EL ORO DE LOS TIGRES
(1972)
PRÓLOGO
De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones. Para eludir o siquiera para atenuar esa monotonía, opté por aceptar, con tal vez temeraria hospitalidad, los misceláneos temas que se ofrecieron a mi rutina de escribir. La parábola sucede a la confidencia, el verso libre o blanco al soneto. En el principio de los tiempos, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no habrá habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el dios.
Para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia. Browning y Blake se acercaron más que otro alguno; Whitman se la propuso, pero sus deliberadas enumeraciones no siempre pasan de catálogos insensibles.
Descreo de las escuelas literarias, que juzgo simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan, pero si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España. He conversado más de una vez con Leopoldo Lugones, hombre solitario y soberbio; éste solía desviar el curso del diálogo para hablar de «mi amigo y maestro, Rubén Darío». (Creo, por lo demás, que debemos recalcar las afinidades de nuestro idioma, no sus regionalismos.)
Mi lector notará en algunas páginas la preocupación filosófica. Fue mía desde niño, cuando mi padre me reveló, con ayuda del tablero del ajedrez (que era, lo recuerdo, de cedro), la carrera de Aquiles y la tortuga.
En cuanto a las influencias que se advertirán en este volumen… En primer término, los escritores que prefiero –he nombrado ya a Robert Browning–; luego, los que he leído y repito; luego los que nunca he leído pero que están en mí. Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.
J. L. B.
Buenos Aires, 1972
TAMERLÁN*
(1336-1405)
Mi reino es de este mundo. Carceleros
y cárceles y espadas ejecutan
la orden que no repito. Mi palabra
más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
corazón de las gentes que no oyeron
nunca mi nombre en su confín lejano
es instrumento dócil a mi arbitrio.
Yo, que fui un rabadán de la llanura,
he izado mis banderas en Persépolis
y he abrevado la sed de mis caballos
en las aguas del Ganges y del Oxus.
Cuando nací, cayó del firmamento
una espada con signos talismánicos;
yo soy, yo seré siempre, aquella espada.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, el Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
a la blanca Zenócrate de Egipto,
casta como la nieve de las cumbres.
Recuerdo las pesadas caravanas
y las nubes de polvo del desierto,
pero también una ciudad de humo
y mecheros de gas en las tabernas.
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
Que otros acudan a la astrología
judiciaria, al compás y al astrolabio,
para saber qué son. Yo soy los astros.
En las albas inciertas me pregunto
por qué no salgo nunca de esta cámara,
por qué no condesciendo al homenaje
del clamoroso Oriente. Sueño a veces
con esclavos, con intrusos, que mancillan
a Tamerlán con temeraria mano
y le dicen que duerma y que no deje
de tomar cada noche las pastillas
mágicas de la paz y del silencio.
Busco la cimitarra y no la encuentro.
Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron.
¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
por qué no veo el hacha y la cabeza?
Esas cosas me inquietan, pero nada
puede ocurrir si Tamerlán se opone
y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo…
EL PASADO
Todo era fácil, nos parece ahora,
en el plástico ayer irrevocable:
Sócrates que, apurada la cicuta,
discurre sobre el alma y su camino
mientras la muerte azul le va subiendo
desde los pies helados; la implacable
espada que retumba en la balanza;
Roma que impone el numeroso hexámetro
al obstinado mármol de esa lengua
que manejamos hoy, despedazada;
los piratas de Hengist que atraviesan
a remo el temerario mar del Norte
y con las fuertes manos y el coraje
fundan un reino que será el Imperio;
el rey sajón que ofrece al rey noruego
los siete pies de tierra y que ejecuta,
antes que el sol decline, la promesa
en la batalla de hombres; los jinetes
del desierto, que cubren el Oriente
y amenazan las cúpulas de Rusia;
un persa que refiere la primera
de las Mil y Una Noches y no sabe
que inicia un libro que los largos siglos
de las generaciones ulteriores
no entregarán al silencioso olvido;
Snorri que salva en su perdida Thule,
a la luz de crepúsculos morosos
o en la noche propicia a la memoria,
las letras y los dioses de Germania;
el joven Schopenhauer, que descubre
el plano general del universo;
Whitman, que en una redacción de Brooklyn,
entre el olor a tinta y a tabaco,
toma y no dice a nadie la infinita
resolución de ser todos los hombres
y de escribir un libro que sea todos;
Arredondo, que mata a Idiarte Borda
en la mañana de Montevideo
y se da a la justicia, declarando
que ha obrado solo y que no tiene cómplices;
el soldado que muere en Normandía,
el soldado que muere en Galilea.
