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miércoles, 7 de mayo de 2025

Leonardo Pitlevnik BORGES Y EL DERECHO Interpretar la ley, narrar la justicia FRAGMENTO

 



Introducción

 Dios te libre, lector, de prólogos largos. Jorge Luis Borges, “Prólogo” de El informe de Brodie 

 Brevísima biografía No recuerdo bien cuándo leí por primera vez un texto de Borges. Deduzco que fue en la secundaria, cuando nos daban algunos de sus poemas, incluidos en el programa. Los versos que dicen “Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio” forman parte de esas repeticiones acuñadas gracias a la insistencia de alguna profesora de literatura y se suman al pequeño folklore de frases aprendidas para siempre.[1] Ya en cuarto o quinto año, empecé a comprarme sus libros no bien ahorraba algo de plata. La primera escena que sí recuerdo con nitidez sucedió en Puerto Pirámides, a mis 20 años, un enero en carpa con amigos. Había llevado El Aleph. Una tarde, apoyado yo contra los tamarindos, libro y lápiz en mano, una chica de otra carpa me preguntó si de verdad entendía algo de lo que estaba leyendo. Se trataba de una de esas ediciones delgadas de Emecé, que, con el paso del tiempo, se amarilleaban y se deshojaban. Aunque contesté que sí (entendiera o no lo que estaba leyendo, qué otra cosa le iba a responder a una chica en la playa), tomé conciencia de que la respuesta correcta era un “depende”.

Que “algo” entendía. Ella siguió de largo y yo, al costado de la carpa, eludiendo el impiadoso sol de la playa, sentí una mezcla de vergüenza y de orgullo, porque, a pesar de que había elegido esos relatos para llevármelos durante el verano y, en efecto, algo podía entender, también era consciente de que se desplazaban por espacios a los que no tenía acceso todavía. Indudablemente, ya en ese entonces, comprendía que ese libro de tapa blanda incluía algo más que la sucesión de escenas que yo subrayaba o marcaba en el margen con un asterisco. Seguí comprando de a puchos los libros de Borges al librero de siempre: un personaje que, en la entrada de una galería, se había acostumbrado a verme buscar entre los estantes y me dejaba hacer. Los libros de Emecé fueron mi primera fuente. Después intenté acceder a algunas de las obras completas que iban apareciendo y que, enseguida, resultaban no ser tan completas. Siempre dejaban de lado material, que luego aparecía en otras ediciones, rotulado con calificativos diversos que le dejaban claro al lector que el universo Borges seguiría expandiéndose. De pronto, había textos cautivos, textos recobrados, y también notas que se habían publicado en diferentes revistas y que hasta ese momento no se habían compilado. Hoy, cuando hojeo aquellas ediciones de tapa blanda (cada cual con su color: verde, El hacedor; azul, El Aleph; gris, Historia universal de la infamia), de algún modo dialogo también con aquel que fui. Y me reencuentro con párrafos marcados que hace décadas me resultaban hermosos o inquietantes. A veces, la pregunta es la misma de entonces, y otras, el subrayado se vuelve una incógnita. ¿Qué es lo que le habré visto a esta idea? ¿Por qué me pareció relevante lo que ahora dejo de percibir? Leyendo a Borges, podemos vernos envueltos en historias de orilleros, o en paisajes de la India, o en las aventuras de un traficante de esclavos, o en las sagas de Islandia.

Podemos releer “La lotería en Babilonia” y después “Los teólogos”, para inmediatamente pasar una temporada detenidos en la simpleza de “Los dos reyes y los dos laberintos”. Hay en esas ficciones una hondura que se abre, y puede dejarnos atrapados como un agujero negro al que vuelven atraídos los pensamientos que el texto liberó. Tiempo antes de terminar la carrera de Derecho, fui ayudante alumno en la cátedra del profesor Carlos Nino. Iba a sus seminarios, discutíamos su flamante Ética y derechos humanos, en los inicios de la democracia recuperada.[2] En su libro clásico, Introducción al análisis del derecho,[3] Nino citaba unos versos del poema “El Golem” de Borges, que se preguntaba si “en las letras de rosa está la rosa”. Nino se valía de esa idea para reflexionar en torno a las lecturas de la ley y la existencia de un único y verdadero significado de las palabras (juro que todavía tengo el libro, edición de 1980, con esas líneas subrayadas en lápiz). También Genaro Carrió, quizás el padre de la filosofía del derecho en nuestro país, cita a Borges en Notas sobre derecho y lenguaje,[4] un libro que, en mi opinión, abarca el sentido esencial acerca de lo que deberíamos entender por derecho. Allí Carrió recurre, por ejemplo, a Historia universal de la infamia para referirse al juego del lenguaje en el derecho, y se detiene en el personaje de “Funes el memorioso” con el fin de exponer la necesidad de sustantivos generales para que el orden normativo tenga sentido. En mi vida, Borges reaparecía por la ventana –aunque jamás lo hubiese echado por la puerta–, y se volvía una referencia fundamental para pensar el derecho. 

 Quienes mejor lo entendían y enseñaban recurrían a su universo como modelo de comparación. ¿Por qué Borges? Fuera del recorrido personal (¿existe en aquello que escribimos y decimos algo que no sea parte del recorrido personal?), parecería que explicar las razones por las cuales uno elige a Borges como punto de apoyo corre el riesgo de crear una acumulación de citas y lugares comunes. Basta recurrir a lo que suele decirse de él en cualquier ámbito: que se trata de un clásico, de un renovador de la literatura del siglo XX, de un referente ineludible, del mayor escritor argentino (justo en el caso de Borges, quien mencionaba en “Virginia Woolf” que poco importa la jerarquía exacta, “ya que la literatura no es un certamen”). En casi todos los libros acerca de él, los autores volvemos a remarcar su singularidad, su figura mítica que desde la periferia (desde su arrabal sudamericano, nos permitimos decir, no solo para hablar sobre su obra, sino también en busca de ser un poco como él al parafrasearlo) construye un universo propio, fija una poética y funda una nueva forma de hacer literatura.

 A ello se agrega la imagen cuidadosamente cultivada por él mismo, tanto la figura autoral de sus intervenciones y entrevistas (o sus conferencias) como la figura física que preservan sus retratos fotográficos: los ojos cerrados en gesto de concentración, las manos que aferran el bastón. Un autor canónico, un clásico, el Borges que se ha vuelto leyenda. Ahora bien, ¿en qué sentido puede ayudarnos a pensar acerca de cuestiones como la justicia, la ley, el reproche o el castigo la literatura escrita por este porteño nacido cuando el siglo XIX no había terminado aún? En sus Ensayos sobre Borges y la filosofía,[5] Iván Almeida menciona como característica textual recurrente una “escurridiza referencialidad”. Al estar impregnada su escritura de una estética que juega con la filosofía, es inútil intentar fijar cuál es, en definitiva, su posición. Las ideas de tiempo o espacio surgidas de sus ficciones– dice Almeida– “no están poniendo las bases de una filosofía borgesiana del tiempo o del espacio”. Lo que sí producen en nosotros sus ficciones es una hendija por la cual se cuela e instala una pregunta que se desplaza latente por el fondo del texto. Cuentos policiales que en verdad son un cuestionamiento a la existencia de Dios (menciona Almeida, citando a Sabato), breves relatos que terminan por hacernos dudar sobre aquello que creemos cierto, la desconfianza en la verdad de lo palpable. Desde una perspectiva similar, este libro no intenta afirmar cuál era el concepto de justicia en Borges ni se propone convertirse en una suerte de albacea de su legado que le explique al mundo lo que quiso decir cuando dijo lo que dijo. No es mi intención ser un traductor oficial de las ideas de Borges en el campo del derecho. Pero sí intentar entender de qué modo concebimos la asignación de reproches o la idea de justicia gracias a esos espacios abiertos por sus relatos; principalmente, los reunidos en Ficciones y El Aleph. Se suele decir que leemos ficción, en definitiva, para conocernos un poco más, para saber más de nosotros mismos.

“No leo a los escritores rusos de fines del siglo XIX para saber cómo se vivía en San Petersburgo o Moscú, sino para saber más de mí”, afirmaba Saer en una entrevista.[6] La propuesta que aquí comienza es la de sumergirnos en los textos de Borges que abren interrogantes en torno a ciertas concepciones básicas de los sistemas que intentan reglar las condiciones en las que vivimos. Qué entendemos por ley, por culpa o por castigo, conceptos cuyo contenido nos resulta esquivo, aunque los aplicamos de manera cotidiana. Así, “Emma Zunz” nos permite explorar cuántas versiones de la verdad se pueden dar en un proceso judicial; “Pierre Menard, autor del Quijote” proyecta el relato hacia la cuestión de los límites de la interpretación de las leyes; “La lotería en Babilonia” explora la idea de cuánto de lo que nos toca como premio o castigo es por merecimiento o puro fruto del azar; y, por último, “Deutsches Requiem” nos enfrenta a los límites del derecho y del lenguaje para dar cuenta de los crímenes más atroces. Mundo Borges En los textos de Jorge Luis Borges se encuentran expresamente inscriptas y referenciadas la literatura universal, la historia argentina y, en ella, su propia historia familiar. Borges escribe sobre la muerte de Laprida, las montoneras, el gaucho perseguido, las peleas a cuchillo en una ciudad de Buenos Aires casi desaparecida, el retiro de San Martín de las luchas por la independencia o el breve escenario fingido de un velorio de Eva montado en un pueblo del Chaco. En la búsqueda de su propio linaje, que tanto ha sido señalada por la crítica, Borges a veces entrelaza la historia del país con la de su familia, en escenarios donde inserta a esos antepasados cuyos apellidos dan nombre a calles o ciudades argentinas (Laprida, justamente, es uno de los que hallamos en su árbol genealógico).

