domingo, 30 de abril de 2017

MEMPO GIARDINELLI. Ross MacDonald y las raíces psicológicas del crimen


Ross MacDonald
 y las raíces psicológicas del crimen



Si está claro que el abrevadero de la novela negra tiene nombres superlativos —Hammett y Chandler, y de algún modo el James Cain de la primera época—, lo cierto es que todos los narradores que les siguieron retomaron sus hilos y necesariamente reconocieron esa paternidad.
En el intento de aportar luces propias al género, uno de los más logrados y llamativos, quizás el más importante autor de finales del siglo XX y para algunos el único equiparable a los anteriores, fue Ross MacDonald.
Sus panegiristas sostienen que él fue quien, de modo consciente, incorporó el psicoanálisis a la novela policial, haciendo que su detective privado utilizara más a menudo al inconsciente que a su pistola para resolver los casos a que era convocado.
Se rescata, también, su brillantez narrativa, su intensidad descriptiva y el crescendo que logra, en el que de manera invariable surge como única esperanza la relativa inocencia de los jóvenes, acaso los únicos con cierta perspectiva de futuro en un mundo decadente y sórdido. En sus novelas las relaciones humanas y los conflictos familiares son casi siempre los causantes de crímenes y desapariciones.
Lo cierto es que la escritura de MacDonald resultó refrescante y renovadora para el género, y en los años 60 alcanzó una enorme popularidad y llegó a convertirse en el clásico más moderno de la novela negra, aunque también el más controvertido, criticado y resistido.
Californiano de toda la vida (nació en San José en 1915 y falleció en Santa Bárbara en 1983), su verdadero nombre era Kenneth Millar y su seudónimo originalmente fue John Ross MacDonald, aunque luego se quitó el primer nombre, supuestamente para no ser confundido con otro escritor llamado John D. MacDonald [92].
Lo cierto es que Millar (o Ross MacDonald) estudió psicología educativa en la Universidad de Michigan y durante un tiempo fue profesor en escuelas secundarias; luego participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial de comunicaciones en el Pacífico y desde los años 50 se dedicó enteramente a escribir, con gran éxito, y desde los 60 empezó a ser muy popular también en castellano.
Autor de una prolífica y bastante pareja saga de novelas con un personaje central —el detective privado Lew Archer (llamado Harper en el cine, donde fue interpretado por Paul Newman)— ya desde sus primeras obras llamó la atención de los amantes del género por algunas características novedosas como la presencia del psicoanálisis freudiano; la interpretación de la decadencia del american way of life como fenómeno socio-cultural; la militancia ecologista del autor y su alejamiento de ciertos clichés maniqueos según los cuales los “malos” en California eran casi siempre los negros y los chicanos. Todo ello junto con un gran dominio del sentido de la trama detectivesca y con un estilo de escritura finamente irónico y sugerente. Ross MacDonald pronto se convirtió en un verdadero fenómeno, a pesar de que en los inicios de su carrera había sido lapidado como “imitador" por el mismísimo Raymond Chandler, por entonces padre viviente del género y quien más de una vez lo trató con dureza.
De todos modos, rápidamente MacDonald se transformó en invariable best-seller, varias de sus obras fueron llevadas al cine, y casi toda la treintena de sus títulos publicados fueron traducidos a veinte idiomas, incluido el ruso en plena Guerra Fría.
Casado en 1938 con la entonces joven escritora canadiense Margaret Ellis Sturm (1915-1994) [93], MacDonald vivió muchos años recluido en una discreta residencia a 120 millas de Los Ángeles. El matrimonio tuvo una única hija, fallecida muy joven, y probablemente esa fue una de las razones de la vida tan recoleta que llevaron, además de la usual idealización de los jóvenes en sus novelas.
Alejado de las polémicas que suscitaba su presencia en el mundo de la por entonces nueva novela policial, MacDonald producía a un ritmo de casi una novela por año, trabajando metódica y profesionalmente un promedio de seis horas diarias. El resultado fue que ninguna de sus obras vendió menos de un millón de ejemplares y que su personaje Lew Archer (un ex policía escéptico, divorciado y receloso de las mujeres, moralista y pragmático, bastante cínico y aficionado a la psicología) llegó a ser tan popular y paradigmático del género como Sam Spade o Phillip Marlowe.
Es cierto que en la obra de MacDonald hay una tendencia a repetirse, como si hubiese encontrado una fórmula. Cierto o no, hay una cierta reiteración temática en sus novelas, acaso motivada por la extraordinaria demanda popular de esa fórmula que cosechaba dólares en abundancia. Es un hecho que elaboró una receta eficaz, pero eso es tan verdad como que su arte narrativo, su habilidad para eso tan sencillo y olvidado que es “contar una buena historia” fue magistral. Sin dudas fue esa característica la que lo colocó a la altura de los maestros del género, y le dio un lugar en la literatura norteamericana del siglo XX.
En algunas de esas novelas, como en El escalofrío (de 1963), MacDonald demostró esa capacidad narrativa e incluso su mayor “vicio": tratar todo psicoanalíticamente, como si Archer fuera una especie de cruzado freudiano que andaba por las calles de California deshaciendo entuertos familiares de veinte o cincuenta años atrás. A eso MacDonald no solo no lo hacía mal, sino que lo hacía magistralmente. Con un manejo del ritmo y el suspenso extraordinarios, cuenta la historia de una muchacha cuyo padre fue condenado (y preso durante diez años) por el asesinato de su esposa (madre de la chica), pero crimen que no cometió. Archer desentierra un pasado sombrío y miserable, en el que el poder de una vieja familia de senadores bostonianos (presuntamente republicanos) consiguió mantener en las sombras un sórdido asunto que, de algún modo, desmiente la supuesta infalibilidad de la justicia norteamericana.[94]
Las novelas de MacDonald merecen ser consideradas también como fundamentales dentro de la novelística negra, por las innovaciones que hizo. Fue el último de los grandes del siglo XX en utilizar un detective (línea que luego cayó en desuso, en la medida en que interesaron más los puntos de vista de víctimas o criminales), y fue el primero en incorporar una perspectiva psicológica freudiana que, hasta él, en este género era desconocida.
Respecto de la relación de MacDonald con el psicoanálisis, en un artículo titulado “Psicoanálisis de la sociedad” Sergio Sinay escribió: “Se trataba de demostrar que las víctimas y victimarios de todo hecho delictivo son siempre seres de carne y hueso que responden a un determinado entorno social. Si en todos los padres del género —y Chandler especialmente— eso está presente, o mejor dicho, latente, en MacDonald se hace consciente e intencional. MacDonald se preocupa de hacer presente en cada una de sus novelas que toda persona es lo que es su historia. Y en ese aspecto su aporte a la novela policiaca consiste en haber introducido en ella el psicoanálisis como arma de conocimiento y revelación de la verdad”. [95]
Esa presencia —primero inconsciente y luego consciente, según Sinay— se dio ya en Hammett y en Chandler pero, más allá de sus críticos, MacDonald no puede dejar de ser reconocido como el autor que puso los acentos en este punto. “Sus escenarios no son el hampa, los robos perfectos y ni siquiera el enfrentamiento entre la ley y sus quebrantadores —sigue Sinay—, Su detective no es un superhombre; se trata de un hombre solitario y comprensivo; alguien que se preocupa más por reconstruir la personalidad de cada sospechoso que las pistas físicas del delito”. Como alguna vez afirmó el novelista argentino-húngaro-canadiense Pablo Urbanyi (citado por Sinay), Lew Archer “reemplaza la 45 por la teoría freudiana y se convierte así en un psicoanalista andante, que en el momento crítico extrae un tomo de las obras completas de Freud, gatilla al inconsciente y a otra cosa”.
El propio MacDonald sostuvo, durante una entrevista en Santa Barbara, en 1978, que el lector encontrará en uno de los Apéndices de este libro, “que la concepción freudiana se liga con una concepción proletaria. En Freud, como en la democracia, todos los hombres son iguales. Y si no son iguales en la realidad, en la vida la desigualdad no tiene que ver necesariamente con el dinero que se posea, sino más bien con los valores humanos, con los dramas del hombre. En mis libros yo aplico ambas concepciones ligadas”.
Esto se observa con claridad en La forma en que algunos mueren, que es una de sus primeras novelas (fue publicada por Knopf en 1951) y que el mismo MacDonald solía decir que era uno de sus mejores textos. Allí una mujer le entrega unos dólares a Archer, con el encargo de que busque a su hija Galatea, que ha desaparecido.
La búsqueda no es otra cosa que un descenso al infierno de las relaciones familiares, plenas de drogas, alcohol y asesinatos incluidos. [96]
Algo similar sucede en La mirada del adiós [97], novela en la que Archer ingresa en la sórdida historia de una familia adinerada cuya fortuna está manchada por un crimen. Y también hay indagatoria en el pasado familiar en El martillo azul. [98]
Las indagaciones freudianas de MacDonald en las historias familiares se combinan, en casi todas sus novelas, con su obsesiva búsqueda de redención de los jóvenes. De hecho es notable su recurrencia al estudio del quiebre generacional y de las conflictivas relaciones entre padres e hijos, tema que probablemente tenía que ver con la muerte de su propia hija. Aunque él jamás hablaba de ello, es presumible que la memoria de esa hija haya estado en muchos de los chicos y chicas que pueblan sus novelas, siempre vistos desde una perspectiva piadosa y a los cuales Archer/MacDonald se empeña en comprender y salvar. Ejemplo de esto es El otro lado del dólar [99], una atrapante novela en la que Archer debe buscar a un chico escapado de un reformatorio. Y también en El caso Galton, donde una vez más se mete en la intimidad y la tragedia de una familia. [100] Y en El hombre enterrado, sobrecogedora y angustiante novela en la que la vida de un niño resume toda la esperanza. [101]
Pero quizás la más impresionante obra en este sentido sea El enemigo insólito, en la que Archer debe buscar a una chica que se ha fugado de su hogar con un muchacho de pésimos antecedentes, pero a partir de que la encuentra se abre nuevamente el mundo horroroso en el que pueden estar sumergidos los jóvenes, y resulta conmovedor el esfuerzo de Archer por salvar a la muchacha del ambiente de violencia en que está envuelta.[102]
La profusa bibliografía de Ross MacDonald se compone de muchos otros títulos como El blanco móvil—, La piscina de los ahogados—, El caso Ferguson—, Costa bárbara—, La bella durmiente y Dinero negro, entre otros, en todos los cuales se repiten esas obsesiones. Y precisamente esa reiteración es la crítica más dura que ha recibido su obra, aunque es indudable que por encima de esas consideraciones sus novelas son extraordinarias por el grado de tensión que logran, por la delicadeza de su prosa y por la rica complejidad psicológica de sus personajes y situaciones.
Además él fue un defensor ardoroso de este género, que trajinó toda su vida y al que tanto le dio. Reconoció siempre con humildad las influencias recibidas de Hammett y sobre todo de Chandler, a pesar de que éste lo trató despectivamente, y aparte de sus novelas escribió un ensayo sobre el género negro, titulado "Acerca de la escritura sobre el crimen”, lamentablemente inédito en español. En la entrevista mencionada se citó a sí mismo:

