miércoles, 30 de noviembre de 2022

Anna Ajmátova Réquiem y otros escritos. (FRAGMENTO).

 


 

Anna Ajmátova

Réquiem y otros escritos

 

PRESENTACIÓN

La tragedia de la cultura —de la cultura rusa, para ser más precisos— no es simplemente una expresión ampulosa o intencionadamente exagerada con la que se pretende una vez más sacudir la conciencia de la opinión pública.

El binomio «amo y criado», «siervo y señor», «dueño y esclavo» refleja una vieja enfermedad rusa nacida en la oscuridad de los tiempos y fraguada en la psicología de la sociedad.

El talento siempre aspira a pensar por sí mismo. Esta tendencia a pensar de manera independiente se ha castigado siempre en el Estado ruso, y los hombres de la cultura que han ignorado esta ley no escrita se han visto perseguidos. Así sucedió con el maravilloso Radíschev, que osó gritar amargas verdades y que pagó por ello con la cárcel. Así sucedió con el gran Pushkin, que se creyó un hombre libre, por lo cual se le impuso un duro censor en la persona del emperador Nicolás I.

Es cierto que a finales del siglo pasado esta enfermedad empezó a remitir y asomó la esperanza de que Rusia sanara por completo. Pero llegó el régimen soviético, que agravó en provecho propio la dolencia y la condujo a trágicas consecuencias.

El amo era implacable. La bala, la cárcel y el silencio eran sus armas. Expulsó del país a destacados hombres de la cultura. Asesinó a Gumiliov, Bábel, Pilniak, Mandelshtam… Enmudeció a Platónov, Ajmátova, Zóschenko… Se entregó a la tarea con verdadera pasión y privó de aire a Rusia hasta que él mismo empezó a ahogarse.

La enfermedad no está ni mucho menos curada, pero para vencer sus males conviene conocer sus causas, estudiarlas y mostrar a la sociedad el secreto de esta tragedia.

Para ello no se promulgó edicto gubernamental alguno. Pero sí se dio el entregado entusiasmo de un grupo de escritores rusos que crearon la comisión encargada de rescatar la herencia de los escritores represaliados, comisión que se propuso la tarea de sacar a la luz lo oculto.

No se trató de una labor sencilla ni mucho menos, pero de modo paulatino, a regañadientes, se empezaron a entreabrir los archivos secretos de la Seguridad del Estado, y la opinión pública abrió aturdida los ojos, obligada a reconocer las dimensiones de su propia tragedia.

El régimen aún no ha muerto. Se resiste a desaparecer. Y la enfermedad no se ha curado. Pero han aparecido los primeros síntomas de su curación, los primeros pasos tímidos para que ésta adquiera un rostro humano.

Me alegra profundamente el hecho de que nuestro problema ruso haya llegado al corazón de la lejana Barcelona, y que la editorial Galaxia Gutenberg, en las personas de Hans Meinke y Ricardo San Vicente, tenga la intención de publicar estos trágicos materiales.

Y creo que esto no es casual. La cultura rusa siempre ha estado estrechamente unida a la cultura universal. Se ha alimentado de ella, al tiempo que la ha enriquecido.

Bulat Okudzhava

PRÓLOGO

Anna de todas las Rusias

por Vladímir Leonóvich

Se pudre el oro, cede el metal,

el mármol. Todo la muerte alcanza.

Del mundo no muda sólo el pesar

y permanece, sublime, la palabra.

Anna Ajmátova

«Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol, fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera». Estas palabras pertenecen al poeta Joseph Brodsky, que conoció a Anna Ajmátova cuando ésta, ya rebasados los sesenta años, seguía dominando tanto el arte de la imaginación como la imagen de su propia edad.

Ya mayor, marcada por el peso de los años, sorprendía con sus gestos repentinos, fulgurantes y gráciles como lo era su verso y verbo poético: raudo, elegante, paradójico y preciso, que bien se podría llamar clásico.

Su amor por los clásicos (Pushkin, Dante, Shakespeare, Tolstói) era exigente y celoso. Y su relación con Pushkin se podría definir sin exagerar como una historia de amor.

La crítica soviética la remitía al siglo XIX, y la política la condenaba a la condición de «enemiga de clase». Y ciertamente contrastaba de manera poderosa con el ambiente literario general, pues incluso a mediados de nuestro siglo destacaba de modo tal que su entorno aparecía pálido, desleído, como un lejano segundo plano. No en vano la consideraban una emperatriz. Y las consecuencias trágicas de todo ello, su majestuosa presencia en los tiempos en que «reinaba» el tirano del Kremlin, se nos antojan obvias.

«Nací el 11 de junio de 1889, cerca de Odessa…», escribe Anna Ajmátova. Le pusieron el nombre de su abuela Anna, y de su bisabuela, «la princesa tártara Ajmátova», tomó su nombre poético. La familia pronto se trasladó a Tsárskoye Seló —la «aldea del zar», junto a la residencia de verano de los zares rusos desde Catalina II—, no lejos de Petersburgo, donde pasó sus años de adolescencia Anna Gorenko. Y ya en el apellido de Gorenko resuena la palabra rusa gore, ‘desdicha’… Dolor y desdicha que la poeta compartirá con su pueblo, con su país, que no abandonará en sus horas difíciles.

De niña, como le contaría a su biógrafo Pável Luknitski, era una lunática. Anna se escapaba de casa siguiendo la luz de la luna; el padre salía en busca de su hija y la retornaba a casa en brazos.

Después de la separación de los padres, la madre regresa al sur; Anna ya había cumplido los quince. En Tsárskoye Seló había dejado a su amor Kolia (Nikolái) Gumiliov, el futuro marido de Anna Andréyevna y padre de su único hijo, Liova (Lev).