A varios de ellos les dedicó poemas a lo largo de su vida. Las ficciones de Borges nos llevan también a los relatos de Las mil y una noches, a un barrio de una ciudad de la India, a la ejecución de un poeta en una cárcel de Praga, a una mítica ciudad habitada por inmortales. El propio autor decía que en “La muerte y la brújula”, donde detectives y criminales centroeuropeos se persiguen en una ciudad francesa, se encuentra presente, en definitiva, el sabor de Buenos Aires y de Adrogué. Se da el nombre de Borges a centros de estudio, salones de bibliotecas y espacios culturales diseminados por el mundo. Pueden encontrarse libros sobre Borges y la física cuántica, Borges y las matemáticas, Borges y la filosofía, Borges y la música, Borges y la arquitectura. Las discusiones en torno al valor de sus obras, muchas veces confundidas con sus posiciones políticas o con opiniones vertidas en algún reportaje, han atravesado gran parte del siglo XX. Se le ha endilgado desde haber llegado al punto más alto de nuestra literatura –y ser fiel representante y agudo lector de lo que somos– hasta haber ignorado la realidad de la sociedad en la que escribía o haber sido expresión de la explotación de las clases sometidas. Borges fue, además, un polemista, y se vio convertido en el referente de muchas de las discusiones estéticas e incluso políticas que él mismo definió. La gauchesca, el fin del ultraísmo, la identidad de lo argentino, la Segunda Guerra Mundial o el peronismo son algunos de los nudos de debate en los que participó desde el centro de la escena. Suele decirse que Borges define, categoriza y clausura la literatura argentina del siglo XIX, que cierra la línea europeísta y gauchesca y vuelve siempre a la discusión entre civilización y barbarie (al hacerlo, expande la discusión hacia el futuro, en función de las proyecciones de ese pasado sobre la vida política argentina). Imposible, por último, no llegar con él también al derecho, un sistema que intenta construir un orden racional del mundo. Los humanos nos dictamos reglas destinadas a moldear determinado tipo de sociedad a la que decimos aspirar. Más autoritaria, más democrática, más o menos rígida; más o menos tolerante. El derecho consiste, en definitiva, en la práctica de imponer determinado orden o de gestionar los conflictos en función de un núcleo de ideales que la comunidad, presuntamente, comparte. Desde esa perspectiva, quizá se vuelva más evidente por qué los relatos de Borges son herramientas útiles a las que recurrir para entender las maneras en que juzgamos, reprochamos, perdonamos. Italo Calvino señalaba que la escritura de Borges iba contra la corriente principal de la literatura mundial de su tiempo, que su escritura era “un desquite del orden mental sobre el caos del mundo”.[7] Y, en definitiva, ¿no es eso lo que, en parte, se espera del derecho?

Cuando pensamos, desde una definición clásica, en dar a cada cual lo suyo, en poner fin a iniquidades que no podemos tolerar o en castigar a quien ha cometido un hecho atroz, ¿no intentamos un desquite para preservar un modelo racional ante una realidad que lo pone en jaque? Asomarse al derecho desde la ficción Y ¿por qué debería la ficción ser un instrumento para entender mejor al derecho? Muchos relatos y novelas se han centrado en cuestiones relativas al crimen, la culpa o el castigo. Se ha dicho, por ejemplo, que Edipo Rey es la cabal representación de un proceso judicial; que La Orestíada de Esquilo representa el nacimiento del sistema de enjuiciamiento penal, o que El proceso de Kafka, es la representación de una forma de burocratizar esa obtención del conocimiento como instrumento de ejercicio del poder. Pero hay algo más y es el hecho de reconocer en la narración de una historia un instrumento de normatividad: la historia que nos contamos es esencial para reglar un modelo social. Robert Cover refiere que las instituciones y las reglas existen gracias a narraciones que les dan un significado. Es así que detrás de una constitución hay una épica que le provee sentido, que construye un modo de pensar y ordena, así, el mundo.[8] En la Biblia, para nombrar uno de los textos fundantes por excelencia, primero se cuenta la creación, el diluvio, la torre de Babel, el sacrificio del hijo, la salida de Egipto y recién después de esas historias, todo un libro se dedica a enunciar preceptos, reglas, consejos y sanciones.

Rashi, uno de los estudiosos de la Biblia y el Talmud más importantes de la cultura hebrea, deducía que, para fijar las normas, primero se requería de una historia que legitimara el derecho.[9] En términos más básicos: para cumplir con las reglas, primero debemos creernos la historia en la que esas reglas se pretenden asentar. En efecto, en las primeras páginas del Génesis se nos cuenta lo ocurrido con la primera norma, su infracción y su consecuente castigo. De allí se desprende la historia del mundo. Ya no es el relato el que funda el derecho, sino que el derecho es el objeto de la narración. Dios le dijo a Adán que le estaba permitido comer de todos los árboles menos del árbol del conocimiento del bien y del mal. El día que lo hiciera, moriría.

La infracción se comete por la intervención persuasiva de una serpiente. Detengámonos sobre este punto para observar la conjunción de narración y derecho: construimos nuestra cultura a partir de la historia de una serpiente que habla y de la sanción recibida por haberle hecho caso. El animal fue maldito, condenado a arrastrarse sobre su vientre, comer polvo y vivir enemistado con la mujer y sus descendientes. Eva fue condenada a parir con dolor, orientar su deseo hacia el hombre y vivir dominada por él. Adán fue sentenciado a ganarse el alimento del campo con el sudor de su frente. Luego, Dios los echó del Edén, y dispuso que querubines con espadas de fuego impidieran su entrada para que no pudieran comer del árbol de la vida. 

 De los versículos que narran esa historia se han derivado infinidad de interpretaciones: ¿qué quiso decir Dios con que morirían en el día que comieran el fruto prohibido? ¿Dios en verdad interpretó la norma que había dictado y fijó una pena visiblemente menor que la que había estipulado? ¿Qué significa conocer el bien y el mal? ¿Se refiere a adquirir una moralidad, conocer todo, tener noción de su desnudez, separarse de Dios de forma definitiva? ¿Qué debe entenderse por desnudez? ¿Cuál es el sentido de la infracción y por qué afectó a las generaciones siguientes? ¿Es posible señalar la historia de esta desobediencia como base fundante de la misoginia o la represión sexual? ¿Por qué el trabajo es un castigo? Quien se encuentre habituado a leer sentencias judiciales o libros de derecho sabe que esas preguntas son equiparables a las que inundan los sistemas interpretativos con los que los juristas intentan desentrañar el sentido de un texto legal: el análisis de la historia, de las palabras utilizadas, los antecedentes, el contexto, su función dentro del sistema, qué quiso decir el legislador cuando mandó esto o prohibió aquello. En términos políticos, quienes ejercen el poder suelen requerir del mundo de las letras la creación de un soporte narrativo. 

 Augusto encomendó a Virgilio la escritura de un texto épico que construyera un origen y destino de gloria al imperio que había fundado luego de la muerte de César. La Eneida fue una epopeya “por encargo”, para dar sustento narrativo a la grandeza de Roma. En “El espejo y la máscara”,[10] Borges cuenta la historia de un rey que llama al poeta para encargarle un poema que narre de manera definitiva sus hazañas: “Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras.

Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer la empresa que nos hará inmortales a los dos?”. Borges escribió varias veces que, de haber elegido a Facundo en lugar de a Fierro, nuestra historia habría sido otra y mejor. Deberíamos tener en cuenta que, de algún modo, también elegimos a Borges como un personaje central, con una proyección más allá de nuestras fronteras. Esa elección también podría ser pensada en función de la imagen que nos devuelve de nosotros mismos.

¿Qué podemos encontrar en sus obras que nos ayude a entender quiénes somos? Y si retomamos el argumento de Saer, ¿cuánto más podemos saber de nosotros a partir de sus ficciones? Proyectándose a un universo algo más acotado, este libro intenta pensar el modo en que concebimos la justicia, leemos la ley o condenamos un crimen, a partir de los universos que desplegaban y despliegan esos libros de tapas blandas coloridas, marcados y subrayados, que le compraba a un librero en la entrada de una galería que ya no existe.

viernes, 4 de abril de 2025

Autobiografía III Figuras Simbólicas Medida de Francia Sur y Cía. OCAMPO VICTORIA.

 





JUSTIFICACIÓN 

 Hace casi veintisiete años que recibí la última carta de Victoria Ocampo. Ella, sin embargo, todavía tuvo tiempo para escribir algunas más en aquellos típicos papeles celestes, que después, invariablemente, mandaba por correo expreso. Las últimas, penosamente manuscritas, fueron el pésame enviado a la viuda de Roger Caillois, Aleña, y una dolida misiva a Yvette, la pri mera mujer de Caillois, por quien Victoria sentía gran afecto. Ambas es tán firmadas el 11 de enero de 1979. Caillois, veintitrés años menor que V. O., la precedió sólo dieciséis días en cruzar el umbral definitivo. Victoria no solía fechar sus cartas, pero el matasellos del sobre indi caba cuándo fueron enviadas. Aquella carta, dirigida a mí, empieza : “Lunes, tres de la mañana, habitual insomnio”. 

Del cáncer que la había cercado, con terribles dolores, desde 1963, no habla. Con pudor, con dignidad, no alude a su enfermedad. Probablemente consideraba que los sufrimientos no constituyen un mérito sino una desgracia y las desgra cias se soportan pero no se exhiben. 

 Ella mostró en su Autobiografía las vivencias del primer medio siglo de su vida. La escribió en seis tomos y dejó precisas instrucciones acer ca de cuántos años debían pasar después de su muerte para darlas a la imprenta. Por supuesto, no se cumplieron sus deseos y diez u once me ses después de su desaparición se publicó el primero de los seis tomos que componían sus memorias. 

