domingo, 30 de abril de 2017

MEMPO GIARDINELLI. Ross MacDonald y las raíces psicológicas del crimen


Ross MacDonald
 y las raíces psicológicas del crimen



Si está claro que el abrevadero de la novela negra tiene nombres superlativos —Hammett y Chandler, y de algún modo el James Cain de la primera época—, lo cierto es que todos los narradores que les siguieron retomaron sus hilos y necesariamente reconocieron esa paternidad.
En el intento de aportar luces propias al género, uno de los más logrados y llamativos, quizás el más importante autor de finales del siglo XX y para algunos el único equiparable a los anteriores, fue Ross MacDonald.
Sus panegiristas sostienen que él fue quien, de modo consciente, incorporó el psicoanálisis a la novela policial, haciendo que su detective privado utilizara más a menudo al inconsciente que a su pistola para resolver los casos a que era convocado.
Se rescata, también, su brillantez narrativa, su intensidad descriptiva y el crescendo que logra, en el que de manera invariable surge como única esperanza la relativa inocencia de los jóvenes, acaso los únicos con cierta perspectiva de futuro en un mundo decadente y sórdido. En sus novelas las relaciones humanas y los conflictos familiares son casi siempre los causantes de crímenes y desapariciones.
Lo cierto es que la escritura de MacDonald resultó refrescante y renovadora para el género, y en los años 60 alcanzó una enorme popularidad y llegó a convertirse en el clásico más moderno de la novela negra, aunque también el más controvertido, criticado y resistido.
Californiano de toda la vida (nació en San José en 1915 y falleció en Santa Bárbara en 1983), su verdadero nombre era Kenneth Millar y su seudónimo originalmente fue John Ross MacDonald, aunque luego se quitó el primer nombre, supuestamente para no ser confundido con otro escritor llamado John D. MacDonald [92].
Lo cierto es que Millar (o Ross MacDonald) estudió psicología educativa en la Universidad de Michigan y durante un tiempo fue profesor en escuelas secundarias; luego participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial de comunicaciones en el Pacífico y desde los años 50 se dedicó enteramente a escribir, con gran éxito, y desde los 60 empezó a ser muy popular también en castellano.
Autor de una prolífica y bastante pareja saga de novelas con un personaje central —el detective privado Lew Archer (llamado Harper en el cine, donde fue interpretado por Paul Newman)— ya desde sus primeras obras llamó la atención de los amantes del género por algunas características novedosas como la presencia del psicoanálisis freudiano; la interpretación de la decadencia del american way of life como fenómeno socio-cultural; la militancia ecologista del autor y su alejamiento de ciertos clichés maniqueos según los cuales los “malos” en California eran casi siempre los negros y los chicanos. Todo ello junto con un gran dominio del sentido de la trama detectivesca y con un estilo de escritura finamente irónico y sugerente. Ross MacDonald pronto se convirtió en un verdadero fenómeno, a pesar de que en los inicios de su carrera había sido lapidado como “imitador" por el mismísimo Raymond Chandler, por entonces padre viviente del género y quien más de una vez lo trató con dureza.
De todos modos, rápidamente MacDonald se transformó en invariable best-seller, varias de sus obras fueron llevadas al cine, y casi toda la treintena de sus títulos publicados fueron traducidos a veinte idiomas, incluido el ruso en plena Guerra Fría.
Casado en 1938 con la entonces joven escritora canadiense Margaret Ellis Sturm (1915-1994) [93], MacDonald vivió muchos años recluido en una discreta residencia a 120 millas de Los Ángeles. El matrimonio tuvo una única hija, fallecida muy joven, y probablemente esa fue una de las razones de la vida tan recoleta que llevaron, además de la usual idealización de los jóvenes en sus novelas.
Alejado de las polémicas que suscitaba su presencia en el mundo de la por entonces nueva novela policial, MacDonald producía a un ritmo de casi una novela por año, trabajando metódica y profesionalmente un promedio de seis horas diarias. El resultado fue que ninguna de sus obras vendió menos de un millón de ejemplares y que su personaje Lew Archer (un ex policía escéptico, divorciado y receloso de las mujeres, moralista y pragmático, bastante cínico y aficionado a la psicología) llegó a ser tan popular y paradigmático del género como Sam Spade o Phillip Marlowe.
Es cierto que en la obra de MacDonald hay una tendencia a repetirse, como si hubiese encontrado una fórmula. Cierto o no, hay una cierta reiteración temática en sus novelas, acaso motivada por la extraordinaria demanda popular de esa fórmula que cosechaba dólares en abundancia. Es un hecho que elaboró una receta eficaz, pero eso es tan verdad como que su arte narrativo, su habilidad para eso tan sencillo y olvidado que es “contar una buena historia” fue magistral. Sin dudas fue esa característica la que lo colocó a la altura de los maestros del género, y le dio un lugar en la literatura norteamericana del siglo XX.
En algunas de esas novelas, como en El escalofrío (de 1963), MacDonald demostró esa capacidad narrativa e incluso su mayor “vicio": tratar todo psicoanalíticamente, como si Archer fuera una especie de cruzado freudiano que andaba por las calles de California deshaciendo entuertos familiares de veinte o cincuenta años atrás. A eso MacDonald no solo no lo hacía mal, sino que lo hacía magistralmente. Con un manejo del ritmo y el suspenso extraordinarios, cuenta la historia de una muchacha cuyo padre fue condenado (y preso durante diez años) por el asesinato de su esposa (madre de la chica), pero crimen que no cometió. Archer desentierra un pasado sombrío y miserable, en el que el poder de una vieja familia de senadores bostonianos (presuntamente republicanos) consiguió mantener en las sombras un sórdido asunto que, de algún modo, desmiente la supuesta infalibilidad de la justicia norteamericana.[94]
