LA NIÑA DE ORO
PABLO MAURETTE
Narrativas hispánicas
A Lucrecia Maurette
Of colours in general, under whose gloss and varnish all things are seen, no man
has yet beheld the true nature.
SIR THOMAS BROWNE,
Pseudodoxia Epidemica
1
«El amor adolescente es un espectáculo de fealdad», pensó la señora que estaba
detrás de ellos en la fila. La chica besaba al chico como si lo estuviera
regurgitando. Esperaban el colectivo, eran las siete de la mañana y hacía un frío
que calaba los huesos. La chica abría y cerraba la boca mecánicamente, dejando
ver de pronto una lengua gruesa que hurgaba con avidez. Abrazada a la cintura del
chico, lo apretaba contra su pecho. De tanto en tanto, contoneaba la pelvis. Él
trataba de seguirle el ritmo. Tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido, parecía
apremiado.
Se está ahogando el muy torpe, dijo para sí el hombre que estaba primero en la
fila. Llevaba a su hija al colegio. Era el último día de clases antes de las vacaciones
de invierno. De la mano de su padre, la niña observaba a los besuqueros atónita.
Sin dejar de hacer remolinos con la lengua, el chico abrió los ojos y vio la mirada
infantil que los escrutaba. Entonces desprendió la boca de sopapa y le susurró algo
a su novia al oído. Ella sonrió y miró a su alrededor. Tenía el pelo negro atado en
una cola de caballo, cara ovalada, un hoyuelo en el mentón, nariz romana. Vestía
un jumper gris, zapatillas negras y una campera celeste metálico. «Debe ser del
Sagrado Corazón, si la viera la madre», pensó una señora que estaba más atrás
en la fila.
La fisonomía del chico era bastante más llamativa. Era alto y gordote, de porte
encorvado y facciones blandas. Tenía los ojos hundidos y las mejillas tumefactas,
como si estuviese tomando cortisona. Hipotiroidismo, pobre, tan jovencito,
diagnosticó la señora que estaba detrás de ellos en la fila. El chico tenía el pelo
largo cortado a modo de casco, al estilo Príncipe Valiente. O Cristóbal Colón, como
pensó el hombre que llevaba a su hija al colegio. Un Colón pasado de corticoides.
Los jóvenes amantes se comían y todo el mundo miraba cuando llegó el
colectivo. Ah, se despiden, él se quedó a dormir en lo de ella a escondidas de los
padres, se pasaron la noche como conejos, fantaseó una señora de más atrás
cuando vio que solo el chico se disponía a subir. El hombre que estaba primero en
la fila ayudó a su hija a trepar al estribo. Colón con corticoides estampó un último
beso en la boca de su novia y los siguió. Detrás de él subió la señora del principio y
la otra y la de más atrás, la de la mente lúbrica, y toda la fila que se extendía unos
diez o doce metros. Cuando el colectivero finalmente cerró la puerta, la chica
desde la vereda buscaba a su novio a través de las ventanillas empañadas, pero
no lo encontró.
Apelmazado entre la marabunta, lentamente y cuidándose de no dar codazos,
el chico descolgó la mochila de uno de los hombros y la giró hasta tenerla contra el
pecho. Se le antojaba escuchar música y eso requería de una maniobra
complicada. Con una sola mano procedió a extraer el estuche porta CD del primer
bolsillo, lo abrió y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Nick Cave & The
Bad Seeds, The Boatman’s Call. Por un instante soltó la barra y mantuvo el
equilibrio apoyándose contra los cuerpos que lo circundaban. Con el dedo anular
insertó en el CD, cerró el estuche y lo devolvió a su domicilio. A todo esto, dada la
estrechez del espacio, la proximidad con los otros pasajeros y su natural torpeza,
Colón con corticoides había propinado un par de codazos y recibido varias
amonestaciones.
—Pero, nene, ¿qué te pasa? —exclamó una mujer de unos treinta años, bien
vestida y maquillada a los apurones, que abrazaba una carpeta de dibujo.
