El matadero. (14) Si esto fuera así, habría que admitir también que la literatura argentina nace realista. Porque lo que caracteriza el texto de Esteban Echeverría es otra violación: la mezcla, la hibridez genérica y lingüística que se materializa en su derivar entre varios registros, el de la sátira política, el de la idealización romántica, el de la representación cruda de aspectos brutales de la realidad, el del cuadro de costumbres, el de la forma “cuento”, todos ellos apuntando a la crítica del presente que es otro de los rasgos sobresalientes del realismo. (15) Por otra parte, el desfasaje entre el momento de la escritura (alrededor de 1840) y el de la publicación póstuma (1871) hace que El matadero pueda ser visto como un texto emblemático de los destiempos del realismo en la literatura nacional. El despuntar del realismo, que se produce así en pleno comienzo del romanticismo iniciado también por Echeverría, no encontró ni una tradición narrativa local en la cual asentarse, ni, dadas las condiciones de violencia que predominaron desde la Independencia y que se acentuaron bajo el régimen rosista, una esfera pública que posibilitara el ejercicio y la circulación de la crítica del presente en un texto literario. 

(16) El extemporáneo nacimiento resultó así una especie de veta abortada, que discurrió por otros canales más o menos subterráneos o censurados, y que afloró esporádicamente en tramos parciales de la escasa producción novelística del siglo XIX, sean los intentos de Vicente Fidel López —La novia del hereje (1846), La loca de la Guardia (1848)— o la más estructurada Amalia de José Mármol (1851-1855). De modo que nuestras primeras manifestaciones narrativas, pese a que intentan resolver en la ficción conflictos actuales de la realidad social, como la temprana Soledad de Bartolomé Mitre (1847), no alcanzaron a plasmar una sólida corriente de representación realista. Naturalismo y novela El realismo inició un camino más promisorio en la literatura argentina de la mano del naturalismo, en la década del ochenta del siglo XIX. Surgieron entonces novelas más decididamente orientadas hacia la representación crítica del presente, desde La gran aldea de Lucio V. López (1884) a La Bolsa de Julián Martel (1890), y escritores que cultivaron el género de modo más sistemático, como Eugenio Cambaceres, Segundo Villafañe y Carlos María Ocantos. Esto no significa que fueran ya escritores netamente profesionales ni que sus ficciones alcanzaran una impecable realización formal. Seguían teniendo, como dijo Ricardo Rojas de Juan María Gutiérrez, “algo de casero en su reputación, como la de casi todos nuestros escritores, por la falta de perfección estética, de universalidad filosófica y de genio creador en sus escritos”. (17) Los cuatro libros de Eugenio Cambaceres brindan una síntesis ilustrativa del dificultoso acercamiento a la forma novela. Los dos primeros le valieron el ser reconocido por sus contemporáneos como el “fundador de la novela argentina”, juicio que ratificó la generación de Contorno. Sin embargo, esa calificación fue cuestionada en una larga reseña publicada en la revista Martín Fierro. (18) Según el crítico martinfierrista, Cambaceres se habría equivocado al dejarse tentar por el juicio de sus contemporáneos, pues sus facultades más originales residían en las disposiciones para la sátira y la crítica de costumbres que practicó en Pot-pourri (1881) y Música sentimental (1884), y no para las construcciones de largo aliento, a la manera de Zola, que intentó después. Aunque se proclamó “sectario de la escuela realista”, ni la formación ni el genio de Cambaceres lo habilitaban para la novela: de ahí que las dos que produjo —Sin rumbo (1885) y En la sangre (1887)— apenas si merecerían ese nombre. Su antecedente más cercano, concluye, estaría en el Alberdi de La moda, discípulo a su vez de Mariano José de Larra, y los más lejanos en Aristófanes, Marcial y Quevedo. 

Pero aun cuando esta discutible filiación fuera acertada, las debilidades que el crítico señala podrían atribuirse, más que a la falta de genio del escritor, a que el cuadro de costumbres a la manera de Larra era un género ya afianzado en la literatura latinoamericana, y le brindaba por lo tanto un punto de partida relativamente sólido, mientras que la novela era la forma para la que carecía de un firme suelo local. Pese a todas estas limitaciones, nuevamente convergen novela y realismo literario, aunque en condiciones totalmente diversas a las de la emergencia europea. De ellas, la más notable es el contraste entre la ya más que centenaria trayectoria del realismo moderno y la carencia de desarrollos novelísticos propios. De modo que si fueron los textos europeos los que funcionaron como modelos para nuestros novelistas, ello ocurrió precisamente en el momento en que el realismo (y la filosofía positivista que a él se asociaba) empezaba a ser cuestionado por las nuevas tendencias de fines del siglo XIX. Este desencuentro es otro indicador de los “destiempos” del realismo en la literatura argentina. 

Si se piensa que la década de 1880, que ve surgir junto a las obras mencionadas el folletín de Eduardo Gutiérrez y los intentos naturalistas de Antonio Argerich, Manuel Teófilo Podestá y Martín García Mérou, es también la de la publicación de Azul… (1888), de Rubén Darío, se podrá advertir que la literatura nacional presenta solapamientos y articulaciones específicas, propias de las peculiares condiciones de su formación. El realismo que se va perfilando desde los años ochenta, que encuentra un antecedente todavía informe pero productivo en el intento de Francisco Sicardi, no será, por lo tanto, post romántico, como el que construye René Wellek en su conceptualización netamente ceñida al desarrollo europeo, sino post-modernista, en el tradicional sentido latinoamericano del término. (19) Y se tornará “imperial”, hegemónico, apelando a los procedimientos ya cristalizados del siglo XIX en las primeras décadas del siglo XX, es decir, en plena emergencia de las vanguardias históricas europeas y coexistiendo, en el ámbito local, con la copiosa producción de narraciones criollistas y sentimentales que circulaban en folletín. Aun con tales “destiempos”, existen sin embargo para esta emergencia condiciones insoslayables que conviene recordar: por un lado, el momento en que ella se produce muestra con claridad que las expresiones más significativas del realismo tienden a afirmarse de manera orgánica, o en otras palabras, menos esporádica, cuando las vivencias del cambio convierten la sociedad en un objeto problemático para un número significativo de personas. Luego, que la novela aparece cuando se alcanza una cierta estabilidad institucional y social que a su vez hace posible que surja, por más reducido que sea, un público capaz de apreciar las nuevas manifestaciones que ofrecen la literatura y el arte. Esto explica que se haya afirmado que también el teatro nacional, aunque acredite antecedentes que se remontan a la colonia, nace en este momento en que se forma un público capaz de reconocerse en él y sostenerlo. 

(20) Es este público el que aseguró también el éxito de una revista como Caras y caretas, donde se publicaron los relatos entre costumbristas y realistas que su fundador, José S. Álvarez (Fray Mocho), escribió entre 1898 y 1903. Hegemonía y transformaciones La línea zigzagueante del realismo se dibuja con mayor nitidez entre Fray Mocho y Payró, para constituir en adelante, con Gálvez, con Quiroga, con Lynch, con el sainete y el teatro social, con Boedo, con Arlt, la tendencia dominante de las primeras cuatro décadas del siglo XX que es materia de este volumen. Si es cierto que ese dominio fue tempranamente cuestionado por los escritores de Martín Fierro en los años veinte, no es menos cierto que en 1944, al celebrar la aparición de Las ratas de José Bianco, Borges todavía lamentaba “en la novelística del país… el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez”.

 (21) Ese lamento parecía ignorar, extrañamente, no sólo las renovaciones que Arlt había producido justamente sobre la “mera verosimilitud sin invención” de la tendencia realista, sino sobre todo los golpes de gracia que le venían asestando, desde mediados de los años treinta, sus propias ficciones y las de sus compañeros en la revista Sur, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, o, desde otra estética, Eduardo Mallea. Con menos arbitrariedad, Julio Cortázar señaló el cambio en 1948, reconociendo la emergencia de un nuevo “imperio” en la novela: el del orden poético por sobre lo que él llamaba el orden enunciativo del lenguaje, que “es instrumental, sometido al referente”. (22) Pero si se atiende a la lección de Jakobson que subyace en este diagnóstico, se admitirá que se trata de una cuestión relacional, de énfasis, y que ese orden “enunciativo” en que se relata un mundo donde “se cumplen destinos, accidentes, situaciones complejísimas” permanece muy vivo, aunque subordinado. En otras palabras, que los aspectos referenciales y la crítica del presente (y también de momentos del pasado que de una u otra manera revierten sobre el presente) tienen una fuerte incidencia tanto en la nueva novela que se despliega desde Mallea hasta Sabato, e incluso en el mismo Bianco, como, unos años después, en la propia Rayuela de Cortázar (1963).

 La declinación de la hegemonía del realismo, en consecuencia, no acarrearía lisa y llanamente su extinción sino sus transformaciones, que se intensificaron, al compás de los descubrimientos de la novela norteamericana, de las experimentaciones más vanguardistas de los europeos y de la revitalización de algunas tendencias latinoamericanas, en buena parte de la mejor narrativa y el arte argentinos de la segunda mitad del siglo XX. Sus formulaciones más convencionales, en cambio, persistieron en diversas expresiones del regionalismo, del teatro de tesis y de la novela social. (23) III Polémicas y defensas en la literatura argentina Desconocemos las causas por las cuales Echeverría nunca publicó El matadero. Tampoco sabremos nunca cómo habría sido la recepción de los lectores contemporáneos. Pero más allá de las circunstancias políticas, el juicio póstumo de Gutiérrez sobre su “desnudo realismo” brinda un indicio significativo de las razones de la autocensura que Echeverría se impuso y de los posibles rechazos que hubiera suscitado. No porque los lectores no estuvieran acostumbrados a lo brutal y a lo soez, que abundaban en la prensa y en otras expresiones populares de la Argentina rosista, sino porque El matadero forzaba los límites de las mezclas autorizadas por las preceptivas del romanticismo para la literatura culta. Se convierte así en el equivalente silenciado y sin lectores de aquellos textos ignorantes de las convenciones que hicieron la fortuna de los primeros realistas modernos. 

