jueves, 30 de septiembre de 2021

Ernestina o un cuento sueco Donatien A. F. Marqués De Sade. FRAGMENTO.

 


Ernestina o un cuento sueco

 

Donatien A. F. Marqués De Sade

 Después de Italia, Inglaterra y Rusia, pocos países de Europa me parecen tan intrigantes como Suecia. Pero si mi imaginación ardía por ver al célebre país del cual vinieron, en el pasado, héroes legendarios tales como Alarico, Atila y Teodorico —en resumen, todos los héroes que, secundados por cifras interminables de soldados, rindieron el culto de la obediencia al águila imperial cuyas alas aspiraban al dominio del mundo, aquellos héroes que hicieron temblar a los romanos ante las puertas mismas de la poderosa capital— sí, realmente, mi alma se consumía en el ardiente deseo de visitar el país de Gustavo Vasa, de Cristina y de Carlos XII... quienes deben su fama a motivos muy diferentes, puesto que el primero es famoso por la cualidad —para mi francamente deseable en un soberano— de una mentalidad filosófica, por la estimable prudencia que domina los sistemas religiosos siempre que violen la autoridad del gobierno al cual se presume que deben servir, y la felicidad del pueblo, que es el único objeto de la legislación*; la segunda por la nobleza que hace que una persona prefiera la soledad y el amor a la literatura, a la vanagloria del trono; y el tercero por las heroicas virtudes que le hicieron merecedor, para siempre, del nombre de Alejandro —sí, insisto, me veía incitado por estos objetos de mi admiración, imaginad entonces cuanto más grande era mi deseo de conocer y admirar este pueblo sabio, virtuoso, sobrio y magnánimo, al que podemos mencionar con justa razón como el modelo del norte.

Con estas ideas partí de París el 20 de julio de 1774, y después de viajar a través de Holanda, Westfalia y Dinamarca, llegué a Suecia a dos del año siguiente.

Después de pasar alrededor de tres meses en Estocolmo, mi curiosidad se dirigió hacia las famosas minas acerca de las cuales tanto había leído, y en las cuales creía poder encontrar algunas aventuras similares a las relatadas por el Abate Prevost[1] en el primer volumen de sus anécdotas. Y así ocurrió... ¡pero cuán diferentes fueron las aventuras que allí encontré!...

De acuerdo con mi decisión, me dirigí a Upsala, ciudad emplazada a orillas del río Fyris, que divide la ciudad en dos partes. Durante mucho tiempo fue capital de Suecia, y todavía sigue siendo la ciudad más importante del país, después de Estocolmo. Pasé allí tres semanas y seguí hacia Falún, vieja cuna de los escitas[2] cuyas costumbres y vestimentas, los habitantes actuales de Dalecarlia[3] todavía conservan hoy en día. Al salir a las afueras de Falún, llegué a la mina Taperg, una de las más importantes de Suecia.

Estas minas, durante mucho tiempo la fuente natural de recursos más preciosa del Estado, cayó hace muy poco bajo el yugo de los ingleses, debido a deudas contraídas por los propietarios de las minas con Inglaterra, nación siempre pronta para ayudar a aquellos que imagina poder dominar y sumir algún día, después de desordenar su balanza de pago o cercenar su poderío a fuerza de préstamos usureros.

Una vez que estuve en Taperg, mi imaginación se colmó con estos pensamientos antes de descender a las profundidades subterráneas, donde el lujo y la avaricia de un puñado de hombres fue capaz de dominar a muchos otros.

Como hacía poco que había vuelto de Italia, tenía la impresión que aquellas canteras debían parecerse sin duda a las catacumbas de Roma o Nápoles. Me equivocaba. A pesar de estar situadas mucho más profundamente en las entrañas de la tierra, descubrí en ellas una soledad menos aterradora.

En Upsala me había relacionado con un hombre muy cultivado que iba a servirme de guía; un hombre versado en las letras y con un conocimiento tan profundo como extenso. Por fortuna, Falkeneim (ese era su nombre) hablaba un alemán y un inglés impecables, únicas lenguas que se usan en el norte con las cuales yo pudiera comunicarme con él. Ambos descubrimos que preferíamos la primera, y una vez que llegamos a un acuerdo, ya no fueron problemas las conversaciones sobre todos los temas, y ello me facilitó conocer de sus propios labios el cuento que voy a narrar dentro de muy poco.

Por medio de un gran canasto, una polea y soga —aparato diseñado para que el descenso se haga sin el menor peligro— llegamos al fondo de la mina, y en un instante nos encontramos a unas ciento veinte brazas debajo de la superficie de la tierra. Con sorpresa descubrí en aquellas profundidades una verdadera ciudad subterránea: calles, casas, iglesias, posadas, mucho movimiento, gente que trabajaba, policías, jueces: en resumen; todo lo que puede ofrecer una ciudad europea civilizada.

Después de observar aquellas singulares moradas, entramos en una taberna, donde Falkeneim pudo pedir al posadero todo lo que necesitábamos para apagar nuestra sed y satisfacer nuestro apetito: una cerveza de excelente calidad, pescado seco, y una especie de pan sueco de uso común en las zonas rurales, hecho con corteza de pinos y abedules, mezclada con paja, raíces salvajes y amasada con harina de avena. ¿Acaso verdaderas? El filósofo que recorre los caminos y senderos del mundo a la búsqueda de conocimientos, debe aprender a adaptarse a todos los tiempos y climas, todas las costumbres y religiones, todos los tipos de viviendas y comida, y dejar al indolente voluptuoso de las capitales sus prejuicios... su lujuria... esa vergonzosa lujuria que, al no satisfacerse con las necesidades reales, engendra a diario otras artificiales, en detrimento de nuestra salud y fortuna.



* Gustavo Vasa, al ver que el clero romano, despótico y sedicioso por naturaleza, pasaba por encima de los límites de la autoridad real, y que mediante sus ordinarias provocaciones arruinaba al pueblo cuando no se le imponían límites definidos, introdujo el protestantismo en Suecia, después de devolver al pueblo las riquezas y tierras que el clero les había quitado.

[1] Abate Prevost. Novelista francés (1697-1763), autor de novelas  largas y difusas,  donde  acumula tramas  sombrías y  melodramáticas y aventuras románticas.

[2] Escitas. Habitantes de Escitia, nombre con que los griegos designaban a las regiones que se extendían al noreste de Europa y el norte de Asia.    Sus  últimas  tribus  ocupaban  Escandinavia

[3] Dalecarlia. Actualmente Kopparberg, patria de Gustavo Vasa.

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