Nuestro género ya se ha ganado un espacio propio. Pero esto debe juzgarse dependiendo de a qué gente atraiga. Si este género consigue atraer a gente con sentido artístico, será una buena literatura, y yo pienso que tiene que ser buena literatura. No debe ser una parte secundaria, aunque es verdad que como género tiene algunas limitaciones. Mire usted: la forma no da para hacer novelas como las de Dostoievsky, a pesar de lo cual Dostoievsky escribió novelas policiales, aunque con mucho más que eso. Usar la forma de modo realista nos permite una descripción, pero no total, abarcadora, como la de él. Esto es una protección para nuestro género, pero también es una limitación muy seria. Y además, fíjese que Dostoievsky no hubiera escrito como escribió, ni hubiera manejado las situaciones y los personajes del modo que lo hizo, si antes no hubiese leído a Poe (...) Esta novelística está hecha para que llegue a gran número de público, lo que significa que tiene que evitar dificultades extremas para que más gente pueda tener acceso a ella. Es por eso que los que trabajamos este género, ante tales limitaciones, estamos tratando de alargar, de agrandar la forma, incluyendo aspectos de la vida real, cada vez más, lo que es una manera de darle mayor complejidad. Pero hay que tener mucho cuidado con eso. Ahora mismo está ocurriendo que la forma de la novela policial está siendo absorbida por la novelística general (...) No hay escritor de cualquier género que no nos haya leído, o para quien no resulte familiar el nombre de Hammett o el de Chandler (...) Súmele a eso que una de las razones de la existencia de la novela, de cualquier novela, es que promueva cambios. Y entonces venimos a ser una forma de movimiento social. Si las novelas están “para" algo, un “para” sería el de absorber las distinciones de clase. Y en ese sentido, hablamos de una forma revolucionaria (...) Y es que, esencialmente, la forma de la novela policial es revolucionaria, porque tiende a afirmar la igualdad de los seres humanos. La revolución del hombre está muy lejos de ser completa, pero nosotros la promovemos. [103]
MacDonald, por su formación, pudo componer a Lew Archer como una especie de detective-psicólogo. “Freud fue el pilar de mi formación" admitía él. De ahí que le resultaba difícil hablar de su personaje (“porque no estoy afuera de él, sino adentro”) y no le gustaba que se dijera que era un moralista. Sin embargo era evidente que Archer, como su creador, era la clase de persona que aun siendo cuestionadora del sistema norteamericano, en el fondo cree en él y en su capacidad regenerativa. MacDonald era, políticamente, un liberal agudo y crítico, producto de la mejor tradición del liberalismo norteamericano. En tal sentido podía ser irónico y cáustico, pero su confianza en el sistema nunca lo llevó al escepticismo completo. Ecologista militante, era crítico del movimiento hippie y muy puritano (aunque era ateo). Y si nunca fue el revolucionario que él creía ser, sí lo fue su obra, que superó con toda dignidad la condena de Chandler.
Hoy puede afirmarse que el autor de El largo adiós fue, definitivamente, injusto con MacDonald. Y lo cierto es que ambos tuvieron una relación casi edípica, y que MacDonald hizo como pudo su parricidio literario haciendo de Lew Archer un hombre agudo que sabía que las miserias del hombre no siempre son las que se ven, sino las que se ocultan tras la historia de cada uno. Y así fue, sin dudas, el último de los grandes escritores del género negro moderno.
Murió en condiciones muy ingratas, a los 67 años, víctima de una enfermedad espantosa (una especie de senilidad prematura y vertiginosa), en la patética compañía de su mujer, quien por entonces estaba ciega desde hacía un par de años. Y como irónica demostración de que el éxito no les había servido de nada, en sus últimos tiempos toda la compañía de estos ancianos fueron cuatro perrazos doberman y ovejeros, y unos pocos policías hoscos e inamistosos que cuidaban el fraccionamiento.

viernes, 28 de abril de 2017

PRINCIPIOS NOCTURNOS. J. Méndez - Limbrick. Pecado de la soberbia. Años de: 1963-1970.


(Fragmento. Inédito. Novela. . J. Méndez - Limbrick.
Pecado de la soberbia. Años de: 1963-1970.
Gloucestershire, Inglaterra. París, Francia.

(...)
Inglaterra había sido el punto de partida y se convertiría poco a poco en mi estancia natural. Además, mis sirvientes –siempre lo sospeché– tenían cierto apego a las tradiciones inglesas. En ningún tiempo manifestaron una inclinación abierta hacia la tierra de mis antepasados, pero bastaba no estar en suelo inglés y, si escuchaban que regresaríamos a la Rutland-Hall de Gloucestershire, el ambiente demoníaco se transmutaba a un orden divino de lo armónico. Se respiraba un ethos de quietud a nuestro alrededor.
 Quizá la flema británica seducía a la mayoría del séquito, y ¿por qué no? Los embargaba por ser un pueblo altamente propenso a las leyendas de brujas y aquelarres como de viejos demonios. Ninguna vez escuché queja alguna por los largos períodos en Gloucestershire, por el contrario, todo fluía en un ambiente avenido, rayando en lo soporífero, y a mí en lo particular me llenaba de una enorme satisfacción: no existían ruidos perturbadores que se filtraran por las gruesas paredes de la mansión. Y el clima, el clima –pienso– producía una melancolía y estado mórbido del alma que me hacía producir más.
Y por último: el cuidado que ejercían: nadie podía traspasar aquellos anillos concéntricos para llegar hasta mi persona. No fue impuesta –esa muralla infranqueable y celosa de mi privacidad–, se erigía con la mayor naturalidad. No se convino entre los Ahrimanes y yo. Igual supongo que mi equipo pensó, como parte de sus funciones, hacerme trabajar hasta el cansancio en mi obra.
Tampoco me afectó que la filosofía demoníaca, al menos en Belfegor, el vigilante de mi biblioteca y del orden en el scriptorium, me disciplinara y guiara en cierto modo mi creación literaria.
E igual sospeché que llevarme hasta el límite de mis fuerzas intelectuales y creadoras no le importaba a ninguno de mis fámulos, en especial a Belfegor –reitero– y el hacedor del scriptorium y mi biblioteca.

CHRISTOPHER MARLOWE. -La trágica historia del doctor Fausto.


-La trágica historia del doctor Fausto-, es una obra de teatro escrita por Christopher Marlowe, basada en la leyenda de Fausto, en la que un hombre vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Puede interpretarse como una metáfora del hombre que elige lo material a lo espiritual, por lo que pierde su alma. El Fausto de Marlowe fue publicado en 1604, once años después de la muerte de Marlowe y doce después de su primera representación. No se guarda ningún manuscrito original, pero existen dos textos tempranos, uno de 1604 y otro de 1616.
La obra trata la historia de Fausto, doctor en teología, que en su búsqueda del conocimiento decide vender su alma al Diablo para conseguir los favores de uno de sus siervos, el demonio Mefistófeles. Consta de un prólogo, trece escenas y un epílogo. Está escrita principalmente en verso blanco aunque también hay breves trozos en prosa.
En el prólogo, el coro nos dice qué tipo de texto va a ser Doctor Faustus: no sobre la guerra o el amor, sino sobre Fausto, el cual nació entre la clase baja, y que por sus méritos obtiene un doctorado en teología. Ya en este prólogo tenemos la primera pista que apunta a su perdición, al ser Fausto comparado con Ícaro, quien quiso volar tan cerca del sol, que, al derretir el sol la cera que sujetaba sus alas, murió por la caída. Sin embargo, no es el orgullo lo que mueve a Fausto hacia su propia destrucción, sino el afán de conocimiento.
Fuente:
N.N.