 El preludio naturalista La recepción del naturalismo en la Argentina permite suponer que la de El matadero no hubiera sido pacífica, y no solamente por las polémicas que este avatar del realismo suscitaba en Francia. El conocido episodio de la interrupción de la publicación de La taberna de Émile Zola en el folletín de La Nación después de la primera entrega (agosto de 1879) evoca la autocensura echeverriana. Pero las circunstancias habían cambiado, y se calcula que un año después se vendieron en Buenos Aires mil quinientos ejemplares de Nana en francés. En 1882 se encargaron otros tantos de Pot bouille, por lo que se juzgó innecesario traducirla para publicarla en folletín. Los datos son reveladores acerca del nivel cultural y social del inicialmente restringido círculo de lectores de estas novelas de Zola, muy distinto del que poco después haría posible el “imperio realista” en el teatro y la novela nacionales. Otra diferencia destacable es que si bien los comienzos del naturalismo en Francia ocurrieron alrededor de 1865, su incidencia en la literatura argentina se produjo en sincronía con los años en que alcanzó su apogeo en aquel país (1880-1885). Cambaceres, el exponente más reconocido del naturalismo argentino, pertenecía a ese círculo social restringido, y sus primeros libros tuvieron un notable succès de scandale entre quienes podían descifrar las claves culturales y sociales entretejidas en las anécdotas. Las polémicas acerca de las tesis naturalistas y las referidas al mismo Cambaceres se multiplicaron, y los campos del debate tendieron a definirse en términos más ideológicos que estéticos. Como era de prever, los liberales más progresistas por lo general apoyaron el naturalismo, pero destacados escritores de la clase dirigente, como Miguel Cané, Lucio V. Mansilla y Martín García Mérou lo rechazaron en nombre del buen gusto. Fue en cambio atacado con unanimidad por inmoral, disolvente y no argentino (¿pero qué literatura lo era, salvo la gauchesca?) por católicos y conservadores. 

(24) De batallas poéticas y políticas Las polémicas sobre el realismo en la Argentina pertenecen en rigor al siglo XX, y conocieron dos momentos de mayor intensidad: uno, iniciado en el marco de las disputas entre Florida y Boedo, culmina en los años treinta. Las colaboraciones de Borges en Sur, verdadero manifiesto disperso contra las prescripciones de la poética realista, sumadas a las ficciones narrativas que publicó desde mediados de esa década, son su herencia más conspicua. (25) El segundo, en los años sesenta, se proyecta sobre el fondo de los debates internacionales acerca de realismo socialista, realismo crítico y vanguardias que recorrían el campo de la izquierda, estimulados por la revisión de los dogmas que se produjo a partir del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS en 1956. (26) En este caso, los términos de la polémica legitimaron las nuevas expresiones que en la novela y el teatro argentinos cruzaban procedimientos y actitudes críticas propias del realismo con las renovaciones formales de la vanguardia.

 Y uno de sus resultados más sensatos, después de poco convincentes proclamaciones de “realismo sin fronteras”, fue el reconocimiento de que no necesariamente toda obra de arte debía ser realista para que se admitiera su calidad estética. Los ataques recíprocos entre boedistas y martinfierristas son bastante conocidos, así como las diferentes posiciones y disposiciones culturales que predominaban en los dos grupos, incluidas las exhortaciones vanguardistas formuladas en algunas revistas de izquierda. (27) Pero esa apelación, que invocaba los antecedentes ilustres de Vladimir Maiakovski, de Bertolt Brecht y de algunos escritores norteamericanos, no fue el rasgo dominante en la literatura de izquierda de esos años. Aunque por lo primario de muchas formulaciones —debido por lo general al escaso capital cultural de los autores— sería tentador relegarlas a un piadoso olvido, las polémicas que por entonces se suscitaron en torno del realismo formaron parte de un debate crucial del siglo XX, revelador de un haz de conflictos que desbordan lo exclusivamente estético para involucrar cuestiones ideológicas que remiten a los campos político y social. En 1930, un libro de Julio Fingerit tuvo la originalidad de colocar la cuestión del realismo en un terreno acotado a lo literario que lo sustraía precisamente a esos conflictos. (28) Reúne artículos sobre el realismo, el naturalismo, la novela, la literatura infantil, Sigmund Freud, Waldo Frank y otros escritores norteamericanos y europeos que muestran un conocimiento notable de las tendencias contemporáneas, sin que las ideas de Fingerit alcancen a otorgar unidad al conjunto. Registra con claridad, sin embargo, la polémica que estaba en el aire y los términos que ponía en juego: “Hay una disputa sobre la novela; sobre los límites de la novela, sobre la realidad en la novela. Es sólo un aspecto de la gran disputa que hay sobre el arte… Y esta disputa es sólo una parte de la gran disputa sobre el conocimiento…”. Como lo han hecho tantos defensores del realismo desde la izquierda, Fingerit negaba el naturalismo y desde sus propias concepciones estéticas rechazaba la copia: “No podemos imitar de veras; sólo podemos recrear. 

Cuando una obra parece copia del natural, sólo es porque es superficial”. Propuso entonces, en lugar de la mímesis, una teoría diferente: el sueño como modelo para el arte. Esto no significaba para Fingerit suscribir los postulados surrealistas, puesto que a su juicio los surrealistas no hacían sino imitar el mundo de los sueños. Lo que debe hacer en cambio el artista, sostenía, es servirse del método de libertad creadora que le enseñan las figuras del sueño, para manifestar así en su arte “el sentido entero de la realidad”. Sin que él lo señale explícitamente, estas ideas de Fingerit parecen advertir la semejanza entre las operaciones del lenguaje poético y las del lenguaje de los sueños tal como lo analiza Freud. Del lado de Boedo: realismo y revolución Una propuesta semejante no podía tener eco entre los boedistas, tal como se infiere de las referencias al realismo incluidas en los libros de dos de sus escritores más representativos. (29) En 1935, ya iniciado el reinado de la doctrina del realismo socialista, se publicó El arte y las masas de Elías Castelnuovo, que desarrolla un ataque insistente a las ideas, la literatura e incluso la persona de León Tolstoi —hasta entonces integrante, junto con Guyau y Plejánov, del “catecismo estético” de Boedo— en nombre de las verdades del materialismo dialéctico, o de lo que por ello entendía el autor. 

 El asunto central de Castelnuovo es destacar la necesidad de que el arte esté al servicio de la revolución y demostrar que para ello debe adherir a una estética que sea accesible a las masas. Estas prescripciones se asientan en una concepción instrumental de la belleza, que ejemplifica con motores, vacas, toros y mujeres: “Un motor que funciona perfectamente posee un sonido bello y agradable”, lo que no debe ser interpretado como un arrebato futurista de Castelnuovo, sino que vendría a demostrar con toda evidencia que la belleza posee “un sentido fundamentalmente práctico y utilitario”. En un sentido estricto, Castelnuovo no se ocupa del realismo, pero su manera de entender la relación entre arte y sociedad depende absolutamente de una idea simplificada de la mímesis: como la burguesía es una clase refinada, supone, el arte burgués es también refinado; como el proletariado es una clase rústica, su arte también debe serlo, así como la música de los negros del Congo es triste porque ellos “vegetan en la mayor indigencia y en la mayor esclavitud”, mientras que la música de “los negreros de Nueva York” rezuma satisfacción y frivolidad. Si por un lado esta correspondencia entre arte y clase social parecería, en consecuencia, ineluctable, por el otro Castelnuovo enfatiza que lo esencial para que el arte sirva a la revolución es el conocimiento de la realidad, y que ese conocimiento requiere “contracción y estudio”. “Se es tanto más realista cuanto más se profundiza la realidad”, sostiene. Y eso solamente sería posible con el método adecuado que brinda el materialismo dialéctico. En consonancia con esos principios, Castelnuovo desprecia el dominio de los recursos técnicos y de los procedimientos artísticos, algo que considera propio de los partidarios del “arte por el arte”. Quienes se internan en esas búsquedas, aunque se proclamen revolucionarios, resultarían servidores objetivos de la burguesía y defensores del orden capitalista. 

