miércoles, 29 de septiembre de 2021

Emilio Prados Mosaico Poema con espejismo. FRAGMENTO.


 

Emilio Prados

 

Mosaico

 

 

Poema con espejismo

 

 

 

 

 


            Título original: Mosaico

 

            Emilio Prados, 1998

 

            Diseño de cubierta: Daniela Ferrán

 

             

 

 


            CON broma y adivinación García Lorca definió a Emilio Prados como «cazador de nubes». María Zambrano añadiría: «En Emilio Prados se veía como en pocos que el hombre es el mendigo de su propio ser; mas unos mendigan para sustraer y ganar, y otros, los perfectos mendigos, como Emilio, por amor que se va encendiendo a medida que se consume». Al cumplirse el centenario de su nacimiento, ya al fin de su propio siglo, la muerte del poeta, en su vida y su obra, se ilumina y transfigura hacia un segundo y último nacimiento, que ha de llegarle con sus nuevos lectores. Poeta recóndito en su generación, fue centro del grupo como fundador y editor de la revista y libros de Litoral, pero se alejaría progresivamente de todo y de todos hacia la soledad que su propia poesía anunciaba desde el principio. Su exilio y muerte en México contribuirían a acrecentar la neblina que le rodeaba, pero el tiempo, que todo lo criba y aclara, nos ha ido dando una imagen cada vez más fuerte y compleja de su larga meditación e iluminación poéticas.

            Este volumen presenta, en cuidada y doble edición (autógrafo y transcripción en limpio), lo que el poeta calificó como «mi primer libro completo», mixto de prosa y verso. En 1925 Prados se lo hacía llegar a Juan Ramón Jiménez, maestro suyo y de su generación. El autógrafo inédito llegaría un día, entre los papeles del poeta de Moguer, al Archivo Histórico Nacional (Madrid). Uno de los máximos hispanistas del momento presente, el profesor Christopher Maurer, lo ha rescatado, estudiado y sacado a la luz, situándolo en el decurso de la obra pradiana. Cuatro cartas, también inéditas, de boca del propio autor, así como nos transmiten abundantes noticias de su pensamiento y proyectos.

            Afirmaba Prados en una de sus cartas: «No tengo torre de marfil; al revés, he hecho que mi torre sea un prisma y en él recojo reflejos y colores, que barajo a mi manera». Bien valdría esta frase como aproximación a su Mosaico, poema-libro que se muestra y entrelaza en un laberinto de estampas, espejos y reflejos. En esta meditación sobre el tiempo en la que el tiempo se anula, Prados, «tesorero de sueños», labra y anuncia su gran poesía meditativa, una de las cumbres de la expresión lírica de este siglo.

 


 EMILIO PRADOS
 SEMILLA EN EL TIEMPO

 

 

            por

 

 

            CHRISTOPHER MAURER

 

 


            Brota en silencio

            la penumbra primera,

            sombra luciente…

            MARIO HERNÁNDEZ

            Pero entonces comprendí o sentí que no era tiempo todavía de recoger… Y dejé la semillita en mi tierra. El libro desapareció.

            E. P.[1]

            EM I L I O  Prados se refirió a este libro —Mosaico (Poema con espejismo)— como su «primer libro completo». El joven poeta se lo envió a Juan Ramón Jiménez en el verano de 1925 con la esperanza de que éste publicara algunos de los poemas en , un cuaderno de poesía que el poeta de Moguer editaba por entonces. Con ilusión y cariño ofreció esta pequeña guirnalda al que le había iniciado en la poesía: «Su conversación me ayudó a encontrar el mundo que me iba a contener y me contiene hoy[2]». Pero el proyecto no cuajó y Juan Ramón guardó el librito cuidadosamente entre sus papeles, donde quedó en el olvido durante más de setenta años[3]. Meses después de ofrecerlo a Juan Ramón, Prados deshizo el libro, incorporándolo a su primer libro publicado, Tiempo. Según el propio poeta, Mosaico es «todavía una cosa de formación», pero encuentra en él, por primera vez, su rumbo como poeta, su «hilo verdadero[4]».