***
Indice


PERSONAJES    4
ACTO PRIMERO    6
ACTO II    19
ACTO III    32
ACTO IV    40
ACTO V    48
 LA TRÁGICA HISTORIA DEL DOCTOR FAUSTO

PERSONAJES

CORO
DOCTOR FAUSTO

VALDÉS     AMIGOS DE FAUSTO
CORNELIO

WAGNER, CRIADO DE FAUSTO
ROBIN
RALPH
UN PAYASO
UN TABERNERO
UN CHALAN
ESTUDIANTE PRIMERO
ESTUDIANTE SEGUNDO
ESTUDIANTE TERCERO
EL PAPA
EL CARDENAL DE LORENA
EL EMPERADOR
UN CABALLERO DEL SÉQUITO IMPERIAL
EL DUQUE DE VANHOLT
LA DUQUESA DE VANHOLT
UN VIEJO
CRIADOS, ETC.
MEFISTÓFELES
LUCIFER
BELCEBÚ
ÁNGEL BUENO
ÁNGEL MALO
DIABLOS
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
ESPÍRITUS QUE ASUMEN LA FORMA DE ALEJANDRO MAGNO, SU AMANTE Y ELENA DE TROYA


ENTRA EL CORO

No andando por los campos de Trasimeno , donde Marte acompañó a los cartagineses; no entreteniéndose en retozos de amor en regias cortes donde se derroca el estado; no tampoco en la pompa de soberbias y audaces proezas se propone nuestra Musa pronunciar sus celestia-les versos. Sólo una cosa señores, deseamos ejecutar, y es trazar las fortunas de Fausto, buenas o malas. A vuestros pacientes juicios apelamos para el aplauso, empezando por hablar de Fausto en su infancia. He aquí que nació, de padres de origen humilde, en una ciudad alemana llamada Rhodes. Siendo de más maduros años pasó a Wurtenberg, donde sus parientes le educaron. Pronto se aventajó en teología, obteniendo los frutos de la escolástica, con lo que en breve fuele otorgado el grado de doctor. Excedió a todos aquellos cuyo deleite consiste en discutir los celestes asuntos de la teología, hasta que, ensoberbecido por su inteligencia y amor propio, con alas de cera se elevó más allá de donde podía, y, al ellas derretirse, tramaron los cielos su caída . Por lo cual, dando en diabólicas ejercitaciones y saciándose de los dorados dones de la cultura, entró en la maldita necromancia. Nada fue tan dulce para él como la magia, que prefirió a las mayores felicidades. Este es el hombre de que aquí se trata.

(Mutis.)



ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

FAUSTO , en su gabinete

FAUSTO.— Concreta tus estudios, Fausto, y principia a sondear la profundidad de lo que sondear quieres. Habiendo comenzado por ser teólogo llegaste a los extre-mos de todo arte y vives y mueres en las obras de Aristóteles. Dulces Analíticos , vosotros me habeis deleitado: «Bene disserere est finis logicis. » Mas, el arte de discurrir bien ¿no proporciona mayor milagro? Enton-ces no leas más, porque ya has alcanzado ese fin. Mayor tema es propio del ingenio de Fausto. On kai me on, adiós.!  Hazte galeno , porque «Ubi desinit philosophus ibi incipit medicus ». Sé, pues, médico, Fausto; amontona oro y eternízate por alguna maravillosa cura. «Summun bonum medicinae sanitas. » Si el fin de la medicina es la salud de nuestro cuerpo, ¿por qué, Fausto, no has llegado a ese fin? ¿No se juzgan aforismos tus comunes palabras? ¿No son tus recetas citadas como monumentos, no has librado de la peste ciudades enteras y no has aliviado miles de incurables enfermedades? Con todo, no eres más que Fausto, esto es, un hombre. ¿Podrías hacer a los hombres vivir eternamente, o devolver los muertos a la vida? Entonces esa profesión merecería ser estimada. Ea, adiós, medicina. ¿Dónde está Justiniano ? (Volviéndose a un libro.) «Si una eademque res legatur duobus, alter rem, alter valorem rei », etc. ¡Lindo caso de mezquinos legados! (Leyendo de nuevo.) «Exhaereditare filium non potest pater nisi », etc. Tal es el tema de Las Institutas y el del universal cuerpo del derecho. Su estudio es propio de un mercenario sin otra meta que el sacar provecho de las miserias de la chusma, harto iliberal y servil para mí. En conjun-to, es mejor la teología. Mira bien, Fausto, la Biblia de Jerónimo.  (Toma la Biblia y la abre.) «Stipendium peccati mors est.  Si peccasse negamus fallimur et nulla est in nobis veritas .» Pero nosotros tenemos que pecar y por conse-cuencia que morir, y morir con eterna muerte. ¿Cómo llamar a esta doctrina? «Che sera, sera». ¿Lo que ha de ser ha de ser? ¡Adiós teología!  (Cierra la Biblia y vuélvese a unos libros de magia.) La metafísica de los magos y necrománticos libros es celestial. Aquí hay líneas, círcu-los, escenas, letras y caracteres. Esto es lo que Fausto desea más. ¡Oh, qué mundo de provechos y deleites, de poder, de honor, de omnipotencia se promete aquí al estudioso artífice! Cuantas cosas se mueven entre los quietos polos quedarán sometidas a mi mandato. Reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus diversas provincias, mas no pueden levantar el viento ni desgarrar las nubes, mientras el dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Un buen mago es un dios poderoso. Aplica tu cerebro, Fausto, a conseguir la divini-dad. (Entra Wagner.) Vete, Wagner, a buscar a mis más queridos amigos, el alemán Valdés y Cornelio, y diles que deseo que me visiten.

(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)

ÁNGEL BUENO.—  ¡Oh, Fausto! Deja a un lado ese condenado libro y no mires en él, que tentará tu alma y atraerá sobre tu cabeza la pesada ira de Dios. Lee las Escrituras, que eso otro es blasfemia.

ÁNGEL MALO.— Sigue adelante, Fausto, en ese famoso arte donde se contienen todos los tesoros de la naturaleza, y serás en la tierra, como Júpiter en el cielo, señor y dominador de los elementos.

(Salen.)

FAUSTO.- ¡Cómo esto me enajena! ¿Podré hacer que los espíritus ejecuten lo que me plazca, resolviéndome todas las dificultades y efectuando las más desesperadas empresas que yo quiera? Los haré volar hasta la India por oro, despojar el océano de perlas de oriente y buscar en todos los ámbitos del Nuevo Mundo placenteros frutos y princi-pescas golosinas. Haré que me enseñen las más extrañas filosofías y me digan los secretos de los reyes extranjeros. Yo les haré que amurallen toda Alemania con bronce y que el rápido Rhin circunde la bella Wurtenberg. Les mandaré que tapicen las escuelas públicas con seda y que vayan los estudiantes elegantemente vestidos. Reclutaré soldados con el dinero que ellos me acuñen y expulsaré al príncipe de Parma de nuestra tierra para reinar como único rey de nuestras provincias. Haré que más extraordinarias máqui-nas de guerra que las que hendieron el puente de Amberes inventen para mí mis serviciales espíritus. Pasad, alemán Valdés y Cornelio, y favorecedme con vuestro discreto discurso.

(Entran Valdés y Cornelio.)

Valdés, dulce Val-dés, y Cornelio, sabed que vuestras palabras me han convencido al fin de que practique la magia y las artes ocultas. Y no sólo vuestras palabras, sino también mi imaginación, que ya no admitirá tema alguno que no trate de la necromántica pericia. La filosofía es odiosa y obscu-ra, el derecho y la medicina propios de mentes angostas, y la teología, más baja que las otras tres ciencias, es desagradable, áspera, vil y despreciable. La magia es lo que me extasía. Ayudadme, pues, gentiles amigos, en mi intento, y yo, que con concisos silogismos he confundido a los pastores de la Iglesia alemana; y yo, que al orgullo floreciente de Wurtenberg he hecho apiñarse entorno de mis problemas, como antaño aquellos espíritus infernales, en torno al dulce Museo cuando descendiera a los infiernos ; yo, seré tan sagaz como lo fue aquel Agrippa  cuya sombra aún hace que toda Europa le honre.

VALDÉS.— Fausto, esos libros, tu inteligencia y nuestra experiencia harán que todas la naciones nos canonicen. Y así como los moros de la India obedecen a sus señores españoles, así los súbditos de todos los elementos estarán siempre al servicio de nosotros tres. Nos guardarán como leones cuando nos plazca, y, como alemanes jinetes con sus armas o cual gigantes lapones, trotarán a nuestro lado. Otras veces nos servirán de mujeres o de virginales doncellas, con más belleza en sus vaporosas frentes que tienen los blancos pechos de la diosa del amor. De Venecia nos traerán grandes barcos mercantes, y de América el vellocino de oro que todos los años engrosa el tesoro del viejo Felipe. Basta para ello que el culto Fausto se resuelva.

FAUSTO.— Por tu vida, Valdés, que estoy resuelto y no objeto nada.

CORNELIO. — Los milagros que ejecuta la magia te harán decidir no estudiar otra cosa. E1 que tiene rudimentos de astrología y es rico en lenguas y entendido en minerales, tiene todos los principios que la magia requiere. No dudes, pues, Fausto, y renómbrate y serás más frecuentado por este misterio que antaño lo fuera de Delfos el oráculo. Los espíritus me han dicho que pueden secar el mar y extraer los tesoros de los buques náufragos y hasta la riqueza que nuestros padres escondieron en las macizas entrañas de la tierra. Siendo así, Fausto, ¿qué más necesitaremos los tres?

FAUSTO.— Nada, Cornelio. ¡Oh, cuánto lisonjea esto mi alma! Hacedme alguna mágica demostración para que yo pueda hacer conjuros en algún lujuriante bosque y entrar en plena posesión de esas alegrías.

VALDÉS. — Entonces encamínate a algún bosque solitario y lleva contigo las obras de Albano y del sabio Bacon , el Salterio hebreo  y el Nuevo Testamento; que de las demás cosas que se requieren ya te informaremos en nuestra próxima conferencia.

CORNELIO.— Hazle conocer primero, Valdés, las pala-bras del arte y cuando haya aprendido las demás ceremo-nias, Fausto puede probar él mismo su inteligencia.

VALDÉS. - Antes te instruiré en los rudimentos y enton-ces serás más perfecto que yo.

FAUSTO.— Pues venid a comer conmigo y después de yantar trataremos de esas sutilezas y a la hora de dormir veré lo que puedo hacer y esta noche efectuaré un conjuro, aunque me cueste la vida.

Fuente:
HYSPAMERICA
EDICIONES ORBIS S.A.
L i b e r a  l o s  L i b r o s
Traducción de Juan G. de Luaces Traducción cedida por Plaza & Janes Editores
© 1982, Ediciones Orbis, S.A. y RBA Proyectos editoriales, S.A.

Primera edición argentina

jueves, 27 de abril de 2017

Marko Levi cc M. Agueev. "Novela con cocaína": el vortex de la existencia.