Un hombre le chistó. Impávido, el joven prosiguió con la maniobra. Ya casi
estaba. Con una sola mano abrió otro bolsillo de la mochila, sacó el discman, se
puso los auriculares, le dio play y guardó el aparato en el bolsillo interno de la
campera militar que lo estaba haciendo transpirar como un pollo al espiedo.
Empezó a sonar el pianito de «Into My Arms» y Colón con corticoides cerró los
ojos.
I don’t believe in an interventionist God,
but I know, darling, that you do…
«¡Yo tampoco creo en un Dios intervencionista, pero ella sí!», pensó. La
evocación de su novia lo catapultó al jardín de las delicias que había sido la noche
anterior. No habían dormido nada. Qué locura. Su cuerpo todavía vibraba, como si
acabara de meterse un cable pelado en la boca. Miró a su alrededor, hizo un
repaso por las caras que lo rodeaban. Máscaras lúgubres, el carnaval de la rutina,
hombres y mujeres sopesando sus miserias, haciendo listas mentales de sus
quehaceres, absortos en sus vanidades, catatónicos, inquietos, ansiosos,
amargados hasta la médula.
«¿Quién de acá pasó la nochecita que pasé yo?», se regodeó Colón con
corticoides. Esa noche volvería a verla. Una compañera de colegio de ella
festejaba su cumpleaños en una iglesia desconsagrada convertida en discoteca.
Irían por separado, regresarían juntos. Él propondría ir a dormir a casa de ella. Ella
se negaría por temor a que sus padres los descubriesen (Colón con corticoides
estaba seguro de que los padres sabían y no decían nada por decoro o por
respeto). Él insistiría, ella no se haría rogar. Y así repetirían la liturgia voraz del
amor adolescente. Absorto en estos y otros pensamientos, con la mirada fuera de
foco y sin darse cuenta, el chico posó la vista sobre un rostro en particular. De un
momento a otro, percibió una intensidad dirigida hacia él, como si alguien hubiese
encendido un reflector y se lo estuviese apuntando directo a la cara. Entonces
espabiló y vio dos ojos que lo examinaban.
Era un hombre de unos cuarenta años, pelo corto castaño oscuro, cara pálida
recién afeitada, mandíbula prominente. Una nariz respingada
desproporcionadamente pequeña hacía pensar en un exboxeador con una
rinoplastia fallida. Sus ojos eran fríos como la hoja de una navaja. El chico
rápidamente desvió la mirada. Intentó perderse en la música, pero no pudo. Sentía
los ojos del hombre que le perforaban la sien. Pasó el tiempo, un minuto quizá, una
eternidad. Entonces, movido por ese impulso impostergable que a veces, en
situaciones de gran tensión, nos empuja a afrontar el peligro para poner fin a la
dilación y a la incertidumbre, para que pase algo de una vez, algo bueno o malo, da
igual; entonces, decía, el chico se dio la vuelta decidido a hacer contacto visual y
dispuesto a entregarse a las circunstancias, pero el hombre ya no lo miraba. Ahora
sonaba «Lime Tree Arbour». La voz de Nick Cave, solemne y analgésica, lo
envolvió nuevamente.
El colectivo llegó a la avenida Corrientes, bajó una marea de gente y subió otra.
En el movimiento general, Colón con corticoides se vio desplazado hacia el rincón
del fondo, del lado opuesto a la puerta trasera, y quedó al lado del hombre de nariz
respingada. Se había liberado un asiento, pero tanto él como el hombre casi al
mismo tiempo se lo señalaron a una anciana que les puso cara de ternero
degollado. Habían quedado codo a codo. El hombre estaba agarrado a la barra con
las dos manos. Tenía guantes de cuero negro. El chico una vez más se inquietó. La
proximidad física con el tipo le daba repelús. No faltaba mucho para su parada. El
colectivo aceleró.