Esas cosas pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
en un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya será y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
de figuras inmóviles de cera
o de reminiscencias literarias
que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
y esa tarde inasible que fue tuya
son en su eternidad, no en la memoria.
TANKAS*
1
Alto en la cumbre
todo el jardín es luna,
luna de oro.
Más precioso es el roce
de tu boca en la sombra.
2
La voz del ave
que la penumbra esconde
ha enmudecido.
Andas por tu jardín.
Algo, lo sé, te falta.
3
La ajena copa,
la espada que fue espada
en otra mano,
la luna de la calle,
¿dime, acaso no bastan?
4
Bajo la luna
el tigre de oro y sombra
mira sus garras.
No sabe que en el alba
han destrozado un hombre.
5
Triste la lluvia
que sobre el mármol cae,
triste ser tierra.
Triste no ser los días
del hombre, el sueño, el alba.
6
No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.
SUSANA BOMBAL
Alta en la tarde, altiva y alabada,
cruza el casto jardín y está en la exacta
luz del instante irreversible y puro
que nos da este jardín y la alta imagen
silenciosa. La veo aquí y ahora,
pero también la veo en un antiguo
crepúsculo de Ur de los Caldeos
o descendiendo por las lentas gradas
de un templo, que es innumerable polvo
del planeta y que fue piedra y soberbia,
o descifrando el mágico alfabeto
de las estrellas de otras latitudes
o aspirando una rosa en Inglaterra.
Está donde haya música, en el leve
azul, en el hexámetro del griego,
en nuestras soledades que la buscan,
en el espejo de agua de la fuente,
en el mármol del tiempo, en una espada,
en la serenidad de una terraza
que divisa ponientes y jardines.
Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.
Buenos Aires, 3 de noviembre de 1970
A JOHN KEATS
(1795-1821)
Desde el principio hasta la joven muerte
la terrible belleza te acechaba
como a los otros la propicia suerte
o la adversa. En las albas te esperaba
de Londres, en las páginas casuales
de un diccionario de mitología,
en las comunes dádivas del día,
en un rostro, una voz, y en los mortales
labios de Fanny Brawne. Oh sucesivo
y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
el alto ruiseñor y la urna griega
serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.
ON HIS BLINDNESS
Indigno de los astros y del ave
que surca el hondo azul, ahora secreto,
de esas líneas que son el alfabeto
que ordenan otros y del mármol grave
cuyo dintel mis ya gastados ojos
pierden en su penumbra, de las rosas
invisibles y de las silenciosas
multitudes de oros y de rojos
soy, pero no de las Mil Noches y Una
que abren mares y auroras en mi sombra
ni de Walt Whitman, ese Adán que nombra
las criaturas que son bajo la luna,
ni de los blancos dones del olvido
ni del amor que espero y que no pido.
LA BUSCA
Al término de tres generaciones
vuelvo a los campos de los Acevedo,
que fueron mis mayores. Vagamente
los he buscado en esta vieja casa
blanca y rectangular, en la frescura
de sus dos galerías, en la sombra
creciente que proyectan los pilares,
en el intemporal grito del pájaro,
en la lluvia que abruma la azotea,
en el crepúsculo de los espejos,
en un reflejo, un eco, que fue suyo
y que ahora es mío, sin que yo lo sepa.
He mirado los hierros de la reja
que detuvo las lanzas del desierto,
la palmera partida por el rayo,
los negros toros de Aberdeen, la tarde,
las casuarinas que ellos nunca vieron.
Aquí fueron la espada y el peligro,
las duras proscripciones, las patriadas;
firmes en el caballo, aquí rigieron
la sin principio y la sin fin llanura
los estancieros de las largas leguas.
Pedro Pascual, Miguel, Judas Tadeo…
Quién me dirá si misteriosamente,
bajo ese techo de una sola noche,
más allá de los años y del polvo,
más allá del cristal de la memoria,
no nos hemos unido y confundido,
yo en el sueño, pero ellos en la muerte.
LO PERDIDO
¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera.