Novela con con cocaína: una novela poética, hermosa, atípica, enigmática,   de fugas líricas, confesional, de hundimiento del alma humana... el vortex de la existencia y...  la redención del personaje a partir de la escritura.
Una novela que posee visos de Dostoievsky y en otros momentos nos recuerda la sutileza y la perversión de un Proust.
Una novela escrita en la primera mitad del siglo XX. Novela nihilista y existencial concebida mucho antes de los postulados sartrianos, y mucho antes de la creación del anti – héroe en la narrativa contemporánea.
Un escritor que trató de escabullir su identidad bajo el pseudónimo de M Agueev pero por azar, en la segunda mitad del siglo veinte (a finales) se supo quién era el creador de la novela: Marko Levi un judío-ruso que cuando publica “Novela con cocaína” se encontraba en Constantinopla.  Su  edición se hacía – entonces-  no en su patria sino en París...  “El hombre-novela habría nacido en Moscú en 1898; en 1930, se trasladó a Turquía donde fue profesor de idiomas; allí expulsó al mundo su cuerpo-novela. En 1942 fue repatriado a la URSS por la policía turca. Anduvo hasta Yerebán (Armenia). Murió en 1973” (Lydia Chweotzer).
Una obra cláisca en el mundo contemporáneo de gran valor literario.
J. Méndez-Limbrick.

(Fragmento. Novela. Novela con cocaína. Marko Levi cc M. Agueev. Capítulo II).
Nota al texto


Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.