Sabemos de su conducta poco común a partir de los testimonios de sus compañeros y de ella misma. El mar era para ella un elemento dotado de razón. Impregnada de su «gran sentido de la libertad» —en palabras del venerado Nikolái Nekrásov—, el mar se convirtió en su hábitat natural, como lo llamamos ahora, en su elemento vital. Hasta el extremo de que hubiera preferido cambiar sus largas piernas por la cola de una sirena. Y nadaba como un pez, «como un pájaro», dirá otro de sus maridos, Nikolái Punin. Hablaba con el mar, con el mismo mar al que se dirigiera, aun sin saberlo ella, Pushkin. Y lo cantaba ora como «libre elemento», ora como «verdugo ancestral». A Pushkin llegaría bastante tarde: en casa no había más libros que de los poetas Nekrásov y Derzhavin. Y en las noches de luna, el mar se unía con el frío planeta y no había modo de apartar la mirada del plateado sendero, del «camino no diré hacia dónde»… Aquí, cerca del antiguo Quersoneso, se fundieron en la poeta las culturas llegadas de Asia, Rusia y Grecia.

Ajmátova es la poeta del sufrimiento, del sufrimiento dominado. «La pasión actúa con más fuerza cuando se ve dominada por una mano poderosa». Estas palabras de Beethoven pueden aplicarse plenamente a Ajmátova. Una mano blanca y hermosa que dominaba la explosión, a diferencia de Marina Tsvetáieva, que ignoraba toda mesura o contención («en el mundo de las medidas»).

Ajmátova no tuvo necesidad de «irrumpir» en la poesía rusa, como lo hizo Mayakovski con sus escandalosas innovaciones y sus «bofetadas al gusto público». No tuvo que «atentar contra los valores sagrados», como lo hiciera el atormentado Blok. Ni hubo de luchar con Dios, pues la iglesia también era su casa. Tampoco le hizo falta quebrar la forma clásica del verso, pues conservó con esmero todo lo que había heredado de sus maestros; muy pronto su verso adquirió el aura de lo eterno, mientras el tambor de los «insurrectos» se desgañitaba a los pies del Olimpo, como ocurre con la espuma que hierve fría en toda época de tránsito.

Junto con Mandelshtam, Gumiliov, Gorodetski, Narbut, Viacheslav, Ivánov y Kuzmín, Ajmátova pertenecía al grupo de los reformadores moderados del verso, a los llamados «acmeístas». La raíz de la palabra griega acmé esconde el florecimiento, la plenitud. Así, desde sus primeros pasos, dominio y plenitud se funden en Ajmátova, que, como todo verdadero poeta, aspira a lo sublime.

El genio que no se logra dominar resulta insoportable. Así por cierto, se refería Ajmátova a los «purasangres» Yesenin y Mayakovski…

Pero hemos abandonado a la muchacha «salvaje» a orillas del Ponto o en una alejada roca en medio del mar tostándose al sol de Crimea. La muchacha se asilvestraba con rapidez y de buen grado, olvidando fácilmente las lecciones de sus maestros de Tsárskoye Seló. Olvidando incluso al estudiante enamorado Gumiliov, tres años mayor que Anna Gorenko. Él no le gustaba a ella, recuerda una amiga, «pero ya entonces Kolia se negaba a retroceder ante el fracaso», a pesar de las bromas sobre su apariencia y su mal francés.

En cuanto a Anna, ésta ya a los trece años recitaba de memoria poesías de Verlaine y Baudelaire. En casa de los Gorenko, los niños estaban al cuidado de una institutriz. Pero también tuvieron su aya, una muchacha del pueblo, de cuyos labios la joven «prometida de la luna» bebió el habla popular, que pronto se engarzó a sus versos…

Así, al admirado Nikolái Nekrásov, a los poetas franceses, se sumaron los simbolistas Briúsov, Bély, Blok…, sin olvidar el interés que despertaba en ella la cultura ucraniana. Es decir, en la joven se forma la conciencia clara de la riqueza y variedad de los modos de expresión poéticos…

En su relación con Nikolái Gumiliov se entrecruzan la compartida vocación poética y la también compleja rivalidad y cercanía amorosa. Pasarán seis años desde que se conocen en Tsárskoye Seló hasta que se casan en la primavera de 1910, y otros ocho hasta que se separan. Aunque su relación poética y humana se mantuvo hasta el fusilamiento de Nikolái.

A la boda le siguió un viaje por Europa: París, Roma, Venecia… Y la pintura y la arquitectura italianas le parecen un sueño. Entonces Nikolái aparece como el maestro; pero siempre entre ambos, también en el campo de batalla de los afectos, reinó el sentimiento de la igualdad. Equilibrio tormentoso en la fricción de los sentimientos, pero que en lo poético pronto inclinó la balanza del lado de la joven «promesa».

En 1912 aparece el primer libro de versos de Ajmátova, La tarde. Y al cabo de algo más de un año, Cuentas. Si nos detenemos en la genealogía de la nueva figura poética, en primer lugar hay que mencionar a Innokenti Ánnenski. «En seguida dejé de ver y oír, no podía despegarme de él, repetía sus versos día y noche…», escribirá Anna Ajmátova. El poderoso mundo de los sentimientos y de las ideas del modesto historiador y escritor que era Innokenti Fiódorovich Ánnenski irrumpió en el alma de Ajmátova: su dominio del mundo antiguo (tradujo a los trágicos griegos), su conocimiento de la Edad Media y del Renacimiento, así como de la literatura escandinava moderna, tan conocida en la Rusia de principios de siglo. Y finalmente, no podemos olvidar su conocimiento de los autores propios, los clásicos del siglo XIX Gógol y Dostoyevski, cuya problemática moral trasladaba Ánnenski a la cotidianidad del presente.

Uno de los héroes de Dostoyevski dice que la felicidad futura de toda la humanidad no vale ni una lágrima de un niño si ha de comprarse a tal precio. Así se expresa esta máxima en Ánnenski:

Pero nadie podrá lavar

una lágrima de un niño inocente.

Porque en ella está Cristo.

Todo Él en su resplandor.

Pero ¿y aquellos que sufren dolor,

cuyos brazos asemejan un hilo?…

¡Gente! ¡Hermanos! ¿No por ello será

que nuestra paz sólo está en el tormento?

Éste podría ser un epígrafe a la obra de Ajmátova, sobre todo a su Réquiem. El maestro parece señalar el camino de la joven poeta: expresar el clamor de las lágrimas vertidas.