La anciana no bien sentarse había cerrado la ventanilla. El colectivo era una
incubadora. Al chico le corrían gotas de sudor por la espina dorsal y el vaho que
exudaban todos esos cuerpos apelotonados lo empezaba a asfixiar. Cuando
llegaron a la avenida Córdoba, ya no daba más. Subió otro aluvión de personas,
pero no bajó nadie. El amontonamiento era inaudito, y en las paradas sucesivas el
chofer no dejó subir más pasajeros. En un semáforo rojo, un hombre que desde la
parada había visto al colectivo pasar de largo, corrió y golpeó la puerta con
vehemencia.
—No hay nadies —respondió el colectivero, y varios pasajeros rieron.
Mientras tanto, en la parte de atrás, al fondo, el chico tenía tanto calor que
apagó la música. Y, a pesar de que faltaban dos o tres paradas, tomó la
desafortunada decisión de quitarse el abrigo, con tanta mala suerte que, mientras
lo hacía, el colectivo dio un frenazo, el chico perdió el equilibrio y se precipitó sobre
el hombre de nariz respingada. Nervioso, balbuceó una disculpa.
—Si me volvés a tocar, te rompo una costilla —susurró el hombre sin mirarlo.
Colón con corticoides ya no sudaba. O ya no sentía el sudor. Miraba por la
ventanilla petrificado. A su lado, casi tocándolo, el hombre de nariz respingada
también miraba hacia delante con los párpados semicerrados y una expresión de
yacaré tomando sol. El chico sintió un retortijón y, a continuación, un tumulto en el
intestino. Tenía la garganta seca, como si hubiese tragado un puñado de canela en
polvo. Ya faltaba muy poco. Dos cuadras antes de su parada, giró sobre los talones
y empezó a moverse lentamente hacia la puerta. Era casi imposible avanzar entre
el gentío, pero quería indicar que se aprestaba a bajar.
Una cuadra antes de su parada notó con horror que el hombre de nariz
respingada también se disponía a bajar.
Un chorro de sudor helado le bajó por el abdomen. Se intensificó el alboroto en
las tripas. Una mujer lo apuró desde atrás.
—¿Bajás?
Quiso responder que sí, pero no le salió la palabra y asintió con la cabeza. La
mujer no se percató del terror en sus ojos.
Apenas se hubo abierto la puerta, el chico saltó a la vereda y enfiló hacia su
edificio, que estaba a una cuadra y media. Llegó a la esquina y dobló a la derecha
por Juncal. Caminó unos diez metros y giró la cabeza justo a tiempo de ver al
hombre de nariz respingada, que doblaba e iba en su dirección. El chico apuró el
paso, ya casi trotaba. El intestino le gruñía presagiando un desastre. Llegó a la
esquina de Julián Álvarez. Se dio vuelta y ahí estaba el hombre, a unos treinta
metros de él. Colón con corticoides sintió que se le aflojaban las rodillas.
Cruzó la calle hacia la vereda de enfrente de su edificio. Debía evitar a toda
costa que el tipo viese dónde vivía. Paró en un puesto de diarios y fingió que elegía
una revista. Dejó pasar unos segundos y espió. El hombre no había cruzado, había
seguido de largo, y ahora el chico lo tenía en su campo visual. Respiró aliviado.
«Andá, enfermo, tomatelás», musitó envalentonado. El sudor le había atravesado
la remera y tenía dos lamparones en el buzo a la altura del diafragma. Caminó
siguiendo al hombre con la mirada. «Una vez que haya pasado por delante de
casa, lo dejo seguir de largo un poco y después cruzo», planeó.
Pero cuando llegó a la puerta de su edificio, el hombre de nariz respingada se
detuvo. Justo en ese momento salía una mujer con un cochecito.
El hombre le dijo algo. La mujer le indicó el palier y el hombre entró.
Sin saber qué hacer, más confundido que atemorizado, Colón con corticoides
caminó unos metros y entró a un bar. Dejó sus cosas en una mesa junto a la
ventana y corrió al baño a descargarse. Cuando volvió, pidió un café y esperó.
Una media hora más tarde vería salir al hombre de nariz respingada, que cruzó
la calle, pasó junto al bar, dobló por Salguero y se perdió en el anonimato de la
ciudad.
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