“II


Poco después enfermé. Mi primer temor, que no fue pequeño, se disipó ante la actitud atareada y alegre del médico, cuya dirección había encontrado al azar entre los anuncios de venerólogos que llenaban casi una página entera del periódico. Al examinarme abrió los ojos con respetuosa sorpresa, como nuestro profesor de literatura cuando de manera inesperada recibía una respuesta correcta. Después me dio unos golpecitos en el hombro y con un tono que en absoluto era de consuelo —lo cual me habría preocupado—, sino de serena confianza en su poder, añadió:
—No se preocupe, joven; dentro de un mes estará recuperado.
Tras lavarse las manos, escribir las recetas, darme las indicaciones oportunas y mirar el rublo que con torpe mano yo había puesto de canto y cuyo tintineo aumentaba a medida que caía sobre la mesa de cristal, hasta convertirse en un redoble de tambor, el médico, rascándose con deleite la nariz, se despidió de mí, previniéndome, con un aire de sombría preocupación que no le sentaba nada bien, de que la rapidez de la curación, así como la propia curación, dependía por completo de la regularidad de mis visitas y que lo mejor sería que acudiera a diario.
Aunque en los días siguientes me convencí de que las visitas diarias de ninguna manera resultaban imprescindibles, y de que por parte del médico sólo obedecían a su deseo de oír con mayor frecuencia el tintineo de mi rublo en su consulta, no dejé de acudir a esas citas regulares, ya que me causaban cierto placer. En ese hombre gordo y de piernas cortas, en su voz de bajo, jugosa como si acabara de comer algo muy sabroso, en los pliegues de su cuello grasicnto, semejantes a neumáticos de bicicleta puestos unos sobre otros, en sus alegres y astutos ojos, y, en general, en su forma de comportarse conmigo, había algo jocosamente halagador y aprobatorio, así como otro componente difícil de definir que me agradaba y me satisfacía. Era el primer hombre mayor, es decir, adulto, que me veía y me comprendía tal como yo entonces quería mostrarme. Si le visitaba a diario no era en su condición de médico, sino más bien en su calidad de amigo; al principio esperaba incluso con impaciencia la hora de la consulta, me ponía, como si fuera a un baile, mi cazadora y mis pantalones nuevos y mis zapatos de charol.
Esos días, deseando ganarme una reputación de niño prodigio en cuestiones eróticas, conté en clase la enfermedad que había padecido (dije que la enfermedad había desaparecido, aunque en verdad acababa de empezar); esos días, consciente de que mi confesión me había hecho ganar muchos enteros ante mis compañeros, cometí una acción horrible; cuya consecuencia fue la mutilación de una vida humana, quizá incluso su muerte.
Al cabo de unas dos semanas, cuando las señales exteriores de la enfermedad empezaron a atenuarse, aunque yo sabía perfectamente que aún estaba enfermo, salí a la calle con la intención de dar un paseo o entrar en algún cine. Era una noche de mediados de noviembre, un mes maravilloso. La primera nieve, esponjosa, semejante a fragmentos de mármol en el agua azul, caía lentamente sobre Moscú. Los tejados de las casas y los parterres del bulevar se hinchaban como velas azules. Los cascos de los caballos no resonaban, las ruedas no crujían y en la silenciosa ciudad las campanillas de los tranvías tintineaban inquietas como en primavera. Avanzando por el callejón, alcancé a una muchacha que iba delante de mí. No lo hice de manera premeditada, simplemente iba más deprisa que ella. Cuando llegué a su altura y la rodeé para adelantarla, me hundí en la profunda nieve; en ese momento ella se dio la vuelta, nuestras miradas se encontraron y nuestros ojos sonrieron. En una noche moscovita tan ardiente como aquélla, cuando caen las primeras nieves, las mejillas se cubren de manchas de arándanos y en el cielo los hilos del telégrafo se alzan como cables grisáceos; en una noche como aquélla, ¿dónde encontrar las fuerzas y la severidad para alejarse en silencio, para no volverse a encontrar nunca?
Le pregunté cómo se llamaba y adónde iba. Su nombre era Zínochka y no se dirigía «a ninguna parte», sólo estaba «dando una vuelta». Nos aproximamos a un cruce en el que había un caballo; el enorme animal, atado a un triineo alto como una copa, estaba cubierto con una gualdrapa blanca. Le propuse a Zínochka que diéramos un paseo y ella, con los ojos brillantes fijos en mí, y sus labios semejantes a un botón, asintió varias veces con la cabeza, como un niño. El cochero estaba sentado de lado respecto a nosotros, hundido como un signo de interrogación en la curvada parte delantera del trineo. Cuando nos acercamos, pareció animarse y, siguiéndonos con los ojos como si estuviera apuntando a un blanco móvil, disparó con voz ronca:
—Por favor, por favor, permítanme que les lleve.
Viendo que había acertado y que era preciso cobrar las piezas, salió del trineo, inmenso, verde, majestuoso y sin pies, con guantes blancos del tamaño de la cabeza de un niño y sombrero de copa a lo Onieguin, truncado y con hebilla; se acercó a nosotros y añadió:
—Permítanme que les dé un paseo con mi impetuoso caballo, excelencias.
En ese momento empezaron los problemas. Por ir al parque Petrovski y volver a la ciudad pidió diez rublos; aunque «su excelencia» sólo llevaba en el bolsillo cinco rublos y medio, me habría montado en el trineo sin vacilar, pues en esos años me parecía que cualquier estafa suponía un desdoro menor que la necesidad de regatear con un cochero en presencia de una dama. Pero Zínochka salvó la situación. Con una mirada de indignación, exclamó con firmeza que ese precio era inaudito y que no debía entregarle más de un billete. Y, así diciendo, me cogió de la mano y me llevó hacia delante. Yo opuse una ligera resistencia a su empuje; con ese gesto pretendía desembarazarme de todo el oprobio de la situación y volcarlo sobre Zínochka. Yo no era culpable de nada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio.
Tras dar unos veinte pasos, Zínochka miró por encima de mi hombro con la precaución de un ladrón y, viendo que el hombre retiraba apresuradamente la gualdrapa del caballo, lanzó casi un chillido de entusiasmo, se acercó a mí, se puso de puntillas y susurró con arrobamiento:
—Está de acuerdo, está de acuerdo —aplaudía sin ruido—; no tardará en venir. Ya ve usted lo lista que soy —todo el tiempo trataba de mirarme a los ojos—, ya lo ve, así es, ¡ajá!
Ese «ajá» sonó en mis oídos de forma muy agradable. Parecía como si yo fuera un elegante juerguista, adinerado y derrochador, y ella una pobre e indigente muchacha que trataba de refrenar mis dispendios, no porque estuvieran por encima de mis posibilidades, sino porque ella, en el limitado horizonte de su miseria, no podía concebirlos.
En el siguiente cruce el cochero nos alcanzó, nos adelantó y, conteniendo a su impetuoso caballo, movió las riendas a derecha e izquierda como un timón, se tumbó de espaldas en el trineo y desabrochó la manta. Ayudé a Zínochka a tomar asiento y luego me dirigí lentamente al otro lado, aunque deseaba apresurarme; me encaramé al alto y estrecho asiento y, metiendo la ajustada hebilla de terciopelo en la barra metálica, abracé a Zínochka, me calé con fuerza la visera, como si me dispusiera a batirme, y dije con altanera voz:
—Adelante.
Se oyó el sonido perezoso de un beso, el caballo se puso en marcha con dificultad, el trineo se deslizó lentamente y empecé a sentirme lleno de irritación contra ese ridículo cochero. Pero después de dos giros, cuando desembocamos en la Tverskaia-Yamskaia, el cochero sacudió las riendas y gritó «eeep», cuya aguda y acerada «e» se elevaba con su sonido estridente hasta llegar a la blanda barrera de la «p», que no le permitía seguir adelante. El trineo arrancó bruscamente, arrojándonos hacia atrás con las rodillas levantadas y poco después hacia delante, con el rostro contra la espalda acolchada del cochero. Toda la calle pasaba volando a nuestro lado, los húmedos cordones de nieve chocaban con fuerza con nuestras mejillas y con nuestros ojos; los tranvías que nos salían al paso producían un rumor que sólo duraba un instante; de nuevo se oyó ese «ep, ep», aunque esta vez agudo y entrecortado, como un látigo; luego un balido rabioso y alegre, «baluui», los negros fogonazos de los trineos con los que nos cruzábamos, asustados por el riesgo de recibir un golpe en la cara, y la nieve levantada por los cascos, que golpeaba en la parte delantera de metal, «choc, choc, choc»; el trineo temblaba, lo mismo que nuestros corazones.
—¡Ah, qué bien! —susurraba a mi lado, en medio de la húmeda llovizna que nos azotaba, una alborozada voz infantil—. ¡Ah, qué maravilloso, qué maravilloso!
A mí también me parecía todo «maravilloso». Pero, como siempre, me resistía y me oponía con todas mis fuerzas a ese entusiasmo que se apoderaba de mí.
Cuando pasamos el Yar y empezó a verse la torre de la parada del tranvía y el puesto de caramelos cerrado, junto al paseo que conducía al centro del parque, el cochero se echó hacia atrás y, sujetando con firmeza el caballo, canturreó con una dulce voz de mujer un entrecortado «pr, pr, pr». Entramos al paso en el paseo; la nieve cesó de pronto, sólo revoloteaba blandamente en torno al solitario y amarillento farol, pero sin caer al suelo; parecía como si estuvieran sacudiendo un colchón de plumas. Detrás del farol, en el aire negro, se alzaban unos postes con una placa y a su lado, clavada de través en un árbol, una mano con el dedo índice extendido, un puño de camisa y un trozo de manga. Sobre el dedo brincaba un cuervo, esparciendo la nieve.
Le pregunté a Zínochka si tenía frío.
—Me encuentro estupendamente bien —me contestó—. ¿No es maravilloso? Coja mis manos y caliéntemelas.
Aparté mi mano de su talle, pues empezaba a dolerme el hombro. El agua caía de mi visera en la mejilla y detrás del cuello, nuestros rostros estaban mojados, el mentón y las mejillas se habían contraído de tal modo por culpa del hielo que teníamos que hablar sin mover un sólo músculo, las cejas y las pestañas se habían pegado a causa de los carámbanos, los hombros, las mangas, el pecho y la manta estaban cubiertos por una costra crujiente y helada, de nuestros cuerpos y del caballo ascendía una nube de vapor, como la que se desprende del agua hirviendo, y las mejillas de Zínochka adquirieron tal color que parecía que alguien le hubiera pegado unas mondas de manzana roja. En el círculo central, todo estaba desierto y tenía un matiz blanquecino y azul; en el brillo de naftalina de esos colores y en ese silencio inmóvil, de habitación cerrada, percibía mi propía tristeza. Recordé que al cabo de unos minutos habría que regresar a la ciudad, bajar del trineo, volver a casa, ocuparse de esa sucia enfermedad, y al día siguiente levantarse en plena noche; dejé de sentirme estupendamente.
Qué extraña resultaba mi vida. Siempre que experimentaba alguna felicidad, bastaba con pensar que ese sentimiento no duraría mucho para que en ese mismo instante desapareciera. La conclusión de esa dicha no se debía a que las circunstancias externas que la habían causado se hubieran interrumpido, sino simplemente a la conciencia de que esas condiciones desaparecerían muy pronto, de manera ineluctable. En el momento en que me asaltó esa certeza, el sentimiento de felicidad desapareció, mientras las condiciones externas que lo habían propiciado, que no se habían interrumpido, que seguían existiendo, no hacían más que irritarme. Cuando salimos del círculo central y regresamos a la carretera, lo único que deseaba era llegar cuanto antes a la ciudad, salir del trineo y pagar al cochero.
El camino de regreso fue frío y aburrido. Cuando nos aproximamos al Monasterio de la Pasión, el cochero, volviéndose hacia nosotros, preguntó si debía seguir adelante y adónde; tras dirigir una mirada interrogativa a Zínochka, sentí de pronto que mi corazón, como de costumbre, se detenía lleno de gozo. Zínochka no me miró a los ojos, sino a los labios, con esa expresión estúpida y feroz cuyo significado conocía bien. Levantándome sobre mis rodillas temblorosas de dicha, le dije al oído al cochero que nos condujera a casa de Vinográdov.
Sería una absoluta falsedad afirmar que durante los minutos necesarios para llegar a la casa de citas no me preocupara la certidumbre de mi enfermedad y la posibilidad de contagiar a Zínochka. La apretaba fuertemente contra mí y no dejaba de pensar en ello, pero lo que me atormentaba no era mi propia responsabilidad, sino los disgustos que ese acto podía acarrearme ante los otros. Y, como suele suceder en esos casos, ese temor, en lugar de impedirme la consecución de la acción, sólo me indujo a cometerla de modo que nadie se enterara de mi culpabilidad.
Cuando el trineo se detuvo junto a la casa rojiza con ventanas tapadas, le pedí al cochero que entrara en el patio. Para hacerlo, era necesario retroceder hasta la verja del bulevar; cuando nos encontrábamos ya delante del portón, los patines se clavaron en el asfalto y chirriaron, y el trineo quedó atravesado en la acera; en esos pocos segundos, mientras el caballo se ponía en marcha y con una sacudida nos introducía en el patio, los transeúntes que se encontraban en el lugar rodearon el trineo y nos miraron con curiosidad. Dos de ellos llegaron incluso a detenerse, lo que turbó visiblemente a Zínochka. Fue como si de pronto se apartara, se volviera extraña, se ofendiera y se inquietara.
Mientras Zínochka salía del trineo y se dirigía a un oscuro rincón del patio, yo pagué al cochero, que pedía un aumento con insistencia; en ese momento recordé con desagrado que sólo me quedaban dos rublos y medio y que, en caso de que las habitaciones baratas estuvieran ocupadas, me faltarían cincuenta kopeks. Terminé de pagar, me acerqué a Zínochka y entonces advertí, en la forma en que tiraba del bolso y sacudía con indignación los hombros, que no se movería de su sitio así sin más, sin ninguna lucha. El cochero ya se había ido y el brusco giro del trineo había dejado un círculo aplastado sobre la nieve. Aquellos dos curiosos que se habían detenido en el momento de nuestra llegada entraron en el patio, se detuvieron a una cierta distancia y se pusieron a observar. Dándoles la espalda para que Zínochka no los viera, le rodeé los hombros con mi brazo, la llamé «pequeña, chiquilla, niña mía», y le dije unas palabras que habrían carecido de sentido si no hubieran sido pronunciadas con una voz delicada y dulce como la melaza. En cuanto advertí que cedía, que volvía a ser la Zínochka de antes, aunque no la misma que me había mirado de modo tan terrible (o así me lo había parecido) junto al Monasterio de la Pasión, sino aquella que en el parque había dicho: «Qué maravilloso, ah, qué maravilloso», empecé a decirle de manera torpe y confusa que tenía un billete de cien rublos en el bolsillo, que allí no me lo cambiarían, que necesitaba cincuenta kopeks, que dentro de unos minutos se los devolvería, que… Pero Zínochka, sin darme tiempo a terminar mi exposición, abrió con temor y premura su viejo bolso de hule, con un dibujo que imitaba la piel de cocodrilo, sacó un monedero diminuto y lo vació en mi mano. Vi unas cuantas monedas de plata de cinco rublos, con un aspecto un tanto peculiar, y miré a Zínochka con aire interrogativo.
—Hay exactamente diez —dijo como para tranquilizarme; luego, acurrucándose con aire lastimero, añadió avergonzada, como queriendo disculparse—: Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen buena suerte.
—Pero, pequeña —exclamé, con noble indignación—. Entonces es una pena. Cógelas, me las arreglaré sin ellas.
Pero Zínochka, ya realmente enfadada, trató de cerrar mi mano con las suyas con un gesto de dolor.
—Debe usted cogerlas —decía—. Me está ofendiendo.
«Aceptará o no aceptará, aceptará o se negará», era la fínica idea que agitaba mis pensamientos, mis sentimientos, todo mi ser, mientras conducía a Zínochka como sin querer al interior del hotel. Al subir el primer peldaño se detuvo, como si de pronto hubiera vuelto en sí. Miró con tristeza las puertas abiertas, donde aún seguían los dos curiosos, como dos guardianes que le impidieran la entrada; luego, como antes de una separación, me miró, sonrió con amargura, inclinó la cabeza, pareció encogerse y ocultó la cabeza en las manos. La agarré con fuerza por el brazo, casi a la altura de la axila, la arrastré hasta la parte superior de la escalera y la hice pasar por la puerta que el portero gentilmente nos abría.
Al cabo de una hora o lo que fuera, cuando salimos, le pregunté a Zínochka en el patio hacia qué lado tenía que ir, con la intención de situar mi casa en la dirección contraria y despedirme de ella para siempre allí mismo. Es lo que hacía siempre al salir de casa de Vinográdov.
Pero si por lo general esas despedidas definitivas se debían a la saciedad y el hastío, a veces incluso a la repugnancia, sentimientos que me impedían creer que un día más tarde esa muchacha pudiera parecerme deseable (aunque sabía que a la mañana siguiente me arrepentiría), en esa ocasión, al despedirme de Zínochka, no experimenté otra cosa que despecho.
Ese sentimiento se debía a que en la habitación, detrás del tabique, Zínochka, a la que yo mismo había contagiado, no había justificado mis esperanzas, pues había conservado ese mismo aspecto exaltado y por tanto asexuado que tenía cuando decía: «¡Ah, qué maravilloso!». Desnuda, acariciaba mis mejillas y exclamaba: «Querido, cariño», con una voz en la que resonaba una ternura infantil, pueril —ternura que no obedecía a la coquetería, sino que provenía del alma— que me avergonzaba, impidiéndome manifestar lo que erróneamente suele llamarse desvergüenza, ya que el encanto principal y más intenso de la depravación humana no consiste en la ausencia de vergüenza, sino en su superación. Sin saberlo, Zínochka impedía a la bestia dominar al hombre; por eso, sintiendo insatisfacción y enfado, definía todo el incidente con una palabra: innecesario. Pensaba y sentía que había sido innecesario contagiar a esa muchacha, pero no lo decía como si hubiera cometido un acto horrible, sino al contrario, como si en cierto modo me hubiera sacrificado, esperando alcanzar a cambio un placer que no había recibido.
Sólo cuando Zínochka se encontraba ya en la puerta y guardaba cuidadosamente, para no perderlo, un trozo de papel con mi supuesto nombre y el primer número de teléfono que me vino a la cabeza, sólo cuando se despidió, me dio las gracias y empezó a alejarse de mí, sólo entonces, una voz interior —pero no aquella presuntuosa e insolente que en mis ensoñaciones, cuando estaba tumbado en el sofá, dirigía mentalmente hacia el mundo exterior, sino otra serena y benigna que sólo conversaba y trataba conmigo mismo— dijo con amargura dentro de mí: «Eh, tú, has destruido a esa joven. Mira, ya se va esa muchacha. ¿Recuerdas cómo decía: “¡Ah, querido mío!”? ¿Por qué la has destruido? ¿Qué te había hecho? ¡Eh, tú!».
Qué asombro causa contemplar cómo se aleja para siempre la espalda de una persona ofendida injustamente. Hay en ella una suerte de humanidad, de impotencia, de debilidad triste que reclama piedad, que os llama, que tira de vosotros. En la espalda de una persona que se aleja hay algo que recuerda las injusticias y las ofensas sobre las que habrá que volver una y otra vez, que evoca la necesidad de despedirse de nuevo, y de hacerlo deprisa, inmediatamente, porque la persona se va para siempre, dejando tras ella un gran dolor, que seguirá atormentándonos durante mucho tiempo y que quizá en la vejez no nos permita dormir por las noches. La nieve caía de nuevo, pero ya seca y fría; el viento sacudía los faroles y en el bulevar las sombras de los árboles se agitaban armoniosamente como penachos. Hacía tiempo que Zínochka había doblado la esquina y había desaparecido, pero una y otra vez la hacía regresar con mi imaginación, la dejaba ir hasta la esquina, contemplaba cómo se alejaba y la hacía revolotear de nuevo hacia mí, por alguna razón siempre de espaldas. Cuando finalmente, rozando por casualidad el bolsillo, tintinearon sus diez monedas de plata no utilizadas, recordé sus labios y su voz cuando dijo: «Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen suerte»; en ese momento sentí como un latigazo en mi infame corazón, un latigazo que me impulsó a correr en busca de Zínochka, a correr por la nieve profunda en ese estado lacrimoso y débil que se experimenta cuando se corre detrás del último tren ya en marcha, sabiendo que es imposible alcanzarlo.
Esa noche estuve un buen rato vagando por los bulevares. Esa noche me prometí conservar durante toda mi vida las monedas de plata de Zínochka. Nunca volví a verla. Moscú es una ciudad muy grande y en ella vive mucha gente”.