Julio de 1914. Hace calor, la sequía trae el incendio.

Un sol enorme y malva de color,

sin rayos, colgado en la neblina.

Sobre el marchito trigo callado cae el ardor…

La guerra se anunció aquel día.

Son versos de Jodasévich. Ajmátova, en el espíritu de Ánnenski, escribirá que está dispuesta a darlo todo, «el hijo, el amigo y el don secreto de mi canto…», con tal de que el Todopoderoso aleje la desdicha de su tierra. Gumiliov se marcha al frente, la esposa le manda breves cartas con sus versos. Entonces, en plena guerra de 1914, la musa de Ajmátova se muestra en toda su trágica sencillez:

Y a la Musa en roto pañuelo

canta y clama como en un duelo.

Y en su cruel y joven tristeza

se cobija su mágica fuerza.

Más aún, tras detenerse ante una tumba, le pregunta al poeta: «¿Cómo puedes aún respirar?». Mayakovski, en un artículo que escribe entonces, señala: «Se puede no escribir sobre la guerra, sino con la guerra. No con tinta, sino con sangre, con la sangre que los hombres vierten en los frentes».

Ya entonces aparece preciso el perfil trágico y popular de la voz que veinte años después resonará en su Réquiem:

Junto a mi pueblo permanecí estos años,

donde la gente padeció su desdicha.

Y se dibuja no sólo la íntima fusión del poeta con su pueblo, sino la idea del «alma del pueblo» a la que ella pertenece.

No podrás vivir,

la cabeza alzar,

bajo las balas y las bayonetas del enemigo. Parece una profecía de lo que le espera a su marido, fusilado en 1921.

Desdichado el país que mata a sus poetas. La muerte de Nikolái Gumiliov, asesinado por el poder soviético, abre una herida de la que Ajmátova nunca sanará. Aquel mismo año 19Z1, Aleksandr Blok fallece a los cuarenta y un años, ahogado en su propio silencio. Al año siguiente Lenin expulsa del país a la flor de la cultura rusa; en el «barco de los filósofos» son expulsados de la URSS N. Berdiáyev, S. Bulgákov, L. Karsavin, I. Ilin y muchos otros intelectuales. Algunos de los compañeros de Ajmátova del Taller de los Poetas, como Jodasévich y Gueorgui Ivánov, deciden abandonar el país. Pero «Anna de todas las Rusias», como la llamará Tsvetáieva, tiene otra vara de medir su alma, su unión al alma del pueblo, por alto que sea el sacrificio…

En su poesía Ajmátova conecta en seguida con el lector. Valga como ejemplo que sus Cuentas se reeditan nueve veces desde 1914. La mayoría de sus libros de versos, a pesar de la desconfianza de los bolcheviques, se reeditan repetidamente. Tras Bandada blanca (1918), aparecen El llantén (1921) y un año después Anno Domini. De modo que a mediados de los años veinte la popularidad de Ajmátova puede compararse con la de Mayakovski, Pasternak y Mandelshtam.

Cada uno, es cierto, tenía sus lectores. Y entre ellos también se podían contar los líderes de la revolución. Lo cual no dejaba de entrañar también un peligro. La tesis leninista de que la literatura debía ser de partido y obediente al partido se plasmaba del modo más intolerante en sus herederos, contrarios a todo aquello que no servía a los intereses de la ideología proletaria comunista, es decir, del poder, convirtiendo así una máxima evangélica en el eslogan político «Quien no está con nosotros está contra nosotros», y que Mayakovski convirtió en versos:

El canto y el verso son bomba y bandera.

La voz de su cantor la clase alzará.

Y aquel que con nosotros hoy no cante,

contra nosotros está.

La llegada de Stalin al poder ahondó aún más la radicalidad de este enfoque con el término de «agudización de la lucha de clases», política que tuvo que producir y en definitiva dio lugar a una ruptura en el país, que quedó partido en dos, separado por un alambre de espinos. Ajmátova comprendió pronto el sinsentido de semejante política y «no cantó con ellos», de lo que muy pronto «ellos» se dieron cuenta.

En 1924 las autoridades incluyeron todas las obras de Ajmátova en el índice de libros que debían retirarse de las bibliotecas y de los estantes de las librerías. Se anatematizaron la Biblia, Dante, los filósofos no marxistas…, hasta los libros infantiles de aventuras, pues desarrollaban en ellos fantasías inútiles, en opinión de los nuevos censores. A los niños había que dirigirlos a luchar decididamente contra la «ideología pequeñoburguesa» de la familia… El ideal de los bolcheviques era, al parecer, los campamentos militares que en la época zarista ideara Arakchéyev, con sus reglamentos, declamaciones colectivas y juramentos a la bandera, como sucedía en los campamentos de los niños, «pioneros», o de los miembros de las juventudes comunistas, los «komsomoles».

Los medios para conseguir este adoctrinamiento era el terror, el hambre letal al que se sometió de manera planificada a millones de campesinos a principios de los años treinta, la destrucción de la familia, cuando se obligaba a los niños a rechazar a sus padres, arrestados como «enemigos del pueblo».

En esta atmósfera de terror y orden marcial se vio obligada a vivir la gente como Ajmátova. A vivir y, por pocos que fueran, a resistir. A salvaguardar la memoria de la cultura.

Once personas se sabían el Réquiem de memoria. El texto, como en el caso de otras muchas obras, no existía en el papel, pues cualquier escrito que se encontrara en un registro equivalía a la pena de muerte. Así, desde 1924 hasta 1939 Ajmátova «calla», pues el poder sabía cómo amordazar a los desleales y hacer cantar las mayores loas a los fieles.

Algunos con ánimo sincero, otros por pusilánimes o hipócritas, respondían a las exigencias del partido, firmaban declaraciones oficiales. Ajmátova nunca. Y esto era algo que las autoridades no ignoraban. Conviene subrayar cuán firme se mantuvo en su mudo juramento de no colaborar con el régimen, y el poder la premió con creces por su actitud.

En 1935 es arrestado su único hijo, Lev Gumiliov. Y tras ser liberado, es detenido de nuevo en 1938, para ir a parar a una de las grandes construcciones del estalinismo.