Pero esta premura fue una suerte para sus lectores. Victoria empieza con la historia de nuestra propia aventura, la de narrar el nacimiento de la patria, tan ligada a su propia familia, hasta el amor que colmó su vida con la apasionada relación que la unió a Julián Martínez , primo de su marido. Pocas veces en nuestra literatura se en cuentra una novela de amor y celos tan atractiva como la que ella escri bió, embriagada y sumergida en una pasión que, siendo maravillosa, la llenaba de culpas, pese a estar separada ya de su marido. 

El breve ma trimonio con Bernardo de Estrada (a trece o catorce meses del casamien to, vivían física y espiritualmente alejados el uno del otro) la arrastró a una catástrofe más que a un fracaso. Con Julián, dedicada a él, entrega da a la felicidad de compartirlo todo; las lecturas, los días, el aire, la luz del otoño en las hojas de los árboles, la luna entrevista sobre las nubes de un horizonte de agosto, el calor de las manos unidas en la oscuri dad... 

Con él, como refugio y alegría, transcurrieron los mejores años de su juventud. Fueron casi tres lustros que en su Autobiografía palpi tan, más allá del tiempo y del olvido, como vividos ayer... El prefacio que inaugura el primer tomo termina justificando esta Autobiografía inigualable. Habla de su vida y de sus sueños de llevar adelante SUR, editorial y revista, de lograr los derechos civiles para la mujer, tan relegada y encerrada; de buscar la paz y el amor entre los su cesos de los pueblos a través de la educación como meta. Habla de sus amigos, de Tagore, de Ortega, de Drieu La Rochelle, del desafortunado conde de Keyserling, de Ansermet, del Príncipe de Gales que perdió la corona por amor, de Güiraldes, de María de Maeztu... Habla, en fin, de sus búsquedas e ilusiones, y dice: ...“viviendo mi sueño traté de justifi car mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar”. La justificación de su vi da la ve en la creación de la revista y de la editorial SUR y en la super vivencia de ambas. En el sexto tomo de la Autobiografía, Victoria asegura que desde 1931, cuando nace SUR, “mi historia personal se confunde con la his toria de la revista. Todo lo que dije e hice (y escribí) está en SUR y se guirá apareciendo mientras dure la revista”. 

 En ese último tomo, cuando la autora cierra su cuaderno de notas, advierte: “No sé si me sobrevivirá (se refiere a la revista). Tampoco sé si alguna vez agregaré algo a estas Memorias. Ahora no. San Isidro, prima vera de 1953”. Y no escribió nada más. Su Autobiografía apareció en seis tomos entre 1979 y 1984 y luego la edición se agotó y la mayoría de nosotros sólo tiene fotocopias . Hoy, cumpliendo con una promesa hecha a nosotros mismos y al es píritu de esa inigualable mujer del siglo XX, que ha inspirado toda nues tra labor, la Fundación Victoria Ocampo recupera la Autobiografía, agrupando los seis libros que la componen en tres volúmenes. 

Nunca sabremos si Victoria agregó algo más a sus Memorias como señaló en la lejana primavera de 1953. Probablemente, no quiso hablar de sus penas, de las pérdidas sucesivas con que nos castiga el tiempo, de los aspectos sórdidos que significan la cárcel, la enfermedad, el dolor. No quiso exhibir sus llagas. Pero, ¡qué importan los sufrimientos con que nos castiga el solo hecho de existir! Importan, sí, la dignidad de su vida, su sentido ético y el entrañable estilo con que nos cuenta las vici situdes de su grandiosa labor a favor de la cultura. Todo eso está aquí, esperándonos. Compartamos con ella la aventura. 

 María Esther Vázquez

miércoles, 7 de agosto de 2024

PABLO MAURETTE LA NIÑA DE ORO FRAGMENTO

 



LA NIÑA DE ORO

PABLO MAURETTE


Narrativas hispánicas

A Lucrecia Maurette

Of colours in general, under whose gloss and varnish all things are seen, no man

has yet beheld the true nature.

SIR THOMAS BROWNE,

Pseudodoxia Epidemica

1

«El amor adolescente es un espectáculo de fealdad», pensó la señora que estaba

detrás de ellos en la fila. La chica besaba al chico como si lo estuviera

regurgitando. Esperaban el colectivo, eran las siete de la mañana y hacía un frío

que calaba los huesos. La chica abría y cerraba la boca mecánicamente, dejando

ver de pronto una lengua gruesa que hurgaba con avidez. Abrazada a la cintura del

chico, lo apretaba contra su pecho. De tanto en tanto, contoneaba la pelvis. Él

trataba de seguirle el ritmo. Tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido, parecía

apremiado.

Se está ahogando el muy torpe, dijo para sí el hombre que estaba primero en la

fila. Llevaba a su hija al colegio. Era el último día de clases antes de las vacaciones

de invierno. De la mano de su padre, la niña observaba a los besuqueros atónita.

Sin dejar de hacer remolinos con la lengua, el chico abrió los ojos y vio la mirada

infantil que los escrutaba. Entonces desprendió la boca de sopapa y le susurró algo

a su novia al oído. Ella sonrió y miró a su alrededor. Tenía el pelo negro atado en

una cola de caballo, cara ovalada, un hoyuelo en el mentón, nariz romana. Vestía

un jumper gris, zapatillas negras y una campera celeste metálico. «Debe ser del

Sagrado Corazón, si la viera la madre», pensó una señora que estaba más atrás

en la fila.

La fisonomía del chico era bastante más llamativa. Era alto y gordote, de porte

encorvado y facciones blandas. Tenía los ojos hundidos y las mejillas tumefactas,

como si estuviese tomando cortisona. Hipotiroidismo, pobre, tan jovencito,

diagnosticó la señora que estaba detrás de ellos en la fila. El chico tenía el pelo

largo cortado a modo de casco, al estilo Príncipe Valiente. O Cristóbal Colón, como

pensó el hombre que llevaba a su hija al colegio. Un Colón pasado de corticoides.

Los jóvenes amantes se comían y todo el mundo miraba cuando llegó el

colectivo. Ah, se despiden, él se quedó a dormir en lo de ella a escondidas de los

padres, se pasaron la noche como conejos, fantaseó una señora de más atrás

cuando vio que solo el chico se disponía a subir. El hombre que estaba primero en

la fila ayudó a su hija a trepar al estribo. Colón con corticoides estampó un último

beso en la boca de su novia y los siguió. Detrás de él subió la señora del principio y

la otra y la de más atrás, la de la mente lúbrica, y toda la fila que se extendía unos

diez o doce metros. Cuando el colectivero finalmente cerró la puerta, la chica

desde la vereda buscaba a su novio a través de las ventanillas empañadas, pero

no lo encontró.

Apelmazado entre la marabunta, lentamente y cuidándose de no dar codazos,

el chico descolgó la mochila de uno de los hombros y la giró hasta tenerla contra el

pecho. Se le antojaba escuchar música y eso requería de una maniobra

complicada. Con una sola mano procedió a extraer el estuche porta CD del primer

bolsillo, lo abrió y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Nick Cave & The

Bad Seeds, The Boatman’s Call. Por un instante soltó la barra y mantuvo el

equilibrio apoyándose contra los cuerpos que lo circundaban. Con el dedo anular

insertó en el CD, cerró el estuche y lo devolvió a su domicilio. A todo esto, dada la

estrechez del espacio, la proximidad con los otros pasajeros y su natural torpeza,

Colón con corticoides había propinado un par de codazos y recibido varias

amonestaciones.

—Pero, nene, ¿qué te pasa? —exclamó una mujer de unos treinta años, bien

vestida y maquillada a los apurones, que abrazaba una carpeta de dibujo.

Un hombre le chistó. Impávido, el joven prosiguió con la maniobra. Ya casi

estaba. Con una sola mano abrió otro bolsillo de la mochila, sacó el discman, se

puso los auriculares, le dio play y guardó el aparato en el bolsillo interno de la

campera militar que lo estaba haciendo transpirar como un pollo al espiedo.

Empezó a sonar el pianito de «Into My Arms» y Colón con corticoides cerró los

ojos.

I don’t believe in an interventionist God,

but I know, darling, that you do…

«¡Yo tampoco creo en un Dios intervencionista, pero ella sí!», pensó. La

evocación de su novia lo catapultó al jardín de las delicias que había sido la noche

anterior. No habían dormido nada. Qué locura. Su cuerpo todavía vibraba, como si

acabara de meterse un cable pelado en la boca. Miró a su alrededor, hizo un

repaso por las caras que lo rodeaban. Máscaras lúgubres, el carnaval de la rutina,

hombres y mujeres sopesando sus miserias, haciendo listas mentales de sus

quehaceres, absortos en sus vanidades, catatónicos, inquietos, ansiosos,

amargados hasta la médula.

«¿Quién de acá pasó la nochecita que pasé yo?», se regodeó Colón con

corticoides. Esa noche volvería a verla. Una compañera de colegio de ella

festejaba su cumpleaños en una iglesia desconsagrada convertida en discoteca.

Irían por separado, regresarían juntos. Él propondría ir a dormir a casa de ella. Ella

se negaría por temor a que sus padres los descubriesen (Colón con corticoides

estaba seguro de que los padres sabían y no decían nada por decoro o por

respeto). Él insistiría, ella no se haría rogar. Y así repetirían la liturgia voraz del

amor adolescente. Absorto en estos y otros pensamientos, con la mirada fuera de

foco y sin darse cuenta, el chico posó la vista sobre un rostro en particular. De un

momento a otro, percibió una intensidad dirigida hacia él, como si alguien hubiese

encendido un reflector y se lo estuviese apuntando directo a la cara. Entonces

espabiló y vio dos ojos que lo examinaban.