lunes, 24 de abril de 2017

Fragmento. Inédito. Novela. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO.


 (Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS. J. Méndez-Limbrick-).
–Acepto –dije sin titubear, aunque por dentro tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.
–¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! –exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland–. Venga, acérquese, firme acá –y sin saber de dónde, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó–: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo–. Sentí asco a lo comentado pero ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso-ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores de escritores de mi generación? ¡Muy poco! –Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios–. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable, e igual que lo hiciera Aamón,  saludó con respeto. Salió Esfría, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfría dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow de enorme cabeza cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita, estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que en verdad no la entendí. Agregó que era cc Gilles II Barón de Rais pero que, no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de esmoquin, de monóculo, al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, más luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland, quien agregó–: bien, mi tarea está cumplida, pero antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde... este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse, agrandarse, hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche!

Stanley Smith Richard - Cinco Poetas Contemporaneos - Yeats Kavafis Trakl Apollinaire Sodergran


PRESENTACIÓN
Este libro contiene una selección de algunos de los más grandes poetas líricos
contemporáneos. Es sabido que la poesía lírica es uno de los géneros más antiguos
de la literatura, pero también uno de los que ha demostrado mayor flexibilidad
para los cambios que se producen a través de la transformación del
lenguaje, de las sociedades y de la visión del mundo que poseen los hombres
de distintas épocas. De allí la fresca perdurabilidad de la poesía a través de la
historia del mundo cuando los ejemplos de otros géneros se revelan con frecuencia
caducos. El poema de amor de Safo es tan eterno como el fuego, el
agua o el aire. Vemos, sin embargo, que otros poemas épicos, dramas o novelas
se han eclipsado irremediablemente. ¿Qué conserva la poesía contemporánea
de ese instinto primordial? Probablemente la simplicidad de lo verdadero.
¿Cómo caracterizarla? La respuesta quizá sea una de las tareas más difíciles
ante la que se enfrentan los críticos literarios. Porque es difícil su escritura, ardua
su concepción, oscuro su lenguaje, ambiguas sus intenciones. Los poetas
de este siglo han mostrado, además, un olímpico desdén por el aprecio popular.
El gran romántico inglés John Keats decía escribir sin pensar en el público
lector; en el caso de los poetas contemporáneos, estos apenas se han preocupado
si los lectores los entienden o no. Sin embargo, como bien dice Hugo
Friedrich, la lectura de estos poetas nos encanta antes de haberlos entendido
plenamente. Su tentativa ha sido retrotraerse a las fuentes originarias de la
poesía, pero se han adentrado también en caminos nunca antes recorridos por
los poetas precedentes. Han sabido, no obstante, recoger todas las enseñanzas,
aprender todos sus secretos, recuperar todas sus virtudes y mostrar también todo
su miedo al encontrarse frente a la página en blanco.
9
Es probable que las palabras de Kavafis en su carta a Pericles Anastiades resuman
la tentativa de los poetas de esta antología: "He intentado unir el lenguaje
hablado y el lenguaje escrito, y para conseguirlo he recurrido a toda mi
experiencia y a toda la intuición poética de que soy capaz: temblando, por así
decirlo, sobre cada palabra". Esta breve declaración quizá sea lo más sincero,
lúcido y sapiente que se ha escrito sobre el arte inmortal de la poesía porque
no olvida el contenido esencial que otorga la vida vaciada sobre la poesía así
como tampoco las dudas que acucian al poeta cuando hace uso de las palabras
para convertirla en poemas.
Así, la poesía se encuentra entre los logros más originales y substanciales con
que cuenta la literatura del siglo XX y muestra de ello es la presente selección.
Para esta antología, con excepción de las versiones de Konstantino Kavafis,
hemos recurrido a traducciones de reconocidos poetas peruanos que han permitido
generosamente la reproducción de sus textos. Cada poeta viene precedido
por breves páginas introductorias y al final del libro el lector encontrará
sendas cronologías sobre los poetas seleccionados y noticias sobre los poetastraductores
gracias a cuyo concurso se ha conformado este libro.
Lima, agosto de 1999
Richard Stanley-Smith

domingo, 23 de abril de 2017

(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).


(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).
(2)
Al igual que la primera vez, el cuarto de don Julián estaba en la semipenumbra. No tuve necesidad  decir que estaba allí. Antes de ingresar don Julián exclamó:
-¿Se imagina usted, querido don Henry, si pudiéramos gobernar el Tiempo a nuestro capricho y antojo cuánto pudiéramos hacer y no hacer? ¿¡Qué maravilloso sería!?
E inmediatamente sin darme ningún respiro para que yo pudiera acercarme a su cama don Julián exclamó:
-Tome asiento, don Henry. He preparado todo, y cuando digo TODO es todo para que usted se sienta a las mil maravillas. No se moleste en estrechar la mano de este anciano- acentuó don Julián con voz enérgica y casi como un mandato-.
Mire ahí le he puesto el carrito con algunas bebidas para que no se le seque la garganta querido don Henry. Porque supongo que usted tiene muchas, muchas preguntas que hacerme. Y ahí está en la misma cabecera del carrito su whisky, porque no crea que se me ha olvidado que usted  toma esa bebida inventada por un italiano, el mismo que está pensando: Justerini. ¿Qué ironía no? Una de las bebidas más apreciadas por los ingleses y es un producto italiano.
(No tenía opción y como la primera vez, me quedaba yo en la luz y don Julián en la semipenumbra del cuarto. Estratégicamente, el hombre había colocado unas antiguas  y enormes lámparas de pie cerca de donde me sentaba y formaban un cerco de luz a mi alrededor produciendo cierta ceguera visual hacia el lado de mi interlocutor).
-Don Julián, pronuncié acomodándome en uno de los sillones a varios metros de su cama.
-Caballero don Henry, qué gusto tenerlo en mi casa... que es la suya.
-Don Julián –comencé a decir a la voz, al ser incorpóreo en los instantes que tomaba el vaso con wishky- disculpe la molestia ... pero...
-Ahhh, querido don Henry, no hay pero que valga.  Usted está aquí y eso es lo que vale.  No se justifique. Si sentía el imperativo de venir pues...  bien. Así sea. He oído y he sabido por terceras personas que usted ha realizado enormes esfuerzos por regresar otra vez acá a mi casa... que le ha sido infructuoso... hasta que se ha dado por vencido y...  pidiendo el auxilio de mis queridísimos “entenados” usted está aquí.
(A este punto don Julián Casasola Brown hizo un impasse, para continuar. )
Estos dos muchachos que como perros guardianes han hecho todo lo posible de mantener mi privacidad, porque yo así se los he pedido. Me desagrada la vulgaridad de las personas, de la gente en general. De ahí que nadie me visita... ahora...  pero... dígame don Henry, estoy para ayudarle... no vaya a suceder que usted regrese con las manos vacías, sin ninguna información.
-En verdad no puedo ser hipócrita, y debo ser lo más sincero con usted, de lo que he sido con las demás personas que me están ayudando en esta investigación. Don Julián deseo preguntarle...

sábado, 22 de abril de 2017

(Fragmento inédito. Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS).


(Fragmento inédito.  Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS). J. Méndez Limbrick.