Aquí empieza la larga cola carcelaria de las esposas y madres, hermanas y hermanos con sus paquetes para los detenidos. Anna Andréyevna se pasó en ellas diecisiete meses. Y en ellas, entre la multitud dolida, citemos siquiera a la amiga y primera biógrafa de Ajmátova, Lidia Chukóvskaya, cuyo marido había sido detenido.

L. Chukóvskaya, la autora de las célebres Conversaciones con Anna Ajmátova, escribió, con el recuerdo aún reciente de su propia tragedia, un gran retrato de la época, el relato Sofia Petrovna, la historia de una madre a quien la maquinaria del poder había arrebatado a su hijo. La novela en muchos aspectos recuerda la historia de Anna Andréyevna.

En 1936 la desdicha de su pueblo y el dolor íntimo rompen el silencio de diez años de Ajmátova.

En 1936 comencé a escribir de nuevo, pero mi estilo había cambiado, mi voz vibraba ya de otra manera. La vida traía por la brida a un Pegaso parecido en algo al Caballo Pálido del Apocalipsis o al Caballo Negro de mis versos en ciernes.

Fue entonces cuando visita en su deportación de Vorónezh a Ósip Mandelshtam. Un castigo más que leve para el poeta que había escrito su conocida poesía contra el Tirano. Los versos, que llenarían de horror a Pasternak, le producen a Ajmátova la calma del reconocimiento. Son los versos de un condenado a muerte. Versos alimentados con la sangre que empapa toda la época. Son los tiempos de la Gran Hambre en Ucrania, en Kubán, en el Volga, que se había llevado millones de vidas, mientras vagones cargados de trigo y petróleo viajaban hacia la Alemania nazi.

Aproximadamente por estos mismos años, Pasternak, al que se le encarga la tarea de ensalzar las granjas colectivas soviéticas, viaja a los Urales, donde las autoridades agasajan al poeta y a sus acompañantes con los mejores manjares, cuando tras la ventana del hotel, tras la ventanilla del vagón, se suceden los pobres, los pordioseros, los mendigos… El hecho sumió al poeta en una postración psíquica que lo acompañó durante año y medio, período tras el cual el entusiasta cantor empezó a ver claro.

Visitar al deportado Mandelshtam era peligroso, pero Anna Andréyevna se rige por otras normas, por la ley de la amistad.

En la habitación del poeta condenado,

de guardia, se turna el miedo con la musa.

Sigue la noche que no conoce el alba.

En la Rusia actual, en el amanecer del tercer milenio, no se puede decir en modo alguno que haya llegado el alba. Habrán de pasar años, largos años, decenios, hasta que se logre borrar, lavar el crimen de un genocidio nunca visto en la historia. Ciento cincuenta años atrás Aleksandr Herzen trazó el martirologio de los poetas caídos y abatidos por el poder: diez nombres. En los tiempos soviéticos cuesta nombrar un solo nombre del mundo de la cultura que no se haya visto de un modo u otro golpeado por el régimen.

La airada pluma de Pushkin ya escribió:

En todo el mundo, el hombre es

tirano, prisionero o traidor.

O no-hombre, añadirá Kafka. Entre estos no-hombres, o medio hombres, habría que incluir a todos los «derrotados»: los caídos en el alcohol, el miedo, la locura, los sometidos a la voluntad del poderoso, los traidores, los huidos… Y su número no tiene fin.

La autora del Réquiem era una persona en su sentido más pleno, y una persona de una rareza única, tanto en aquellos años como en nuestros tiempos. Por eso atrae con fuerza tan poderosa esta Gran Madre, citando a Klúyev en su «Canto a la Madre Tierra» (rescatado de entre los archivos del KGB). Pues de su obra fluye el consuelo y la fuerza necesaria para vivir.

Pero ¿qué esconde la misa funeral de Ajmátova?

La amiga de Ajmátova, la poeta Olga Bergolts, fue detenida cuando estaba embarazada; le expulsaron a golpes al hijo que llevaba en su vientre. A su marido, el poeta Borís Kornílov, lo fusilaron.

Mataron al genial Nikolái Klúyev, arrancando con él la raíz que se hunde en las creencias ancestrales del pueblo.

Su amigo Yesenin se ahorcó antes del alba roja de la «colectivización», sin haber concluido su poema sobre Pugachov, el cosaco vengador, la voz de la libertad campesina.

Mayakovski se pegó un tiro «por razones personales», traicionado por los amigos y el poder.

Pasternak se vio cubierto de oprobio y llevado a la tumba. En el otoño de 1958 Pasternak se vio lapidado por los escritores soviéticos, que se dedicaron, en grupo, con alegría y pasión, a la labor. Lidia Chukóvskaya contaría este auto de fe.

El georgiano Galaktión Tabidze se tiró por una ventana antes que verse obligado a firmar una carta de condena contra su compañero.

Mijaíl Zóschenko, que compartiera con Ajmátova la suerte de los perseguidos por el poder, después de 1946 se volvió loco.

Los poetas de Leningrado Jarms, Vedenski y Oléinikov fueron arrestados y fusilados.

Arrestado y condenado a campos de trabajo Nikolái Zabolotski.

En el campo de Valdivistok murió Mandelshtam, el gran amigo de Ajmátova.

Asesinado Bábel.

Asesinado Borís Pilniak, amigo y destinatario de versos de Ajmátova.

Asesinado Vladímir Narbut, con quien en su tiempo Nikolái Gumiliov ideó el grupo de los acmeístas.

Asesinada Anna Bárkova, muerta en la miseria, la soledad y el desprecio, después de tres condenas.

Se suicidó Marina Tsvetáieva, después del fusilamiento de su marido Serguéi Efrón, de la detención de su hija y de su hermana Anastasia…

Detuvieron y llevaron a la muerte al hijo de Andréi Platónov…

Pero basta; detengamos esta interminable lista. Como escribiera Anna Ajmátova en su Réquiem:

Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres,

mas me han robado la lista, ya nunca podré hacerlo.