Era un hombre de unos cuarenta años, pelo corto castaño oscuro, cara pálida

recién afeitada, mandíbula prominente. Una nariz respingada

desproporcionadamente pequeña hacía pensar en un exboxeador con una

rinoplastia fallida. Sus ojos eran fríos como la hoja de una navaja. El chico

rápidamente desvió la mirada. Intentó perderse en la música, pero no pudo. Sentía

los ojos del hombre que le perforaban la sien. Pasó el tiempo, un minuto quizá, una

eternidad. Entonces, movido por ese impulso impostergable que a veces, en

situaciones de gran tensión, nos empuja a afrontar el peligro para poner fin a la

dilación y a la incertidumbre, para que pase algo de una vez, algo bueno o malo, da

igual; entonces, decía, el chico se dio la vuelta decidido a hacer contacto visual y

dispuesto a entregarse a las circunstancias, pero el hombre ya no lo miraba. Ahora

sonaba «Lime Tree Arbour». La voz de Nick Cave, solemne y analgésica, lo

envolvió nuevamente.

El colectivo llegó a la avenida Corrientes, bajó una marea de gente y subió otra.

En el movimiento general, Colón con corticoides se vio desplazado hacia el rincón

del fondo, del lado opuesto a la puerta trasera, y quedó al lado del hombre de nariz

respingada. Se había liberado un asiento, pero tanto él como el hombre casi al

mismo tiempo se lo señalaron a una anciana que les puso cara de ternero

degollado. Habían quedado codo a codo. El hombre estaba agarrado a la barra con

las dos manos. Tenía guantes de cuero negro. El chico una vez más se inquietó. La

proximidad física con el tipo le daba repelús. No faltaba mucho para su parada. El

colectivo aceleró.

La anciana no bien sentarse había cerrado la ventanilla. El colectivo era una

incubadora. Al chico le corrían gotas de sudor por la espina dorsal y el vaho que

exudaban todos esos cuerpos apelotonados lo empezaba a asfixiar. Cuando

llegaron a la avenida Córdoba, ya no daba más. Subió otro aluvión de personas,

pero no bajó nadie. El amontonamiento era inaudito, y en las paradas sucesivas el

chofer no dejó subir más pasajeros. En un semáforo rojo, un hombre que desde la

parada había visto al colectivo pasar de largo, corrió y golpeó la puerta con

vehemencia.

—No hay nadies —respondió el colectivero, y varios pasajeros rieron.

Mientras tanto, en la parte de atrás, al fondo, el chico tenía tanto calor que

apagó la música. Y, a pesar de que faltaban dos o tres paradas, tomó la

desafortunada decisión de quitarse el abrigo, con tanta mala suerte que, mientras

lo hacía, el colectivo dio un frenazo, el chico perdió el equilibrio y se precipitó sobre

el hombre de nariz respingada. Nervioso, balbuceó una disculpa.

—Si me volvés a tocar, te rompo una costilla —susurró el hombre sin mirarlo.

Colón con corticoides ya no sudaba. O ya no sentía el sudor. Miraba por la

ventanilla petrificado. A su lado, casi tocándolo, el hombre de nariz respingada

también miraba hacia delante con los párpados semicerrados y una expresión de

yacaré tomando sol. El chico sintió un retortijón y, a continuación, un tumulto en el

intestino. Tenía la garganta seca, como si hubiese tragado un puñado de canela en

polvo. Ya faltaba muy poco. Dos cuadras antes de su parada, giró sobre los talones

y empezó a moverse lentamente hacia la puerta. Era casi imposible avanzar entre

el gentío, pero quería indicar que se aprestaba a bajar.

Una cuadra antes de su parada notó con horror que el hombre de nariz

respingada también se disponía a bajar.

Un chorro de sudor helado le bajó por el abdomen. Se intensificó el alboroto en

las tripas. Una mujer lo apuró desde atrás.

—¿Bajás?

Quiso responder que sí, pero no le salió la palabra y asintió con la cabeza. La

mujer no se percató del terror en sus ojos.

Apenas se hubo abierto la puerta, el chico saltó a la vereda y enfiló hacia su

edificio, que estaba a una cuadra y media. Llegó a la esquina y dobló a la derecha

por Juncal. Caminó unos diez metros y giró la cabeza justo a tiempo de ver al

hombre de nariz respingada, que doblaba e iba en su dirección. El chico apuró el

paso, ya casi trotaba. El intestino le gruñía presagiando un desastre. Llegó a la

esquina de Julián Álvarez. Se dio vuelta y ahí estaba el hombre, a unos treinta

metros de él. Colón con corticoides sintió que se le aflojaban las rodillas.

Cruzó la calle hacia la vereda de enfrente de su edificio. Debía evitar a toda

costa que el tipo viese dónde vivía. Paró en un puesto de diarios y fingió que elegía

una revista. Dejó pasar unos segundos y espió. El hombre no había cruzado, había

seguido de largo, y ahora el chico lo tenía en su campo visual. Respiró aliviado.

«Andá, enfermo, tomatelás», musitó envalentonado. El sudor le había atravesado

la remera y tenía dos lamparones en el buzo a la altura del diafragma. Caminó

siguiendo al hombre con la mirada. «Una vez que haya pasado por delante de

casa, lo dejo seguir de largo un poco y después cruzo», planeó.

Pero cuando llegó a la puerta de su edificio, el hombre de nariz respingada se

detuvo. Justo en ese momento salía una mujer con un cochecito.

El hombre le dijo algo. La mujer le indicó el palier y el hombre entró.

Sin saber qué hacer, más confundido que atemorizado, Colón con corticoides

caminó unos metros y entró a un bar. Dejó sus cosas en una mesa junto a la

ventana y corrió al baño a descargarse. Cuando volvió, pidió un café y esperó.

Una media hora más tarde vería salir al hombre de nariz respingada, que cruzó

la calle, pasó junto al bar, dobló por Salguero y se perdió en el anonimato de la

ciudad.

sábado, 6 de julio de 2024

Dubatti, Jorge Cien años de teatro argentino. - 1a. ed. - Buenos Aires: Biblos-Fundación OSDE, 2012. PRÓLOGO

 



Introducción

Este libro pretende brindar un conjunto de observaciones y herramientas para

leer la fecunda historia del teatro argentino entre –aproximadamente– 1910 y

2010. Partimos de la idea de que no hay un teatro argentino sino teatro(s)

argentino(s), según el fenómeno que se focalice territorial, geográficamente, en

el análisis. En un país tan vasto como el nuestro, de tan rica extensión y de tan

diversa historia, con una realidad tan compleja de orígenes indígenas,

transculturación de los legados de diversas culturas del mundo y generación de

producciones culturales peculiares, podríamos escribir muchas y diferentes

historias de esos teatros argentinos, si trabajáramos el recorte de estudio en el

plano más puntual de una ciudad, un pueblo, el campo, la selva o la montaña, o

en los planos más amplios de lo regional, lo nacional, lo latinoamericano, lo

continental o lo mundial. La historia del teatro argentino es, en suma, un

problema de cartografía teatral, disciplina comparatista que estudia la

localización territorial de los fenómenos teatrales y su vinculación geográfica.

La perspectiva de la cartografía teatral resulta insoslayable por el simple hecho

de que los acontecimientos teatrales siempre son territoriales, siempre están

localizados en un punto de reunión convivial al que acuden artistas, técnicos y

espectadores. Por la naturaleza de su acontecer, el teatro no se deja

desterritorializar a través de la mediación tecnológica y exige la presencia de los

cuerpos de quienes lo hacen: actores, técnicos, espectadores. En esto se

diferencia radicalmente de la televisión, el cine o internet. Esencialmente

territorial y localizado cada vez que acontece en un punto del planeta, el teatro es

una reunión de cuerpos presentes, y esos cuerpos acarrean al territorio del

acontecimiento la “geografía humana” de todo el mundo.

Afirmamos que el teatro argentino incluye una polifonía de teatros, desplegados

en un mapa multicentral y en un espesor de mapas superpuestos y relacionados.

La construcción de eso que llamamos teatro argentino cambia según

consideremos como eje territorial de la focalización a Buenos Aires (y sus muy

diferentes barrios), las provincias (sus grandes capitales o su “interior”), el

vínculo con las áreas internacionales (las conexiones fronterizas con Uruguay,

Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile: teatro rioplatense, guaranítico, andino, etc.),

los permanentes viajes, migraciones y desplazamientos, la producción del teatro

argentino dentro de una comunidad específica que traza una frontera

intranacional (por ejemplo, los mapuches) o más allá las fronteras geopolíticas

en cualquier lugar del mundo. Especialmente en los últimos años, las redes

internacionales de circulación han generado una planetarización (término que

usamos en forma alternativa para oponerlo a la idea de homogeneización cultural

de la globalización, que se lleva muy mal con el teatro) que hace que un

espectáculo pueda presentarse en incontables lugares (valga un ejemplo

argentino: Villa Villa del grupo De la Guarda, ofrecido en decenas de ciudades

en cuatro continentes). No será la misma historia si se la cuenta desde Capital

Federal, Córdoba o Tierra del Fuego, o desde la experiencia de los exiliados

argentinos en México, España o Estados Unidos. Y esto constituye uno de los

ingredientes fascinantes de la historiografía teatral: la posibilidad del

multiperspectivismo y la visión plural.

El ejercicio de esta diversidad, evidentemente, excede nuestra voluntad y

posibilidades. Una historia de los teatros argentinos requeriría un amplio equipo

de investigadores ubicados en diferentes puntos del país y del extranjero, y

varias decenas de volúmenes enlazados caleidoscópicamente. De hecho, aunque

no concertada, esta diversidad hoy acontece: en los últimos veinte años la

historiografía del teatro argentino ha sumado numerosos investigadores que

ponen en práctica, desde distintas miradas y desde diferentes lugares –de Buenos

Aires a Mendoza, de Jujuy a Estados Unidos, de Francia a Neuquén, etc.–, una

historia múltiple de nuestra escena.