"Confieso que el bastón vibró con poca fuerza en el tiempo que estuvimos en la embajada. El Literómetro hacía una labor excepcional pero muy discreta. Su débil vibrato me confirmaba lo hablado con Belfegor. Es cierto que no podía, en medio de las presentaciones de escritores, académicos, poetas, preguntar a Belfegor de quiénes se trataban aquellas personas en verdad y por qué no vibraba el bastón aunque aquellos escritores se pavoneaban como si ya la semana siguiente fueran a ser los ganadores de los Premios Cervantes o del Nobel de Literatura. No fue sino que, llegando a la Rutland-Hall de Barrio Amón y estando ambos en el scriptorium, Belfegor preguntó:
–Su señoría, espero que el Literómetro le haya servido. Porque en verdad es un Literómetro y no un bastón. Finge ser bastón pero es un Literómetro. Digo que “finge” porque está vivo. Posee forma de bastón pero es un ser pensante, viviente, su alimento es la literatura. Basta con ponerlo en un grupo de libros y de inmediato absorbe sus conocimientos. ¡No creo que nadie sepa tanto de Literatura en el mundo como este ser excepcional, de este espíritu encerrado en el bastón y que yo le he llamado Literómetro! Ha estado conmigo desde siglos atrás leyendo y leyendo. Desde que me otorgaron el título de Belfegor el Retórico, ha estado conmigo, juntos hemos recorrido la Historia Literaria Universal –aseguró Belfegor. Hizo una pausa y agregó–: Es un demonio menor porque su verdadera y única función es esa: la lectura, atrapar el Conocimiento Literario, no más. De ahí que sea un demonio menor porque la verdadera labor demoníaca –el de tentar a los hombres– no está en él. Es decir... su función cardinal es dar testimonio de cuanta persona se acerca y declararla como un verdadero escritor o por el contrario, desenmascararla y desenmascarar su literatura como una pobre literatura, jejeje. Y vive allí... en ese bastón...no puede hablar, no puede salir, confinado eternamente a su espacio de madera y plata, jejeje. Cómo se dio esa situación y su confinamiento en el Literómetro... su señor... recuérdeme más adelante que le cuente la historia, hoy no pero recuérdeme que le narre esta historia, es una historia bastante curiosa, jejeje. –Y Belfegor por segunda o tercera vez dejó de hablar. Yo no dije ni comenté nada a la extraña historia que a medias me contaba del Literómetro. Sentía una extraña sensación a las últimas palabras de Belfegor y la historia del Literómetro y su condena a un espacio físico tan reducido. Agregó Belfegor con burla–: ¡Espero que el hormigueo de la mano y por el vibrato del Literómetro se le haya terminado jejeje!
Pues a decir verdad vibró con mezquindad, se mantuvo con una gran calma, pasivo, inerte, estático, yacente.
No dejé de pensar en las últimas palabras de Belfegor. Sentía un enorme respeto cuando me aseguró que el Literómetro no era un simple bastón vibratorio sino que dentro de él existía vida, la vida de un demonio".

viernes, 21 de abril de 2017

MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA. James Cain: El tercer hombre


James Cain: El tercer hombre

 James Mallahan Caín (1892-1977) puede ser considerado, junto con Hammett y con Chandler, uno de los tres fundadores de la moderna novela negra.
    De vida intensa y azarosa, cantante de ópera frustrado pero de sólidos conocimientos musicales, fue periodista en varios medios importantes de los Estados Unidos, y llegó a ser uno de los guionistas más destacados de Hollywood. Tuvo una larga vida (falleció a los 85 años de edad) y dejó una muy profunda huella en el género. Sobre todo desde su primera y para muchos insuperada novela El cartero siempre llama dos veces, verdadero clásico negro que fue llevado al cine en cuatro oportunidades desde su primera edición en 1934 y que puede ser considerada una de las obras fundacionales del género, equiparable en importancia a Cosecha roja o a cualquiera de las novelas de Chandler. Particularmente porque inaugura una de las vertientes más impactantes de la novelística negra: el punto de vista del criminal.
    El cartero... narra la historia del frío y calculador Frank Chambers, quien se asocia pasionalmente con una mujer asombrosa, Cora, para matar al marido de ésta, un griego-americano ambicioso y bonachón: Nick Papadakis. Historia de pasión, violencia y traiciones, la tensión narrativa que en este texto logra Cain es ejemplar. Se diría que es una novela que tiene tensión e intensidad de cuento: la clase de texto que no se puede leer sino de una sentada y que deja el lector perturbado y con la boca reseca. Y es que en esas páginas, como dice Juan Martini en la presentación a la edición de Bruguera, queda claro que “no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses”.
    Pero no fue solo esta obra la que catapultó a la fama a Cain, quien fue además un reconocido guionista de Hollywood entre 1930 y 1947. En el período inmediatamente posterior a su arribo a los estudios cinematográficos, escribió lo mejor de su obra: a El cartero siempre llama dos veces le siguieron Pacto de sangre (1936) [83]; Una serenata (1937) [84]; El estafador [85] (1939) y Mildred Pierce (1941) [86]. Estas cinco novelas son las más logradas de Cain, las de su mejor período creativo, y en ellas se aprecia el narrador excepcional que fue: frío observador de triángulos amorosos y eximio conocedor de las pasiones humanas. Todas ellas son novelas carentes de detectives, los que cuando aparecen simplemente siguen el accionar de los personajes, casi todos seres mediocres y ambiciosos a los que el destino zarandea despiadadamente. Con un estilo seco, duro, de frases cortas y diálogos asombrosamente reales (alguna vez fueron calificados en Hollywood como “extremadamente brutales”), Cain fue el más digno contemporáneo de Hammett y Chandler.
    En ese período de su obra, ha escrito Martini en su artículo “Moral por moral”, que sirve de presentación a El estafador, esas novelas “representan una trayectoria creativa de inolvidables aciertos, y alcanzan —en más de una ocasión— una belleza huidiza, una poesía vibrante, una capacidad de perturbación que, sustentadas en la violencia y el suspenso, crearon un estilo inconfundible y señalaron, con inapelable intuición, rumbos definitivos para la por entonces recién nacida novela negra”.[87]
    Después del éxito de El cartero..., Cain se consolidó con otra obra que, llevada al cine, también devino clásico: Pacto de sangre —dirigida por Billy Wilder, con guión de Raymond Chandler y protagonizada por Fred McMurray, Barbara Stanwick y Edward G. Robinson. En esta novela, una vez más Cain coloca al crimen en el medio de un triángulo amoroso: el agente de seguros Walter Huff y la irresistible y seductora señora Nirdlinger entablan una relación irreparable en la que el cinismo y la crueldad parecen no tener límites. Los diálogos de Chandler, por cierto, son espectaculares.
    Lo grande de la literatura de Cain parece estar en los climas que logra. Su violencia es casi naive: siempre aparenta un grado de casualidad que resulta asombroso porque combina —con incomparable eficacia— lo increíble con lo verosímil. Sus novelas carecen de sanguinolencias obvias y de bajos recursos; la suya es una violencia sutil, basada en la economía del lenguaje y en la acidez y fuerza de sus diálogos. El lector va sintiéndose involucrado poco a poco, merced a la perfecta construcción, el ritmo y el realismo de las situaciones.
    Eso es lo que sucede, por ejemplo, con El estafador, historia en la que un empleado bancario de Los Ángeles organiza un original sistema para quedarse con ahorros de los clientes. Su mujer —un personaje inolvidable llamado Sheila— enloquece de pasión al supervisor Bennett, quien descubre el enredo pero también las desavenencias matrimoniales. El triángulo queda otra vez establecido, y aunque de las novelas de Cain probablemente sea ésta la de desenlace más débil, los ardores textuales y la ambición impiden hasta el final saber exactamente quién estafa a quién.
    Una serenata es quizás la más lograda de todas las novelas de Cain. Sin dudas es la más profunda en cuanto a la indagación interior de los personajes, al punto que se constituye en un ejemplo narrativo de análisis psicológico. Transcurre casi totalmente en México, y traza el recorrido de un tenor en decadencia, de singular ambivalencia sexual (ama a una mexicana morena y hermosa pero no consigue olvidar una antigua experiencia homosexual), quien se sumerge en lo más rudo de sus propias miserias interiores. Hay en esta obra un nivel reflexivo no habitual en la literatura policiaca (no habitual en la Literatura, podría decirse), una delicadeza asombrosa en el planteamiento de la homosexualidad y un manejo del crimen casi exquisito. El arte taurino no está ausente de la trama, acaso porque esta novela es también un estudio sobre las obsesiones artísticas. La pasión del personaje por la ópera (aquí hay que recordar que el propio Cain fue un tenor frustrado y su madre había sido una famosa contralto) lo lleva a la destrucción de todo vestigio de su arte y, por ende, de su vida.
    De Una serenata ha escrito el escritor italiano Elio Vittorini: “Los hechos, un delito, un crimen o lo que fuere, aparecen siempre como extremadamente inocentes, frescos y ligeros en su falsa inocencia. Es como si Cain ignorara que los hombres poseen, desde hace mucho tiempo, nombres para todo lo que hacen o sienten. Como si ignorara que se puede llamar a un hombre, por sus acciones, ladrón, asesino o criminal. Su tono es casi de estupor frente a los acontecimientos, pero ese estupor, con su aparente frescura, es terriblemente perverso y nunca ingenuo”. [88]
    En cuanto a Mildred Pierce (titulada en Argentina El suplicio de una madre), no es una novela policiaca pero se inscribe perfectamente en la línea dura del análisis crítico de la sociedad norteamericana de los tiempos posteriores a la Gran Depresión. Es en este sentido que cabe, como toda la obra de Cain, en el género negro. La novela desarrolla un interesantísimo, fascinante estudio psicológico de una mujer californiana, dueña de una ambición blindada, que rehace su vida a partir de 1931 y lo hace a cualquier precio. Hay un seguimiento cronológico lineal de sus relaciones amorosas, comerciales y amicales, para desembocar en la constitución de una típica familia americana banalizada y sin más objetivo que la figuración social y el dinero.
    Un año después de la edición de Mildred Pierce (o sea en 1942) Cain publicó El simulacro del amor, una novela que carece de la fuerza de las anteriores y que significó de hecho su última producción específicamente negra. Es la historia de un trepador, Ben Grace, que se ve envuelto en una serie de traiciones, vínculos con el hampa y —una vez más— típicos tríos amorosos. [89]
    A partir de entonces, puede afirmarse que la producción de Cain se ablandó notablemente. Desaparecieron la violencia y el crimen de sus textos, y se dedicó al romance costumbrista, acaso exigido por el éxito que tenían sus libros, pues por entonces Cain ya era considerado como uno de los hitos vivientes de la literatura norteamericana.
    De todos modos volvió al género algunos años después, en 1975, con Rainbow's End, en castellano Al final del arco iris [90]. Es ésta una novela bastante débil —la historia de un joven que vive con su madre en un paraje de Ohio, donde cae un avión que ha sido secuestrado por un tipo que tiene cien mil dólares y a una azafata como rehén— que no tuvo la repercusión de sus obras iniciales.
    A comienzos de los años 80 del siglo pasado, cuando Cain estaba en el ocaso de su vida literaria, apareció en los Estados Unidos una bien documentada biografía suya escrita por Royy Hoopes. [91] Este libro pareció destinado a ser tan importante como la biografía que de Chandler escribiera Frank MacShane, y permitió profundizar en la vida de este notable y contradictorio escritor que alguna vez fue definido por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como “tal vez el más genuino representante de la escuela norteamericana de tough writers, quien sobresale en la invención y descripción de caracteres brutales y de situaciones de apasionada violencia".
    En un artículo de la revista norteamericana The Nation, del 12 de marzo de 1983, el crítico Gary Giddins ubica a Cain como "parte indeleble de la historia literaria norteamericana”. Dice que el éxito logrado por Cain en 1934, cuando tenía 42 años, "carece virtualmente de precedentes en los anales de los best-sellers" y permitió considerarlo, para siempre, como el más importante autor de la Gran Depresión (donde se lo puede ubicar junto a autores de la talla de Steinbeck, Fitzgerald y otros).
    Cain escribió un total de dieciocho novelas y según su biógrafo fue un hombre bastante envanecido por el éxito, primero como periodista (trabajó en el diario The Sun de Baltimore y el American Mercury, y también colaboró en las más prestigiosas revistas literarias, entre ellas World, New Yorker y The Atlantic Monthly) y luego como escritor consagrado.
    Nacido en Annapolis, Maryland, su padre era presidente de un colegio universitario y su madre una ex cantante de ópera. Él mismo fue un fanático de la lírica, a la que nunca pudo dedicarse, en parte porque desde que llegó a Nueva York se vinculó a uno de los zares periodísticos de la época (Walter Lippmann) quien contribuyó a consagrarlo como uno de los mejores editorialistas de los años 20. Antes había combatido en la Primera Guerra Mundial, durante la cual fue editor de la revista de su regimiento: The Lorraine Cross.
    En 1930 llegó a Hollywood, contratado como scriptwriter (guionista). Allí se quedó diecisiete años y ahí fue donde Alfred Knopf (uno de los más importantes editores norteamericanos) aceptó a regañadientes su primera novela, la misma que lo haría famoso y que ayudaría a llenar las cuentas bancarias de la Editorial Knopf.
    Bebedor asiduo, Cain se casó cuatro veces y jamás dejó de escribir por lo menos cinco horas diarias. El éxito le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura, pero solo a partir de sus 56 años. Eso fue en 1948, cuando se casó por cuarta vez (naturalmente, dada su obsesión operística, con la soprano Florence Macbeth) y volvió a su Maryland natal. Ya tenía dinero y la decisión de no hacer nada más que escribir; y estaba desilusionado de Hollywood, donde había intentado crear una especie de sindicato de escritores. Paradójicamente, opina Giddins, “nunca más fue capaz de escribir un buen libro”.
    La “Biografía” de Hoopes se detiene en esta época de la vida de Cain, en una vasta recopilación de cartas y en el rescate de sus memorias inéditas. Ahí parece quedar en evidencia el desorden interior de este autor que vendía millones de ejemplares pero que casi siempre estaba endeudado y falto de dinero. Entre los datos curiosos de esta biografía figura el de que buena parte de sus guiones en Hollywood los escribió en colaboración con Daniel Mainwaring, seudónimo de Geoffrey Homes, otro de los buenos autores del género negro.
    Paradójicamente, cuando abandonó el género negro y su literatura se volvió “seria”, la obra de Cain perdió el vigor original. Juan Martini ha opinado que “los devaneos del éxito precipitaron la producción de Cain hacia un declive quizás no tan pronunciado como intrascendente”. Lo cual no quita que su ciclo negro —aquellas cinco primeras, memorables novelas—, alcance para sostenerlo para siempre como uno de los tres más grandes escritores del género.