            Como Juan Ramón, cuyo ejemplo le acompañó a lo largo de su vida, y a diferencia de otros poetas de su generación, Emilio Prados concebía su poesía como fuga y sucesión, como proceso abierto y continuo, y no como una serie de poemas acabados, perfectos, «finitos». El concepto de obras completas no debió de tener, para él, el mismo sentido que para otros. Las obras, en plural, eran pasos o tentativas hacia una obra singular, y en singular, y cada libro manuscrito o impreso se convirtió en un repertorio de textos que, revisados o reescritos, daban origen a otros. Dicho de otro modo, cualquier texto era un pretexto para otro y el «otro» era, con frecuencia, él mismo. Como la de Juan Ramón, la obra de Prados pervive en variantes. De acuerdo con esta visión de la poesía, la obra fluye —textos, títulos y poemas— volviéndose más tenue la «identidad» de cada texto. El poeta-revisor recuerda y «revive» constantemente sus poemas, los modifica, cambia los títulos o, simplemente, los traslada a otro lugar en la obra. En algún caso elimina o modifica la fecha de composición que amarraba el texto a la historia colectiva o a su historia personal[5]. La obra se detiene en una antología o en un libro cuya selección da Prados por «definitiva», pero sigue su curso y una selección reemplaza a otra mientras el poeta lleva el conjunto de sus poemas hacia la simultaneidad, hacia un presente en el que los poemas varían de lugar como las piezas de un calidoscopio[6].

            El interés que posee la publicación de un manuscrito como Mosaico, y de las cartas en que Prados lo comenta (pp. 163-179), es que ayuda a detener ese proceso. Este libro, versión embrionaria de Tiempo, ayuda al lector a comprender por lo menos una parte de su poesía —y de su poética— en un momento determinado: «Málaga. Día del Corpus. 1925».

            Durante los años de su exilio mejicano, en medio de la «sucesión» a la que me refiero, Prados meditó largamente sobre su propia historia poética. Lo hizo obedeciendo a dos impulsos contrarios. Por una parte, a la hora de planear las selecciones antológicas de su obra (así, la publicada por Losada en 1954), descubría ciclos que habían sido ocultados por la publicación escalonada de sus libros: el ciclo de Tiempo, por ejemplo, le pareció, en esta mirada retrospectiva, más amplio que el del período cubierto por el libro de ese título; incluía poemas sueltos y poemas de dos libros posteriores. Por otra parte, en sus cartas a los amigos y en algún apunte manuscrito intentó establecer las fechas correctas en que había escrito cada libro. Entre esos apuntes cronológicos que, como los poemas, viven en variantes, entre esas listas de libros publicados e inéditos, esos planos totales de su obra, donde las fronteras no son nunca las mismas, hay una zona menos estudiada que otras: la de sus primeras tentativas, su «prehistoria» poética, anterior al primer libro publicado.

            Confiesa Prados que, entre 1917 y 1923, antes de la publicación de Tiempo en diciembre de 1925, escribió algunos «balbuceos sin valor[7]». Una lista suya de 1959 contiene los títulos de cuatro libros tempranos que él consideraba perdidos: Feria de las voces, Vínculo, La luz del puerto, El libro de los tactos[8].

            Curiosamente, que yo sepa, no aparece en ninguna de sus listas el libro Mosaico, olvidado por sus lectores más atentos y por él mismo hasta el día de hoy. Recordaba Prados que sus dos primeros libros fueron escritos durante su estancia en Suiza y en Alemania, y los otros dos después de su vuelta a Málaga en la primavera de 1923[9].

            Sabemos que estos primeros poemas no despertaron ningún entusiasmo entre los compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde Prados vivió parte del curso de 1924. Por ejemplo, Prados recuerda haber enseñado sus «primeros poemas» a José Moreno Villa, «para que los juzgara». No debieron de gustarle al malagueño, cuyos versos de aquel entonces, en palabras de Antonio Machado, se inclinaban «más a reforzar el esquema lógico que la corriente emotiva[10]». Recuerda Prados que Moreno Villa lo tomaba por un «neurasténico» y, preocupado por su salud,

            me dijo que lo dejara todo y me fuera a Málaga, pues en la poesía no tenía mucho o nada que hacer y allá en nuestra tierra (en la de él y mía) dejaría «ese juego peligroso a la locura» que me hacía daño[11].

            El resultado, según Prados, fue un intento de suicidio y su salida de la Residencia, aunque sabemos hoy que su «huida» a Málaga fue motivada en parte por los problemas económicos por los que atravesaba su familia, tal como él mismo lo explica en una carta de entonces (p. 166 de esta edición).