Entre todos los posibles teatros argentinos, realizamos en este libro un recorte

territorial que se centra en la actividad de la ciudad de Buenos Aires –de por sí

inabarcable en su riqueza, como veremos– con parciales deslizamientos a otros

contextos de producción en las provincias y más allá de las fronteras geopolíticas

nacionales. Proponemos una periodización de estos cien años en seis grandes

unidades, articuladas a partir de un componente que consideramos dominante y

destacable en nuestro recorte territorial:

• El desarrollo de la forma de producción “industrial” y la superación de la

llamada “época de oro” del teatro argentino (1910-1930).

• El surgimiento y los primeros recorridos del “teatro independiente”, que a

partir de la iniciativa de Leónidas Barletta y el Teatro del Pueblo poco a poco va

transformando la dinámica del campo teatral (1930-1945).

• La politización de la actividad escénica en el arco que va del peronismo, el

“posperonismo” y la Revolución Cubana (1945-1959).

• Las relaciones entre modernización y radicalización política en los años

siguientes (1960-1973), sin duda bajo el signo del “posperonismo” y de la

izquierda internacional.

• La represión aberrante en la predictadura y la dictadura militar con el accionar

ilegal de la Triple A y el Proceso de Reorganización Nacional (1973-1983), cuyo

resultado es el genocidio y la violación de los derechos humanos.

• Finalmente, de 1983 hasta hoy, la posdictadura, que definimos como período a

la vez de salida de la dictadura (el prefijo “post” entendido como “después de”)

y de trauma y continuidad de la subjetividad de la dictadura en la democracia

restituida (el prefijo “post” entendido como “consecuencia de”).

Reservamos un último capítulo para pensar algunas nuevas coordenadas de la

historia del presente y del pasado más reciente bajo el signo político de lo que

llamamos el posneoliberalismo (2003-2012), subunidad dentro de la

posdictadura.

La secuencia progresiva de estos períodos no debe pensarse en forma

sencillamente lineal sino desde la comprensión de su complejidad interna;

esperamos que el lector pueda observar en cada período la coexistencia de

diversas formas de producir y concebir el teatro (comercial, profesional de arte,

oficial, independiente, filodramática, de variedades, etc.), es decir, el “espesor”

inabarcable de la historia teatral, así como los procesos que asumen ciertas

tendencias, constantes y cambios teatrales que se van reformulando a través de

los períodos y cuya orgánica trasciende los límites de las unidades de

periodización. Creemos importante señalar que muchas veces esas concepciones

se cruzan, superponen y mezclan a tal punto que es imposible asimilarlas a una

determinada tendencia. En esos casos, no se trata de precisar distinciones

sistemáticas sino de advertir fenómenos de liminalidad y dominios lábiles, con la

necesaria puesta en suspenso de los rótulos y las fórmulas historiográficas más

rígidos y cerrados. Por ejemplo, el lector reconocerá que los mismos artistas y

compañías producen a la par teatro comercial y teatro profesional de arte en el

período industrial y siguientes, o también las tempranas asimilaciones entre el

teatro independiente y el teatro profesional de arte ya a partir de la década de

1940.

Asimismo, en referencia al mencionado espesor histórico de los

acontecimientos, agreguemos que el desarrollo de un campo teatral se mide por

un conjunto concertado de factores: el teatro propio que gesta y estrena, el teatro

argentino y extranjero que recibe, el comportamiento de su público, el

funcionamiento de su crítica, el grado de institucionalización de la actividad (a

través de asociaciones, gremios, organismos, leyes, etc.), el desarrollo de su

pedagogía, la infraestructura de salas y equipamiento, y también, no menos

centralmente, la investigación que produce. Son muchos aspectos relevantes, y

cada uno de ellos amerita una historia en sí misma; en nuestro libro hemos

tratado de tener en cuenta, siquiera brevemente, a cada una, destacando las

aristas más relevantes. Así, consideramos en cada capítulo los principales

acontecimientos en cuanto a las formas de producción y las diversas

concepciones de teatro coexistentes, las poéticas de los espectáculos y la

dramaturgia, los espacios teatrales y los actores, las visitas extranjeras, las

publicaciones (crítica, revistas, ensayística, memorias), los desarrollos

institucionales. Cerramos cada capítulo con una reflexión sobre la productividad

del período y su proyección en la historia posterior. La posdictadura, el gran

“estallido” de las concepciones teatrales, plantea un caso especial, porque

acontece aún (su proceso interno no se ha cerrado) y porque su dinámica se

complejiza en el auge de lo “micro”.

También nos interesa identificar aquellos fenómenos que diferencian el teatro

argentino en el concierto de la escena internacional. En términos de cartografía

mundial, puede afirmarse que el teatro argentino constituye troncalmente una

región del teatro occidental, por sus deudas e intercambios históricos con el

europeo (centro irradiador de los procesos de occidentalización teatral) y, en

particular, con el español, el italiano, el francés y el del legado cultural judío.

Pero a la vez el teatro argentino presenta una singularidad, una diferencia notable

respecto del teatro europeo, tanto en la dinámica de sus producciones como en la

confluencia heterogénea de otros legados (aborigen, latinoamericano,

norteamericano) y en las formas internas de apropiación y vinculación con esos

estímulos. A lo largo de nuestra experiencia en la investigación, la docencia y la

crítica teatral, en varias oportunidades nos hemos preguntado qué contribución

ha realizado el teatro argentino al mapa occidental y mundial del teatro. En este

libro presentamos ciertas hipótesis sobre la peculiaridad de algunos fenómenos

distintivos que, sin ser los únicos, plantean una diferencia creadora: el sainete y

el grotesco criollos, algunas poéticas escénicas del tango, el teatro

independiente, la cultura teatral “oficialista” del peronismo, la respuesta de

Teatro Abierto 1981 a la dictadura, el teatro comunitario, el “teatro de estados”.

Esperamos, además, que las herramientas desplegadas sirvan al lector para

conectarlas con su actividad como espectador en el presente. En la posdictadura,

y especialmente en la actualidad, la Argentina goza de magnífica actividad

teatral, que vale la pena aprovechar. Vivir en Buenos Aires o visitarla y no ir al

teatro es como vivir o pasar por Nueva York y no conocer el moma, o como vivir

o pasar por Barcelona y no haber visitado la Sagrada Familia de Antonio Gaudí.

El teatro es un patrimonio intangible identitario de la cultura porteña. En Buenos

Aires hay “clima teatral”. Además, el teatro argentino, no sólo el de Buenos

Aires, nivela internacionalmente. Ojalá el lector encuentre en este libro

elementos que le permitan multiplicar y enriquecer su experiencia como

espectador, por ejemplo, observando de dónde provienen en la historia las

tendencias del presente, o qué coordenadas favorecen la comprensión de lo que

está pasando en la posdictadura.

Este libro está elaborado sobre el estudio de fuentes directas y sobre la atenta

lectura, la revisión y el análisis, coincidente o divergente, de las propuestas de

grandes historiadores del teatro argentino: Arturo Berenguer Carisomo, Mariano

Bosch, Raúl H. Castagnino, Jacobo De Diego, Nel Diago, Carlos Fos, Mario

Gallina, Miguel Ángel Giella, Eva Golluscio de Montoya, Teodoro Klein, Juan

Carlos Malcún, José Marial, Nora Mazziotti, Luis Ordaz, Sirena Pellarolo,

Osvaldo Pellettieri, Lola Proaño, Leandro H. Ragucci, Cora Roca, Beatriz

Seibel, David Viñas, entre otros muchos, cuyos estudios consignamos en la

bibliografía para que los interesados puedan seguir leyendo más allá de estas

páginas. Mucho queda aún por revelar de la historia teatral del país, pero no hay

duda de que en los últimos veinte años la historiografía teatral argentina se ha

ampliado y se está produciendo caudalosamente nueva investigación.

miércoles, 3 de abril de 2024

MIRADAS GÓTICAS ADRIANA GOICOECHEA COMPILADORA PRÓLOGO

 


PRESENTACIÓN

Esta publicación1 reúne los trabajos de especialistas de distintos universidades y regiones

con el propósito de promover la ampliación del campo lector y la discusión

cultural entorno a las irradiaciones del modo gótico en la narrativa argentina actual.

Consecuentemente, el corpus de lectura está constituido por autoras y autores cuyas

obras han alcanzado amplia difusión en los últimos tiempos a través de los medios de

comunicación y las redes sociales, por lo que ocupan un lugar hegemónico en el campo

literario, un lugar que es también ratificado por la crítica académica y periodística.

Son escritores, que comparten el gusto por el género de terror, y que declaran especialmente

su preferencia por la literatura norteamericana. Asimismo, como lo han reconocido

los investigadores, el cine ha contribuido a difundir la estética y las estrategias

propias del gótico y ha constituido un factor determinante a la hora de profundizar el

carácter popular que ha tenido el género desde sus orígenes, por lo que no es extraño

observar que imprima una marca notable en la escritura de los autores referidos.

En este escenario las contribuciones que integran este libro se han reunido con la

convicción de que el gótico es, por un lado, un modo que atraviesa las distintas narrativas

y formaciones culturales, y, por otro lado, que si bien habilita diversas “miradas”,

siempre nos ubica, frente a la evidencia de que la realidad material es insuficiente porque

en ella participan elementos ocultos, intangibles e invisibles que constituyen lo

real. En este sentido, da lugar a otro aspecto insoslayable que es su vocación política,

porque mueve emociones y afectos cuando sitúa al lector ante experiencias colectivas

de padecimientos y crueldades. Consecuentemente, el exceso gótico toma la forma de

una transgresión porque denuncia las consecuencias de la abyección política, social y

cultural. Entonces, el miedo, el terror y el horror representan la respuesta emocional

que, mediada por la estética, dice acerca del presente en el que sobreviven las huellas

afectivas del pasado.