Con un lenguaje que muestra a las claras su irritación ante las expresiones filosóficas y artísticas que desafían su capacidad de intelección, un lenguaje plagado, como sus ficciones, de figuras tomadas de la patología médica (fetos, vómitos, tubérculos, lombriz solitaria, etcétera), rechaza drásticamente las innovaciones formales de las vanguardias, a las que considera, lisa y llanamente, deformaciones: falsas revoluciones que se apartan de la debida fidelidad a los contenidos de la realidad social. Sólo cuando esos contenidos de la realidad cambien, dictamina, podrá el arte renovarse. Seis años después, Álvaro Yunque reformuló con menos virulencia ideas semejantes bajo una dicotomía que se autorizaba en los versos de Martín Fierro: “El arte intención y el arte sonido”. Hizo de ella el eje de una historia de la literatura argentina que rastreaba las obras que buscaron tomar partido en los conflictos vividos: tal su concepto de “literatura social”, sinónimo en el presente de “literatura proletaria”, y opuesto al arte de la burguesía, “inactual, extemporáneo, deshumanizado, apolítico, arte por el arte”, que “enfrenta al proletariado”. Para Yunque no es la belleza lo que define el arte. Muy por el contrario, belleza y arte pueden llegar a ser términos excluyentes. En consonancia con esta convicción, sostuvo que el dominio de los procedimientos sería, más que innecesario, nocivo: “La técnica es el verdadero enemigo del arte, no la inepcia”. El corolario forzoso y forzado de estas premisas es que sólo la literatura realista es revolucionaria, porque la literatura proletaria, para lograr eficacia, debe ser popular. A la luz de tales postulados, la dicotomía inicial se reinstala en el análisis final de Florida y Boedo: “Los jóvenes agrupados en Boedo tenían un instinto realista —o sea revolucionario de la literatura”. Y más adelante: “…los de Boedo querían transformar el mundo y los de Florida se conformaban con transformar la literatura”. Es esta la oposición que llegó a ser clásica en las batallas estéticas e ideológicas del siglo XX: revolucionarios versus vanguardistas, con su arsenal de denominaciones para cada bando: arte proletario, realistas, socialistas; arte burgués, arte por el arte, decadentes, formalistas. Puesto en otras palabras: el realismo, como arte proletario y revolucionario, aspiraría a conocer la realidad para transformarla. Y para llegar al pueblo al que está destinado, para ser efectivamente popular, ese arte no debe ser artificioso sino sencillo. En este punto Yunque, que al hacer la historia de la literatura argentina había sido capaz de brindar algún juicio acertado, sorprende con la radicalidad de sus elecciones estéticas. A “la poesía arrítmica y gongorizante” de los escritores de izquierda con pretensiones vanguardistas —seguidores de los Esenin y de los Maiakovski —, opone, como paradigma de poesía proletaria, las coplas de un obrero publicadas en un periódico sindical, en las cuales “palpita la rebelión de la pobreza”. Una de ellas: “Más asco que entre la sopa hallar un pelo de vieja, más asco que quien se queja y usa del amo la ropa, más que tamango de tropa, más que el olor al dinero, más que barro de chiquero, lo podrido o con orín, más asco que todo, en fin, más asco me da un carnero”. De estos dos exponentes del pensamiento de Boedo sobre la cuestión del realismo podría concluirse, reformulando una sentencia conocida, que en ciertos casos una defensa puede ser el mejor ataque. 

Aun así, no sería acertado ignorar unos planteos que, con toda su brutalidad, traducían a su manera posiciones de la estética oficial del Partido Comunista de la URSS, que eran difundidas a través de una densa red de publicaciones y de otras actividades de divulgación. Porque no eran el producto aislado de unas mentes poco sutiles, sino parte de una ortodoxia prestigiosa, dejaron una larga huella en la compleja problemática de la relación entre estética y política y mantuvieron por años, contra el deseo de los mejores vanguardistas, la ruinosa oposición entre vanguardia y revolución. En ella, esta concepción del realismo ocupó un lugar estelar. Del lado de Sur: el realismo como nacionalismo Pese a las controversias que suscita el proyecto de Sur, resultará comprensible que el propósito dominante de poner al día la literatura argentina dando a conocer lo mejor de la extranjera contemporánea, sumado a una concepción diferente de la literatura, haya conducido a una escasa atención a estas cuestiones, si se exceptúa la mencionada campaña de Borges y su decidida postulación de una nueva poética de la narración. Con todo, un colaborador asiduo de la revista, Carlos Mastronardi, desplegó un verdadero y sabroso ataque al realismo que fue recogido en Formas de la realidad nacional. (30) En perceptible sintonía con el Borges de Sur, Mastronardi reconoció la existencia en nuestro medio de “la superstición documental”, pero no se aplicó a demoler las falacias de la ilusión referencial sino que inscribió su crítica en el marco del debate entre nacionalismo y cosmopolitismo. En otras palabras, no rechazó el realismo por razones estéticas ni asociándolo con la izquierda, sino por sus exigencias nacionalistas que juzgaba insostenibles: “Quienes aconsejan el realismo, la adopción de temas y ambientes locales… no perciben que nuestro potencial humano sufrió mudanzas profundas y que Europa anda por las calles”. Ese afán nacionalista de “realismo descriptivo” conducía finalmente, a su juicio, a algo todavía peor: el regionalismo, una corriente en definitiva “irrealista”, que estima “que nada hay de sustantivo y firme en las comarcas ya tocadas por la técnica de procedencia ultramarina”. Si bien esas ideas críticas no le impidieron escribir el extraordinario poema “Luz de provincia”, donde celebró a su Entre Ríos natal, Mastronardi deploraba con mordacidad las consecuencias nefastas del mandato realista: “A despecho de la opinión dominante, no es aventurado afirmar que nuestra literatura adolece de regionalismo. Cada provincia habla con la voz de numerosos personeros, no hay particularidad silvestre que no tenga su pertinente alejandrino, y estos últimos años nos benefician con una especie de avasallante lirismo geográfico”. El realismo, insistía Mastronardi, es la forma mezquina del nacionalismo en literatura.

 El realismo redimido Poco después de la publicación del libro de Yunque, una conferencia pronunciada por Héctor P. Agosti en Montevideo y varias veces reeditada tuvo el mérito de levantar el nivel del debate en el campo de la izquierda argentina. (31) Al corpus tradicional, que se centraba en Marx, Engels y Plejánov, le aportó una combinación novedosa de algunas ideas de Ortega y Gasset sobre la “deshumanización del arte” con las categorías de Lukács. Los juicios negativos de este último sobre las vanguardias eran compartidos por Agosti, como lo atestiguan las expresiones con que se refiere a ellas: “epígonos”, “delirios irracionales”, “subjetivismo orgulloso”, “secuaces”. Apeló además a una metaforización de la historia del arte del siglo XX que encontraba un “oscuro medioevo” en la primera posguerra, cuando las vanguardias convirtieron el realismo en “mala palabra”, y auguraba un Renacimiento con la feliz emergencia de uno nuevo. ¿En qué consistía ese Nuevo Realismo defendido por Agosti? No, por supuesto, en una repetición del tradicional, “detenido en la corteza de los fenómenos”, sino en uno capaz de captar “la trama sutil y endiabladamente dialéctica de la realidad esencial”. Como se ve, en esta definición de inocultable raíz lukacsiana se trataba nuevamente de la dimensión gnoseológica del arte, cuyo fundamento filosófico sólo podía brindar ahora el materialismo dialéctico. Para caracterizar ese realismo adecuado a los cambios reclamados por los tiempos, Agosti propuso algunas adjetivaciones que lo precisaran, como “dinámico” y “suprasubjetivo”. Resulta por lo tanto sorprendente que, al llegar el momento de las definiciones, reaparezcan dos fórmulas bien conocidas del siglo XIX: “los personajes típicos en circunstancias típicas” (Engels) y “la traducción de la realidad a través del temperamento” (Zola). Con todo, fue mérito indiscutible de Agosti admitir por fin que no es posible exigir, en nombre del realismo, la “uniformidad de los medios expresivos”, ya que una misma estética común puede admitir diversidad de poéticas o soluciones formales. A partir de esta comprobación, desmanteló la oposición entre realismo y arte abstracto para postular, con un giro casi hegeliano, la “superación hereditaria” del arte abstracto en el nuevo realismo. Se convirtió así en precursor involuntario de las posiciones que a partir de los años sesenta legitimarían los cruces entre realismo y experimentación formal, que en diversas prácticas artísticas anularon de hecho el enconado divorcio entre vanguardia estética y vanguardia política. Bajo la impronta de la apertura pionera de Agosti, cuya línea de pensamiento, si bien más refinada, no se separó de la ortodoxia comunista, la exposición más relevante sobre la renovación de la problemática del realismo en la literatura argentina elaborada desde la izquierda fue la de Juan Carlos Portantiero. (32) El estancamiento del debate cultural que significaron los diez años del primer peronismo, más la cerrada obediencia del Partido Comunista a los preceptos estalinistas retrasaron en la Argentina la atención hacia las renovaciones en el pensamiento marxista que se habían iniciado en la segunda posguerra europea y que se intensificaron con el “deshielo” en los años cincuenta. Resulta entonces sintomático que el libro haya aparecido a principios de una década que asistió a intensas recolocaciones en el campo de la izquierda argentina, una de las cuales tuvo como protagonista al mismo Portantiero, y ya en un plano más específico, a la multiplicación de publicaciones y traducciones donde los debates sobre el realismo circulaban como una cuestión candente y terminaron por desmantelar los términos de la ortodoxia partidista. (33) Sea cual fuere la relación entre estos fenómenos, lo cierto es que las huellas de Agosti se revelan tanto en la tentativa de legitimar la poética de escritores vinculados con el Partido Comunista como en el rescate de las vanguardias para el nuevo realismo, si bien Portantiero se muestra más comprensivo con ellas a la hora de valorar tanto sus logros estéticos como sus intenciones políticas. En ese talante, escribe: “Los mejores portavoces de la vanguardia, quienes verdaderamente la habían sentido como forma de ‘revolución’ contra estructuras que no compartían, quienes menos se dejaron tentar por los elementos decadentistas, finalizaban su experiencia en ella y pasaban a otro plano: el de la racionalidad del marxismo, el de la praxis que superaba el punto de vista de la alienación.