Como tampoco era posible albergar ilusión alguna, ni confianza ni esperanza de que el régimen pudiera cambiar. Ajmátova se enfurecía al oír que tal o cual «no sabía» nada de los campos, de las matanzas. «¿Que no sabía? ¡Pues estaba obligado a saberlo!» «Somos perezosos y carecemos de curiosidad», señalaba con amargura Pushkin sobre sus compatriotas más de un siglo antes.

Quién sabe qué vacío está el cielo,

en el lugar de la caída torre;

quién sabe qué silencio reina

en la casa en que no ha vuelto el hijo.

Nadie hasta Ajmátova había escrito sobre este silencio.

El insaciable poder prosiguió con los arrestos masivos incluso al iniciarse la Guerra Patria en 1941. Se exterminó a la cúpula del ejército: Ubórievich, Tujachevski, Yakir. Y se llamó a los escritores para que aplaudieran la condena a muerte de los «traidores». En los periódicos, hoy amarillentos por el tiempo y la mentira, podemos encontrar estos aplausos. Y en uno de ellos veremos la firma de Pasternak. Pero es una falsificación más: Borís Pasternak, tal vez al precio de su propia vida, se negó a poner su firma bajo los «vivas» a las condenas de muerte.

Los arrestos fueron menguando a medida que la invasión nazi avanzaba hacia el este. Y por extraño que parezca, en aquellos días se sintió cierto alivio, pues el enemigo dejó de ser un fantasma, se convirtió en algo real y no en una amenaza invisible. Había por qué morir: por la patria. Ajmátova colaboraba con Olga Bergolts en la radio cuando los alemanes llegaron a las puertas de Leningrado (véase Apéndice documental, iv) y la sometieron a lo que sería un inacabable asedio. Los almacenes de provisiones ardieron al iniciarse el bloqueo y los millones de habitantes se vieron condenados al hambre.

En 1941 Ajmátova, a la que casi a la fuerza obligaron a abandonar su ciudad, llevaba en los labios la misma plegaria que escribiera durante la guerra anterior, en 1914. Los versos adquirieron mayor concreción, se podían publicar en los periódicos que se mandaban al frente. Pero simultáneamente seguía la labor poética de Ajmátova, una obra que necesitó veinte años de gestación. En 1940 inicia su Poema sin héroe, una creación que planea sobre varios géneros, una obra de difícil encuadre. Un poema de la memoria. Un poema de la Conciencia. Un poema en que se vierte y halla eco toda la lírica de Ajmátova.

En 1946 el comité central del partido publicó una Resolución Especial dirigida contra las revistas Zvezdá y Leningrado, donde publicaban Ajmátova y Zóschenko, un duro golpe que durante más de cuarenta años pesaría sobre la vida cultural soviética. Cuarenta y tres años a lo largo de los cuales los estudiantes se vieron obligados a estudiar aquel inquisitorial discurso entonces anónimo, escrito tal vez por el propio Stalin, o bien Andréi Zhdánov, el entonces responsable de las cuestiones ideológicas del partido (véase Apéndice documental, v). A Zóschenko lo llamaron calumniador y sinvergüenza, a Ajmátova medio monja, medio mujer de la vida, y a ambos, elementos ajenos y enemigos de la vida soviética.

Acabada la guerra, la Gran Guerra Patria, entre la aliviada población civil y los combatientes victoriosos, tras la sangría de veinte millones de hombres y mujeres, pero, al fin, tras la victoria contra el nazismo, había nacido un rayo de esperanza. Los horrores de la «letra muerta», la pesadilla de la espera nocturna a que llegara el «cuervo negro», las desapariciones, la fantasmagórica represión de los años anteriores, todo eso parecía haber quedado atrás. ¿O no era cierto lo que las autoridades decían? ¿Que en el colosal duelo con el nazismo y el fascismo habían vencido las fuerzas de la libertad y la democracia? Las palabras pronunciadas por Zhdánov echaban por tierra todas las esperanzas nacidas durante la guerra.

La triste verdad es que la gente tiende a creer en los falsos infundios y rara vez hace el esfuerzo de descubrir la verdad. De modo que, en todos los rincones del enorme país se empezó a desenmascarar a sus «zóschenkos» y «ajmátovas». En agosto de 1946 se inauguró la campaña ideológica en favor de la pureza política, campaña que se vio en seguida solapada con otra marea de terror: la lucha contra los «cosmopolitas», que a duras penas ocultaba el pogromo antisemita. Campaña que con el tiempo fue adquiriendo el impulso y el vigor letal de los años treinta y que si no prosiguió fue por la muerte en marzo de 1953 de su gran artífice, Stalin.

Y de nuevo vuelven a sonar los inútiles y desesperados «¿Qué he hecho? ¿Qué delito he cometido?» del ya citado Pasternak. Como insensatos nos parecen, por mucho que no podamos evitar hacernos la misma pregunta, los gritos de los detenidos, de los torturados en los interrogatorios, de los condenados al fusilamiento: ¿por qué?

En el caso de Ajmátova, su calvario de madre y esposa tal vez se pudiera explicar algo más: porque en la primavera de 1946 las salas en las que se le permitía recitar su poesía la recibían de pie, entre ensordecedores aplausos. La recibían con inacabables ovaciones, con aplausos que se prolongaban hasta el agotamiento, cuando tales ovaciones sólo podían estar destinadas a un solo hombre, al Gran Caudillo.

En 1949 es detenido por tercera vez su hijo, Lev Gumiliov, y por segunda vez su último marido, Nikolái Punin, que ya no regresará de los campos de trabajo (véase Apéndice documental, vi).

Aquel mismo año se organiza una fastuosa celebración: ¡el gran Stalin ha cumplido setenta años! El coro de entusiastas salutaciones en honor al caudillo no cesó ni al año siguiente. Y en este ferviente coro sólo sonaba a falsa una voz, los versos de Ajmátova. Como en su tiempo sus amigos Mandelshtam y Pasternak, y como muchos otros llamados a corear al gran líder, Ajmátova puso su voz al servicio del tirano por una única razón: para salvar la vida de su hijo. Y pocos todavía hoy saben que aquellos versos, el «ciclo dedicado a Stalin», ocultaban un único grito: «¡Salva a mi hijo!». Lo más amargo de todo es que ni eso se le concedió.