Este es el espíritu que ha dado lugar a los trabajos que se organizan por orden alfabético

de autor; organización que traza un itinerario que presentaremos sintéticamente a

continuación:

En el capítulo “Casa tomada “y después” José Amícola lee la novela de Julián López

Una muchacha muy bella (2013), para demostrar como las irradiaciones del gótico desde

sus orígenes y a través de las diferentes tradiciones alcanzan a “los escritores y escritoras

del gótico en los millennials argentinos”. Encuentra particularmente en la casa

y en la mirada infantil del narrador un punto de anclaje textual que se articula con los

cuentos de Julio Cortázar y de Silvina Ocampo, porque según dice Amícola,

Lo trascendente en este relato, como en muchos cuentos de Cortázar o de Silvina

Ocampo, es que la sub-información que se les brinda a los lectores, proviene

de una mirada ingenua. La limitación del conocimiento de lo que sucede a partir

1.- Se realiza en el marco del Pi V100 “Derivaciones del modo gótico en la narrativa argentina de las generaciones

de posdictadura” (2017-2021) localizada en el CURZA-Universidad Nacional del Comahue.

8

del sesgo de la mirada infantil produce un extrañamiento particular que se podría

asociar con aquellas incertidumbres que han cundido en los relatos góticos más

ortodoxos, especialmente en los cultores de lengua inglesa.

En esta expresión, resume magistralmente la inserción de la novela de Julián López en

la tradición de “las secuelas” del gótico., entre las que menciona la novela Nuestra parte

de noche (2019) de Mariana Enríquez, sobre la que dictamina es “un texto que con más

derecho puede llamarse “gótico”.

Esta es justamente la propuesta de Pampa Aran leer, tal como lo expresa su título “La

proyección del gótico en la última novela de Mariana Enríquez”, solo que el foco de su

atención está en su dimensión política, y como enuncia con claridad Arán

(…) esto es como forma literaria que revela la “causa ausente” (Jameson, 1986) de

diversos trayectos de la historia argentina y especialmente los vinculados a los genocidios

étnicos, las torturas, apropiaciones de niños y desaparición de personas

durante la dictadura militar.

Este es el trasfondo sobre el cual la autora va revelando y desenhebrando una trama

muy compleja, siguiendo una genealogía de poder y fortuna que le da autoridad a conclusiones

tan interesantes como cuando sostiene:

(…) por momentos creo leer en la pavorosa secta y en su divinidad un potente

cronotopo sociocultural condensador de la maldad y el poder que, insisto, se reproduce

y emerge en diferentes formas, toda vez que las condiciones históricas

permiten que esa Parte de Noche muestre su fuerza. Y se vuelve texto en la novela

de Enríquez, dando estatuto imaginario y forma ideológica al subtexto histórico

(Jameson 1989:66).

Esta novela de Mariana Enríquez, se ha llevado también la atención de otro capítulo de

este libro, de mi autoría, titulado “La matriz gótica de la narrativa de Mariana Enríquez”,

porque observamos que a través del prisma de la novela se puede realizar una relectura

de sus relatos, en tanto en un gesto infinito la narración explica un hecho fantástico y

extraño con otro también fantástico, por lo que habilita la pregunta ¿Cómo construye

Mariana Enríquez el género de terror? o lo que le es equivalente, ¿Cómo construye su

narrativa? Este interrogante guía un análisis que finalmente encuentra eco en la voz

de la escritora cuando dice que pertenece a una generación para la que el terror no es

banal, sino que

(…) se define en relación con referencias reconocibles.”, y justamente esta lectura

“ha pretendido reconocer como construye Mariana Enríquez el género de terror

en relación con esas referencias reconocibles.”

En este sentido, Enríquez con Selva Almada y Samanta Schweblin forman parte de

una generación en la que se destaca su discurso feminista y su militancia En el capítulo

que lleva por título “Selva Almada: modos de narrar el horror en lo cotidiano”. María José

Bahamonde, expresa que “Las temáticas exhibidas en sus libros también evidencian

9

este compromiso; está presente una mirada crítica con determinados sucesos cotidianos

además de la empatía con los hechos que menciona”. Sigue un itinerario por la

obra de la autora y analiza el modo gótico desde su primera novela El viento que arrasa

(2012); su libro de no ficción, Chicas muertas (2014); los relatos reunidos en El desapego

es una manera de querernos (2015); y su última publicación No es un río (2020), para

concluir que

Estas obras pueden pensarse a partir del locus donde se desarrollan las historias, o

desde los personajes que se mueven en un ambiente donde lo cotidiano se extraña

ante la muerte y las historias ominosas, pero a la vez la naturalizan. Vinculado

con esto, la crítica social que realiza desde el gótico no permanece ajena, ya que

algunas instituciones (la familia y la iglesia entre otras), se presentan inestables y

cargadas de connotaciones negativas como la mentira y el engaño.

Su observación de que “La mayor parte de su obra está anclada en la zona litoraleña

de nuestro país y como ella misma menciona en sus entrevistas, lejos de la gran urbe.”,

vincula su reflexión con la propuesta de Alejandra Nallin, quien en el capítulo “El gótico

litoraleño de Selva Almada”, centra la mirada en su última novela, para postular la emergencia

de “un gótico federal”, al que Nallin define como

reinvención del género, ‘situado’ en las diversas regiones literarias argentinas, con

el afán de desmontar y desocultar los miedos y terrores del presente, protagonizados

por niñas, madres y mujeres atravesadas por la violencia de género y doméstica,

por sus cuerpos abyectos, mutantes e intervenidos por las lógicas patriarcales,

por el biopoder y las naturalizaciones del terror familiar cuyo castillo-casa será la

zona gótica de la monstruosidad.

La potencia de su lectura se expresa en el horizonte hacia el que su investigación se

dirige, que es “revisitar otras estampas del ‘horrorismo’ y visibilizar en sus regiones cómo

la entronización machista, la pobreza, la prostitución, el canibalismo, la exclusión social

tematizan el engranaje perverso de la globalización capitalista”.

Esta aguda observación de Nallin sobre la existencia de un género ‘situado” alcanza

visibilidad también en la narrativa de Dolores Reyes y de Pablo Tolosa.

En tal sentido, Silvia Barei, expone una tesis desafiante en el título “Dolores Reyes, Cometierra.

La novela argentina y la vulnerabilidad de lo viviente”. Sostiene Barei que

(…) se escriben relatos cuyo centro es el asesinato, el delito, el feminicidio y el

infanticidio, la vida al margen … para relatar la experiencia social de lo ominoso”,

y en una postura políticamente comprometida, enuncia su hipótesis “estos relatos

tienen como trasfondo la memoria dolorosa de la dictadura (1976-1983).

Y en esa “deriva escrituraria” ubica a Dolores Reyes y pone blanco sobre negro con un

análisis trascendental de la novela Cometierra.

En la misma dirección, al dar lugar a escritores de otras regiones literarias argentinas,

el trabajo de Natalia Puertas está dedicado a la obra de Pablo Tolosa, un escritor rionegrino,

que no duda en reconocer que sus lecturas y el cine terror son su fuente de

10

inspiración y dejan una marca en su escritura. Según dice Puertas, analiza la novela Hay

que matarlos a todos (2017) y la antología de cuentos Malditos Animales (2010) con la

hipótesis de que

(…) en estas obras se leen reformulaciones de lo viviente a partir de elementos

de la ciencia ficción y del fantástico que dan cuenta de derivas del modo gótico,

porque recurre a dos motivos predominantes, que son el monstruo y el animal.

Su lectura pone en dialogo la literatura y el cine para reconocer los elementos de la

ciencia ficción que ambas formaciones culturales comparten en el gesto de espectaculizar

el horror. Por otra parte, al analizar los elementos fantásticos de los cuentos reconoce

que en ese gesto “resuena la narración oral de las historias alrededor del fogón

y el valor ostensivo del miedo. El efecto que logran es el de un terror sobrenatural que

invade por medio de sensaciones que acompañan la lectura.”.

Si el trabajo de Natalia Puertas articula literatura y cine para comprehender las dimensiones

culturales del horror, en “Tonalidades góticas en las series televisivas argentinas:

imágenes de la noche y la violencia suburbana en Un gallo para Esculapio (2017)” Ariel

Gómez Ponce redobla la apuesta porque busca según dice “explorar el modo en que

algunos lenguajes de la cultura actual innovan por su capacidad de jugar con la truculencia,

el estremecimiento y todos esos engranajes que administran el miedo, en

una vacilación genérica que rescataría cierta tonalidad gótica.” Alcanza ampliamente

su propósito mediante un análisis provocador de aspectos como la escenificación de la

atmósfera, el espacio-tiempo representado, el dialogo con las tendencias estilísticas del

audiovisual noir, Su conclusión resume la finalidad última de una lectura que encontró

en el gótico un punto confluencia de imagen y palabra.

Porque en un mundo invadido por la incertidumbre, y cuando series como Un

gallo para Esculapio se ocupan de intensificar y subrayar la experiencia desnuda

de la violencia en una trama social, se nos recuerda la naturaleza truculenta de la

cultura capitalista en la que estamos inmersos y es allí donde “el gótico evita ser

codificado como un modo genérico (…) para convertirse en la versión materialista

más persuasiva de la escena socioeconómica contemporánea” (Fisher 2009: 77).

Como señaláramos más arriba, de esta generación participa también Samanta Scweblin,

por lo que no puede estar ausente en este libro que ha convocado a las escritoras

representativas de la narrativa argentina actual Así es como Nadina Olmedo propone

una inteligente lectura del cuento Pájaros en la boca (2009) y de la novela Distancia

de rescate (2015). En el capítulo denominado “Los niños monstruos en “Pájaros en la

boca” y “Distancia de rescate” de Samanta Schweblin” desarrolla la hipótesis de que en

estas obras se lee una representación del monstruo que “se relaciona con los temores

vinculados a considerar al niño/a como un sujeto liminal” En esta afirmación subyace

un pensamiento que le da fundamento y es que como ella misma expresa “Sin duda, las

figuras y formas del gótico – entre ellas el monstruo – continúan hoy en día “soñando

y desconfiando con el progreso ilimitado del hombre moderno a través de narraciones

que desafían los sistemas de pensamiento y los límites sociales, morales y éticos”. Luego

su conclusión es que

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(…) los niños monstruos de Schweblin no se conciben ya como “una bendición”,

sino casi como una carga, no solo económica sino también ambiental, ya que no

son la esperanza de un futuro mejor, sino el espejo oscuro de un presente inquietante

que no deja de acecharnos.