J. M.
En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido Paraíso,
que en los atardeceres no está abierta
a mi paso. Cumplida la jornada,
una esperada voz me esperaría
en la disgregación de cada día
y en la paz de la noche enamorada.
Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
las vagas horas, la memoria impura,
el abuso de la literatura
y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
las dos abstractas fechas y el olvido.
«RELIGIO MEDICI», 1643
Defiéndeme, Señor. (El vocativo
no implica a Nadie. Es sólo una palabra
de este ejercicio que el desgano labra
y que en la tarde del temor escribo.)
Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron
Montaigne y Browne y un español que ignoro;
algo me queda aún de todo ese oro
que mis ojos de sombra recogieron.
Defiéndeme, Señor, del impaciente
apetito de ser mármol y olvido;
defiéndeme de ser el que ya he sido,
el que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza
defiéndeme, sino de la esperanza.
1971
Dos hombres caminaron por la luna.
Otros después. ¿Qué puede la palabra,
qué puede lo que el arte sueña y labra,
ante su real y casi irreal fortuna?
Ebrios de horror divino y de aventura,
esos hijos de Whitman han pisado
el páramo lunar, el inviolado
orbe que, antes de Adán, pasa y perdura.
El amor de Endimión en su montaña,
el hipogrifo, la curiosa esfera
de Wells, que en mi recuerdo es verdadera,
se confirman. De todos es la hazaña.
No hay en la tierra un hombre que no sea
hoy más valiente y más feliz. El día
inmemorial se exalta de energía
por la sola virtud de la Odisea
de esos amigos mágicos. La luna
que el amor secular busca en el cielo
con triste rostro y no saciado anhelo,
será su monumento, eterna y una.
COSAS
El volumen caído que los otros
ocultan en la hondura del estante
y que los días y las noches cubren
de lento polvo silencioso. El ancla
de Sidón que los mares de Inglaterra
oprimen en su abismo ciego y blando.
El espejo que no repite a nadie
cuando la casa se ha quedado sola.
Las limaduras de uña que dejamos
a lo largo del tiempo y del espacio.
El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
Las modificaciones de la nube.
La simétrica rosa momentánea
que el azar dio una vez a los ocultos
cristales del pueril calidoscopio.
Los remos de Argos, la primera nave.
Las pisadas de arena que la ola
soñolienta y fatal borra en la playa.
Los colores de Turner cuando apagan
las luces en la recta galería
y no resuena un paso en la alta noche.
El revés del prolijo mapamundi.
La tenue telaraña en la pirámide.
La piedra ciega y la curiosa mano.
El sueño que he tenido antes del alba
y que olvidé cuando clareaba el día.
El principio y el fin de la epopeya
de Finnsburh, hoy unos contados versos
de hierro, no gastado por los siglos.
La letra inversa en el papel secante.
La tortuga en el fondo del aljibe.
Lo que no puede ser. El otro cuerno
del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
El disco triangular. El inasible
instante en que la flecha del eleata,
inmóvil en el aire, da en el blanco.
La flor entre las páginas de Bécquer.
El péndulo que el tiempo ha detenido.
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas.
El eco de los cascos de la carga
de Junín, que de algún eterno modo
no ha cesado y es parte de la trama.
La sombra de Sarmiento en las aceras.
La voz que oyó el pastor en la montaña.
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges.
El otro lado del tapiz. Las cosas
que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.
EL AMENAZADO
Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
EL GAUCHO
Hijo de algún confín de la llanura
abierta, elemental, casi secreta,
tiraba el firme lazo que sujeta
al firme toro de cerviz oscura.
Se batió con el indio y con el godo,
murió en reyertas de baraja y taba;
dio su vida a la patria, que ignoraba,
y así perdiendo, fue perdiendo todo.
Hoy es polvo de tiempo y de planeta;
nombres no quedan, pero el nombre dura.
Fue tantos otros y hoy es una quieta
pieza que mueve la literatura.
Fue el matrero, el sargento y la partida.
Fue el que cruzó la heroica cordillera.
Fue soldado de Urquiza o de Rivera,
lo mismo da. Fue el que mató a Laprida.
Dios le quedaba lejos. Profesaron
la antigua fe del hierro y del coraje,
que no consiente súplicas ni gaje.
Por esa fe murieron y mataron.
En los azares de la montonera
murió por el color de una divisa;
fue el que no pidió nada, ni siquiera
la gloria, que es estrépito y ceniza.