Citemos en cambio unos versos de aquellos años, inspirados en la obra del poeta armenio Eguishe Sharents, asesinado en 1937. Son versos en los que no suena ni una nota falsa. Hasta su título, Imitación al armenio, nos habla del destino trágico de los pueblos, del genocidio sufrido por los armenios en 1915, la brutal matanza a manos de los turcos.

Me soñarás como negra oveja.

Sobre patas inseguras y secas

vendré, balaré, aullaré:

«¿Has cenado a gusto, mi Sha?

Tú que riges el mundo entero,

protegido del brazo de Alá.

¿Te ha gustado el sabor de mi hijo,

tanto a ti, como a tus niños?».

Merece la pena detenerse en estas líneas. Unos pies inseguros y secos. Los pies de tal vez una condenada, de un alma sufriente, de una madre que carga con el dolor de todas las madres. Y aunque las ovejas no aúllen, no se trata de un error de Ajmátova; es una de las tantas muestras del peculiar oído musical de Ajmátova. Aúllan las madres cuando pierden a sus hijos, aúlla el dolor, incapaz de hallar cobijo en el silencio.

Anna Andréyevna murió a los setenta y siete años, tras haber llorado la pérdida de casi todos sus amigos, pero sin merecer ni siquiera el funeral civil reglamentario que la Unión de Escritores organiza a los suyos. No en vano Bulgákov llamaba a aquella organización «unión de asesinos profesionales». Su funeral se celebró en la iglesia de San Nicolás del Mar en Leningrado, y la enterraron junto al mar, en Komarovo, donde pasó tantos días en su «cabaña».

«Lo bello ha de ser majestuoso», dijo Pushkin como si pensara en ella, a quien hoy bien podemos considerar su heredera directa. Dotada del alma de un Cid y del don del «duende», su obra suscitó el odio del poder soviético. Anna Ajmátova sobrellevó los tormentos de la madre y la esposa que ve arrancados de su lado a sus seres más queridos, y se asomó al abismo de la locura de los años treinta, rodeada de un mar de muerte y dolor.

En este país, ocurriera lo que ocurriera, por terrible que fuera el desorden que oscureciera la vida rusa, en palabras de Pushkin, siempre ha vivido y ayudado a vivir el poeta.

La autoridad moral de Ajmátova, que fue grande en vida, sigue viva hasta hoy. Las lecciones de Pushkin y Ánnenski llegan una vez más a nosotros a través de su obra. Y en cuanto a su misión primera en la vida, citemos las palabras del poeta Chichibabin, otro escritor superviviente de los campos, que en broma, pero muy en serio, escribía:

Ya ven, yo tengo esta manía:

que el mundo lo salvará la poesía.

FUENTE:

Anna Ajmátova, 2000

Traducción: José Manuel Prieto González

Diseño de cubierta: Norbert Denkel

Editor digital: Titivillus

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martes, 29 de noviembre de 2022

Delmira Agustini, Cristiano Martínez. POESÍA COMPLETA.



 Delmira

Agustini

Cristiano Martínez

En la presente edición digital, se pretenderá reproducir la obra

poética de la poetisa uruguaya Delmira Agustini, con la sola

intención de que aquellos que desean leerla, tengan en formato

digital una obra que puedan disfrutar y con la cual puedan

acercarse a esta notable poetisa.

En internet, no se suelen encontrar libros con los poemas de

esta escritora reunidos en un solo lugar, es por esta razón

principalmente que me he propuesto hacerlo, sin ninguna

necesidad ni ánimo de lucro, por lo cual queda prohibida su

reproducción con estos fines.

Advertencia

Delmira Agustini (derecha) con su madre Doña María (izquierda)

fotografiadas por el padre de Delmira y esposo de María, Santiago

Agustini.

Introducción

Delmira Agustini es, por todo, y a nuestro juicio, la más

grande de todas las poetisas uruguayas y una de las

más notables del mundo, solo María Eugenia Vaz

Ferreira, en su genialidad poética y sobrenatural puede

igualarse con este genio de las letras modernistas,

ambas fueron contemporáneas y muy amigas.

"La nena", como se la conocía a Delmira en el entorno

familiar, nació en Montevideo (Uruguay) un día lluvioso y

de tormenta del 24 de octubre de 1886, y por esas

casualidades o causalidades del destino fue asesinada

por su ex-marido un invierno frío y lluvioso del día 6 de

julio de 1914, contaba tan solo con 27 años.

Su madre fue María Murtfeld Triaca (Argentina) y su

padre Santiago Agustini (Uruguayo) además contaba con

un hermano llamado Antonio que era mayor que ella.

Fue desde muy pequeña una niña precoz y con tintes de

una posible superdotación intelectual : A los 10 años ya

escribía versos, a parte de terminar estudios de piano,

de francés y de pintura, esta última la llevó a pintar

hermosos y muy logrados cuadros, escribió también

algunos poemas en francés, y sabemos además por

"Ante el cadáver de la poetisa " (una crónica hecha por el

periodista VICENTE A. SALAVERRI, en el velorio de

Delmira, el cual se publicó en el libro póstumo "El rosario

de Eros") que todas las noches Delmira Agustini tocaba

en el piano "Nocturno" de Chopin.

Publicó sus primeros versos en la revista "La alborada" y

luego en "Apolo", cuyo director era el poeta Manuel

Pérez y Curtis. Según el libro póstumo "Los Astros Del

Abismo" el primer poema que publicó Delmira Agustini se

llamaba "¡Poesía!", aquí se los compartimos:

¡POESÍA!

¡Poesía inmortal, cantarte anhelo!

¡Mas mil esfuerzos he de hacer en vano!

¿Acaso puede al esplendente cielo

Subir altivo el infeliz gusano?

Tú eres la sirena misteriosa

Que atrae con su voz al navegante,

¡Eres la estrella blanca y luminosa!

¡El torrente espumoso y palpitante!