 […] El camino de un realismo surgido no como prolongación de la vanguardia, sino como su superación dialéctica, a partir de los elementos valiosos aportados por ella en el terreno del lenguaje y del conocimiento”. Pero en un giro curioso, esta sensibilidad hasta entonces tan poco frecuente hacia las vanguardias en el campo de la izquierda argentina retorna sin embargo a la reivindicación de Boedo como la fuente nutricia donde debía abrevar toda renovación del realismo. “Culturalmente —afirma Portantiero— Boedo tiene una importancia tan grande que toda la literatura de izquierda en la Argentina (es decir, todo el cuerpo vivo de la narrativa argentina) está marcada con su sello”. Lamentará entonces que las nuevas manifestaciones que considera más valiosas entre las que intentan “ubicar la novela en un diálogo con la realidad”, a su juicio las de Beatriz Guido y de David Viñas, hayan adherido al “compromiso” y no al realismo. Porque la literatura comprometida, según Portantiero, al ignorar el antecedente nacional de Boedo, habría obturado la continuidad con esa tradición, aislándose así del “cuerpo vivo” que alimentaría la única posibilidad de una comunicación con el pueblo. “El terrorismo de Castelnuovo —opina— sigue siendo, como actitud, más valioso que el de Solero, o que el de Viñas en Los años despiadados…” Y concluye: “Sólo a través del realismo, la izquierda —desde Boedo hasta los ‘comprometidos’— superará el desgarramiento de su separación con el pueblo. Porque el realismo obliga al intelectual a una elección; lo libra de la ambigüedad, lo inserta en la historia”. ¿Se podría leer en estas sentencias una profecía de la actual reivindicación de los excesos de Castelnuovo? No parece posible. La apelación a Boedo sugiere la búsqueda de una tradición en la que pueda afirmarse la necesaria sutura de la escisión entre los intelectuales y el “pueblo-nación”. Aunque también aquí se descubren las huellas de Agosti, la evolución posterior de las posiciones políticas de Portantiero tampoco autoriza a leer en sus propuestas una subordinación invariable a la línea dogmática del Partido Comunista. Puestas en su contexto, evocan más bien algunas metáforas conocidas: canto del cisne o búho de Minerva, estas exhortaciones sobre el realismo surgieron en la Argentina cuando su estrella declinaba. Porque lo cierto es que, justamente a partir de 1961, la consagración internacional de Borges, la aparición de Rayuela, el cambio de situación de la literatura latinoamericana promovido por el boom y, por último, las realizaciones literarias y artísticas que hacia fines de la década buscaron fusionar vanguardia estética y vanguardia política, crearon un escenario que terminó por desplazar la perspectiva de los análisis de Portantiero. Y cuando la violencia y el terror arrasaron ese escenario sesentista, el debilitamiento de la exigencia vanguardista en la literatura y el arte y el eclipse del imperativo revolucionario en el horizonte de la izquierda hicieron que los términos de las polémicas sobre el realismo cambiaran para siempre. 1- En “On the discrimination of Romanticisms”, citado por René Wellek, Concepts of Criticism, New Haven and London, Yale University Press, 1963. 2- Según René Wellek (op. cit.), en Francia el término realismo se utilizó por primera vez en literatura en 1826, pero el significado habitual no cristalizó hasta mediados del siglo, con el debate en torno de Courbet y la actividad de novelistas menores como Champfleury y Duranty. 3- Para un desarrollo complementario de estos aspectos, ver Raymond Williams, Keywords, Nueva York, Oxford University Press, 1983. 4- H. de Balzac, La Comédie Humaine, París, Conard, 1912. Prólogo, traducción de Valeria Castelló Joubert y Emilio Díaz Bernini, mimeo. Émile Zola, El naturalismo, Barcelona, Península, 1972. 5- Leo Bersani, “Le réalisme et la peur du désir”, Poétique, 22, París, abril de 1975. 6- Fredric Jameson, The Political Unconscious, Ithaca, Cornell University Press, 1981. Para los argumentos de Q. D. Leavis, Fiction and the Reading Public (1932), Londres, Chatto and Windus, 1965. Para otra referencia a las posiciones de Jameson acerca del realismo, Perry Anderson, Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000. 7- Mijail Bajtin, Esthétique et théorie du roman, París, Gallimard, 1978; La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza Editorial, 1987. 8- Ian Watt, The rise of the Novel, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1957. 9- Leo Spitzer, “Perspectivismo lingüístico en El Quijote”, en Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1968. 10- Sobre el concepto de verosímil, ver Le vraisemblable, Communications, Nº 11, París, 1968. 11- El término romance designa ficciones narrativas en prosa o en verso que contienen elementos legendarios y maravillosos. 12- René Wellek (op. cit.) despliega el concepto a partir del análisis de la definición de realismo como “representación objetiva de la realidad social contemporánea”, y atendiendo a un contexto histórico europeo que lo coloca en oposición polémica al romanticismo y al clasicismo. 13- Lukács introdujo categorías centrales para la consideración del realismo, entre ellas la de “tipo” como instancia de mediación entre lo particular y lo universal. Ver, además de su monumental Estética, Ensayos sobre el realismo, Buenos Aires, Siglo XX, 1965, Significación actual del realismo crítico, México, Era, 1963. Para las polémicas suscitadas por sus posiciones, ver entre otros, Theodor W. Adorno, “Lukács y el equívoco del realismo”, en Realismo: ¿mito, doctrina o tendencia histórica?, Buenos Aires, Tiempo contemporáneo, 1969; George Steiner, “Georg Lukács y su pacto con el demonio: una crítica liberal” y Harold Rosenberg, “Georg Lukács y la tercera dimensión”, en Lukács, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969. 14- David Viñas, Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1974. 15- Noé Jitrik, “Forma y significación en El matadero de Esteban Echeverría”, en El fuego de la especie, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971. 16- Sobre la “línea de novelas frustradas” y la tardía emergencia del género en América Latina, ver Mariano Picón Salas, De la conquista a la independencia [1944], Caracas, Monte Ávila, 1991. Para el caso argentino, Ricardo Rojas, Historia de la literatura argentina [1917-1922], tomo III, Buenos Aires, Kraft, 1957. 17- Ricardo Rojas, op. cit., tomo IV. 18- H. Carambat, “El fundador de la novela argentina”, Martín Fierro, Segunda época, Año I, Nº 5/6 (15 de mayo-15 de junio de 1924) y Nº 7 (25 de julio, 1924). 19- Sobre Libro extraño de Sicardi como punto de partida para la novela realista, ver el trabajo de Graciela Salto en este volumen. 20- Para completar los datos de esta aproximación desde excelentes perspectivas críticas, ver Capítulo. Historia de la literatura argentina, Buenos Aires, CEAL, tomos 2 (1980), 3 (1981) y 4 (1982). 21- Sur, Nº 111 (enero de 1944). 22- Julio Cortázar, “Notas sobre la novela contemporánea”, Realidad, Buenos Aires, año III, vol. 3 (marzo-abril de 1948). 23- Para el repertorio de textos y autores que ilustrarían estas hipótesis, véanse, además de los ya mencionados volúmenes 2, 3 y 4 de Capítulo, los trabajos de Josefina Delgado, Beatriz Sarlo y Jorge Lafforgue sobre la novela, el cuento y el teatro, respectivamente, en Capítulo. Historia de la literatura argentina, op. cit., vol. 1, 1980. Para una perspectiva complementaria, David William Foster, Social Realism in the Argentine Narrative, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1986. Un inventario más completo, pero de insatisfactorio desarrollo crítico, en Fernando Alonso y Arturo Rezzano, Novela y sociedad argentinas, Buenos Aires, Paidós, 1971. 24- Para la recepción del naturalismo ver Rita Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina (1880 1900), Amsterdam-Atlanta, Rodopi, 1998; Iñaki Liaño Vesga, “El naturalismo en la literatura argentina y su reflejo en la prensa de la época”, CELEHIS, Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, UNMdP, Año V, Nº 6-7-8, Mar del Plata, 1996. Claude Cymerman, “La acogida del naturalismo en Argentina: la polémica engendrada por la obra de Eugenio Cambaceres”, Arquivos do Centro cultural português, vol. XXXI (separata), París, 1992. Andrés Avellaneda, “El naturalismo y Eugenio Cambaceres”, Capítulo. Historia de la literatura argentina, op. cit., vol. 2. 25- Ver Beatriz Sarlo, “Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo”, Punto de vista, V, 16, Buenos Aires (noviembre de 1982). María Teresa Gramuglio, “Bioy, Borges y Sur. Diálogos y duelos”, Punto de vista, XII, 34 (julio-septiembre de 1989); íd., “Una década dinámica. Posiciones, transformaciones y debates en la literatura argentina alrededor de los años treinta”, en Manuel Cattaruzza (comp.) Nueva historia argentina, tomo VII, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. 26- Sobre la crisis de la ortodoxia estalinista del Partido Comunista argentino ver Horacio Crespo, “Poética, política, ruptura”, en Susana Cella (dir.), La irrupción de la crítica. Historia crítica de la literatura argentina, vol. 10, Buenos Aires, Emecé, 1999. 27- Ver, en este mismo volumen, los trabajos de Adriana Astutti, y de Alejandro Eujanián y Alberto Giordano. 28- Julio Fingerit, Realismo, Buenos Aires, M. Gleizer editor, 1930. Julio Pablo Fingerit (1901-1979) estudió en los Estados Unidos. Fue escritor, profesor y funcionario en el área educativa. Se convirtió al catolicismo. Colaboró en diversas publicaciones, entre ellas Criterio y fue el primer director de Número. 29- Elías Castelnuovo, El arte y las masas. Ensayos sobre una nueva teoría de la actividad estética [1935], Buenos Aires, Claridad, s/f. Álvaro Yunque, La literatura social en la Argentina. Historia de los movimientos literarios desde la emancipación nacional hasta nuestros días, Buenos Aires, Claridad, 1941. 30- Carlos Mastronardi, Formas de la realidad nacional, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1961. Aunque publicado en esa fecha, el libro recoge artículos escritos en años anteriores. 31- Héctor P. Agosti, Defensa del realismo (1945), Buenos Aires, Lautaro, 1963. Esta edición incluye “Los problemas de la novela”, una conferencia de 1940 en la que el autor refuta las ideas de Ortega y Gasset sobre la novela y revierte la “deshumanización del arte” oponiéndole una “rehumanización” por medio de un nuevo realismo. 32- Realismo y realidad en la narrativa argentina, Buenos Aires, Procyón, 1961. Sobre el alcance político de la intervención estética de este libro, ver el ya mencionado trabajo de Horacio Crespo. Sobre su contexto de aparición, Horacio Tarcus, “El corpus marxista”. Véanse además los trabajos de Sergio Olguín y Claudio Zeiger sobre narrativa. Todos en Susana Cella (dir.), La irrupción de la crítica. Historia crítica de la literatura argentina, op. cit. 33- A la profusión de artículos y debates publicados en las revistas de la época se debe sumar la traducción de textos clave de la estética marxista: Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico, México, Era, 1963; Roger Garaudy, Hacia un realismo sin fronteras, Buenos Aires, Lautaro, 1964; Galvano della Volpe, Crítica del gusto, Barcelona, Seix Barral, 1966, y de otros autores, especialmente italianos, como Antonio Gramsci, Mario de Micheli, Paolo Chiarini, Carlo Salinari.