Fue el hombre gris que, oscuro en la pausada
penumbra del galpón, sueña y matea,
mientras en el Oriente ya clarea
la luz de la desierta madrugada.
Nunca dijo: Soy gaucho. Fue su suerte
no imaginar la suerte de los otros.
No menos ignorante que nosotros,
no menos solitario, entró en la muerte.
TÚ
Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible.
No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que antenoche soñaste.
Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primera pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist, el arquero Einar Tambarskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo.
Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor.
Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.
Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.
Norman, Oklahoma
POEMA DE LA CANTIDAD
Pienso en el parco cielo puritano
de solitarias y perdidas luces
que Emerson miraría tantas noches
desde la nieve y el rigor de Concord.
Aquí son demasiadas las estrellas.
El hombre es demasiado. Las innúmeras
generaciones de aves y de insectos,
del jaguar constelado y de la sierpe,
de ramas que se tejen y entretejen,
del café, de la arena y de las hojas
oprimen las mañanas y prodigan
su minucioso laberinto inútil.
Acaso cada hormiga que pisamos
es única ante Dios, que la precisa
para la ejecución de las puntuales
leyes que rigen Su curioso mundo.
Si así no fuera, el universo entero
sería un error y un oneroso caos.
Los espejos del ébano y del agua,
el espejo inventivo de los sueños,
los líquenes, los peces, las madréporas,
las filas de tortugas en el tiempo,
las luciérnagas de una sola tarde,
las dinastías de las araucarias,
las perfiladas letras de un volumen
que la noche no borra, son sin duda
no menos personales y enigmáticas
que yo, que las confundo. No me atrevo
a juzgar a la lepra o a Calígula.
San Pablo, 1970
EL CENTINELA
Entra luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los que acaso no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz.
Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparable hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que en la sombra ulterior del otro reino, estaré yo, esperándome.
AL IDIOMA ALEMÁN
Mi destino es la lengua castellana,
el bronce de Francisco de Quevedo,
pero en la lenta noche caminada
me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre
–oh voz de Shakespeare y de la Escritura–,
otras por el azar, que es dadivoso,
pero a ti, dulce lengua de Alemania,
te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
de la jungla de las declinaciones,
del diccionario, que no acierta nunca
con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
Heine me dio sus altos ruiseñores;
Goethe, la suerte de un amor tardío,
a la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
en la mano de un muerto que la amaba
y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
capital: el amor entrelazado
de las voces compuestas, las vocales
abiertas, los sonidos que permiten
el estudioso hexámetro del griego
y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
de los años cansados, te diviso
lejana como el álgebra y la luna.
AL TRISTE
Ahí está lo que fue: la terca espada
del sajón y su métrica de hierro,
los mares y las islas del destierro
del hijo de Laertes, la dorada
luna del persa y los sin fin jardines
de la filosofía y de la historia,
el oro sepulcral de la memoria
y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
ejercicio del verso no te salva
ni las aguas del sueño ni la estrella
que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
igual a las demás, pero que es ella.
EL MAR
El mar. El joven mar. El mar de Ulises
y el de aquel otro Ulises que la gente
del Islam apodó famosamente
Es-Sindibad del Mar. El mar de grises
olas de Erico el Rojo, alto en su proa,
y el de aquel caballero que escribía
a la vez la epopeya y la elegía
de su patria, en la ciénaga de Goa.
El mar de Trafalgar. El que Inglaterra
cantó a lo largo de su larga historia,
el arduo mar que ensangrentó de gloria
en el diario ejercicio de la guerra.
El incesante mar que en la serena
mañana surca la infinita arena.
AL PRIMER POETA DE HUNGRÍA
En esta fecha para ti futura
que no alcanza el augur que la prohibida
forma del porvenir ve en los planetas
ardientes o en las vísceras del toro,
nada me costaría, hermano y sombra,
buscar tu nombre en las enciclopedias
y descubrir qué ríos reflejaron
tu rostro, que hoy es perdición y polvo,
y qué reyes, qué ídolos, qué espadas,
qué resplandor de tu infinita Hungría,
elevaron tu voz al primer canto.
Las noches y los mares nos apartan,
las modificaciones seculares,
los climas, los imperios y las sangres,
pero nos une indescifrablemente
el misterioso amor de las palabras,
este hábito de sones y de símbolos.