Esta galería de escritoras de narrativas de terror no estaría completa si no incluyéramos

a Betina González, quien piensa que “la literatura tiene que aportar complejidad

en vez de reproducir discursos sociales que son estereotipos del pensamiento” Gabriela

Rodríguez sostiene que esta concepción parece tener registro en su escritura cuando

recurre al modo gótico como una manera de apelar a lo perturbador. En su análisis de

Las Poseídas (2012) y de El amor es una catástrofe natural (2.018), que se halla en el capítulo

titulado, “Lo gótico en la obra de Betina González: entre la posesión y la catástrofe”,

Rodríguez concluye que

(…) tanto la idea de posesión como la de catástrofe nos llevan a la fuerza cuestionadora

del modo gótico que orienta la lectura para mostrar el lado oscuro de lo

humano, como lo es el desdoblamiento de los sujetos para sobrevivir en lugares

que imponen una única formar de ser llevando la bandera de la disciplina y la

moralidad.

En esta síntesis, María Gabriela Rodríguez resume hábilmente un análisis detallado que

desarrolló recorriendo en la trama narrativa el efecto ominoso y el valor cultural de dos

conceptos: posesión y catástrofe.

También Luciano Lamberti forma parte de esta generación de escritoras y escritores

argentinos contemporáneos que se han inclinado por leer y escribir novelas de terror,

por lo que el título de este capítulo escrito por Abel Combret resulta muy ilustrativo “El

gótico en la obra de Luciano Lamberti: apropiación y desplazamiento”. Afirma, Combret,

que la novela La maestra rural (2016), “ofrece una nueva mirada, construida a partir de

un desplazamiento, de un error deliberado, de una distorsión, de algunos momentos

de nuestra historia.”, y que en La masacre de Kruger (2019) actualiza una constante en

la la narrativa de Lamberti: “Y es que el origen de la maldad se halla en la mente del ser

humano”.

En suma, encuentra que

Los monstruos, los espíritus o las apariciones no se presentan en la obra de Luciano

Lamberti como algo lejano sino conviviendo de manera cotidiana con situaciones

cercanas y personajes que les son familiares y como una amenaza siempre

latente, que pone en evidencia, en definitiva, la fragilidad de las certezas Y es en

ese gesto en el que el lector vislumbrará en toda su intensidad lo verdaderamente

ominoso.

Por su parte, Mónica Bueno ha titulado su contribución “Vampiros en Buenos Aires:

Los anticuarios de Pablo de Santi.” Su trabajo sigue un trayecto que va desde el autor

de quien dice “es un alquimista que combina con eficacia el policial y el fantástico”, a su

novela Los anticuarios (2010) en la que encuentra que “Lo inquietante de la historia es

la multiplicidad de máscaras y la inversión de los lugares previsibles del bien y del mal”.

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Sin embargo, la profundidad de sus reflexiones excede ampliamente los límites del texto

porque por un lado define la poética del autor cuando sostiene que

(…) su literatura busca siempre una combinación peculiar entre el enigma, el misterio

y el secreto …Aquello que no puede descifrarse claramente (enigma), aquello

que no se puede explicar (misterio), aquello que está oculto porque se decide su

invisibilidad (secreto) dibujan un entramado productivo en las historias que imagina.

Por otro lado, Mónica Bueno, revela la teoría del autor acerca de las relaciones entre el

gótico y el fantástico cuando sostiene que

Si bien el fantástico y el gótico no son la misma cosa, el vínculo entre los dos es

fuerte: se trata, como bien señalaba el propio De Santis, de la óptica particular del

vidrio opaco que distorsiona y problematiza lo que creemos lo real. En Los anticuarios

persisten las formas del gótico que constituyen la particular tradición de la

literatura fantástica latinoamericana.

En su exhaustivo análisis autora ha aunada varias de las preocupaciones que el gótico

genera particularmente por su omnipresencia en la tradición literaria argentina y latinoamericana.

Esta breve reseña se ha construido polifónica para que en ella resuenen las voces de

los autores que conforman este libro. Autores que con sus “miradas góticas” trazaron un

mapa que partiendo del gótico tendió puentes entre la palabra y la imagen; la dimensión

estética y la dimensión política, las narrativas actuales y sus tradiciones, el “gótico

criollo” y “el gótico federal”, los géneros y su acontecer cultural.

“Miradas góticas” trasgresoras, que posándose sobre el exceso corrieron fronteras culturales,

geográficas, epistemológicas, y siguieron diversos itinerarios, pero el mismo

mapa emocional ¿Será que comparten la misma atmosfera afectiva? ¿Será que en está

atmosfera afectica compartida se experimenta el terror como el origen y sustrato del

miedo y del horror? ¿Será que en la experiencia emocional de nuestra vida presente el

terror tiene el rostro de la dictadura y del capitalismo?

lunes, 1 de abril de 2024

BORGES ESENCIAL. CONFERENCIAS EN USA. PRÓLOGO DEL LIBRO.

 



En la década final de su vida, Borges emprendió una gira por los Estados Unidos con el

fin de participar de una serie de diálogos organizados por las universidades más

prestigiosas de esa nación (Chicago, Indiana, Columbia y el M.I.T., entre otras). El

recorrido traza una cartografía inquietante: Borges conversa sobre el sentido del

universo con un astrofísico, sobre misticismo con un experto en cábala y sobre el difuso

límite entre realidad y ficción con escritores y poetas. Asiste a un encuentro en el PEN

Club de Nueva York y concede incluso una entrevista a una personalidad televisiva:

Dick Cavett. A lo largo de estos encuentros, el escritor argentino evoca sueños y

pesadillas, sagas nórdicas, frases del inglés antiguo, la presencia del «otro» y el doble, y

varios de sus autores favoritos, entre otros temas. El placer intelectual de la

conversación lleva asimismo a Borges (por lo general renuente a las confidencias) a

revelar el significado de símbolos y tramas de varias de sus obras. La traducción y las

notas de Martín Hadis junto a las notables fotografías de Willis Barnstone completan en

estas páginas el sensible retrato de ese misterio esencial de la literatura que conocemos

como Borges.

Jorge Luis Borges

Borges: el misterio esencial

AGRADECIMIENTOS

Las conversaciones que figuran aquí bajo los títulos «Islas secretas», «Soy simplemente

el que soy», «La pesadilla, ese tigre entre los sueños» y «Yo siempre sentí el temor de los

espejos» corresponden a conferencias que Borges brindó en la Universidad de Indiana,

Bloomington, en el año 1980, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten.[1]

La conversación que figura bajo el título «Al despertar» fue publicada

originariamente bajo el título «Thirteen Questions: A Dialogue with Jorge Luis Borges»

(«Trece preguntas: un diálogo con Jorge Luis Borges») en el Chicago Review y se

reproduce aquí con ligeras correcciones con la debida autorización de esa revista.

Partes del «Show de Dick Cavett» del 5 de mayo de 1980 conforman la conversación

que figura con el título «Sobrevino como un lento crepúsculo de verano», publicada con

autorización de Daphne Productions.

Las fotografías de Borges fueron tomadas por Willis Barnstone en Buenos Aires, en

los años 1976 y 1977.

La publicación de este libro implica un regreso de estas conversaciones al idioma de

Borges. Por ese motivo, la labor de traducción no consistió meramente en trasladar al

castellano las palabras que el escritor dijo en inglés, sino en buscar las palabras y frases

que Borges solía emplear en castellano para expresar las mismas ideas.

Prólogo

Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvieron lugar en los Estados

Unidos en los años 1976 y 1980. En 1976 Borges viajó al campus de la Universidad de

Indiana, Bloomington, para participar en una serie de conversaciones sobre su obra.

Años más tarde, en la primavera septentrional de 1980, regresó a esa casa de estudios y

permaneció allí un mes entero, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten, el

Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada y la

Oficina de Asuntos Latinoamericanos de esa universidad. Borges se trasladó luego a la

Costa Este de los Estados Unidos. En la Universidad de Chicago fue recibido por una

audiencia expectante y numerosa. John Coleman y Alistair Reid lo entrevistaron en el

PEN Club de Nueva York. Asistió asimismo como invitado al «Show de Dick Cavett».

En la Universidad de Columbia sus palabras conmovieron a un público vasto y atento.

Allí afirmó: «Toda multitud es una ilusión […] Estoy hablando con cada uno de ustedes

personalmente». Luego partió hacia Cambridge, Massachusetts, donde participó en un

diálogo organizado por la Universidad de Boston, la Universidad de Harvard[2] y el

Massachusetts Institute of Technology (M. I. T.).

Como notará el lector, varias de estas universidades se cuentan entre las más

prestigiosas de los Estados Unidos. En esos ámbitos, Borges dialogó con estudiantes y

profesores de literatura, varios de sus traductores y críticos, e investigadores dedicados

a analizar su obra. Resulta difícil imaginar una audiencia más propicia, y esto se refleja

en la conversación, a la vez afable y erudita. Resulta claro, a lo largo de estas páginas,

que Borges agradecía estos encuentros y se encontraba sumamente cómodo y a gusto en

ese contexto académico. Recordemos que para ese entonces, el autor de El Aleph

sobrellevaba ya su ceguera hacía décadas. Y sin embargo, para describir cómo se siente

en el auditorio de la Universidad de Chicago, Borges afirma:

Percibo la amistad, percibo una sensación muy real de bienvenida. Me siento querido por

la gente, siento todo eso. No percibo lo circunstancial sino lo esencial, profundamente. No

sé cómo lo hago, pero estoy seguro de que mi percepción es correcta.