sábado, 1 de noviembre de 2025

BIOY CASARES ADOLFO GUIRNALDA CON AMORES FRAGMENTO



PRÓLOGO 

 10 menos presuntuoso, para jmblicar esta despreocupa da miscelánea, seria que yo esperara a estar muerto. Desde luego, tiene algo de risible la tarea del literato, armado de lápiz rojo, que relee sus cuadernos, para anticipar, siquiera en parte, las operaciones de la pos teridad y de lo gloria. Lo imaginamos con una sonrisa en la cara, como un padre satisfecho de sus hijos, ¿quién duda de que los eligiría a lodos?; pero cabe pieguntar si rtueslra modestia, tan temerosa de mal entendidos y de calumnias, no es una falsa modestia; por de pronto, está demasiado interesada en el autor; lo importante es el lector y el libro. Yo sé de un lector —no lo creo único, porque abun dan los indolentes y los cansados— que se pasaría la vida leyendo libros de este género. Por lo demás, ¿no dijo el doctor Johnson que para ser leído en un tiem po lejano habría que escribir fragmentos? He aquí sus palabras: Tal vez un día el hombre, cansado de preparar, de vincular, de explicar, llegue a escribir sólo aforísticamente. Si esperamos a entretejer lo anec dótico en un sistema, la tarea puede ser larga y dar menos fruto. Evidentemente, hay que ser harto am bicioso para suponer que nuestras dilatadas narracio nes (y otras obras sistemáticas) serán favorecidas por espontáneos lectores del futuro; no quedaremos como un caso aislado, sino corno otros ejemplos de alguna \ escuela: más o menos conscientemente habremos ju gado al triángulo francés, a la desmayada sorpresa policial o a la desmayada sorpresa fantástica. Mu chos lectores prefieren Boswell y las Vidas de los poetas a Rasselas; muy pocos, los libros de Leibnitz a sus argumentos. En cuanto a los relatos incluidos en el volumen, que alguna vez pensé titular Temas y aventuras, diré tan sólo que son historias de amor. El elemento sobre natural, preponderante en mis narraciones previas, en la presente colección apenas determina un desen lace; pero basta de hablar de este librito. Por si me tomé ridiculamente en serio, doy la palabra al Pró logo, personaje que en el teatro antiguo aparecía con túnica blanca y con un ramillete de olivos, para alen tar al impaciente lector, para invitarlo a que pase directamente a maravillarse con las aventuras de un don Juan criollo en las márgenes del Mediterráneo¿ de una muchacha casada, Mildred, que descubrió el amor en Interlaken y en Roma, y para que luego de cada serie de brevedades o fragmentos, prosiga con las otras aventuras, con las económicamente denomina- nadas Todos los hombres son iguales y Todas las mujeres son iguales, con la de Reverdecer, de inten ción filosófica, con la erudita de Casanova secreto, con la historia de las Moscas y arañas, que de un modo horrible tiene un final feliz y con aquella otra, acaso la más patética, de lo que aconteció en las sierras de Córdoba a un enamorado casto y fiel. A. B. C. IlftRO 



