Ernestina o un
cuento sueco
Donatien A. F. Marqués De Sade
Con
estas ideas partí de París el 20 de julio de 1774, y después de viajar a través
de Holanda, Westfalia y Dinamarca, llegué a Suecia a dos del año siguiente.
Después de
pasar alrededor de tres meses en Estocolmo, mi curiosidad se dirigió hacia las
famosas minas acerca de las cuales tanto había leído, y en las cuales creía
poder encontrar algunas aventuras similares a las relatadas por el Abate
Prevost[1]
en el primer volumen de sus anécdotas. Y así ocurrió... ¡pero cuán
diferentes fueron las aventuras que allí encontré!...
De
acuerdo con mi decisión, me dirigí a Upsala, ciudad emplazada a orillas del río
Fyris, que divide la ciudad en dos partes. Durante mucho tiempo fue capital de
Suecia, y todavía sigue siendo la ciudad más importante del país, después de
Estocolmo. Pasé allí tres semanas y seguí hacia Falún, vieja cuna de los
escitas[2]
cuyas costumbres y vestimentas, los habitantes actuales de Dalecarlia[3]
todavía conservan hoy en día. Al salir a las afueras de Falún, llegué a la mina
Taperg, una de las más importantes de Suecia.
Estas minas, durante mucho tiempo la
fuente natural de recursos más preciosa del Estado, cayó hace muy poco bajo el
yugo de los ingleses, debido a deudas contraídas por los propietarios de las
minas con Inglaterra, nación siempre pronta para ayudar a aquellos que imagina
poder dominar y sumir algún día, después de desordenar su balanza de pago o
cercenar su poderío a fuerza de préstamos usureros.
Una vez
que estuve en Taperg, mi imaginación se colmó con estos pensamientos antes de
descender a las profundidades subterráneas, donde el lujo y la avaricia de un
puñado de hombres fue capaz de dominar a muchos otros.
Como
hacía poco que había vuelto de Italia, tenía la impresión que aquellas canteras
debían parecerse sin duda a las catacumbas de Roma o Nápoles. Me equivocaba. A
pesar de estar situadas mucho más profundamente en las entrañas de la tierra,
descubrí en ellas una soledad menos aterradora.
En
Upsala me había relacionado con un hombre muy cultivado que iba a servirme de
guía; un hombre versado en las letras y con un conocimiento tan profundo como
extenso. Por fortuna, Falkeneim (ese era su nombre) hablaba un alemán y un
inglés impecables, únicas lenguas que se usan en el norte con las cuales yo
pudiera comunicarme con él. Ambos descubrimos que preferíamos la primera, y una
vez que llegamos a un acuerdo, ya no fueron problemas las conversaciones sobre
todos los temas, y ello me facilitó conocer de sus propios labios el cuento que
voy a narrar dentro de muy poco.
Por
medio de un gran canasto, una polea y soga —aparato diseñado para que el
descenso se haga sin el menor peligro— llegamos al fondo de la mina, y en un
instante nos encontramos a unas ciento veinte brazas debajo de la superficie de
la tierra. Con sorpresa descubrí en aquellas profundidades una verdadera ciudad
subterránea: calles, casas, iglesias, posadas, mucho movimiento, gente que
trabajaba, policías, jueces: en resumen; todo lo que puede ofrecer una ciudad
europea civilizada.
Después
de observar aquellas singulares moradas, entramos en una taberna, donde
Falkeneim pudo pedir al posadero todo lo que necesitábamos para apagar nuestra
sed y satisfacer nuestro apetito: una cerveza de excelente calidad, pescado
seco, y una especie de pan sueco de uso común en las zonas rurales, hecho con
corteza de pinos y abedules, mezclada con paja, raíces salvajes y amasada con
harina de avena. ¿Acaso verdaderas? El filósofo que recorre los caminos y
senderos del mundo a la búsqueda de conocimientos, debe aprender a adaptarse a todos
los tiempos y climas, todas las costumbres y religiones, todos los tipos de
viviendas y comida, y dejar al indolente voluptuoso de las capitales sus
prejuicios... su lujuria... esa vergonzosa lujuria que, al no satisfacerse con
las necesidades reales, engendra a diario otras artificiales, en detrimento de
nuestra salud y fortuna.
* Gustavo
Vasa, al ver que el clero romano, despótico y sedicioso por naturaleza, pasaba
por encima de los límites de la autoridad real, y que mediante sus ordinarias
provocaciones arruinaba al pueblo cuando no se le imponían límites definidos,
introdujo el protestantismo en Suecia, después de devolver al pueblo las
riquezas y tierras que el clero les había quitado.
[1] Abate Prevost. Novelista francés (1697-1763),
autor de novelas largas y difusas, donde
acumula tramas sombrías y melodramáticas y aventuras románticas.
[2] Escitas. Habitantes de Escitia, nombre
con que los griegos designaban a las regiones que se extendían al noreste de
Europa y el norte de Asia. Sus últimas
tribus ocupaban Escandinavia
[3] Dalecarlia. Actualmente Kopparberg, patria
de Gustavo Vasa.
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