En efecto, el público demuestra, en cada caso su curiosidad e interés por conocer

mejor a Borges, sus fuentes literarias, su país natal, su genealogía y su pasado, y

también sus futuros proyectos literarios. A diferencia de tantas entrevistas radiales y

televisivas, nadie interrumpe aquí a Borges, que se extiende todo lo necesario en cada

respuesta. Todos escuchan atentamente y la admiración por el escritor argentino se

siente en cada pregunta. A tal grado que el mismo Borges recurre con frecuencia a su

agudo sentido del humor para mitigar esa reverencia y propiciar un registro más

informal. El diálogo fluye con espontaneidad: «Aquí estamos entre amigos», afirma

Borges. Y eso lo habilita, al parecer, a cruzar un límite infranqueable: en varios de esto

diálogos procede a revelar los mecanismos de creación de sus obras, algo a lo que en

otras oportunidades se muestra sumamente renuente. En el PEN Club de Nueva York

revela aspectos desconocidos de su célebre cuento «El sur» y agrega, riendo: «Pero

[todo esto] es estrictamente confidencial [así que] no se lo digan a nadie, ¿eh?». En otra

conversación revela que su poema «Fragmento» —cuya fuente más obvia es el antiguo

poema anglosajón llamado Beowulf—, está basado, en realidad, en una rima infantil

inglesa, que acaso leyó —o escuchó de su abuela inglesa— durante su más tierna

infancia. En la Universidad de Chicago, explica cómo su madre colaboró con él para

ayudarlo a terminar su cuento «La intrusa», brindándole las palabras finales del

protagonista. De ese modo, aclara Borges, «por un instante [mi madre] se convirtió […]

en uno de los personajes del cuento».

A lo largo de todos estos diálogos resaltan también la timidez y la desconcertante

modestia del autor de Ficciones. En la Universidad de Indiana, Borges declara: «Pienso

que la gente ha exagerado mi importancia. Yo no creo que mi obra tenga tanto interés».

Y luego agrega: «Debo decirles a todos ustedes que les agradezco que me tomen en

serio. Es algo que yo no hago jamás». Esta actitud, que en otra persona podría parecer

mera afectación, era en Borges frecuente y totalmente franca. Y es que no solo hacía

estos comentarios en público. Varios de sus amigos y familiares las escuchaban con

frecuencia. Alicia Jurado solía recordar que una vez acompañó a Borges a cruzar la

Plaza San Martín, mucha gente se acercaba para felicitarlo y ponderar sus textos.

Borges, algo avergonzado y abrumado, agradecía una y otra vez sin decir nada. Pero al

llegar a la avenida se puso serio y le aclaró a Alicia: «Por favor, no vayas a creer lo que

dice toda esta gente. Son todos ellos actores, contratados por mí. Creo que exageran,

pero de todos modos hacen bien su trabajo, ¿no te parece?». Otra testigo directa de estas

situaciones fue su madre, Leonor Acevedo, quien con frecuencia lo acompañaba en sus

viajes. Al finalizar cada homenaje en el extranjero, Borges se volvía hacia ella y le

susurraba perplejo: «Caramba, madre, ¡me toman en serio!». Para terminar, vale

también aquí recordar aquella ocasión en la que Borges se encontraba firmando

ejemplares en una librería del centro de Buenos Aires. Un lector se le acercó con un

ejemplar de Ficciones y le espetó: «¡Maestro! ¡Usted es inmortal!». A lo que Borges

respondió: «Bueno, joven, ¡vamos!… ¡No hay por qué ser tan pesimista!».

Volviendo ya a un plano más académico, muchas de estas conversaciones giran en

torno de los intereses centrales de Borges: los límites entre la realidad y la imaginación,

las pesadillas, los sueños, el «otro» y el doble, el heroísmo de sus antepasados militares,

la cábala, el inglés antiguo, la memoria y el tiempo. Autores norteamericanos como

Robert Frost, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman reciben, como es de

esperar, una atención destacada. A la vez, y muy curiosamente, el hecho de hallarse en

los Estados Unidos lleva a Borges a explicar distintos aspectos de su país que para un

público argentino resultarían redundantes. Estas conversaciones contienen, por lo tanto

y aunque resulte paradójico, más opiniones de Borges sobre la Argentina que las que

figuran en otros diálogos que mantuvo con sus compatriotas. Pero la erudición de

Borges no respeta fronteras, de manera que para recorrer todos estos temas y autores, el

escritor tiende una red que abarca todo el orbe: la Islandia medieval, el viejo Buenos

Aires, las literaturas de China, la India y Japón, la Inglaterra sajona, y varios de sus

autores favoritos: Stevenson, Chesterton y Kipling, entre otros.

Borges enuncia asimismo en estas páginas el significado de varios de sus símbolos

recurrentes: explica el significado que tienen para él tigres y cuchillos, los compadritos y

las esquinas del barrio Sur. «[Tiendo a] comunicarme por medio de símbolos —aclara el

escritor argentino—. De haber sido una persona más explícita, no sería escritor».[3]

En el M. I. T., afirma que los laberintos representan su visión íntima del universo. En

diálogo con el astrofísico Kenneth Brecher y el estudioso de la cábala Jaime Alazraki,

asegura que el universo es un enigma, sugiere que «lo maravilloso es que jamás

podremos resolverlo», y finalmente concluye con una confesión que desarma por lo

profunda y simple: «Yo vivo en un perpetuo estado de asombro».

Estos diálogos, antes alejados en la geografía y en el tiempo, regresan ahora a la

Argentina y al idioma castellano. Esperamos que esta edición refleje la amistad, la

profundidad y la poesía que les dieron origen.

WILLIS BARNSTONE | MARTÍN HADIS

Marzo de 2021

Borges en el recuerdo

En el año 1975, Borges y yo compartimos una cena de Navidad en Buenos Aires. La

Argentina se encontraba por ese entonces sumida en graves tensiones políticas, y

Borges se encontraba muy serio. Comimos una buena comida, tomamos un buen vino y

conversamos, pero la sensación de angustia y opresión que asolaba al país estaba

también en nuestros pensamientos. Tras una larga y agradable sobremesa, llegó

finalmente el momento de partir. Esa noche había huelga de taxis y de colectivos, de

manera que nos vimos obligados a caminar, y Borges, como el caballero que era, insistió

en acompañar a María Kodama a su casa. Comenzamos a atravesar la ciudad bajo una

penumbra ventosa y lúcida. A medida que la noche transcurría, Borges parecía volverse

más y más atento a cada rasgo de las calles que íbamos dejando atrás, a la arquitectura

que sus ojos ciegos de alguna manera descifraban, a los pocos transeúntes que se

cruzaban en nuestro camino. Tras despedirnos de María, emprendimos el regreso. A las

pocas cuadras noté algo que me preocupó: Borges se detenía sistemáticamente cada

pocos pasos para hacer alguna afirmación notable y doblaba luego en cada esquina,

siguiendo un recorrido circular. Deduje de esto que Borges se había perdido y no tenía

la menor idea de cómo regresar a su casa. Pero la realidad era otra: no sólo no estaba en

absoluto perdido, sino que el motivo de esa trayectoria errática era deliberado, y mucho

más simple. Borges, sencillamente, tenía ganas de seguir conversando: acerca de su

hermana Norah y de su infancia, acerca de un asesinato que —me dijo— había

presenciado décadas atrás en el límite entre Brasil y Uruguay, acerca de las hazañas de

sus antepasados militares en distintos conflictos del siglo XIX. Con frecuencia su bastón

quedaba accidentalmente encajado en algún bache o grieta del asfalto, y Borges

aprovechaba entonces la ocasión para hacer una pausa, apoyarse sobre él y estirar a un

tiempo ambos brazos, en un solo movimiento armonioso que le confería el aire de un

actor. El dilatado paseo de esa noche me permitió comprobar una vez más que el

personaje y la conversación de Borges eran, al menos, tan profundos y brillantes como

su palabra escrita, y esto reafirmaba —al menos para mí— el valor de su obra literaria.

Cuando retornamos por fin al departamento de la calle Maipú, el alba despuntaba ya en

la vereda. Otra larga noche de conversaciones con Borges había llegado a su fin.

Esa misma tarde acompañé a Borges al Café Saint James. Allí pasamos varias horas

hablando sobre Dante y Milton. Por la noche fuimos a cenar a Maxim’s. Estábamos

saliendo de lo de Borges cuando me sentí invadido por una repentina sensación de

melancolía. Le dije: «Borges, siempre recordaré nuestras charlas y mi fascinación al

escucharlo, pero jamás podré recobrar las palabras exactas». Borges me tomó del brazo

y me respondió entonces con una de sus habituales observaciones paradójicas: «No se

preocupe, Willis. Recuerde lo que escribió Swedenborg: ‘Dios nos ha concedido la

memoria para que tengamos la capacidad de olvidar’».

Hoy me resultaría imposible recuperar cada una de las palabras de tantas horas que

pasé conversando con Borges en tantas circunstancias diferentes: volando en avión,

caminando por las calles de Buenos Aires o recorriéndolas en distintos autos, cenando

en restaurantes, o simplemente dialogando en una u otra casa. En las páginas que

siguen, sin embargo, han quedado registrados para siempre el candor, el asombro, la

sorpresa e inteligencia de Borges. No he conocido a ninguna otra persona en toda mi

vida que me brindara a la vez la calidad socrática, los razonamientos profundos y

graciosos, y las réplicas inesperadas que Borges ofrecía continuamente en su diálogo. Es

una verdadera fortuna que haya sido grabada y luego transcripta al menos una fracción

de las muchas conversaciones que Borges mantuvo con tantas otras personas a lo largo

de su vida, mientras ejercía ese otro arte que consideraba la máxima virtud argentina: la

amistad.

WILLIS BARNSTONE

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