PRIMERO ENCR UCIJ ADA Por la ventana llega el rumor del agua, casi inmóvil, y veo, delicadamente desdibujada, la ribera opuesta, veidosa o azul en la tarde, con las primeras luces titilando en el camino que va a Niza y a Italia. Di ríase que 110 hay límites para la paz de este golfo de Saint-Trope/, pero aquí estoy yo, sin embargo, procurando componer las frases, para reprimir un poco la angustia. Me repito que al término de la na rración he de encomi ar la salida de esta maraña. Lo malo es que mi maraña se compone únicamente de vacío y descampado, y no sé cómo uno puede salir cuando ya está fuera. Nos instalamos en el Aioli, el otro domingo. Amalia, en seguida, quede) embelesada con los mue bles y con los cuadros del hotel. Yo le porfío que en materia hotelera sólo cuentan las comodidades, pero debo reconocer que en este aspecto nuestro aloja miento no envidia a ninguno. Muy pronto nos vincu lamos a un interesante guipo internacional, integrado por Mme. Verniaz, la mecenas de Ginebra, que no se cansa de agasajar en París a los poetas; sus prote gidos, Clarence y Clark, famosos tennistas australia nos, a quienes la crítica augura, si perseveran en el juego en pareja (lo que yo tengo por probable), el campeonato mundial de dobles; Bárbara, llamada por los ingleses Aussie y por los franceses Aussi, una mu chacha de Arkansas, una estatua, habría que decir —sin otro defecto que el de estar noche y día al pie de los australianos—, más alta que yo, con el pelo negro, con los ojos celestes y con la piel mejor tostada que he visto; el doctor Cesare Vittorini, hombre joven, pero de lo más apagado, aunque me aseguran que es una celebridad en no sé qué sanatorio de Floren cia; y algún otro personaje, no menos pintoresco para quien lo trata. De mañana el grupo se reúne en una playa de verdadera arena, próxima a Sainte- Maxime; a la tarde nos dedicamos al tennis, como jugadores los unos, como espectadores los otros, en el pinar de Beauvallon y a la noche recorremos los casinos o llegamos a Super-Cannes, donde suelen to car A media luz, Garufa, Adiós muchachos y, cuando ando con suerte, Don Juan. Ni qué decir que ofrezco a los compañeros lecciones de tango con corte. En toda la zona abundan los fruits de mer, la bouillabai- se, la quiche varoise, la becasina flambée y el vinito de Gassin; de modo que yo no me quejo. En cuanto a mi amiga, declaro que nunca estuvo tan linda, ni tan alegre, ni tan dulce. Esto no tendría nada de extraordinario si la pobre durmiera bien; pero el aire de mar, aunque el de aquí no es el de Mar del Plata, la desvela y noche a noche toma pas tillas. Los muchachos del Richmond me habían ase gurado: “Hay que viajar solo. Si cargas con mujer, acabas loco y aborreciéndola”. Que haya ventajas en viajar solo, no lo niego; pero a lo largo del itinera rio —y no es poco lo recorrido antes de llegar a Saint- Tropez— nunca tuve ganas de librarme de Amalia. El mérito, sin duda, le corresponde a ella. ¿Por qué negarlo? Yo la miro con orgullo patriótico. Se habla de la República Argentina, más conocida en estos parajes por Sudamérica, y lo que realmente espera el extranjero es que Amalia y yo seamos un par de negros. Quedan boquiabiertos cuando la ven, con ese aire de inglesita fina (que a mi lado se acentúa, por contraste), blanca, rosada, con el pelo de oro y los ojos azules. A)er de mañana, en la playa, nos encontramos con el cuadro habitual: Clarence y Clark, alejándose por las aguas en pédalo, AI me. Verniaz, proponiendo a los rayos solares la plenitud del cuerpo, el doctor Vitlorini, absorto en algún árido opúsculo. Desde luego, para quien tiene ojos, cada día trae su no vedad. La de ayer consistió en que Bárbara no escol taba, siquiera a la distancia, a la pareja australiana, sino que se paseaba ansiosamente por la ribera, con algo de leona joven. Tenía que ir a Sainte-Maxime antes del mediodía —explicaba a quien la oyera—, antes de que cerraran las tiendas, para buscar unas raquetas que ella había dejado para encordar y que sus am gos necesitaban a la tarde, para un importante par tido de entrenamiento. Como hacía calor, mientras yo oía esta cháchara, mi atención pregustaba con de licia la inminente frescura del mar. Vittorini cerró el libro y me preguntó: —¿No comprende que la muchacha está desespera da porque la lleven? Usted, que tiene coche, hága se ver. Antes de que yo encontrara respuesta, Bárbara me tomó de las manos y exclamó: —Gracias, gracias. Amalia fué la única en defenderme: —No sean malos —dijo—. Al pobre no le gusta per der un baño. —J¿Y su Alfa Romeo? —pregunté a Vittorini. —Prometo que mañana estará a disposición de quien lo requiera —contestó, con irritante solemnidad—. Hoy, los mejores mecánicos de la zona, lo ponen a punto, lo afinan. Un motor nervioso, usted sabe, tie ne exigencias. Como en la hora de la derrota es inútil andar con rodeos, subí los pantalones, bajé el pall-over y dije, con la satisfacción de colocar un epigrama: —Aprés vous. La verdad es que esta gente no sabe que para el criollo una frase en otro idioma siempre tiene algo de cómico. Para juntar fuerzas olí el pañuelo, empa pado en agua de Colonia, y seguí a la muchacha hasta los pinos, a cuya sombra habíamos dejado el Renault ¿Recuerdan el lugar? Es tan hermoso que infaliblemente serena el ánimo de quien lo mira. Yo no lo miré. En el breve trayecto manejé de manera automática y, en cuanto a Bárbara, la atendí apenas. Crispado, tenso, pensaba que si Amalia y yo partía mos en la fecha fijada, no cumpliríamos con los veintiún baños que prescribe la hidroterapia. Ocurrió lo que debía ocurrir. En Sainte-Maxime nos encontramos con que la casa de las raquetas ha bía cerrado y cuando llegamos de vuelta a nuestro punto de partida, Bárbara declaró: —Yo no bajo. Con las manos vacías no me presento ante Clarence y Clark. No tengo valor. No bajo. Esta actitud, minutos antes, me hubiera indignado; pero no hay duda de que en un lapso muy corto se operó en mi ánimo un cambio radical. Yo explicaría el fenómeno por los tamaños relativos del Renault y de Bárbara. Los Renault que uno alquila para viajar por Europa corresponden al modelo pequeño. Créanme, adentro de ese cuartito —nuestro automó vil— la muchacha resultaba inmensa e inmediata. Tira que Amalia y los amigos no nos vieran desde la playa y pensaran quién sabe qué, puse de nuevo en marcha el automóvil, volví al camino y, poco des pués, distraídamente, eníilé por uno lateral, que se internaba en el arriere pays. Por un rato bastante largo guardamos un silencio notable. Nada mejor puede uno hacer en medio de esa belleza tan deli rada y tranquila. No he de hallarme del todo libre del snobismo del individuo que por haber pasado una temporadita en un lugar, se cree conocedor y señala matices merito rios; pero habla mi corazón cuando alirmo que a la variada y espectacular perfección de la costa, con las rocas que recortan la intensidad de sus rojos contra el azul del cielo y bajo el azul del mar, prefiero la quietud bucólica de estos valles con olor a pasto, de estos caminos empinados, de estos pueblitos viejos y humildes, que ahí nomás, del otro lado de un recodo, están enclavados en el fin del mundo. —Me muero por hacer una proposición deshonesta- dije en la pendiente de Grimaud. —Ten cuidado —contestó Bárbara— porque voy a aceptarla. Detuve el coche y, como en las películas, caímos uno en brazos del otro. No caímos también en el fon do del barranco, porque empuñé a tiempo la palan ca del freno. En Grimaud —uno de los famosos villa- ges perchés— luego de contemplar el panorama de sie rras, valles y mar, bajamos en el Belvedere. Pregunté a la patrona si podía alquilarnos un cuarto. —Eso no es difícil —respondió Llamó a una muchacha, le entregó una llave, le dijo: —Denise, el once para el señor y la señora. Seguimos a Denise por una escalera, por un corre dor, hasta la puerta del once. La muchacha la abrió, encendió la luz y lo primero que vi fué el deslumbra do rostro de Bárbara. En verdad, no esperaba uno en contrar, dentro de las cuatro paredes de un hotelito de aldea, ese dormitorio admirable. Cubrían el balcón unas cortinas de seda rosada, y el empapelado, de to no gris, tenía escenas que recordaban a Fragonard y a Watteau. En algún momento, Bárbara apagó la luz y en otro abrió las cortinas; en el intervalo de penum bra enfrenté los botones del vestido; no los conté, pe ro afirmo que había más de veinte. Esos botones im pusieron un alto, que me permitió valorar mi suerte. Después, todo pasó como un sueño. La moraleja del episodio es que las vírgenes y los mejores premios de la fortuna se nos dan gratuitamente y que tal vez para restablecer el equilibrio de la justicia resbalan como el agua entre las manos. Yo flotaba aún, mi rando el techo, por íntimas lejanías, cuando Bárbara habló: —Tengo hambre —dijo—. Vamos a almorzar. Has ta las dos no abren y yo no me presento, sin raque tas, ante C.larence y Clark. Confieso que el tema de las raquetas me halló me nos dispuesto a la credulidad que en ocasiones ante riores. Pensé en Amalia; me dije que yo no debía es perar que las mujeres velaran por su dicha; eso me tocaba a mí. También pensé que el impedir que se completaran y llegaran a su natural perfección los momentos felices de la vida era un error, de modo que apreté el timbre y ordené a Denise el almuerzo, que un rato después, en un jardín pequeño y muy flo rido, comimos alegremente. A las dos y media pasadas recogimos las raquetas. En el trayecto de vuelta, Bárbara me dijo: —A ver, mírame. Sacó el pañuelo de mi bolsillo y me limpió los labios. —Ahora ;qué hago? —preguntó, mostrando las man chas roj is del p.iñuelo. —Lo tiras —c mtesté. Con expresión tensa, Bárbara lo olió, hundiendo la cara en él; al cruzar un puente, lo arrojó. Me excuso por relatar pormenores como éstos; indudablemente, son un poco ridículos, pero quedan en la memoria de un hombre y cuando reconoce que a pesar de todo en )a vida hubo dulzuras y que vivirla valió la pena, tén ganlo por seguro, está pensando en ellos. Dejé a Bárbara en la casa de Mrne. Verniaz, en la misma pla ya de Beauvallon; vale decir que antes de llegar a mi hotel tuve que rodear el golfo. En el trayecto des perté a las responsabilidades. El primer amor, me di je, es cosa grave para una muchacha; mañana mismo la llevaré aparte y, con palabra atinada, pero firme, le anunciaré que no la quiero. Me irrvadió entonces una auténtica melancolía, atenuada por la satisfac ción de prever mi conducta abnegada y varonil. Sus pirando, llegué a la conclusión de que debemos tra tar consideradamente a las mujeres, porque son tan frágiles como respetables. El recibimiento de Amalia me sorprendió de ma nera ingrata. Hasta entonces mi día había sido casi perfecto y, no lo niego, me dolió que la persona más allegada mostrara esa falta absoluta de simpatía. Aquello fué un balde de agua. —Qué desconsideración —exclamó Amalia—. Te es peré hasta no sé qué horas. Pensé que habrías tenido un accidente. Menos mal que Vittorini me acompa ñó; si no, tengo que dejar las cosas. Cargados como dos muías nos arrastramos hasta el camino. Ahí hubo que esperar el ómnibus. No te digo lo que espera mos al rayo del sol. Cuando llegamos al hotel, no querían servirnos. ¿Cómo iban a servir el almuerzo a la hora del té? Qué desconsideración la tuya. Etcétera. Ustedes lo saben: yo estaba dispuesto a sacrificar a Bárbara, a cerrar los ojos al resplandor de su gene rosa juventud, a volver a Amalia con naturalidad, co mo quien retoma el destino, a exprimir la imagina ción hasta inventar una sarta de contratiempos que justificaran, bien o mal, la demora. Traía la firme re solución de mentir, pero mis intenciones, por inmejo rables que fueran, se estrellaron contra aquel recibi miento —¿cómo diré?