Análogo al arquero del eleata,
un hombre solo en una tarde hueca
deja correr sin fin esta imposible
nostalgia, cuya meta es una sombra.
No nos veremos nunca cara a cara,
oh antepasado que mi voz no alcanza.
Para ti ni siquiera soy un eco;
para mí soy un ansia y un arcano,
una isla de magia y de temores,
como lo son tal vez todos los hombres,
como lo fuiste tú, bajo otros astros.
EL ADVENIMIENTO
Soy el que fui en el alba, entre la tribu.
Tendido en mi rincón de la caverna,
pujaba por hundirme en las oscuras
aguas del sueño. Espectros de animales
heridos por la esquirla de la flecha
daban horror a las tinieblas. Algo,
quizá la ejecución de una promesa,
la muerte de un rival en la montaña,
quizá el amor, quizá una piedra mágica,
me había sido otorgado. Lo he perdido.
Gastada por los siglos, la memoria
sólo guarda esa noche y su mañana.
Yo anhelaba y temía. Bruscamente
oí el sordo tropel interminable
de una manada atravesando el alba.
Arco de roble, flechas que se clavan,
los dejé y fui corriendo hasta la grieta
que se abre en el confín de la caverna.
Fue entonces que los vi. Brasa rojiza,
crueles los cuernos, montañoso el lomo
y lóbrega la crin como los ojos
que acechaban malvados. Eran miles.
Son los bisontes, dije. La palabra
no había pasado nunca por mis labios,
pero sentí que tal era su nombre.
Era como si nunca hubiera visto,
como si hubiera estado ciego y muerto
antes de los bisontes de la aurora.
Surgían de la aurora. Eran la aurora.
No quise que los otros profanaran
aquel pesado río de bruteza
divina, de ignorancia, de soberbia,
indiferente como las estrellas.
Pisotearon un perro del camino;
lo mismo hubieran hecho con un hombre.
Después los trazaría en la caverna
con ocre y bermellón. Fueron los Dioses
del sacrificio y de las preces. Nunca
dijo mi boca el nombre de Altamira.
Fueron muchas mis formas y mis muertes.
LA TENTACIÓN
El general Quiroga va a su entierro;
lo invita el mercenario Santos Pérez
y sobre Santos Pérez está Rosas,
la recóndita araña de Palermo.
Rosas, a fuer de buen cobarde, sabe
que no hay entre los hombres uno solo
más vulnerable y frágil que el valiente.
Juan Facundo Quiroga es temerario
hasta la insensatez. El hecho puede
merecer el examen de su odio.
Ha resuelto matarlo. Piensa y duda.
Al fin da con el arma que buscaba.
Será la sed y el hambre del peligro.
Quiroga parte al Norte. El mismo Rosas
le advierte, casi al pie de la galera,
que circulan rumores de que López
premedita su muerte. Le aconseja
no acometer la osada travesía
sin una escolta. Él mismo se la ofrece.
Facundo ha sonreído. No precisa
laderos. Él se basta. La crujiente
galera deja atrás las poblaciones.
Leguas de larga lluvia la entorpecen,
neblina y lodo y las crecidas aguas.
Al fin avistan Córdoba. Los miran
como si fueran sus fantasmas. Todos
los daban ya por muertos. Antenoche
Córdoba entera ha visto a Santos Pérez
distribuir las espadas. La partida
es de treinta jinetes de la sierra.
Nunca se ha urdido un crimen de manera
más descarada, escribirá Sarmiento.
Juan Facundo Quiroga no se inmuta.
Sigue al Norte. En Santiago del Estero
se da a los naipes y a su hermoso riesgo.
Entre el ocaso y la alborada pierde
o gana centenares de onzas de oro.
Arrecian las alarmas. Bruscamente
resuelve regresar y da la orden.
Por esos descampados y esos montes
retoman los caminos del peligro.
En un sitio llamado el Ojo de Agua
el maestro de posta le revela
que por ahí ha pasado la partida
que tiene por misión asesinarlo
y que lo espera en un lugar que nombra.
Nadie debe escapar. Tal es la orden.
Así lo ha declarado Santos Pérez,
el capitán. Facundo no se arredra.
No ha nacido aún el hombre que se atreva
a matar a Quiroga, le responde.
Los otros palidecen y se callan.
Sobreviene la noche, en la que sólo
duerme el fatal, el fuerte, que confía
en sus oscuros dioses. Amanece.