Las novelas de MacDonald merecen ser consideradas también como fundamentales dentro de la novelística negra, por las innovaciones que hizo. Fue el último de los grandes del siglo XX en utilizar un detective (línea que luego cayó en desuso, en la medida en que interesaron más los puntos de vista de víctimas o criminales), y fue el primero en incorporar una perspectiva psicológica freudiana que, hasta él, en este género era desconocida.
Respecto de la relación de MacDonald con el psicoanálisis, en un artículo titulado “Psicoanálisis de la sociedad” Sergio Sinay escribió: “Se trataba de demostrar que las víctimas y victimarios de todo hecho delictivo son siempre seres de carne y hueso que responden a un determinado entorno social. Si en todos los padres del género —y Chandler especialmente— eso está presente, o mejor dicho, latente, en MacDonald se hace consciente e intencional. MacDonald se preocupa de hacer presente en cada una de sus novelas que toda persona es lo que es su historia. Y en ese aspecto su aporte a la novela policiaca consiste en haber introducido en ella el psicoanálisis como arma de conocimiento y revelación de la verdad”. [95]
Esa presencia —primero inconsciente y luego consciente, según Sinay— se dio ya en Hammett y en Chandler pero, más allá de sus críticos, MacDonald no puede dejar de ser reconocido como el autor que puso los acentos en este punto. “Sus escenarios no son el hampa, los robos perfectos y ni siquiera el enfrentamiento entre la ley y sus quebrantadores —sigue Sinay—, Su detective no es un superhombre; se trata de un hombre solitario y comprensivo; alguien que se preocupa más por reconstruir la personalidad de cada sospechoso que las pistas físicas del delito”. Como alguna vez afirmó el novelista argentino-húngaro-canadiense Pablo Urbanyi (citado por Sinay), Lew Archer “reemplaza la 45 por la teoría freudiana y se convierte así en un psicoanalista andante, que en el momento crítico extrae un tomo de las obras completas de Freud, gatilla al inconsciente y a otra cosa”.
El propio MacDonald sostuvo, durante una entrevista en Santa Barbara, en 1978, que el lector encontrará en uno de los Apéndices de este libro, “que la concepción freudiana se liga con una concepción proletaria. En Freud, como en la democracia, todos los hombres son iguales. Y si no son iguales en la realidad, en la vida la desigualdad no tiene que ver necesariamente con el dinero que se posea, sino más bien con los valores humanos, con los dramas del hombre. En mis libros yo aplico ambas concepciones ligadas”.
Esto se observa con claridad en La forma en que algunos mueren, que es una de sus primeras novelas (fue publicada por Knopf en 1951) y que el mismo MacDonald solía decir que era uno de sus mejores textos. Allí una mujer le entrega unos dólares a Archer, con el encargo de que busque a su hija Galatea, que ha desaparecido.
La búsqueda no es otra cosa que un descenso al infierno de las relaciones familiares, plenas de drogas, alcohol y asesinatos incluidos. [96]
Algo similar sucede en La mirada del adiós [97], novela en la que Archer ingresa en la sórdida historia de una familia adinerada cuya fortuna está manchada por un crimen. Y también hay indagatoria en el pasado familiar en El martillo azul. [98]
Las indagaciones freudianas de MacDonald en las historias familiares se combinan, en casi todas sus novelas, con su obsesiva búsqueda de redención de los jóvenes. De hecho es notable su recurrencia al estudio del quiebre generacional y de las conflictivas relaciones entre padres e hijos, tema que probablemente tenía que ver con la muerte de su propia hija. Aunque él jamás hablaba de ello, es presumible que la memoria de esa hija haya estado en muchos de los chicos y chicas que pueblan sus novelas, siempre vistos desde una perspectiva piadosa y a los cuales Archer/MacDonald se empeña en comprender y salvar. Ejemplo de esto es El otro lado del dólar [99], una atrapante novela en la que Archer debe buscar a un chico escapado de un reformatorio. Y también en El caso Galton, donde una vez más se mete en la intimidad y la tragedia de una familia. [100] Y en El hombre enterrado, sobrecogedora y angustiante novela en la que la vida de un niño resume toda la esperanza. [101]
Pero quizás la más impresionante obra en este sentido sea El enemigo insólito, en la que Archer debe buscar a una chica que se ha fugado de su hogar con un muchacho de pésimos antecedentes, pero a partir de que la encuentra se abre nuevamente el mundo horroroso en el que pueden estar sumergidos los jóvenes, y resulta conmovedor el esfuerzo de Archer por salvar a la muchacha del ambiente de violencia en que está envuelta.[102]
La profusa bibliografía de Ross MacDonald se compone de muchos otros títulos como El blanco móvil—, La piscina de los ahogados—, El caso Ferguson—, Costa bárbara—, La bella durmiente y Dinero negro, entre otros, en todos los cuales se repiten esas obsesiones. Y precisamente esa reiteración es la crítica más dura que ha recibido su obra, aunque es indudable que por encima de esas consideraciones sus novelas son extraordinarias por el grado de tensión que logran, por la delicadeza de su prosa y por la rica complejidad psicológica de sus personajes y situaciones.
Además él fue un defensor ardoroso de este género, que trajinó toda su vida y al que tanto le dio. Reconoció siempre con humildad las influencias recibidas de Hammett y sobre todo de Chandler, a pesar de que éste lo trató despectivamente, y aparte de sus novelas escribió un ensayo sobre el género negro, titulado "Acerca de la escritura sobre el crimen”, lamentablemente inédito en español. En la entrevista mencionada se citó a sí mismo:

Nuestro género ya se ha ganado un espacio propio. Pero esto debe juzgarse dependiendo de a qué gente atraiga. Si este género consigue atraer a gente con sentido artístico, será una buena literatura, y yo pienso que tiene que ser buena literatura. No debe ser una parte secundaria, aunque es verdad que como género tiene algunas limitaciones. Mire usted: la forma no da para hacer novelas como las de Dostoievsky, a pesar de lo cual Dostoievsky escribió novelas policiales, aunque con mucho más que eso. Usar la forma de modo realista nos permite una descripción, pero no total, abarcadora, como la de él. Esto es una protección para nuestro género, pero también es una limitación muy seria. Y además, fíjese que Dostoievsky no hubiera escrito como escribió, ni hubiera manejado las situaciones y los personajes del modo que lo hizo, si antes no hubiese leído a Poe (...) Esta novelística está hecha para que llegue a gran número de público, lo que significa que tiene que evitar dificultades extremas para que más gente pueda tener acceso a ella. Es por eso que los que trabajamos este género, ante tales limitaciones, estamos tratando de alargar, de agrandar la forma, incluyendo aspectos de la vida real, cada vez más, lo que es una manera de darle mayor complejidad. Pero hay que tener mucho cuidado con eso. Ahora mismo está ocurriendo que la forma de la novela policial está siendo absorbida por la novelística general (...) No hay escritor de cualquier género que no nos haya leído, o para quien no resulte familiar el nombre de Hammett o el de Chandler (...) Súmele a eso que una de las razones de la existencia de la novela, de cualquier novela, es que promueva cambios. Y entonces venimos a ser una forma de movimiento social. Si las novelas están “para" algo, un “para” sería el de absorber las distinciones de clase. Y en ese sentido, hablamos de una forma revolucionaria (...) Y es que, esencialmente, la forma de la novela policial es revolucionaria, porque tiende a afirmar la igualdad de los seres humanos. La revolución del hombre está muy lejos de ser completa, pero nosotros la promovemos. [103]
MacDonald, por su formación, pudo componer a Lew Archer como una especie de detective-psicólogo. “Freud fue el pilar de mi formación" admitía él. De ahí que le resultaba difícil hablar de su personaje (“porque no estoy afuera de él, sino adentro”) y no le gustaba que se dijera que era un moralista. Sin embargo era evidente que Archer, como su creador, era la clase de persona que aun siendo cuestionadora del sistema norteamericano, en el fondo cree en él y en su capacidad regenerativa. MacDonald era, políticamente, un liberal agudo y crítico, producto de la mejor tradición del liberalismo norteamericano. En tal sentido podía ser irónico y cáustico, pero su confianza en el sistema nunca lo llevó al escepticismo completo. Ecologista militante, era crítico del movimiento hippie y muy puritano (aunque era ateo). Y si nunca fue el revolucionario que él creía ser, sí lo fue su obra, que superó con toda dignidad la condena de Chandler.
Hoy puede afirmarse que el autor de El largo adiós fue, definitivamente, injusto con MacDonald. Y lo cierto es que ambos tuvieron una relación casi edípica, y que MacDonald hizo como pudo su parricidio literario haciendo de Lew Archer un hombre agudo que sabía que las miserias del hombre no siempre son las que se ven, sino las que se ocultan tras la historia de cada uno. Y así fue, sin dudas, el último de los grandes escritores del género negro moderno.
Murió en condiciones muy ingratas, a los 67 años, víctima de una enfermedad espantosa (una especie de senilidad prematura y vertiginosa), en la patética compañía de su mujer, quien por entonces estaba ciega desde hacía un par de años. Y como irónica demostración de que el éxito no les había servido de nada, en sus últimos tiempos toda la compañía de estos ancianos fueron cuatro perrazos doberman y ovejeros, y unos pocos policías hoscos e inamistosos que cuidaban el fraccionamiento.

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