— refractario. El sacudón debió de cambiar algo dentro de mi cerebro, porque vi el problema bajo una nueva luz. ¿Por qué nunca hacer lo que uno siente? me pregunté. ¿Por qué vivir en la mentira? Abrí la boca y la hallé tan seca que volví a cerrarla, como si me faltara el coraje. Amalia lanzó otras andanadas de reproches. Recordé a Bárbara. El detalle físico, me dije, carece tal vez de importancia, pero la manera ¡qué elegante y qué espléndidal ¡Bár bara no tuvo una duda, no se hizo valer, no puso con diciones! Me quiere la mejor muchacha del mundo y le vuelvo la espalda. ¿Por qué? Por la pereza de pro vocar un momento desagradable. Amalia no compartía esa pereza. Para no ser me nos, me erguí noblemente y, en tono tranquilo, ar ticulando las palabras con nitidez, repliqué a su llu via de ex abruptos: —Te aseguro que no me demoré un minuto más de lo que tardamos Bárbara y yo en descubrir que nos queremos. Va estaba dicho. —No entiendo —declaró Amalia, con ingenuidad. Repetí la frase. ! —¿Hablas en serio? —preguntó. —Si —contesté. Entré en el baño, para lavarme los dientes. Cuan do volví al dormitorio, Amalia estaba echada en el suelo, boca abajo. A su lado vi el tubo del somnífe ro. Lo levanté. No quedaba una sola pastilla. Inme diatamente perdí la cabeza. Tomé a Amalia por los hombros, la sacudí, le grité que no me hiciera eso. La llamé por un nombre que sólo empleo cuando nadie nos oye. Le pregunté cómo pudo creer que una chiquilla, como Bárbara, iba a reemplazarla en mi afecto, si ella era toda mi vida, estaba en todos mis recuerdos. Corrí al baño, llené el vaso, le eché agua en la cara. Abrí la puerta, para gritar por los corre dores, pero esa repulsión nacional contra el escánda lo, que tenemos los argentinos, me detuvo. Recordé que nuestro amigo Vittorini era médico. Fui a gol pear a su puerta. Cuando abrió, murmuré: —¡Amalia! Debió de comprender en seguida, porque echó a 2 1 correr y llegó al cuarto antes que yo. Desde un prin cipio me trató descomedidamente. Cuando ya no fué indispensable mi ayuda, me expulsó del cuarto. No le pedí explicaciones, porque entendí que las circuns tancias exigían la postergación de toda cuestión per sonal. Ouedé en el corredor, sentado en un banco, del otro lado de la puerta cerrada, dialogando, en mi mente, con la providencia y con Amalia, rogándoles que me castigaran como quisieran, con tal de que no ocurriese nada malo, nada malo. A las cinco o seis Vittorini salió del dormitorio pa ra correr hasta el suyo, a buscar una medicina. Le in tercepté el paso. —¿Cómo vamos, cloctor? —pregunté—. ¿Puedo verla? —No me parece conveniente —contestó—. Hay que dejarla tranquila. Usted provocó todo y su reapari ción (¡las mujeres son tan raras!) podría conmoverla. —Pero ¿cómo vamos, doctor? —repetí. —Ella va relativamente bien —contestó, como si me dijera: no me soborna incluyéndose o incluyéndome en el plural de ese verbo vamos—. Entienda que todo diagnóstico es aún prematuro. Dése una vuelta, tome aire. Su presencia aquí no sirve para nada. No hablaba Viltorini, hablaba el médico y, en ese momento, yo estaba en su poder. Salí del hotel, sin rumbo fijo. Recuerdo que pensé: “Tiene razón. Mi presencia aquí 110 sirve para nada. Tanto hubiera va lido que bajara hasta la playa a tomar el baño que esta mañana perdí. Ya es tarde”. Fué un día rarísi mo. Vagabundeando, llegué hasta el puerto, miré los barcos y desarrollé la peregrina teoría, que entonces me impresionó vivamente, de que los barcos eran símbolos de nuestras esperanzas y de nuestros terro res. Luego me entró sed, no sed de alcohol, como co rrespondía a un individuo un poco desesperado, co mo yo, sino sed de agua. En uno de los cafés que hay frente a la plaza, acodado a una mesa, afuera, bebí una Badois y, como si en ello me fuera la vida, estu ve siguiendo el partido de unos viejos que jugaban a las bochas con bochas de metal. Por detalles como és te uno descubre que está soñando, leflexioné, cuan do regresaba. En verdad, todo el día parecía un sue ño. De pronto me dije: “Con tal de que pensar estas tonterías no me traiga mala suerte. Con tal de que tardar tanto no me traiga mala suerte. Con tal de que no haya pasado nada malo”. El miedo lo vuelve a uno supersticioso. Desde lejos miré el hotel, como si esperara discernir en las ventanas o en las paredes un signo revelador y, cuando entre, corrí hasta la es calera, temeroso de que al verme, algún señor de la recepción exclamara: “Estoy desolado. Ha ocurrido una gran desgracia” ... Por fin llegué a mi banco; suspiré con alivio, como quien se ha expuesto a un riesgo y se ha salvado. Del otro lado de la puerta, el silencio del dormitorio parecía total. Al ralo llamaron a comer. Yo no me moví de mi puesto, porque pensé: “Con esta hambre, voy a comer como un cerdo y eso, inevitablemente, traerá mala suerte”. En alguna parte había un reloj que daba las horas, las medias y los cuartos. Hasta anoche yo nun ca lo había oído. A las dos apareció el sereno, con una bandeja con café, sandwiches, bizcochos y tostadas. I o que son las cosas: me paso la vida diciendo que el café es agua sucia y que las tostadas huelen a repa sado: húmedo, pero debo reconocer que anoche el ca fé y las tostadas despedían un aroma exquisito. El se reno llamó a la puerta. Cuando Vittorini recibió la bandeja, le pregunté: —¿Cómo vamos? —Mejor. Pero ¿qué hace usted aquí? ¿No le dije que saliera? —Salí y volví. —Y ahora ¿por qué no se va a la cama? Disponga de mi dormitorio. —Bueno, pero déjeme entrar, aunque sea para sa car la ropa. Estoy con lo puesto desde que me levanté. —No está muy elegante, que digamos, pero no ne cesita el smoking para dormir. Cerró la puerta. Yo me fui al dormitorio indicado. Si conseguía echar un sueño, el tiempo pasaría. . . En cuanto me tiré en la cama, advertí el error. En el tra yecto me desvelé. Más me hubiera valido no dejar el banco, pues la cama de Vittorini me resultaba francamente maléfica. Por de pronto, calculé que el reloj tardaba una hora en dar los cuartos. Además me había invadido una tristeza pesada y concreta, como una piedra. Tan pesada, que la luz del alba, después de esa enorme noche, me encontró inmóvil en la cama. Inmóvil y con los ojos abiertos quedé has ta que apareció Vittorini, con la noticia de que Ama lia ya estaba bien. No había concluido de expresarle mi júbilo, cuando tuve una ocurrencia desafortu nada: para no darle el gusto de postergar otra vez mi entrada en el cuarto, la postergaría yo mismo. —¿Qué le parece —pregunté— si ahora corro a la playa, me doy un remojón, vuelvo a mediodía, des cansado y sin penas, un hombre nuevo, para presen tarme ante Amalia? —Haga lo que tenga ganas —respondió secamente. En cuanto llegué a la playa, me zambullí. Fuerza es declararlo: el baño de mar obra en mi organismo como una panacea, aunque si lo prolongo por de más trae la secuela infalible de dolores reumáticos. Al salir del agua era otra persona. Alirmaba mis pies en la arena, me había liberado de la ansiedad su persticiosa y no veía razón —puesto que Amalia esta ba sana— para descartar a Bárbara. Confieso que mi ré a la muchacha con alguna curiosidad, porque temí que no fuera tan linda como vo creía. Ahora doy fe de su hermosura. Me costó bastante apartarla del gíupo. —¿Hoy almorzamos de nuevo en Grimaud? —le pre gunté, ni bien caminamos unos metros. Bárbara agarró mi brazo. —Procura ser indulgente —pidió—, porque debo decir algo que me cuesta mucho: no te quiero. Logre balbucear: —¿Entonces, lo de ayer? —Lo de ayer es un buen recuerdo. Clarence, tú lo conoces, con ese horror por ciertas cosas, me dijo: Hasta que no seas mujer, no te casas conmigo. Aflo ra está conforme. Te lo debo a ti. Promete — porque todo fué maravilloso— que no estarás triste, que guar darás un buen recuerdo. Insistió con el buen recuerdo, varias veces. El res to requiere pocas palabras. Un tanto alelado empren dí el regreso, pero antes de entrar en el hotel me convencí de que la mujer que yo siempre había que rido era Amalia. En el Ai'oli, uno de los señores de la recepción me alargó un sobre. Subí la escalera. Mi cuarto me pareció extrañamente vacío. Abrí el sobre y leí estas líneas, que Amalia ha escrito de su puño y letra: “Disculpa la locura de ayer. Te juro que la encuentro injustificada. ¿Por qué pretender que tu vida se detenga en mí? Hoy entiendo que no sólo tu vida, sino la mía, debe continuar. Por eso me voy con Cesare”. ¿No es increíble? Desde no sé cuando estoy releyendo el papel. ¿Cómo Amalia pudo irse con Viltorini? ¿No sabe que es un extraño? Sin embargo, salta a la vista. . . Yo, en un minuto, la convencería, pero no hay que soñar en alcanzarla; ahora vuela, quien sabe por dónde, en el Alfa Romeo de ese de monio. Si por lo menos yo encontrara la manera de esfumarme en el acto. . . Antes debo pagar las cuen tas y dar las propinas. Habrá, pues, que aguantar que estos extranjeros, con aire de no saber nada, me miren y se miren. La verdad es que hasta al hombre más cobarde le llega la hora de hacer frente. Yo no soy cobarde. Cuando sea menester, me cuadraré, si no queda otro remedio. 