            Es poco lo que se sabe de estos cuatro primeros libros, nacidos bajo la sombra bienhechora de Juan Ramón Jiménez; libros que se perdieron, o que Prados «quitó del mundo exterior[12]», sin olvidarlos del todo. De acuerdo con su historia posterior como revisor de sus propias obras, no parece imposible que estos libros compartieran algunos de los mismos textos poéticos[13] y que, de algún modo, fueran versiones sucesivas de un mismo libro. Como veremos, así quedaron, un poco confusamente, en su recuerdo.

            El poema «Epístola», incluido en Mosaico (y después en Tiempo) recoge la imagen de la «feria de las voces»:

            Vengo desde el Castillo del Silencio,

            huyéndole a las sombras

            de sus cóncavas salas.

            Vengo a la feria de las voces

            para robar la red de las palabras[14].

            Se trata, quizás, de un poema antiguo, de años antes, relacionado de alguna manera con la obra de su amigo Federico García Lorca, quien le animó en sus primeras salidas poéticas y con el cual debió de compartir sus poemas y sus proyectos. En octubre de 1920, éste había escrito un largo poema sobre «el baratillo de las voces»:

            Nuestras voces

            semejan

            un bosque de feéricas

            matasuegras

            rematadas por plumas

            de ideas[15]

            Sobre el Libro de los tactos, también perdido, escribe Prados, en 1947, estas frases aclaratorias:

            Hoy vivo el mismo umbral, desconcertado, que hallé en la adolescencia; cuando —no sé si lo recuerdas— empezaba a encontrar mi Poesía, en aquel libro primero perdido y, negado por la mayoría y que yo llamaba, aún inconscientemente, Libro de los tactos. Pensé la Vida en todo. Y, tocando en el hierro, en la madera, en el mármol pulido, en la seda, en la nieve, en el cristal, en la llama (quemándome la mano serenamente en ella) o tocando la piel del que estaba a mi lado, llevaba a mis poemas los primeros latidos de una verdad hoy transparente[16].

            Sabemos que Vínculo debió de versar de algún modo sobre la inspiración. El «vínculo» sería el que une al poeta con los demás a través del «afflatus» poético; según Prados, «se trata del libro del ‘pasmado’, ante lo que diría J. R. J.: ‘poder que me utilizas como médium sonámbulo… ’»[17]

            Finalmente, con respecto a Luz del puerto, en años posteriores Prados mismo parece haberlo identificado con el libro que editamos:

            Efectivamente, antes del libro Tiempo escribí 3 [sic] balbuceos sin valor; pero en los que, desde el 2.º principalmente se comenzaba a marcar mi ruta. Creo que este librito (posterior a Feria de las voces) se llamaba algo así como Luz en el puerto (Juan Ramón quiso publicarlo en los cuadernos de —como lo hizo con Dámaso y Alberti— ¿Fue en o Indice? —creo que en Si). Yo no quise publicarlo porque comprendí que no estaba hecho y que sí llevaba dentro mucho por hacer. Esta era la primera vez que me acercaba al problema de El misterio del agua[18].

            En efecto, Mosaico anticipa en lo temático El misterio del agua, «largo y complejo poema en que se describe un ciclo —un día— del Tiempo en sus dos cuerpos aparentes: el día y la noche[19]». En lo formal y en su ambiente de fantasía, Mosaico se hermana con otro texto de 1925, Seis estampas para un rompecabezas[20] y con las «Canciones del farero» publicadas en 1926[21]. La idea del rompecabezas se relaciona fácilmente con la del mosaico: el rompecabezas es un mosaico de papel o de madera. A la misma metáfora estructural, puzzle americano, acude García Lorca, al hablar en 1921 de su Poema del cante jondo[22]. Lo que son «las estampas» de Seis estampas son los «espejos» de Mosaico: de hecho, una de las estampas se ve «algo quebrada como imagen de un espejo malo» (1:162) y los dos libritos contienen una mezcla parecida de verso y prosa narrativa.

            Como es obvio, la prosa de Mosaico recuerda a veces las súbitas metamorfosis visuales y el tempo variado del cine (el narrador hablará a veces de los «movimientos retrasados»; «el poema ha sido impresionado con relentisseur»). Otras veces se alude a la antigua «linterna mágica»: las imágenes se proyectarán sobre «pantallas». Se evoca también el mundo de los títeres: el «desteñido fantoche» del Poeta hace pensar en «los muñecos de feria»; las gaviotas «suben y bajan […] movidas por hilos desde la bambalina de una nube» (I: 164). Mundo de «perspectivas equivocadas», escribe Prados en Seis estampas; «perspectivas equivocadas deliciosamente», diría García Lorca por las mismas fechas, hablando del mundo de fantoches de Amor de don Perlimplín[23]. Pero en realidad, aunque Mosaico empieza con una lista de personajes, y aunque la prosa recuerda en ocasiones la de las acotaciones teatrales, Prados no se aproxima nunca, en Mosaico, al diálogo. Se trata, más bien, de una poesía lírica enmarcada y contextualizada por una prosa densamente metafórica; de hecho alguna frase de estas «acotaciones» se desligará y se presentará, en Tiempo como poema independiente («Noche»):

            El sol, como un espejo,

            por un lado es brillante

            y por el otro negro[24].