No volverán a ver otra mañana.
¿A qué concluir la historia que ya ha sido
contada para siempre? La galera
toma el camino de Barranca Yaco.
1891
Apenas lo entreveo y ya lo pierdo.
Ajustado el decente traje negro,
la frente angosta y el bigote ralo,
y con una chalina como todas,
camina entre la gente de la tarde
ensimismado y sin mirar a nadie.
En una esquina de la calle Piedras
pide una caña brasilera. El hábito.
Alguien le grita adiós. No le contesta.
Hay en los ojos un rencor antiguo.
Otra cuadra. Una racha de milonga
le llega desde un patio. Esos changangos
están siempre amolando la paciencia,
pero al andar se hamaca y no lo sabe.
Sube su mano y palpa la firmeza
del puñal en la sisa del chaleco.
Va a cobrarse una deuda. Falta poco.
Unos pasos y el hombre se detiene.
En el zaguán hay una flor de cardo.
Oye el golpe del balde en el aljibe
y una voz que conoce demasiado.
Empuja la cancel que aún está abierta
como si lo esperaran. Esta noche
tal vez ya lo habrán muerto.
1929
Antes la luz entraba más temprano
en la pieza que da al último patio;
ahora la vecina casa de altos
le quita el sol, pero en la vaga sombra
su modesto inquilino está despierto
desde el amanecer. Sin hacer ruido,
para no incomodar a los de al lado,
el hombre está mateando y esperando.
Otro día vacío, como todos.
Y siempre los ardores de la úlcera.
Ya no hay mujeres en mi vida, piensa.
Los amigos lo aburren. Adivina
que él también los aburre. Hablan de cosas
que no alcanza, de arqueros y de cuadros.
No ha mirado la hora. Sin apuro
se levanta y se afeita con inútil
prolijidad. Hay que llenar el tiempo.
El rostro que el espejo le devuelve
guarda el aplomo que antes era suyo.
Envejecemos más que nuestra cara,
piensa, pero ahí están las comisuras,
el bigote ya gris, la hundida boca.
Busca el sombrero y sale. En el vestíbulo
ve un diario abierto. Lee las grandes letras,
crisis ministeriales en países
que son apenas nombres. Luego advierte
la fecha de la víspera. Un alivio;
ya no tiene por qué seguir leyendo.
Afuera, la mañana le depara
su ilusión habitual de que algo empieza
y los pregones de los vendedores.
En vano el hombre inútil dobla esquinas
y pasajes y trata de perderse.
Ve con aprobación las casas nuevas,
algo, tal vez el viento Sur, lo anima.
Cruza Rivera, que hoy le dicen Córdoba,
y no recuerda que hace muchos años
que sus pasos la eluden. Dos, tres cuadras.
Reconoce una larga balaustrada,
los redondeles de un balcón de fierro,
una tapia erizada de pedazos
de vidrio. Nada más. Todo ha cambiado.
Tropieza en una acera. Oye la burla
de unos muchachos. No los toma en cuenta.
Ahora está caminando más despacio.
De golpe se detiene. Algo ha ocurrido.
Ahí donde ahora hay una heladería,
estaba el Almacén de la Figura.
(La historia cuenta casi medio siglo.)
Ahí un desconocido de aire avieso
le ganó un largo truco, quince y quince,
y él malició que el juego no era limpio.
No quiso discutir, pero le dijo:
Ahí le entrego hasta el último centavo,
pero después salgamos a la calle.
El otro contestó que con el fierro
no le iría mejor que con el naipe.
No había ni una estrella. Benavides
le prestó su cuchillo. La pelea
fue dura. En la memoria es un instante,
un solo inmóvil resplandor, un vértigo.
Se tendió en una larga puñalada,
que bastó. Luego en otra, por si acaso.
Oyó el caer del cuerpo y del acero.
Fue entonces que sintió por vez primera
la herida en la muñeca y vio la sangre.
Fue entonces que brotó de su garganta
una mala palabra, que juntaba
la exultación, la ira y el alivio.
Tantos años y al fin ha rescatado
la dicha de ser hombre y ser valiente
o, por lo menos, la de haberlo sido
alguna vez, en un ayer del tiempo.
HENGIST QUIERE HOMBRES
(449 A.D.)
Hengist quiere hombres.
Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares, de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal.
Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes.
Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos.
Hengist el mercenario quiere hombres.
Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra.
Lo seguirán sumisos y crueles.
Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres.
Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron una espada desnuda y que la espada hizo su obra.
Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil.
Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí, conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías, fábulas de los hunos y de los godos.
Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente bárbara.
Hengist los quiere para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido.
Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio, para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido.
Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras.
A ISLANDIA
De las regiones de la hermosa tierra
que mi carne y su sombra han fatigado
eres la más remota y la más íntima,
Última Thule, Islandia de las naves,
del terco arado y del constante remo,
de las tendidas redes marineras,
de esa curiosa luz de tarde inmóvil
que efunde el vago cielo desde el alba
y del viento que busca los perdidos
velámenes del viking. Tierra sacra
que fuiste la memoria de Germania
y rescataste su mitología
de una selva de hierro y de su lobo
y de la nave que los dioses temen,
labrada con las uñas de los muertos.
Islandia, te he soñado largamente
desde aquella mañana en que mi padre
le dio al niño que he sido y que no ha muerto
una versión de la Völsunga Saga
que ahora está descifrando mi penumbra
con la ayuda del lento diccionario.
Cuando el cuerpo se cansa de su hombre,
cuando el fuego declina y ya es ceniza,
bien está el resignado aprendizaje
de una empresa infinita; yo he elegido
el de tu lengua, ese latín del Norte
que abarcó las estepas y los mares
de un hemisferio y resonó en Bizancio
y en las márgenes vírgenes de América.
Sé que no la sabré, pero me esperan
los eventuales dones de la busca,
no el fruto sabiamente inalcanzable.
Lo mismo sentirán quienes indagan
los astros o la serie de los números…
Sólo el amor, el ignorante amor, Islandia.
A UN GATO
No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.
EAST LANSING
Los días y las noches
están entretejidos (interwoven) de memoria y de miedo,
de miedo, que es un modo de la esperanza,
de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido.
Mi tiempo ha sido siempre un Jano bifronte
que mira el ocaso y la aurora;
mi propósito de hoy es celebrarte, oh futuro inmediato.
Regiones de la Escritura y del hacha,
árboles que miraré y no veré,
viento con pájaros que ignoro, gratas noches de frío
que irán hundiéndose en el sueño y tal vez en la patria,
llaves de luz y puertas giratorias que con el tiempo serán hábitos,
despertares en que me diré Hoy es Hoy,
libros que mi mano conocerá,
amigos y amigas que serán voces,
arenas amarillas del poniente, el único color que me queda,
todo eso estoy cantando y asimismo
la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires
en los que no he sido feliz
y en los que no podré ser feliz.
Canto en la víspera tu crepúsculo, East Lansing,
sé que las palabras que dicto son acaso precisas,
pero sutilmente serán falsas,
porque la realidad es inasible
y porque el lenguaje es un orden de signos rígidos.
Michigan, Indiana, Wisconsin, Iowa, Texas, Colorado, Arizona,
ya intentaré cantarlas.
9 de marzo de 1972
AL COYOTE
Durante siglos la infinita arena
de los muchos desiertos ha sufrido
tus pasos numerosos y tu aullido
de gris chacal o de insaciada hiena.
¿Durante siglos? Miento. Esa furtiva
substancia, el tiempo, no te alcanza, lobo;
tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo,
nuestra, la torpe vida sucesiva.
Fuiste un ladrido casi imaginario
en el confín de arena de Arizona
donde todo es confín, donde se encona
tu perdido ladrido solitario.
Símbolo de una noche que fue mía,
sea tu vago espejo esta elegía.
EL ORO DE LOS TIGRES*
Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro,
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y éstos, nueve,
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más precioso, tu cabello
que ansían estas manos.
East Lansing, 1972
*NOTAS
*Tamerlán. Mi pobre Tamerlán había leído, a fines del siglo XIX, la tragedia de Christopher Marlowe y algún manual de historia.
*Tankas. He querido adaptar a nuestra prosodia la estrofa japonesa que consta de un primer verso de cinco sílabas, de uno de siete, de uno de cinco y de dos últimos de siete. Quién sabe cómo sonarán estos ejercicios a oídos orientales. La forma original prescinde asimismo de rimas.
*El oro de los tigres. Para el anillo de las nueve noches, el curioso lector puede interrogar el capítulo 49 de la Edda Menor. El nombre del anillo era Draupnir.
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