Eres la brisa perfumada y suave

Que juguetea en el vergel florido,

¡Eres la inquieta y trinadora ave

Que en el verde naranjo cuelga el nido!

Eres la onda de imperial grandeza

Que altiva rueda vomitando espuma,

¡Eres el cisne de sin par belleza

Que surca el lodo sin manchar su pluma!

Eres la flor que al despuntar la aurora

Entreabre el cáliz de perfume lleno,

¡Una perla blanquísima que mora

Del mar del alma en el profundo seno!

¿Y yo quién soy, que en mi delirio anhelo

Alzar mi voz para ensalzar tus galas?

¡Un gusano que anhela ir hasta el cielo!

¡Que pretende volar sin tener alas!

Poema fechado en 27 de septiembre de 1902.

En 1907 publica su primer poemario "El Libro Blanco",

más adelante, en 1910, "Cantos de la mañana", y su

último libro en 1913 "Los cálices vacíos", un año antes

de su trágico final.

Sin recurrir a la vulgaridad, y sin apoyarse jamás en

escritores masculinos, Delmira le cantó como jamás una

mujer lo había hecho al deseo y la sexualidad, sus

poemas son exquisitas piezas metafóricas llenas de

sensualidad, que llevan al sexo y al amor a un plano tan

sagrado y eterno que sólo pueden alcanzar las almas

desencarnadas.

Acusar a Delmira, de ser una poetisa erótica desde el

sentido vulgar, es realmente una ignorancia tan grande

que ni siquiera a los dementes se le puede perdonar.

De ojos claros, de cabello rubio que al parecer se le fue

oscureciendo al pasar los años, inteligente, culta,

educada, cortés y muy simpática, pretendientes no le

faltaron, sin embargo, a Delmira se le conocen solo dos

novios : un periodista que nació en la ciudad de Minas,

en el departamento de Lavalleja, llamado Amancio D.

Sollers, con el cual llegó a comprometerse, pero quedó

en eso, seguramente lo conoció en los viajes que hacía

Delmira con su madre a la ciudad de Minas, debido al

tratamiento que recibía Doña María, en el hospital de

Don Luis Curbelo Baez. El otro, Enrique Job Reyes, un

rematador nacido en Florida, con el cual estuvo de novia

cinco años, hasta que deciden casarse. El matrimonio

dura 58 días, Delmira regresa desesperada a la casa de

sus padres diciendo solamente : "Mamita, estoy harta de

tanta vulgaridad " inmediatamente inicia los trámites de

divorcio, siendo de los primeros en concederse por la

sola voluntad de la mujer.

Delmira da a entender en algunas de sus

correspondencias, que podría haber estado enamorada

del escritor argentino Manuel Ugarte. Por lo demás,

tantos amantes que da a entender su obra que tenía, si

realmente existieron, vivieron sólo en sus versos.

Sabemos también, que su padre era fanático de la

fotografía, a esto se debe que tengamos tantas fotos de

Delmira Agustini, tal vez halla sido la poetisa más

fotografiada de su época, no estoy de acuerdo con que

esta actitud del padre, sea producto de una "obsesión

con su hija " como plantean algunos, simplemente veo a

un hombre fanático de la fotografía, que tiene una

cámara muy difícil de adquirir en aquellos años, y a una

hija que se prestaba a los gustos de su padre, como su

padre se prestaba a los gustos de su hija, incluso hasta

le transcribía sus poemas para que fueran legibles para

la editorial, ya que la letra de Delmira y sus borrones y

escritura desordenada, son hasta hoy de interpretación

muy compleja.

En la actualidad, las personas tenemos acceso mucho

más simple y económico a una cámara y vivimos

sacando fotos hasta a la comida que comemos, y no veo

que sea una enfermedad o una obsesión.

Luego de divorciarse de su marido, continúa viéndose

con él como amante, en la pieza que alquilaba Reyes en

una pensión, situada en la calle Andes 1206 casi

Canelones y que había decorado con imágenes de

Delmira, y cuadros pintados por la misma poetisa, esto

nos muestra claramente una desmedida obsesión por su

ex-esposa.

Un invierno frío y de lluvia del 6 de Julio del año 1914, y

en una de las visitas secretas de Delmira, que se

llevaban a cavo todos los jueves y domingos, los "días

de novio" a las 4 de la tarde, Delmira atravesó el zaguán

de la pensión y se dirigió a la habitación de Reyes, este

como siempre hacía, cerró luego la puerta con llave,

unos minutos después, se escucharon cuatro disparos

de un arma smith & wesson calibre 38 corto (armas que

cargan al tope 5 disparos), llegada la policía al lugar,

estaba el cuerpo de Delmira ya sin vida, y el de Reyes

que luego de dispararse en la cabeza seguía vivo

falleciendo luego en el hospital Maciel dos horas

después.

Hasta el día de hoy se nos vuelve muy complejo el

comprender por qué, luego de divorciarse, Delmira

decidió transformar a su antiguo marido en amante, de

todas formas e independientemente de lo que se

conjeture, es sabido que Reyes la acosaba luego del

divorcio, le golpeaba las persianas de las ventanas de su

casa y la esperaba en la esquina, incluso existe una

llamativa carta en la que Reyes amenaza a Delmira con

contar sobre un consejo que los padres de la poetisa le

dieron para que no la embarazara, según él, era algo

que María y Santiago practicaban (sexualmente) y que

definió como "repugnante" y que lo contaría a la alta

sociedad si la familia Agustini lo seguía "ensuciando"

socialmente, acusándolo de "golpeador", y "violento" . No

hay documentos que nos permitan saber cual era el

secreto, se lo llevó a la tumba como lo había prometido,

aunque sí podemos afirmar con cierto margen de

probabilidad por lo que se explica en la carta, que se

trata de algo relacionado con una práctica sexual..

¿Acaso estas amenazas tuvieron qué ver con la decisión

de Delmira de transformarse en amante? Da para

pensar... .