            Más que una serie de poemas en prosa, se trata de una sucesión de poemas unidos por una armazón narrativa. A fines de 1925 esta forma (poema/prosa narrativa) desaparecerá para siempre de la obra de Prados. Seis estampas se quedó sin publicar y en Tiempo los poemas de Mosaico se presentarán sin andamiaje narrativo. ¿Deseo, quizás, de una poesía más «pura»? La prosa de Mosaico crea una especie de distancia irónica. Se coloca en primer plano la figura del Poeta, defensor tragicómico —nada surrealista— del mundo de los sueños, apacible hipnógrafo, fantoche que transforma el mundo natural, «aprendiz» en el taller del tiempo, consciente no sólo de sus poderes poéticos, de los que se ríe, sino también de sus melancólicos fracasos. Poeta vestido «como un verdadero poeta», parodiando así al poeta romántico; mágico prodigioso que saca objetos de su chistera (de forma parecida se vestirá el pintor de Seis estampas).

            Ese fantoche se mueve en un mundo de voces en sordina. Recita «a media voz», melancólico y medio dormido, hasta apagarse «como un gramófono sin cuerda[25]». Voz «pequeña —de algodón—» del pavo real, en cuyo interior suena una diminuta caja de música. Música de cámara, pues, «un poco en minué».

            Como en Seis estampas, estos poemas se desarrollan en un ambiente cerrado que transforma, encierra, «diseca» o domestica las grandes fuerzas de la naturaleza: «Todo duerme bajo una campana de cristal…»; «Bajo un invernadero de cristal brota el poema, a media siesta». No aparece el mar, como en innumerables poemas posteriores, sino una alberca que enmarca un trozo del cielo nocturno. En este mundo de estampas y de espejos, la naturaleza se achica y toma su carácter de los artefactos humanos. «País de un abanico», dirá Prados de otro de sus libros tempranos, «mitad verdad, mitad temor del tiempo…»[26]. Arcángeles de porcelana, como las figuras de un belén; tierra de algodón; miradas como «barquitas de papel» o «varillas de un compás»; noche que es «libro», «diván», «catedral» o «colcha»; alberca traspasada de estrellas como «dado de cristal»; estrellas que suenan como relojes; y un pájaro «disecado». Se invierte —como en un espejismo— el mundo del artefacto humano y el mundo natural. Únicamente los insectos —fuerza terrorífica también presente en Seis estampas— hacen sentir lo desconocido, lo ajeno de la naturaleza. Ésta se ha vuelto manejable, mansa, como una escena bordada en un pañuelo o pintada en un biombo chino. De nuevo acuden a la memoria unos versos de García Lorca:

            Niña mía, este jardincillo

            es para verlo en los espejitos

            de tus uñas.

            Para verlo en el biombo

            de tus dientes.

            Y ser como un ratoncito[27].

            Vistos a la luz de su poesía posterior, los espacios cerrados de Mosaico y de Seis estampas se transforman en una imagen de la interioridad del propio poeta. El buzo que explora los fondos acuosos de «una redonda caja de cristal» en Seis estampas (1:159) será, en libros posteriores, un poeta que lucha por vencer su propia subjetividad y aislamiento. Esa caja será la de su propia carne: «la cámara en que, bajo mi piel, por habitar, me escondo» (1:549). En Cuerpo perseguido (1927-1928), el poeta expresa su desolación al haber salido del espejo: al haber huido de sí mismo, de su espacio interior hacia el mundo de fuera (1:299-300).