miércoles, 19 de abril de 2017

MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA

   
ADDENDA A LOS APUNTES SOBRE LA NOVELA DE MISTERIO (EXTRACTOS)
    1.-La perfecta historia detectivesca no puede ser escrita. El tipo de mente que pueda desarrollar un problema perfecto no es el tipo de mente que pueda producir el trabajo artístico de la escritura.
    2.-El camino más efectivo para concebir un simple misterio es hacerlo detrás de otro misterio. Pero eso es prestidigitación literaria. Esto es volver loco al lector, a lo Christie, haciéndolo resolver un problema equivocado.
    3.-Se ha dicho que "a nadie le importa el cadáver". Pero esto es palabrería. Significa tirar a la basura un elemento valioso. Es como decir que la muerte de tu tía no te importa más que la muerte de un desconocido.
    4.-Los diálogos petulantes y pretenciosos nunca son agudos.
    5.-Un misterio seriado no puede hacer una buena novela de misterio. Las novelas por entregas basan su éxito en que el lector no puede leer el siguiente capítulo enseguida. En forma de libro, estos cortes dan el efecto de un falso suspenso e irritan al lector.
    6.-Los asuntos amorosos siempre debilitan una novela de misterio, porque si se ha creado suspenso esto es antagónico y no complementario para resolver el problema. Los asuntos amorosos que interesan a este trabajo son aquellos que complican el problema porque agregan dudas al detective, pero los cuales al mismo tiempo uno como lector siente que no sobrevivirán a la historia. Un verdadero buen detective nunca se casa; él ha perdido las esperanzas y eso es parte de su encanto.
    7.-El hecho de que el amor interese en las grandes revistas y en los guiones cinematográficos no hace que esto sea artístico. Las revistas no se interesan por los cuentos de misterio como un arte; no se interesan por ninguna escritura como arte.
    8.-El héroe de las historias policiacas es el detective. Todo hace a su personalidad. Si su detective no tiene personalidad, usted creó uno muy pequeño. Y así tendrá muy pocas buenas historias de misterio. Naturalmente.
    9.-El criminal nunca puede ser el detective. Esta es una vieja regla. Por esta razón: el detective por tradición y definición es el buscador de la verdad. Y es una amplia garantía para el lector que el detective siempre esté en su lugar.
    10.-La misma imposición debe aplicarse en las historias en primera persona en que el narrador es el criminal. Personalmente, creo que las narraciones en primera persona pueden ser acusadas de deshonestidad, porque posibilitan la supresión del razonamiento del detective al tiempo que solo dan cuenta de sus palabras y actos. El detective toma decisiones que no se dan a conocer al lector: dice los hechos pero no explica lo que esos hechos producen en su mente. ¿Es esto una convención permisible o es fraude? Para mí es fraude, porque el lector debe llegar al desenlace junto con el detective.
    11.-El asesino nunca debe ser un loco. El asesino no es tal si no ha cometido asesinato en el sentido legal.
    12.-Hemos dicho que no hay posibilidad de perfección absoluta en las obras de misterio. Por la razón que dimos en la primera nota y por otra: la actitud del lector consigo mismo. Hay lectores de todas clases y de muchos niveles de cultura: está el adicto al enigma, que establece una competencia entre su agudeza y la del escritor, y si él adivina la solución se siente ganador; está el lector que solo se interesa en sus sensaciones de sadismo, crueldad, sangre y muerte (algo de esto hay en todos); una tercera clase es el lector “preocupado-por-los-personajes", al que no le preocupa mucho la solución; la cuarta clase es la más importante, y es el intelectual literario que lee estas novelas porque éstas son casi las únicas clases de ficción que no le quedan grandes. Estos lectores saborean el estilo, las caracterizaciones, los vaivenes de la trama y demás virtuosidades mucho más que la solución. Pero usted no puede satisfacer a todos los lectores. Yo, como lector, casi nunca trato de encontrar la solución al misterio. Simplemente, no considero importante la lucha entre el escritor y el lector. Para ser franco, creo que esa lucha es un entretenimiento para tipos de mentalidad inferior.
    13.-Se ha sugerido que toda ficción depende, en cierta forma, del suspenso. Pero la técnica del suspenso es una cualidad del escritor. Responde más bien a esa curiosa dualidad psicológica en la mente del lector, que le permite preocuparse por lo que hay escondido detrás de la puerta pero a la vez sabiendo que el héroe o la heroína no morirán. ¿Qué es lo que crea este efecto? De las muchas posibles razones, yo sugiero dos: la inteligencia y las emociones funcionan en niveles distintos. La reacción emocional ante las imágenes visuales y los sonidos, o las evocaciones ante las descripciones literarias, son independientes del razonamiento. El primitivo elemento del miedo nunca está lejos de la superficie de nuestros pensamientos; cualquier cosa que lo llame puede derrotar a la razón por un rato. La otra razón es que en cualquier tipo de literatura u otras proyecciones la parte siempre es más determinante que el todo. La escena que el lector tiene ante sus ojos es la que domina sus pensamientos. Es al final que el libro, visto como un todo, será recordado y considerados sus méritos, pero durante la lectura el factor dominante es el capítulo.

martes, 18 de abril de 2017

JORGE LUIS BORGES. Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.


NUESTRAS IMPOSIBILIDADES

Esta fraccionaría noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martiliero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del serióla, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen la opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.

El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. £50, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sicb es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.

El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo—porque lo embromó al compañero. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.

Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cocbabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.

Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.

Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.

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