 UNA AVENTURA C reo que fué Mildred quien descubrió el mejor lu gar para tomar el té. Ahora me acuerdo: era de tarde, caminábamos por el vasto y abandonado par que de Marly, me cansé inopinadamente* sentí que la sangre se me enfriaba en las venas y dije, en tono de broma, que una taza de té sería providencial. Mildred gritó, y señaló algo por encima de mi hombro. Me volví. Yo debía de estar muy débil, porque me incli né a pensar que por voluntad de mi amiga había surgido, en ese momento, en pleno bosque, el pabe llón de La Trianette, Instantes después una mucha cha, llamada Solange, nos condujo hasta nuestra me sa, en un jardín minuciosamente florido, encuadra do en un muro bajo, descascarado, cubierto de hie dra, que parecía muy antiguo. Había poca gente. En una mesa próxima conversaban una señora, rodeada de niños, y un cura. Por una de las ventanas de los cuartos de arriba se asomaba una pareja abrazada, que miraba lánguidamente a lo lejos. Fue aquél uno de esos momentos en que la extrema belleza de la luz de la tarde glorifica todas las cosas y en los que un misterioso poder nos mueve a las confidencias. Mil- dred, con una vehemencia que me divertía, hablaba de Interlaken y de lo feliz que había sido allí. Afir maba: —Nunca vi tantos hombres guapos. Quizás no fue ran sutiles ni complejos, pero eran gente más limpia, de alma y de cuerpo, que los escritores. Yo les digo a mis amigas: Cuídense de los escritores. Son como los sentimentales que deline — ¿lo recuerdas?— el tonto de Joyce. No había escritores en Interlaken: tal vez por eso el aire era tan puro. Pasábamos el día afuera, en la nieve, al sol, y volvíamos a beber tazones de hu meante Gliihwein, a comer junto al fuego donde cre pitaban troncos de pino. Bailábamos todas las no ches. Si te dijera que una vez me besaron, mentiría. Tú no lo creerás ni los comprenderás: la gente era limpia de espíritu. A ella la cortejaba Tulio, el más guapo de todos. Respetuoso y enamorado, se resignaba a las negativas y hallaba consuelo describiendo las fiestas que ofrece ría para que los amigos la conocieran, si ella condes cendía a bajar t Roma. Mildred volvió a Londres, al hogar y al marido. ¡Cómo la recibieron! Diríase que para el color del rostro del marido las vacaciones de Mildred en Interlaken resultaron perjudiciales. Nun ca lo vió tan pálido, ni tan enclenque, ni tan coléri co, ni tan preocupado con problemas pequeños. Una cuenta impaga había enmudecido el teléfono. No sé qué percance de un flotante había dejado las cañerías sin agua. La cocinera se había incomodado con la criada y ambas habían abandonado la casa. El mari do formuló brevemente la pregunta “¿Cómo te fué?”, para en seguida animarse con otras: ¿Ella creía que eran millonarios? Gastaron tantas libras y tantos che lines en leña. ¿La pesaron? Y tantas libras en el mer cado. La cocinera llevaba todas las noches envoltorios repelentes. ¿Alguien exigió alguna vez que mostrara el contenido? Por cierto, no. Sin embargo, aun los países más atrasados fijan controles en la frontera. ¿Quién no tuvo, en la aduana, alguna experiencia desagradable? Nuestra cocinera, por lo visto. ¿Qué comería él esa noche? No importaba que él comiera o no; .mpoitaba que trabajara en las pruebas de Go- llancz, pródigas en erratas, y que pagara las cuentas. Sobre todo, que pagara las cuentas. ¿Tres vestidos largos y una capita de colas de astracán, eran indis pensables? ¿Ella creía que si no hablaba de las cuen tas y las dejaba para que él las pagara mientras en Interlaken se acumulaban otras, todo se olvidaría? Nada se olvidó. El monólogo concluyó en portazos y a la tarde Mildred visitó la compañía de aviación y las oficinas del telégrafo. A la mañana siguiente par tió para Roma. En el aeródromo la esperaba Tulio. Con ropa de ciudad parecía otra persona; era notable la rapidez con que había perdido el tinte bronceado. Mientras los funcionarios trataban de valijas y de pasaportes, Tulio inquirió: ijíwómo van los trámites del divorcio? —No Juce nada, no pensé en eso. —No volverás a tu marido —prometió Tulio, con íirme ternura—. Pondremos todo en manos de un abogado de mi familia. Obrará en el acto. Nos casa remos cuanto antes. Hoy mismo te llevaré a nuestra propiedad de campo. Algo debió ocurrir en la expresión de Mildred, por que Tulio aclaró rápidamente: ¡ f t f c n la piopiedad de campo, muy cercana a Roma, más allá del lago Albano, a unos cuarenta minutos, a treinta y cinco en mi nuevo Lancia, a treinta y dos, vivirás en ambiente hogareño, junto a buena parte de la familia de tu amado: la mamma, el babbo, el normo, sorcllas y fratelli, que van y vienen, la cugi- ria enrnale, Antonietta Loquen/i, que está firme, por así decirlo, la ziñ Antonia, y la alegre banda de ni- poti, Cargaron las valijas y Mildred subió en el auto móvil. —¿No miras la joya mecánica? ;no felicitas al feliz propietario? —inquirió Tulio, iingiéndose ofendi do—. Te ruego que me des tu aprobación. Como le abrieron la puerta, Mildred bajó. —Está muy nuevo —dijo, y volvió a subir. Tulio, mientras manejaba, precisaba pormenores técnicos: sistema de cambios, caballos de fuerza, kiló metros por hora. Al rato interrogó: —Dime una cosa, mi amada ¿qué te decidió a ve nir a Roma? Aunque la cuestión era previsible, se encontró po co preparada para responder. La verdad es lo mejor, se dijo ; pero la verdad ¿no suponía ser desleal con uno y descortés con otro? En ese instante, un automó vil los pasó; Tulio sólo pensó en alcanzarlo y dejar lo atrás. Mildred reflexionó que debía agradecer el respiro que le daban; sin embargo, estaba un poco re sentida. Cuando dejaron atrás al otro automóvil, Tu lio, sonriendo, exclamó: —¡Convéncete! ¡No hay rival! ¡Este es el automóvil de la juventud deportiva! Hubo un largo silencio. Tulio preguntó: —¿De qué hablábamos? —No sé —contestó ella, brevemente. Mientras buscaba una respuesta —poique Tulio in sistía— advirtió que estaban cerca del lago Albano y que no faltaría mucho para llegar a la propiedad don de esperaba la familia. Bajando los ojos, murmuró: —Yo prefiero que hoy no me lleves a tu casa. Les dices que llego, tal vez, mañana, que no llegué. Bruscamente, Tulio detuvo el automóvil. —Y . . . —balbuceó, mirándola— ¿pasarás la noche conmigo en Roma? —Es claro. —Gracias, gracias —prorrumpió él, besándole las manos. Sin entender el fenómeno, Mildred notó que las manos se le mojaban. Cuando comprendió que Tu lio estaba llorando, se dijo que ella debía conmoverse y le dió el primer beso cariñoso. Con evoluciones espectaculares, casi temerarias, em prendieron el regreso, rumbo a Roma. —Iremos a un restaurant donde nadie nos vea — afirmó Tulio, recuperando, luego de enjugadas las lágrimas, su agradable seguridad varonil. El olor a comida los recibió en la* calle y se espesó en el interior de la fonda, que era bastante des aseada. I ulio habló por teléfono con la familia. Sentada a la mesa, lo esperaba Mildred, pensando: Debo agra decerle que me haya traído aquí. Quiere protegerme. No es como tantos otros que se divierten en exhibí a sus amigas. Ese gusto mío porque me exhiban tie ne mucho de vulgar. En cuanto a mi prelerencia por el comedor blanco y dorado de cualquier hotel, so bre el bistró más encantador, es un capricho de mal criada. En la sobremesa, Tulio conversó animadamente, como si quisiera postergar algo. —¿Vamos? —preguntó Mildred y recordó a las mu chachas que en las calles de Londres acosaban a su marido. — Es claro, vamos —convino Tulio, sin levantarse—. Vamos, pero ¿dónde? —A un hotel —contestó Mildred, ocupada con los gunntes \ la cartera. —¿A un hotel? ¿A un albergo? —Es claro. A un albeigo. —¿Y tu reputación? —Esta noche no me importa mi reputación —de claró Mildred, tratando de mostrarse contenta. Como reparó que Tulio quería besarle las manos, se quitó los guantes; pero cuando pensó que su ami go nuevamente lloraría de gratitud, le dijo, para dis traerlo y también para que no se repitiera con el ho tel la experiencia del restaurant: —Quiero que me lleves al mejor hotel de Roma. Al más tradicional, al más lujoso, al más caro. Al Grand Hotel. — ¡Al Grand Hotel! —exclamó Tulio, como si el entusiasmo lo inflamara; en seguida inquirió—, ¿Qué dirán, si se enteran, mis relaciones? ¿Qué dirán de mi futura esposa la nobleza blanca y la nobleza negra? —Si nos casamos —respondió Mildred— todo que dará en orden y si no nos casamos, pronto me olvida rán. —¡Nos casaremos! —prometió Tulio. En el Grand Hotel, porque Tulio no pidió cuar tos contiguos, Midred se disgustó y se contuvo ape nas de intervenir en el diálogo con el señor del jaquet negro. Subieron al primer piso. El señor del jaquet los condujo por anchos corredores hasta unas habita ciones amplias, muy hermosas, con vista a la plaza de la Esedra y a las termas de Diocleciano. El mismo se ñor abrió la puerta que comunicaba un departamen to con otro. Poi fin quedaron solos. Se asomaron a una ventana. La belleza de Roma la conmovió y de pronto se sintió feliz. Con mano segura, Tulio la lle vó hacia el interior de la habitación. Aquella primera y acaso única infidelidad de Mildred a su marido fué delicadamente breve. Después del amor, Tulio se dur mió, como un niño, se dijo Mildred, como un ángel, quiso pensar. ¿Y ahora por qué la invadía esa congo ja? Procuró ahuyentarla: ¿No estaba en Italia, con su amante? ¿Algo mejor podía anhelar? Si ella siempre se había entendido con los italianos, pueblo hospita lario e inteligente, que vive en la claridad de la belle za ¿cómo no se entendería con Tulio? Trató de dor mir y lo consiguió. Las emociones del día la hundie ron en un sueño profundo, que duró poco. Al despertar se creyó en la casa de Londres, junto al marido. En trevio de repente una duda que la asustó. Examinó las tinieblas y halló anomalías en el cuarto. Con an gustia se preguntó dónde estaba. Cuando recordó to do, echó a temblar. El hermoso cuarto del hotel le pareció monstruoso y el hermoso muchacho que dor mía a su lado le pareció un extraño. “Algo atroz” dijo Mildred. “Un cocodrilo. Como si yo estuviera en ca ma con un cocodrilo. Te aseguro que le vi la piel áspera y rugosa y que tenía olor a pantanos”. Com prendió que no podía seguir allí un instante más. Con extremas precauciones, para no despertar a Tu lio, salió de la cama, recogió la dispersa ropa y, en el otro cuarto, se vistió. Dejó una nota, que decía: Por favor, manda las valijas a Londres. Perdona, si pue des. Huyó por los corredores, bajó la escalera; con visible aplomo cruzó ante el único portero y, por fin, salió a la noche. Corriendo, en la medida que lo per mitían los tacos, volviendo la mirada hacia atrás, lle gó a la estación, que no queda lejos. Cambió libras por liras; compró un boleto para Londres, vía Taris, Calais y Dover; con miedo de que apareciera Tulio, esperó hasta las cinco de la mañana, que era la hora de la partida. Cuando el tren se movió, Mildred, muy silenciosa, empezó a llorar; sin embargo, estaba feliz. Como si un escrúpulo la obligara, reconoció: “Nunca he sido tan feliz después de cumplir una buena ac ción”. Desde luego, la frase es ambigua.

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