            En Mosaico, la relación de esos dos mundos (el de dentro y el de fuera) no conlleva, todavía, ninguna angustia ontológica ni epistemológica. El universo se forma de espejos y espejismos, reduplicaciones visuales y auditivas, sin que el poeta anteponga la supuesta «realidad» al laberinto de las ilusiones o sienta necesidad de separarlas; sin que dé importancia mayor a una u otra. El objeto se junta con su sombra o su reflejo y el sonido se junta con el eco, formando un mundo poético tan bien trabado como la juntura del mar —o la alberca— con el cielo reflejado en él. El tiempo mismo, en su totalidad, se ve como un «mimetismo perfecto de momentos». Las horas del reloj se visten como monjas, con «hábitos de reflejos». Gracias al sueño, proyección de los deseos, el futuro no es más que un reflejo —un eco— del pasado, pues se nutre y se compone de los recuerdos (discurso del Pavo Real). La imagen poética del espejo —y del reflejo— determina la estructura misma del libro y la agrupación de los poemas en series. La acción transcurre ante un espejo: la alberca que refleja al poeta, al pavo real, y al mundo a su alrededor. Y después de una secuencia introductoria, cada serie de poemas lleva un título «especular»: tanto la serie de «espejos negros» como los «de plata» incluyen espejos sencillos y otros «de tres lunas».

            Una versión anterior de este librito llevaba el título de Mosaico da tiempo. Y el tema del tiempo tiene, en las páginas que editamos, dos vertientes: por una parte, el paso de las horas v el «parpadear del día y la noche»; por otra, el aspecto metafísico: la meditación sobre la relación entre el pasado, el presente y el futuro.

            A diferencia de otros poetas andaluces, no le interesa a Prados —por lo menos, al autor de Mosaico— la sucesión de las estaciones del año ni como fenómeno lírico ni como emblema de la vida del hombre. Tampoco asoma para nada el tiempo «histórico». Ninguna reflexión sobre «los tiempos que corren», tema que entrará de lleno en la obra de Prados hacia finales de la década o al comienzo de los años treinta, aun antes de la brutal sacudida de la Guerra Civil. Del mismo modo, no encontramos ninguna exaltación de la modernidad: actitud que, gracias al futurismo y sus derivados, se había apoderado de gran parte de la poesía española durante las primeras dos décadas del siglo. En «Epístola» exclama el Poeta:

            Crucé todos los siglos

            en una sola jornada…

            «Todos los siglos» han sido iguales, y se combinan en un solo día, sin primacía de lo actual. Lo que apasiona al poeta es, precisamente, la semejanza entre un día y otro: el «día del Tiempo» es uno y sólo uno. En este sentido, el paso del tiempo, y con él el futuro, es un simple espejismo. Exclamaría Prados, años más tarde:

            … El mismo pulso azul sobre el mar limpio; la arena, igual, dormida junto al agua; el mismo cielo abierto sobre el fondo; un solo día ha sido todo el tiempo (1:234; cf 1:548).

            De este tedio lírico, de este melancólico presente eterno, de esta sensación del tiempo que se copia y repite —el tiempo como «cuaderno de calcomanías»— se nutre toda la poesía temprana de Prados. Poesía elegiaca donde cada presencia evoca una ausencia, y donde cita y promesa llevan siempre al desencuentro.

            Sin duda la noche ocupa allí un espacio privilegiado. El «Primer espejo» contiene una defensa y alabanza de la noche como «escenario de sueños» en contraposición al tedio del día. Surge, remozado por la greguería y por los alardes metafóricos del ultraísmo, el antiquísimo «himno a la noche» (o «al silencio») de poetas latinos y poetas áureos. El poeta suplica a la noche que le deje entrar en su «huerto» para encontrarse con el ser amado. Ambiente onírico, donde triunfa la metáfora, y por tanto, la lógica, y que está todavía lejos del automatismo de los surrealistas; ambiente donde las palabras

            derraman su sentido

            sobre la ancha hoja

            que abre la inconsciencia.

            Una relación amorosa —o apasionada— se entrevé en este libro, debajo de los momentos de tranquilidad o «calma»; anticipo de la búsqueda o «fuga» amorosa de Vuelta. En el «diálogo de amantes» que describe Prados, diálogo «monopétalo» (pétalo «sin ángulos» de la lengua), los dos flotan en el «cristal fundido» del agua —¿agua de la alberca?—, sostenidos por «corchos de firmeza». De repente se oye el zumbido del deseo, como una «caja de insectos» y las primeras palabras «salen de sus nectarios […] como miedosas larvas de libélulas». Deseo que se satisface sólo en el sueño, «bajo la colcha malva» del cielo nocturno. Frustrados los dos amantes, el baño de amor se transforma en un silencioso y fúnebre «idilio de cera»: «parece que la Muerte / pasea entre los dos abanicándose» («Negación»).