En esa misma carta, Reyes amenaza a Delmira con

"lavar la mancha arrojada sobre mi honor, con la sangre

inocente de nuestras vidas" y además culpa a la madre

de la poetisa de la separación : "Y si ella (Doña María)

llegara a manchar mi nombre en lo más mínimo sabré

lavar la mancha con sangre, sangre que irá a salpicar el

alma perversa de la autora de nuestra desgracia. Y el

remordimiento la acompañará mientras viva y la

perseguirá donde quiera que se refugie, como el ojo de

Caín, será el castigo de su obra". Con estas impactantes

palabras, Reyes deja clara su intención de matar a su

ex-esposa y luego quitarse la vida.

Luego de la tragedia, se encontrará en un cajón de la

mesa de luz de Reyes una carta dirigida a un amigo

llamado Germán, en el que claramente habla de quitarse

la vida, pero no menciona en ninguna parte el hecho de

matar a Delmira : "Adiós y perdone la pena que le causo

con mi trágico fin. Crea que lo aprecia sinceramente su

fiel amigo. Enrique Job Reyes, junio de 1914". Esta

carta, sin embargo, nunca llegaría a destino, tal vez

Reyes no la envió luego de enterarse que su amigo

"Germán", había atestiguado en su contra durante el

proceso de divorcio.

La revista "Caras y Caretas" de Buenos Aires, publicaría

en 1914 una crónica sobre la tragedia y agregaría las

imágenes policiales que creo ya todos hemos visto, que

muestran a Delmira tendida en el suelo sobre una

alfombra y a Reyes siendo atendido por un médico sobre

la cama y con la cabeza vendada, sin embargo, son

pocos, los que citan el texto de la crónica que plantea

algo que nunca habíamos puesto en consideración : "Allí

tuvieron lugar diversas entrevistas de los esposos, que

fueron menudeando hasta ser diarias. Últimamente,

producida la sentencia de divorcio, habían proyectado

alejarse de Montevideo para reanudar una vida en los

coloquios de su amor. No obstante, Reyes desconfiaba

de Delmira, y la noche antes de la tragedia vio que

aquella hablaba con otro hombre por el balcón. Después,

ocurrió el triste drama que si el esposo tenía concebido,

precipitó aquel detalle. Y al final de una entrevista, Reyes

dio muerte a Delmira, descerrajándole dos tiros de

revólver, y luego matándose él."

Presten atención : "habían proyectado alejarse de

Montevideo para reanudar una vida en los coloquios de

su amor. No obstante, Reyes desconfiaba de Delmira, y

la noche antes de la tragedia vio que aquella hablaba

con otro hombre por el balcón", si esto que escribe en su

crónica "Caras y Caretas", fuera de verdad cierto, y no

un falso dato brindado por alguien (ya sea familiar o no

de Delmira) para calmar las conjeturas inmediatas en el

momento de la tragedia, de verdad que cambiaría varios

aspectos de lo que suponemos de la muerte de Delmira,

¿tendría Reyes como posibilidad matar a Delmira y luego

suicidarse, pero solo era una posibilidad no una acción

con día y hora ? ¿acaso lo que Reyes vio, desencadenó

la tragedia inmediatamente? .... son muchas las

preguntas que surgen.

Oficialmente, muchas son las hipótesis que se han

manejado, tratando de explicar el trágico desenlace de la

poetisa, las teorías van, desde un homicidio y posterior

suicidio, hasta un suicidio acordado. En el primer caso,

Reyes se sintió herido luego del divorcio, y decidió matar

a su mujer y luego suicidarse. En el segundo caso,

ambos acordaron la muerte (hipótesis con la que

personalmente no concuerdo).

Sobre los tiros, uno de los cuatro fue una bala perdida,

que impactó en la pared atravesando uno de los cuadros

que la misma Delmira había pintado y que Reyes tenía

en su cuarto, dos impactaron o en la cabeza de Delmira,

o en su espalda, estas son las teorías que circulan,

mientras que el último tiro se lo auto efectuó Reyes en su

afán por suicidarse. Aunque la teoría que más se

considera es la de los impactos en la cabeza y no en la

espalda, y aunque parezca mentira, el parte de autopsia

de Delmira no existe (está arrancado del libro de archivo,

o desaparecido, algo que es sospechoso), por lo cual, no

tenemos forma de comprobarlo definitivamente con un

documento oficial, aunque todo apunta a que fueron dos

disparos en la cabeza. La forma en que fueron

ejecutados estos disparos, sigue aún siendo

controvertida.

Tal vez nunca sepamos lo que en realidad ocurrió en esa

habitación de Andes 1206, aspirar a una teoría que

articule todas las pruebas, es sólo con lo que podemos

soñar.

Lo cierto es que el canto poético de esta monumental

escritora, trasciende el tiempo y el espacio y se vuelve

eterno, ella sabía muy bien, que ni la vida, ni la muerte, ni el

amor, podrían jamás matarla.

En el suelo de la calle, que hace más de 100 años se

humedeció para siempre, se ha colocado una placa en

honor a Delmira Agustini y en memoria de todas las

víctimas de violencia doméstica. Junto a la placa también

se plantó un rosal.

El misterio y la genialidad de Delmira Agustini, al igual que

su vida y su aún controvertida muerte, sorprendió al

Uruguay se los años 1914 y lo sigue haciendo aún hoy, es

imposible no caer hechizado por el canto poético de la

“pitonisa de Eros”, y luego sorprenderse ante la vida de una

mujer que impactó a toda América y al mundo, una mujer

eterna como el tiempo, una mujer que cualquier muerte es

poco para poder matarla.

A más de 100 años de ese lejano 1914, su suave y delicada

voz, sus claros y luminosos ojos, y su monumental pluma,

trascienden, se abren espacio entre la maleza oscura de la

evolución humana que todo parece desechar, y renacen en

todo aquel que se atreva a sentir.

Hablar de Delmira Agustini, es hablar de una mujer que

desafió la época que le tocó vivir, una mujer que se atrevió

a sentir y expresar el deseo femenino sin ningún tipo de

cadena, hablar de una poetisa extraordinaria, monumental y

exquisita, de un nivel lírico que pocos escritores han

alcanzado y alcanzarán en la literatura universal.

Cristiano Martínez . 15 de diciembre de 2017

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