            Pero, ¿por qué Mosaico? Como el subtítulo, Poema con espejismo, el título anuncia la estructura del librito. En los años veinte, al cobrar nueva popularidad la serie de poemas breves, el poema se imagina, y con frecuencia se designa, como un objeto articulado por unidades más pequeñas que dan lugar a una metáfora que anuncia la organización del libro. En la obra de García Lorca y de otros poetas, la serie de poemas puede formar un espacio (casa, museo, jardín, bosque); una unidad gráfica (álbum o cuaderno, hoja de aleluyas) compuesta por páginas o estampas; una unidad cronológica, donde cada poemita será un «momento» o una «hora»; una composición musical dividida en tiempos o en variaciones (suites, tanda de valses); o una unidad decorativa o arquitectónica (biombo, retablo, tríptico, abanico).

            La imagen del mosaico aparece de manera explícita un par de veces en estos poemas —por ejemplo, el «mosaico de plumas» que adorna al Pavo Real refleja el «mosaico de horas» formado por el reloj—, pero en realidad aquella imagen tendrá poca importancia en el resto de la obra de Prados. Título muy apropiado, desde luego, para un libro de versos: la palabra deriva del griego múseios, «de las musas»: tratamiento poético, «museístico», del tiempo, aunque aquí señala, ante todo, el acoplamiento de piezas diversas, heterogéneas, en un solo conjunto bien trabado.

            Otras estructuras metafóricas se insinúan en el curso del libro. El tiempo se describe como «cuaderno / de calcomanías»; idea que cambia ligeramente en Tiempo, donde se alude a las «estampas» que se colocan «en el álbum del tiempo» (1:8).

            El título anuncia una unidad estructural no lograda del todo; razón, quizás, por la que Prados acabará reordenando los poemas y rehaciendo el libro. El subtítulo, Poema con espejismo, identifica el género («poema») y proclama la unidad del libro (cada «libro» de Prados es un «poema»), prolonga la metáfora estructural (el libro es cíclico y el primer poema se «reflejará» en el último), y anuncia lo que será en la obra de Prados una imagen frecuente y fecunda. Espejismos del Sur se titulaba otra gavilla de poemas del mismo período[28].

            Con el paso del tiempo, el espejo será en su poesía la frontera entre dos mundos que el poeta desea unir: el de la naturaleza —dominio de lo colectivo— y el del espíritu —dominio de lo privado—. En la obra temprana de Prados, esa unión se logra gracias a la inversión vertical producida por el espejismo: cuando el poeta abre «la caja de los peces», el cielo se cuaja «de luceros verdes»; el lucero se convierte en pez, y el pez en estrella marítima (1:9). Como es obvio, esta inversión, ese trasiego constante entre lo celeste, lo marítimo y lo terrestre («los naranjales del sol», «el corral del cielo», el sol o la luna que se hunden en las aguas como «una concha de nácar» o las nubes que tapan el cielo/mar como «cortinas») proclaman la capacidad del poeta de reordenar el universo. No como un «pequeño dios» (al modo de Huidobro), sino, en comparación más humilde, como una niña que borda:

            La niña bordó el pañuelo

            pero lo bordó al revés

            y puso el mar en el cielo.

            Todos los peces estrellas

            y toda la espuma niebla. (I: 68)

            El reflejo se insinúa, o se subraya, por la estructura paralelística de algunos de los versos:

            Duerme la calma en el puerto

            bajo su colcha de laca

            mientras la luna en el cielo

            clava su dorada ancla. (I: 17)

            La inversión vertical causada por el espejismo, tan frecuente en las obras tempranas de Prados, se convertirá, en obras posteriores, en la inversión de la relación dentro / fuera, tema central de su poesía, pues sugiere la unidad última a la que mira toda su obra. Se borra la división entre el cuerpo y la naturaleza, y todo llega a ser uno:

            Se copia el corazón fuera.

            —El barco se baja al pecho

            y la sangre sube al viento. (I: 318)

            En Mosaico, Poema con espejismo, el espejismo se produce no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Lo que parece venir del futuro viene, realmente, del pasado. El «fin» del mundo es, en realidad, su comienzo: idea subrayada por la estructura circular del libro. Años más tarde Prados recordaría con delectación estas palabras de Heráclito: «En la periferia del círculo, principio y fin son una misma cosa[29]». Otro tanto se podría decir de su escritura y, desde luego, de esta primera obra, «semillita» de la venidera, encontrada al cabo de tantos años.

 


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